El Descubrimiento de Europa

Arturo Robsy


Ensayo, política



(«El poder reside en la fe del pueblo», en lo que cree)

Prólogo de un amigo

Un día me va a tener que explicar Arturo Robsy por qué hace lo que hace y dónde se aprovisiona de la energía para hacerlo. En ausencia de su explicación directa, me toca hoy dar al lector curioso mi versión.

El autor de El Descubrimiento de Europa se encuentra a caballo entre dos mundos: el que dejó de ser y al que guardaba un difícil entramado de fidelidades, y el que debe de empezar a ser, que le apasiona no sólo por las novedades que presiente en él, sino porque comprende — y hace comprender al lector — que puede ser un universo a la medida del hombre, un hallar por fin la unidad humana que se nos arrebató hace ya tiempo.

Quizá deba traicionar el misterio, la clave del presente libro: Robsy ve que el mundo actual se ha hecho pequeño y que es forzoso engrandecerlo, ya que no en territorios, al menos en horizontes humanos. Opina — y toda opinión es discutible, aunque la suya es muy atractiva — que España ha guardado silencio, no ha hecho historia durante la Edad Contemporánea. Ha sido sujeto pasivo de ella. Y concluye que lo que hoy se llama Occidente, y está en crisis si no en decadencia, está incompleto porque se hizo sin España y, muchas veces, contra ella. Como Occidente se siente tan distinto de nosotros como, al menos, nosotros de él, el Occidente en crisis ensaya una nueva colonización de España, tanto en lo político como en lo cultural y económico.

En "El Descubrimiento de Europa" mi amigo Arturo ensaya una nueva visión del problema y propone, frente a la invasión, la independencia, para recuperar, con la unidad, las dos constantes de lo español. Quiere — y conmigo lo ha conseguido — que reparemos a la vez en el pasado y en el futuro de España. Quiere, además, que se le discuta, empeñado en forzar la imaginación del lector por otros derroteros.

Cuando le he explicado que muchas afirmaciones de este trabajo se las rechazarán a la vez las derechas y las izquierdas, me ha respondido: "Mejor". Y es que está convencido de que ambas han perdido, junto con su oportunidad histórica, su razón de ser. Ahora se trata de ganar el futuro de rescatar la vocación Europea de España y de volver a hablar de los vínculos que existen entre los españoles.

Noto en esta obra —como en las dos anteriores sobre España, "Hablar de España" y "El Desafío Español", un honesto intento de encontrar nuevos puntos de vista. "Ortega y Gasset, de todas formas, lo ha escrito casi todo" me dijo pensativo el autor. Quizá sí y quizá no, porque Arturo no vacila, si lo necesita, en llevarle la contraria en muchas de sus conclusiones ni en distinguir entre España y Occidente.

Es voluntariamente chocante, lo cual es bueno y es malo. Me quedé de un aire al leerle que el separatismo es necesario, y al llegar al capítulo titulado Baja y Alta Traición, donde afirma que el traidor es una especie benéfica.

El lector encontrará en las próximas páginas material suficiente para muchas discusiones y, además, una visión nueva, optimista y esclarecedora de algunas circunstancias históricas españolas. Debe de ser él y no yo quien juzgue en definitiva este bienintencionado trabajo. A mí, en cambio, sólo me queda añadir que no pude detenerme hasta llegar al final, porque en las palabras del autor España resulta ser increíblemente atractiva.


José Miguel Sepúlveda,
Barcelona, 1 de Abril de 1998

Todos los días España

Mis viejos amigos y mis viejos enemigos, a los que tanto debo, suelen comentarme que hemos elegido mal los que preferimos el aire libre, la intemperie, lejos de la arcaica techumbre de los partidos y al margen de las ubres de los presupuestos.

"Sois Pregoneros de nada" ¿Ah, sí?... "Vais contracorriente" Pero, ¿cómo podrá equivocarse tanto la gente amiga y enemiga? ¿Nosotros contracorriente, yendo al paso de la verdad? ¿Nosotros abandonados por no aceptar las conveniencias de los partidos? ¡Por favor!

¿Acaso la gran masa de españoles está en los partidos? ¿Acaso los hombres de más relieve intelectual están en los partidos? Nosotros, los pregoneros de España, estamos en nuestro tiempo y con nuestro tiempo; los partidos, en cambio, no se sabe bien en qué época se han anclado, pero, desde luego, no tienen nada que ofrecer ni al presente ni al futuro.

Estamos cercados, sí; se nos ponen cuantos obstáculos son posibles, algunos hasta imposibles. Se nos margina y se nos falsifican pensamientos y motivaciones. En otras palabras: Se nos combate, ya con la mentira, ya con el silencio, y con un cierto tipo de terrorismo intelectual que nos presenta, al menos, como incultos y algo lelos.

"Tenéis todo en contra" nos dicen los viejos amigos y los viejos enemigos. ¿Nosotros todo en contra? ¡Ni mucho menos! Aquí existe una cuadrilla de señores, o lo que sean, instalados en el poder y con dinero a su disposición; bien cuidados por la masonería; unos "inteleztualez" incapaces de inventar nada nuevo pero bien pagados; y unos medios de difusión volcados en la repetición gloriosa del tópico. Pero, ciertamente, el mundo de la partitocracia agoniza. Ciertamente la masa de españoles no participa a través del sistema que nos han impuesto. Ciertamente esta política no resuelve nuestros problemas, y la endeblez de las nuevas instituciones — artificiales y precipitadas — está más de manifiesto cada día.

Nuestro trabajo, pues, es cómodo. Quienes deben de luchar contra dificultades sin cuento son los que nos explican que todo va bien; los que quieren convencernos de la modernidad de unas ideas decrépitas que ya habían fracasado en tiempos de sus abuelos; quienes para seguir gobernando no tienen más remedio que mantener inmóvil a todo un pueblo imaginativo y espabilado; quienes van contra el transcurso del tiempo y contra la ya invencible tendencia a innovar y restablecer la unidad de los esfuerzos.

Ellos, con todo el poder y todo el dinero, pero sin visión histórica y sin verdades nuevas y eternas que proponer; ellos, cuya inutilidad se manifiesta mil veces al día, son los que se enfrentan a las dificultades y los que tienen un problema imposible de resolver: ¿Cómo hacer para que renunciemos al futuro? No tienen la respuesta. Por eso mismo tampoco se saldrán con la suya. Basta con reelaborar la realidad —como escritor— para chocar inmediatamente con su inconsistencia, con su carácter de espejismo.

Nosotros, los que levantamos la bandera de España y los que sabemos que ella es la respuesta para estos tiempos bastardos, no hemos elegido mal; ni siquiera hemos elegido, pues la Patria no es susceptible de elecciones. La nuestra es la única actitud positiva posible y, como verdaderamente nos empujan el afán de justicia y el ansia de libertad, estamos en el bando en el que menos peligro corre la verdad, y, en consecuencia, en el campo de los vencedores.

Este pequeño mundo

Aunque ignoro si se interpreta debidamente, este mundo es cada vez más pequeño. Periodistas y políticos, repitiéndolo constantemente, lo presentan como un triunfo de la humanidad: Ya no hay distancias que no se salven en horas; ya no hay lugares aislados y lo que en ellos sucede puede conocerse en el planeta en cuestión de segundos. Este —nos insisten— es un éxito del hombre sobre las dimensiones físicas. El mundo, como anticipaba nuestro idioma popular, es un pañuelo.

