El Anónimo

Arturo Robsy


Cuento


Dedicado, con cariño, a R.C.D.


"Los ojos de los que tienen hambre no conocen el sol".
 

Fue como en las novelas. O, al menos, siempre creí que tales cosas ocurrían exclusivamente en ellas, porque la imaginación de los escritores tiene fama de calenturienta.

Y, sin embargo, me sucedió a mí, negación del aventurero, y en una ciudad como ésta, proverbialmente tranquila. Recibí un anónimo. ¡Y qué anónimo! Más digno de un retrasado mental que de alguien que, por lo visto, sabía dibujar, aunque con dificultad, las letras de nuestro alfabeto latino.

Las personas extrañas, las que componen poemas, las que sinceramente se divierten con la televisión, las que escriben anónimos, siempre han excitado mi curiosidad. ¿Qué extrañas cosas pasan por sus cabezas? ¿Por qué en el caso de los anónimos se empeñan en llevar a los demás su propia infelicidad y descontento? Y, después, hablando con los amigos, comprobé que el mío no era un caso aislado y decidí averiguar cuanto me fuera posible. Para empezar ya sabía que en mi vecindario existía un chalado empeñado en dar sus opiniones por escrito, como si realmente esas opiniones fueran trascendentales. En suma, que el tipo debía tener un gran concepto de su inteligencia para dejarse llevar por tan desvergonzada vanidad.

Su método era sencillo. Destilaba perlas de sabiduría e indudablemente esto le producía un placentero alivio: "Usted es un cual", "Su señora madre es una impúdica profesional", "Su señora se la pepa". Éstas eran sus tarjetas de visita, por lo demás, muy explicativas ya que, viéndolas, cualquier médico hubiera podido diagnosticar las cosas que iban mal en su pobre cabeza. Pero eso, claro, él mismo no lo sabía; y, de saberlo, no lo hubiera creído jamás.

En una ciudad tan pequeña no me costó ningún trabajo averiguar su identidad. Él, con su exceso de imaginación, e influido por las películas policíacas, se tomaba la molestia de depositar sus anónimos en los buzones de otros pueblos, sin conseguir otra cosa que delatarse... En fin: no es el momento ni el lugar para exponer toda una teoría del anónimo. De quien quiero hablarles es de él, de un hombre de cierta edad capaz de hacer el borrico como un niño de siete años. Y hacerlo, eso sí, a conciencia.

Se llamaba, y se llama, Ramón, y vino al mundo hace cincuenta exactos años con relativa facilidad. Dolicocéfalo, futuro calvo, ya en sus comienzos dio muestra de un carácter molesto, negándose a mamar. Fue irreductible en esto. En su opinión —opinión de recién nacido— era una cuestión secundaria, y mamar un acto vulgar, indigno de una persona llamada a cumplir los más altos destinos. Su madre, en cambio, apenas sí lo comenta y le crió con biberón y leche de vaca. Tal vez fuese esa leche precisamente la que luego influiría en su aspecto como de soñador indolente.

Su infancia fue anodina. De acuerdo que casi todas lo son, pero la suya, más: estaba teñida de enfermedad y de impotencia. El niño, en suma, no era como los demás: un niño que dependió exclusivamente de su madre porque su madre lo quiso así. Un niño delicado, ora con el estómago, ora con la garantía, no hacía una vida normal ni la deseaba, pues había hecho un descubrimiento: que sus enfermedades le acarreaban más mimos de los correspondientes y, también, regalos y atenciones que, de otro modo, jamás hubiera tenido.

Naturalmente, al no convivir con los otros niños, acabó por despreciarlos y recibir, a cambio, el desprecio de ellos. Los miraba como a seres inferiores, incomprensibles de una parte y absurdos de otra. De este modo, no tuvo más remedio que sobrevalorar su inteligencia y venir a creerse el ombligo del mundo, el "hó omfalón" que decían los griegos tres mil años antes de nacer él.

