Armas Cargadas

Arturo Robsy


Cuento


Hoy llovió rojo y un vecino ha creído ser el hombre lobo. Su mujer pedía socorro corriendo por las escaleras y una anciana, a la puerta, decía "¡qué vergüenza, qué vergüenza!", y sonreía. Miseria de presagios.

En la calle un guardia me ha dado un papel: "Os engañan". Ya lo sé —le he dicho—. Nos engañan porque no hay más remedio. La verdad no existe.

—La verdad se ha muerto —ha respondido otro señor que llevaba el paraguas manchado de barro rojo-. Vengo del entierro —y se ha puesto a reír mientras tiraba el periódico a un mendigo joven que estaba mirando el cielo.

La señora que volvía con su gran cesta de la compra, se ha plantado delante del hombre pobre:

—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza!

Y un muchacho que lo veía todo, también ha repetido, mirando a la señora como con pena:

—¡Qué vergüenza!

Ir y venir es lo que más importa o, al menos, eso parece desde las calles, pero los mendigos suelen estar quietos y miran; son distintos, y uno no sabe nunca lo que ven los mendigos.

—Vemos gente —dicen misteriosamente— pero no nos importa: también la gente se quedará quieta un día u otro.

Nadie sabe adónde va el mundo, lo cual es cosa buena o mala, según. A alguna parte se encamina, lo veamos o no, y un día llegará a su destino y quizá entonces algo sabremos.

A la entrada de la Plaza Mayor, grupos de jóvenes están colgando letreros: "Manicomio". Todos les miramos distraídos y, como ellos ríen y bromean, nosotros hemos reído. ¿Manicomio? ¿Qué más dará?

Justo debajo hay un puesto de libros a mitad de precio, y gentes los remueven mientras leen los títulos.

—¿Tiene clásicos?

—Todos somos clásicos —grita uno de los jóvenes que cuelga rótulos subido a una escalera—. Los clásicos imbéciles que no sabemos nada. Los clásicos cretinos y los clásicos cobardes. El mundo entero es un clásico y nada hay tan clásico y perfecto como la piedra inerte.

—La filosofía —ha dicho el librero— es un juego de palabras. ¿Qué diferencia hay entre que todo vaya bien o mal?

Hay gente que hace cola para meter dinero en un tragaperras, y les da gusto apretar los botones y ver las luces. Esas luces rápidas significan cosas para ellos.

Querría saber lo que hoy sucede. Es un día como los demás, pero yo no soy como los demás días. Noto que la luz de la mañana es hoy como la página de un libro escrito, y en la luz leo que están pasando cosas nuevas disfrazadas de las cosas de siempre.

Un hombre anciano pasea a un tonto. Andan entre los bancos y una paloma tornasolada les sigue. En cada banca un viejo o una vieja están quietos: sonríen al aire o quién sabe si a las casas de en frente. Todos los días mueren viejos, pero siempre hay viejos, como siempre hay niños.

El tonto a veces corre y a veces se para aunque el anciano que le acompaña tire de él, porque el hombre ha llegado a la luna, pero no ha llegado a los tontos.

Así es como me he dado cuenta de que tampoco yo tengo prisa y, como el mendigo, siento la necesidad de pararme a mirar, sentado entre los viejos, como si empezara a aprender a ser viejo: ¿qué es lo que ellos ven?

—Veo la muerte. Eso es lo que veo —me dice el de mi banco—. Pero no es mi muerte. Es LA muerte. Todas las mañanas se pasea por aquí sonriendo, con un cuchillo en la mano. Se lo clava a unos y a otros, pero nadie se da cuenta.

—¿Y usted la ve?

—Todo está muerto y me parece muy bien.

En aquella plaza había vendedores de lotería que caminaban muy despacio, presentando sus billetes a la gente, sin hablar, serios, tristes. Un ciego ocupaba, sentado en silla plegable, la proximidad de una fuente. Una mujer había plantado un caballete y pintaba, ajena al hecho de compartir un mundo con muchos millones más: se veía que su mundo especial la gobernaba, la embebía.

Había tenderetes con gente joven y gente madura, y en ellos ofrecían bisuterías, cacharritos ennoblecidos por la palabra artesanía, Don Nicanores, juguetillos ruidosos, hermosísimas canicas tornasoladas, pastilleros para hachís y cajitas diminutas para la cocaína, espejos, arenas embotelladas y teñidas de arcoiris, cueros trenzados, correas, repujados. Hablaban todos con voces apagadas y algunos se había echado en el césped escaso.

