Colgaron al Chino en la hacienda española. Quería llevarse una vaca y los hombres estaban alterados. Aquí hay siete millones de vacas, muchas más que hombres, y ninguna para el Chino. El español lo descolgó por obra de misericordia. El español había venido de otro mundo más viejo y trabajaba para una gran compañía extranjera que exportaba semillas y dólares. Además, tenía muchas reses en las dos mil hectáreas del Alto Paraná, próximas a Itaipú. Lo vigilaba todo en avión, porque los negocios hoy tienen alas, pero no fue él quien vio al Chino. Fueron los hombres.
—Rellena pollas. —le dijo el español cuando Chino volvió a poner los pies en el suelo.— Si te toca, compras la vaca.
—Vete a coger. —respondió el ahorcado. Pero agradecía.
El cuello, aunque quedó más largo, le dejó de doler pronto. Otras cosas, no. El sábado había llegado al rancho muy tomado y lo pegó la mujer. El domingo, mientras las ideas regresaban, arrastrándose, a su cabeza en brumas, lo echó la hembra. Así el Chino vagó el lunes. El martes, andando lejos, vio la vaca y la cogió. Un instinto de soledad o un dolor de mal cariño enconado.
El Chino, sin casa y sin familia, no se quejaba de la cuerda. Ni de la mujer. Era él, que no tenía una misión en la vida. Era él, que no sabía estar solo ni estar siquiera. Su abuelo nació para morir en la Guerra del Chaco. Su padre, para construir Ciudad Stroessner y padecer de la tuberculosis en un hospital de caridad. El, para que le echaran del ranchito después de que le pegara la misma mano que lo tocaba cuando la noche valía. A veces.
La vaca le pareció una buena idea. El Chino —se dijo— tendría vaca al menos. Le hablaría bajo las estrellas y mirarían juntos la Cruz del Sur. Las reses escuchan y callan mientras aguardan a que las destacen y las asen en el quincho. Las reses nada dicen si uno, en un descuido, vuelve tomado a la casa y con la lengua de trapo.
El Chino, con su misión en la vida, fue otro hombre. Gastó los pocos guaraníes en una cuerda y empezó a colgarse todos los días. Además, pendiendo del cuello, se sentía muy hombre. Se le abultaba la hombría y le hacía cosquillas pidiendo entrar en la muerte. Más que la mujer sargento.
Cuando el alma se le iba y todo él era un vahído, soltaba y se quedaba echado, pensando, mientras veía estrellas falsas, luceros negros y blancos que sólo bailaban en sus ojos sin sangre y torbellinos del fuego del infierno.
Cuando estuvo listo, entrenado para concurso de vida o muerte, volvió a la hacienda española. Hurtado a los ojos, dio con la vaca. La misma. Ni era bella ni era fea, pero la había elegido el Chino para librarla del quincho.
Lo colgaron otra vez. Los hombres eran muy hombres además de tener buena vista y hacían las cosas rápidas para después sentarse, echando un cigarro, a ver lo que pasaba. Además, sabían que el Chino aguantaba la soga como nadie.
Esta vez el español tardó más. Una hija que pasaba a caballo lo avisó y de nuevo bajaron al cuatrero tozudo, justo cuando veía todos los luceros del universo y una Cruz del Sur muy grande que lo llamaba a los cielos negros.
—¿Cómo te llamas? —dijo el español, admirado.
—Chino.
—¿Y por qué quieres esa vaca?
—No tengo mujer. —respondió, convencido que explicaba suficiente.
—Ya.
El español, lejos de su tierra, procuraba no meterse en la psicología del Alto Paraná. Le bastó con saber que el Chino no tenía mujer y se obstinaba en robarle una vaca. Una sola. La misma. Nadie sabe lo que son los amores a primera vista en la llanura.
—Toma mil guaraníes. —dijo. Era hombre bueno y admirado que veía el corazón del Chino y se imaginaba que era desgraciado porque lo veía pequeño, solo y con el cuello irritado.
Se equivocaba: el Chino no era nada salvo una idea tozuda: la vaca. No sabía por qué, pero sentía que debía llevársela y correr con ella aquel mundo difícil que no valía la pena entender.
