I
¿Que por qué José Galindo, alias Cascabeles, iba una mañana de primavera á todo el galopar de su potro Pinturero por los montes de Arriate, canana al cinto y escopeta al arzón, dispuesto á eclipsar las glorias de aquel de quien aún canta el pueblo andaluz con melancólico entusiasmo
«Ya murió José María,
el que á los ricos robaba
y á los pobres socorría»?
Caía el sol como una caricia de oro sobre la plaza del pueblo;
cegaban á su luz con su intenso blancor los bien enjabelgados muros de
las humildes viviendas; fulgían los balcones cual reducidos jardines
donde derrochaba sus más vivos colores la rica flora andaluza; lucían el
cielo su más radiante azul y su más pura transparencia el espacio; allá
á lo lejos erguíase la cordillera cubierta en sus faldas de frondosas
espesuras; por el fondo del valle deslizábase el río brillando como de
acero entre sus márgenes cubiertas de florecientes verdores.
Al amparo de la sombra que proyectaba la antigua iglesia, rendían culto á la molicie los más caracterizados holgazanes del villorrio; alegres y bullangueras, engalanadas con vistosos pañolones, charlaba y reía un bandurrio de mozas, en torno á la vieja fuente.
Delante de la puerta del casino, con los brazos atrás, divorciadas las piernas, la gorra de cuartel sobre la coronilla, lacias las guías del pobladísimo y largo bigote rubio, mal abotonada la deslustrada guerrera, contemplaba el cabo Vidondo—jefe del puesto—como con dulce delectación, el alegre bulle bulle de las de los cántaros, entre las que no faltaban alguna que otra que correspondiese á las del arrogante veterano con miradas capaces de encenderle el polvorín al hombre de índole menos pasional y mujeriega.
Junto al cabo, jinete en una silla, cruzados los brazos sobre el espaldar y casi del todo oculta la cabeza bajo el amplísimo cordobés, parecía dormitar el señor Curro el Campechano, y decimos que parecía, porque incorporándose de pronto en perezosa actitud y tras poner en tensión sus músculos y abrir la boca en un formidable desperezo, exclamó dirigiéndose á Vidondo al par que miraba hacia una de las callejas vecinas
—Camará, cudiao que ha granao bien y que se ha puesto más rebonica que el mesmo sol, Rosarillo la Trempana.
—¿Esa que viene por enfrente de casa del MatuteroP—le preguntó Vidondo siguiendo con mirada curiosa la del señor Curro.
—La mesma que viste y calza.
—Sí, que es una moza superior—dijo el cabo tras contemplar durante algunos instantes, no sin tener que colocarse la mano á modo de pantalla sobre los ojos á la por aquel aludida, la cual, con un cántaro sobre la cabeza, un gran pañuelo color de púrpura al talle y limpia y crugiente la falda de percal, avanzaba hacia la fuente con paso lento y cadencioso.
—¡Como que es un fenómeno de bonita!—dijo el señor Curro—tan fenómeno que no le diré más á su mercé si no que en Faraján, aonde ha estao hasla ahora, ha sío tan y mientras ha estao allí la moza de más bandera de toítas las del pueblo, ¡y mié usté que Faraján es uno de los pueblos que se las traen en eso del mujerío!
—Pues yo voy á ver si la veo una miajita más de cerca—dijo Vidondo.
Y diciendo esto se dirigió hacia la Temprana, al llegar junto á la cual se detuvo en firme, apoyó una mano en el sitio en que solía hacerlo sobre la empuñadura del sable, se atusó con la otra el larguísimo mostacho, inclinó el busto á lo galán, sonrió apicarada y amarteladamente y dijo á la muchacha con voz dulce y zalamera:
—¡Qué lástima! ¡pero qué lástima más grande que una moza tan rebonita como ustétenga que venir también con el cántaro á la fuentel
Rosarito miró irónica y desdeñosa por encima del hombro al enamoradizo veterano, y después, ahuecando la voz y abriendo extraordinariamente los ojos, exclamó:
—Qué lástima! jpero qué lástima más grande!
