La Quebrada

Arturo Ambrogi


Cuento


De entre un montón de piedras guateadas por el musgo, de entre los helechos, que se desarrollan como árboles en la húmeda penumbra, nace la quebrada.

Gota a gota fluye el agua: gota a gota, gota a gota se desliza sobre el musgo, como despenicada sarta de cuentas de vidrio, y rodando hasta el borde de la última de las piedras amontonadas, vacila un tanto, tiembla, brilla como un diamante, y al fin se desprende, y se aplasta.

Y ese goterío que cae, incesante, con matemática precisión, va formando entre los guijos roídos por la humedad y entre la grama mullida, un exiguo charco cristalino.

Húmeda sombra le cobija. Tramazón intrincada de ramas, forma cúpula impenetrable a aquel rincón arcadiano. Ningún rayo de sol se abrevó jamás en su escondida frescura. La nitidez, la tersura de su linfa, jamás se vio turbada; su tranquilidad, nunca, nunca, se alteró. Cuando más, el agua del charco se arruga, momentáneamente, a la caída silenciosa de alguna hoja dorada; o se siente rayada por las patas de una aguja del Diablo, o de un quiebrapalitos. Otras veces se anima, reproduciendo en frágiles temblequeos, el reflejo fugaz de las hojas.

Los berros crecen en sus orillas, a la sombra protectora de las anchas hojas de quequeisque, nervudas y membranosas, y entre sus tallos delicados y transparentes, rezuma la espuma de sapo.

De las ramas de los árboles circundantes, vendadas por el muérdago, cuelgan grandes rollos de bejucos de comemano y de conte, que se agarran a la tierra con su red intrincada de raíces y forman con sus cuerdas una trama negruzca que recuerda el arbolado de un barco noruego. La humedad constante hace brotar una multitud de flores, de formas y colores inusitados. Algunas de esas flores rústicas, adquieren un desarrollo que raya en lo artificioso. Por sobre esa pedrería que encuadra el charco, las mariposas, gemas que vuelan, se aparejan, revoloteando sin cesar, y produciendo en sus espasmos, vivo y estridente chasquido, idéntico al repiqueteo de las castañuelas.

La cuenca cristalina se colma, y el agua rebaza, perdiéndose en regajo raquítico entre la grama que estimulada por la frescura cunde como el vellón de una zalea. El arroyo corre oculto: apenas un ligero y casi imperceptible rumor glutinoso, denuncia su paso. Se desliza así, tranquilo, inviolado, hasta que al salir de la montaña, al abandonar los troncos tiñosos, los breñales aplastados por las enredaderas floridas, la grama mullida y esmaltada por rústica pedrería, se lanza a lo descubierto, bajo el cielo despejado, bajo el sol que lo acaricia con sensualismo de viejo caduco. El regajo inocente se engruesa. Lu línea entonces sinuosa, entre los talpetates, a la sombra de los pelados madrecacaos y entre los manchones de azufre de los huachipilines en flor. A él baja a abrevarse el ganado. En la rutilante arenilla de sus riberas, deja impresos sus cascos el venado receloso. Las hojas secas, navegan en escuadras liliputienses, arrastradas por la corriente. En su seno, bullen enjambres de chimbolos. Y entre el zacate que nada en las orillas, la rana ejecuta por milésima vez su berreberre intolerable. La pobre cree agradar a la Naturaleza con su música estúpida, y liriza a toda hora del día.


Publicado el 9 de noviembre de 2021 por Edu Robsy.
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