Una vez revisados los textos escritos en el 89, y tentado con la fecha inversa que vivimos, 98, se hace esta segunda edición de El desafío español y la Política de mercado. Lo peor y más descorazonador es que en diez años siguen siendo actuales estos textos, escritos en pleno apogeo del Psoe y reimpresos bajo el poder de la derecha.
Primera parte. El desafío español
1. Triste marco
La Constitución de 1812, entre afrancesada y masónica, fue el paso previo y necesario para la desintegración política del Imperio Español e inauguró estos últimos 175 años de miedo a España. No fue casual, sino revelador, que mientras el pueblo combatía por la independencia, sus políticos de río revuelto le sometieran a ideas y planes extranjeros.
Aquella Constitución, sin embargo, enumeraba los territorios sobre los que España ejercía soberanía. La del Setenta y Ocho, no. Y tampoco esto debe de ser casual dado que, tras ser promulgada, ha pasado a debatirse la integridad de nuestra última unidad política, seriamente amenazada por los separatistas catalanes y vascos y por el gobierno que, en contra de la constitución, no acierta a tomar medidas que dificulten el progreso de estos nacionalismos decimonónicos.
En ninguna parte de nuestra actual Constitución se afirma que Cataluña, Vascongadas o cualquier otro lugar -Baleares, Canarias...- sean España, de manera que un Tribunal Constitucional títere podría quizá legalizar cualquier independencia.
Pero es preferible hacerse otra clase de pregunta, visto que efectivamente se puede producir una división política del estado Constitucional agonizante, tan débil que ya negocia de tú a tú con el terrorismo. La pregunta es ésta: ¿Se puede dividir a España en algo más que en lo político? Porque, aunque el Rey de España no es ya rey de América, no por eso los americanos han dejado de pertenecer a nuestro mundo ni de compartir la cultura que nos une más que unas simples y temporales instituciones.
¿Se puede fraccionar la cultura española, lo que tenemos todos en común, el principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo? No hace falta, por conocidos, citar los ejemplos de todos los días. El separatismo comprendió, antes y mejor que los unitarios, que la división política sería imposible sin la división cultural, y no hay región donde personajes bien pagados con dinero del Estado no traten de inventarse una cultura nacionalista.
Como no existen las culturas catalana, vascuence o gallega al margen de la española, en la que coinciden y se fecundan, los que tienen idioma o dialecto lo usan como si el idioma definiera una cultura universal y propia -aun el panocho. Y los que no, rebuscan un pasado arábigo, carolingio, gótico o cavernario.
Quieren hacer una cultura con las diferencias y eso sólo significa el fracaso, porque las culturas sólo se hacen con las semejanzas. Persiguen, pues, un imposible que creen llegar a alcanzar a fuerza de dinero, de mentiras, de ignorancia y de política.
¿Se puede, entonces, dividir España? No. Y los repetidos intentos de romper la unidad sólo servirán para provocar un resurgir de lo español. La necesidad de la unidad, lógica pero también sentimental, aparece cada vez que la unidad está en peligro. A solas, las regiones descubren lo que son, lo que pueden ser, lo que ellas han dado al resto y lo que han recibido.
Los interesados que explotan los agravios regionales olvidan, sistemáticamente, lo mucho que con la unidad se enriquecieron, lo mucho que a la unidad dieron y, por supuesto, que las culturas no pueden fabricarse por presiones políticas y que su nacimiento no es cuestión de unos pocos años.
Fracasarán por pretender un imposible y porque, siendo el separatismo una enfermedad social, la sociedad misma crea los anticuerpos, que no son otra cosa que la verdad de nuestra historia en común, la necesidad de nuestro futuro y la clarísima conciencia de que sin unidad jamás habrá independencia.
2. Invasión
Es cada día más fácil comprobar en nuestro entorno que estamos sujetos a una triple invasión: la invasión de las Ideas, la invasión de la Economía y la invasión de las Clases Sociales.
Desde el gobierno y desde otras instancias se nos pretende convencer de que la clase social es la auténtica Patria, el nexo entre los hombres iguales, apoyada exclusivamente en el hecho físico del terruño. En los terruños, claro, siempre consiguen mandar los caciques, y eso es lo que nos sucede ahora: son los que nutren las listas provinciales de los partidos, o los que están detrás de ellas, que es peor.
Lo actualmente llamado Democracia es un método de gobierno al servicio de una sola clase social, de la que se nutren todos los partidos políticos, de la derecha, del centro y de la izquierda. En consecuencia, la Democracia no sólo es incapaz de repartir bien la riqueza sino de evolucionar positivamente o de crear ilusiones sirviendo a los intereses prioritarios de todos en lugar de a los intereses particulares. Esta Democracia es el órgano más perfecto para hacer la política del capitalismo internacional y para entregar a otros - como al Mercado Común- la responsabilidad intransferible de nuestro destino.
Las internacionales políticas, lejos de ser un super -partido, aspiran a ser un super-estado. Y un super-estado, por definición, se ve en la obligación de unir lo diferente e incluso lo antagónico. Quienes lo intentan saben que es imposible semejante empeño y, como paso previo, se han impuesto la tarea de destruir todas las culturas y desmedular a todos los pueblos.
¿Cómo? Basta con abrir los ojos: Contra las Patrias, la igualdad de las clases sociales, en especial el proletariado de todo el mundo, que pasa por ser la clase más numerosa. Sólo que el proletariado, que existió en el siglo pasado y en la primera mitad de éste, ha desaparecido, sustituido por la clase media baja o por los marginados, que no son proletarios. Por lo tanto, debe ser creado, sometiendo a los pueblos a la desigualdad arbitraria y a la miseria.
Como la clase social no basta para sustituir a la Patria, se ha buscado una nueva forma de igualación de las sociedades a través de las instituciones. En su primera fase, sólo se admite la existencia de dos modelos de Estado: la Democracia Liberal o la Democracia Popular. Así se consigue que los pueblos sean gobernados por instituciones iguales, de lo que tendría que seguirse la posibilidad de que una sola institución gobernara a todos.
Algo semejante pasa con las ideas, que son buenas en cuanto siguen la norma y malas cuando tratan de innovar en las relaciones hombre-Estado. El consumismo, dentro de esta misma línea, iguala las costumbres e imbuye la convicción de que lo distinto o es antiguo o es ridículo o es malo: sólo hay una forma de vivir bien y su medida es siempre material, cuantificada por el uso y consumo de objetos iguales para todos.
La lista no pretende ser exhaustiva, pero hay que citar algunas de las maniobras a las que se nos somete en beneficio de la invasión: Se manipula la información a escala mundial; se consolidan hechos históricos que jamás han sucedido, tal el milenario de Cataluña; se difunde entre nosotros la cultura foránea, anglosajona en su mayoría, mucho más que la nuestra, y se trata de generar un arte universal apócrifo, neutro, no creativo, en cuya implantación se gastan miles de millones. La llamada música popular es quizá la faceta en que mejor se aprecia este hecho.
Un gran esfuerzo negativo, destructor, en el que coinciden la política, las finanzas, el comercio, la información y unas clases dirigentes que han perdido la noción de lo que son y de su misión de ser ejemplo. ¿Para qué tal esfuerzo? Para sustituir en poco tiempo con una cultura universal, artificial y planificada, las diferentes culturas forjadas por los pueblos y los siglos. Esa cultura universal sólo contiene un mensaje: Somos materia. Olvidemos y vivamos. ¿Para qué pensar en lo que no existe o en lo que es imposible?
Sólo cuando las culturas hayan muerto, sustituidas por una gran nada retórica, será posible el Super-estado. Ahora bien: el empeño es demasiado gigantesco y no cuenta con la inercia de los pueblos, con su resistencia pasiva a desnaturalizarse y a perder el contacto con su mundo tradicional. En suma: el pueblo comprende que quien pierde su ser queda condenado a la esclavitud.
La invasión, sin duda, existe. La agresión continuada, también. Pero, ¿existen los anticuerpos que se mencionaban antes? ¿Viven ya los hombres destinados a dar respuestas eficaces a este gigantesco peligro? La independencia, no sólo política sino intelectual y moral, nos va en ello. Los signos de abundante perversión que son visibles ya en España no son más que la señal de alarma que indica que muchos han salido ya de su realidad nativa, de su mundo originario, y no tienen asideros con los que sostener su humanidad, asustada ante un mundo que se les vuelve incomprensible y del que se defienden entregándose al aturdimiento y a la temporalidad de los vicios.
La única medicina a nuestro alcance es España. Una España organizada que recupere la conciencia de sí misma y que, sabiendo bien cuáles son sus fuerzas, se platee metódicamente cómo ser dueña de su destino y cómo dar a sus hombres y mujeres justicia con libertad y riqueza con derechos.
Es urgente averiguar adónde necesitamos llegar y, también, desde dónde hemos de partir para lograrlo. Las naciones libres deben elegir su destino dentro del ancho margen que deja la historia a su albedrío. Por desgracia nadie habla en España de ello y, deliberadamente, se propone el método, la partitocracia, como objetivo en sí mismo, y no hay practicante político que no aspire a consolidarla.
Digámoslo antes de seguir: la democracia actual no se consolidará nunca, porque es artificial, apresurada y falsa. Es un instrumento de colonización económica, cultural y política y, sobre todo, no responde a la realidad de los tiempos al tratar de suplantar con partidos las iniciativas individuales.
Entonces, ¿qué futuro es el que viene? De ello nos vamos a ocupar aquí, cuidando de no caer en la tentación de hacer profecías. Como para llegar al futuro es preciso partir del pasado, del pasado empezaremos a hablar.
3. Crítica sobre el franquismo
Ahora que del franquismo quedan sólo los políticos avergonzados de su pasado y el antifranquismo militante, tan estéril como lo serían los enemigos de Amenofis IV constituidos hoy en partido, es la hora de señalar que el franquismo abortó no una sino dos revoluciones.
Fue, sin duda, una necesidad de los tiempos y aquí no se intenta deslucir ninguno de los logros de aquel régimen. Pero también es cierto que a la revolución marxista, colonizadora, negativa, destructora y extranjerizante, se oponía, todavía en embrión, una revolución creadora que pretendía añadir a España lo que le faltó en el último siglo y medio: la justicia, la dignidad y la participación del hombre en las decisiones colectivas.
La Falange, por ejemplo, sólo tuvo tres años para buscar respuestas españolas a los problemas de universo español. Y soluciones españolas que oponer a las soluciones extranjeras que esgrimían sin excepción, como hoy, los demás grupos, desde los monárquicos a los comunistas y, por supuesto, la Acción Pupular y la CEDA.
Descubrió que para nosotros no había una solución sino varias, entrelazadas. Lo fácil, lo que, en principio, el pueblo parece entender mejor, es lo extremo: Un rey es la solución para todos los males, por ejemplo. Todo para el estado, que equivale a decir repartamos. La democracia, libertad ilimitada sobre el papel que se traduce en ilimitada inoperancia en lo económico y en lo social. Magia electoral que todo lo arreglará.
Esos son los extremos y, curiosamente, unos y otros llaman extremistas a los únicos que no lo son, a los que dicen "repartamos el trabajo además de la tierra o de la fábrica. No demos al dinero la capacidad de generar beneficios por sí solo: únicamente el hombre crea riqueza y el dinero ha de estar al servicio del hombre y no al revés. Si no queremos que el hombre se desentienda del Estado, que el estado no se desentienda del hombre, que no sólo es un contribuyente sino el depositario de los valores que ese Estado debe defender."
"Y construyamos, junto con la riqueza, la responsabilidad y, junto con los derechos, el esfuerzo de ganarlos. Que el hombre se exprese como lo que es y desde donde está, ya en la familia, ya desde su pueblo o desde su puesto de trabajo."
Esta era la revolución que se oponía, en 1936, a la invasión extranjera marxista, y en modo alguno era extremista. Era algo aún peor para todo lo antiguo y agotado: era superadora. Por fin un camino hacia el futuro al que se llegaría con ventaja sobre el resto de las naciones.
Franco tuvo que vencer a la revolución destructiva, agostada antes de florecer, y, para conseguirlo, no pudo permitir otra revolución, aunque fuera creadora. La revoluciones positivas, además, sólo pueden hacerse desde la paz y jamás deben de levantarse desde la sangre, como tampoco sobre enfrentamientos. Se imponen porque son la única solución por la que ir hacia adelante, y éste será el caso durante los años próximos, sin que esta vez haya riesgo alguno de aborto.
Pero Franco, en su momento, tras vencer la necesaria Guerra de Independencia de 1936, no tuvo ya la ocasión histórica de hacer la revolución constructiva, de manera que tuvo que hacer una "anti- revolución": poner los medios necesarios para hacer imposibles las revoluciones. Y eso, con su notabilísima creación de clases medias y el consiguiente reparto de la riqueza, quitó al marxismo su oportunidad.
La Falange creo que no comprendió entonces -y no sé si comprende del todo ahora- que su victoria bélica le arrebataba su victoria social. Sencillamente, la guerra alejó un determinado futuro una vez más, dejando tras ella a una nación que no quería nuevos experimentos. Con muchísima razón, además.
En esta situación, la única que quedó con oportunidad histórica fue la derecha, que se había tomado el trabajo de infiltrarse en La Falange. Aún sin hacerlo, el resultado hubiera sido el mismo: la derecha hubiera conformado la sociedad pobre y hambrienta. Gracias a Dios, de la Falange quedó la oportuna intervención del Estado en el sistema capitalista, moderando en lo posible su avidez y asegurando a los menos favorecidos un mejor reparto de los beneficios.
4. Algo más
No sabía la derecha, porque no podía saberlo, que una vez más se cumpliría su vieja misión de puente. Así como la izquierda marxista necesita miseria, tercermundismo e ignorancia para avanzar, la Revolución de Justicia precisa de la extensión de la cultura y de una sociedad en que lo perentorio no sea tanto satisfacer las inmediatas necesidades físicas sino las más exigentes necesidades de justicia y dignidad humanas.
Eso lo trajo la derecha. La misma derecha que, luego, abandonó su propia creación mientras Franco agonizaba. La misma derecha que vio en la partitocracia una herramienta más perfecta, sin tanta tutela del Estado, para aumentar su poder político y económico. El pueblo, sin embargo, no lo vio así. El pueblo, aún con la inercia de la cómoda época de Franco, votó por la continuación y votó a UCD: que se equivocara con aquellos políticos híbridos es otra historia.
Hoy los políticos tienen la más difícil de las papeletas: explicar al pueblo por qué tiene que acostumbrarse a vivir peor, perdiendo poder adquisitivo y puestos de trabajo, y que ello es en su beneficio. Su éxito momentáneo seguirá dependiendo del número de crédulos y de fanáticos partidistas y no de otra consideración. Pero la mayoría de españoles, inteligentes y con mucha más instrucción que hace cincuenta años, comprenden que no se puede retroceder en nombre de nada: ni a 1975 ni a 1931, ni a 1909. Tanto da si esa nada se llama pomposamente democracia como si se llama libertad.
Sin pretenderlo, con dejaciones, ambiciones desatadas, mala gestión o miedo, derechas e izquierdas, tozudas en el mantenimiento de un sistema ineficaz cuando menos, han acorralado a los españoles que, sin duda, no pueden volver al franquismo porque Franco está muerto, y no quieren regresar a las alpargatas de 1936.
Sólo nos queda entonces el ir hacia adelante y encararnos definitivamente con el futuro y sus necesidades. Nuestro éxito en este único camino dependerá de la originalidad y de la responsabilidad con que afrontemos los problemas. Ese es el desafío español.
Por lo demás, podemos confiar plenamente. Los españoles, acorralados en esta esquina del tiempo, no tenemos otra solución que apostar por el futuro y, con él, por lo nuevo. Eso es precisamente lo que va a suceder y sucederá en paz, por convencimiento general y sin que intervengan doctrinarios ni fanáticos. Por fin todos nos pondremos de acuerdo en algo trascendental: para sobrevivir tenemos que innovar.
La derecha, grande pero no única beneficiaria del franquismo, cumplió una formidable misión al reproducir, con sus banderías y sus dejaciones, el fantasma amargo del constitucionalismo español y al facilitar que la izquierda socialista se hiciera con el poder.
El socialismo también ha hecho su importante papel al demostrar, sin lugar a dudas, que no tiene soluciones para nuestros problemas ni talante español ni más verdad que el tópico y la mentira. Lo que pudo dar el socialismo alguna vez, el afán de justicia, la inquietud por los más débiles, la voluntad de convivir sobre bases más justas, lo dio ya hace tiempo y no en España, de manera que hoy lo que queda de él es una cáscara, un aparato vacío de contenido.
También la derecha ha entregado sus más nobles inquietudes: su patriotismo -ahora es internacionalista, como el socialismo -, su amor al orden, su creación del Estado de Derecho. Ni derecha ni izquierda tienen ya capacidad para entusiasmar ni fuerza vital para devenir en algo más general y amplio. Su tiempo y el de los partidos ha pasado, pero no porque los partidos estuvieran prohibidos casi cuarenta años, sino porque los partidos, por su condición de reducto, no pueden abarcar toda la realidad ni pueden -por su estructura de "aparato" para alcanzar el poder- ponerse al servicio de toda la comunidad.