Una explosión de risas mal comprimidas acogió la burla de la Temprana, y disimulando el cabo el mal efecto que esto le produjera, se aproximó más á Rosario con aire cómicamente amenazador y le dijo sonriente:
—Como vuelva usted á burlarse déla autoridad, la cojo á usté con esa carita que le ha robao usté á la Virgen de la Pena y le ato á usté esas manos que son dos lirios y en un calabozo se va usté á pudrir con sus ojitos charranes y con su cuerpo gitano.
—Mire usté que está ahí Joseíto el Cascabeles—dijo á Vidondo en aquel momento el señor Curro, señalándole con la vista un mocetón alto y fornido, de largo talle, de piernas robustas, de tez curtida por el sol, de facciones agitanadas, grandes ojos obscuros, boca juvenil, de labios abultadísimos y pelo negro y rizoso que le caía sobre las sienes en encrespados mechones.
—¡Y eso á mí qué es lo que me importa!—exclamó Vidondo mirando como sorprendido por la advertencia al Campechano.
—Es que Cascabeles es el novio de Rosarito.
Se encogió de hombros aquél, y acercándose de nuevo á la muchacha, le dijo mirándola con descarada codicia:
—¿Se ha enterao usté bien de lo que yo le acabo de decir á usté ú será preciso que se lo diga dos veces?
Joseíto, para el que no había pasado inadvertido detalle alguno de la escena que acababa de tener lugar, se acercó lentamente á Vidondo y le preguntó en reposada actitud y con acento apacible:
—¿Se pudiera saber qué es lo que su mercé va á tener que decille dos veces á mi Rosario?
Contempló como sorprendido el de los galones, por tal osadía á Joseíto, y
—¿Quién eres tú pa venir á hablarme á mí sin que yo te dé mi permiso?—le preguntó midiéndolo de arriba abajo con una mirada desdeñosa.
Cascabeles quedó un punto como desconcertado ante la inesperada pregunta, centellearon sus ojos con en ellos insólita expresión de fiereza, y tras un breve silencio, exclamó acercándose á aquél con las manos crispadas y el semblante contraído.
—Y tú, ¿quién eres tú, pa amenazar á Rosario?
Hubo un segundo en que todos los allí reunidos sintieron correr el calofrío por sus venas; en que algo trágico pareció flotar en aquel ambiente tan risueño y luminoso; los guarecidos del sol en el atrio del templo se aproximaron á los que contendían; las muchachas miraban hostiles al cabo, el cual comprendiendo que en aquel lance eran todas las suyas las contrarias, al acordarse del uniforme que vestía; dominó los impulsos de su índole brava y pendenciera y
—No se hable más de esto—dijo—la culpa tengo yo de todo lo que me pasa.
—oa, pelillos á la mar—dijo en aquel instante interponiéndose entre ambos rivales el señor Juan el Pimpollo.
Y minutos después se alejaba de la plaza Rosario en compañía de Joseíto, mientras Vidondo, situado de nuevo delante de la puerta del casino, murmuraba á la vez que ponía una mirada francamente rencorosa en Cascabeles:
—Puede que algún día quiera Dios que yo te dé á tí lo que tú te has mereció.
II
Cuando Joseíto, tras acompañar á su vivienda á Rosario volvió á la plaza,
—Camará, agüelito, y qué mal encarao que lo ha puesto á usté la miajita de jarana:—dijo sonriendo al señor Juan el Pimpollo.
—Es que—repúsole el viejo—estoy pensando en que de aquí pa alante sa menester que te andes con la mar de pupila con ese pajarraco con quien has tenío el enganche, poique ese pajarraco es un alma condená que lo mesmo mata un hombre en una jerriza que un zángano en un lentisco.
Se encogió de hombros Cascabeles y
—Eso está por ver entoavía—dijo—que antes que ese hombre me estornúe á mí una vez tan siquiera, le digo yo á él Josús lo menos cuarenta veces.
—¿Qué ha sido lo que le ha pasado á usté con Joseíto el Cascabeles, mi primero?—preguntó el guardia Cárdenas, uno de los de su mayor confianza, al jefe del puesto, el cual retrepado en una mecedora en el patio de la casa cuartel, procuraba dominar la ira que hervíale en el corazón como revuelto oleaje.
Vidondo contó á Cárdenas lo ocurrido, con voz sorda y vibrante; Cárdenas le hizo una atinada observación.
