Publicado el 23 de enero de 1973 en el Diario Menorca.
A las doce en punto de la noche le entraron los dolores a la Señora Paca (la Señá Paca). Ligeramente estremecida pero tranquila, que ya tenía tres experiencias de antes, despertó al marido, el Felipe, y le contó el asunto: lo hablaron despacio, sin echarle demasiado énfasis:
"Que ya" — dijo la Señá Paca.
"¿Ya? — repitió el Felipe que recién emergido de las aguas del sueño, no fijaba todavía la situación.— ¿Quién viene?"
"¡El niño, marido! ¡Como si te llegase de nuevas!"
"¿Tan pronto? Creí que aún faltaba..."
La Señá Paca echó la cuenta de la vieja apoyándose los dedos en la boca: "Abril, Mayo... Para el treinta le esperaba yo, pero viene con adelanto. Jacinto se retrasó dos semanas y Gregorio vino a su hora".
El Felipe hizo el ademán de continuar el sueño: "Será una falsa alarma" — dijo.
"¡Falsa alarma! — la Señá Paca no admitía intromisiones en su ciencia — ¿Cuántas veces has traído un niño al mundo, animal? Yo sé lo que me digo y me entiendo. Anda, llama a la Tía Remedios, que se venga a ayudar, y que Dios reparta suerte."
El marido se puso el pantalón sobre el pijama; se echó al hombro el tabardo y obedeció, refunfuñando cosas acerca de las mujeres a quienes les da el parto a oscuras. La suya, Paca, era de las madrugadoras: siempre por la noche, siempre de doce a una. Y luego resultaba que no, que madrugaba, y el niño venía con un sol de todos los diablos. Estas cosas — pensaba— debieran saberse antes de la boda, que, aunque no todos los días venga un cachorro, menuda la gracia que hace pasarse una noche de claro en claro.
En fin: las cosas marcharon como debían y siguieron el esquema previsto: la Señá Paca se estuvo quejando toda la noche; de amanecida, con la luz, se durmió, y a las diez, mientras el día dudaba entre la lluvia o el sol, trajo al pequeño: un muchacho llorón y reducido que, además, emergió hambriento y buscando ya teta.
Era Felipe y bien pronto llamó la atención. La tía Remedios, comadrona de afición, dijo que talmente parecía un angelito. El padre opinó que, más bien, angelote, que traía un hambre de días el muy tragón. Y la madre, sudorosa aún, sonrió:
Sus niños — y no era por presumir — eran los más guapos y robustos del pueblo.
"Lo que es bien parido, — sonrió el Felipe — bien parido ha de estar, que has empleado toda la noche en ello".
Porque el Felipe era un mediano rencoroso y estaba que se le comía el sueño a pesar de la alegría.
"Sí, sí — suspiró la tía Remedios —, todo lo robusto que queráis, pero..."
Y les señaló con el sarmentoso dedo los dos bultitos que el rorro llevaba en la espalda. "Justo en las paletillas" — explicó todavía.
"¿Y qué serán? ¡Pobre angelito mío!" — gimió la parturienta.
"¡Sólo faltaría que nos fuese jorobeta!" — gruñó el Felipe.
Y la comadrona, quitándose importancia:
"Serán quistes, digo yo".
Pero, quistes o no, eran gemelos en todo, como dos muñoncitos rosados, cabales alones de pollito echando la pluma, y aquello, quieras que no, era para preocuparse.
"Pobreta... — suspiraba la madre — ¡Si es un sol! ¡Si es un angelito! Mira que reguapo y precioso es."
Y, en efecto; ellos aún no lo sabían, pero habían traído al mundo al Ángel Felipe.
Y, después del parto, aquel veinticinco de Diciembre, empezó para Felipito la etapa de la Infancia. Utilizando un cierto lenguaje podríamos decir que el niño crecía en sabiduría y bondad. Sí que ciertamente era demasiado bueno y cándido. "Simple — decían los del pueblo — Que es un simple y nada más".
Pero el niño echaba normalmente los dientes y la cara mofletuda se le convertía en rostro guapo, con un gesto de paz y tranquilidad en el lago de los ojos y el fruncido de la boca.
Lo de los quistes, sin embargo, iba de mal en peor, que le seguían creciendo y le abultaban la ropa la espalda. El médico que lo vio dijo que de quistes nada, que eran puro hueso. "Malformación — explicó —. Lo mismo que tener manos de seis dedos y pies de a docena".
"Y, ¿de arreglárselo?" — preguntaba la madre.
"De arreglárselo, nada. Que crezca — aconsejaba el menge —, que se haga un hombre, y cuando los huesos cuajen definitivamente, la operación y santas pascuas".
"¿La operación?" — preguntaba el padre escamado.
"Sí, hombre: un serruchazo y como nuevo" — se burlaba el médico. Y de ahí no le sacaron: que Felipito hiciera vida normal, que tuviera amigos y que comiera a sus horas, que lo demás lo harían la naturaleza y el serrucho del cirujano así como fuera posible.
Y Felipe siguió como siempre, con una inusitada tendencia hacia el bien y una sana repulsión hacia las travesuras más o menos arriesgadas.
"Un ángel — decían las vecinas — Lo que usted tiene, Señá Paca, no es un crío sino un ángel."
Y, ciertamente, la bondad, la belleza y la suavidad de Felipito hacían pensar en los cuadros de Murillo, donde angelitos sonrosados y de carnes rollizas se arrodillan junto a la Virgen y sonríen como en éxtasis. Así no fue extraño que cogiera fama en el pueblo y que le mirasen como a un enviado del cielo.