Que los partidos hayan quedado anticuados sólo significa que las ideas que los informan han envejecido hasta la decrepitud. Ahora es otra época, con formidables medios de comunicación, con una increíble movilidad social y con una riqueza jamás conocida en la historia. Otra época que hace imposible cualquier intento de gobernar a los pueblos, a nuestro pueblo en especial, con ideas que viajaron en diligencia.
Estamos ante la absoluta necesidad de dar una respuesta a nuestro tiempo. Una respuesta que no sólo supere las viejas izquierdas y derechas, sino hasta la idea misma de la estructura social en que se basan tales divisiones, pues ha cambiado profundamente, como han cambiado también el modo de vivir, las relaciones laborales y los partidos mismos, que nunca volverán a ser de masas.
5. Una revolución
La respuesta de los restos del aburguesado Partido Socialista, aunque no lo proclame todavía, es la Revolución. Pero la Revolución Rusa de 1917 y la inacabada de Febrero de 1936. Para ellos no parece haber pasado el tiempo o, lo que es lo mismo, que no ha empezado el Siglo XX.
Las revoluciones marxistas se han quedado congeladas en 1917. Cosa normal, pues sirven a la misma idea de entonces y a los mismos intereses de entonces: la identidad de objetivos, junto con la identidad de planteamientos, no les ha permitido cambiar.
Llegados a este punto, es preciso decir algo que parecen olvidar nuestros mismos marxistas y aún más la derecha: ninguna revolución roja, absolutamente ninguna, ha triunfado sin la existencia previa de una guerra, situación que está muy lejos de producirse en España.
Aún así, el doctrinarismo marxista cree en la posibilidad de hacer su Revolución desde la paz. Creen los de aquí, porque así lo dicen sus manuales, que bajo ciertos supuestos es posible plantear una Huelga General Revolucionaria y tomar el poder. ¿Para qué? El poder lo tienen ya, galantemente cedido por esa extraña derecha franquista que fue UCD.
La Revolución que ellos deben hacer ahora es distinta: sustituir por otras las instituciones recientes e inútiles y, manteniendo una apariencia democrática, subordinar el Estado al partido todopoderoso. Creen poder hacerlo y, en efecto, lo intentan. Creen conseguir que el pueblo aplauda el auténtico cambio marxista cuando ellos lo propongan, edulcorado, como única solución para salir adelante.
Por eso están arrasando industrialmente la nación. Por eso alientan la usura bancaria, favorecen el desempleo creciente pero negado, la pérdida del poder adquisitivo y el galopante endeudamiento exterior, así como que nuestra economía esté controlada por las finanzas internacionales.
Cuando estas situaciones lleguen a su desenlace lógico, unidas a la pérdida de cohesión familiar y municipal, a la droga destinada a liquidar la inquietud juvenil y a la delincuencia usada como elemento de intimidación, confían en no tener excesivas resistencias porque se engañan acerca de nuestra docilidad y de nuestra inteligencia.
Simultáneamente el Psoe lleva siete años atacando con efectividad a todo lo que teme, a los grupos de los que sospecha una resistencia real cuando platee la alternativa a la que nos conduce: o el caos o el gobierno totalitario con barniz democrático; aunque confía en no tener que llamarse así, sino democrático a secas. Así, el Ejército está siendo reducido en efectivos y medios y se frustra a sus profesionales, a los que se facilita una retirada bien retribuida. La ley de la Función Militar, en cualquier caso, no parece que le vaya a dar más eficacia.
Lo mismo sucede con los colegios profesionales y con la carrera judicial y con los funcionarios de la Administración Civil del Estado. Conviene añadir a esto el incesante aumento de efectivos del Instituto Civil Armado que es la Policía Nacional, el contrabando de armas y la más que posible creación de un pseudo-somatén socialista.
¿Se prepara o no una experiencia revolucionaria al viejo estilo? Sólo que no tienen hombres, no tienen masas, sustituidas hoy por la televisión y por la prensa. Pero ésas no empuñan las armas. Esto es todo: cincuenta o sesenta mi, individuos situados en la cumbre de la administración, con medios de comunicación a su servicio y con el dinero de los Presupuestos Generales a su disposición. La pregunta es la siguiente: ¿Pueden, con sólo eso, subyugar a cuarenta millones de españoles?
Dependerá de lo que nos propongan y de los avales que sean capaces de exhibir. Si, como es previsible, son las habituales mentiras que manejan y si lo que proponen es la consolidación de este desbarajuste, no pueden triunfar, aunque no se les oponga ninguna institución. Será, sencillamente, una desbandada. Y ese riesgo de la desbandada les amenaza cada vez más a medida que aumenta el desbarajuste, solamente combatido con la mentira oficial.
Como opción de futuro la revolución roja hace muchos años que ha muerto y, además de ser perfectamente inútil en España, necesitaría una guerra para imponerse; guerra que, lógicamente, no interesa a nadie y nadie, de momento, tiene poder para desencadenarla.
¿Y tiene futuro la otra Revolución, la constructiva que antes se comentaba? Esa es una Revolución inevitable porque la gente, encerrada en un sistema inoperante, empobrecedor, en el que no participa, la descubrirá como única posibilidad de recuperación y la pedirá a gritos.
Pero, aún siendo inevitable, ¿tiene futuro? Eso dependerá de los hombres que se pongan a la cabeza del movimiento popular, de su sentido histórico y de su conciencia de estar inaugurando una nueva época en la que no cabrán derechas e izquierdas como las que conocemos. Dependerá de la confianza que sepan despertar hacia nuestro futuro y del uso positivo que hagan de nuestras mejores cualidades: la inteligencia natural de nuestro pueblo, por ejemplo; su capacidad para acometer empresas grandes, y su abulia frente a las pequeñas; su originalidad, tantas veces demostrada, y su desmedida preocupación por la independencia y la justicia.
Como todo lo que el Psoe siente como amenaza es atacado y desarticulado, podemos suponer que las primeras reacciones serias vendrán de esos sectores más que de la oposición parlamentaria, que conoce perfectamente su propia debilidad y su nula capacidad para encender entusiasmos: exactamente igual que el socialismo.
6. Antifranquismo anecdótico
Todos lo venimos observando entre distracción y apatía. El antifranquismo es un síntoma notable de supervivencia de una oposición loca que combate diariamente contra un enemigo que no existe ya desde hace catorce años. Ni siquiera como venganza es explicable el fenómeno, pues las venganzas, por su carácter pasional, son intensas pero poco duraderas, y aquí estamos frente a un constante falsificar, denostar y desprestigiar a un régimen muerto y, además, fracasado ya que no supo perpetuarse. Todos asistimos, en su día, al espectáculo de ver a sus legítimos herederos votando por su disolución.
¿Qué significa, entonces, este prolongado trabajo contra la realidad y el recuerdo de un modelo de Estado que nunca llegó a estar plenamente en vigor? ¿Qué significa que, lejos de apagarse, arrecie en determinados medios controlados por el socialismo? ¿Podría ser odio? Sin duda existe resentimiento en algunas personas, pero no puede existir razonablemente en otras como el mismo Felipe González, de quien conservamos una foto saludando a la romana y vestido con camisa azul. La mayor parte de sus ministros procede, sociológicamente, del bando ganador de la guerra. Este antifranquismo constante tiene, pues, otro perfil: el del miedo.
No es el simple miedo a la conspiración. Por desgracia, un pueblo primario como el nuestro conserva muy poco de su pasado y, en consecuencia, compara muy poco también. Es, más que nada, el miedo a la respuesta que supuso el estado Nacional, que Franco nada más esbozó pero que José Antonio Primo de Rivera y otros buenos pensadores explicaron como solución a los problemas del marxismo y del capitalismo.
Pero no es sólo el modelo de otro Estado, es la conciencia culpable y clarísima de que las ideologías, el marxismo, el liberalismo, todas, han sido rebasadas ya y que desde ellas nada se puede hacer, nada se puede ofertar con garantías. Cuando los sistemas han envejecido, sus aciertos desaparecen y sólo sobreviven sus errores y sus incongruencias: eso es lo que tenemos en la España de 1989.
Estos últimos catorce años, lejos de ser el nacimiento de un sistema, han representado la agonía, la desesperada lucha de un régimen histórico que se resiste a morir definitivamente. No son, como a la vista está, sus enemigos quienes lo vuelven estéril: sólo ha recibido facilidades y ventajas junto con el apoyo sin reservas del extranjero, de las democracias Populares y Liberales. Las masas no se han sentido enfrentadas a él hasta hace bien poco, mientras que la fuerza real de sus críticos es inexistente.
El sistema no genera respuestas y está inerme frente a una realidad que le desborda. Su agonía es su inutilidad y, mientras el socialismo lo usa para preparar el recambio de esa viejísima revolución que no tendrá jamás su oportunidad de nuevo, un número cada vez mayor de personas se interroga activamente por el futuro y empieza a esbozar respuestas: de ellas dependerá todo un siglo, por lo menos.
No se puede ya hablar con seriedad de opciones de derecha, de izquierda o de centro pues, salvo valoraciones sentimentales, no existen ni las derechas ni las izquierdas ni el centro. Existen problemas y existen hombres que exigirán que esos problemas sean abordados con seriedad y con ánimo de resolverlos en vez de disimularlos. Los partidos no han podido hacerlo.
7. Vivir bien
En este corto análisis de España se ha ido dejando para el final algo tan fundamental como la escala de valores que funciona entre nosotros. Durante los primerísimos años de la España Nacional, cuando tan urgente era cubrir las necesidades físicas de las personas, los valores generalmente aceptados como fundamentales fueron los del espíritu. Lo que quedaba de La Falange, insistía vivamente en su novísima -y eterna- concepción del hombre y del trabajo, así como en la misión universal de la Patria. La Iglesia, avalada por miles de mártires, extremaba su inquietud por la fe y por la moral populares. Y ciertamente, a pesar del hambre y del desempleo, España vivió un renacimiento efímero de lo espiritual, lógica reacción a la presión materialista de los rojos y a los horrores de toda guerra.
Quizá no se supo o no se pudo lograr el equilibrio apetecible; quizá hubo muchas posturas hipócritas, pues lo patriótico vivo fue volviéndose retórica obligada de las jerarquías, salvo en sectores muy serios y exigentes, y lo religioso se adocenó en intransigencia moralizante escasamente viva, como demuestra la rápida transición de la sociedad a una tolerancia infamante y muchas veces viciosa.
El materialismo fue instalándose cómodamente entre nosotros de la mano de la derecha del desarrollo económico, de los tecnócratas, curiosamente tan religiosos ellos, y de nuestra llegada a la sociedad de consumo en masa. ¿Cómo encajó un pueblo, tradicionalmente pobre, la llegada de la riqueza, modesta, sí, pero igualmente desconocida? Quedan, para la historia, ciertos síntomas que destaco, aunque no todos ellos fueron negativos:
El impacto que, sin duda, fue alejando a muchas personas de las iglesias y de los seminarios, y que también sirvió para dar a la Patria una dimensión de Empresa Industrial más que de Unidad de Destino, también llenó las Universidades y extendió la instrucción a todas las capas de la sociedad; volvió permeables las clases sociales y creó clases medias entre los trabajadores, que hasta entonces habían sido los desheredados. Clases medias que, curiosamente, constituyen la masa votante del Psoe. Tal impacto también extendió horizontalmente la propiedad, y la propiedad familiar es, más que un hecho económico, un acontecimiento social que hace a las personas más protagonistas de su vida y de su historia.
El objetivo, sin embargo, parecía ser siempre el mismo: vivir bien o vivir mejor. Y en principio vivir bien parece significar disponer de más comodidades físicas, de más dinero: consumir más. No es exactamente así, pues la gente valora también el trabajo más grato, el lugar de residencia, la capacidad para conseguir instrucción para sus hijos, la paz social, el acceso a los espectáculos y la posibilidad de expresarse, no sólo políticamente, sino en el mundo del trabajo y en el del ocio.
Existían y existen, como cualquier economista explicaría mejor, las necesidades primarias y las secundarias. Cada vez más necesidades elementales estaban cubiertas sin la intervención directa de las personas e iba quedando más tiempo para el espíritu y para el ocio. Empiezo a pensar que la repetida acusación de materialismo dirigida contra aquella sociedad no es del todo certera, como tampoco lo sería hoy si se dirigiera contra la actual.
Cierto que hoy nuestros gobernantes sí son materialistas y niegan la dimensión espiritual del hombre. Cierto que bajo esos planteamientos actúan profesores y catedráticos y cierto que ahora hay menos católicos practicantes. Pero también es cierto el interés -apasionado a veces- por esos temas oscuros de los saberes secretos,-la magia, las mancias, el orientalismo- que no son sino que una búsqueda de lo espiritual, un acercamiento a lo elevado que la sociedad de consumo dejaba en un discreto segundo término y que en muchos casos la propia Iglesia -tan comprometida en el cambio político- olvidaba enseñar adecuadamente.
En cuanto a lo moral y lo inmoral, el fenómeno poco tiene que ver con el espíritu. Se jalean y aplauden la inmoralidad, la corrupción y una gran variedad de perversiones. La medida de las cosas, empezando por la de la felicidad, está trastocada, porque no conozco a personas más infelices que a los pervertidos de todo tipo y a los poseídos por algún vicio. El español inteligente vuelve a saber que la moral no es un capricho de curas y de ancianitos, sino la única forma de vivir mejor y con menos sobresaltos. Para averiguarlo muchos lo han tenido que sufrir en su propia carne y no creo que esta lección se olvide en mucho tiempo: hacer lo bueno es mucho más cómodo que hacer lo malo.
Y lleguemos al ahora mismo para preguntarnos: ¿Vivimos bien? En general las respuestas se parecen mucho: un poco peor que antes, peor que antes, menos bien que antes... El fenómeno extendido es éste: económicamente hay que regresar a situaciones anteriores, conformarse con menos. Pero socialmente es imposible. No podemos volver en lo social a los años sesenta porque se vive de otra forma, porque los jóvenes de hoy son otros y no aquéllos, y porque la organización política, a la que se llegó gracias a un formidable desarrollo económico que dio riquezas y bienestar, no puede reajustarse para estos tiempos de empobrecimiento y pérdida de bienestar relativo.
He aquí una de las claves de la creciente frustración. Y la frustración, fíjese bien, lector, no tiene nada de hecho material: es una situación del espíritu, un dolor del alma. Esto no puede cambiarse por más materialismo oficial que se nos suministre. Es, justamente, el materialismo el agente frustrante. Conviene que quede muy claro, lo mismo que la palabra que he dejado precisamente para el final: España, creyendo que iba a modernizarse siguiendo los viejos cauces partitocráticos, no sólo ha envejecido, sino que ha fracasado. El tiempo de reacción frente a esto dependerá del tiempo que tarde cada español en comprender que su fracaso personal, su drama familiar pequeño, mediano o grande, debe de ser compartido con el Estado que presuntamente eligió para avanzar hacia el futuro.
¿Saben cómo responderán los españoles en el futuro a la pregunta sobre lo que es vivir bien? Tener lo que no se tiene, dirán, y buscarán aquello de lo que carecen ahora: Un Estado Eficaz
8. Futuro
Vista ya la evolución de los últimos años, la disolución del Estado Nacional y el fracaso del sedicente Estado de las Autonomías, ¿qué clase de futuro es el que el español puede esperar? Varios, desde luego. Si continúa la partitocracia sin ningún tipo de corrección, es fácil suponer un avance de la descomposición social, una mayor colonización extranjera, a través del Mercado Común, en lo económico, en lo cultural y, si fuera posible aún más, en lo político, con el traspaso de nuestra soberanía al Parlamento Europeo.
La "corrección" antes aludida puede venir en forma de revolución marxista hacia un Estado totalitario (Democracia Avanzada podría seguirse llamando) con lo que, fracasada esa pseudo-revolución, España tendría la necesidad de crear un nuevo Estado.
Por último queda la tercera posibilidad: que el sistema no sea capaz de soportar la tensión que van generando sus propios errores y se destruya a sí mismo. No es una posibilidad remota, pues la capacidad que tiene un Estado de resolver problemas es limitada.
Pero la única "oferta" de futuro que se hace desde el poder es la que primero hemos considerado: que las cosas sigan como están, empeoren o no. La herramienta para mejorar dentro de este proyecto es, exclusivamente, la buena voluntad o el talento -siempre condicional- de los gobernantes que nos toquen en suerte. ¿Satisface esto las inquietudes de un número cada vez mayor de españoles que se van viendo empobrecidos o por el Estado voraz o por la banca usurera; de los españoles que nutren el paro o que se ven frustrados en sus aspiraciones de prosperar? ¿Satisface acaso la necesidad de independencia de la Patria o da siquiera alguna garantía de un futuro más digno y más próspero?