—A nosotros nos pasa lo que á los curas; lo que en otro hombre cualquiera suena como un pito, en nosotros suena como un barreno.
Vidondo, en el que empezaba á imponerse la reflexión, asintió á lo dicho por su subordinado con un movimiento de cabeza, y momentos después preguntaba á éste con mal fingida indiferencia:
—Y oiga usted, ¿quién es esa á la que dicen la Temprana?
—Pues esa, según me han dicho, es una hija de un tal Paco el Tormenta, que murió hará cosa de un año en Faraján, y como la muchacha no ha podio seguir viviendo con la madrastra que, según dicen, es un lobo, pues se ha venido al calor de una tía que tiene aquí, que es la señá Frasquita, la viuda de Pedro el de los Palmares.
—Pues una jembra de una vez está la zagala.
Cuando Vidondo volvió á quedar á solas, no pudo impedir que la imagen de Rosario hiciera á su imaginación una nueva visita paseándosele por ella tal como la viera dirigirse hacia la fuente con su andar lento y cadencioso, con su seno espléndido, con su talle cimbrador, con su cadera arrogante y bien contorneada, con su pelo negrísimo, con sus ojos de oriental abolengo y bañada toda ella en sol, graciosamente recogida la falda que dejaba ver el pie breve y toscamente calzado, y llevando sobre la cabeza el cántaro del agua con gentil desenvoltura.
Al siguiente día volvió el cabo á situarse a la misma hora, en la puerta del casino, pero Rosario no acudió aquel día á la fuente, lo cual no dejó de causar á nuestro incipiente enamorado un profundo despecho, despecho que acreció al parecerle sorprender una sonrisa maliciosa en los labios de Joseíto, el cual departía animadamente á la sombra del templo con algunos de sus amigos.
Disimuló su contrariedad y aquella tarde pasó repetidas veces por la calle en que vivía la Temptana, sin conseguir otra cosa que ver cerrarse de pronto las momentos antes abiertas de par en par puertas de la casa y de los balcones.
Cuando aquella noche se acostó Vidondo, á poder leer en su pensamiento su legítima dueña y señora, segurísimos estamos de que poco hubiese tardado esta en entablar la demanda de divorcio, y con mucha más razón teniendo en cuenta lo que una vecina oficiosa habíale dicho aquella mañana que le dijo con acento compasivo:
—¡Ay, doña Fuensanta, y cómo se le conocen á usté en lo nublao de los ojos las penas que está pasando I
—¿Pero es que yo tengo los ojos nublaos?
—Vamos, señora, no se tape usté conmi go; demás sabe usté que yo soy mismamente un pozo... ¡Qué hombres, Josús, qué hombres!... comoel mío... mismamente como el mío... poique, créalo usté, que no es de usté la exclusiva, que al mío, que esté en gloria, una alferecía le daba al condenao ca vez que veía de moverse un miriñaque.
—¿Pero á qué viene tó eso?—preguntó doña Fuensanta á la vieja parlanchína y mal intencionada.
—A ná, señora, á naíca viene, ¡qué se le va á jacer! ya se cansará algún día, que no siempre ha de tener el mesmo son la campana.
En vano intentó aquella conseguir que la vecina fuese algo más explícita, y al contarle llena de amantes recelos aquella tarde á su hombre lo que con la vecina le ocurriera, le dijo aquél todo lleno de santa indignación:
—Ya estoy harto de sufrir tanto malita lengua como se mete en esta casa, y no quiero que vuelva á poner aquí más los pies esa mujer, ¿sabes tú? que por causa de su lengua, que ni curá al humo pagaba, se separaron Juanico Torrente y Pepa la Mira flores, y á lo que ha venido esa picara vieja no ha sío másque á darte á ti una desazón y á levantarme á mí algún falso testimonio; seguramente te habrá dicho algo de lo que me ocurió ayer con Rosario la Temprana.
—No, á mí no me ha dicho naíta de esa Rosario—le repuso doña Fuensanta contemplando á su esposo sorprendida.
—¡Pues habrá venido á preparar el terreno; tan segura tuviera yo la gloria!
—¿Pero qué te ha pasao á ti con esa Rosarito la Temprana?
