En la Carretera

Arturo Reyes


Cuento


I
II

I

Cuando Lola la Azucena se asomó á la puerta de su chozajo, embellecido por las trepadoras que lo cubrían casi totalmente de hojas y flores, ya el sol inundaba la carretera, animada por el resonante bulle bulle de peones y de ginetes, y por el alegre tintineo de las esquilas de las acansinadas recuas que conducían á la capital, desde los amplios paseros de la vega, el dulcísimo y oloroso fruto de las vides andaluzas.

Ya el sol—repetimos—embellecía el paisaje; piaban alegremente los gorriones entre las ramas de los frondosos álamos y de los plátanos orientales que flanquean el camino; rendíanse los pencares al peso del fruto en sazón;fulgía como de mármol blanquísimo el risueño caserío entre el verdor ya pálido de los viñedos y el esmeralda de los huertos; una brisa fresca y acariciadora susurraba plácida en el ramaje; un arriero tumbado, boca abajo, sobre el aparejo de su cabalgadura, canturreaba, con acento rítmico y quejumbroso, una copla popular; cómodamente sentada bajo el toldo de una galera, una muchachota de tez renegrida, dientes blanquísimos y ojos dormilones, apretábase contra el conductor, un zagal greñudo y atlético en cuyo semblante notábase el efecto del contacto tentador; una pareja de la guardia civil avanzaba hacia la población con paso acompasado y marcial apostura.

Frente al chozajo, al otro lado del camino, Pepe el Boyero entreteníase en tejer una honda de esparto, no sin de vez en cuando abandonar su faena para hacer volver, al prado en que pacían, á alguno de los astados brutos encomendados á su guarda, mediante algún que otro grito gutural ó alguna que otra piedra disparada más diestramente aun que hubiera podido hacerlo antaño el más habilidoso de los honderos baleares.

La aparición de Lola en la puerta de su florido cubríl fué saludada por Joseito con un brinco de gozo, y corriendo hacia las chumberas que lo separaban del camino, y casi engarzándose entre ellas, exclamó con acento rudo, vibrante y apasionado:

—Olores; Olores, mu güenos días, Olores.

—Hola Joseito—repúsole ésta, sonriendo, al par que prendía graciosamente entre los revueltos y negrísimos mechones, siempre en rebeldía, de su cabello, algunas de las campanillas azules que acababa de arrancar de la flotante enredadera.

—¡Ay que ganitas que tenia yo ya de verte! ¡pero que ganitas que tenia yo ya de que me diera er sol de nuevo en los ojos é mi cara!

Dolores contempló breves instantes con expresión acariciadora á José; también ella habíase levantado ansiosa de que le diera de nuevo, el sol en la cara; que también ella tenía, cómo claveteada, en el pensamiento, una figura, la del boyero, con su cuerpo recio y desgarbado, con su semblante obscuro, y con sus grandes ojos de mirar apacible y melancólico.

—Oye tú, Lola, y tu padre, ¿aónde ha dío?—preguntó Joseito á la muchacha, mirándola con amartelada expresión.

—A Málaga; se fué mú trempano.

—Y tu madre ¿tamién se ha dío?

—Tamién se ha dío.

—Y ¿poique san dío dambos tan trempano?

—Pos á vender er gallo san dío.

—Por vía é Dios, y que malito que pinta toíco ogaño; cómo que, si Dios no mos da agua, vamos á tener que dir pensando en dirnos en busca de otros pejuares.

—Lo que ice mi padre que ice:


Sin agua y sin vino,
ni viven los hombres,
ni muele er molino.


—Pós á mi eso der vino me tiée sin cudiao; asina me tuvieran los ojos de una jembra que cuando me miran me erriten y cuando no me miran me matan.

La Azucena que le escuchaba con los brazos cruzados sobre el pecho, exclamó, sonriendo picarescamente.

—Ya se yo quien es esa, me lo dijo antier el Breña, que me dijo que tú estas jabaito der tó por la hija de Currito el Caminero.

—¡Yo por la hija de Currito! esas son gromas der Breña, que echa más embustes, que tramas dos olivares.