Si de verdad nuestro pueblo es dueño de su destino, que no lo es, es ahora y no hace quince años cuando está llegando a la encrucijada. Si avanzamos tan pobremente armados, es más que evidente que nos aguarda el fracaso. Pero, en caso contrario, ¿Cuáles han de ser nuestras armas? ¿Qué debemos de generar para poder competir con las otras naciones y hacernos un hueco confortable en el siglo que viene?
Un hombre del marketing lo diría sin una sola vacilación: una mejor organización. De eso se trata. Al futuro hay que ir con unas ciertas posibilidades de éxito y la verdad es que, tal como estamos, no tenemos ninguna. Y nuestros vecinos, con los que deberíamos competir si las circunstancias fueran otras, prefieren que sea así.
Bueno: Pues organicémonos. ¿Con qué contamos?
9. ¿Con qué contamos?
Parece ser que con muy pocas cosas tangibles. La industria, que estuvo sobrecrecida como hoy está recalentada la economía, según un ministro socialista, está en recesión, lo mismo que el comercio interior. La Deuda equivale ya a más de un presupuesto nacional entero. Así podríamos seguir, entre las finanzas y los sectores productivos, hasta demostrar que nos esperan tiempos muy difíciles.
No podemos contar, en principio, con lo material. Entonces, ¿qué nos queda? Lo único que siempre hemos tenido en abundancia: el ingenio y el genio. La certeza de que, si se abre la puerta a la esperanza, por ella irán los esfuerzos y las ideas de todo un pueblo, convencido de que avanzar es la más urgente de las empresas comunes. Y contamos también con la necesidad, con las muchísimas necesidades que en estos momentos se van viendo postergadas, mientras los profesionales de la discordia se inventan algunas nuevas, tal la autodeterminación de los pueblos o los debates parlamentarios, que pueden apasionar pero que son estériles.
También disponemos de una cultura creadora y genial. Su riqueza, tan desconocida por los propios españoles, no está tanto en sus realizaciones anteriores como en su capacidad para resumir en ella las distintas experiencias de los pueblos. Desde nuestra concepción del hombre al modo que tenemos de sentir individualmente los agravios colectivos, todo nos define como una de las pocas culturas que existen con capacidad para reaccionar y para crear nuevas realidades.
Por supuesto, hemos de contar con un proyecto previo: ¿Qué queremos ser? ¿Adónde pretendemos llegar? Vamos a dar primero una respuesta primaria, la que daría cualquier español no fanatizado antes de meditar el problema: "Queremos ser los mejores. Pretendemos llegar al número uno". ¿Podemos? Vamos a responder más despacio.
Queremos, entre otras cosas, ser independientes, vivir nuestra paz en orden y nuestra libertad en justicia. Queremos participar en las decisiones para ser útiles y queremos, también, que las decisiones que se tomen nos sean útiles a nosotros.
Queremos que la riqueza que generemos se reparta con equidad y que la parte que el Estado tome de ella nos sea devuelta en servicios. Queremos, también, intervenir en el concierto de las naciones y que nuestras opiniones sean tenidas en cuenta con respeto. Queremos desarrollar en paz nuestra personalidad individual y que nuestras creaciones colectivas generen beneficios a los individuos. Queremos, junto al desarrollo económico, el desarrollo social que permita disfrutar las riquezas lícitas en un clima de paz y de solidaridad.
Muy largo sería apuntar aquí todos nuestros deseos, pero se pueden resumir en este otro: la aspiración a una España mejor en todos los órdenes y a su continuidad en la historia de los hombres.
Contamos, pues, con deseos de mejorar. Donde seguramente a los españoles nos costará ponernos de acuerdo será en el método para cumplir nuestros deseos, porque , ¿qué podemos hacer salvo soñar? Hoy por hoy, ponernos en marcha, extender el mensaje de que no somos un pueblo acabado ni mucho menos vencido; llevar a todos el convencimiento de que cada uno tiene algo imprescindible que aportar: ilusión y confianza.
En estos momentos el tiempo, el intangible tiempo, trabaja a nuestro favor y está en el ambiente la inminencia de un resurgir nacional que llene los mil vacíos que la ineficacia viene abriendo. Hagamos que crezca la confianza en el renacimiento, no sólo llevando a cabo la crítica del presente estéril sino proponiendo, con verdad, el hecho de que la base para cualquier recuperación -económica o de otra índole- es el descubrimiento de nuestra voluntad común de mejorar.
A esa voluntad de perfección, más adelante, habrá que darle forma institucional. Habrá que hacer un Estado a la medida del hombre y del futuro; un Estado Humano que no recoja votos solamente, sino aspiraciones. Un Estado Social que no aspire a gobernar solamente sino a desarrollar profundamente las virtudes y las ideas de sus hombres.
Un Estado capaz de avanzar en el tiempo y con el tiempo y que distinga muy bien lo transitorio de lo permanente, la forma del contenido y el método de los objetivos. Un estado, en fin, capaz de articular a la Nación eficazmente para que no se pierdan los esfuerzos individuales ni se desperdicien energías en lo contingente.
10. Estado español
La forma en que ese Estado se concrete será menos importante que la necesaria capacidad para dar voz y decisión a los hombres que lo formen. Curiosamente, los partidos, que son heterogéneos, han dado lugar a un Estado homogéneo, demasiado igual y, por lo tanto, poco creador; mientras que si se participa en la política a través de grupos homogéneos -de profesiones, de municipios, de familias-, puede conseguirse una representación más amplia, más distinta, con mayor capacidad para discutir con riqueza los problemas.
Pero esto es un inciso, pues es otra cosa lo que se pretende apuntar aquí sobre el Estado: comoquiera que el Estado Español quede conformado, lo fundamental de él estribará en que sea profundamente español, y con esto no se pretende decir que sea patriotero o que se rodee de una escenografía pomposa y retórica en que sea obligado pronunciar el nombre de España en cada frase. Al contrario:
El Estado ha de ser sobrio en extremo, pobre de solemnidad y hasta franciscano. Servir a ese Estado ha de ser eso: servir, entregarse a la tarea. Nunca, pues, un Estado explotador al estilo soviético o un Estado poblado por políticos explotadores y manirrotos, como el actual. Un Estado de Servicios que facilite que las leyes se hagan por los hombres y no por los grupos de presión, y que exija a los encargados de hacerlas cumplir una entrega absoluta sin posibles beneficios, sin más honores que los que su digna y eficaz dedicación les confieran.
Un Estado que distribuya justamente la riqueza y que jamás malgaste una peseta. Hay suficientes hombres honestos para articular un Estado así; un Estado, además, que el español comprendería perfectamente desde el momento en que no necesitara asociarse para participar en él: su municipio haría las leyes y su familia y su empresa. Por otro lado, la sobriedad vencería cualquiera de las lógicas suspicacias ante el poder y se haría evidente que un Estado pobre es el ideal para que existan ciudadanos ricos, del mismo modo que un Estado serio consigue ciudadanos alegres y felices.
Pero lo fundamental, con esta sobriedad como estilo y demostración de intenciones de servicio, estaría en la permanente voluntad de perfección. La meta para un Estado auténticamente español nunca estará al alcance de la mano. Nunca podrá cerrarse el proceso de su construcción, precisamente porque nunca se detiene el tiempo. Nunca podrá conformarse con los logros porque tampoco nunca se detiene la historia, y se trata exactamente de eso: de que España haga su historia, es decir de que actúe en el tiempo.
Hoy, y desde hace ya mucho, España está detenida; España parece haberse conformado con un sistema cipayo, pactado en el exterior, capaz de fracasar mil veces en la resolución de los problemas de la convivencia sin que nadie se atreva a remendarlo y mucho menos a substituirlo. En lo tocante a reformas, Fraga, Felipe González y Suárez son igual de conservadores.
Casi me atrevo a dar la vuelta al sentido de lo anterior: tenemos problemas graves, cada vez más numerosos y cada vez más graves porque esta partitocracia representa el esfuerzo de unas clases políticas por evitar que hagamos historia, por conseguir detener a todo un pueblo. No conozco otro caso parecido, salvo en la misma España, donde solemos repetir alegremente los errores.
Ahora bien: ¿Es posible detener a todo un pueblo y anclarle en una fecha determinada -quizá 1976- y allí mantenerlo por los siglos de los siglos, embobado con la redondez de su ombligo? Porque aquí no se ha creado un Estado. Se ha destruido uno gastado, envejecido, que se agotó antes de su desaparición, muy satisfecho de sí mismo, y que, por inmóvil, fue traicionado por sus propios creadores. Luego, se copió de aquí y de allá, pero de prisa y mal.
Este inmovilismo, este renunciar a la creación política, esta actitud de condenarnos a olvidar nuestras propias necesidades, es una deliberada renuncia al futuro que puede hacernos perder hasta nuestra razón de ser para acabar siendo solo esa Europa multinacional que nos disolvería.
Y ya habríamos perdido esa razón de ser si fuéramos un pueblo menos imaginativo o más disciplinado. Como no es así, como cualquier ciudadano puede percibir que queda mucho por mejorar a pesar del triunfalismo de los políticos, mucho que conseguir, en contra del supuesto bienestar que disfrutamos, y que el obstáculo es precisamente el inmovilismo político, no es ejercer de profeta el advertir que esta situación, lejos de ser estable, está sirviendo para que se acumulen las fuerzas necesarias para una nueva y sorprendente creación.
11. La cantidad de fuerzas
La política en España tiene siempre que ver con la termodinámica. Aquí, más que en cualquier otro lugar, a toda acción le corresponde una reacción igual y de sentido contrario, porque nuestras decisiones políticas nunca se llevan completamente a cabo, nunca se desarrollan hasta sus últimas consecuencias lógicas, conformándonos con esbozarlas y felicitarnos, llenos de júbilo ante nuestra inteligencia.
Un pueblo, como una persona, necesita de una cantidad de fuerza para actuar. Ya sabemos cómo se proveen de ella las personas, pero, ¿y los pueblos? Quizá -y sólo quizá- la energía sale de la riqueza de relaciones, de la plenitud de su vida social y, también, de su cultura y hasta de las dificultades que se tienen que vencer cada día.
Pero un pueblo habitualmente en marcha, que va cubriendo sucesivos objetivos, ¿dispone de la suficiente energía para abordar una empresa más difícil o excepcional? No.
Para lo excepcional los pueblos necesitan un suplemento de fuerza y sólo tienen una forma de conseguirlo: deteniéndose, como el atleta que, inmóvil, respira antes de emprender la carrera del salto de altura. Deteniéndose y dejando que la energía se vaya acumulando. Esto, claro, los pueblos no lo saben hacer solos. Y, además, no se trata de una detención física, sino histórica.
Quiero recordar, por ejemplo, la inoperancia, con guerra civil incluida, de aquel Enrique IV y cómo luego España saltó, incontenible, hacia América y hacia Italia. Quiero recordar la profunda frustración iniciada con las derrotas de Carlos III y continuada por Carlos IV y que concluimos con la derrota del imperio francés. Derrota traicionada más adelante por los políticos de turno. Saltándome muchos y evidentes ejemplos más, conviene recordar, por último, cómo el 18 de Julio señala el fin de cinco años de historia retrógrada.
Hoy, como desde hace casi quince, España no hace nada históricamente. No crea nada y sólo aporta al mundo, si lo consigue todavía, sorpresas y un cierto aire entre circense y de chiste de locos. Son, insisto, quince años aparentemente estériles en nuestro ineludible trabajo de hacer historia para sobrevivir.
Copiar -y hacerlo mal- de varias constituciones viejas y de algunas extranjeras para hacer una constitución presuntamente nueva; importar formas institucionales, arte, ideas, música, para confeccionar las tartas del papanatismo, o redescubrir como novedad la monarquía partitocrática, casi igual a la de Alfonso XII, no nos ha añadido nada nuevo y sí, en cambio, ha generado infinidad de conflictos interiores.
¿Qué hemos hecho, en realidad, durante estos últimos quince años? Es evidente la respuesta: acumular el suplemento de energía que vamos a necesitar para irrumpir de nuevo en la historia, es decir para crear nuevos modos, nuevas ideas, y con ellas encararnos con el futuro que viene.
Algunos creen que el riesgo evidente es que, a fuerza de copiar, olvidemos la misión de toda Patria: hacer historia. Pero la misma tensión que genera esta inmovilidad; esta falta de respuestas eficaces y, por lo tanto, nuevas, es suficiente garantía de que esto no va a suceder.
Lo único problemático en este asunto es llegar a saber cuánta energía necesitamos para lanzarnos al futuro o, dicho de otra forma, cuántos años debemos de pasar aún en este barbecho de la historia, todo lo más lamiéndonos viejas heridas y lamentándonos.
El único indicador que tenemos a nuestra disposición es el grado de descomposición social y las prisas que se les puedan notar a los gobernantes para llevar a cabo la última etapa de su ya iniciada revolución disolvente. Ellos, que ya se atreven a hablar de la soberanía compartida, o sea, de la renuncia a la soberanía popular, consideran que la resistencia de la nación está en las últimas. Si lo creen así, éste será su error póstumo
Puede la gente confundirse. Puede la gente creer nuevo el viejo imperialismo económico europeo que se le propone. Puede considerarlo una respuesta necesaria... puede, si se lo ofrecen otros; si lo ponen en marcha hombres nuevos. Pero eso, dados la ambición y el protagonismo de nuestros políticos, no sucederá nunca. Y de estos la gente se fía cada día menos.
Mientras, el caso es que la conflictividad social aumenta a medida que la miseria física y moral crece de la mano de la delincuencia y el miedo. Los gobernantes atacan a cada vez más grupos e instituciones y se descolocan en su prisa por hacerse con todos los resortes del poder absoluto, por lo que no hay más remedio que suponer que los tiempos de la respuesta española, original, superadora y eficaz, están muy próximos, ya casi al alcance de la mano. El proceso es inevitable.
12. Destino necesario
Tenemos -como todos los pueblos tienen- necesidad de ser algo en concreto; eso, sólo eso y no otra cosa. Y no se trata, aunque en ocasiones pueda parecernos bien fastidioso, de lo que queramos ser o de nuestros sueños, sino de los que es necesario ser para continuar siendo pueblo creador de historia -Patria- y para que los españoles alcancemos, como tales, nuestra dimensión humana.
¿Cuál es, entonces, nuestro destino necesario? Sólo hay uno general para todas las Patrias, semejante al instinto de supervivencia de los hombres que les dan aliento: ser; y ser, precisamente, lo que son y han sido siempre. Ser auténticas; ser ellas mismas.
¿Y qué significa ser en nuestro caso? Dar respuestas, reaccionar, actuar. La inmovilidad, si es síntoma de algo, lo es de la muerte. Para ser es necesario tener carácter, decidir entre unas y otras opciones y, en suma, ser creadores y originales. En otras palabras: los pueblos, para estar vivos, necesitan comportarse, dar razón de su existencia, hacer.
Hacer lo necesario es siempre hacer lo nuevo, lo que corresponde a cada tiempo y a cada necesidad. Hacer lo viejo, que es nuestra única aportación en estos últimos quince años, es pura repetición. Y se repiten más fácilmente los errores que los aciertos.
Pero esta estrambótica resurrección de cadáveres en la que vivimos inmersos no es del todo estéril. Como se decía antes, sirve para hacer acopio de la energía suficiente para una gran creación.. La exhumación servirá también para otra cosa: será la mejor demostración de que en política no sirve cuanto ha quedado atrás y que volver sobre el pasado sólo ayuda a perder el compás de la marcha y hasta la dirección.
Si dejamos aparte el lenguaje torcido de los políticos interesados, ¿hemos avanzado en el reparto de la riqueza o en su generación? ¿No está claro que, para que haya más ricos, hemos tenido que fabricar nueve millones de pobres? ¿Hemos conseguido leyes más justas? ¿Existe una mayor participación real del ciudadano en la toma de decisiones? ¿Hay una mejor y más rica convivencia? Por evidente, me excuso de dar la respuesta.
Hay, sí, tópicos sobre lo bueno y bonito que es vivir en esta democracia, pero la realidad los contradice siempre. Como pueblo y como sistema nos hemos puesto a sestear y la consecuencia no es otra que los repetidos síntomas de descomposición, ya que nos obstinamos en dar respuestas doctrinales o falsas a los problemas bien reales de cada día.
Cataluña, por ejemplo, quiere regresar a la Edad Media, pero con industria moderna. Sólo Dios sabe adónde quieren volver las Vascongadas, pero siempre antes de la época de Aníbal, con metralletas. El socialismo propone un marxismo entreverado de capitalismo feroz capaz de fabricar millones de pobres en pocos años y, en general, un observador no ve más que proyectos enloquecidos o cien veces fracasados antes. Proyectos que en modo alguno se han planteado la posibilidad de ser nuevos y oportunos. Por lo tanto, fracasarán.
