La Niña de Montejaque

Arturo Reyes


Cuento


I
II
III

I

La gran cocina del lagar presentaba un animado golpe de vista: brillaban en el amplio alero de la chimenea, como de oro bruñido, los bien ordenados peroles; brillaban los bien enjabelgados muros, el rústico techo pintarrajeado de azul, donde piaban revoloteando alegremente las golondrinas que en él labraran su nido; los vasares, orlados de papel de color; la limpia cantarera, donde trasudaban los rojos cántaros en cristalino goteo, y la amplia hornilla, sobre la cual humeaban cazuelas y pucheretes cuyo tufillo—confortante y tentador—hacía aventar los cartílagos nasales á los más gastrónomos ó famélicos de una veintena de mocetones, enjutos y atezados, que alrededor de una larga mesa seguían con mirada ansiosa los movimientos de dos improvisados banqueros que tallaban, acreditando una vez más sus aptitudes excepcionales para tan poco recomendable recreo.

Y mientras tallaban éstos, graves y ceremoniosos, y los que los rodeaban veían engordar unos enflaquecer otros los largos bolsones de verde y sedosa urdimbre con anillas de plata, y mientras la ventera, una cincuentona curtida por el sol y encanecida por la edad, vigilaba los pucheros y las cacerolas que borbotaban sobre el fuego, y su hija, una zagala de rostro atezado, de grandes ojos y de aspecto algo viril, entreteníase en arrancar con mano hábil el fino plumón á dos víctimas de la certerísima puntería del señor Juan el Jerriza, Joseíto el Mimbrales, casi caudillo á la sazón de los más afamados matuteros de la sierra, decíale á media voz á Currito el Lucentino:

—Pos qué quiées tú que yo te diga; no me cabe á mí en el meollo que sea capaz de una traición Juanico el Esparraguera.

—No, si yo sé que Juan es tó un hombre; ¡pero son tan malinas las mujeres!

—¿Pero al hijo del Pita, quién le ha dio con el encargo de que venga á decirte lo que te ha dicho?

—Si no me lo ha querío cantar; no ves tú que el hombre ha empeñao su palabra de no decíselo á naide.

Quedó meditabundo durante algunos momentos el Mimbrales, y después:

—Pos repíteme otra vez lo que á ti te platicó el muchacho—le dijo á su compañero.

—Pos lo que á mí me platicó fué: Mié usté, señó Curro, una presona toa oro de diez y ocho quilates, ha er cargao á mi padre le diga á su mercé ú al señó Joseíto, que no se metan ustedes con la partía esta noche por el olivar del Panzüo, poique es mu fácil que si sus metéis sus topéis manos á boca, con el tiniente Bejarano y con los mejores mastines que tiée el hombre en su trahilla.

—¿Y por qué mos encarga eso la presona que tú dices?—le pregunté yo, y

—¡Yo qué sé!—me contestó el hijo del Pita,—pero si no ricuerdo mal, la presona que le dió el encargo á mi padre le dijo algo de que algún alma perra le debe haber dio al tiniente, con el soplo.

—¿Y no te dijo más el hijo del PitaP

—Tan nc me dijo más, que entoavía no había arrematao de platicarme lo que yo te he repitió, cuando ya estaba el mozo con su Ligero á un tiro de mi presona.

—¿Y entonces, por qué ha sío eso de que tú pienses mal de Juan el Esparraguera?

Quedó silencioso durante algunos instantes el Lucentino, y después continuó con expresión meditabunda:

—Pos te diré; si yo he pensao mal de Juan, ha sío poique... Miá, primero me vas á contestar tú á una preguntilla que yo te voy á jacer, á ver si tú, sin que yo te lo iga, das con el poiqué de haber pensao yo lo manilamente que he pensao de Juan el Esparraguera.

—Pos encomicnza tú ya á preguntar tó ■cuanto á ti se te antoje.

—Pos ya estoy yo preguntando. Vamos á ver: ¿qué es lo que traes tú hoy del Campamento á la grupa de tu Valiente?

—Pos hombre, eso lo sabes tú tan bien como yo mesmo; el jato pa mi morena.

—Es dicir, toíto lo que le jace falta á tu Mariquita del Carmen pa que el pae cura sus jeche las bendiciones,;no es asina?

—¡Mismamente! y que no me he gastao más que un ojo de la cara; ¡camará, que va á estar mi jembra er día del casorio que va á embestir de graciosa!; como que le he mercao un mantón que no tiée par en la China y un vestío de una sea que no la toma un machete.