—Pos eso me dijo á mi er Señó Juan, que vino hier tarde, mismamente á la misma hora en que mos trujieron una papeleta pa que paguemos la contribución; por cierto que mos dijieron que si no la pagamos entro é ná, se queará er fisco con ésta cuarta é terreno, y... ná... se queará con ella, fijamente, poiqué suponte tú cómo vamos á pagar la contribución, cuando anoche mos acostamos á oscuras y cuasi sin comer más que un puñao de panetejos.

—Pero entonces ¿es que tú no comiste hier tarde?—preguntó como asustado Joseito.

—Sí, hombre, ya lo creo que sí, no te digo que mos comimos un puñao de panetejos.

—¿Un puñao de panetejos?

—Vaya, y que estaban más redurces que la azúcar.

—Mira, Olores, tráeme er jarro... arza ya vivo y tráeme er jarro.

—¿Y pa que quiees tú que yo te traiga er jarro?

—Pa lo que me dé la gana; dáme er jarro, te igo, ú sarto er pencar, manque me esnuque, y lo cojo yo de la choza.

—No lo traigo, que ya sé yo pà que lo quiées; pa ordeñar la vaca, y aluego si el amo se entera... ¡ya ves tu, si aluego se entera el amo!

—No se entera, y si se entera, ¡más mejor! ¡dáme el jarro te igo!

La Azucena vaciló algunos instantes, pero pensó en lo rica que estaba la leche recién ordeñada y...

—Toma—exclamaba momentos después entregándole al boyero, por encima de la chumbera, un jarro de alpujarreña estirpe.

Y mientras Lola seguíale con la vista, empinándose para dominar las chumberas, Joseito se dirigió rápidamente hacia una de las vacas, que allá, en la linde más distante, lucía sus repletas ubres, las cuales pugnaba en vano por cojer un blanco becerro, que triscaba junto á ella, tan gracioso como retozón, y tan retozón como asustadizo.

II

Y como si hubiese estado esperando á que se alejara, de la Azucena, el boyero, y saliendo de entre un macizo de cañas dulces:

—Dios te guarde rosicler—díjole á Lola, deteniéndose delante de ésta el señor Juan el Breña, un viejo curtido y algarrobado por los años, de semblante rugosísimo y vulgarote.

—Hola Señó Juan—repúsole aquella con cara de pocos amigos; y como rehuyendo su conversación, fué á sentarse en el poyo adosado al muro de la choza.

—Pos cualisquiera pensaría que lo que traigo yo, son alacranes en la faltriquera,—exclamó el viejo con acento de reproche acercándose á la muchacha de nuevo,—cuando lo que yo traigo pa tí, siempre, es grano en el pico, y güenos propósitos en er pensamiento.

—Pos déjeme á mí su mercé de granos y de güenos propósitos, que no tengo yo ganas de naica de lo que usté me puéa traer metió en su faltriquera.

—Camará, y ¡cómo seis las mujeres toas! ¡tontas er to! poiqué tonta er tó, se necesita ser pa espreciar á un hombre como on Casimiro; un hombre que entoavía no tiée ni picá tan siquiera la dentaúra; un hombre que es el de más bandera del partió; un hombre fresco y güen mozo y adinerao, tan adinerao, que es lo que él dice, que ice: Si la Azucena me ejara que yo, una vez tan siquiera, la espeinara á mi gusto, tendría aceitunas pa ella, aceitunas pa los tordos, y aceitunas pa moler lo menos en tres molinos.

—Y á usté, señó Juan, ¿no se le caen ar suelo las faiciones toas de fatiga, de venirse, á sus años, con esas cositas? ¿usté no sabe que á mí on Casimiro me pudre y me repudre la sangre? ¡On Casimiro! ¡un hombre que es más viejo que un cajorro! y, además, que sa menester que usté sepa, y que sepa on Casimiro, que yo no soy como la Peliroja, ni como la Perejiles; que á mi los ineros no me enamoran como no vengan en portamonea de mi gusto, y demasiao sabe usté cuál es el portamonea que más le gusta á Lolilla la Azucena.

—¿Quién? ¿Joseito el Boyero? ¿verdá? valientemente, serrana! ¡Un mozo que yo no sé como no da billotas! y que cuando platica paece como que estornúa.

—Pos, ¡y el que usté ice! ¡ese si que es un regalo pa cualisquiera!

