I
—Veinte años mal contaos son los que tiée y veinte mil millones se necesitarían pa poer dicir tó lo retegüena moza que es Loli ha la Pizarrera.
—Eso serán los ojos conque tú la miras: con ojos de potrico cartujano!
—No jeñó y que no soy yo sólo el que lo ice; que lo icen tós los que no son múos en la provincia. Suponte tú una jembraque pueé darle un beso, sin empinarse, en la peineta á un ciprés; con un pecho en el que se puéen tender manteles;con un talle tábiroque es un esparto; con unas caeras más reondas que la copa e un pino; con una mata de pelo rizao que le pueé servir de túnica á un nazareno; con unos ojos que son dos soles; con una boca que es la flor de la maravilla, con una...
—Basta, hombre, basta ya, que me está entrando, oyéndote, una canina que no veo, y tenemos er pan á una legua de la dentaura.
—Pos no te digo tiá si la vieras y si oyeras er metal de su voz; como que yo cá vez que platico con ella, me tengo que dir y meterme en cama y que llamar al méico.
—Y esa jembra, te tiéeá ti voluntá?
—Hombre, te diré: á mí unas veces me paéce que sí y otras veces me paéce que no pero jueron mis padres conmigo tan poco rumbosos cuando me jocharon ar mundo, que la verdá es que cuando me pongo á la vera de ese proigio, en cuclillas paece que estoy, y eso que me estiro jasta lastimarme las coyunturas!
—Es que los hombres no se míen por varas como la muselina morena,
—Eso igo yo; pero no lo dirá ella; y aluego, como el Iotovias me está jaciendo guerra galana, y er Totovías, si ella puée besar la copa de un ciprés, el pueé darle un cabezazo á la luna, y además es mu güen mozo, por más que sea más tonto que Pichóte; y como además tieé leña arrejuntá pa calentarse toa la vía, por más que séa más cerrao de fartriquera que las puertas pa el matute; pos velay tú, las de Caín son las que yo estoy pasandol
—Y crees tú que Dolores está más por el Totovías que por tu presona?
—Mia tú, yo creo que sí y creo que no; yo creo que le gusta más en él el tronco y en mí el fruto; que si yo le llegara tan siquiera á la barba me corgaba yo á la bandola al Totovías.
—Y oye tú ¿ese Totovías es tan tonto como su hermano el Chaparrales, que es el que yo conozco una miaja?
—No, tanto, no, muchísimo, pero que muchísimo más que el Chaparrales!
—Pos oye tú; quisiera yo conocer á ese fenómeno!
—Pos esta tarde te espero en el cruce del Pisaverde y mos iremos allá; cabalmente como he platicao tantas veces de tu presona, se alegrarán los Pizarreros de verte por sus cubrí Ies.
—Conforme de toita conformiá.
Y dicho esto estrechó, el Chiquitín la mano del Niño del Pajarero, echóse al hombro la vizcaína y se alejó ágil y gallardo por la Torrentera del Molino.
II
Gusto daba ver el lagarillo del Pizarrero, en la espléndida tarde otoñal en que conducimos á él á nuestros lectores, con su casa de paredes blanquísimas, con sus copudos árboles que sombrean el edificio; con sus viñas despojadas á la sazón de pámpanos y racimos y casi perdidas entre los matujos silvestres; con su huerta fértil y lozana; con sus á modo de reducidos bosques de naranjales y limoneros; con sus sendas que serpean como cubiertas de polvo de oro por entre apiñadas chumberas; con sus acequias sombreadas por guindos y por zarzales, entre cuyas fragantes espesuras lanzaba el mirlo sus notas argentinas, y con sus rozas de tierra roja y fecunda en que una yunta arrastraba con desesperante lentitud el fuerte arado, que convertía el rastrojal en barbecho.
Dolores la Pizarrera descansaba de los fatigosos quehaceres del día, sentada en el muro adosado al edificio; ya la casa estaba que relucía de limpia y hervía á borbotones sobre los rescoldos del hogar la enorme puchera, y ya disponíase nuestra protagonista á sustituir el vestido del trabajo con las galas conque por las tardes avaloraba sus encantos, cuando los alegres ladridos del Perdiguero, un garabito de aspecto imponente, anunció la llegada del famoso Totovías.
—Güeñas tardes, paloma—exclamó éste aproximándose lenta y torpe y desgarbadamente á la muchacha, y aproximádose que hubo á ella, colocóse debajo del brazo un á modo de bastón según afirmaba su dueño, y á modo de palo de mesana según nosotros; colocó en triángulo las fornidas piernas para mejor conservar el equilibrio, echó manos á la faja, sacó un pañuelo que más que tal parecía una colcha camera, y se limpió el sudor, que le corría casi á borbotones por la reducida frente y por los relucientes y mofletudos carrillos.
