A la Medida

Arturo Robsy


Cuento


Desde Pirandello nadie se extraña de que los personajes de una supuesta ficción tengan vida propia. Desde Pirandello —repito— estamos acostumbrados a verlos vagar de escenario en escenario, a tropezárnoslos en las colas del cine o el autobús y a mezclar con los suyos nuestros problemas de hombres reales (por más irreal, demencial y absurda que sea nuestra existencia).

Mas antiguamente sucedía esto también, pero la gente no estaba dispuesta a admitirlo. Nadie tan vivo, tan de todos los días, como Hamlet (hijo de Shakespeare), como Sancho (de Cervantes), como Segismundo (de Calderón), como el doctor Fausto (de Goethe) sólo que Hamlet y Sancho, Segismundo y Fausto están vivos aún; todavía se les encuentra uno en las calles... Mientras que Shakespeare y Cervantes y Calderón y Goethe murieron hace mucho.

Que la obra sobrevive a su autor es cosa demostrada: viven las pirámides y no los faraones. Vive el Partenón y no Fidias. Vive el Moisés y no Miguel Ángel...

Con este prólogo por delante nadie quedará sorprendido por la historia que sigue, y mucho menos si está acostumbrado a las fantásticas noticias, a los monolíticos camelo que prensa, radio y televisión sirven, bien cocinaditos y sazonados, al público en general.

Allá por 1971, cuando todavía escribía por escribir (y no como ahora, que lo hago para enriquecerme), parí una historia que dejé inconclusa por una u otra razón. El cuento en sí quizá se merecía este tratamiento.

Tras los cuatro primeros folios perdí interés por el tema y lo abandoné sin preocuparme más. Preferí cambiarlo por un buen libro de Dino Buzzatti (maestro de cuentistas) y olvidarlo a continuación.

El argumento, hasta donde llegué, venía a ser el siguiente: en un dormitorio de muebles de castaño despiertan un hombre y una mujer.. Primero uno y luego otro, para dar tiempo a que el escritor los retrate con todo lujo de detalles.

Hombre y mujer se aman a intervalos y a intervalos se odian. En esta ocasión se aman desde la noche anterior y probablemente no empezarán a odiarse hasta después del desayuno.

Él está de vacaciones y ella en consecuencia trabaja el doble. El está de mal humor a causa de su inactividad que, pasada la primera semana de ocio, le retuerce las entrañas. Ella también sufre de ira, pero por lo contrario: tanta faena le saca de sus casillas; y más todavía cuando mira a su marido, tumbado a la bartola en la terraza nada más comer, tapándose la cara con un periódico para enmascarar la siesta furtiva, mientras a ella aún le queda levantar la mesa y fregar los platos.

Esta mañana, al despertar, los dos han tomado ya una decisión. Él, en lugar de vaguear por la casa, se pondrá el bañador nada más desayunar y se irá a pescar a las rocas del extremo de la playa. Ella, por el contrario, recuperará su libertad: apenas si llenará un maletín con lo indispensable (la tarjeta de crédito, el cepillo de dientes, un rollo de celulosa y productos de tocador) y se echará al mundo para descubrir de nuevo la emoción de los amaneceres, el zumbido de la soledad, el aliento de la brisa, y las demás cosas que todos, tarde o temprano, sentimos la necesidad de volver a encontrar, conscientes de la desactualización de nuestros recuerdos.

Hasta aquí el cuento: él salía de pesca y ella echaba las hebillas de la maleta. Nada más. No sentí interés por el resto de la trama. Supe de antemano que sería un historia vulgar, fría, de aventuras extraconyugales, insatisfechas necesidades y perdones lacrimosos por encima de la palabra FIN.

No pensé más en aquel aborto de cuento mediocre y escribí otros igualmente mediocres que, al menos, supieron mantenerme el interés hasta el final. Sin embargo —y esto lo supe más tarde—, había dejado algo por resolver: un terrible problema para dos seres que estaban dispuestos a separarse.

Existe una especie de justicia poética encargada de dar su merecido al autor que maltrata a sus personajes. Zola, por ejemplo, tuvo que refugiarse en Inglaterra al final de su vida. Zweig se suicidó en compañía de su esposa. Maupassant se suicidó en el manicomio y Sade murió después de haber pasado encerrado en cárceles más de un tercio de su vida.

Mi castigo no fue tan violento, por supuesto. La justicia poética se limitó a hacerme fracasar en un par de asuntos emprendidos con ilusión y a facilitarme los medios para que, entre tanto, me rompiera la pierna izquierda. Nada serio.

Por fin, hace unos meses, llamaron a la puerta de mi casa. Se trataba de una mujer ligeramente mayor que yo; indudablemente guapa, culibaja, decidida y con los ojos rebosando decepciones.

—¿Me recuerdas? —preguntó.

—No. —nada de ella me era familiar, nada, quizá, a excepción de sus ojos que eran iguales a los que pinto en mis cuadros.