Los muñones de su espalda, sin embargo, continuaban creciendo, y le abultaban las chaquetas de tal modo que parecía un jorobadito hermoso y graciado. Por eso le tenían compasión todos y, al hablar de él, decían: "El Ángel Felipe".
Y era cierto.
Verán: un buen día la Señá Paca, aterrada, corrió en busca del médico:
"¿Qué te pasa, mujer?"— dijo éste.
"A mí, nada. El niño, doctor, que tiene los alones en carne viva y se queja el pobrecito".
Le reconocieron, le auscultaron; le preguntaron si habían enrojecido repentinamente y le dolían. Eso era todo. Y el médico dictaminó al final:
"Nada importante. Será la pubertad. Que se hace hombre y, en su caso, le ha dado la hombría en los alones. Ponedle esta pomada y se aliviará."
Y se alivió sí, pero para empeorar: a la semana, la Señá Paca se volvió a presentar, despeluzada, donde el doctor. Traía un buen susto en la mitad del cuerpo, y el médico prefirió tranquilizarla antes de abrirle el grifo de la parlera.
"¿Y qué hubo esta vez, mujer?"
"¡Casi nada — le miró con recelo y, por fin, dudando, se atrevió a hacer una pregunta:
"¿Usted cree que un niño puede nacer mestizo de pollo?".
El médico no entendía y la Señá Paca se explicó a su sabor:
"Verá, cuando el embarazo, anduve criando unos pollitos. La clueca murió de la fiebre y yo les di la comida al pico. ¿Es posible que me diese un antojo y mi Felipe naciera mitad pollo?"
El médico sonreía, pero no por eso dejaba de estar alarmado.
"¿Qué hay entonces? ¿Por qué me cuentas esas sandeces?"
"Pues que al chico... — se interrumpió avergonzada —. Bueno, que mismamente parece que Felipito está echando la pluma".
Fueron a verle y, en efecto, sobre los alones de la espalda del muchacho había aparecido un plumón suave y dorado, mismamente el que tienen los pollitos al salir del cascarón.
"¿Y ahora? — preguntaba el padre — ¿Y ahora? Que la gente es muy mala, que yo lo sé, y le pondrán el pollo o el gallina por mote. ¡Pobre chico!"
De todos, el Ángel Felipe era el único que permanecía tranquilo y reposado.
"Déjelo, madre — decía —, que no es nada. No me duele ni así".
Y la madre:
"¿De verdad, Felipe?"
Y, poco a poco, le iba viniendo un orgullo nuevo: ¡Cuántas quisieran tener un hijo con alas! Así que el chico acabase de emplumarse, de seguro que echaría sus vuelos, y entonces, ¡cómo iban a rabiar las comadres que solo acertaron a tener hijos sin alas!
De manera que lo dejaron correr, y a Felipe le recortaron las camisas y chaquetas para que asomara las alas por los agujeros, por cierto, que se poblaban rápidamente de plumas de oro y plata y que brillaban al sol con reflejos tornasolados.
Era definitivamente el Ángel Felipe, y de toda la comarca venían los labrantines a ver el fenómeno para hacerse lenguas, de regreso a casa, y contar que en tal lugar, hijo, de una mujer con sotabarba, había nacido un Ángel, todo suave y guapo, todo lampiño y sonriente, y con un par de alas mayores que las de las más grandes avutardas.
Un señor de la ciudad le hizo una película y un periodista le echó fotos y lo puso por escrito, muy bien definido, en el periódico; y decía que de ángel, nada, que de aquello tenían la culpa la bomba atómica y las películas fantásticas y que una mujer, en cuanto está gestando, es el animal más inseguro de la creación.
Después vino un Ingeniero aeronáutico. El señor Ingeniero reconoció el Ángel Felipe, le palpó las alas, se las hizo manejar y, luego, preguntó, al padre:
"¿Quiere que vuele o no?"
El padre, el Felipe, echó cuentas y vio que un hijo volador le traería ventajas, y dijo que sí, que le enseñase a volar.
"Puestos a tener alas — explicó —, mejor que las use como un hombre, que no por estar emplumado va a comerse la sopa boba toda la vida".
Y el Ingeniero le tiró por el campanario abajo. El Ángel Felipe estaba ya instruido en la cosa y aleteó frenéticamente, tomo altura, rizó el rizo y, por fin, aterrizó sin más novedad que agujetas en los sobacos.
Luego, era habitual verle ir y venir muy cerca de las nubes, llevando y trayendo recados del padre, o cestas de higos o cosas por el estilo, de las que se sacan del campo bien trabajo. Pero, desde que volaba, le había entrado una tristeza muy importante, como añoranza de otra tierra, y, así, después de hablarlo con el cura y con sus padres, se echó a volar cielo arriba, hasta que las nubes más altas le taparon.
"No era pare estas cosas — decía el padre — No era para este pueblo".
Y la madre, cuando le preguntaban por él, respondía:
"Se fue para arriba; adonde todos son como él".
"¡Era un Ángel!" — afirmaban las vecinas.
No se sabe qué fue de él, salvo que jamás regresó. Y en el pueblo, por orden del alcalde, donde nació, los vecinos pusieron una lápida:
"Aquí nació el Ángel Felipe, víctima de un error burocrático. Sus padres y amigos que no le olvidan".
El Ángel Felipe era ya un mito.