Y esto es lo que hay que decirle a la buena gente. No se trata de que los políticos sean deshonestos e inmaduros, que lo son, ni de que los partidos barran para adentro, que lo hacen; ni de que avance el separatismo, que avanza indudablemente. Un sistema eficaz podría soportar deshonestos y sería a prueba de tontos. Un sistema eficaz no generaría separatismos. Lo que sucede no es eso; es otra cosa: es que nos hemos puesto al margen de la historia de los pueblos; es que hemos dejado de dar soluciones propias; hemos dejado de crear. De ahí los fracasos. De ahí las tensiones. De ahí las ruinas.
Nuestro destino necesario es salir del sueño. Salir del silencio y hacer. Hagamos cosas, nuestras cosas. Pensemos nuestras respuestas y todo este letargo habrá acabado. Por eso, y sólo por eso, se escriben estas páginas: nuestro mal es el contrario del que se dice. Nuestro mal es este: que aquí no pasa nada.
13. ¿Es tiempo aún?
Pero, tal como está nuestra sociedad, tal como están nuestros jóvenes, debatiéndose entre la frustración y la amargura, la delincuencia y la droga; tal como está de amenazada nuestra España y tal como están de comprometidos nuestros políticos con proyectos exteriores internacionales, ¿qué posibilidades de reacción quedan? ¿Es tiempo aún?
¿Por qué no? No hay empresa que no tenga dificultades y las grandes empresas son aquellas que triunfan de las grandes dificultades y hacen verdad lo imposible. Siempre es este tiempo. Siempre estamos en el presente y, cuando todo parece indicar que cambiar es el único camino posible, cambiar renovándonos y abandonando todo lo viejo, el tiempo mismo se encargará de ponernos en la situación de hacerlo.
Existe ya un continuado desprendernos de lo viejo: solamente hay que saber verlo. En ello -y contra sus intereses- el socialismo cegato está ayudando a la historia. Destruye, por supuesto, lo bueno también, pero, al forzar la anulación del sistema institucional que contribuyó a instaurar, está creando un vacío formidable que va a engullirlo todo, empezando por el socialismo mismo.
No sólo nos estamos desembarazando de antiguos usos políticos. Van cayendo también los mitos que durante el franquismo alentaron los sectores disidentes: los sindicatos llamados independientes; la libertad concebida como uso de derechos exclusivamente; la participación a través de partidos como fórmula de integración del individuo en la sociedad; la cultura como cuestión susceptible de ser dirigida; la manipulación de la información como elemento para dominar a la sociedad...
Está en quiebra mucho más de lo que podemos imaginar en una simple ojeada y, quizá, mucho menos de lo que nos parece gravísimo: concretamente la familia, que algunos consideran herida de muerte. Algunas familias, sí; otras, solamente malheridas. Pero la familia, que todavía es capaz de sufrir, todavía es capaz de defenderse.
La familia, en términos generales, va comprendiendo sus errores o, al menos, sus miembros van descubriendo lo esencial de ese elemento protector e integrador. Porque la gente vuelve a necesitar protección y cariño y sólo tiene un modo de obtenerlos: aferrándose a su familia o fundando una.
Precisamente porque no se puede vivir así, porque el hombre desintegrado se reconoce más débil, más accesible al sufrimiento, al dolor y hasta al fracaso, y porque España está llena ya de personas con estas amargas experiencias, la familia empieza a ser un objetivo importante para muchos. Además, tanto nosotros como los adversarios, subestimamos a la familia española, su fortaleza y su capacidad para dar respuestas.
Porque los actuales males de la familia no son recientes. Empezaron en el momento del Desarrollo, cuando muchas mujeres se incorporaron al mundo laboral y cuando muchas jóvenes trabajadoras no dejaron su empleo después del matrimonio. Este cambio de función de la mujer, convertida en esposa, madre y elemento productor, generó -y sigue generando- graves problemas de ajuste. Y uno más importante aún: la pérdida de la afectividad.
Siempre hubo mujeres trabajadoras en España; la diferencia con hoy es cuantitativa más que cualitativa. Hoy hay más y los efectos han sido más notables. También muchas mujeres que consideraron la castidad como cuestión sujeta a modas y a envejecimiento, van volviendo a descubrir la auténtica razón de su necesidad y, en general, los hijos y las hijas de las familias rotas u heridas, formarán, a su vez, familias más estables, más unidas y más sólidas, que también se defenderán con más garantías de éxito de epidemias como la droga, la homosexualidad y la promiscuidad con su secuela de enfermedades.
Tampoco el sentimiento religioso ha muerto, aunque es cierto que algunos templos se han quedado vacíos. Otros, en cambio, se han llenado más. Hoy es, pese a todo, la época propicia para el resurgir de la espiritualidad, para plantearse la oración como una aventura y como una hermandad; hasta como un arma contra la vaciedad del mundo. Sufrir -y en España se sufre mucho- siempre es bueno para que el hombre mire seriamente a su interior y se pregunte "¿Qué?" ¿Para qué sirve todo este dolor? ¿Es mejor vivir mal, al aire de cada uno, que vivir bien, es decir dentro de una norma moral?
No es cuestión de si es tiempo aún; es que está empezando a ser tiempo, y esto es algo que no se puede improvisar; algo que llega en su momento.
14. Lo Nuevo
Después de quince años de intensa preparación propagandística respecto a la Nueva España que iba a alumbrarse -con reforma y con cambio-, millones de compatriotas han llegado a aceptar sin rigor posible que aquí se han hecho cosas nuevas y, aún peor, que era nuevo todo lo que no fuera franquismo.
Por desgracia no ha sido así y, en cuanto experiencia política, el franquismo fue más novedad que lo que hoy nos gastamos. Otras cosa es si el franquismo supo aunar teoría y práctica; si lo intentó siquiera o si lo hizo en el momento oportuno.
La Monarquía Parlamentaria, efectivamente, no es nueva, como no lo son los partidos políticos ni sus usos ni la clase de sociedad que necesitan para sus manejos. Tampoco lo son las ilusiones revolucionarias de la gente zurda ni esa confusa idea de que igualdad equivale a justicia.
Los reformadores actuales, evidentemente, han reformado, pero en ningún caso han innovado, limitándose a mezclar experiencias antiguas con experiencias extranjeras y a afirmar que su conveniencia era una novedad. Allá quienes les hayan creído y allá también los que de buena fe acepten como novedad los varios ensayos practicados por la UCD y el Psoe.
Cuanto hoy se nos presenta como nuevo es singularmente viejo y está en el extremo final de su ciclo histórico. Cuanto hoy se nos presenta como nuevo ha fracasado ya varias veces en España y sólo tiene de positivo para los políticos el hecho de que es el sistema que mejor permite a la gente sin nada que decir subir al poder y conservarlo a fuerza de dinero público.
Tan vieja es la oferta que se hizo al pueblo español, unas veces presentándola como necesidad y otras como paraíso, que a los quince años de su precipitada presentación en sociedad ha conseguido perder toda credibilidad. Nadie -ni mucho menos los políticos- cree en este sistema, que ha entrado ya en su fase preagónica y sobrevive sólo porque sobreviven los intereses particulares que lo trajeron.
Se dijo antes que el más grave problema actual era que aquí no estaba pasando nada. A pesar del solapado golpe de Estado que el gobierno viene protagonizando, según el conocido método de avasallar al Estado mediante el partido; a pesar de las pretendidas discrepancias entre los partidos mayoritarios en votos y mínimos en afiliados, hay que seguir insistiendo en que aquí no sucede nada nuevo y que es justamente la capacidad de hacer cosas nuevas la que permite a un pueblo ocupar su porción de historia y a la humanidad entera avanzar hacia el futuro desconocido.
Pero en España nuestras últimas novedades son falsas y se las apoya exclusivamente con falsedades. A medida que los gobernantes van comprobando cómo fracasan sus proyectos económicos, su justicia y su paz social, y hasta la representatividad de sus partidos, en vez de solucionar el problema, en lugar de adaptarse a la realidad o modificar sus más rígidos criterios, optan por falsificar los hechos o por negarlos y, en general, pretenden el imposible de adaptar el pueblo al método en lugar de método al pueblo.
Que este camino pueda parecer fácil desde el poder o, al menos, un compás de espera mientras sucede el milagro europeo, no voy a ponerlo en duda; pero este camino, gracias a que Dios no ha descendido nunca a hacer milagros políticos, conduce exclusivamente al fracaso.
La misma oferta electoral se ve reducida a mínimas variaciones dentro de lo inamovible, dentro del Sistema. Y esto, que no sería lógico aún cuando el Sistema fuera eficaz y generara justicia paz y riqueza, es loca obstinación cuando es el Sistema el que acelera y multiplica el desarrollo de los problemas.
Esta oferta electoral, que jamás responderá a la realidad más que lo que a la realidad responda el Sistema, no puede ser nunca creadora ni superadora ni se puede enfrentar al futuro ni proponer políticas de largo desarrollo. Caso de hacerse con bonísima voluntad, se limitará a parcheos urgentes... Nada, en suma, que movilice hombres libres y sin sueldo, ni que levante lo único importante para ser Patria: Ilusiones.
Pero, siendo así el Sistema y así la oferta, ¿significa esto que España ha renunciado a la esperanza? Tal parece, si uno opina a través de la prensa o de los partidos. Pero no se puede creer que en quince años ni en cien los españoles en bloque olviden todas las justas aspiraciones a que tienen derecho. No puede creerse que una nación de contrastes se uniforme en la igualdad de la desesperanza. Y, aún contando con la apatía habitual de los españoles, hay que contar también con su imaginación vivaz y con el mundo de los sueños que todos, incluso los corruptos, llevamos dentro.
Los innovadores, que son pocos, nos han traído lo viejo, pero no por ello se ha detenido la maquinaria de lo español. Aquí seguimos siendo realistas y poco dados a creer en entelequias. Aquí permanece bien viva la capacidad crítica. Y ese amargo espíritu burlón, tan nuestro, campa por sus respetos. La capacidad de los españoles para ser engañados, con ser enorme, sigue siendo menor que nuestra proclividad al desengaño. Y nuestra inveterada indisciplina no ha desaparecido, deslumbrada por el nuevo orden de los partidos: al contrario, está disgregándolos a ellos.
Pero hay una televisión adicta y una prensa con caros incensarios, dicen algunos amargos. Pues mejor. ¿Cómo mejor? Naturalmente: es aún mejor la contumacia en la mentira y en la falsedad; es espléndido que se insista una y otra vez en tanto tópico; aceleran su envejecimiento; aceleran la reacción; espolean la imaginación y la esperanza con el mejor acicate para los españoles: la ira que nos causa ser tomados por tontos.
No es la nación la que ha entrado en el delirio; no es la nación la ilógica y la desproporcionada: son sus clases políticas; los hombres que, sabiendo la ineficacia de un sistema, persisten en servirse de él, caiga lo que caiga.
Por eso el machaqueo persistente de los medios de comunicación, el ruido de las voces o interesadas o pagadas, sólo hace que se escuche mejor la verdad y que percibamos con mayor claridad el enorme silencio que guarda el pueblo español. Un silencio más tenso cada día.
Cuando por fin hable, no quisiera ser uno de los asnos que han creído poder engañarle ofreciéndole los restos del saldo de un mundo que agoniza, encanallado y sin respuestas.
15. Lo más nuevo
¿Qué personas o qué acontecimientos pueden sacarnos a todos de este silencio? Parece que es necesario volver a descubrir lo que somos y hacer las instituciones a la medida de nuestros gestos históricos y de nuestras necesidades.
Pero a España sólo se la puede encontrar en las encrucijadas de la historia y rara vez cuando las cosas van bien, porque entonces, como sucedió con Franco, la damos por supuesta y nos hacemos en parte impenetrables a su mágica palabra.
Quizá tiene España algo de grito de guerra. Quizá tiene mucho más de necesidad que despierta cuando deja de estar satisfecha, y por eso nuestros políticos actuales, "extranjerizados" todos de la derecha a la izquierda, la han equiparado al concepto de Estado o la han identificado con la personalidad y la historia de Franco o, simplemente, han creído que era algo de lo que se podía prescindir sin pagar apenas precio.
Pobres hombres incapaces de comprender -no ya sentir con limpio sentimiento- la necesidad de España y la absoluta imposibilidad de substituirla por las regiones que, en algún momento, la parieron y por las instituciones que pertenecen a otro orden de realidades.
Sólo han conseguido despertar la necesidad de España; abrir el hambre de España; levantar el viento de España. Y esta necesidad -hambre y viento- el español no necesita comprenderla del todo ni explicarla, porque le basta con sentirla junto con el ambiente de finitud y de desastre que conlleva.
Lo más nuevo en España ha sido siempre España: el último y definitivo descubrimiento al final de cada crisis y al final de cada guerra. ¿Ignoraban eso los políticos que iniciaron los despropósitos? Pretendiendo perpetuarse removieron las aguas profundas de lo español, que vuelve a hacerse presente porque, a fin de cuentas, es la única respuesta que aquí sabemos dar: a la española.
No sólo somos diferentes para el turista. Qué error pretender que un sistema u otro pueda cambiar esas diferencias, como si el sombrero cambiara la forma de la cabeza o una palabra recién aprendida la personalidad. ¿Cómo nadie pensó que basta con alejar al español de su mundo propio para que, desorientado y en tierra extraña, ansíe regresar a él cada vez con más fuerza? ¿Y cuál es su mundo?
Da miedo intentar simplificarlo, porque es, sin duda, el más complejo y difícil de los mundos de este planeta. Es trágico, pero festivo; primario y con escasa conciencia histórica, pero volcado hacia la trascendencia. Apático, pero creador. Antiguo, pero pura adolescencia. Odia el trabajo como maldición bíblica, pero es sufrido y esforzado. Respetamos al superior, pero no nos gustan los superiores. Y, en cuanto a la lealtad... empiezo a creer que sólo somos capaces de guardarle lealtad a nuestro propio orgullo.
El caso es que tenemos que desentrañar cuanto antes nuestro mundo. Un mundo que nos deje discutirlo todo, pero que no nos permita llevarlo todo a la práctica. Un mundo vital y laborioso donde esté muy claro lo que es nuestro y lo que es del vecino. Un mundo donde estemos lo bastante próximos para saludarnos alegremente, pero no tan juntos que se nos despierten los viejos deseos -tan bien expresados por Goya- de darnos con la cachiporra.
Y dar con él no será el más formidable trabajo que nos plantee el futuro, sino el primero. El esfuerzo grande vendrá después, cuando tengamos los cimientos sobre los que plantar la creación de los próximos siglos, que será un Estado Español, pero no sólo un Estado sino un Hecho Español, percibido por todos, que nos vuelva a poner en el camino de la universalidad del que, a tiros y a traiciones, nos echaron.
España era ya España antes de consumarse la unidad política, que sólo le añadió a España una herramienta de concordia y de trabajo común. La España Política fue un proyecto. La España como Hecho Español, anterior a los Reyes Católicos, una necesidad que había ido naciendo para alcanzar una mayor plenitud y, con ella, un gran destino.
Hoy, cuando se trata de vivificar la infecunda placenta de los viejos reinos y se discute la unidad política de la soberanía más reducida que hemos tenido desde que se consumó la unión de Isabel y Fernando, España se ve en la necesidad de volver a aceptar el desafío del futuro: urge una solución, no sólo para llegar enteros e independientes al siglo XXI, sino que urge que esa solución sea nueva, sea otra cosa distinta de todas las cosas, una respuesta que establezca el hecho de que, como Patria, tenemos una historia que recorrer y, como pueblo, una independencia que sostener.
Puesto que el Estado puede cambiar, como cambió hace quince años; puesto que el resto de las instituciones también viven y mueren, la respuesta primera que hay que dar no es política. Lo político vendrá después, como una de tantas consecuencias.
Algo ha cambiado mucho menos que el Estado, mucho menos que la forma de vivir y es lo que fue también el motivo del Estado de los Reyes Católicos: la forma de ser, la cultura en la que todos nos hemos hecho. Podríamos llamarla España Eterna, España Permanente o, casi con más razón, el Milagro de España por el hecho de que, al cabo de los milenios, sigue existiendo en nosotros la necesidad de la misma y permanente España.
Y, para que España exista, España debe de actuar y pensar como España y no como otra cosa; sólo como España. La respuesta se ha de dar en la idea de España; en la necesidad de ser como España necesita ser para perseguir la España Ideal que se nos escapa.
16. Soberanía
Hay que decir que los límites territoriales sobre los que España ejerce soberanía son menores que los que resultaron de la unión de las coronas de Castilla y de Aragón, incluso antes de la conquista de Granada y la unión de Navarra. Nunca hemos sido tan pequeños en lo espacial y en lo político.
Tenemos todos la conciencia de nuestra pequeñez a la vez que el sentimiento de nuestra grandeza. La grandeza territorial, que perdimos, y la grandeza espiritual, que dormita hace ya más de dos siglos. Es algo duro para los españoles: no somos Imperio y seguimos siendo España, es decir vocación universal. Y más duro es saber que nuestra enorme herencia, el patrimonio que nos pertenece y la formidable fuerza que ello supone, está guardado en el desván, olvidado en su mayor parte o, simplemente, negado en su conjunto.