Hemos hecho pequeño al mundo a fuerza de comunicarlo, pero algo falla al primer golpe de vista: a medida que no quedan lugares aislados, aumentan los hombres aislados; a medida que los pueblos se comunican, más hombres permanecen incomunicados. Porque los hombres, claro está, no necesitan aviones y otras máquinas para dar y recibir: necesitan una organización social más humana y que se les reconozca como individuos y no como simple gente,

Estamos haciendo pequeño el mundo; tan pequeño que empieza a oprimir al hombre; tan pequeño que el alma del hombre comienza a sentirse apretado en él, a no caber en el mundo este que algunos, erróneamente, llaman moderno.

Muchos no han querido ver lo obvio: si hacemos más pequeño el mundo la consecuencia que se sigue es que también hacemos más pequeño al hambre; si reducimos las distancias, aceleramos el tiempo, de modo que es cada día más difícil que el ser humano comprenda sus propias fronteras y reconozca las distancias que en su interior separan lo posible de lo imposible, lo bueno de lo malo y lo individual de lo colectivo .

Pero eso no quiere decir que esas distancias no existan todavía. El sueño tecnológico de la velocidad, que tantas cosas de la vida cotidiana transforma, no puede cambiar dos hechos fundamentales: el hombre sigue preguntándose por el Mundo que le rodea y las explicaciones científicas, aún en el caso de ser bien comprendidas, no satisfacen ninguna de las preguntas íntimas que nos dirigimos.

Forzosamente hay que descubrir otras distancias que substituyen a las distancias territoriales. Es imprescindible engrandecer por otro lado el mundo mientras se empequeñece físicamente pues de lo contrario el hombre se ahoga, se está ahogando ya, lanzado a una angustia que no es consecuencia sólo del estrés de la vida industrial sino consecuencia de que soportamos muy mal el empequeñecimiento del hombre que trae consigo el del mundo.

¿Se pueden dar hombres grandes en un mundo pequeño? ¿Se pueden permitir hombres libres en un mundo estrecho ? Naturalmente que para que el mundo siga siendo cada vez más pequeño —en manos de las tecnologías, el dinero y la ambición— forzosamente hay que recurrir a unos modos de gobierno, arcaicos siempre, que no permitan que se abran las fronteras para acceder al nuevo mundo, un mundo que ensanche lo espiritual como único camino abierto a la aventura de la vida.

Se trata de impedir por todos los medios que el mundo vuelva a crecer en la dirección de lo que es más específicamente humano: el pensamiento. También se trata, comprendido ya que tenemos la imperiosa necesidad de un Nuevo Mundo, de forzar las barreras y adentrarnos impetuosamente en él. Para ello necesitamos ilusión con imaginación; inteligencia con humanidad y solidaridad con justicia.

Siempre que una época agoniza hace preciso encontrar un nuevo mundo (el Cristianismo, América...) y ahora es el momento de España.

Este es, pues, nuestro momento; el instante de la más formidable promesa qué vivir en los últimos cuatro siglos, y creo que debemos empezar a prepararnos para soportar la carga maravillosa y dura de las nuevas realidades que se avecinan.

¿Qué es la verdad?

Hay que repetir muchas veces esta pregunta de Poncio Pilato, pero sin lavarse las manos a continuación. Por desgracia la capacidad crítica del hombre de nuestros días suele estar mermada al vivir sometido a un continuo bombardeo de informacionea, a veces contradictorias, y a la aplicación descarada de la consigna convertida en valor común.

A veces miramos mal, desde los surcos profundos del tópico, las verdades que están ahí, a la vista, ocultas sólo por muros de palabras vacías. Este es el caso de la libertad en relación con la democracia partidista; del progreso en relación con la economía y los postulados de izquierda marxista, y de la justicia en relación con la igualdad.

El panorama habitual es el de un decorado que partidos y medios de información construyen y embellecen a diario. Poco consuelo es comprobar que el mismo decorado se pone simultáneamente ante los ojos de muchas otras naciones llamadas libres. Landelino Lavilla, sin pretenderlo, traicionó el carácter de Telón Pintado de todo esto al confesar que «fuera de la Constitución todo es barbarie».

Eso se pretende. Fuera de este sistema, que aspira al imposible de ser el mismo en todas partes, nada existe. No hay otras soluciones. «Es el menos malo de los sistemas». De los sistemas conocidos, debieran de añadir, si no tuvieran la intención de evitar por todos los medios la aparición de métodos nuevos para la convivencia o de sistemas mixtos capaces de separar el grano de la paja y de convertirse, entonces, en eficaces herramientas al servicio del hombre.

Pero el decorado existe. Se gastan cientos de millones diarios en él, en darle fuerza de realidad e incluso apariencia de verdad. Son millones los que de buena fe aceptan la panorámica falsa y con ella — y esto es lo malo para este sistema — la idea inconsciente de que hemos llegado al final del perfeccionamiento político. Si no se puede ir más allá — sospechan — aquí nos quedamos. Y, mientras estamos aquí, ¿en qué podemos confiar, en qué podemos soñar, en qué matamos el tiempo?

El atroz inmovilismo que desencadena un sistema como el nuestro actual, no puede por menos que debilitarlo todo, que forzar artificiales decadencias de la mano de la desesperanza y que socavar los más sólidos cimientos de la libertad humana, que siempre aspira a lo nuevo, a la perfección, a hacer realidad lo simplemente posible.

¿Qué es, entonces, la verdad? El viejo axioma, a veces atribuido a Goebbels y a veces a Lenin, de que lo repetido es cierto, se está transformando en España y se le puede escuchar, ya modificado, en nuestras calles: «Cuando tanto insisten, es que no debe de ser esto muy cierto». Por ahí, por esas direcciones de desconfianza está reaccionando nuestra sociedad. «Lo repetido es falso», esa es la cosa.

Aquí la verdad empieza a ser lo menos repetido; aquello en lo que ni los partidos insisten ni sobre lo que se establecen consensos. La verdad vuelve a tener un aire entre prohibido y secreto, y un aroma de afirmación chocante, contrario a lo que se afirma desde los puestos oficiales o comprometidos.

La verdad es, además, otra cosa más seria: el tiempo que pasa y que, gracias a los políticos, no nos lleva consigo. Esta es, quizá, la verdad mayor de hoy: el intento de frenar, contra natura, la historia y el impulso creador de los pueblos, con su secuela de fabricar un mundo falso, todo él apariencia, dónde se escamotea la significación de los más claros hechos.

¿Cuál es, pues, la vida media de la mentira? ¿Cuánto tiempo tarda una nación en descubrir que la privación de la verdad equivale a la más absoluta ausencia de libertad? En la respuesta a estas preguntas estamos, advirtiendo por los síntomas que las mentiras, como siempre ha sucedido, no sirven para construir nada real, como no sea el fracaso.

Guerra civil permanente

España no usa sus instituciones, lo que equivale a decir que estas no funcionan. En estos momentos, la representación de los intereses de todos está en manos de un solo partido, que gobierna, hace las leyes por mayoría, y ahora decidirá cómo se aplicarán, si se da el caso de que vuelven a ir a la cárcel políticos, como antes estuvieron los de Filesa, hoy, a los dos meses, en régimen abierto.