Otros desocupados miraban las mercancías y sonreían con suficiencia o se estacionaban para acabar de oir la canción del puesto de cintas magnetofónicas. Algunos ni;os tenían los ojos muy abiertos, pero no podía decirse que sintieran sorpresa. En realidad no podía decirse nada delante de aquel paisaje.

Un perro pequeño, nervioso y desenvuelto, procuraba mojar todas las patas de las mesas. Rehuía los pies, escamado, pero de vez en cuanto el perro sonreía: separaba algo los labios y le vibraba el rabo. Entonces acudía, decidido, a la mano amiga de un humano especial que le guiñaba un ojo o se daba en el muslo con la palma de la mano.

Policías iban y venían muy serios, pero distraídos. Procuraban que las caras parecieran prenda más del uniforme, pero ya no miraban nada, como cuando las llamas encandilan al ocioso en el hogar.

Se repartían en la plaza cosas permanentemente: anuncios, falsas invitaciones, octavillas con promesas, juramentos y soflamas, auténticos todos, todos lo mismo, pero con distintas firmas.

Dos músicos callejeros hacían sonar una flauta de travesera y una guitarra al lado de un pañuelo extendido en el suelo; un rojo pañuelo con lunares, donde, como al azar, ellos habían puesto algunas monedas y un billete solitario, magia imitativa para propiciar la limosna.

Un hombre con el bigote rojo bebía en la minúscula tasca, apenas pasillo con espejos, intentando apagar las llamas del mostacho en espuma blanca.

—Llevo muchos años pensando un epitafio; haré que me graben en la lápida: "tonto el que lo lea".

—Tu familia no querrá ponerlo.

—Ya lo sé —confesaba—, pero me hace ilusión. Me gusta pensar que todos los demás, menos tú, son tontos.

—¿Por qué?

—Porque, si no lo son, resultaría que el tonto soy yo, que no los entiendo.

Un mozo se comía un bocadillo sentado en el bordillo. Miraba al suelo y, a su lado, una paloma le vigilaba con su ojo redondo y nervioso. Por fin sacó una miga del panecillo y se la acercó al animal en la palma, pero la paloma dio dos pasos cortos, le miró a la cara fijamente y retrocedió sin aceptar comida.

Dos moros, con zapatillas de deporte, pasaron hablando en su idioma, tan extranjero y, enseguida, una chica rubia, muy bonita, les alcanzó y a empujones se les puso en medio. Se reían.

—Esto es Babel, amigo mío —dijo el anciano del banco—. Babel. Claro que también podríamos ser Sodoma.

Hoy no vi como salía el sol. A veces el río del alba me despierta y desde el cuarto de baño veo la primera curva del sol por encima de una azotea: una raya roja, como la huella de un beso antiguo que uno se borraba con el pañuelo blanco. Tampoco vi anochecer ayer: la noche, en las ciudades, cae como una red, de golpe; se derrama como la tinta, pero nadie repara en lo solas que están las calles, en lo lejos que quedan de cualquier parte con sus farolas encendidas, corazones pálidos y quietos.

Nadie ve águilas desde aquí, y hasta las nubes no se distinguen en estos cielos raros que los edificios apuntalan. Sé que al levantar los ojos las gentes se preguntan si algún día capturarán la felicidad, aunque todos sospechan que la felicidad ha huido del planeta.

Seis o siete mongólicos, vestidos cono monos y dirigidos por un hombre calvo, están cavando en los cuadros de tierra. Se les da trabajo para hacerles hombres, o quizá para que sufran mejor la decepción humana. En esta ciudad tan pétrea y fría los hombres luchan por conservar su vida; meditan, sueñan, esperan... En esta ciudad hay cientos de adivinos, miles de brujas. Se hacen cursillos de astrología para asaltar la fortaleza del destino. Viven bien los quirománticos. Cien apóstoles predican budismo, tantrismo, yoga, teosofía, espiritismo. Cualquier cosa puede resultar mágica, envuelta en palabrería; cualquier cosa puede tener su profeta.

