Cuento de Amor

Arturo Robsy


Cuento


La palabra cuento se emplea muchas veces, quizá demasiadas, en el sentido de patraña: esto constituiría un notable insulto si no fuera por la circunstancia especial de que, en ocasiones, todavía significa algo peor: aburrimiento.

Y quien dude de esta afirmación puede (sin compromiso alguno) ir a preguntar a don Armando su historia que, en suma, es demasiado vulgar incluso para ser falsa. La carrera de este hombre comenzó cuando todos le llamaban Armandín y él todavía tenía la deplorable costumbre de ensuciar las sábanas de su cunita; y, luego, con intervalos de tiempo, fue Armandito, Armando a secas, y don Armando, esto último cuando su responsabilidad y autosuficiencia económica quedaron suficientemente demostradas entre sus vecinos.

Naturalmente, para ganarse ese don Armando sonoro y definitivo tuvo, también, que formar un hogar, es decir, casarse y ser un padre de familia, pues es bien sabido que los padres de familia, aparte de votar, pierden esa afición por la jarana que caracteriza a la juventud. Así que don Armando se casó con Asunción como pudo haberlo hecho con María José o con Paquita, aunque este detalle carece de real importancia.

Previamente —eso sí— Armando y Asunción sostuvieron un noviazgo que pretendió ser "la prueba de sus sentimientos", por más que no había sentimiento alguno que probar. Sin embargo aprovecharon su tiempo para hacer un verdadero Cuento de Amor que es, ni más ni menos, aquello que viene a recordarse con nostalgia cuando el hijo mayor termina su bachillerato o la hija sale con el "primer amor".

Armando cortejó a Asunción sin ser otra cosa que un novio correcto y amable, que afirmaba que a ella "jamás le tocaría ni un pelo", frase tópica y típica que, en general, suele manifestar una singular pobreza de espíritu, y esconder una completa realidad: que no existe el interés suficiente ni para molestarse en acariciar el cabello de la mujer.

En todo caso, el noviazgo tiene su liturgia, como cualquier otra costumbre, y ambos la siguieron porque no se les ocurrió ninguna variante original sobre el mismo tema. De manera que, cuando transcurrió el tiempo reglamentario, el turbado Armando murmuró un no menos turbado "te quiero" en los oídos de la muchacha; y Asunción bajó castamente (¿castamente?) los ojos y se ruborizó, de acuerdo con los más antiguos cánones.

—Te quiero, Asunción.

—Yo también, Armando.

He aquí todo, junto con los largos, interminables, paseos por las calles bien iluminadas, al cine de los domingos, donde tímidamente se tomaban de la mano, y las alargadas despedidas en el portal, cuando ambos dudaban entre besarse o, simplemente, volver grupas y salir de estampida. Pero está escrito que el hombre necesita a una mujer, y la mujer a un hombre por lo menos, de manera que bien pronto "las campanas sonaron para ellos" —a decir de ciertos escritores— y el matrimonio quedó verificado y consumado en el plazo de pocas horas.

Y, una vez casados y pasados los primeros transportes de gozo, surgió el primer problema, que también suele ser el último. La cosa que que, una mañana, Armando se levantó más deprimido que de costumbre y, con el primer cigarrillo, se planteó la pregunta: "¿y ahora qué?".

En efecto: las primeras costumbres del noviazgo, los hábitos más cómodos, habían desaparecido. Él era, ya, un marido, un cabeza de familia, sin tiempo, pues, para tener suaves sueños o ilusiones juveniles, hasta la misma Asunción, cuando la sorprendía por la espalda con intención de besarla, le rogaba que tuviese más seriedad, puesto que ellos "ya no eran unos niños", sino adultos conscientes y responsables y, por lo tanto, con la fija obligación de dejar los juegos y aburrirse decentemente.

Si esto fue o no un desengaño para Armando (don Armando desde entonces) es cosa que el narrador no puede asegurar y se supone que tampoco el mismo Armando. En todo caso, él y Asunción dejaron correr el tiempo, y trajeron regularmente al mundo a tres retoños que, "en la pila bautismal (tal como dijeron los gacetilleros de las crónicas de sociedad) recibieron los nombres de los abuelos paterno y materno y el de las abuelas (sí, pues las dos suegras se llamaban igual).

La alegría de tener un hijo, con ser considerable, no dura eternamente, y, además, los hijos hacen lo posible para que así sea y siempre están a vueltas con los pañales mojados, la dentición, los descalabros, los deberes escolares y las preguntas inoportunas. Así que, Armando, descubrió bien pronto que se ABURRÍA, sí, un aburrimiento con letras mayúsculas.