Las instituciones españolas actuales están pensadas para una sociedad que se comporte como la nuestra no lo hace en estos momentos, y para unos partidos políticos, mínimamente consecuentes, que actúen como no actúan los nuestros. Así pues las instituciones y la Constitución que las define, sufren el doble acoso de los individuos y de los partidos, y no tienen ni armas con que defenderse ni mecanismos para adaptarse a una sociedad muy distinta de aquella para la que fueron pensadas.

Existe, de hecho, una doble o triple guerra civil: la de los individuos contra las instituciones; la de los partidos contra la Democracia Liberal y la mutua entre los partidos y los individuos. Problemas graves todos y que nadie parece dispuesto ni a señalar ni a resolver.

Estas guerras civiles no son más que la manifestación visible de un fracaso general tanto en la construcción de un nuevo estado como en su gobierno. Se aspira a que las falsas instituciones generen tradiciones democráticas cuando, en realidad, se han desechado todas nuestras tradiciones democráticas para construir el Estado de las Autonomías.

Se ha privado de su voz a la gente en tanto se consigue privarla también de su opinión. Las clases políticas usan el método pueril de proponer a la gente lo que la gente debe decir o debe desear, y ella, entre adherirse a propuestas predigeridas o abstenerse, ha elegido la abstención en la militancia — que sabe estéril y a merced de los caciques partidistas — y sólo forzada por el miedo al futuro acude a las urnas cuando la llaman.

Mal sistema, porque algo debe de hacer la gente entre elección y elección y eso, precisamente lo que hace, es lo que no saben los políticos y lo que parecen no desear saber. Consideran a esa gente silenciosa público atento, individuos capaces de ser deformados una y otra vez por su distinta propaganda, ignorando adrede que tenemos todos la facultad de hacer proyectos y de formular deseos.

Mal sistema, porque la gente sólo es maleable hasta un cierto punto, a partir del cual reacciona siempre negativamente y entra en conflicto abierto con quienes le proponen cosas distintas a las que le proponían con anterioridad. El español de a pié puede no ser leal, pero admira la fidelidad en los otros, como admira las trayectorias rectilíneas y limpias. Hay casi obsesión por saber quién es quién, que es justamente en lo que más les fallan los políticos actuales.

Los políticos, que se han obstinado en convencer a la gente, y eso en España no puede hacerse. Todos sabemos lo que es discutir con un amigo que defiende un punto de vista diferente: ¿le hemos convencido alguna vez? El primer cambio radical que ha de llevarse a cabo consiste en que el político, descubierto ya que no puede convencer, recoja las aspiraciones fundamentales de todos y les ponga voz y método. En otras palabras: que el político aprenda de sus electores. Mientras, seguiremos en esta guerra civil, que no es tan larvada como piensan algunos:

El Gobierno ataca clarísimamente a las Instituciones en lugar de organizar su funcionamiento: ahí están los caso del Poder Judicial, del Ejército, de la Policía, de las Autonomías y de la Corona, por ejemplo. Los partidos, escasamente representativos, se atacan entre sí y, todos ellos, atacan al ciudadano armados con la mentira y con la desfachatez. El terrorismo ataca a todos, pero no para desestabilizar, sino para obtener nuevas ventajas para sus representantes legalizados. Y, en general, España parece gobernada por sus enemigos, definitivamente vencida y cautiva para la eternidad.

¿Es así de verdad? Una España cautiva es un imposible lógico: no puede suceder por la índole misma de España.

¿Qué es España?

En unas meditaciones anteriores se dijo que la Patria era el principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo, otra forma de explicar que, al ser una unidad de destino, forzosamente es una unidad de Historia. Esto es válido para todas las Patrias pero no responde absolutamente al qué es España. En tanto que Patria, es lo que se ha dicho anteriormente, más las diferencias específicas que hacen de ella España y no otra.

¿Cuál es la diferencia que hace que la España cautiva sea un imposible lógico? En principio es la Unidad de Historia la que establece las mayores diferencias entre las Patrias, la que les confiere su carácter especial y único. Esa historia es la que fuerza a convertirlas en unidad de destino. Y, en el caso de España, hay todavía otro hecho diferencial: Occidente.

España no es Occidente, aunque no cabe duda de que lo creó. Crear la Occidentalidad no es serlo, sino ser anterior a ella y, previsiblemente, posterior. España hace posible el Occidente en tres clarísimos momentos históricos: cuando los hispanorromanos, filósofos y emperadores, llevan al imperio nuestro estoicismo pre-cristiano, y las ideas de que el soberano ha de ser el primer servidor junto con la del Imperio Universal.

Cinco siglos después se desmorona la Monarquía visigótica al primer empujón mahometano, pero los españoles, en lugar de emigrar a tierras mas seguras, encuentran una vez más su destino: recuperar la independencia, restableciendo la vieja unidad, y emprenden una guerra de más de setecientos años, convirtiéndose, conscientemente, en el escudo de una Europa que, a partir de aquí, se separa definitivamente de la corriente universal española y cae en un feudalismo bárbaro y escasamente fértil. Si, como dice Ortega, el Imperio de Carlomagno es el principio cronológico de Occidente (y no es más que el cadáver de Roma en retroceso) la Reconquista y su epopeya nos hacen para la acción original y nos separan de las tendencias que conquistan Europa.

El tercer momento de la creación de Occidente corresponde al descubrimiento de América. España consigue su unidad física y, casi lograda su unidad espiritual, corre de nuevo por sus cauces universales. Su tremendo empuje, su política hegemónica, hace que se convierta, con respecto a Europa, en lo mismo que fueron los islamistas con respecto a nosotros: un elemento agresor al que hay que combatir por mera supervivencia.

Tal vez España hubiera podido hispanizar Europa, pero el caso es que no lo intentó. Hispanizamos América porque la evangelizamos, pero Europa ya conocía el evangelio y empezaba a renegar de él. Pueblo vigoroso, seguimos incorporándonos cultura y arte europeos, pero les dimos muy poco a cambio. Nuestros ejércitos señorearon Europa, pero, al contrario de las legiones romanas, no llevaron con ellos nuestra cultura ¿Por qué en aquel momento no se tomaron las medidas oportunas? Sencillamente porque nuestro caudal humano iba a asentarse en América. Sin el Nuevo Mundo los españoles, en creciente, se hubieran establecido por toda Europa y hubieran cambiado el destino del continente.

No fue así. Las naciones Europeas hicieron alianza tras alianza hasta que en el siglo XVIII perdimos nuestra presencia europea y en el XIX toda América. Entre todos nos vencieron dejándonos el regusto de lo que pudo haber sido y, de nuevo, la frustración de no seguir nuestro camino hacia lo universal. Quedó, claro está, lo que hay se llama Occidente, al cual no pertenecemos pues, aunque lo hicimos posible, no le entregamos apenas nada de nosotros. Ni siquiera la idea de destino. Occidente en muy gran medida significó el rechazo a nuestros modos españoles; una respuesta a nuestra hegemonía; dos destinos europeos distintos y, quizá , enfrentados.