—Gíieno, queamos en que tú le traes á tu Mariquita toíco lo que le jace falta pa que se puea casar contigo; ¿no es asina?

—Asina es.

—Gíieno, pos ahora repasa tú en tu imaginación á ver si te acuerdas tú de arguna moza á la que le puea saber á tuera el que te cases tú con Mariquita del Carmen.

—Hombre—dijo Joseíto tras algunos instantes de meditación,—la verdá es que yo no caigo en ninguna que haiga puesto nunca de verdá los ojos en mi presona.

—Vamos á dejarnos de cosas y quisicosas; demasiao sabes tú, como sé yo y como sabe toíto er mundo, que dende jace ya muchísimo tiempo llevaría por su gusto tu retrato en un alfiler de pecho la Niña de Montejaque.

—Hombre—exclamó Joseíto con voz ligeramente turbada,—yo no diré que á mí la Niña me mire de mala jechura, pero de eso á lo que tú dices hay más leguas que dende aquí á las ermitas é Córdoba.

—Lo que yo te platico es tan verdá como ese sol que mos alumbra; demasiao sabes tú que es la fija, que esa tórtola está toa por ti, tan verdá, como es verdá que está que muerde por ella Juanico el Esparraguera.

—Pero—exclamó Joseíto mirando fijamente al Lucentino—entonces es que tú crees?...

—Yo no creo más que en Dios Uno y Trino; pero las mujeres, entren toas y sálvese la que puea, son una miajita más que peores cuando se les sube la espuma, y la Niña de Montejaque es mu capaz al enterarse de que lo que tú traes en este porte son las galas del casorio pa tu sin vivir, de haber marnetizao al Esparraguera pa que éste le cante el camino por aonde díbamos á traernos las cargas y jasta de haberle hecho dir á él mesmo en presona á dalle el soplo al tiniente Bejarano.

—Pos yo, á pesar de to eso que tú ices, no creo capaz á Juanico de cargarse esa malita faena.

—Tú no sabes cómo está ese gachó por la Niña; ese gachó es capaz, por dalle gusto á la Niña, de comprometerse á dar un salto á la luna, y de apagar un lucero; y además, ¿no te has fijao tú en él, en lo caviloso y en lo mal encarao que viée el mozo to el camino?

—Eso sí; tanto es asina, que en la venta del Pitones le pregunté que qué era lo que tanto le dolía.

—Pos lo que le duele fijamente es que le está dando el remordimiento la mar de acosones en mitá la consencia.

—Pos sea asina ú no sea, poique ya de eso mos enteraremos, lo primerito que voy á jacer es decille á Periquito el Perdiguero que se vaya elante de nosotros pa que le avise al posaero de la Paz, en Gaucín, de que esta noche caeremos por allí en lugar de caer por donde habíamos pensao.

Y minutos después, el Perdiguero, un mocetón como un roble, rubio, de tez aciguatada y pecosa, saltaba ágil sobre su yegua, no sin haber previamente repasado las ligaduras de los tercios sujetos á las ancas, y no sin haber suspendido de la montura la reluciente tercerola.

—¿Y por qué no te dejas aquí la carga, y con eso irás más ligero?—le preguntó Joseíto.

—Porque este mal bicho—y al decir esto golpeaba el Perdiguero de modo acariciador en las redondas ancas á su montura,—corre más cuando siente encima la carga que cuando va de paseo.

II

Ya se despedía el sol del valle y del río que se deslizaba mansamente entre macizos de adelfas carmesíes, verdes juncias y frondosísimos chaparrales, cuando abriéndose de par en par el enorme portalón de la venta, dió paso al vistoso y pintoresco grupo de contrabandistas, al frente del cual destácabase Joseíto, sobre un potro de gran alzada, de espantados ojos y de larguí imas crines.

Tras Joseíto asomaron diez escopeteros, dispuestos todos y cada uno á darle una desazón al que intentara hurgar á cualquiera e las veinte acémilas que, cargadas de mercancías y convoyadas por retaguardia por el resto de la partida, se proponían llevar á puerto de salvación antes de que el sol tor nara é iluminar con sus luces matinales el bellísimo paisaje.

La melancólica luz del crepúsculo ponía sus tonos más suaves en el valle y en los declives de la montaña, y la solemne y religiosa quietud del atardecer era sólo turbada por el chocar de las herraduras en las piedras del sendero que conduce desde el camino á la solitaria venta.

—¿Estamos ya listos?—preguntó el Mimbrales al ver ya fuera del edificio la pintoresca caravana, que, á las últimas claridades del día, destacábase vistosamente sobre el fondo obscuro de la ladera, con sus ensedadas monturas, con sus vistosos pañuelos y ceñidores y con sus armas tan relucientes como de plata bruñida.