Siguió colgándose y asomándose al universo mientras toda la sangre hirviente le bajaba a las ingles. Luego soltaba, caía y meditaba. Veía círculos y espirales, bolas de fuego y plumas de ángel, y le gustaba. Muerte en Cinemascope.
A la tercera lo colgaron sin mala fe, sólo para ver como aguantaba. Tenía la habilidad de tensar el cuello y no menearse. Quizá ni respiraba. Se estaba a plomo y aguardaba, porque sabía que no podía pasarle nada ahora que tenía una misión.
—¡Coño con el Chino! —suspiró el español cuando lo bajaron muy rojo y quieto.— ¿La misma vaca?
—Sí, patrón. Hay amores que matan. Bueno, que matarían si éste no fuese así como es.
El español, aunque serio de cara, se divertía con la obsesión del hombre y hasta se le ocurría un experimento psicológico:
—Si agarras otra, te la regalo.
—No. —negó el Chino.— Ha de ser esa.
—¿Por qué?
El ahorcado no sabía pero, como lo preguntaron, dijo una respuesta:
—Porque la he elegido, patrón, Yo solo la he elegido. Si cojo otra, elige usted y volvemos a estar en las mismas.
El Chino recién comprendía: siempre le vivieron la vida; le eligieron la vida. Pero no más. Tirando de la vaca hasta que lo colgaban no era un desgraciado sino un hombre leal con sus manías.
—Toma dos mil guaraníes. Y no vuelvas.
—No los quiero.
El español, que era de misas a pesar de ser de lejos, sonrió con calma. No se enfadaba porque pensaba que el Chino estaba loco:
—De todas formas, agárralos, y hasta la próxima.
El Chino venía a la hacienda española los martes y lo colgaban. Pero como si nada. Los hombres apostaban entre ellos con él en el aire, rodeado de brisa y a la sombra del árbol. Tenía fibra. Cuando lo descolgaban lo invitaban a tomar y a tabaco.
—Quien la sigue, la consigue. —dijo el español, que no quería que hubiera desgracia. En una, al Chino se le saltaría la lengua y la vida se le escaparía con un gran chorro de semen.— Llévate la vaca. Tu vaca.
—No, patrón. —dijo el hombre cuando pudo hablar. La voz, con los sucesos, se le iba volviendo como la piel de lija.— Es cosa de ella y mía. De usted, no. No sé explicarlo porque es un asunto interno.
Antes de seguir, metió manos en los bolsillos:
—Y no quiero más guaraníes. Si paga a un cuatrero, mañana no le quedarán más reses.
Muy orgulloso, dio la espalda.
—El jueves que viene —advirtió el patrón a la gente— que haga lo que quiera. No lo colguéis más, por Dios, que es un loco.
—No es un loco. —respondió un encargado.— Quien sabe qué es. Pero no un loco.
Y el jueves el Chino se llevó su vaca. La pasó por las calles y la metió en el cuarto donde la mujer se comía la cena.
Estaba preocupada. Cuatro semanas de ausencia eran muchas para el Chino. Ni siquiera reparó en la vaca: le echó los brazos y lloró un poco.
—La vaca. —insistió el Chino. — La he ganado.
—¿Y qué quieres hacer con ella?
El Chino pensaba cuando era necesario. También entonces vio el mundo transparente y claro: la mujer había llorado mientras lo abrazaba. La que le golpeara antes, lloraba ahora. Siempre loca.
—Ya está hecho todo. Sólo hay que esperar al jueves.
A la hora del almuerzo el español comía con su familia en el quincho del jardín. Uno les servía con guantes blancos. Bebían limonada y vino. Por la hierba cortada, bajo el emparrado, llegó el Chino. Las gente de la hacienda lo seguía para ver la historia.
—La vaca. —dijo. Y le dio el cabestro al español.
El patrón no entendía. No podía hacerlo, pero eso no importaba al Chino.
—Me vas a perdonar, pero no comprendo.
—El otro jueves me abrazaron y lloraron. Nunca me habían llorado.
—¿Por la vaca?
—O por mí. ¿Quién sabe?
Y al Chino no lo vieron más por la hacienda española. El sábado María lo golpeó de nuevo, pero el hombre, tomado como nunca, sonreía como un niño muy querido.