Caravanas de esclavos de la droga hablan de liberación y de un cierto espíritu suyo que vuela... Casi todos, con el pan, consumimos música, sonrisa, luz, belleza, métodos... y, naturalmente, nos consumimos a nosotros mismos.

A punto estoy de decirle a un guardia que no es cierto que el tiempo vuele: el tiempo es muy pesado y nos aplasta, nos hace pulpa de miseria.

—Esto que usted siente —le diría— y que siento yo y que todos sienten, es miedo.

—¿Miedo a qué? —me respondería.

—Ahí está lo malo, que es solamente miedo.

Y no es que estemos vacíos, no. Todos estamos llenos. Todos pensamos y pensamos mucho, pero, ¿qué utilidad puede tener el pensamiento si ni siquiera sirve para saber por qué pensamos?

Dos extranjeros están tirando monedas en la fuente que corre, cerca de los músicos que tienen extendido el pañuelo. Yo sé que los ingleses, por ejemplo, tiran monedas a todos los pozos por el aquel de los deseos, y también lo deben de hacer con las fuentes. La música ambulante no vale nada para ellos.

Un tipo sin afeitar y con gabardina sucia le pregunta a un guardia:

—¿Qué ciudad es ésta?

—Vamos, circula —le responden. No quieren decirle el nombre de la ciudad porque piensan que es:ta borracho o les quiere tomar el pelo. Claro que, a lo mejor, el nombre de la ciudad no importa a nadie, ni el buen tiempo, ni el cielo que cuelga de los altos edificios. A cada uno, como a los extranjeros de la fuente, sólo les importan sus deseos.

Yo creo en los presagios; hoy algo sucede. Hoy no es como otro hoy cualquiera. Quizá es que, al despertarme, me he despertado. Quizá es que, al abrir los ojos, he abierto los ojos, ya saben.

Nada debe de ser distinto, luego yo sí soy distinto, como si no pudiera tomarme en serio lo que veo; como si dentro de un momento fueran a llegar carpinteros para desmontar el decorado.

Me imagino a todos gritando: ¡Sorpresa! ¡Sorpresa! ¡La función ha terminado!

Delante de mí un joven coge la cara de una chica con las dos manos cuyos dedos se pierden bajo el pelo. Se miran, ella sonriendo y él serio. Luego la muchacha se echa a reír y le da un cabezazo suave en el hombro. Él comienza a andar con ella, todavía serio.

Una mujer me ofrece flores. Las flores son, según dicen, los genitales de las plantas, pero, ¿qué se puede hacer si son hermosas?

—Mira qué claveles. ¡Y qué recientes son!

—¿Cuál cree usted que es la flor más fea?

—La coliflor —me responde la mujer un poco preocupada. Seguro que piensa que los locos peligrosos o los drogados hacen preguntas así.

—Digo la flor más fea de las que usted vende.

—Esta rosa —me responde, sacándola de lo último del montón—. Está algo mustia.

—¿Cuánto vale?

Tampoco ella quiere preguntarse por qué hago esto y acepta su buen dinero. Yo mismo compro la rosa sin ningún motivo o por demasiados, por el gusto de ver como lo bello degenera, por el capricho de pagar lo que no tiene ya precio.

De camino a casa está la iglesia, y entro a preguntar si está Dios dentro. Me extraña que ardan velas, pero hay velas encendidas y eso es bueno. La luz, en el sagrario, parpadea muy de pisa y el Cristo, en alto, lo mira todo con los ojos bajos, herido. También yo estoy herido. No sabría decir por qué, pero estoy furioso a fuerza de mirar el mundo en el que vivo. Sería perfecto servir para alguna cosa, pero hay una marea negra que lo invade todo.

Mientras subo a casa leo en el periódico que el mundo está cargado de armas y sé que, en realidad, el mundo es un arma cargada; cada átomo de hombre quiere reventar y hacerlo pedazos. Y me alegro de ello.

Abro la puerta y, sin decir nada a mi mujer, me acerco al fuego. Francamente:: se me ha ocurrido ahora mismo lo que hago. Me pongo a sonreír y hecho la rosa al fuego.

Como creo en los presagios y hoy llovió rojo, sé que el quemar una rosa acelerará el fin del mundo.

Justamente por eso me río.


Publicado el 30 de enero de 2025 por Edu Robsy.
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