—Soy Clara —dijo, esperando sin duda, que su nombre me devolvería la memorias.

¿Clara?

Si hay algo seguro en este universo movedizo e inquietante es que yo jamás he dicho dos palabras seguidas a ninguna Clara. La mujer, sin embargo, me trataba con toda la desenvoltura propia de una larga amistad y miraba por encima de mi hombro hacia el interior de la casa.

—¿Quieres pasar, Clara? —pregunté con una cortesía que estaba bien lejos de mí.

Y ella resueltamente atravesó el pasillo, penetró en mi gabinete de trabajo y se sentó en el sillón más cómodo, al lado mismo de la estufa.

—Veo —dijo por fin— que no me recuerdas.

Puse cara de arrepentimiento y le ofrecí de beber y de fumar.

—En este momento... Tan de repente...

Clara agitó sus manos ante mis narices como quitándole importancia al asunto:

—Es mejor así —explicó—. Yo... yo soy tu hija.

Menudo el bote que pegué. Y no es para menos, porque emociona y espanta encontrarse, de buenas a primeras, con una hija cuya existencia se ignora y cuya edad es, por lo menos, dos años superior a la mía propia.

—Mira, Clara —empecé—... guárdate los bromazos para el carnaval.

Ella me miró con sus terribles ojos (ojos, ya lo saben, cargados de decepciones) y suspiró lentamente.

—En junio de 1971, el día 9, para ser exactos, escribiste un cuento que dejaste a la mitad. ¿Es cierto?

—¡Yo qué sé!

—Pues lo escribiste.

Rebusqué en las carpetas viejas. Me manché de polvo las manos y la camisa. Descubrí que en 1971 había escrito "El vaivén de la burbuja", "Al gusto europeo", "Las primeras mañanas" y otros cuentecillos por el estilo. En las últimas páginas de un cuaderno cuadriculado hallé, por fin, lo que pergeñé en la noche del 9 de junio de 1971.

—Léelo —dijo ella—. Así me ahorrarás muchas palabras.

Y lo escrito era lo que ustedes ya saben. Ella, la mujer, se llamaba efectivamente Clara. Él, Francisco.

La miré con los ojos secos, con una de esas miradas de "a-mí-qué-me-cuentas", y volví a dejar la carpeta en su lugar.

—Yo escribí esto —le dije—. Pero de eso a pretender que soy tu padre hay un abismo.

No quiso ella discutir este punto y comenzó a hablar de su vida.

—Casi han pasado dos años desde aquel día. Te contaré lo que ha sucedido en este tiempo.

Cuando Paco salió a pescar hice de prisa el equipaje y me fui. ¿Por qué? Me pareció saberlo muy bien entonces, pero ahora ya no es así. Paco era un déspota, a veces brutal y a veces tierno. Nos habíamos casado por amor, sólo que ese amor era el de la costumbre larga de tres años de noviazgo y no me parecía suficiente. No sabía que amor es eso precisamente, hábito; algo así como fumar, que cuando más se nota es al dejar de hacerlo.

En cualquier caso me fui a vivir mi vida a solas. Me fui a hacer algo, cualquier cosa y pasé algún tiempo en una pensión, aguantando gracias al dinero que tenía en el banco.

La pensión no era ni más ni menos que las otras. Estaba en la Gran Ciudad y era grande, con los techos altos y las antiguas habitaciones divididas en dos o tres por tabiques recientes.

Al principio, patrón y patrona me miraron sospechando que yo fuera "una de esas". Luego, al comprobar que me comportaba discretamente, me hablaron más a menudo y hasta me facilitaron un flexo para la mesilla de noche sin que yo se lo pidiera.

Los huéspedes nos encontrábamos en el comedor tres veces por día. Éramos gente a la que faltaban las referencias de una casa, unas costumbres particulares y unas amistades. Había dos o tres estudiantes. Un dependiente de grandes almacenes. Un jovencito, mecánico él, que había llegado a la Gran Ciudad en busca de éxito, dinero, mujeres. Un viejales, que vivía de las pocas perras de una renta y que, según me confesó, encontraba la pensión más confortable que un asilo. Un matrimonio de paso con un niño de meses y un pueblerino que acudía una vez por año a gastarse los duros en la capital y a ver de cerca a las coristas de revista.

Todo seguía igual al cabo de un mes, y al cabo de dos... El paleto se había ido rumbo al pueblo. El matrimonio de paso fue substituido por otro. Los estudiantes tocaban a veces una guitarra al atardecer, antes de irse de chatos por ahí. El dependiente dejaba sus periódicos leídos al lado del teléfono trabado con un candado. El viejo atufaba el aire con una pipa renegrida y yo iba y venía de la calle a la pensión en busca de alguna aventura que realmente lo fuera.

Pero me faltaba el autor. Tú te habías olvidado de mi existencia y de esta forma nada importante podía sucederme. Uno de los estudiantes me invitó a salir con él por la tarde y me convidó a un platito de gambas y a una jarra de cerveza. Después, creyéndome ya pagada, intentó manosearme, al regresa, en el hueco de la escalera.