No pocos españoles se avergüenzan de América y se arrepienten de nuestra hegemonía europea. Creen que fue un asunto económico aquél, derivado del Oro del Descubrimiento, o, peor aún, un largo discutir dinástico.
Previa al Imperio fue la voluntad de ser. El feudalismo, incluso en su versión española, se había agotado ya e hicimos otra cosa. Cuando Nebrija dice que el idioma debe acompañar al Imperio, resume en una varias verdades que venían anunciándose en España: nuestras armas no son entonces ni mejores ni peores que las de los otros; tampoco es mayor nuestra riqueza y no tenemos siquiera tantos hombres como Italia o Francia, tradicionalmente más pobladas. ¿Qué nos hace superiores? ¿La lejana América, apenas rozada aún en tiempo de Los Católicos? No creo. Todo dependió de la dimensión universal de nuestra cultura, de la modernidad que nuestras luchas y nuestras necesidades de paz habían engendrado.
No nació de la fuerza el Imperio, sino de la novedad de nuestras concepciones, del paso adelante que dio nuestra entera organización; del gigantesco esfuerzo legal, con leyes justas, que se llevó a cabo, y de que todos comprendieron que, rescatada la primitiva unidad física, era imprescindible la unidad espiritual para exportar nuestros modos. El pueblo se sintió depositario de una misión y la llevó a cabo.
Actualmente la principal misión Española es también la reconquista de la unidad total. La unidad física, que rompen las autonomías; la unidad espiritual, que amenazan las corrientes heréticas de algunos pastores, la colonización cultural y artística, las leyes injustas y el mismo olvido de lo que somos. La unidad política, fraccionada en partidos de obediencia internacional y tantas veces subordinada a los intereses del dinero mundial y de las naciones extranjeras.
Esta triple unidad, en lo físico, en lo espiritual y en lo político, no sólo es posible sino necesaria y deseable aún desde la despiadada lógica de que la unión hace la fuerza. Fuerza real que existe ya y que no es necesario crear sino permitir que actúe, removiendo para ello todos los obstáculos artificiales que se han levantado, durante dos siglos, intentando reducirnos a nación sin voz entre las naciones y, aparentemente, sin misión en la historia.
Y la unidad sólo se puede establecer sobre coincidencias; nunca sobre diferencias, que son las que dan origen a los partidos, es decir, al Sistema por el que nos regimos. O unidad, o esta política: esas son las opciones.
La democracia liberal se asienta sólidamente en las diferencias y, por lo tanto, en la tradicional disputa entre vecinos y en el rechazo de las semejanzas básicas. Por eso la democracia liberal unas veces olvida y otras ataca nuestra cultura española: porque es precisamente la cultura de nuestra Patria el principal enemigo del Estado que la señorea: mientras subsista esta básica contradicción, estaremos inmovilizados frente a nuestra historia, que vienen protagonizando otras naciones desde hace demasiado.
Si hiciéramos un catálogo de cuanto compartimos, que es lo que nos une, descubriríamos, sin más explicaciones, que somos una sola verdad con muchas apariencias temporales o fortuitas. En lo más básico seguimos siendo España: en la medida del tiempo; en el objeto de la vida, que en muy pocos es la mera supervivencia; en el amor por nuestra independencia, aunque la interpreten torcidamente las tribus separatistas; en el afán de justicia; en nuestro individualismo o, mejor dicho, nuestro personalismo; en nuestra concepción de la familia; en nuestro realismo; en nuestro arte popular, tan barroco y tan directo... ¿Para qué seguir?
Es en otro lugar donde se asientan las diferencias, ya en el reparto de la riqueza, ya en la temporalidad de lo político: equivocadamente les estamos dando un rango superior al que les corresponde, porque las diferencias siempre pueden corregirse, ya con leyes, ya con cultura y justicia, pero las semejanzas, en cuanto que partes de la esencia de lo español, son y serán inevitables.
Por eso hay que ponerse ya manos a la obra y devolver a las cosas su auténtica dimensión. Replantearse, bajo esta óptica, la necesaria unidad (que es mucho más que política) y hacerla en lo humano para que alcance a lo político. Sólo así la fuerza estancada en estos últimos quince años hallará el camino oportuno para volvernos a hacer protagonistas de nuestra historia. Soberanos.
17. Ideas
Hay grandes ideas eternas, pero cada época descubre -y si no lo hace es catastrófica- las ideas que le son más necesarias y útiles. La nuestras se corresponde con la agonía de unas concepciones inoperantes pero que la inercia sigue presentando como únicas y válidas. En tanto no se cambien, superándolas, nuestro siglo está condenado a la decadencia y quién sabe si a la esclavitud.
En España están fermentando ya otras ideas. José Antonio Primo de Rivera, influido por regeneracionistas y por Ortega, puso la imprescindible base de que hay que ir a buscar en el hombre lo que el hombre necesita, y buscar en el orden de la comunidad el método para que el hombre social intervenga en su destino colectivo.
No es casualidad que España venga resistiéndose a ser como se ha decidido que sea sin contar con ella. Desde el terrorismo y la delincuencia a la perversión en auge y la ruina, todos son síntomas de que el cuerpo social no ha encontrado en esto de ahora el camino apropiado para desarrollarse y expresarse. No se sienten libres los hombres aunque se les permita gritar. Ni se sienten justos porque se les permita disputar. Se grita, se disputa y se delinque por todo lo contrario: porque no se encuentra la justicia necesaria ni la relación fecunda ni la unidad rica.
La idea de renovación es vieja y a ella se han acogido los movimientos políticos que han sido en España en lo que va de siglo. Hasta los conservadores quieren protegerse bajo el paraguas del progresismo. Y no otra cosa es el "cambio" prometido por el socialismo más cavernario de Europa. Es esa idea de renovación, no explicada siquiera, la que ha cosechado la mayor cantidad de votos izquierdos y derechos, votos que no se hubieran movilizado por el aborto, por ejemplo, por el control de la judicatura o por las conversaciones negadas con la Eta.
La renovación, sin embargo, no ha llegado. ¿Se nos puede volver a ofrecer electoralmente? Sin duda, porque es lo que precisamos. Pero ya no "cambio"; ya no "progreso". Ha de ser más profunda y primaveral la acción, lo cual no quiere decir que tenga que ser más radical. Se ha de empezar a hablar muy seriamente de Reconstrucción y de Reconstitución. Se ha de advertir a todos de la profunda contradicción entre el Sistema que se asienta en las desemejanzas y el afán renovador, que debe llevarse a cabo desde lo que a todos nos es común. De lo contrario volverán a usarse falsamente las palabras.
Corremos peligro de que prevalezca la idea que de la Patria tiene la derecha, más patrimonial que espiritual, y profundamente acomodaticia; o que prevalezca la de la izquierda, para quien significa la clase social, es decir lo circunstancial de la persona y del tiempo. Frente a todo esto, ya hay movimientos españoles que aspiran a interpretar lo que hay detrás de los afanes renovadores y que intentan basarse, sólidamente, en lo que nos es común y que en este libro solemos llamar "cultura".
Sólo dentro de nuestra cultura podemos encontrar, a la vez, la raíz y la respuesta de nuestros problemas. Los tiempos oportunos para que se extienda este punto de vista han llegado ya. Nuestra cultura común es -no lo olvidemos- genial, en el sentido de que es creadora y fecunda. Es mucho más proclive a la síntesis que a lo doctrinal y, siendo realista, incluye en su realismo a las verdades superiores e inmateriales, de las que nos consta su eficacia.
Esta cultura creadora se está viendo suplantada -desde hace bastante más de quince años- por otras versiones del mundo, por otras concepciones de las relaciones humanas y hasta de las relaciones del hombre con su propia espiritualidad.
Si nuestro pueblo fuera tan viejo como otros pueblos de Europa quizá no sucediera nada y se aceptara fácilmente la suplantación. Pero España es una cultura de síntesis, generadora, que no envejece con arreglo a los cánones occidentales. Si la Occidental ha devenido en Civilización por una amalgama de las diferentes culturas, regidas hoy por la anglosajona, la española está en trance de ser también una civilización -lo es ya- menos comercial y tecnológica, más humana y pendiente del contenido eterno del hombre, y más a propósito para dar respuestas vitales, aventureras tal vez, a los seres estragados por el bienestar sin objetivos y por la vida al servicio de formidables realidades económicas.
Una vez más volvemos a la cuestión del Desafío Español y a las armas que debemos empuñar: las Ideas; las Palabras como espadas justas y el frente, que no es otro que la diferente concepción del hombre y de su misión en la tierra. La tecnología puede fructificar en el próximo siglo en una sociedad no sólo libre de la pobreza sino del trabajo, siempre que le acompañe la idea fundamental del señorío del hombre sobre las cosas, y esa es una idea española. La idea del señorío del hombre sobre sus creaciones sociales y, también, de que las necesidades del hombre son mucho menos de orden físico que espiritual: si lo esencial del hombre es el pensamiento -el elemento que le distingue del resto de la creación-, el pensamiento y el alma del hombre han de ser objetivos fundamentales del Estado y de las Instituciones con las que la sociedad aspire a gobernarse.
Si fuera la nuestra una cultura contemplativa como algunas asiáticas, o práctica y económica, como la anglosajona, habríamos perdido la última oportunidad de hacer historia. Pero mientras las culturas asiáticas están tratando de asimilar lo anglosajón, lo europeo y su escisión soviética asisten al fracaso mundial de sus creaciones: por su camino, con capitalismo y colectivismo en crisis, sólo queda la opción del Gobierno Mundial. Y para conseguirlo ya decíamos que sería preciso liquidar las características diferenciales de todas las Patrias y sus culturas. Ingente labor que no puede realizarse.
España, en vez de eso, puede proponer un cambio de dirección. Hacer que el peso de la humanidad no recaiga solamente en las cosas, sino en los sentimientos que originan. Abrir la metafísica a la curiosidad de los investigadores y de las masas. Insistir en que el hombre no es "naturaleza" sino el fin de la naturaleza y que todo perfeccionamiento futuro ha de ser del hombre como tal hombre, del hombre como única realidad trascendente y no como elemento de la sociedad.
En el mundo que está a punto de nacer, la técnica podrá ser americana o japonesa (y quizá también nuestra), pero los objetivos deberán ser españoles. Conseguir esto no será empresa fácil ni será un juego substituir un fracaso por un éxito: harán falta sólidas explicaciones, indiscutibles verdades, fe inquebrantable, inteligencias apasionadas y limpísimos sentimientos, pero de todo ello hay en España con abundancia.
Y lo primero es hacer que España, comprendiéndonos nosotros, se descubra y se comprenda ella. Que hablen de España las palabras armadas con la mejor verdad y con la voluntad de crear lo que es ya tan necesario: nuestro propio mundo.
18. Imperio
Se ahorra al lector la explicación sobre lo que los romanos entendían por imperare, para ir directamente a la meditación sobre el imperio:
Hay muchas formas de mandar, de imponerse sobre los hombres y las cosas. Solemos, claro está, considerar como la primera y más evidente la Fuerza, si es legítima, y la Violencia, si no lo es. Esto, que ha sido cierto, empieza a no serlo del todo cuando la fuerza y la violencia bélicas residen más y más en mecanismos y menos en el esfuerzo y en la voluntad del hombre para vencer.
¿Qué voluntad puede tener, por ejemplo, un cohete teledirigido o un átomo que se ve obligado a romper su estructura casi eterna? Además, ¿qué objetivo puede tener imperar sobre la muerte o sobre la esclavitud?
Hay, claro está, otra forma de mandar sobre las cosas y los hombres y está vedada a las máquinas e incluso a las más sofisticadas técnicas de la propaganda y de la subversión política. Es el dominio sobre la propia voluntad; ese estar dispuesto a hacer en cada momento lo que es necesario. Mandar sobre las cosas equivale a no dejar que las cosas dominen la propia vida y a no poner pasión en los objetos, ni codicia. Mandar sobre los hombres es imperar sobre el hombre más cercano, vencer al que más fácilmente nos vence: a uno mismo.
Ese es el único principio válido para caminar por la libertad: ser tu propio señor y, por lo tanto, no estar sometido ni a la ambición ni a la molicie; saber qué hacer de uno mismo y tratar de convertir la vida, que suele presentarse caótica e incomprensible, en una limpia y personal jerarquía en las decisiones.
No descubro yo el código del honor, claro está. Simplemente lo reivindico, repitiendo que para ser señor hay que vencer de uno mismo. Sólo se puede compartir con los demás, con los próximos, lo bueno. El mal, que es mucho más íntimo y secreto, es transmisible, sí, pero incompartible. Lo bueno y honroso, en cambio, se ofrece espontáneamente y, mientras el orgullo aleja al hombre de los demás, la dignidad genera el respeto.
Para ser libre, para mandar a las cosas y al hombre que nos acompaña, hay que someterse a un código. Hay que mandar sobre lo bajo para que crezca lo alto y hay que encaminar la pasión adonde convenga que la pasión vaya, en lugar de permitir que nos guíe a nosotros.
Este y no otro es el camino del imperio y, también, de la libertad. Porque el ideal está en hacer libres a todos los hombres y no serán las instituciones -como ahora nos dicen- las que los liberen. Las instituciones, todo lo más, llegan a permitir que se manifiesten los hombres libres ya. Pero el hombre, ser único e individual, debe hallar su propia libertad y saber que esa es, precisamente, la más apasionante y rica misión de su vida. Debe saber que sólo será libre con su esfuerzo, con su lucha, con su dignidad, con su código limpio. Debe saber que sólo el hombre libre, dueño de sí, es capaz de hacer, de crear, de elegir. Los esclavos de sí mismos acaban siéndolo de otros, de las mentiras de otros y de las ambiciones de otros.
Esta de la libertad es una auténtica y profunda revolución porque, entre otras cosas, los hombres libres no aspiran al dominio de otros seres ni ambicionan riqueza y poder. Los hombres libres se liberan dándose y jamás recibiendo, porque su honor no es el que otros les dan sino el que ellos se ganan.
El español debe y puede aspirar a esa auténtica sociedad de hombres libres en la que el servicio sea expresión de libertad y no estigma de esclavitud, y en la que las instituciones, lejos de dar la libertad, la sirvan.
¿Qué hombre, en su debido juicio, puede llegar a creer que el método de elegir a sus representantes o la estructura de un Estado con preferencia a la de otro le convierten, sin esfuerzo, en un ser libre?
¿Qué hombre, con un mínimo de sentido, creerá que la justicia depende antes de quienes hacen las leyes que del espíritu de las leyes mismas? Es hora de despertar de un largo sueño y de imponerse, con la tarea de ganar la propia libertad, la misión de conseguir que esa libertad elija sus fines: dar, pues, al hombre en España la dimensión justa de su humanidad y reconocerle, de nuevo, señor de su destino a través de la justicia de sus actos libres. Esto es Imperio
19. Aquí no pasa nada
Conviene volver a menudo sobre el concepto de que "aquí no pasa nada". Aquí no pasa nada que valga la pena, por ejemplo; o, aquí no pasa nada: nadie se mueve. Es cierto que suceden cosas, pero no transitan, no van a parte alguna.
Las naciones, en sus relaciones, pueden hacer tres cosas distintas: recibir, dar, o dar y recibir con mayor o menor equilibrio entre ambos hechos. ¿Qué damos nosotros al mundo? Nótese que no hablo de exportar melones al Japón o calzado a Estados Unidos. ¿En qué lugar son pesadas y discutidas las decisiones españolas? ¿Qué proponemos a las naciones?
Me duele decir que será muy difícil encontrar algo que valga como respuesta, como no sea un cierto asombro por la manera que estamos teniendo de hacer funcionar nuestra "joven democracia" o por el hecho de que ni los propios gobernantes creen en ella ni en la constitución que la informa.
¿Qué recibimos? -tampoco hablo, claro está, de las importaciones.- Recibimos, en primer lugar, todo nuestro sistema político y hasta la forma del Estado que, en teoría, nos ampara. A pesar de nuestra imitación -o quizá porque es desafortunada- recibimos también desplantes, imposiciones y alguna que otra vejación. Y visitas de individuos sonrientes porque están convencidos de que, incapaces de representar ante el Estado nuestros propios intereses, estamos incapacitados para representar algo en el mundo. Y así es, de momento.
Algo había - y hay- en España que hizo preciso que fuera anulada por el más cómodo sistema: darnos una democracia que, al basarse en las diferencias, hiciera imposible cualquier entendimiento sobre nuestras semejanzas. Y, puesto que toda situación que no mejora sólo puede empeorar, España entera se desliza, hacia la apatía primero y, de ella, al caos.
Pero subsiste el hecho de que algo hay en España, algo capaz de preocupar a terceros y cuartos países, a esos que se han tomado la molestia de intervenir activamente en nuestros últimos procesos de cambio. Y ese algo no es ni nuestro potencial económico ni nuestra fuerza militar. Nuestra posición estratégica es tentadora, pero no tan preocupante como el hecho de que en el extranjero se interprete mal nuestra ambivalente e increíble capacidad para resurgir y re-morir.
