I
Caen los rayos del sol como intensa y luminosa caricia sobre el pintoresco paisaje: sobre el mar, que rompe sobre la extensa playa en cristalinas espumas; sobre las barcas, que parecen contemplar la radiante lejanía desde el varadero, con sus ojos de azul y bermellón pintarrajeados en sus finas proras; sobre las humildes viviendas de muros de bálago y techumbres de tablas y trepadoras; sobre las redes tendidas en las arenas; sobre los montes que vienen á morir casi, como si intentaran verse en ellas reflejados, en las ondas azules, luciendo sus tonos rojizos, los verdinegros de sus olivares, los rientes de sus viñedos y acá y acullá sus pintorescos caseríos...
Fuma á la sombra de la barca ó del chozajo el hercúleo jabegote, desnuda la renegrida pantorrilla, mal ceñida la roja faja, entreabierta en el robusto pecho la usadísima chamarreta, y hasta la rodilla el típico calzón obscuro de campana por debajo del cual asoma el interior, de limpísima muselina.
Brilla el espacio como de cristal purísimo; cabriolean los rapaces mojando los desnudos pies en las olas, que se comban al morir deshaciéndose en refulgente crestería; cose á la sombra del frondoso parral la humilde hembra del pescador, mientras éste reposa de la fatigosa lucha, tendido entre la nasa en que el gallo luce la tornasolada pluma y entre el perro que dormita; las nítidas gaviotas cruzan unas el ámbito radiante, como á golpes de elegantísimos remos, y se columpian dulcemente otras sobre la serena superficie del mar, y allá lejos un vapor va dejando tras sí densas espirales de humo que apenas si rompe ó agita el viento adormecido.
En uno de aquellos pobres albergues, en los que apenas si asomó alguna vez su faz riente la fortuna, pasea la sefiá Dolores la Chumacera sus ojos, ya casi sin expresión, por todo aquello que le habla de su Toño; por la red, ya inútil, pendiendo rota de una escarpia; por los remos un día tan briosamente manejados por aquel que tanto quiso y el cual habíase llevado con él, al fondo de los mares, sus últimas alegrías y sus últimas esperanzas.
Ya no volverá nunca más su hijo, su pobre hijo; habíanselo tragado las olas... como á su padre... como ásus abuelos... Ya nunca más se recrearían los ojos de su cara viéndole llegar, ágil y gallardo, todo juventud y todo energía, con los ojos llenos de luces y cariños y de besos y de canciones la boca.
Y pensando está como siempre en cosas tan tristes la pobre anciana, cuando:
—Que Dios te bendiga,Dolores—exclama empujando la puerta y penetrando en la casa el tío Francisco el Boqueronero, un jabegote de rostro rugoso, pelo blanquísimo, ruda expresión y de imponente estatura.
—Y á tí que no te or vie—le responde la Chumacera con voz sorda y apagada.
El tío Francisco se dirige hacia la mesa de pino, desocupa silenciosamente sobre ella un pañuelo que lleva en la mano y
—Pero es hoy á tí á quien le toca el turno?—pregúntale la vieja arrojando una mirada indiferente sobre el puñado de sardinas que aquel acababa de colocar sobre el tablero de la limpia mesa de pino.
—Ya lo ves—le contesta el jabegote encogiéndose de hombros.
—Ay! si no juera por los güenos corazones, qué sería de mil Ay! si mi Toño alevantara la cabeza! Ay! si la alevantara la alegría ya muerta de mi corazón!
—Hoy por mí y mañana por ti... Asín es la vía... la perra vía... Una mano lava la otra y dambas lavan la cara...
—Es que hoy una sardina vale más cuasi que un copo; como que, sigún me ha dicho la Bitácora, la mar se ha cerrao der tó á la banda.
—Gracias á la Virgen Santísima, por mucho que se cierre, argo se le escapa siempre á esa picara señora.
—A cuánto se han repartió hoy los de la tralla?
—A dos puñaos —dícele el Boqueronero volviendo á encogerse de hombros; y dicho ésto remueve con el dedo meñique el contenido de la pipa y exclama al par que se atraganta de humo, dirigiéndose hacia la puerta de la calle:
—Vaya, jasta otro día, Chumacera.
—Adiós, y que Dios, que tó lo paga, te lo pague á tí, Francisco.
II
—Oye tú—dicele á éste el Anclote, cogiéndolo por un brazo—sabes tú que esta noche pasá no he podío pegar los ojos?
—Y por qué?
—Por lo que tú ya sabes: por lo que pasó ayer... No jago más que pensar en la probe de Olores... Y tú, tú tiees la curpa, tú que me ijiste que argo le quearía der día anterior y me aconsejaste que me llevara lo mió pa mis gurripatos.
—Y qué dibas á jacer si no salíais con lo que sus tocó á tres sardinas por barba.
—Pero ¿y esa probetica vieja, que no tiée ya á naide en el mundo?
—A esa probetica vieja no tengas tú cudiao, que no le han fartao sus espetones.
—Entonces es que tú le diste los tuyos?
—Naturalmente que si!
—Pero le diste tó tu puñao?
—Yo no sé jacer las cosas á medias; además yo soy más solo que la una y yo con ná me alimento.
—Entonces te habrás pasao to er día de ayer tirando flato á la calle?
—¿Yo, flato yo? Pos no jué ná que digamos lo que yo me comí anoche!
—Y cómo jué eso?—pregunta al Boqueronero el Anclote abriendo desmesuradamente los ojos.
—Pos mú fácilmente; que anoche me conviaron.
—Anoche? Cuándo y quién?
—Que cuándo? Pos apenitas me tumbé panza arriba en mi petate y entorné los ojos y me quedé dormio, vinieron á conviarme, y chica paella! chica paella, camará, chica paella que me metí entre pecho y espalda! Como que entoavía tengo el estómago embotao, y embotao el paladar.
—Y quién jué el que te convió—le pregunta el Anclote contemplándole con expresión llena de ironía y de ternura.
—¿Pos quién había de ser, hombre, quién había de ser sino el difunto Toño, el mesmísimo Toño en presona que me jizo comerme un pavo por cá una de las sardinas que le había dao á su probetica vieja?
Y tan seriamente y con tal aire de convicción hubo de decir ésto el Boqueronero, que nadie al oirlo hubiera dudado de la veracidad de aquel generoso y envejecido jabegote de la costa levantina.