—Listos—dijeron casi al unísono varios de los bizarros jinetes.

Y ya se disponía Joseíto á dar la orden de marcha, cuando un silbido que resonó cercano

—¿Quién será?—le hizo murmurar, pintándose la inquietud en su atezado semblante.

Y adelantándose hacia donde el camino se dividía en sendas empinadas y pedregosas, exclamó tras posar una mirada escrutadora en la apacible lontananza:

—Camará, pos si no me equivoco, la que viée por la trocha es Mariquita Rodríguez, la Niña de Montejaque.

Esta avanzaba rápida, rigiendo con mano firme su brioso caballo. Su falda de percal color de rosa, algo recogida, dejaba ver el pie reducido y calzado con fuertes borceguíes de cuero; un pañuelo de crespón verde cubría su seno de armónica proporcionalidad, y otro en forma de visera, su profuso y negrísimo cabello que partíasele en bandas sobre la aterciopelada frente; su rostro era de algo agitanado perfil; sus ojos enormes, de pupilas obscuras y febriles, orlados por larguísimas y encorvadas pestaña?; sus cejas anchas y sedosas, uníansele en el entrecejo, dándole algo de varonil á su mirar arrogante; sus labios gruesos dejaban ver casi constanteme nte parte de su dentadura grande y nítida, y en su tez obscurecida por los besos abrasadores del sol, pintaba la sangremoza y rica sus tonos cálidos, que acentuaba con gradaciones de púrpura en las bien curvadas mejillas.

Se destacó del grupo, avanzando hacia la que llegaba, Joseíto, y momentos después detenían ambos el paso de sus respectivos trotones.

—¿Quién mal te quiere que por aquí te manda, Mariquita?—preguntó el Mimbrales sonriendo algo forzadamente á la gentil montejaqueña.

Esta posó una mirada altiva en el único hombre que no había llegado á rendir el debido tributo á su hermosura, y le repuso encogiéndose de hombros, á la vez que acariciaba con su mano pequeña y mórbida el cuello sudoroso de su jaca:

—Pos lo que aquí me trae es que toas y tos tenemos en la vía un mal cuartito de hora, en que toas y tos sernos tontos, pero que tontos perdíos.

—¿Y se puée saber cuál es la tontuna que á ti te trae hoy por estos vericuetos?

—Pos la que me trae á mí aquí es que estando en mi cubril me queé una miajilla adormilá, y ensoñé que el tiniente Bejarano, con catorce de los más malitos de su gente, se había escondío en el olivar del Panzüo pa daros esta noche la esazón; y como cuando yo ensueño una cosa no es que la ensueño, sino que la adivino; pos, velay tú, poiqué le he dao la carrera en pelo que le he dao á mi probe Pinturera.

—Pos mía tú lo que son las cosas; tamién había yo ensoñao algo de eso que tú me acabas de dicir—repúsole sonriendo con expresión irónica Joseíto;—tanto es asina, que ya jace dos horas que salió uno de los muchachos pa que mos vayan preparando de cenar en otra parte, y lo único que yo quisiera saber es quién ha sío el que se ha cargao con mosotros tan remalilla faena.

Sonrío la de Montejaque, y

—Eso que tú has ensoñao—repúsole á Joseíto—lo habrás ensoñao tú poique yo habré querío que lo ensueñes.

—Entonces has sío tú la que mos ha man dao á dicir...

—Naturalmente, hombre—exclamó interrumpiéndolo Mariquita.—Si Toñuelo ha vinío, ha sío poique yo le encargué que viniera, y si he vinío yo tamién ha sío por temor de que no sus diera bien y con tiempo el recao y sus metiérais esta noche en el Olivar como unos mansos corderos.

—;Y no se puée saber quién ha sío el que le ha dio con el soplo al mozo de los galones?

Se encogió de hombros desdeñosamente Mariquita y

—Lo que pasa, pasa poique Dics quiere que pase; poique naide está libre de un malillo pensamiento dijo con acento sombrío.

—Pero es que á mosotros mos importa mucho saber quién ha sío el que mos ha jecho esa mala chanaíta.

—¿Y qué te importa á ti eso?

—¿No ha de importárseme, camará? ¿No comprendes tú que el que jace una lo mesmo jace doscientas?

—Pos bien—dijo fríamente la de Montejaque;—yo he sío la que le ha dio con el soplo al tiniente Bejarano.