Por eso decía que es el Occidente el que nos diferencia de otras Patrias y que sigue siendo el Occidente el principal obstáculo para cualquier política española en Europa. No se trata ya de que los europeos no hayan olvidado aquellos siglos de batallas, o de que pervivan rencores al cabo de tanto tiempo: es, sencillamente, que abrimos un foso entre el Occidente y nosotros ; que nos diferenciamos excesivamente durante la historia, y cualquiera percibe que no somos lo mismo, que no ocupamos espacios próximos a pesar de las vecindades geográficas y a pesar, también, de nuestros orígenes comunes.

Ser español no es precisamente ser occidental, como la historia nos ha explicado repetidamente. Ser español es tener al Occidente como enemigo o ,al menos, por incomprensivo vecino. Y creo que Occidente percibe bien esta grave diferencia; no así España, que quiere a hora "Ser Occidente", ignorando que para conseguirlo España ha de renunciar a su propio ser y a sus orígenes, como nuestros políticos nos proponen y como la sociedad, gravemente desconcertada, no termina de aceptar, aun sin explicarse claramente los motivos.

Si el destino de España es universal, si desde los Emperadores Romanos hemos tenido una clarísima vocación de unidad física y espiritual, España es en sí misma un continente, una cultura vieja y llena de posibilidades, y un embrión de civilización, que no es la occidental, sino la humana. Y ese es el camino.

¿Qué es España, pues? Una irrenunciable vocación de unidad entre los hombres y entre los pueblos.

Ideología e ideas

En los dos últimos siglos los españoles hemos confiado excesivamente en las ideologías, en las ideas sobre la sociedad y el mundo convertidas en sistema y, metafísicos como somos, nos hemos enzarzado en torno a ellas, no pocas veces derramando la sangre propia y sacrificando los propios intereses.

Conviene recordar que "ideologías", sistemas más o menos articulados de explicar cómo debe de estructurarse y funcionar una sociedad, no surgen hasta los finales del siglo XVIII. Por su puesto que antes, desde Pitágoras a Platón y Aristóteles o Santo Tomás Moro, muchos habían estudiado las formas de gobierno o explicado su idea de Estado Ideal. Pero la ideología, como corriente de pensamiento a la vez que herramienta para alcanzar el poder, es algo nuevo y reciente en la historia. Algo como la utopía con ropaje romántico y propuesto como elemento de salvación.

Las ideologías nacen todas ellas entre la burguesía, y en el extranjero : Liberalismo y los diversos socialismos materialistas, cuyo imperecedero florón, responsable de más de 200.000.000 muertos violentamente, es el marxismo. Nacen cuando la sociedad empieza su transformación industrial y van parejas a la formación de las masas. En realidad substituyen los proyectos políticos por «modelos» políticos y tratan de poner normas o cauces a las necesidades de cambio de las sociedades contemporáneas.

Las ideologías, además, tienden a sobrevalorar los componentes económicos de las naciones, y hacen de la riqueza principal preocupación y motivo. No es extraño que las dos más mentadas, liberalismo y marxismo, nazcan de las cavilaciones de un escocés y de un judío. Lo extraño es que el mundo entero tienda a aceptar el objetivo de la riqueza —nada desdeñable— como el principal y por encima del de la independencia.

Las ideologías han sido útiles y eficaces sólo cuando han plasmado las aspiraciones generales de un pueblo. Así el liberalismo, con su anexo capitalismo, ha respondido a las concepciones generales del mundo anglosajón de la Reforma, del mismo modo que el marxismo, tan lejano a Europa, ha respondido al imperialismo ruso con el solo añadido del leninismo.

Pero en España las diferentes ideologías han respondido únicamente a los fines de la división y de la inmovilidad histórica, cosa buena para ese Occidente (próximo y lejano) en el que un día tendremos que irrumpir, para modificarlo, con nuestras específicas concepciones.

La política, que en España responde siempre a la acción-reacción de la Termodinámica, no es cosa de ideas solamente ni mucho menos de ideologías. La política se carga de juicios de valor y encarna en la mayoría de los casos un mundo de sentimientos. Esto se olvida casi siempre: no sólo razón, sino pasión, amor u odio, están en la base de nuestras actitudes políticas, y hay que hablar a la vez al espíritu y al sentimiento del hombre para que sea el hombre entero el que decida y actúe.

En España, voluntaria o involuntariamente, hemos contaminado con pasiones las ideologías ultramontanas, que se convierten, además de en un modelo utópico, en un arma con la que llevar la contraria al vecino antipático, al conocido imbécil o a la historia desagradable. ¿Qué teníamos aquí antes de que las primeras ideologías nos infectasen ? Ambiciosos, como en todas partes, sin la cobertura pulcra y filosófica de su ideología. Y también gobernantes honestos cuya vida pública no se ordenaba en función de unas corrientes de pensamiento sintéticas, prefabricadas siempre, con las que jamás se ha explicado del todo la compleja realidad de los estados.

¿Cómo se gobernó en España antes de la masonería y antes del constitucionalismo liberal? ¿En qué se apoyaban los hombres de estado que no tenían, claro está, ideologías? De la única forma válida posible todavía: analizando bien su sociedad; tomándole las medidas, apuntando claramente las cosas en el debe y en el haber y procurando avanzar con arreglo a unos objetivos.

Hoy el pueblo español baraja en masa modelos de sociedad, utópicos finales marxistas o liberales, pero no apunta hacia objetivos, sino hacia generalidades modélicas que no han existido jamás, ni existirán nunca. Va siendo hora de despertar de este sueño político, de este discurrir al margen de los hechos, y recuperar con vigor nuestro viejo, eficaz y despiadado realismo. Con las ideologías nos movemos en círculos, y las direcciones de nuestro ir por la historia, al cambiar según la ideología que venza en las elecciones, se convierten en mero vagabundeo.

En cambio, qué diferente sería si con toda premeditación, sin servidumbres ni filosóficas ni foráneas, fijáramos nuestros propios objetivos y los persiguiéramos implacablemente, seguros siempre de adónde vamos y seguros de que al final de nuestra navegación por el tiempo absurdo nos aguarda un buen puerto.

No tengo yo ideología ni estoy dispuesto a dejarme llevar por ninguna. Tengo algo más importante, eficaz y sólido: objetivos. Y en los objetivos interviene la voluntad, algo así como el músculo del entendimiento, la espada del espíritu, la matriz de toda libertad que valga la pena ser vivida.

Pronto muchos habremos elegido con claridad nuestros objetivos y ellos nos devolverán un modo recto y eficaz de hacer de la convivencia el destino necesario que ahora nos falta a casi todos.

Voluntad

España es, en las tres etapas fundamentales, la principal creadora de Occidente y, en la encrucijada de América, su universal descubridora. Curiosamente ese Occidente también plasmó en América la íntima división Europea: España y el resto. No se nos oculta que el Occidente Americano está en Canadá y en Estados Unidos, y en ninguna otra parte.

El Occidente es la obra que puso en marcha España por el Descubrimiento y también porque en él se aglutinaron las naciones contra lo español. Pudimos, insisto, haber colonizado ese Occidente, en cuyo caso no existiría nuestra América. Del Occidente quedan hoy los restos de un mundo agotado ya, perdido el norte, y debatiéndose en la ausencia de nuevas proposiciones de futuro.