De esta forma comenzó su segunda época, aquella en que, además del trabajo, se aficionó a ir de pesca los sábados por la tarde o a salir de caza los domingo. También se hizo con una tertulia de amigos en el bar y se acostumbró a los pequeños vicios sin los que es fama que un hombre no sabe vivir: las partiditas de dominó, la copita de coñac con el café, el deporte en general y la televisión en particular. Y, además, como los tiempos habían cambiado, supo comprarse una casita a la orilla del mar por más que, a él, el mar y las orillas le daban dentera, como sucede con muchos pescadores de caña.

Sin embargo aún le quedaban momentos libres y eran estos los elegidos por Asunción (un poco más gorda y un mucho más simpática) o para recordar con él los viejos tiempos, estos tiempos, precisamente, que debieran olvidarse para no caer en la tentación de establecer comparaciones y perjudicar el buen humor. Pero, como quiera que Asunción no había llegado aún a esta filosofía, Armando tenía que soportar innumerables "¿te acuerdas de...?" e infinitos "aquella vez, cuando..", mientras su mujer le ponía ante los ojos descoloridas fotografías de su noviazgo, del día de la boda, del banquete, del bautizo de los hijos, de los cumpleaños y etcétera.

¿Qué cosa —se preguntaba Armando— llevaban dentro entonces, que ahora había desaparecido? La juventud seguramente, o seguramente, una ignorancia más suave y comprensiva que la actual. De cualquier forma, aquella había sido su vida y no podían renunciar a ella ni siquiera en nombre de la costumbre de guardar silencio ante el televisor o de tomar sorbiendo la sopa.

Un día, Armando, sorprendido, comprobó que acababa de cumplir cuarenta y tantos años y no consiguió comprender qué había pasado realmente. El creía seguir siendo el mismo, no haber cambiado, por más que las fotografías de antaño diesen a entender otra cosa.

Otro día —esta vez en verano— vio que las piernas de su mujer no eran las mismas piernas, como tampoco sus ojos, ni sus pechos, ni la expresión de su rostro al sonreír, y no supo qué pensar de todo esto... "mientras todo haya sido para bien" —murmuró.

Y para bien fue, que al contemplar a sus hijos se le hacía la boca agua y le brillaba de orgullo la mirada. Los muchachos tenían —claro está— sus defectos, su cara oculta, pero ¿acaso no es asombroso saber que hay tres vidas, tres nuevas historias que han empezado a partir de ti?

No se le ocultaba que esto también sucede con otros animales de rango superior (la mujer, por ejemplo) y que, a lo mejor, es triste vivir una vida exclusivamente para dársela a otros que harán lo mismo a su vez, pero, en todo caso, era una agradable sensación ver a los hijos junto a él y escucharles los descubrimientos que iban haciendo del mundo, como si, en realidad, hubiese en él algo que descubrir.

Además, estos pensamientos no significaban consuelo, sino satisfacción, y él aprovechaba para ponerse en paz consigo mismo y con todos los pequeños recuerdos que, desde luego, "no merecían la pena". Sí, pues ahora era Armando quien repetía incansablemente "¿te acuerdas...?", y su mujer la que sonreía educadamente mientras le explicaba que "aquellas fueron cosas de chiquillos".

Y Armando hubiera conseguido ser enteramente feliz, con la felicidad del hongo o de la almeja, si su hijo mayor no le hubiera planteado una cuestión: estaba enamorado; tenía "una novia" a la que, según él, amaba con todas sus fuerzas, y a fe que debía ser cierto o tener él un vigor harto menguado, ya que había adelgazado como un ciprés desde que le entró el enamoramiento.

—En fin —concluyó el muchacho— que me quiero casar cuanto antes.

—¿Se puede saber por qué? —preguntó don Armando.

Sí, naturalmente que se podía: él, el jovencito, quería tener su propio hogar y sus propias responsabilidades. También —claro— deseaba su propia mujer y unos hijos a los que educar, ya que esta era la ilusión de toda su vida.

Don Armando guardó silencio. Quizá el torbellino de su historia, el noviazgo, la boda, el primer parto, las partidas de dominó y las excursiones de caza, y también, las interminables horas ante el televisor, y el silencio que, a veces, les sorprendía a Asunción y a él. Quizá quiso echarse a reír porque, en el fondo, era cómica tanta repetición y tanta fidelidad a la naturaleza. De cualquier forma, miró a su hijo con cierta compasión:

—El amor —le dijo— es un cuento.

Y no se refería, claro está, a un cuento de hadas ni a uno de exóticas aventuras. Claro que el hijo tuvo que esperar veinte años más para descubrirlo, y, aún así, no quedó decepcionado. Tal es la obstinación del género humano.


Publicado en el Diario Menorca el 15 de agosto de 1972.


Publicado el 12 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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