El Campanillita

Arturo Reyes


Cuento


I
II

I

Como claveteado en la típica montura jerezana, recto en ella como una pica; en una mano las riendas y la otra apoyada en la cadera; bañado en luz; luciendo el flamante marsellés de pana, el encarnado ceñidor y el amplísimo pavero, avanzaba el señor Joseito el Campanillea por la carretera de Almería una mañana de estío, ginete en una yegua, grande como la del Apóstol, que con la boca en el pretal, rectas como rehiletes las orejas, enarcado el robusto cuello y ondulante la larguísima cola, movía como por música los finísimos remos cuando...

—¿Aonde vá lo más retepinturero de los de pámpana amarilla de mi tierra?—preguntóle afectuosamente Isabel la Gallardota, asomándose á la puerta del ventorrillo que resguardaba del sol un enorme parral, del que pendían aterciopelados racimos.

—Hola, ¡primor de los primores! pos pá Cala der Morá; voy á ver si arrecojo unos pencos en sarmuera!—repúsole aquél, refrenando el paso de su cabalgadura.

—Y ¿no quiee su mercé hoy ni catar, tan siquiera, la sargalona?

—Pos ¿cuándo dije yo que nones arguna vez á cosas tan de mi gusto?—murmuró el señor Joseito; y después, arrojando una mirada escrutadora en el interior del establecimiento, continuó:—Pero tu hombre ¿por donde anda? ¿se lo han llevao los civiles?

—Mi hombre—repúsole la Gallardota dejando escapar un hondo suspiro—mi hombre anda aventao, desde jace ya cuatro días no le veo ni el pelo de la ropa, ni le jurgo los carcetines.

—Y eso ¿cómo y por qué? ¿es que le ha tocao la quinta?

¡Otra cosa es la que le debía tocar! pero ¿por qué no desmonta usté, y se sienta usté y se bebe usté un par de cholos, der que tenemos pá cuando vienen los príncipes?

El tío CampaniUüa no se hizo repetir la invitación, y saltando en tierra con relativamente pasmosa agilidad, sentóse bajo el verde emparrado, no sin atar ligeramente sa cabalgadura al tronco de la parra, y no sin acariciar al noble animal paseándole la huesuda mano por la redonda grupa.

Y sentádose que hubo el señor José, tiró el sombrero al poyo adosado á la fachada de la casa; se limpió el sudor con un pañuelo de seda encarnado, que delataba en él casi seniles coqueterías; y empezó á canturrear, con voz un tantico fuera de uso, una guajira, mientras sus ojillos grises y chispeantes paseábanse un tantico descarados por la figura de la Gallardota, de la cual, justo es decir, en honor á la verdad, que no obstantes sus casi cuarenta y pico de otoñadas, no dejaba de justificar el mote con la gentileza de su figura, y su renombre de bonita, con su semblante aún aniñado, de facciones delicadas, de tez blanquísima y suave, de boca de gracioso dibujo y de ojos pequeños y acariciadores llenos de dulzuras y de malicia.

—Pero, vamos á ver qué es lo que aquí ha pasao de nuevo; porque gordo tuvo que ser el repique pá que er Canela agüecara el alacon tantísima voluntá—exclamó el viejo al ver llegar á la Gallardota con un cañero en la mano.

La Gallardota dejó escapar un nuevo suspiro que nada tenía que envidiar al anterior, y sentóse, un tantico meditabunda, frente á frente al CampaniUila, no sin colocar previamente sobre la mesa el cañero, cuyo contenido brillaba al sol con transparencias de cristal y reverberaciones de topacio.

II

—Conque, vamos á ver, paloma, ¿cuántos días jace ya que izó el ancla y puso próa á la mar er que siempre te tiée como con hidropesía, salero?

—Con hoy jace ya cuatro, según reza el armanaque—repúsole aquélla con acento lleno de ira y de tristeza.

—Y ¿cual ha sío la causa de que el hombre se haiga arremangao tan de súpito, y tan de veras, los pantalones?

—Y ¡qué sé yol señó José; porque la verdá es que no ha pasáo naita; jque me den una puñalá si es mentira lo que le digo á usté! ná ha pasao, ná; que le dije cuatro chuflas, y que como él lo que tiée es ganas de perderme de vista ya de una vez pá siempre, y como lo tieen tan engreío cuatro jarticas é roar... pos velay usté.