Entonces, he aquí que se pacta, con los afrancesados e internacionalistas españoles, un nuevo sistema político que pretende el imposible de la unidad con un semi-federalismo; de la unidad con la división de los partidos políticos y de la soberanía popular con la dirección de las internacionales. Quien fuera el padre de la idea calculó, con razón, que unos esfuerzos anularían a los otros y que el tiempo invertido en discusiones sería tiempo robado a la planificación del futuro.
Desde entonces pasan en España tantas cosas contradictorias que, en realidad, mientras seguimos el ritmo previsto de la ruina y de la colonización, nada pasa, porque nos estamos mostrando incapaces de ordenar con respecto a un solo objetivo nuestras variadísimas actividades.
No damos, pues, respuestas a nuestros graves problemas, que únicamente tratamos de combatir con discursos partidistas y con informaciones falseadas. Los hechos siguen su inmutable camino mientras los llamados representantes nuestros los niegan, los disimulan o, todo lo más, los atribuyen a la impericia de los gobernantes de turno. ¿Es sólo, puede ser sólo falta de preparación e ineptitud de unos políticos? No: es imposible que todos sean ineptos; es imposible que todos sean malvados; es imposible que todos quieran el caos. Si fuera así haría mucho tiempo que el cuerpo social ya habría empuñado las armas en legítima defensa.
Hay algo más profundo aunque no menos evidente si se lo busca: la falsedad de esta democracia que, quizá, puede ser buena para otro pueblo. Aquí no se analizó cómo éramos ni qué queríamos. Y esto no es todo: en una nación sin nuestra larga historia de guerras civiles, sin nuestro exacerbado individualismo actual, sin la reciente experiencia del desarrollo, excitar las diferencias y los contrastes, que son mínimos, puede ser positivo con reservas. Aquí, donde rencillas y heridas mal cerradas han insistido en polarizar la atención de todos sobre lo que no compartimos en lugar de sobre lo que nos une, una democracia que, para funcionar, tiene que dividirnos por partidos, por rentas, por regiones y por tradiciones y lenguas, no puede menos que colapsarnos.
En la práctica el colapso sólo ha sucedido en las instituciones y servicios del Estado. La legislación permisiva ha llenado cárceles y juzgados. Las autonomías han llenado a España de parlamentos que, también en buena lógica, pretenden legislas independientemente. Y los ayuntamientos se han llenado de políticos con la doctrina de su partido mal aprendida y peor sentida. Así es como se toman mal las decisiones y como no se reacciona oportunamente ni se consigue influir de forma positiva en la sociedad.
El colapso, en cambio, sólo ha llegado al pueblo en forma de desaciertos, pérdidas efectivas de libertad y de nivel de vida, y pérdidas más graves que afectan a las ilusiones y a las esperanzas que ahora se llaman expectativas. Pero la división real de la sociedad no se ha producido o lo ha hecho mínimamente: existe poquísima militancia partidista; en los pueblos, los partidos, todos ellos, encuentran dificultades para cubrir las listas electorales y la gente, en general, se niega de facto a participar a través de los cauces que el sistema le presta. Está claro que no es así como quiere manifestarse y que no ha sido así como la gente española se ha manifestado siempre que ha tenido interés en hacerlo. Añádase a ello que la sensación de inseguridad, lejos de atenuarse, se acentúa entre las clases políticas y tendremos más que fundados motivos para sospechar que el grueso de nuestros compatriotas no ha aceptado la desunión como principio y que muchos de ellos empiezan a sentirse más unidos al compartir las críticas a un sistema que favorece a unos pocos, que nada resuelve y que, además, es exactamente veinticinco veces más caro que el anterior: mala recomendación ésa.
Es decir que lo que pasa es exactamente que no pasa nada: ni se participa activamente en el sistema ni se aceptan como válidas sus propuestas. Gravísimo problema éste de no pasar nada. Gravísimo para la Democracia Liberal. Gravísimo para los que dicen ser representantes de gente que no actúa y que sólo mira, piensa y, cada vez más, hace observaciones sarcásticas. Y gravísimo para España entera que, pacientemente, deja que se le escurra de entre los dedos la paz.
¿Qué está sucediendo con los fuerzas activas de la nación? ¿Acaso ha dejado de haber talentos creadores, gentes de fe y activistas políticos? No están, desde luego, dentro del sistema ni se oye hablar de ellos. ¿Nadie piensa ya ? ¿Nadie mira con detalle? ¿Todos nos hemos despreocupado del futuro propio y del de los hijos? Imposible también.
Este "no pasar nada", sin válvulas de escape apropiadas, sin otros mecanismos para variar el rumbo de España que unas papeletas que no exigen obediencia a los políticos, pasará en muy poco tiempo a ser un "pasar mucho", un "pasar demasiado", a causa de la energía represada y a todos los pensamientos nuevos que no se han dejado aflorar.
El Desafío Español existe. En realidad es el desafío que el mundo futuro nos lanza. ¿Qué vais a hacer mañana? ¿Qué será de vosotros cuando a vuestros políticos se les vayan terminando las palabras y a vosotros la paciencia o, quizá, la indiferencia? ¿Qué podéis hacer para vivir en justicia y llegar a ser hombres libres? ¿Qué esperáis de vosotros mismos si no habéis hecho nada? ¿Cómo llegaréis a ser independientes si os sometéis al despropósito, a la patraña y a la inoperancia?
Es cierto también que en estos momentos el tiempo trabaja a favor de España y que nuestra cultura, creadora y riquísima, es cuanto necesitamos para aceptar el desafío y vencerlo, aupándonos hacia el futuro. Pero también es cierto que,para empezar, primero hemos de encontrar nuestra voluntad dormida.
Segunda parte. Política de mercado
20. Estado privado
El llamado mundo libre, que luego veremos por qué no lo es, ha hecho que el Capitalismo Nacional evolucionara hasta convertirse, en los últimos cuarenta años, en el Capitalismo Multinacional, por encima de las políticas de los Estados, y a salvo de ellas. La Sociedad Anónima es su instrumento, su gran hallazgo.
La Sociedad Anónima internacional, al concentrar en ella una gran cantidad de recursos financieros, ha generado poder suficiente como para ir más allá de sus propios fines mercantiles o productivos. Es así como ha emprendido la transformación del mundo, cambiando costumbres, hábitos y modos de vivir a través del consumo y de la publicidad.
También, claro, ha penetrado en el mundo de lo político, en la soberanía de las naciones, y para ello ha modificado los partidos preexistentes hasta convertirlos en otra cosa, en sucursales, en Sociedades Anónimas de servicios, en único cauce para la expresión de la voluntad popular que, por dogma, es la que decide en política, con independencia del dinero que se gaste en modificar con propaganda tal voluntad.
Ya hemos visto que en España los partidos distan, a pesar de todo, de ser populares y no cuentan con la colaboración de los ciudadanos, que están cansados de oír de tanta corrumpución. Hay un 1,25% máximo de españoles afiliados a partidos y, sin embargo, no hay un sólo diputado o senador que no pertenezca a ellos. Esto explica claramente la escasa representatividad de nuestro sistema y la nula independencia del elector frente al partido, al que tiene que usar para ejercer su derecho al voto. O no votar, en cuyo caso renuncia a su teórica capacidad para decidir.
Por otro lado, ¿pueden los poquísimos 500.000 afiliados soportar con sus cuotas los costosísimos gastos de sus partidos, su burocracia profesional, sus desmesuradas campañas de publicidad? No, aún suponiendo que los afiliados españoles pagaran religiosamente sus cuotas, cosa que no hacen. ¿Cómo se financian, pues, los partidos políticos?
Se ha debatido varias veces en España. Flick, por ejemplo, o la existencia de empresas propiedad de partidos, como Interpart, que se dedica al tráfico de influencias socialistas en Europa. En cualquier caso, la cantidad con que el Estado les subvenciona tampoco es suficiente explicación para la abundancia de recursos de que parecen disponer. Como este es problema de todos, difícilmente cualquiera de los partidos lo planteará con seriedad ante el Congreso o ante la opinión pública. Hay consenso de silencio sobre el escabroso asunto del dinero político, que nunca les falta.
Si los partidos políticos no existieron en España hasta 1976 ni contaban con afiliados, ¿cómo consiguieron organizarse? ¿Cómo la nación se llenó de sedes, casas del pueblo, pasquines y publicaciones? ¿Con qué dineros se hizo frente a las primeras "elecciones democráticas"? ¿Con qué se han pagado los sucesivos alardes propagandísticos, si descontamos las negras financiaciones y los oscuros personajes que la prensa ha voceado? Recuerde el lector cómo en la misma época hubo una gran carrera de los partidos por conseguir su homologación en las internacionales correspondientes y tendrá cabos suficientes qué atar y sospechas más que fundadas para imaginar que llegaron a España grandes cantidades de dinero para la inversión política.
Con ese dinero se construyeron, de arriba abajo, todos los partidos políticos. Gracias a ese dinero se llegó a un consenso entre magnates por el que se hacía de los partidos la única forma de participación en la vida política española.
En otras palabras: se hicieron leyes que convertían en obligatorios los partidos para acceder a los poderes legislativo y ejecutivo. Leyes que abrieron el Estado al asalto de los grupos de opinión que entonces, como ahora, dispusieron de dinero para convencer a millones de españoles que tampoco entendían de la Reforma más que las promesas de bienestar, eficacia y libertad. ¿Dónde están?
Se puso el Estado en manos de los intereses particulares que representaban y representan los partidos. Y se hizo por algo más que por la habitual palabrería con que los políticos tratan de anestesiarnos. Por negocio.
21. Privatización
Antes de la Transición teníamos los españoles una ligerísima y muy difuminada idea de lo que eran las democracias occidentales, aunque estábamos dispuestos a conceder que ataban perros con longanizas con cierta maestría. Habíamos oído aquello del gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo y, sumergidos en un Estado que utilizaba otros cauces para la representatividad, tendíamos a imaginar con inaudita inocencia que los partidos sólo eran asociaciones de personas cuyas ideas sobre el modo en que debía gobernarse la nación coincidían. Tener libertad fue entonces para muchos poder afiliarse a un partido o votarlo, tomando el efecto por la causa.
Sabíamos ya, como sabemos ahora, que el mundo ultramontano se acogía a dos únicos sistemas, descontando el nuestro de entonces: las Democracias Populares, en las que el Estado asumía las funciones de la iniciativa privada; y las Democracias Liberales, en las que la iniciativa privada asumía las funciones del Estado, incluso la representación de los ciudadanos.
Ya convertidos nosotros en Democracia Liberal, comprobamos que son los partidos los que eligen a nuestros representantes, mientras a nosotros se nos reserva el derecho de aceptar o rechazar a los que figuran en las listas, pero no el de escogerlos previamente. También hemos visto que no ha nacido ningún partido como expresión de las ideas y opiniones de un amplio grupo de ciudadanos -y cuando fue así, se fracasó- sino que se nos han dado, para optar entre ellas, las viejísimas divisiones entre izquierda o derecha y, si se prefiere, la posibilidad de apoyar a las antiguas opciones venidas de fuera: Liberalismo, Conservadurismo, Socialismo, Comunismo y Democracia Cristiana. Esta última, para existir con una mínima consistencia, ha tenido que llevar a la apostasía al principal partido de la oposición y antigua fuerza conservadora: AP-PP, en una voltereta ideológica parecida a la del socialismo cuando renunció al marxismo por motivos de imagen.
Nuestro Estado Español, pues, sólo puede ser gobernado por representantes de esas Internacionales extranjeras y sólo entre ellas puede elegir el elector. Nuestros partidos son sus sucursales y, como sucursales, han nacido a través de una enorme inversión de fondos que, lógicamente, pagaremos todos los españoles. Con intereses.
La elección de nuestros representantes, de los que hasta hace poco se llamaron nuestros procuradores, ha caído en manos privadas, en manos de grupos con los necesarios recursos económicos para participar en las campañas electorales. Son los miembros de estas sucursales electorales los únicos que alcanzarán a gobernar la nación, los únicos que estarán autorizados para hacer nuevas leyes o derogar las inconvenientes para sus objetivos, sin más requisitos que conseguir un suficiente número de votos y de no actuar en contra de las normas que ellos mismos hicieron al comenzar la transición. Y este último punto tampoco lo cumplen.
Por un lado se ha puesto al ciudadano en manos de los partidos privados. Por otro, se ha entregado al Estado a esos mismos grupos particulares. En suma: se ha privatizado el Estado mismo y, cada cuatro años, sale a subasta amañada: quien ofrezca mayor número de votos porque se los pueda comprar, ése explotará el Estado y, a través de él, a todos los españoles.
Estamos ante la entrega del Estado a lo particular, como si se tratara de una concesión minera o turística. Ante un sistema que da preferencia a lo privado sobre lo público. Ante la entrega de los intereses de todos y de la gestión de los recursos de todos a grupos particulares, a Sociedades Internacionales que tienen medios para acudir a la subasta del Estado de la que hablábamos y ganarla. Nuestro Estado ya no es público y, por lo tanto, ni nos representa a todos ni nos sirve a todos.
Estamos en lo que aquí llamamos Política de Mercado, hija legítima aunque secreta de la Economía de Mercado.
22. Nuevo Medioevo
Para explicar mejor lo que aquí se entiende por política de mercado, es forzoso entrar en una lejana analogía y preguntarnos por los hechos que condicionaron la aparición de la Edad Media y del Feudalismo.
Cuando se debilitó el Imperio Romano, a causa del latifundismo capitalista de entonces, de la corrupción política, de la debilidad del Estado y de las sucesivas invasiones, la gente, por pura supervivencia, fue apiñándose en torno a los poderosos que podían pagarse ejércitos privados y que, bien pronto, se los hicieron pagar a sus protegidos, además de enrolarlos en ellos como soldados.
Lo privado, por el mero hecho del poder económico, tomó las riendas de lo público y después convirtió la autoridad en un ejercicio particular del poder. Sabido es que la sociedad occidental que nació entonces fue, en principio, extática y que la gente, toda ella ciudadana del Imperio, perdió en poco tiempo toda clase de derechos y consideraciones. Estos dependieron desde entonces del señor, hasta que se llegó a las tristísimas experiencias de ligar al campesino a la tierra en situaciones peores que tuvieron los esclavos de la antigüedad.
El origen de la Edad Media está precisamente en la privatización y posterior ruptura de un Estado que, en tiempos, había sido público y casi omnipotente. Hoy parece que esté sucediendo lo mismo en el mundo y, más aún, en España, donde la caricatura democrática acentúa los defectos del sistema. Circunstancias semejantes y dignas de ser meditadas:
Para llevar a cabo la Revolución Industrial fue preciso el éxodo del campesino a la ciudad, donde se convirtió en proletario, en dueño solamente de su trabajo. Para que las primeras industrias -minas, fábricas con máquinas de vapor- pudieran disponer del capital necesario para la reinversión y la ampliación del proceso productivo, ese capital tenía que detraerse del pago del trabajo, y así es como aquella Primera Revolución Industrial pagó salarios de hambre y redujo, a su vez, al obrero a la condición de esclavo, como antes lo hizo el feudalismo con el campesino.
Las acumulaciones de capital pudieron invertirse una y otra vez en busca de mayores beneficios, lo que industrializó a las naciones y, también, hizo desaparecer a gran cantidad de patrones, que fueron substituidos por la Banca y las Sociedades Anónimas. En el momento en que el dinero se convirtió en mercancía y pudo venderse por encima de su valor para hacer frente a la demanda de las inversiones, son las altas finanzas, la banca en suma, las que protagonizan el desarrollo y las que someten a las empresas, una por una, a lo mismo a que las empresas sometieron a los proletarios: la dependencia de un proceso superior. Aparecen Monopolios, Trusts, Cartels y otras maquinaciones que van concentrando la propiedad de los medios de producción y la propiedad de los fondos de inversión en manos de los dueños del dinero.
Esto, veámoslo bien, se mantiene en el estricto campo de lo económico hasta que los países industrializados consiguen saturar sus mercados y, supuestamente para extender el bienestar, encuentran que las naciones, con sus fronteras y sus diferentes leyes, son un obstáculo para seguir desarrollando el poder de las sociedades anónimas.
Aunque desde muy antiguo el dinero ha intervenido sobre el poder político, en este siglo sucede algo muy distinto: el dinero se organiza, decide ser el Poder y se plantea la conquista del Estado con la misma metódica diligencia que puso para conquistar mercados. Controlado el Estado, es evidente que la política económica está al servicio de las finanzas; que las leyes permitirán -como así ha sido en España- la usura y que los gobiernos lo serán sólo en la medida en que se conviertan en sucursales de los intereses de las sociedades anónimas.
Los partidos políticos se estructuran, pues, de arriba abajo. Invierten capital anónimo que produzca el voto masivo sin necesidad apenas de afiliados y se lanzan al control del Estado y de sus leyes, es decir al dominio de la sociedad entera que paga, una a una, todas las pesetas invertidas y, encandilada con el mito de la libertad, se convierte en esclava de los intereses particulares internacionales, como antes le pasó al obrero y luego a la empresa privada.
