A Vicente M., redomado golfista, con admiración
—¡Las diez y misión cumplida! ¿Estamos todos aquí? ¡Quién sabe! A
ver: Antonio (¡Presente!), Juan (¡Servidor!), Cristóbal (¡Cómo éste!),
Pedro...
—¡Pedro!
—Que no, que no está Pedro. Pero, ¿cómo es eso? Si hace un momento que le vi hablando con Juan.
—Eso era ayer, tú.
—¿Ayer? ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo!
—No importa, ¿verdad? Somos bastantes. Así está bien. Somos uno, dos, tres, cuatro y cinco.
—Pero, ¿qué hacemos?
—¡Qué hacemos! ¡Qué hacemos! ¡Punto redondo!
—¿No son las fiestas? Pues a divertirnos. Compraremos espantasuegras y trompetas y gorros de papel y pelotas con elástico, y nos divertiremos.
—También hemos de subir en los autos de choque.
—Y a ese balancín. Cuando sube se te revuelven las tripas de una manera...
—Pero, ¿a qué hora iremos al baile?
—Hay tiempo para todo, ¿no?
—Pues, hale, a por el espantasuegras (matasuegras tendría que ser, matasuegras).
Caminamos por la calle mayor en busca de la primera "turronera", que a saber por qué se llamará así, porque, de turrón, nada. Calle Mayor abajo, con buena alegría en la cabeza y divertido sonar de la calderilla en los bolsillos.
El ciudadano Antonio es el primero en desmandarse.
—¡Me cisco en los espantasuegras! ¿No veis que Casa Manolo está abierto?
—¡Eso! Lo primero es tomar un buen gin.
—Claro que sí.
Lo primero y lo último, porque sabe Dios el gin que hemos trasegado entre los seis durante el día... Perdón: los cinco, porque Pedro ha desaparecido. No importa. Casa Manolo tiene la virtud de tranquilizar las más rebeldes conciencias.
Cristóbal canturrea a mi lado mientras esperamos la vez:
—Amur, Amarillo y Azul; Bramaputra, Ganges e Indo.
—¿Y eso?
—Lo cantábamos en la escuela, son los ríos de Asia.
¿Y por qué no? ¿Alguna ley prohíbe canturrear los ríos de Asia en los bares? ¿Quién se atreverá a impedírnoslo? Paco se acerca.
—¿Qué canta ése?
—Amur, Amarillo y Azul —repite Cristóbal—. Bramaputra, Ganges e Indo.
—Los ríos de Asia —le explico.
Y he aquí que formamos un improvisado coro:
—Amur, Amarillo y Azul —decimos a grito pelado—. Bramaputra, Ganges e Indo —remachamos.
Desde el fondo nos llegan aplausos. Un tipo con cara de uva se nos acerca a no sé qué...
—Cuando yo era joven... —empieza.
—¡Cuánto ha llovido! —se espanta Juan.
—Cuando yo era joven cantábamos —y se lanza con una cascada y artificial voz de tenor chispa—: "de piedra ha de ser la cama, de piedra la cabesera, la muquer que a mí me quiera".
Llega el gin y, no sé bien por qué, empezamos a gritar. Una mujer, por detrás, se escandaliza:
—¡Esta cuventut! ¡No hay derecho! Yo me inclino muy ceremonioso y aparente:
—No, torcido tampoco, señora.
El marido, una mala bestia, interviene y dice que nos andemos con ojo, "con mucho ojo". Cristóbal, amenazador, se le acerca con la cara por delante:
—¡Bramaputra! —exclama.
Y sucede el follón. El marido dice que Bramaputra lo será su madre o su novia. La mujer grita, no se sabe si porque está asustada o porque le va la gresca. Nosotros nos interponemos y al final nos echan de Casa Manolo.
—¡En la calle te espero! —grita Cristóbal con el puño levantado—. ¡Bramaputra!
Juan dice que hemos salido ganando porque nadie pagó el gin, y Paco pretende utilizar el truco en el Bilbao, a ver si también nos escapamos de aflojar la mosca. Comprendo, pues, que soy el único que está sereno y comienzo a explicárselo a una farola que me cae verdaderamente bien. Y luego propongo continuar la cacería de los espantasuegras.
—¡Y una porra!
—¡Yo no tengo suegra! Ya me dirás tú si voy a tirar el dinero comprando para nada un chisme de esos.
—¡Al Bilbao! ¡Al Bilbao!
Y, claro, entramos en el café Bilbao y pedimos gin, que, a estas alturas, parece caldo en cubitos. En una mesa están sentadas cuatro chicas con sombreritos rojos de papel. Son cuatro y nosotros cinco, pero eso, bien mirado, hace más divertido el juego.
Paco se les acerca hasta echarles encima el aliento vinoso:
—Chica —dice a nadie en especial— ¿Quieres ser mía?
La más cercana se aparta y sonríe tristemente a las otras tres:
—Ya veis... otro patoso.
Antonio viene al quite:
—No le hagáis caso: es que ha bebido un poco y no está acostumbrado. Es joven. Por cierto, ¿cuánto me cobraríais por... x, x, x...? (aquí, lector, supóngase una grosería muy gorda, muy gorda y piense en cuando tenía dieciocho años y se ponía a hacer oscuros planes respecto a inocentes muchachas).