—¡Lo de siempre! Si eres tú, y na más que tú, la que tiee la curpa de toíto lo que te pasa; si er Canela, por lo retegüenísimo que le parió su madre es por lo que lleva veinte años, estiando y sortando bilis; si es que tú eres más malita que un cangro en un riñón ó que un avispero en er cogote.

—Y ¿por qué soy yo más malita que un cangro? Yo, que cuasi desde que sorté el ombliguero no he tenio á mi vera más hombre que ese lobo rabioso; yo, que si ha habió jamón, jamón he comío, y si viruta, con viruta me he alimentao; yo, que me he pasao toa mi juventú con un trapito atrás y otro alante; yo, que he sio siempre una negra, una esclava, unjarambé, un pingo; yo que apesar de tó eso, no tengo por qué agachar mi frente ni ante el mismísimo rey de España, ¿yo mala? señó José, ¿dice usté que yo soy mala?

—Si, señora, eso digo yo, que eres mala cinco veces pares y cinco veces pares más; eso es lo que yo te digo.

—Y ¿me pudiéra usté explicar cómo y por qué soy yo tan malita diez veces pares sigún reza esa cuentesilla tan gitana?

—Mira, Isabel, ascúchame con pacencia, que por tu bien voy yo una vez más á pisarle las lindes ar vecino; pero primerito que ná, lo que vas tú á jacer es contestarme á lo que yo te pregunte, con er corazón en la parma de la mano.

—Pos encomíense usté á preguntar lo que usté quiera, que con él en la mano le voy yo á contestar, señó Joseito.

—Güeno, vamos á ver si me dices tú, si tu Juanico es aficionao á verlas de venir en puertas ó fuera de puertas, lo cual que naita tendría de particular.

—Pos no, señó, que no lo es, ni nunca lo ha sio.

—Y ¿es, ú ha sio arguna vez, aficionao al de Canalla, ú al de Faraján, más de lo que Dios manda, y á la vergüenza le conviene?

—No, señó, que no lo es, ni nunca lo ha sío.

—Entonces, ¿es que tiée argún vicio ocurto tu hombre?

—Qué va á tener ná de eso mi Juanico! Vicios ocurtos! vamos, hombre, que no hay justicia en la tierra!

—Güeno, mujer, no hay que arborotarse por tan poquilla cosa, y dime si es aficionao tu Juan á dirse de la mano, y si es... vamos, cómo lo diré yo? aficionao á... eso, á darte de asperón, ú de piedra pómez, ó de ungüento de acebuche cuando le dá la calentura.

—A mí, mi Juan no me ha alevantao la mano en tó er tiempo que llevo á su vera; y si me la fuera á alevantar ya lo pensaría mu bien antes, que por algo me puso á mi Dios cinco dátiles en ca mano!

Y al decir esto mostraba, en amenazadora actitud, sus manos blancas y pequeñísimas la graciosa ventorrillera.

—Y oye tú—continuó impasible el señor José—los pameses que gana ¿te los dá á ti, á se los lleva ar Banco, ú los gasta en bizcotelas?

—Pos naturalmente que me los dá á «sí! Como que si no me los diera ¿con quédiba yo á amasarle á mis gallinas? Pos no faltaba más si no que no me diera los partieses!

—¿Y tu Juan es aficionao á dormir ar sereno ú á arrecojerse de madvugá con mucha frecuencia?

—No señó, que se arrecoje siempre aquí y siempre trempano!

—Güeno; entonces resurta que tu Juanico no es borracho, ni es jugaor, ni es trasnochaor, ni es gastaor, ni es manilargo, ni tieé ningún vicio que se sepa; no es asín?

—¿Pa qué vamos á seguir, señó José? queaHJ03 en que mi Juanico, sigún usté, es Santo Tomás de Aquino ú San Francisco de Sales.

—Sigún yo, no; y sobre tó, vamos despacio, salero, vamos despacio, y dime ni ahora cuáles son las espinas de ese rosal de tus quereles.