Y fue un joven sin risa y sin piedad. Siempre atento a los defectos de su prójimo. Siempre dispuesto a la acusación y a la revancha. Egoísta y picajoso, siempre que el egoísmo no le supusiera demasiado sacrificio. Y cuando la edad hizo que abandonara sus entretenimientos habituales, como mutilar y torturar moscas o esconder la comida al perro hambriento, su primer acto fue aprender una completísima lista de insultos que, según él, eran las más precisas herramientas para definir a sus semejantes: catacatres, verbi leches, resquiciero, ceporro, cachote, lamerón, vicemarica... Tuvo, sin duda, el mayor repertorio de imprecaciones de la ciudad e hizo de él un uso exhaustivo que le valió, en un par de ocasiones, un puñetazo bien dirigido y peor encajado.

Pero la historia de su desarrollo puede ser aburrida. Cuando el verdadero Ramón empezó a manifestarse fue en la madurez, cuando la mucha soledad le había cercado en los límites de su propio cuerpo y, sin embargo, le oprimía la urgencia de relacionarse con los demás. Pero, ¿cómo? La vanidad le había separado del mundo: nada era lo bastante bueno para él. Nadie lo bastante sabio. Ninguno lo bastante hermoso y, sin embargo, a los veintitantos la carne se le volvía toda urgencias: urgencias de confesarse con algún amigo; urgencias de mujer que le sacara la calentura de la entraña; urgencias —también— de las alabanzas que se merecía, y del respeto y de la admiración.

Pero no tenía amigos, ni valor para enfrentarse cara a cara con una moza. Ni alma bastante para ser en realidad lo que solo imaginaba con los sueños. En suma: que estaba solo y abandonado y que la culpa, de existir, era exclusivamente suya, de su desprecio, de tener espíritu de razón furtivo, sórdido, con los dientes siempre a punto para morder las almas de los demás.

La madre, charlando con las vecinas, solía decir:

—Este hijo mío es demasiado serio. Bueno como el que más y cariñoso, pero demasiado serio.

Y las vecinas luego comentaban entre sí:

— Serio... serio... ¡A buenas horas mangas verdes! ¡Enfermo de mala uva! ¡Eso es lo que le pasa!

Sin embargo, la madre tenía algo de razón, pues en el corazón de Ramón había una debilidad: ella. Quería a su madre. Reverenciaba a su madre. En tantos años de aislamiento ella fue su única confidente, el adecuado paño de lágrimas que siempre le daba consuelo. La única que le dedicaba elogios y creía en su superior inteligencia. Y, al cabo, nada: no era ni tan listo, ni tan guapo, ni tan importante, ni tan digno de respeto como se imaginó al principio, y esta decepción era su oscura tortura, su fracaso. Porque hay que decirlo: Ramón, desde sus veinte años, fue un fracasado prematuro y de ahí su espíritu de ratón y sus silencios obstinados y su amor enfermizo a la madre: a su lado todavía se sentía alguien, y olvidaba aquellas miradas frías con las que la gente le acogía. Era, pues, un tipo bien desagradable, incluso para las mozas, ya que, ni aun hoy ha conseguido jamás besar a una y, menor menos, llegar a su intimidad.

Y la madre murió. Y él, hundido, quedó a solas con su trabajo rutinario y frío, con su casa helada y desierta, con los oídos vacíos de consuelo y sus delirios de grandeza que le galopaban el alma hasta retorćersela de puro odio y pura miseria. Aún reconociéndolo, le dolía: no era nada; para nada sería, él, que se creyó siempre tan listo; él, que se pensó siempre tan digno de amor y respeto. ¿Cómo, entonces, no sentir furia hacia los demás que, sin aspavientos, vivían relativamente felices y relativamente tranquilos? Y, luego, los otros, los que sí tenían algún talento, los que sí eran admirados de un modo u otro, los que sí eran amados no los podía soportar. Los hubiera matado con sus manos, los hubiera destrozado poco a poco, bebiéndoseles la sangre, rompiéndoles cada uno de sus huesos, porque ellos, precisamente, le amargaban las carnes y le obligaban a tomar conciencia de su propio desencanto.