El patrón se me hacía el encontradizo por los pasillos y no se apartaba un ápice con la esperanza de que yo tropezara en alguna de las baldosas sueltas y cayera en sus brazos. El viejales me llevaba a su habitación a enseñarme álbumes amarillentos y despojos de su vida guardados entre papeles en aquel invernadero de la pensión.

El único que no me prestó atención fue el dependiente y, por la ley de las compensaciones, en él me fui a fijar. Poco después de las primeras citas en las cafeterías del centro, decididos que nos cambiaríamos de pensión, "sólo hasta que encontremos un pisito donde vivir a solas" —dijimos.

Con esta ilusión me puse a trabajar. Él me facilitó un puesto en los grandes almacenes, pues faltaba una chica atractiva para sonreír y hacer cucamonas detrás del mostrador de los artículos de piel... Por un momento me consideré en el camino de la felicidad. ¡Ya, ya!

Al poco, mi enamorado me prohibió saludarle en el interior de la tienda, donde, según sus palabras, era preciso mostrarse discretos y guardar las distancias.

Tampoco quiso que anduviésemos abrazados por la calle porque podía vernos cualquier tipo de la plantilla de los almacenes y estaban prohibidos los romances (así lo llamaba él) entre el personal.

Hacíamos manitas en las cafeterías y, aún allí, a escondidas, mientras él vigilaba con un ojo las idas y venidas del camarero. "No por nada —decía— pero es impropio".

En la pensión, enrojecía si le besaba en el pasillo desierto, y hasta me obligaba a salir separada de él. Bajaba el primero y a los cinco, diez o quince minutos lo hacía yo y le iba a buscar entre los libros de una librería de lance que estaba a dos manzanas de distancia. Era, en fin, el colmo de la discreción y del aburrimiento...

—¿Y en qué acabó? —le pregunté.

—En nada. Me fui cuando estuve harta y empecé a pensar y a pensar hasta que comprendí que era un ser de ficción y decidí venir a verte.

Sonreía porque me imaginaba ya qué me pediría Clara de un momento a otro.

—Supongo —dije— que quieres que termine el cuento y que te haga regresar felizmente a casa, con tu marido, como si nada hubiera sucedido. Que te haga una vida divertida y plena, a la medida.

Ella se echó a reír con frialdad.

—A unos les gusta vivir así —explicó— y a otros no tanto. Yo he descubierto algo que tú ignoras aún: nada está tan lejos de la felicidad como la vida. Para vivir es preciso amoldarse, aburrirse a solas o en compañía; someterse a horarios y costumbres; repetirse diariamente en posturas, decisiones y conceptos. Para ser feliz debes innovarte, salir de ti a cada momento... No se pueden conciliar las dos ideas...

—¿Y bien?

—¿Sabes? A mí me ha costado mucho dar contigo. Me ha sido muy difícil llegar al convencimiento de que soy un personaje ficticio, hijo tuyo desde el momento en que me inventaste. Sobre todo, porque yo creía recordar muy bien mi vida desde la infancia y resulta que tengo solamente dos años...

—¿Sí?

—Sí. Supón que yo, en estos dos años, hubiera creado a otro personaje... Y ése, a otro, y así, sucesivamente... ¿Qué te parece?

—Una barbaridad.

—Sí, claro... Una barbaridad porque, a lo mejor, tú también eres ficticio, y hasta tu autor está en las mismas.

—¿Y qué? ¿Te devuelvo o no con tu marido? —gruñí con el bolígrafo y el papel a punto—. ¿Qué es lo que quieres?

—Que quemes el cuento.

—¿Por qué? —dije perplejo.

—No sé. Odio lo falso y yo soy falsa. Si todos buscásemos a nuestro autor y le obligásemos a quemar nuestra historia, nos ahorraríamos muchas artísticas penalidades.

—¿Y tú? ¿Qué será de ti?

—No te preocupes por mí.

Y cogí el cuaderno y fui a quemarlo en la cocina, sobre los fogones. Cuando regresé Clara no estaba allí. El sillón, sin embargo, conservaba las huellas de su peso y el calor de sus rotundas nalgas.

Y, sentado, me puse a pensar; un poquito solo, porque no me atrevía a hacerlo del todo: me mareaba la cadena: un escritor que escribe a otro escritor que escribe a otro escritor y sucesivamente... ¿Qué de real quedaba entonces?

Me puse delante del espejo: "¿Quién soy yo?" y el espejo me respondió: "¡Cualquiera sabe!". Me siento como enfermo desde entonces, como ávido de verdad, como desprendido de mí y de mis historias.

Y ando buscando a mi autor yo también. Cuando lo encuentre, quizá... ¿Imagina lo que nos pasaría a miles y miles de hombres si toda una biblioteca ardiese?


Publicado en el Diario Menorca el 23 de octubre de 1973.


Publicado el 4 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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