—Pos las espinas de ese rosal—exclamó colérica Isabel colocándose ambos puños en la cintura, son que si él pudiera, se cargaba á la bandola jasta la luna, ¿usté se entera? jasta la luna! Porque es que en custión dejarapos no hay medío de que tome la arsoluta, que no la toma ni á tiros; que pa él no hay mujer sagrá; que en cuantito vé unas enagaas, manque sea sin armión, se le arborota la sangre y pierde la chaveta: ¿sabe usté? Además que ná le cae bien al hombre y que ea cuantito se le platica una miajita arto, ó con una miajita é quéa ya está dando borbotones, ¿sabe usté? Que aquí tos tenemos que ser monos sabios ó perros de agua; que si er tose, á tos mos tié que dar en er gallillo; que es mu raro, sabe usté? pero que mu raro, y más celoso que un turco, y que no sabe escupir más que por el colmillo, y, vamos, señó José, vamos, que es mucho hombre mi hombre, y que si me valiera, si me valiera, amanecía yo er dia menos pensáo en Tetuan ú en el puerto de la Habana.

—Pos no es tu hombre, te digo y te ripito, er que tieé la curpa de lo que pasa; si no tú y naide más que tú, que tamién el me ha platicao con er corazón en la mano, y si no fuera por la volunta que el hombre te tié, jaría ya la mar de tiempo que, sin dirte tú á Tetuan ú á la Habana, ya te habría perdió él de vista; porque, créelo tú, no hay Dios que aguante, toa la via á una mujer tan sin pupila como tú, manque sea más güeña que er mismísimo Nazareno.

Isabel la Gallardota, ante tan rotunda afirmación, quedóse mirando grave y pensativa al señor José, y tras algunos instantes de silencio, le preguntó con acento lleno de irónica mansedumbre:

—¿Entonces, qué es lo que usté cree que yo debo jacer pa que no pasen las cosas mayores?

El Campanillita permaneció meditabundo durante algunos momentos, y después exclamó encarándose con aquella, al par que señalaba con la mano su caballo:

—¿Tú ves ese bicho tan requetebonito tan requetegracioso?

—Pos naturalmente que lo veo.

—Pos bien, ese caballo se lo merqué yo á Periquillo el Tisnao.

—Güeno, y qué tenemos con que se lo mercara usté á Periquillo el Tisnao?

—Pos tenemos que ese bicho es el que le partió una pata á Periquillo y tú sabes porqué le partió la pata á Periquillo?

—Pos le partió la pata á Periquillo, porque el Periquillo dá corcho cá cinco años; tú te enteras? El Tisnao mercó este jaco, y como el hombre chanela tanto de caballería como yo de jacer una casulla, pos el hombre no se enteró de que el bicho era la mar de sentío y la mar de sucertible y la mar de delicao de boca y la mar de fitio de ijar; y como no se había enterao de naíta de esto, pos apenitas lo cojió, patapúm, toma leña por aquí, y toma leña por allí, y toma jierro por aquí, y toma jierro por allí, y toma y toma, y toma; y tanto le dió, que er bicho, que tieé pórvora en la sangre, y tieé decoro, pos se jartó de aquellos malos tratos; y un día se abroncó de chipé, y al sentir ar Tisnao encima, pegó un brinco que llegó mu cerquita de un lucero, y allá fué er Tisnao como si hubiera salió de una escopeta vizcaina; y ná... ya sabes tú que desde entonces el Tisnao no puée andar sino jaciendo reverencias á toito er que pasa por su vera.

—Pero á mí qué me cuenta usté con tó eso?—exclamó ya impaciente la Gallardota.

—Aspera, mujer, aspera, que tengo que icirte entoavía que como er jaco encojó ar Tisnao, y yo merqué al jaco cuasi por ná, cuasi con dineros encima, que me los quería dar porque me lo llevara, y como yo tengo muchísimo pesqui, pos encomencé á cuidar al jaco, á darle coba al jaco, á acariciar al jaco, tal y como si er jaco fuera mi ojito erecho, y LuccIII o por aquí, y Lucerito por allí, y en fin... ná, lo que pasa, que ya boy con un torzal, pero que con un torzal de sea, soy yo capaz de llevar á mi caballo á las Islas Baleares.

Y dicho esto, apuró la última caña, saludó sonriendo afablemente á Isabel, y momentos después perdíase de vista allá á lo lejos, envuelto en una nube de polvo que el sol doraba, el señor Joseito el Campanillita, uno de los más requepintureros de los de pámpana amarilla de los hombres de mi tierra.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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