Occidente es la Obra, y, como obra, ha venido inmovilizándose y envejeciendo. España es la misión. Ninguna nación ha sentido tanto como la nuestra la llamada hacia una misión universal, predicada y extendida con la idea y defendida con las armas. España siempre ha sabido que tiene algo que hacer; ningún español cree que España esté ahí por azar, casualidad o accidente. Al contrario: imagina que, puesto que España existe, existe para llevar a cabo algo. Percibe, en otras palabras, que España tiene una misión que cumplir y, aun viendo a la nación empequeñecida, empobrecida e insultada, rara vez duda de lo mucho que nos queda por hacer y de la necesidad de llegar a hacerlo.

Hay una antiquísima voluntad de hacer que llega hasta nosotros desde la profundidad de la historia. Además, nunca se ha tratado de hacer lo del presente; jamás nos hemos preocupado de atender a lo de cada día, sino a concebir unidades superiores, destinos más elevados para el hombre; salvaciones eternas para el individuo.

España es una Patria de Acción. En España se comprende perfectamente que el pensamiento, sin actuación posterior, de nada sirve. Por eso España, que es tan rica en ideas, no lo es en sistemas filosóficos; pero al mismo tiempo tampoco somos prácticos porque no se nos ocurre exigirle a la acción beneficios, sino servicios a la idea que nos rige. La voluntad de hacer se muestra permanentemente embridada por la voluntad de hacer lo Justo, y solamente cuando ambas coinciden se produce un auténtico y fructífero movimiento.

Pero otras voluntades se dan cita entre nosotros, donde conviven la abulia, entendida como una voluntad de no meterse en líos, con la iluminación que sería la de no escatimarse ninguno. También la voluntad individual, el hombre como sistema, celoso de su independencia, suele enfrentarse muy a menudo con la voluntad nacional, que no es, desde luego, la suma de las voluntades particulares.

La "Voluntad del pueblo" no existe como tal, en tanto que los pueblos ni razonan ni atentan ni ambicionan a la vez como un organismo, La Voluntad Nacional, que es otra cosa, hay que buscarla en cuanto de permanente, y común a todos, llevan los individuos aislados. La Voluntad Nacional sólo nos es accesible por la historia, por el estudio de lo que el tiempo nos trae y se nos lleva, y de lo que el tiempo nos respeta. Lo superfluo que soporta cada generación, acaba desapareciendo, aunque por desgracia tendemos a hacer cuestión más de lo anecdótico que de lo permanente.

La Voluntad Nacional, lo que nos es común a todos, el rumbo que la Patria ha querido seguir desde siempre, tiene que ser rescatada y explicada. Los Españoles tenemos la necesidad de volverla a descubrir para encontrar en ella un principio de unión de nuestros futuros esfuerzos.

Normalmente no es necesario hacerlo así. Uno no necesita afirmar su españolidad permanentemente, porque va sobreentendida. Pero cuando se pone en duda la existencia de España, cuando se la acusa de inútil invención, la única respuesta posible es descubrir cada uno cómo es de español y cerrar filas con los otros españoles para defender lo que es patrimonio común y, también, garantía de nuestro único futuro posible.

Ya no se trata de ser español por nacimiento, que es, en suma, algo accidental; se trata de serlo por convicción, por pura necesidad de sobrevivir en el mundo, y por voluntad. Cuando se es español no se puede ser otra cosa, porque es imposible renegar de lo que somos sin dejar de ser hombres. Si al hecho de ser español se le añade la voluntad de serlo —porque ahora la Patria necesita afirmarse sobre sí misma para tomar impulso— España saldrá con bien de todas las asechanzas de este presente encanallado y de cuantos reniegan de su españolidad y no son más que alucinados

Usar España

Ha habido, desde siempre, un interés de terceros por usar España. Aquí se hicieron las guerras púnicas y las guerras civiles romanas. Los godos, que luego supieron aportar imprescindibles cosas a lo español, fueron en principio unos invasores más que resultaron conquistados. Y los mahometanos, que consiguieron despertar en nosotros una epopeya sin parangón en la historia de la humanidad, acabaron derrotados tras ocho siglos de lucha por recuperar la Unidad perdida.

¿Por qué los hispanorromanos no lucharon contra los visigodos, que no fueron muy numerosos, y, apenas tres siglos después, España se lanza a la Reconquista, ya sé que con altibajos, y no ceja en la empresa hasta su culminación? Los godos, aunque arrianos, eran cristianos y traían por primera vez a España la posibilidad de ser independientes y permanecer unidos, dos formidables aspiraciones de los españoles a través de los milenios. Los islámicos, en cambio, volvían a convertirnos en provincia, en parte de un conjunto y, aunque posteriormente el Califato fue independiente, nunca pudo ser español de la forma en que España lo venía siendo desde mucho antes.

Esto se explica para meditar en el por qué España, tantas veces invadida, ha aceptado a unos y ha rechazado a otros. A Roma la aceptó por la unidad, y por el cristianismo que coincidía en mucho con los sentimientos precristianos de la población. A los visigodos los aceptó por la independencia, y en cambio a los árabes los rechazó por las mismas razones: por la Unidad, por la Independencia y porque no éramos propicios al universo psicológico mahometano.

Esto mismo sucedió con la invasión francesa y más recientemente en 1.936. En ambos casos la unidad estaba en peligro y en ambos casos se nos intentaba someter a la categoría de provincia, de nación satélite, y esto no lo acepta un español normalmente constituido.

Es muy curioso que sea precisamente el extremo más occidental de Europa el sitio escogido para encontrarse tantas culturas, tantos pueblos y tantas concepciones del Estado. En la actualidad las circunstancias no han variado. A1 contrario: desde que América existe políticamente nao marcado aún ñas nuestra Patria como un lugar apetecible para sur usado en beneficio de terceros. Sólo que para que España pueda ser usada en favor de alguien tiene que dejar de servir a los intereses españoles: y a ello asistimos una vez más.

Se han intentado con nosotros las dos formas básicas: someternos por los ejércitos y someternos por las ideas, con las que previamente se ha corrompido a nuestra élite política. Hoy es este el método escogido y, así, nuestros políticos incorporados a una u otra ideología foránea, no son ya españoles aunque no son estrictamente extranjeros: son unos desclasados, auténticos inadaptados, condenados a una peligrosa soledad y a una fría separación de las gentes a las que gobiernan.

Quiero limitarme a dejar constancia aquí de que en la estrategia planetaria actual a España ha vuelto a tocarle ser punto de contacto y de fricción entre el Capitalismo, más o menos liberal, y el Socialismo, más o menos marxista — capitalista .Ninguna de las dos posturas se corresponde con la de España y, sin embargo, no pocos españoles aceptaron y siguen aceptando la absurda división entre derechas e izquierdas.

Ya se han producido, como era de esperar en España,los primeros intentos de síntesis brillante, uniendo el afán de Justicia al sentimiento de injusticia social, y añadiendo a la necesidad de crear riqueza la necesidad de repartirla equitativamente. Cuando al Liberalismo y al Marxismo se les incorpora una más elevada concepción del hombre, junto con un código al servicio de los demás, marxismo y liberalismo devienen en otra cosa, se transforman.