—Tú habrás montao la escopeta—repúsole sordamente el Mimbrales,—pero túno le has podio poner fuego al misto; tú no sabías el camino por aonde díbamos á echar mosotros; en este mal fregao tenemos que tener entre mosotros un Júas, y si no me dices tú quién es ese Júas, lo mesmo que hoy mos ha vendió, podrá vendemos mañana.

—Ese Júas no es de los que se venden por treinta ineros—exclamó con acento de firme convicción Mariquita;—ese Júas no poía pagalle una traición naide más que una presona... pero no caviles tú ya más, que el que la jizo, en el pecao lleva la penitencia, que cuando yo vi de que era capaz de traicionar á sus compañeros, se me quitaron las ganas de dalle lo que en pago yo le tenía prometío, y no tengas tú cudiao, te ripito, que cuando me pase el mozo la cuenta, ya le enseñaré yo lo que se cobra por una mala partía.

—Está bien, mujer; pero, por lo menos, me podrás dicir cómo siendo tú la que mos jiciste la llaga has vinío tú tamién á darnos la medicina.

—Qué sé yo; poique endispués de jacer lo que jice no púe pegar los ojos en toa la noche, y na... que he vinío poique he vinío y ya rae voy poique me voy.

Y aflojando las riendas á su jaca, hizo gira)á ésta rápidamente, y á poco se perdía de vista tras las pintorescas accidentaciones del sendero Mariquita Rodríguez, la Niña de Monlejaque.

III

La sala de recibo de la casa de la de Montejaqne fulgía al sol que reía en sus ventanas, en las blancas paredes, y en la blanca techumbre; la mesa de pino, los cuadros de caoba que decoraban los testeros; las sillas de enea, ordenadamente colocadas, y dos ó tres macetas de rosas y claveles que aromaban el ambiente con su penetrante perfume delataban la mano incansable y pulcra de una mujer hacendosa.

Mariquita, en la cabeza un amplio pañuelo anudado sobre la nuca; descubiertos los brazos, torneados y pulidos; entreabierto el corpiño en el nacimiento de la garganta; recogido atrás, en la cintura, el vestido de coco, y luciendo los pequeñísimos pies que jugueteaban en zapatos de lona y cáñamo, descansaba de los domésticos quehaceres, gallarda mente retrepada en una silla, en tanto que su tía, la señá Pepa, decíale con expresión de reproche:

—¡Cuando yo digo que tú estas más loca que siete locos perdíos! ¡No me decías jace dos días que por fin estabas dispuesta á casarte y que te dibas á casar con Juan el Esparraguera?

—Cuando yo dije eso sí que estaba yo loca, lo menos cuarenta veces

—Pues miá tú, á mí me parece toíto lo contrario; poique, ¿me quiées tú icir qué es lo que tú le encuentras de malo al Juanico? Poique la verdá es que el hombre no tiée un pero en toíta su real presona, poique güen mozo lo es, y mú simpático lo es, y queriéndote más que á las niñas de sus ojos, y tan arriscao como el más arriscao; y además, mu abrigaíto que está el hombre, poique él ha sabio agenciárselo con el suor de su frente.

Mariquita escuchaba á su tía con ceño fruncido y torva la mirada; todo cuanto aquélla la decía era cierto: burlada en sus ilusiones por el Mimbrales, sólo Juan el Esparraguera había logrado ocupar un lugar de preferencia en su corazón; cuando recurrió á Juan para vengarse de los desdenes de Joseíto, haciendo perder á éste en una emboscada todo cuanto traía para engalanar á su rival triunfante, sin parar mientes, cegada por el despecho, en que por satisfacer sus rencores iba á causar la desgracia, tal vez, de una veintena de padres de familia, estaba decidida á galardonar al traidor, sentíase dispuesta á casarse con él y, á ser posible, antes que lo hiciera con María Joseíto; pero cuando tras una ligerísima resistencia vió dispuesto al Esparraguera á llevar á cabo la traición, á inmolar por amor á ella á todos aquellos en compañía de los cuales había visto deslizarse su juventud, un profundo desprecio sustituyó en su alma la estimación que sintiera por él, y ya sólo de pensar que pudiese exigirle el cumplimiento de su promesa, el pago de su villanía, extremecíase de indignación y de cólera, á la vez que un profundo arrepentimiento atormentaba su corazón, el de haber hecho delinquir de modo tan irredimible á sus ojos al único hombre que hubiera podido borrar en su alma, á fuerza de amor y de caricias, la en ella esculpida imagen de Joseíto el Mimbrales.