—Ná, una tontería; esa Rosario es nueva en el pueblo, y como yo tengo necesidad de saber quiénes son los que se van y los que vienen, pues, aprovechando que me la encontré en la plaza, me acerqué á ella á preguntarle el nombre de sus padres y cuál era el pueblo de su nacimiento; en fin, á hacerle las cuatro preguntas de ordenanza.
—¿Y es guapa la nueva vecina?
—Guapetona, bastota, con dos caeras que son dos rulos.
—¿Y que fué lo que te pasó á ti con ella?
—Pues lo que me pasó fué... mira, no quisiera hablar de eso porque la sangre se rae enciende; lo que pasó fué que, al verme de conversación con ella, se me acercó uno que tú conocerás de vista, un tal Joseíto el Cascabeles, el cual, según dicen, es novio de la muchacha y, creyéndose el mozo otra cosa, sin duda, se le fueron los estribos y se me insolentó de tal manera que yo no sé cómo no me lo traje al cuartel para ponerle aquí los puntos sobre las íes.
—¡Algo le dirías tú á esa Rosarito! alguna granizá de requiebros, como si lo viera; ¡si te conoceré yo á ti! si es que tú no tiées cura, hombre; si es que tú vas á piropear al morir al que te traiga el Santolio; si es que tú no vas á parar hasta quitarme del mundo.
Y al decir esto, llevó la buena señora á los ojos un extremo del delantal como para que no le corrieran por las mejillas alguna lágrima.
Vidondo, que no obstante su afición á la mujer ajena, no dejaba de amar profunda mente á la propia, sintió que aquella lágrima le escaldaba el corazón, y acercándose á la víctima de sus amorosas andanzas, le preguntó con acento grave yen casi solemne actitud:
—¿Quieres que yo te repita, chispa más chispa menos, lo que yo le dije á la Rosarito?
—Sí, pero júrame por algo mu grande y sin menear los pies que va á ser la verdad lo que me digas.
Vidondo extendió la mano en solemne actitud y exclamó con acento firme y sonoro:
—Yo te juro por tu salucita que es pa mí lo más grande que hay en el mundo, que yo, al ver que esa Rosario se burlaba de mí, que se burló delante de todas sus compañeras, lo que le dije fué, chispa más ó chispa menos, que como volviera á faltarle en mí al respeto á la autoridad, iba á hacer que se pudriera su cuerpo metido en un calabozo.
Doña Fuensanta miró con expresión incrédula á su marido, pero al ver lo solemne de su actitud sintió que palidecían un tanto sus dudas y le dijo á la vez que una sonrisa se bosquejaba en sus labios:
—¡Ay, qué peso que me has quitao de encima del corazón! ¡qué peso que me hasquitao!
III
Transcurrió un mes, durante el cual no perdonó medio nuestro hombre por acortar las distancias que lo separaban de Rosarito, la que por desgracia del enamoradísimo veterano había concluido por tomar en su corazón carta de naturaleza, y mes durante el cual también había ido el Cascabeles sintiendo acrecer su desconfianza y su recelo teniendo que recurrir á todo el torno que la Divina Providencia hubo de tener á bien otorgarle, para no arremeter contra su rival cada vez que sorprendía á este mariposeando en torno de aquel sol de hermosura conque él pensaba y quería iluminar el horizonte de sus humildes cubriles.
Y de mal en peor iban las cosas y avecinándose cada vez más la borrasca, cuando dióles la picara tentación de poner término á sus amantes ansias á Dolorcita la Romero, unigénita del señor Juan el Chacho, y á uno de los en línea recta presuntos herederos del señor Pepe Castora, y como es cosa natural en tales casos, una vez que el cura del pueblo hubo cumplido su santa misión con los novios, decidieron las más amigas y los más amigos de estos, acompañarlos al cortijo de la Sauceda, lugar donde tenían aquellos proyectado apurar la cacharra de miel conque Dios sabe galardonar á los que mejor se quieren.
Y terminada que fué la sagrada ceremonia pusiéronse en camino los desposados, sus deudos y sus amigos jinetes unos en acémilas lujosamente enjaezadas, en pollinos los de más modesta fortuna y en jacos acostumbrados á más peligrosas expediciones la gente más bizarra de los contornos llevando muchos de ellos á las ancas alguna que otra hembra capaz de hacerle perder el equilibrio al mejor caballista de todo el.Apostolado; luciendo ellos sus más típicas vestiduras y engalanadas ellas con vaporosos vestidos, defendida la cabeza del sol y contoneado el arrogante seno por grandes pañuelos de los colores más rabiosos, tocadas de flores las bien peinadas cabelleras y luciendo los más vistosos collares y las más primorosas arracadas «que labraron los orfebres del antiguo Califato».