Cualquiera que sea la estrategia mundial que primero nos impuso una Democracia Liberal y, luego, dio el poder de esas instituciones burguesas a sus enemigos naturales los marxistas, es muy probable que no previera que España es una nación de síntesis. Aquí no se puede esperar que venza una u otra concepción, ni que una u otra salgan derrotadas. Lo que está sucediendo, a los veinte años apenas de reanudarse la lucha, es una síntesis general que, de momento, no se observa en las áreas del poder. Pero pregunten en la calle: la gente quiere algo del socialismo y algo del conservadurismo, más el contenido nacional, más su propia idea de la justicia...

En fin: tratar de usar a España tiene esta clase de riesgos: aquí todas las cosas cambian muy de prisa. Aquí se acentúan vicios y virtudes y el certero ojo español sabe lo que tiene que escoger siempre: la síntesis más enriquecedora, menos rígida y doctrinal y mejor adaptada a las necesidades del hombre.

Por eso esta vez también se va a saldar en España el enfrentamiento entre Oriente y Occidente, parecido al del cristianismo y el Islam .De estos años de fracaso acelerado y de tanteo ciego, saldrá, sin duda, la interpretación española de la nueva y necesaria modernidad. Se está produciendo ya, y muy pronto se irá proponiendo a todos desde diferentes lugares de España,

Usarnos sólo traerá consigo a los que lo han hecho una derrota general, que, desde nosotros, irradiará al mundo y provocará la entrada definitiva en la nueva edad que se viene anunciando

Vivimos la decadencia

Al trasladar a España, sin correcciones ni cuidado, un modelo de Estado internacional, basado en las diferencias que los partidos encarnan y cerrado al estudio de nuestras semejanzas y rasgos comunes, se ha reproducido, sin pretenderlo, el momento de crisis insoluble a que han llegado las instituciones políticas occidentales y su infiltrada carcoma marxista.

La descomposición de Occidente, que en él evoluciona a un ritmo más lento, ha caído en nuestro cuerpo social, falto de defensas seculares, como una enfermedad virulenta, de manera que hemos tenido el privilegio de ver, como en una máquina del tiempo, el final de la decadencia de Occidente representada por actores españoles.

Si ese Occidente enfermo pudiera hacerse este razonamiento, que no puede, por falta de la necesaria percepción, tal vez estuviera en condiciones de rectificar su trayectoria. Pero Occidente está atrapado por la inercia histórica de sus propias creaciones y condenado irremisiblemente a andar hasta el final el proceso de descomposición de las sociedades que le hicieron rico y activo en toda la Edad Contemporánea; una época, fíjate, lector, en la que España no ha participado activamente y que entre nosotros sólo significará una transición entre el descalabro americano y el replanteamiento de nuestra misión en el mundo. Verdaderamente ha sido la edad de nuestras luchas civiles que empiezan con la Guerra de Sucesión, se extienden a la sublevación americana y siguen hoy todavía, momentáneamente ritualizadas entre los partidos, poniendo obstáculo tras obstáculo a la forzosa necesidad de resumir nuestra unidad espiritual sobre la nueva e inevitable realidad de nuestra reducida unidad física,

España, sin América, no ha vuelto a ser la España de siempre, segura de sus contenidos, de su mensaje y de su misión. La España Europea, sin la Americana, ha necesitado casi dos siglos para comprender su espantosa mutilación y recuperar sus ganas de vivir. Mientras, nos hemos ido debatiendo en la enfermedad civil de la guerra y, sabiéndonos mutilados, separados de nosotros mismos, nos hemos abstenido de intervenir en el mundo de la Edad Contemporánea.

Otro tanto puede decirse de la España Americana que, al perdernos, perdió, también, la paz y la estabilidad, la unidad continental y, por supuesto, la independencia; también a la España Americana le han impuesto modelos foráneos y la han obligado a vivir en la permanente contradicción entre capitalismo y marxismo. No hace falta analizar mucho la historia para ver que ambas Españas, desde la fractura dolorosisima, han recibido parecidas agresiones y han sido de igual modo retiradas de la escena mundial.

Ahora resulta que nosotros no hemos tenido una auténtica Edad Contemporánea, sino un dilatado silencio, La Edad Contemporánea ha sido del Occidente, primer responsable del fracaso de esa idea universal española. Pero Occidente que creó —políticamente hablando— estas ideas que han llenado dos siglos, se ha agotado ya. Cuando nos las ha impuesto a las Dos Españas, eran ideologías tan estragadas que sólo hemos sido capaces de reproducir sus errores. Sus aciertos fueron para un mundo anterior al actual.

Ahora Occidente se ha quedado sin novedades y asiste, sin comprender lo que ello tiene de profecía, a la agonía de sus sistemas representados en España, donde no podíamos esperar mejor demostración ni más clara indicación de lo urgente que es retomar nuestro camino humano, nuestros viejos horizontes de unidad —física y espiritual— y de independencia, y dar de nuevo con un Estado Humano hecho para hombres libres.

Esta invasión de ideologías e Instituciones extranjeras, que ha llevado a la ruina y a la miseria a tantos españoles, ha sido en el fondo necesaria y positiva para que todos nosotros pudiéramos comprender que está agonizando la Edad Contemporánea y, con ella ,las fórmulas políticas de Occidente y el Occidente mismo, viejo enemigo que nunca pudo comprender que mientras él era la Obra, nosotros éramos la Misión; la misión universal que hay que volver a tomar con todas sus consecuencias.

Occidente es ya incapaz de ir más allá de sus ideas centenarias. Esa mi misión nos corresponde a nosotros que, siendo otra cosa, hemos reproducido un Occidente agotado en nuestras Instituciones Falsificadas. Estos últimos años tienen para nosotros el valor de una experiencia de laboratorio: en lo que sucede aquí, descomposición y esterilidad, vemos el Occidente del año dos mil; pero no es nuestra decadencia, insisto, sino una obra de teatro. Nuestra decadencia viene del principio de la Edad Contemporánea y está empezando a terminar.

Vuelve a aparecer la oportunidad de encontrar una misión para nosotros: abrir para la humanidad un novísimo mundo, el camino hacia un nuevo Occidente que evangelizar y restituir a la humanidad moderna: Descubrir, quizá, Europa, que está condenada a fracasar sola y ser su avanzada, no hacia América como suelen decir nuestros pobres políticos, sino hacia el Siglo XXI.

El mundo se mueve en el espacio dando vueltas una y otra vez. La Patria, en cambio, se mueve en línea recta por el tiempo. He aquí la respuesta: el tiempo venidero es nuestra misión y sólo tenemos que sacar las obligadas consecuencias de la síntesis de los dos mundos —oriente y occidente— que han venido a nosotros con la descabellada idea de usar en su provecho a España. Ellos, en su ambición de decadentes, nos han dado las armas sin saberlo.

Occidente necesita desesperadamente ideas; necesita una nueva versión de la misión del hombre sobre la tierra, y un objetivo para los próximos siglos. Necesita un método para que el hombre vuelva a sentirse responsable de los destinos colectivos, y, de nuevo, una familia capaz de trasmitir amor e ilusiones. Ésta, sin lugar a dudas, es nuestra oportunidad; toma atenta nota de ello, lector: Es nuestra revancha.

Grandeza, miseria

Desde que Roma cayó definitivamente sólo dos Imperios han llegado a ser: El Español primero y el Inglés, en gran medida aprovechando los restos del nuestro y el vacío que dejamos. Nuestro Imperio se basó en la idea Universal, en el reconocimiento expreso del hombre como criatura divina, con igual dignidad e igual destino ante la eternidad. Hubo también motivaciones más terrenales, pero no fueron ellas las que desencadenaron el Hecho de Imperio, del que nada nos queda, ni un islote en el Caribe.