Yo trato de arreglar las cosas:
—La culpa es vuestra —les digo—. Si no anduvieseis con el muslamen fuera y medio trasero al aire...
Se acerca un camarero a decirnos que dejemos de molestar.
—¿Quién molesta? —grita Juan—. ¡Nosotros sólo les decíamos un piropo!
Las niñas explican que de piropos nada y que hay que ver. Cristóbal se queda sobre una pierna y pone mano extendida entre la rodilla levantada y su nariz.
—¿Ves como estamos serenos?
El camarero duda y los otros cuatro nos ponemos a la pata coja para demostrar que "vamos bien" y que Cristóbal tiene toda la razón. Paco cae al fin y precisamente sobre las espantadas chicas... Total, que nos echan y ya son dos las rondas que no hemos pagado. Le empezamos a tomar gusto a la cosa y en la calle planificamos la siguiente excursión.
Yo sin embargo, que soy el único sereno, propongo continuar en buscar de los espantasuegras, pero nadie repara en mi voz: no es mala cosa esa de beber de balde y menos si encima se arma gresca.
—Iremos al Castillo de Doña Gimena, que es un sitio muy pera.
De camino, Juan y Paco van cogidos de los hombros y canturrean una canción bastante tona ("Somos los hermanos bonos / no queremos dromir solos / no tenemos matalafos...). Mientras, Cristóbal me cuenta cosas de su vida. ¡Buen chico este Cristóbal! Nunca había reparado en que fuese tan simpático. Antonio, en cambio, tiene planes de envergadura:
—Creo —dice— que me compraré un caballo. Mañana mismo, a lo mejor. Y lo llevaré a nadar a la fuente. Y me haré artista de cine. Se gana mucho dinero con las películas del Oeste.
Se detiene y nos contempla con la colilla pegada al labio. Separa los brazos del cuerpo y nos lanza una terrible mirada.
—¡Cobardes! —dice— ¡Sacad!
Y nos apunta con el índice de cada mano mientras mantiene los pulgares levantados como si fueran percutores.
—¡Ban! ¡Ban! ¡Ban! —dice— ¡Cuatro menos!
Juan se deja caer al suelo.
—¡Ah! —grita— ¡Un cura, que me muero!
Y, en esto, llegamos al Castillo de Doña Gimena, el bar pera, y en la puerta ya no quieren dejarnos pasar.
—¿Y por qué? —dice Cristóbal— ¿Porque no llevamos corbata?
—Tenemos dinero —explica Paco—. Mire, mire.
Y yo intervengo:
—Es cierto que han bebido un poco, pero son buenos chicos. Nosotros íbamos a comprarnos un espantasuegras: uno de esos chismes que se desenrollan y...
Y pasamos. ¡No faltaría más! Pedro, que estaba dentro, nos confiesa que no sabe muy bien cómo ha llegado hasta allí...
—Es como si hubiera estado volando mucho tiempo seguido.
Paco asiente seriamente: él sabe por experiencia que después de volar uno queda algo aturdido.
—Se pasa con gin —concluye con aire doctoral.
Y ya no sé más. Hay un paréntesis en mi memoria que va desde el último gin para quitar la mala sensación de haber volado, hasta cuando un tipo me sacudía por el cuello y me llamaba cretino. Otro tenía agarrado a Pedro más o menos por el mismo sitio. Y el pobre compadre gritaba que se podían ir al cuerno con mucho cuidado todos los jugadores de fútbol. Juan y Antonio, en cambio, zarandeaban a un tercero, chiquitito y verdoso que no sabía a ciencia cierta en qué terrible planeta acababa de aterrizar.
Entonces fue cuando tuve una de mis intuiciones geniales. No en vano solían darme bandas y diplomas por mis conocimientos del catecismo. Lo explicaré: sabía que algo anormal sucedía porque de lo contrario el tipo no me agitaría por el cuello como a un jarabe. También sabía que hubo algo antes (algo malo) y que iba a suceder después algo aún mucho peor, de modo que dije:
—Y todo esto, ¿por qué?
—Eso, ¿por qué? —murmuró el tipo.
—¿Por qué? —dijeron Pedro y Cristóbal a coro.
Ustedes se reirán, pero resulta que nadie lo sabía. Esto de olvidar los motivos es un rasgo típico de los muchachos candorosos y bien intencionados: un rasgo que nos une y nos convierte en miembros de una alegre y gran familia.
—Después de todo —dijo uno de los desconocidos— hoy es la Fiesta.
Y yo, por fin, aproveché el silencio para exponer por enésima vez mi idea de ir a por los espantasuegras. En esta ocasión supimos verle al asunto asombrosas posibilidades que ahora no recuerdo.
Fuimos adonde los vendían y yo se lo expliqué todo a la turronera (sin olvidar lo de la pelea). Antes de haber acabado uno de los desconocidos me tiró del brazo:
—Fíjate: la turronera esta tiene bigote.
Y lo tenía, es cierto. En fin: cuando hube terminado la turronera nos dijo con su profunda voz:
—Venga, circulen, que, si no, me los llevo al cuartelillo.
¡Era una turronera disfrazada de sereno!
Y, en eso, se puso a amanecer a los acordes del "Si que te l'encendré".
Y nos fuimos todos a casa. Ya está.
Publicado en el Diario Menorca el 31 de julio de 1973.