Ya los últimos reflejos del sol vestían de luces melancólicas el riente paisaje, cuando la alegre y pintoresca caravana llegó al cortijo de la Sauceda, y pronto, atado que hubieron viejos y mozos sus respectivas cabalgaduras á los copudísimos árboles, que sombreaban las cercanías de la casa, acomodáronse todos y cada cual en la no muy amplia planicie que circunda el rústico edificio, en tanto los vigilantes mastines al ver invadido sus dominios por aquel sonoro tropel de visitantes, procuraban romper las cadenas que los sujetaban é inútil creemos decir que Joseíto no tardó en sentarse junto á Rosario que lucía amplio vestido blanco moteado de flores carmesíes, rico pañuelo de crespón que se atersaba sobre su seno de curva tentadora y daba mayor realce al tono cálido de su rostro de nariz de maravilloso dibujo, de labios purpurinos y fragantes, de cejas pobladísimas que parecían agrandar sus magníficos ojos, de barba graciosamente hendida y de frente amplia que reducían los sedosos rizos de su espléndida cabellera.
Circuló entre los invitados la casi siempre estallante bota que no se cansaban de llenar los anfitriones, y pronto el vino empezó á hacer olvidar el cansancio y á convertir en brasas los ojos de las amarteladas parejas.
Juan el Chacho fué requerido de modo casi amenazador por un bandurrio de mozas y mozos para que luciera una vez más sus habilidades, y en breve el rítmico trinar de la por él bien tañida guitarra resonó dulce y melancólico en el gran silencio de la tarde que moría.
—¡Que cante Rosarito!—gritó Palas de Anafe, un jayán al que varias íntimas confidencias con la mugrienta bota habíanle hecho perder el pleno dominio de sus extremidades pedestres.
—¡Sí, mujer, canta si quieres!—díjole Joseíto como contestando á la pregunta que le acababan de hacer los ojos dulcemente acariciadores de la Temprana.
Esta, una vez logrado el para ella indispensable permiso, echó hacia atrás la gentil cabeza y cantó con voz de inimitable armonía:
Ni el Rey con su corona,
ni la tierra, ni los cielos,
valen pa mí lo que valen
los ojos de mi moreno.
Aun no se había extinguido del todo la explosión de gritos y
vítores conque acogieron todos la copla, cuando Joseíto, sin que nadie
lo invitase, impaciente por corresponder á la rimada caricia de Rosario,
cantó con voz arrogante y de timbre dulce y sonoro:
Tiéen los trigales cizaña,
y los rosales espinas,
y el que ronde á mi morena
tiene pena de la vía.
Siguió la gente moza dando al viento perfumado de la montaña sus
populares cadencias, en tanto una pareja de baile hacía resonar en el
centro de la planicie los sonoros palillos orlados de cintas de raso,
que parecían revolotear entre sus dedos cual pájaros tropicales.
El dulce néctar andaluz, el baile, los sones de la bien tañida vihuela, la diáfana sereni dad del espacio, los cálidos perfumes de la flora montecina, todos los detalles, en fin, habían hecho alejarse del alma de los allí congregados, inquietudes y zozobras, cuando
—Se aguó la fiesta, caballeros—dijo el se flor Juan el Pimpollo al ver aparecer por el atajo que al cortijo conducía, al jefe del puesto que, seguido de uno de sus compañeros, avanzaba con paso acompasado y rápido bañado por la luz de la luna que hacía brillar el limpio correaje, la reluciente botonaduradeí uniforme y el charolado tricornio.
—Sí que se aguó—repitieron algunos de los situados más cerca del viejo.
—En qué mala horita vine yo á la fiesta—murmuró la Temprana mirando á hurtadillas y llena de inquietud á Cascabeles.
—Buenas noches—dijo en aquel momento el cabo apoyando la culata de su carabina, en tierra, mientras su subordinado seguía con la suya al hombro y en actitud apuesta y majestuosa.