El Imperio Inglés, definitivamente afiliado a la moral protestante, surge en el siglo pasado por motivos económicos y tiene por objetivo básico la explotación de las colonias en beneficio de la metrópoli, basándose en la desigual dignidad entre el explotador y el explotado, en la desigualdad de derechos entre unos y otros, y en la negación de cualquier identidad de fines entre unos y otros. El Imperio Inglés es, simplificando al máximo, una empresa que se pone al servicio de la industria y del comercio. El Imperio Español es una idea que se pone al servicio de la redención del hombre. La diferencia es esencial y su significación en la historia, enfrentada.

En ambos hay, aún así, un aspecto imprescindible que estudiar: la relación entre el crecimiento físico y su debilidad. Las fuerzas que hacen crecer a ambos imperios son distintas: En España son misiones universales plenamente aceptadas como tales en su momento, y en Inglaterra son ambiciones. El Imperio Español, desde los Reyes Católicos, dura más de tres siglos. El Imperio Inglés, que pierde Norteamérica al primer siglo de su colonización, no dura en realidad siglo y medio, aún contando con el apoyo de su ininterrumpida guerra y piratería contra España.

¿Cuál de los dos llega a ser más extenso? Son por el estilo, si consideramos a las colonias de Norteamérica, aquellos trece minúsculos estados. Quizá tuvo más quilómetros cuadrados el Imperio Español, pero estuvo menos extendido geográficamente.

¿Cuánto puede crecer una nación sin perder el dominio de todos los enormes problemas administrativos que ello supone? ¿Cuál es la forma de que ese Imperio sea duradero? Creo que nuestro servicio a unas ideas elevadas fue más positivo que el servicio a una economía metropolitana, que fue el objetivo del Imperio Inglés. Creo, también, que cualquier misión, una vez cumplida, tiende naturalmente a la decadencia si no se puede avanzar en otra dirección igualmente prometedora, y a nuestro imperio lo devoraron la misma estabilidad de la América Española — que no fue misión para sí misma —, la lucha permanente del Occidente (Francia, Inglaterra, Holanda...) contra lo español, y la codicia que nuestro tamaño despertaba en todos.

La España Americana, terminadas las exploraciones del interior, no tuvo misión para ella, y bien que la necesitaba. Así fue como varios masones, burgueses y afrancesados pudieron proponer como misión continental la «independencia». Aún así no fue una guerra de independencia, sino de secesión y en modo alguno produjo beneficios para la España Americana, sino caer en lo que no habían sufrido aún: el colonialismo anglosajón. Se trató entonces de dividir la España Americana en fragmentos (en contra del parecer de Bolívar) y se trata ahora de dividir a la España Europea: diecisiete autonomías. El método es el mismo.

Y la España Europea, sin su España Americana, también perdió su misión y ambas cayeron, faltas de confianza en sí mismas, en una frustración histórica que abre la gran serie de guerras civiles (aquí y en América) y de golpes de Estado. Tanto la España Europea como la Americana reaccionaron igual, tal como Trogo Pompeyo, contemporáneo de Estrabón, diagnosticaba de los hispánicos en plena Antigüedad: «Prefieren la guerra al descanso, de modo que si les falta enemigo extraño, lo buscan en casa.» En realidad nos sobraban enemigos extraños, pero habíamos perdido la misión, es decir el por qué enfrentarnos a ellos.

La Edad Contemporánea ha transcurrido sin nuestra presencia en el mundo. Cerramos las puertas de las dos Españas. Nos dejamos arrebatar el todo y los restos. Pues si a la España Europea se le quitó América, no es menos cierto que a la España Americana se le arrancó Europa.

Así fue como envejeció nuestro pueblo vital, artístico e imaginativo, víctima de una postración que a mi me gusta explicar como consecuencia de nuestra pérdida de misión universal y el consiguiente desengaño: casi cuatro siglos de esfuerzos universales, mas ocho de luchas por la unidad total, caían derumbados. Ante este abismo de miseria, decadencia e inutilidad, las dos Españas dejaron de influir en el mundo y fueron sometidas una y otra vez a las necesidades e intereses de ese Occidente al que no pertenecemos. Y que ya nos ha advertido que todos los ciudadanos quedamos sometidos a la ley de Estados Unidos.

Hoy, como ya se ha dicho, el Occidente se muere. Ha pretendido hacer iguales en gobierno a las naciones, imponiendo instituciones semejantes en lugar de acercando uno a uno a los hombres. Esta actividad ha llenado la ultima edad, pero ya ha agotado sus energías: el espectáculo de la España inmovilizada por su propio régimen demoliberal es la demostración de que tras esos sistemas políticos no queda ya ninguna energía vital.

Nosotros, en cambio, hemos llegado al último cuarto de siglo tras una prolongada y fecunda paz; la paz más larga en los últimos mil quinientos años. Esta paz, con su laboriosidad y, si se quiere, con sus experiencias de riqueza y materialismo, puso otra vez de manifiesto lo que ahora muchísimos descubren con sorpresa: la España unida y gobernada con independencia se recupera con facilidad y crece con prisa. Por el contrario, la España gobernada al estilo de Occidente, vuelve a caer en la indolencia, en los enfrentamientos y en la miseria.

Quiérase o no, la gente ve esto; la gente española comprende muy bien esto; la gente empieza a pensar en esta autentica elección, que supone seguir primero nuestro camino en busca de la unidad y de la universalidad humana, que nos llevará, enteros y fuertes, al siglo XXI , justo cuando sea del todo necesario Descubrir Europa y hacer de ella el Nuevo Mundo, nuestra misión y nuestro empeño. Y esta vez muchos de los españoles necesarios desandarán el camino de Colón y vendrán de América.

Descubrir Europa

Europa nos descubrió a nosotros tarde y mal, pero supo reconocer el peligro en seguida. El hecho de provenir todos de un mismo tronco no cambia para nada que unos y otros pretendíamos el dominio continental por motivos distintos, y con distintos fines.

El Nuevo Estado de los Reyes Católicos, la euforia de la Unidad Reconquistada y el éxito americano pusieron a España en situación de clarísima ventaja, y más aún cuando se llevó a cabo una unidad espiritual basada en el extraordinario desarrollo de las artes y las letras y en la cristianización obligatoria de todos los españoles (de ahí expulsiones de judíos y moriscos) y, también, en la Contrarreforma.

Si el Descubrimiento se hubiera retrasado un poco más, España hubiera tenido más capacidad para enfrentarse con éxito a Europa e incluso para haber establecido el imperio europeo, no al estilo del Sacro Imperio, que imperó Carlos, casi federal entonces, sino al estilo del Imperio de los tiempos de Trajano o de Marco Aurelio. América coincidió, sin embargo, con la empresa europea y se convirtió en una promesa y en un desafío mayores.

Es inútil hacer la historia de las sucesivas alianzas contra España y de los sucesivos desaciertos por nuestra parte. Sucedió así y, aún siendo primera potencia durante dos siglos largos, acabamos derrotados no sólo por las armas, sino por las finanzas y la increíble presión que se llegó a ejercer entre todos sobre nuestra pequeña Patria.