—¿Qué? ¿110 es verdad toíto lo que yo te estoy diciendo?—le preguntó su tía.

Sacudió la cabeza la muchacha como si quisiera espantar aquellas ideas que la atormentaban, y

—No, yo no digo que no sea verdá, pero es que yo no quieo casarme; primero, porque no hay mozo que á mí me tire pa tanto, y segundo, porque yo no necesito de naide pa que ni á usté ni á mí mos falte nunca trigo en el troje, tan y mientras no me maten mi Pinturera y puea yo portear en ella una carga de las prensás de Canillas.

—Pero si es que eso no puée seguir asín. ¿No ves tú que el mejor día te entrecoge un alma perra por esos vericuetos y le da la picá y mos busca una ruina?

—Tendría que jacerme yesca; ya ve usté lo que le pasó á Paco el de Almo raima, que bien puée el mozo dalle gracias á Dios de que la ventera me torció la puntería.

Algo iba á objetar la señá Pepa á lo dicho por su sobrina, cuando le hicieron enmudecer algunos golpes que resonaron en la puerta, y una voz que gritaba desde la calle:

—¿Se puée pasar, Mariquita?

—Esa es la voz de Joseíto—exclamó, incorporándose, la anciana.

—Sí, que es su voz—dijo la Niña, dirigiéndose á abrir al recién llegado, el cual, penetrado que hubo en la habitación, tiró el sombrero sobre una silla, sacó un rico pañuelo de seda y exclamó, al par que se enjugaba la sudorosa frente:

—Camará, y qué trote que me he metió yo en el cuerpo por mó de una picara matutera.

—¿Y á qué has venío tú tan corriendo y con el sol en su golfo?

—Pos he venío á poner ca cosa en su lugar; á contarte lo que pasó anoche, endispués que tú te viniste de la venta de los Palmares.

—¿Y qué fué lo que pasó?—le preguntó mirándolo inquieta Mariquita.

—Pos lo que pasó fué, que apenitas tú picaste espuela me fui yo á los muchachos, y, plantándome elante de ellos con la sangre más negra que el betún, les dije que me había dao una corazoná y que díbamos á tomar el camino de Gaucín pa no tener que pásar por el olivar del Panzúo.

—¿Y qué? ¿dijo algo en contra alguno de los de la partía?—le preguntó palideciendo ligeramente la de Montejaque.

—Pos sí, señora, que hubo uno que dijo algo, y ese uno fué Juan el Esparraguera, el cual, arrimándose á mí en su jaco y mirándome de móo que casi me jizo bajar los ojos, me dijo:

—No seas tú asina, Joseíto; mírame á mí cara á cara. Esta noche pasamos mosotros por el olivar del Panzúo, y coste que me has ofendío con no más que haber pensao que pudiera ser verdá lo que te acaba de dicir de mí la Niña de Montejaque.

—Pero entonces...—exclamó ésta mirando con expresión de asombro á Joseíto.

—¡Ná, mujer, ná, tratándose como se trata de un hombre de cuerpo entero!; que el Esparraguera, al ver lo que tú le peías, pensó que si él se te negaba poías tú peirle lo mesmo á otro cualisquiera, y ese otro cualesquiera podría ú no podría ser como él y darmos á tos una esazón mu grande, y por eso fué el decirte él que estaba conforme en dirle con el soplo al tiniente Bejarano.

La Niña miró llena de gozo á Joseíto, no obstante sentir cómo la lealtad del mozo lastimábala un tantico en su soberbia y en su vanidad, pero venciendo en ella su índole generosa:

—Pos si eso es asina, cuando aluego veas á Juan le vas dicir de mi parte que venga á verme enseguía—dijo á Joseíto mirándolo con expresión maliciosa; y acercándose después á una de las macetas, arrancó de ella el mejor de sus claveles, y dirigiéndose de nuevo á aquél continuó:

—Y además, y de parte mía tamién, vas á darle este clavel pa que se adorne el sombrero.

Joseíto rascóse, sin que le picara sin duda, y con todo primor y con solo un dedo el vértice occipital y

—¡Está bien, mujer—dijo con acento resignado—está bien, y quién me diba á dicir á mí que diba yo alguna vez á jacer esta clase de mandaosl

Y minutos después decíale Mariquita á la señá Pepa con voz vibrante de gozo:

—Por fin ha poío usté más que yo con tantas güenas razones como me ha dao, y ahora sí que es verdá, que voy á dalle á usté gusto, porque ha de saber usté que me caso, pero que me caso más pronto que un tiro con Juan el Esparraguera.


Publicado el 24 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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