A partir de ahí, con muchas naciones gobernadas por los intereses de los mismos, ya se pueden ir igualando leyes y costumbres, eliminando fronteras y convirtiendo cualquier política en una sucursal de las relaciones mercantiles.
El Poder ha sido privatizado mediante el uso de partidos e inversiones y el ciudadano, como en los inicios de la Edad Media, por el hecho de vivir en una sociedad como las nuestra, trabaja para pagar a los bancos (préstamos, letras...), para pagar a los Estados y para sobrevivir. En otras palabras: como el siervo de la gleba, el ciudadano español queda adscrito al poder privado que haya conquistado el Estado mediante el uso de uno o varios partidos, sin más legitimidad que su inversión.
No dude el lector que estamos ante la resurrección forzada de un nuevo medioevo. No le quepa duda de que nuestra sociedad, por este camino, más que conservadora se volverá inmóvil, condenada a ser la misma o a cambiar sólo en la medida en que cambien los intereses mundiales que la han sojuzgado. Eso sí: en nombre de la libertad. De la libertad de los poderosos.
23. Inmovilismo
Una de las mejores pruebas de que esta inmovilidad se está produciendo ya la obtendremos al preguntarnos por la evolución que hayan tenido las ideas políticas en los últimos años. La última y más moderna oferta de crear un nuevo Estado en España se produce de 1931 a 1936. Desde entonces, nada nuevo. Desde entonces, además, ninguna posibilidad de renovación sino el eterno retorno hacia fórmulas del siglo pasado.
Cuando España, con la ilusión de la Reforma que iba a ser de modernidad, abre el Estado a la lucha de partidos, más de doscientos de estos quedan inscritos en el Registro de Asociaciones Políticas. ¿Qué sucede a continuación? En las primeras Cortes de la Transición ya sólo hay representantes del socialismo, del liberalismo, del conservadurismo, del comunismo y algunos híbridos nombrados a dedo.
Evidentemente, de esos doscientos partidos sólo unos pocos consiguieron la "homologación" y el apoyo de las internacionales políticas que son, sin lugar a dudas, la otra cara de las multinacionales económicas.
A partir de ahí a España sólo le cabe dejarse gobernar por ideologías antiguas, todas con más de un siglo de edad y varios remiendos; todas con escasas modificaciones,conocidas y fracasadas ya en España. La novedad de la Transición, que tantas esperanzas despertó en muchos sectores, se convierte en simple homologación, en el afianzamiento de las internacionales que ya dominaban Europa.
No es casualidad que el paro aumente y se enmascare una y otra vez. No es casualidad que sólo se nos ofrezcan dos modelos de sociedad pero un sólo patrón económico: la que propugnan los disfrazados de socialdemócratas y los popular -conservadores-cristianos, apoyados por la banca ambos y relacionados unos y otros con ese misterioso engendro llamado Trilateral, cuyos miembros están presentes tanto en el socialismo como en el actual Partido Popular.
¿Quiere esto decir que en España no nacen ni existen otras ideas, posiblemente más eficaces, sobre cómo organizar la convivencia y articular el Estado del año dos mil? No. Quiere decir, sencillamente, que ninguna de estas ideas responde a los planes de los intereses extranjeros que han invadido España. Quiere decir que, mientras exista Democracia Liberal, sólo nos gobernarán los que convengan a las S.A., es decir los que obtengan los recursos para hacer campañas electorales importantes y muy caras y, además, no sean atacados ni perseguidos por los medios de información.
Mientras los partidos-sucursales manden, no habrá posibilidad de que otras fuerzas, más independientes y con intereses generales en vez de particulares, lleguen a gobernar en España. Salvo que...
Salvo que los españoles, la mayor parte de los españoles, nos demos cuenta de que hemos sido sometidos a este sistema multinacional, internacional y privado; a esta Política de Mercado que nos vende y nos inmoviliza. Entonces quizá tomemos la decisión de independizarnos, de sacudirnos esta sutil y peligrosa invasión.
24. Los nueve millones
La privatización del Estado, la política de mercado que ha entregado lo público a los intereses particulares, nos ha llevado a los nueve millones de pobres, pese a los mil puestos de trabajo diarios que pregona Felipe González. Encima, los sectores "progresistas", comunistas y socialistas que los fabricaron, pretenden representarlos.
Pero estos pobres estaban previstos. La ruina cierta de nueve millones de españoles hoy, de quince mañana, estaba programada para favorecer el triunfo del despotismo y para consolidar no la democracia sino el sometimiento de España a intereses extranacionales.
La política de mercado, siempre sucursalista, no ofreció pobreza sino libertad; pero, al no poder decidir con libertad sobre lo necesario para España, trajo esta pobreza, la falta de independencia nacional y las viejas desigualdades que todos conocemos y que considerábamos desaparecidas para siempre.
Aquí, entre nosotros, se está fabricando una experiencia colonial semejante a la que se da en muchas otras naciones españolas de América. Los medios de producción, uno tras otro, van cayendo en manos de intereses internacionales. Lo han facilitado los partidos que son, desde su aparición, el internacionalismo más fuerte y sin antifaces que hemos visto en nuestra historia.
Los beneficios del capital y del trabajo dejan de invertirse aquí: trabajamos para otros, los que conseguimos trabajar. Y nuestro Estado se parece cada día más a una compañía, quizá a una organización mafiosa. Del mismo modo que el hombre rico tiende a explotar el trabajo del hombre pobre, la nación rica explota el trabajo y los recursos de la pobre o de la mal gobernada.
Sobre el Estado manda - y hasta le suplanta- un partido que, a su vez, obedece a una internacional, la socialista. Si gobernara el PP, o como llegue a llamarse en los próximos años, sobre él decidiría otra internacional: la demócrata -cristiana por el momento. En cualquier caso, la grandes finanzas están detrás de todas las internacionales del llamado, con evidente escarnio, mundo libre. Hacen y obligan a hacer la política que su dinero y su expansión necesitan.
Sólo contemplando la política desde esta perspectiva tienen explicación estos gravísimos hechos: menos del diez por ciento de la población domina casi el sesenta por ciento de la renta nacional: situación de mal reparto de la riqueza e injusticia que estaba en vías de olvidarse. La pasividad ante el aumento del tráfico de drogas hace pensar que éstas se usan para acabar de desarmar a nuestra sociedad y que son, además, una saneada inversión de quien tenga los miles de millones necesarios para poner en tal negocio. La venta de las sociedades nacionalizadas de Rumasa a las sociedades extranjeras, a bajo precio. La firma de entrada en el Mercado Común, reduciendo voluntariamente nuestra producción en todos los sectores y aumentando descaradamente nuestras importaciones. Las leyes que permiten la libre entrada de capitales extranjeros, que luego se llevarán fuera sus beneficios y los de nuestro trabajo, cosa que evitará que se reinviertan en nuestra agonizante economía. La práctica desaparición de nuestra industria pesada. La incapacidad -salvo estadística- para controlar el paro. El reiterado encarecimiento del crédito que dificulta las inversiones nacionales y, a su vez, facilita la quiebra de las industrias menos internacionales.
Se puede continuar con otros datos que, seguramente, el lector conoce también. Pero el caso es que son los partidos en el gobierno los que han tomado estas medidas que han favorecido la penetración de las finanzas internacionales en detrimento de nuestra independencia.
Y, cuando una nación no es dueña de sus medios de producción, es, por lo menos, una nación proletaria, si no es una nación sometida a la condición de colonia. Y más cuando el Estado debe, porque se lo ha gastado anticipadamente, más de un Presupuesto Nacional entero. ¿En qué? ¿En crear nuevas industrias? No. En política. Es decir en sueldos, publicidad y partidos.
Un partido, además de gastar anticipadamente todo un Presupuesto anual del Estado, ha vendido también el futuro que, lógicamente, depende más de nuestros acreedores que de nuestra voluntad. Así es como funciona la política de mercado, cuarto sector de la producción que hay que añadir a los ya clásicos de extracción, producción y servicios: el sector Político que, como los demás, necesita inversión de capital y, por supuesto, obtención de beneficios.
Veamos quiénes los obtienen y sabremos quienes invirtieron en política. Sólo con una buena inversión se puede pagar una buena campaña electoral y sólo ganando las elecciones se accede al dinero del Estado, a la facultad de legislar en beneficio de alguien o en perjuicio de alguien; actividades todas que pueden dar muy buenos intereses a quienes fundaron y subvencionaron un partido.
España y sus intereses generales quedan al margen de esta política de mercado. España es el mercado mismo que hay que explotar, y la política, la encargada de hacerlo. Y así debiera tenerse en cuenta para lo sucesivo, abandonando cualquier otra idea -de clase, de ideología- que se tuviera al respecto. Esos son criterios ya pasados y no es así como funciona, hoy por hoy, el tinglado internacional.
La democracia liberal, sus internacionales políticas y económicas, ha abierto en los últimos años tres naciones europeas a su explotación y consiguiente invasión colonial: España, Portugal y Grecia donde, fíjese, están presentes los mismos partidos que llevan a cabo la misma clase de política con los mismos resultados: paro pobreza, delincuencia -como consecuencia de la injusticia-, reconversión, Mercado Común, Otan, libre entrada de capitales extranjeros y cada vez más desigual reparto de la riqueza con abundantes escándalos financieros.
No importa el partido que en cada nación lo haya llevado a cabo, aunque el socialismo siempre ha intervenido en ello: han sido varios. Todos hacen, han hecho ya, lo que les exigen sus casas centrales. Han hecho lo que no podían dejar de hacer y, desde luego, en contra de los intereses de la mayoría de sus electores.
La farsa no sólo es grave. La política de mercado nos ha vendido definitivamente.
25. El hecho político
Visto que la Sociedad de Consumo exige una Economía de Mercado que, a su vez, implanta una Política de Mercado, conviene enfrentarse a la política de hoy como lo que es: un hecho económico. A continuación, observar que funciona como tal precisamente porque da beneficios.
Si la privatización del Estado, entregado a las sociedades anónimas, no repartiera dividendos, el capitalismo, las finanzas, dejarían de invertir en ello. En otras palabras, que si la inversión política fuera exclusivamente gasto, o si las inmovilizaciones de capital fueran superiores a los beneficios, el sistema de política de mercado dejaría de funcionar y sería abandonado por los actuales inversores.
Sabemos que en estos momentos el dinero político se invierte en dos principales áreas: los partidos y la información, ambos conducidos y organizados de arriba abajo. Basta con leer un periódico cualquiera para comprobar que la mayor parte de la información nacional procede de la política y especialmente de los partidos, ya en el gobierno, ya en la oposición.
La información, si puede expresarse así, es vertical y lleva la propaganda política desde el partido que la organiza al elector que supuestamente la votará. Todos los medios de información toman partido a favor de una u otra opción y, en este diálogo unidireccional entre quien escribe o habla y entre quien lee o escucha, no va incluida la respuesta de quienes reciben la información. A la reducida oferta política de izquierda o de derecha le sigue la reducida oferta informativa. La comunicación verdadera no existe: los menos hablan y los más callan sin posibilidad de expresar sus particulares puntos de vista.
La política actual reposa, pues, en estos dos hechos: Una considerable inversión económica realizada a través de partidos y una más considerable inversión informativa que ha substituido al militante por la publicidad y a la ideología por las relaciones públicas. En estos momentos el sistema no subsistiría sin propaganda, pero los costes que esto conlleva son precisamente su talón de Aquiles.
No es casualidad que el Estado dedique más subvenciones a los medios de información propicios: es pura supervivencia. Tampoco es casualidad que lo político sea el origen de más del ochenta por cien de la información que se imprime y se retransmite.
Se puede también concluir que a medida que aumenta el coste informativo menos rentable es la inversión política. Si se hace más intensa la información política, la propaganda disminuye su utilidad marginal y empiezan a obtenerse resultados negativos.
¿A cuánto asciende la inversión en propaganda hoy por hoy? Este año de 1989, entre las diferentes elecciones, las subvenciones a la prensa, los costes de televisión, los segundos sueldos, los precios de las diferentes campañas de imagen, los sondeos y otras herramientas de control, la adhesión a las campañas internacionales sobre el democrático Gorbachof, el democrático Ortega, el benéfico Castro,el paradisíaco Mercado Común, etcétera, la inversión necesaria habrá sobrepasado el billón de pesetas, más o menos el presupuesto nacional de 1976. ¡Sólo en un año!
Si sumáramos todo lo gastado desde 1976, que es difícil de hacer, llegaríamos a una cantidad increíble, por encima de los seis billones de pesetas. Añadámosle cuanto se va en sueldos políticos, autonomías, subvenciones a partidos y a editoriales, a publicaciones "interesadas" y nos encontraremos con que el Estado gasta en política "privada", en intermediarios, casi una tercera parte de su presupuesto.
Si los gastos siguen incrementándose así, estamos próximos a que no sean compensados por los beneficios, por más ventajas que se den todavía a los inversores extranjeros. Los dieciocho billones que debe el Estado son, más o menos, la inversión política que ha hecho el extranjero, la Democracia Liberal, a cambio de España. ¿Puede llegar a recuperarlos? Y, sobre todo, ¿cuánto tiene que obtener en intereses políticos anuales para hacer rentable tamaña cantidad de dinero?
Si se encarece el precio político, si cada día cuesta más convencer a un solo ciudadano, si la información masiva empieza a producir rechazos, llegará un momento en que la actual invasión política que sufre España será antieconómica o para financiarla todos tendremos que estar sometidos a los impuestos más altos del planeta, cosa muy posible a la vista de la evolución de la política fiscal.
Quienes se oponen al sistema por motivos ideológicos o morales están en su derecho. Se comprende bien que en España sólo los liberales y los socialistas pueden sentirse satisfechos - y no todos- mientras que muchos más andan sobrados de argumentos patrióticos, morales y hasta personales para enfrentarse a quienes nos han arrebatado nuestra soberanía.
Pero, por debajo de estas consideraciones, que siempre implican juicios de valor, existen estos otros hechos, que pueden ser válidos sin importar la ideología desde la que se contemplen: Pagamos la democracia entre todos, pero de ella se benefician muy pocos. La tal democracia se sostiene sobre dinero, publicidad y relaciones públicas, y hay que temer que esté dejando de ser rentable para quienes nos la trajeron como elemento de explotación y de dominio. Aquí cabe recordar los consejos internacionales a nuestro socialismo sobre la necesidad de moderar el gasto público: los cipayos les han salido derrochadores.
Si el punto débil del sistema, lo que incrementa los gastos de explotación, es la información, como suponemos, es la información y su eficacia la que debe ser atacada prioritariamente por aquellos que aspiren a cambiar el signo de los tiempos. Sin ella los partidos serían piezas inútiles de control social. Quedarían reducidos a sus auténticas y mínimas dimensiones.
26. Ofensiva informativa
Quizá sea exagerado afirmar que la fuerza política de los partidos está en la información que monopolizan y en el dinero de que disponen para hacer frente a las campañas cada vez más caras. Ciertamente la fuerza no está en ellos sino en el Capital -en la Banca, en el sistema financiero mundial- que mantiene la ofensiva política a través de los partidos e internacionales y la ofensiva económica a través de las multinacionales.
En resumidas cuentas, entre las finanzas y el voto del elector que les es imprescindible para su actuación, sólo están los medios de información. Medios de información en una nación en que se lee poca prensa y en que la televisión obedece las instrucciones partidistas. Lo mismo que tantas emisoras de radio.
La información se hace de arriba abajo, manteniendo el decorado de lucha entre partidos, pero sin cuestionar nunca ni la realidad de su existencia ni la utilidad del sistema a que han dado origen. Información vertical de una sola dirección: un millar apenas de informadores acaparan el ochenta por ciento de los mensajes que reciben, por lo menos, treinta y dos millones de españoles.
Esta información suele dividir cómodamente a sus receptores en derechas e izquierdas y va dirigida a la derecha o a la izquierda o contra la derecha o contra la izquierda. Imagina que España permanece tan invertebrada como desean los partidos. Supone que el español participa de España sólo como elector de un bando o de otro y renuncia de antemano a esa otra información que se da entre gente que, en vez de compartir un partido, realiza un mismo trabajo, vive en un mismo municipio o pasa por unas dificultades comunes.
Esta información, a la que hay que añadir el trabajo de muchas editoriales, no siempre interesa al destinatario; pocas veces le apasiona y casi nunca le convence. De la bondad de los partidos, especie tan pregonada en los últimos quince años como panacea, sólo parecen haberse convencido los apenas quinientos mil españoles que en ellos militan.
¿Qué otra información puede llevarse a cabo en España? ¿Cuándo? ¿Cómo? Una información interclasista y extrapolítica, al margen de los intereses partidistas y de los cauces habituales. Una información horizontal, si puede calificarse así, que atienda a lo que no atiende la información vertical. Una información parecida a la conversación, que recaiga sobre otra clase de hechos no específicamente políticos; que repose sobre las dificultades del individuo, no como hombre de derechas o de izquierdas, sino como padre o hijo, como trabajador o parado, como instruido o sin instrucción, como vecino, como objeto de las sucesivas injusticias.