—Arrímense ustés pa acá, que gloria santa tengo yo pa to el que se lo merece—exclamó el señor Pepe Castora avanzando obsequioso hacia los recién llegados.
Pronto recobró la fiesta la perdida animación, y á la media hora no había vista ante la cual no se multiplicaran los objetos incluyendo la de Vidondo que no apartaba la suya de Rosario, la que ya varias veces había tenido que sujetar á Joseíto que temblaba de indignación cada vez que aquél ponía sus ojos en los bellísimos de su gentil prometida.
—Vámonos, tía Frasca, vámonos ya—exclamó de pronto Rosarito incorporándose al par que ponía en Vidondo una mirada llena de temor y de rencores.
—No, mujer, tú no te vas—dijo incorporándose también Joseíto, y posando una mano en un hombro de la muchacha y haciéndola sentar de nuevo, continuó con voz temblorosa:—tú no te vas de aquí tan y mientras yo no lo diga ó no amarguen los panales.
—Esa niña se irá cuando á ella le dé la repotentísima gana—exclamó el cabo mirando desdeñosamente á Joseíto.
—Yo me iré cuando mi José me lo diga, que este es el único que manda por mi gusto en mi presona—exclamó aquella con voz irritada, poniendo una mirada centelleante en su tan terco como provocativo enamorado.
Y esto lo dijo Rosario al par que sujetaba briosamente á Pepe que, terrosa la tez y la respiración difícil, parecía querer apuñalar á su rival con su mirada.
Se interpusieron todos entre ambos rivales y media hora después dirigíanse hacia el pueblo los invitados, no sin que el señor Juan el Pimpollo repitiese á cada instante procurando no ser oído por Vidondo que caminaba meditabundo detrás de todos como escoltando la ya mustia caravana:
—Si en cuantito lo vide lo ije yo; si á mí no se me despinta naíca; si este cabito está pidiendo á voces que le den una puñalá desde que se vino al pueblo, y milagrito va á ser que el hombre no lo consiga.
IV
Aquella noche no pudo pegar los ojos Cascabeles no se apartaba de su imaginación la figura del cabo; antojábasele oir martillar constante y amenazadoramente en sus oídos sus palabras despóticas é irritantes y entrever sus ojos lascivos clavados en la Temprana; no, aquello no era posible que continuara de aquel modo; uno de los dos, él ó Vidondo, estaba de nones en el mundo; era preciso acabar de una vez con aquella situación; todo menos aguantar un solo día más aquellas provocaciones y aquellas tremendas ansias que sentía de hacer pedazos al hombre que tan sin ton ni son se le había cruzado en mitad de su camino.
Cuando los primeros claros de la mañana iluminaron los horizontes y la fresca brisa matutinal acarició su frente; cuando la vida venciendo al reposo empezó á desbordarse en luces, en rumores y en matices, empezó Joseíto á recobrar algo de la perdida serenidad.
Pronto salió á la calle; acá y acullá se abrían puertas y ventanas á las cuales aso mábanse cabezas soñolientas y desgreñadas; oíase el vibrante cacarear de los gallos en los corrales; algunos jornaleros rezagados aceleraban el paso con la azada al hombro, alegrando algunos su marcha con algún que otro cantar, y rendidos de la nocturna caminata dirigíanse á sus hogares algún que otro arriero caminando lentamente tras la acansinada recua.
Joseíto se dirigió hacia casa de Rosario; desde que los celos lo flagelaban implacables; desde que Vidondo mariposeaba alrededor de su dulcísima colmena, antojábasele que la hembra objeto de su culto de amor iba á serle escamoteada como por arte de encantamiento y sólo gozaba de algún reposo cuando sentado junto á ella en el patio dela casa le ratificaban una y cien veces los ojos y los labios de ella sus promesas de amor en ardientes centelleos y apasionados decires.
El cabo Vidondo no había podido cerrar tampoco los ojos en toda la noche atormentado por los celos y por la ira que despertaba en él el recuerdo de lo ocurrido la noche anterior en el cortijo de la Sanceda. Cansado de luchar inútilmente contra el insomnio, apenas el primer albor del día penetró en su aposento, se vistió en un periquete y se lanzó á la calle.