Dolores contempló sonriendo afectuosamente al Totovías y
—Ven con Dios, milano—repúsole con voz tan sonora como si fuera producida por un crótalo de cristal.
—Y tu páe? Por aónde anda tu páe?
—Ha dío al jigueral.
—¿Y tu máe; aónde ha dío tu máe?
—Está arriba.
—Y er Chiquitín, ha venío hoy?
—Entoavía no ha vinío.
—Pos me alegro; si jeñora, que me alegro de que no haiga vinío.
—Y poiqué te alegras?
—Pus poiqué... por eso mismamente.
Y el Totovías, no atreviéndose sin duda á exteriorizar su pensamiento, enmudeció lleno de turbaciones.
—Pos tan y mientras tú lo piensas, voy yo á meter la carita en lo que dan los manantiales.
Y dando media vuelta, penetró en el hogar la Pizarrera, poniendo de relieve al andar con paso lento y rítmico, sus tentadoras curvas y sus arrogantes gallardías.
El recien llegado quedósele mirando con ojos llenos de ternuras y deseos, y penetrado que hubo en la casa Dolores, sentóse aquél en el poyo y murmuró sacando una petaca capaz de contener holgadamente una preusada de Canillas:
—Pos señó, por tonto y por majaero que me parió á mí mi mae, se me vá á correr el pájaro y me lo vá á marcornar ese saltamonte de Perico; y como me lo marcóme ese saltamonte, lo voy á cojer y lo voy á meter en un panal pa que los zánganos se lo coman.
Y hubiera seguido platicando solo seguramente el Totovías, á no aparecer en escena en aquel momento el Tarajalcs agobiado y casi oculto del todo por una carga de reseco tomillo y de bien oliente retama.
—Camará, es usté ú es er pollino?—exclamó el Totovías al ver avanzar hacia él aquella enorme carga de resecos y perfumados matujos.
—A ver si me ayúas, arma condená—gritó una voz cascada bajo la reseca leña; y llegádose que hubo al dueño de la voz el Totovías y librádolo que hubo también de la enorme carga, vió aparecer la sudorosa y escuálida figura del tío Juan el Tarajales.
—Y ¿cómo tú por aquí tan trempano, Totovías?
—Qué quié usté que jaga si estoy más loco que un garduño acorralao? Como que me voy á morir; como que ni duermo ni asosiego; como que no me alimento más que de la raiz del querer.
—Pos di tú que alimenta esa raiz más que un venao!
—Estas que yo tengo no son carnes; son esazones y celeras, que como no me caben en el corazón, pos es natural, se me reparten por to el cuerpo.
Y tras algunos instantes de silencio, continuó, dirigiéndose al leñador que había quedado también en silencio:
—Y por aonde se ha dejao usté al Pizarrero?
—En la linde del Belonés me lo dejé mismamente.
Y mientras el Totovías dirigíase en busca del Pizarrero, murmuró el Tatajales con acento quejumbroso:
—Qué lástima que sea tan bruto! Porque lo que es como güen mozo, lo es; y como güen corazón, mu pocos serán los que puean golpearle los nuillos contra el tablero.
III
El llano de la casa, una espaciosa planicie rodeada de macizos de margaritas y geránios en flor y por algunos árboles de sombra, presentaba un animado golpe de vista.
Bullían en él alegremente Dolores la Pizarrera, tocado de flores el abundantísimo cabello y sobre los hombros un pañolón granate de crespón, departiendo con las hijas del de los Tomülares, que también engalanadas con los trapitos de cristianar habían descendido de su casa del monte para saludar á los Pizarretos. La madre de Dolores flaca y de reducida estatura, parecía orgullosa como siempre, al mirar á su hija, de haber echado al mundo tan espléndido retoño, y alrededor de las muchachas mariposeaban alegremente el Totovías, el Chiquitín y el Niño del Pajarero, mientras el Pizarrero y el Tarajales fumaban y charlaban gravemente, medío tumbados al pie de uno de los copudos algarrobos.
El Totovías empezaba á sentirse con ganas de echarlo todo á barato; al ver como el Niño andaba desde que llegó buscándole las cosquillas ayudado del Chiquitín que lo aturdía con sus chispeantes decires é intencionadas donosuras,
Las hijas del de los Tomillares sentíanse mortificadas por las pocas atenciones de que eran objeto por parte de los mozos y
—Vamos á jacer algo que nos distraiga—exclamó la mayor de ellas encarándose con Dolores.
—Pos más vivo—repúsole ésta—qué es lo que vamos á jacer que más sea de tu gusto?
—Pos vamos á que er Chiquitín toque la guitarra y mosotras cantaremos.
—Sí, sí, eso es, nosotras cantaremos—repitió con acento alborozado la hermana menor, confiadísima en ser la triunfadora, como casi siempre le ocurría en aquella clase de lides.
—Eso será—gritó el Chiquitín—si yo quiero tocar de balde.
