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La vaca le pareció una buena idea. El Chino —se dijo— tendría vaca al menos. Le hablaría bajo las estrellas y mirarían juntos la Cruz del Sur. Las reses escuchan y callan mientras aguardan a que las destacen y las asen en el quincho. Las reses nada dicen si uno, en un descuido, vuelve tomado a la casa y con la lengua de trapo.
El Chino, con su misión en la vida, fue otro hombre. Gastó los pocos guaraníes en una cuerda y empezó a colgarse todos los días. Además, pendiendo del cuello, se sentía muy hombre. Se le abultaba la hombría y le hacía cosquillas pidiendo entrar en la muerte. Más que la mujer sargento.
Cuando el alma se le iba y todo él era un vahído, soltaba y se quedaba echado, pensando, mientras veía estrellas falsas, luceros negros y blancos que sólo bailaban en sus ojos sin sangre y torbellinos del fuego del infierno.
Cuando estuvo listo, entrenado para concurso de vida o muerte, volvió a la hacienda española. Hurtado a los ojos, dio con la vaca. La misma. Ni era bella ni era fea, pero la había elegido el Chino para librarla del quincho.
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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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