Ya en ella, se dirigió como empujado por la fatalidad hacia la en que Rosarito vivía y al llegar frente á la casa de esta se detuvo, pero en vano sus ojos se posaron ansiosos en el cerrado balcón, en la cerrada ventana, en la entornada puerta.
—Güenos días, cabo Vidondo—díjole en aquel momento el alcalde que, jinete en un macho de enorme alzada, se dirigía hacia las afueras del pueblo.
Contestó aquél con acento malhumorado al afectuoso saludo y ya se disponía á dirigirse hacia el casino cuando divisó en la esquina de la calle á Joseíto el Cascabeles.
Al ver á este tornó la ira á crispar sus manos, un relámpago iluminó sus ojos, un pensamiento ruin se aferró á él con incontrastable ahinco y tras un solo instante de vacilación, aparentando no haber visto á su triunfante rival, acercóse rápido á la reja, sonrió al cerrado maderamen, pronunció como furtivamente algunas palabras, movió la cabeza ligeramente como en ademán de despedida y siguió calle arriba con airoso contoneo.
Joseíto lo había presenciado todo; los celos y la duda se le enroscaron de pronto como sierpes venenosas al corazón y mudo de asombro y rugiente de ira, creyéndose burlado en su cariño, corrió lívido y descompuesto hacia el aborrecido rival con algo terriblemente amenazador en las obscuras pupilas y
—¡Yo necesito matallo á usté ahora mesmito!—rugió más que dijo al llegar junto á Vidondo, con acento entrecortado y jadeante.
—¿Aquí?—le preguntó aquél, bravo y sereno correspondiendo con una irónica y desdeñosa á la mirada fulminante del Cascabeles.
—No, aquí no, ahí más allaílla, aonde sólo sean los de Dios los ojitos que mos vean.
V
La habitación estaba á inedia luz: era la hora del bochorno; apenas si penetraban en ella algunos vagos rumores; una cigarra y una fuente invocaban al sueño con sus monótonas canturías; el cabo Vidondo, cómodamente reclinado sobre algunas almohadas pálido y demacrado, contemplaba con vaga expresión serena al doctor Ramírez qie repantigado en una vieja poltrona y cruzadas las manos sobre el crecido abdomen
—Vamos á ver—le decía expeliendo brusca y violentamente el aire por las fosas nasales—¿conque la noche no ha sido mala del todo?
—No, señor, que no ha sido mala del todo... sólo algunos dolorcillos en el costado.
—Botanas, que ya se irán gastando; ya se quedará usted como nuevo, pero en lo sucesivo...
Y el médico puso al decir esto una mirada grave en los ojos del paciente.
—En lo sucesivo—le repuso éste con voz sorda—ya veremos lo que pasa.
—Pero vamos á ver, ya usted sabe que los médicos somos como los confesores y que se nos puede decir todo. ¿Quién fué, por fin, el que lo puso á usted tan cerquita de la última frontera?
—Lo que yo he confesado ha sido la verdad; yo no vi quién fué el que me hizo el disparo.
—Pero vamos á cuenta, ¿usted no salió del pueblo con Joseíto el Cascabeles?
—Sí, señor, que con él salí del pueblo.
—Pues si salió usted con él nada tendría de particular—dijo el médico mirando á Vidondo con expresión escrutadora—que él hubiese sido el de la malita faena, porque demás sabemos todos que no era muy buena la voluntad que á usted el mozo le tenía.
—Sí, señor, todo eso es muy cierto, pero conmigo no tuvo Joseíto más que cuatro palabras y cuando se fué y tan y mientras yo lo estaba viendo irse por la trocha del lagar de los Trebujenas, fué cuando yo recibí la bala que tantísimo trabajo le ha costado á usted desencasquillarme del pecho.
—¿Y qué fué lo que hizo usted cuando recibió usted el balazo?
—¿Yo? ¿Qué quería usted que yo hiciera? Perder la vista y el sentido y caer como si me hubiesen dao un martillazo en la nuca.
—¿Entonces quién fué el que le puso á usted un tapón con un pañuelo en la herida y quién fué el que le dió el aviso al tío Candelica para que no se muriese usted como un perro en mitad de aquel barranco?
—¿Pero usté está seguro de que se cargaron conmigo esa faena?