—A propósito de regalos; mía tú que tumbaga, y mia tú que dos arracás más reboni, tas... ¡como que de rebonitas que son, cuasi quitan er sentio!

Y, diciendo ésto, el señor Juan sacó de entre los pliegues de la faja, un pequeño estuche que abrió, torpe y lentamente, al par que miraba al soslayo, y con expresión escrutadora, á la muchacha.

Esta posó sus ojos en el estuche, en cuyo fondo, encarnado, de terciopelo, brillaban el oro y los diamantes del anillo y de las cordobesas arracadas; y los ojos, los hermosisimos ojos, le chispearon de codicia.

—¿Qué? ¿verdá que son archisuperiores?—le preguntó el viejo con irónico acento.

—Si que lo son!—suspiró, más que dijo, la Azucena.

—¡Y que no te caerían á ti mu requetebién que digamos! y ¡que no estarías tú que pegarías tiros de bonita con ellos! cómo que es un doló que tú vivas como vives, cuando podías vivir como los propios ángeles; cómo que es el Evangelio lo que platica on Casimiro, cuando me platica de tí, que ice:—Ese proigio es tonta der tó, pero que der tó, poique si ella quisiera, yo le daría á sus viejos, sin cobralles naíca, mi cortijo La Ortigosa, que tiée más fanegas é pan sembrar, que gotas dá un aguacero; y á ella la tendría bien comía y bien servía y vestía como á una archiduquesa; con la mar de batas é cola é tós colores, y con toito lo que se le antojara, asín juera lo que se le antojara, el lucero matutino.

Lola oía al viejo con aire meditabundo; la voz acariciadora de éste, había hecho surgir ante sus ojos un panorama tentador; verdaderamente aquella vida que ella llevaba era insoportable, siempre á medío comer, siempre en cueros, cuando debía ser cosa tan rica vivir en «La Ortigoza», en aquel cortijo: uno de los mejores de la Vega, con una casa que era un palacio...

—Vaya, ¿qué es lo que te paece á tí esto que yo te igo, Olorcilla?—preguntóle el señor Juan interrumpiéndola bruscamente en su meditación.

Dolores continuó en silencio breves instantes y...

—Pos tó eso me parecería gloria santa—repúsole, por fin, con voz un tanto sorda—si tó eso me viniera á mí por mano de mi Joseito.

El Señor Juan contempló, encogiéndose de hombros, el estuche, y después, cerrándolo lentamente, volvió á colocarlo entre los pliegues de la faja, murmurando:

—Güeno, que se le vá á jacer, no siempre va á ser igual, que de to puso Dios en la viña, gandirojas y racimales, y yo ya me voy, que ya viée pa acá ese chaparro, que tanto te gusta á tí, y al que no pueo yo ver ni tan siquiera en pintura.


Joseito llegó junto á las pencas llevando cuidadosamente el jarro, en el que desbordaba la espuma; en su semblante atezado y juvenil, retratábase la impaciencia y la alegría y...

—Toma, toma, Olores, toma, antes que se enfríe—exclamó alargándole el jarro por encima del vallado.

Lola contempló con ojos acariciadores á Joseito, tomó el jarro y

—Poiqué se ha dío el señor Juan antes de que yo llegue?—preguntó, á Lola, el Boyero, al mismo tiempo que aquélla acercaba el jarro á sus labios fragantes y purpurinos.

Y Lola la Azucena se dedicó á pensar en la respuesta mientras bebía, y si algún artista inspirado, algún enamorado del color, hubiera acertado á pasar, en aquellos instantes, por la alegre carretera, seguramente hubiera inmortalizado el cuadro aquél, radiante y pintoresco; el áureo polvo del camino; las verdes ramas en que piaban alegremente los gorriones; la choza que cubrían, casi del todo, las verdes trepadoras; las chumberas tras las cuales asomaba el rostro varonil y sonriente de Joseito; y la figura de Dolores engalanada con su zagalejo encarnado, la obscura chaquetilla, las recias alpargatas de esparto y con el negrísimo cabello que desbordábasele espléndido, en relucientes, rizosos, mechones, sobre la nuca y sobre la tersa frente, adornado por una á modo de diadema de campanillas azules.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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