—Y lleva osté mu caro por jacer esas monerías?—preguntóle con acento irónico la Pizarrera.
—No jeñora que es mu barato; poique lo que yo pío pa jacello hoy, es esa flor que tiee usté como puesta por los mismísimos ángeles en su matita de pelo rizao.
Casi no había terminado de hacer su petición el Chiquitín cuando ya Lola, con la flor en la mano, parecía dispuesta á satisfacer la exigencia del mozo, cuando una mirada triste, tristísima, una mirada grotescamente dolorosa que éste puso en ella, vino á detenerla en sus propósitos; y tras un instante de incertidumbre:
—Es esta la flor que usté píe?—preguntóle al Chiquitín mostrándosela con aire turbado.
—«Esa mesmita; esa es la que quiéo yo guardar en mi corazón», como si juera mesmamente una reliquia.
—Pos lo siento, pero ésta no puee usté guardalla tan jondo, poique no es usté solo el que me la tiee pidia.
—Pos to se puée arreglar—exclamó el Niño del Pajarero acercándose á Dolores, no sin sonreirle antes furtiva y maliciosamente al Chiquitín.
—Y cómo?—preguntó una de las del Tomillares sonriéndole al Niño con los ojos á la vez que con los labios.
—Pos verá usté como es la cosa más lisa que un palustre; y si no, verá usté; déme usté la flor; esta flor será pa quien se la sepa ganar.
Y tomándola de manos de la Pisan era, dirigióse á uno de los árboles más débiles de los que rodeaban el edificio, y arrojando hábilmente la flor á lo más alto de sus ramas, añadió dirigiéndose á los risueños espectadores;
—Er que quiea oro que lo sué; vamos á ver quién es er guapo que se gana la bandera.
Todos aplaudieron la ocurrencia del Niño; hasta la misma Dolores no le supo mal que se librara por una flor suya tan acrobático torneo, solo el Totovías no aplaudió; sólo éste miró de modo uraño y agresivo al Chiquitín y ál Niño del Pajarero.
—Y quién, quién vá á ser el primero en subir á la cucaña?—preguntó el Chiquitín con acento alborozado.
—Er Totovías! er Totovías primerol—gritaron las del de los Toinülares, asociándose de todo corazón á la jugarreta del Niño.
—Güeno, el Totovías será el primero—gritó éste,—pero que se sepa que hay que cojer la flor con toas las de la ley y que no se premite tirar piedras ni valerse de carrizos ni de escaleras.
—No, er Totovías nó—gritó Dolores sintiendo reaccionar en ella su índole generosa;—que es mucho hombre pa tan poquísimo árbol y se puée romper la rama y... vaya que no quiéo yo eso; que no me dá á mí la repotentísima gana.
—Déjalo, que no me caigo—exclamó el Totovías con voz y en actitud llenas de resolución y sin dejar de mirar rencorosamente al Chiquitín y al Pajaero.
Y adelantándose decidido, llegó al árbol entre cuyo verde ramaje blanqueaba allá en lo más alto, la flor que poco antes luciera en su pelo la mujer querida; afirmó bien los pies sobre el endurecido suelo, restregóse briosamente las manos; abrazóse después al débil tronco; transcurrieron algunos segundos, durante los cuales fuésele enrojeciendo el semblante al Totovías, se hincharon amenazando estallar las venas de su frente y de pronto, tras atirantar sus músculos en formidable tensión, crugieron sus huesos como si se rompieran y
—¡Qué bruto, pero qué brutol—gritó la concurrencia, asombrada al ver como al terrible esfuerzo del Totovías, tumbábase lentamente el árbol dando al aire sus desenterradas raíces.
IV
—Y er Chiquitín y el Niño del Pajarero, han venio?—preguntaba al día siguiente el Totovías ¿Dolores, que sentada sobre el muro adosado al edificio, contemplaba llena de admiración y ternura, á su formidable enamorado, al que repuso encogiéndose desdeñosamente de hombros;
—Cá, esos ya no güerven más por aquí, ni por rúa pa un remedío.
Y la verdá, Olores, dime la verdá; te da á ti pena que no venga más er Chiquitín á este aguaero?
Dolores meditó un instante, y después, acariciando con sus ojos al Totovías un momento y clavándolos después en tierra con expresión turbada, y doblando y desdoblando maquinalmente un pico del delantal le repuso:
—No... no me daría pena... pero que ninguna pena.
—Y si juera yo en lugar de él, te daría pena5—preguntóle el mozo temblando de emoción.
La muchacha posó sus grandes ojos en el Totovías con expresión tímida, inclinó la cabeza después y
—Sí... Joseito... sí... que me daría pena—pero que muchísima pena, balbuceó dulcemente.
Y terminado que hubo el amoroso diálogo, quedaron ambos en silencio, contemplándose como sumergidos en voluptuoso éxtasis y acariciados por los últimos rayos del sol, que vestía el horizonte de púrpura y de oro.