—¡Pues no lo he de estar! ¡Pues si á eso le debe usted no estar ya á la otra vera del río!
—Pues sería algún alma caritativa que me vería tronchao y se adolecerla de mí al verme en tan malilla postura.
—Pudiera ser, pero entonces, ¿por qué el Cascabeles se ha ido á la serranía?
—¡Y qué sé yo! el Cascabeles siempre le tuvo vocación á andar entre las abulagas del monte.
Comprendió el médico que no le era fácil satisfacer su curiosidad en aquella ocasión y comprendiéndolo así dió por terminada la visita y se despidió afectuosamente del herido.
—La verdá es—murmuró éste cuando aquél se hubo marchado—que el Cascabeles peleó conmigo como bueno, cara á cara y que al verme en tierra me puso mi pañuelo en la herida y que si él no hubiera avisado al tío Candela, á estas horas no tendrían ya ni que comer por cuenta mía los gusanos.
—Además—continuó tras algunos momentos de meditación—la verdá es que yo le he buscao á ese pobre una ruina, porque si yo no me hubiese cruzao en su camino, él se hubiese casao con la mujer que quiere y no se hubiera tenío que tirar al monte, que se tiró seguramente por no conocerme bien y pensar que á mí como hombre me faltan algunas cosas para tener las cabales.
Siguió meditando el Vidondo durante algunos minutos, y poco á poco fueron entornándose sus párpados y el sueño volvió á cobijarlo de nuevo bajo sus alas, esas eternas bienhechoras de todos los que padecen.
VI
Era aquello una verdadera batida; las tres parejas se habían diseminado tácticamente para coger á los perseguidos en un círculo de fuego; Vidondo subía sin precipitación y con aire meditabundo seguido del guardia Hidalgo por una loma empinadísima; los compañeros habíanse ido flanqueando la cañada; mucho tiempo había transcurrido desde el día en que el cabo abandonara el lecho, y el deber, el ineludible deber, lo llevaba contra todo el torrente de su voluntad al exterminio de Cascabeles y su partida.
Dos horas llevaban de escalar pechos abruptos y de flanquear peligrosísimas torrenteras, cuando el sordo galopar de dos caballos le anunció la aproximación del enemigo. Hidalgo se acercó rápido á su jefe di ciándole con voz ahogada por la emoción y la fatiga:
—Parece que son dos los que vienen: mi primero.
Dos minutos después aparecían en una trocha inmediata dos de la temible partida, Cascabeles y el Mejorana, jinetes ambos en ágiles y fogosos caballos, luciendo ambos la rica indumentaria de los bandoleros andaluces, el airoso y bien ceñido marsellés, el ajustado pantalón, las bordadas polainas de cuero y en la mano la indispensable escopeta.
—IAlto!—gritó con voz imponente el guardia Hidalgo enfilando al Mejorana desde el breñal que lo defendía de ser visto por los perseguidos, los cuales, sin detenerse un punto, dispararon sus escopetas casi simul táneamente contra sus perseguidores, y tendiéndose casi sobre sus monturas, hundieron en ellas los ensangrentados acicates.
Resonaron simultáneos también otros dos disparos, y el Mejorana se incorporó rígido sobre su cabalgadura, se tambaleó un instante y cayó inerte en la pedregosa ladera»
—Mal pulso, mi primero—exclamó Hidalgo lleno de ira, corriendo desesperado tras Cascabeles, que volaba jinete en su brioso corcel por la pintoresca vertiente en dirección á los encinares cercanos.
—Malo de verdad—dijo Vidondo siguiendo tras su compañero, al perder de vista al cual, murmuró irónicamente arrojando una mirada de satisfacción hacia la bravia espesura, tras de la cual acababa de desaparecer su generoso enemigo.
—¡Muy mal pulso y muy mala punteríal
Y ya saben nuestros lectores por qué José Galindo, alias Cascabeles, iba una mañana de primavera á todo el galopar de su potro Pinturero
por los montes de Arriate, canana al cinto y escopeta al arzón y
dispuesto á eclipsar las glorias de aquel de quien aún canta el pueblo
andaluz con melancólico entusiasmo:
«Ya murió José María,
el que á los ricos robaba
y á los pobres socorría.»