Ramón se convirtió, pues, en un frustradillo, en un niño crecido y megalómano, hambriento de cariño e incapaz de inspirarlo. Hay gente así; gente amargada que ha perdido el norte y las ambiciones y el interés, y que, en consecuencia, no soporta a los que son menos desgraciados. ¡Ah, él quisiera llevar a todos los corazones la misma rabia que roía el suyo! Él quisiera convertir todas las vidas y todas las historias en caricaturas de su vida y su historia. ¡Y no podía! No tenía, siquiera, el valor de atacar con los puños a quienes odiaba. Por no tener, ni siquiera era capaz de sostener una mirada, tenía los ojos huidizos, oscurecidos de rencor, y jamás hubiera tolerado la visión de un alma más limpia que la suya.

Su espíritu de ratón y la pérdida de su madre (una buena mujer, le amaba por obligación maternal), fueron el completo: algo dañado desde tiempo atrás, se le quebró entonces y él, de solitario que era, se hizo enfermizamente curioso, como todos los animales débiles. Quería saber con detalle los hechos y milagros de sus conocidos. Averiguar sus flaquezas y sus suciedades, llegar a lo morboso de cada uno para luego, en venganza, restregárselo por la cara, comunicárselo a los demás para que les despreciaran. Con sus ojos pitarrosos, devoraba la historia de los demás: acechaba, sacaba conjeturas y esparcía rumores sin fundamento.

Hacer daño era su debilidad. Y él no era un malvado, sino que obraba así por venganza. Andaba a mitad de camino de la chaladura completa y pensaba que todos, sin excepción, eran culpables de su frustración y su desgracia. Por lo tanto hacía pagar. Y escribía anónimo tras anónimo relamiéndose de júbilo solo de pensar que les haría sufrir, que llevaría hasta sus almas la misma angustia de la suya.

¡Los anónimos! Mucho molestó con ellos, sobre todo a los vecinos que eran las víctimas más cercanas. De haber sido un hombre normal, hubiera sentido compasión; pero la compasión está muy lejos del alma de los fracasados, que siempre encuentran buenas razones para vengarse de nada. Por otro lado, la gente no parecía hacer caso de sus billetitos y esto le desesperaba más todavía. Incluso eligió a dos o tres víctimas favoritas y prácticamente no las dejaba en paz: eran los que él creía más débiles y, por lo tanto, susceptibles de molestarse.

Y por fin, un día, cansados, le enviaron también a él un anónimo. Nada importante, un dibujo humorístico de su persona. Una caricatura verdaderamente buena, pues retrataba su espíritu de ratón, sus ojos pitañosos y volátiles, su expresión de acecho, su frente retraída y cobarde. Y el dibujo le siguió llegando puntualmente con el correo, y él se desesperaba royéndose los puños y sacándose la mala alma del cuerpo a fuerza de ira: le estaban tratando con su propia medicina y él era, precisamente, un fecundo campo para estos experimentos.

Supongo que la prueba fue mayor de lo que él podía resistir: se indignó:; lloró, rompió un espejo y por fin se vio como era: impotente para hacer frente a la vida, vencido de antemano. Fracasado. Aquel hombre, pues, Ramón, se fue de la ciudad: no pudo vivir entre los demás una vez que supo hasta qué punto le conocían. Y debe ser terrible no acostumbrarse, como en el caso de Ramón, a lo que se es: un tipo miserable.

De esta historia hay otra versión, que acostumbra a terminar así: con la misma que midiereis, seréis medidos. Y, ¡qué diablos!, es cierto.


3 de octubre de 1972


Publicado el 27 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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