Una información pobre quizá, callejera, de viva voz o de panfleto, ante el chato en la tasca, en la tertulia, con el café. Una información que reproduzca los problemas de cada día y de cada hombre, en la seguridad de que información vertical e información horizontal son contrarias y hasta excluidores por cuanto que lo cercano y directo suele ser más interesante que lo lejano, abstracto y dirigido.
El hombre aislado, ya a causa de la gran ciudad, ya por carecer de familia o por ignorar hasta el nombre de sus vecinos, es fácil presa de la información vertical, política, en permanente ofensiva contra grupos organizados al margen de los partidos políticos, ya sean entidades culturales, colegios profesionales o clubs privados.
El hombre que participa de otras relaciones y que se comunica con sus iguales de tú a tú, es, qué duda cabe, un medio de información social y una fuerza viva que cada vez acepta con mayor dificultad lo previsto por la información vertical. Una información cuyo caso extremo de malicia, en 1989, estuvo representado por el programa televisivo "Tribunal Popular", a base de un fiscal y un defensor para cada tema. Condenaron a la economía sumergida, según interesa al gobierno que la ha generado. Absolvieron a Gorbachof, por demócrata y procuraron comparar el comunismo de Stalin con el franquismo, dejando claro que el comunismo actual de Rusia tiene aspectos muy positivos. Es muy fácil saber los resultados de la votación del jurado si se conocen los temas bendecidos por el gobierno.
Lo cierto es que la batalla política está hoy planteada en términos de información vertical y fiada a su capacidad para provocar actitudes positivas hacia un partido o hacia otro. Evidentemente es más fácil y económico provocar actitudes negativas hacia todos, con absoluta neutralidad, procurando, en lugar de convencer, desvelar, y dando a todos la oportunidad de decidir con independencia.
También es cierto que, a medida que aumenta la desproporción entre las promesas y las realizaciones, aumenta la desconfianza del receptor del mensaje político y, por lo tanto, convencerle o inducirle al voto positivo y dócil requiere mayor esfuerzo propagandístico, con el natural coste adicional que esto supone. Un coste que empieza a acercarse al límite en que los beneficios políticos pueden estar por debajo de los gastos de propaganda.
Cuando lleguemos a ese punto, el sistema actual estará severamente amenazado y quizá condenado a ser abandonado por sus inversores: el dinero, ya se sabe, tiende a buscar el máximo beneficio y no se embarcará en pérdidas, con lo que pronto veremos cómo periclitan los partidos y su preponderancia. Bastará, está bastando ya, con el formidable cansancio que la propaganda masiva está provocando.
Sólo hace falta, además, que se pierda el miedo; que todos tengamos meridianamente claro que los partidos -quinientos mil afiliados apenas- son los menos; que los explotados por el sistema somos los más. Que es posible rescatar la soberanía tan pronto como, frente al mensaje del miedo, demos a nuestros amigos el de la esperanza: consumamos política española y, en lugar de conformarnos con lo menos malo, elijamos lo mejor: la independencia.
27. España sin partidos
¿Es posible para España sobrevivir sin partidos políticos? Todos conocemos ya los enormes costos que éstos nos han supuesto y conocemos sus escasas realizaciones desde el gobierno del Estado. Hemos visto, también, cómo han desaparecido millares de empresas, cómo sectores enteros han caído bajo el control de sociedades anónimas multinacionales, cómo se han generado paro y pobreza y cómo la Renta Nacional vuelve a estar peor repartida entre los españoles. En otras palabras: la injusticia ha avanzado -por eso aumenta la delincuencia- a la vez que los intereses generales se han subordinado a los intereses particulares, casi siempre extranjeros, de los partidos.
Aún así, ¿podemos volver a un Estado Público, no privatizado, y a una participación extrapartidista? Tal como vamos, España corre peligro de caer en manos de unas cuantas compañías, como las repúblicas bananeras, y de una clase rectora profesional, tal como sucedió en muchas repúblicas sudamericanas, siempre de la mano de los partidos.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo organizar la reacción de una sociedad que pretenda recuperar la dirección de sus asuntos públicos y de su economía para llegar a ser independiente de nuevo? Si los partidos son los únicos intermediarios entre el Estado y el Ciudadano y cuentan con medios de información y con dinero, ambas cosas en substitución de los antiguos militantes, quizá sea preciso recurrir a organizaciones no políticas, a un movimiento de defensa del elector, a una pura ecología política, a una especie de control de calidad, y aceptar la lucha en el plano exacto en que está planteada, que no es el ideológico, sino el de la empresa.
Es evidente que convencer en España a un hombre con argumentos ideológicos distintos a los que profesa es una hazaña imposible. Un socialista, por ejemplo, jamás captará a un falangista para su Psoe (hablamos de auténticos socialistas y falangistas, escasos ambos). Y viceversa. Ni se hará marxista un burgués ni burgués un marxista en tanto que no alcance bienestar y fortuna. Pero también es evidente que si un partido vende "representatividad" mediante promesas y propaganda, dominando un mercado electoral con métodos de marketing, otras empresas pueden disputárselo, oponiendo al modelo de partido sociedad anónima el modelo de cooperativa de electores, natos productores del voto. Y el voto es el producto político monopolizado hoy.
¿Cuántos parados, sin inquietud política alguna quisieran hacer valer sus derechos y elevar su voz frente a quienes les han reducido a la frustración y a la pobreza? ¿Cuántos electores se han sentido engañados, sin más solución que votar a "los otros" en las próximas elecciones? ¿Cuántos ciudadanos consideran que no reciben nada a cambio de los impuestos crecientes?
La batalla ideológica no urge tanto como ésta de conseguir una representación que nos defienda del estado Privatizado, del Estado explotado por las sociedades anónimas: una cooperativa de explotados. Ahí queda un trabajo por hacer: si el poder se organiza en partidos para la explotación masiva de la nación, la nación puede organizarse en sindicatos de proletarios políticos, los únicos proletarios que existen hoy en día,cuya única riqueza política es el voto. Tales sindicatos obligarían al Poder Privado a repartir beneficios públicos.
Si los partidos son sociedades anónimas, la respuesta ante ellos puede ser la clásica: sindicatos de trabajadores del voto, por así decir. Cooperativas que capitalicen la pequeña propiedad -un hombre, un voto- para convertirse en otro tipo de empresas políticas: las volcadas en la defensa de los intereses públicos.
Porque la sociedad actual está invertida: si el Estado se ha hecho privado y se subasta entre dos o tres compañías cada varios años, la iniciativa privada y personal ha de convertirse en iniciativa pública y defender lo común a todos, los Intereses Generales. Crear los antipartidos y, como tales, pujar voto a voto por el Estado en almoneda. No olvidemos que los apartidistas somos y seremos siempre veinte o treinta veces más que los otros.
Se trata de devolver la "representatividad" a los representados. Se trata de unir, para la defensa común, a los que padecen una común injusticia o varias. Enfrentarse a la propaganda masiva con la contrapropaganda que supone descubrir los fines reales de la Política de Mercado; exigir la plusvalía que el votante genera y hacerlo no tanto desde la idea utópica como desde la necesidad imperiosa de no perder nuestros últimos restos de independencia en un mundo empequeñecido por la economía y por la política de Mercado.
Cuantas veces se ha hablado de esto con unos y con otros, votantes todos de diversas opciones, han tendido a considerarlo razonable y, acto seguido, han añadido: "Sí, pero, ¿cómo? ¿Quién une a tantos y tantos?
Los verdaderos independientes, por supuesto. Y desde el municipio. El votante, el elector aislado, es presa de los partidos y de su propaganda; pero el votante aislado, insisto, vive en su municipio; conoce a sus vecinos o puede llegar a conocerlos. Y sólo en el municipio puede plantearse la independencia, precisamente porque en el municipio se puede hacer una información horizontal. Nunca se podrá hacer un sindicato de electores desde arriba. Aislados, no cuentan con medios para hacer un antipartido nacional, pero sí para dar una opción apartidista a cada municipio, eliminando así la causa primera del voto del miedo: que por no votar al menos malo sucedan graves males a la nación. El voto municipal no trae males generales y es el campo ideal para manifestar con autenticidad las frustraciones que los partidos han causado.
Los municipios: ahí está la respuesta independiente, clásica española y lo bastante alejada del poder como para no ser manipulada o comprada por la propaganda centralizada. Yo sé donde les aprieta el zapato a mis vecinos mucho mejor que el comité central de campaña de un partido. Yo sé cómo demostrarles que los alcaldes obedecen al partido y no a los ciudadanos que dicen representar.
En el municipio todavía es posible defender con éxito los intereses públicos. En el Parlamento, no. Pero bastaría con que los independientes, los sindicatos de electores estafados, tomaran conciencia de su número y poder para lanzarse, unidos, a la recuperación del Estado. Ganarían por mayoría absoluta y, en cualquier caso, ¿qué parlamento partidista podría gobernar una nación con municipios independientes?
Piense en todo esto el lector antes de las próximas elecciones. Hable con su vecino. Pregunte qué partido puede solucionar esos asuntos de alcantarillado o de asfaltado o de tráfico mal organizado. Pregunte qué partido habla siquiera de ello en su campaña electoral. Sólo haremos futuro cuando resolvamos los problemas de cada día, sin que nadie decida sobre ellos por nosotros, ¡y decida sin conocerlos siquiera!
Sólo desde el municipio España puede sacudirle la explotación de la política de Mercado. Sólo desde el municipio se pueden dar respuestas a la rica maquinaria de los partidos que, una vez conseguidos los votos, aguardan cuatro años a la próxima campaña, manteniendo igual todo lo que no empeora. Sólo desde el municipio, con ejemplos concretos, se puede llevar a cabo una información horizontal que contrarreste y deje en ridículo a la información vertical, llena de vaguedades y en manos de los explotadores políticos.
Mientras en España queden pueblos y ciudades, España puede vivir y prosperar sin partidos. Y más aún: España sólo podrá recuperarse cuando prescinda de ellos y de sus amos.
28. Electores sensatos
España tiene ,entre sus veintiocho millones de electores, a no pocos inocentes de buena fe que todavía no distinguen que la libertad de votar ha de ir acompañada, para serlo, de la libertad de escoger, y es aquí donde falla nuestro actual sistema, que ha puesto en manos de la oligarquía partidista la proclamación de los candidatos.
Si el hombre de partido -caso de todos los candidatos- no es un hombre independiente, ya que está sometido a la ideología y a la disciplina partidista, difícilmente representará la libertad de quienes le votan pues el mismo no es libre. Si,además, el partido tampoco es independiente, sometido a la estrategia mundial de las internacionales y pendiente del apoyo económico de los grupos multinacionales, la libertad de España y de los españoles es pura entelequia, lo mismo que la independencia del Estado para tomar decisiones de acuerdo únicamente con nuestros intereses.
Los métodos políticos de hoy, elector, no son los que se proclaman. Nuestra soberanía no tiene en los partidos -único cauce posible- a unos representantes sino a unos secuestradores. Tampoco son asociaciones para la defensa de unos intereses generales o, siquiera, para la de los intereses de clase. Son instrumentos económicos para la explotación privada de los recursos del Estado. Son el medio del que se valen los intereses extranacionales para sacar de España -de todos nosotros- los máximos beneficios.
Hemos asistido a la privatización del Estado, confesada de obra pero no de palabra, para ser explotado por los grupos que más y mejor han invertido su dinero, y estamos sometidos a una forma nueva de hacer política: la Política de Mercado, que substituye militancia por publicidad, verdad por información masiva, y evita por todos los medios la evolución política del sistema, su adaptabilidad a los tiempos cambiantes, la independencia económica de la nación, mientras legisla y gobierna a favor de los partidos y de sus inversores.
Evidentemente quedan grandes ideas y muy honestos idealismos -tan necesarios hoy como ayer-, pero no están en los partidos. Muy difícil será combatir a sociedades mercantiles con ilusiones, puesto que la lucha previa por la independencia perdida no es un combate entre ideas sino una disputa por el dominio de un mercado: el de los votos, reclamados por procedimientos económicos tales como la publicidad, las relaciones públicas y el marketing: los mismos que se usan para vender coches o lavaplatos.
Nos movemos, queramos que no, en el ámbito de la política de mercado y estamos sujetos a las normas que ella ha fabricado para sí misma, empezando por eliminar toda posibilidad de competencia: sólo los partidos homologados disponen de dinero y de medios. Nadie más.
El Partido, S.A., compra los votos para acceder al gobierno o a la legislatura. Votos que se dan, en la mayor parte de los casos, fiados en la información pagada que salta a los medios de comunicación, con la buena fe del elector y con la esperanza de solucionar las dificultades nacionales. Sin embargo con ellos sólo se consigue poner la capacidad de decisión nacional en manos particulares interesadas en sus propios proyectos y negocios.
En ese campo es en el que debe actuar cualquiera que pretenda modificar la actual situación española, convencido de que es ya imposible hacer política tal y como la mayoría entendemos todavía que es. La Política de Mercado es, definitivamente, otra cosa, que depende de inmovilizaciones de dinero y de enormes gastos de publicidad.
Vimos que dinero e información son sus herramientas y, por lo tanto, sus puntos débiles: los únicos que la hacen posible. Para volver a hacer público el Estado y rescatar la Soberanía Nacional, es preciso dar una respuesta a cada una de estas dos fuerzas: dinero y comunicación.
Como el dinero tiene sus reglas y sólo fluye mientras existen expectativas de beneficios, conviene hacer más cara la actividad política, elevar el precio del voto, ya sea con la más lógica desconfianza hacia los partidos, ya con competencia en los mercados políticos locales: los municipios.
Todos hemos visto como los minoristas, para sobrevivir a la competencia de las grandes organizaciones de ventas, se asocian. Un partido que necesita influir sobre toda España a través de grandes medios de información, está en inferioridad de condiciones en el ámbito local: es en él donde se le debe combatir, forzándole a multiplicar sus gastos. Este mismo cuaderno -de difusión local o regional todo lo más- intenta precisamente eso: hacer más cara la política obligando a los partidos a gastar más por voto.
Puesto que pocos pueden disponer de las grandes sumas que son necesarias para la discusión política frente a los "partidos Particulares Homologados", obliguémosles a lo contrario: a gastar más y más, de manera que el interés económico de los inversores se reduzca a causa del coste de la inversión misma. Vamos, que no sea negocio el sostenimiento del tinglado político actual.
En cuanto a la información, centralizada necesariamente por los partidos, también ha de ser combatida desde los municipios, poniendo de manifiesto las pocas realizaciones de los partidos en los asuntos de cada día, sus desproporcionados gastos y su fracaso en el control de la delincuencia, del paro, de los enjuagues, de los despilfarros, del caciquismo, del nepotismo: de todo ello hay, y mucho más, en cualquier municipio actual. Todo, además, ha aumentado desde que los partidos prometen solucionarlo. Información horizontal de vecino a vecino. Información gratuita y veraz.
Los municipios han caído, casi en su totalidad, en manos de caciques organizados que sirven al partido en tanto el partido tiene algo que ofrecerles y que, pasadas las elecciones, se desvinculan de promesas y compromisos. Frente a tales bandas, el ciudadano puede unirse por encima -o por debajo- de las viejas consideraciones de la antigua política: izquierdas y derechas, ideología. La ideología, las derechas o las izquierdas, ya no tienen nada que ver con la Política de Mercado. Lo de hoy es otra cosa.
La urgencia de hoy está en defender lo público, los intereses de todos, la independencia de todos y el mejor reparto de la riqueza que la política partidista tiende a concentrar en pocas manos. Lo urgente es articular una sociedad, ahora compartimentada por los partidos y la información vertical, para que se defienda donde todavía está viva y en condiciones de palpar la realidad cotidiana: en los municipios.
El voto, que legitima el asalto del Estado por parte de los partidos, puede también derrotarles si se usa con inteligencia, si el elector dispone de una escala de prioridades: o los partidos o la independencia; o los intereses privados o los públicos; o las consignas desde arriba o la realidad de cada día.
Antes de votar en las próximas elecciones, hay que considerar en conciencia cuanto aquí queda dicho. Con los partidos no hay mal menor, porque tanto dan los unos como los otros, todos sucursales de los intereses particulares, extranjeros. Con partidos, la permanente crisis económica está asegurada, tanto como la competencia a nuestros productos, como el aumento del paro, como el incremento de los impuestos, como el incumplimiento de los programas electorales... Siempre sometidos al interés de quienes llevan quince años financiando elecciones y propagandas y luego cobran sus intereses.
Sin los partidos, sin sus extrañas obediencias, quizá consigamos defender nuestros propios intereses nacionales. Busque el lector hombres honestos y sin amos; convénzales, apóyeles y permita, con su voto, que en España vuelva a haber sitio para la esperanza.
1998. España.