Cuando, tras la invasión napoleónica, que aun siendo vencida nos acomplejó, el Occidente logra separarnos de la España Americana, Europa puede tener, por fin, una visión práctica de España; descubre una nación desconocida hasta entonces: la de las debilidades que no se mostraban en pleno apogeo: la tendencia a la desunión una vez perdido el principio unificador de los esfuerzos: la trascendencia de la misión universal. Descubre también la miseria a la que nos habían llevado las guerras continuadas, y la facilidad española para buscar enemigos interiores, fruto, quizá, del desprecio a lo extranjero y del convencimiento de que un español sólo debía de temer a otro español.

A partir de entonces Europa se encarga de suministrarnos ideologías; de indicarnos, con pactos o por las armas, la política que debemos seguir y, del mismo modo que inicia la colonización ideológica y económica de la España Americana, acentúa la colonización de la España Europea, ya iniciada con el cambio de dinastía, una dinastía que no se siente heredera de los esfuerzos que culminaron en el Hecho de Imperio y que trae consigo la aparición de élites europeizadas, afrancesadas en su mayoría, muy lejos ya del universo cultural español.

La preponderancia burguesa y masónica que se inicia con la Revolución Francesa o un poco antes (con la Americana) no penetra sin embargo en España, a pesar de los esfuerzos de las élites y de las luchas entre liberales y conservadores que llenan nuestro siglo pasado.

¿Por qué? Porque algo en esa revolución no cuadra al espíritu español, quizá lo que supone de empeño exclusivamente material o, más aún, porque la postración del fracaso nos ha arrebatado entonces todo ánimo de competir con nuestros vecinos enemigos. Parece —quizá sólo parece— que buscamos entre nosotros la responsabilidad del fracaso histórico. Las desigualdades sociales, que se habían ido aumentando, crecen aún más en el pasado siglo y, más que nunca, el español percibe que pertenece a otro mundo, sólo que a un mundo fracasado ya, y quizá muerto para siempre.

Ahora el descubrimiento de Europa, que los tiempos y las recientes experiencias imponen, es completamente distinto: ahora podemos ver con precisión las debilidades europeas, pues las hemos reproducido en caricatura. Ahora nosotros tenemos intacta una gran reserva de energía, fruto de toda una época de casi inactividad histórica y fruto, también, de un más que justo sentimiento de revancha sobre Occidente, que, en cuanto nos invadió, se apresuró a introducir la droga contra ese y cualquier otro sentimiento, insistiendo en que era pieza de libertad.

Occidente nos ha hecho, durante el Imperio y mucho más aún desde que éste fue liquidado, tanto daño como ha podido. Occidente ha sido despreciativo con nosotros y ha osado incluso imponernos su política y sus malos modos. La última vez hace veinte años. Occidente agoniza y, desde luego, no puede ver con nuestra claridad el origen de muchos de sus problemas, porque él es el protagonista, y nosotros los espectadores.

Así es como se impone hacer el nuevo Descubrimiento de Europa, que ahora está atrapada por los restos inútiles de sus creaciones contemporáneas, que se agostaron en estos casi dos siglos de imperialismos desmedidos y de ambiciones explotadoras del resto del planeta. Europa es ahora profundamente inestable por la triple crisis de sus valores, de su economía y de su proyecto de futuro. Europa teme ya hasta por su independencia y su única duda está entre si será más conveniente rendirse a la Trilateral o a los Estados Unidos.

Pero la Trilateral —que no es Europea ni quiere serlo— puede ser muy mal amo y aún peor patrón: equivale a una condena a la explotación bancaria. También está el hecho de que no tiene capacidad ni fuerza para soportar el gobierno de toda Europa y la mayor parte del capitalismo. Sencillamente escapa a sus posibilidades.

Estados Unidos no solucionaría nada en especial: la colonización americana existe ya y las respuestas sociales que de ellos puedan venir no serán diferentes de las que ya tiene Europa y sólo le sirven para hundirse más en su propia crisis. Es, pues, el momento histórico de las síntesis españolas. El momento de proponer a Europa nuevas concepciones humanas que se traduzcan en nuevas instituciones políticas; el momento de transmitirle nuestras dos grandes pasiones: la de la Independencia y la de la Unidad, al servicio del hombre y de los valores eternos del hombre.

Para eso, claro, hay que sacar las enseñanzas necesarias de la acelerada descomposición del régimen que Occidente nos ha impuesto, seguramente sin contar con nuestra capacidad de corrupción indisimulada. Rescatar nuestra misión, que vuelve a ser prometedora: Conjugar las dos Españas separadas y, luego, volver a dar a Europa una importante razón de ser a través de nuestras concepciones del hombre, de la familla y del trabajo, para demostrar claramente a todos que la disyuntiva no está —no ha estado nunca— entre capitalismo y comunismo, sino entre la sociedad a la medida del hombre, o el hombre a la medida de la sociedad, con lo que ello implica de rescatar la libertad individual del vertedero de los falsos derechos que nada significan en un mundo dominado por el dinero o por el Estado.

El descubrimiento próximo será mutuo: España descubrirá a Europa para que Europa descubra el Universo Hispánico. Y entonces, cuando el trabajo de hacer un mundo nuevo parezca imposible y desproporcionado, será cuando España dé lo mejor de sí misma. Porque tiene, ya, la fuerza. Porque tiene, ya, las ideas. Porque tiene, ya, la experiencia del fracaso de Occidente. Porque puede y debe. Es nuestro momento y no lo dejaremos pasar: eso es seguro.

Nihilismo

Fué quizá Nietzsche el primero que aludió al nihilismo como gravísimo problema y cáncer futuro de la sociedad. Para él el nihilismo venía de Oriente, de Rusia, donde el nihilismo ni es problema ni es cáncer: es un modo, una parte del espíritu de una civilización alejada de la occidental, enemiga de la occidental.

El nihilismo, que sería, en última instancia, una visión distinta del hombre y del mundo, sólo es peligroso para Occidente: unos pueblos no pueden considerar su vida, su historia y su futuro usando los valores de otros sin caer en contradicciones demoledoras.

A España también le está suministrando Occidente un sistema de valores foráneos con los que explicar su propia realidad: naturalmente que no funciona, como tampoco lo hace el juego de los partidos basado en lo que nos divide, ni el esfuerzo de crear Tribunales Criminales que enjuiciarán a la humanidad, con independencia de las naciones, y donde no sólo se perseguirá el genocidio (no el de comunistas y liberales, claro), sino la lucha contra el aborto y hasta la crítica a la ONU y a sus Funcionarios. El nihilismo, que desemboca en la ausencia de concepciones válidas en todas las circunstancias, y en la falta de fe en lo que se debe hacer, encuentra su vehículo en las democracias liberales y en todos los sistemas que, aún sin considerarse perfectos, se niegan a evolucionar y a dejar paso a otros.

Tras el comunismo, gran exportador de nihilismo bárbaro, hay una idea de dominio universal. Tras los capitalismos van la moral protestante del enriquecimiento, y la judaica concepción monetarista de la riqueza: aspiran también al planeta, por otros medios quizá. Una y otra concepciones son un freno para la evolución real de la convivencia humana. El comunismo, por ejemplo, no puede modificarse sin dejar de ser y, por lo tanto, sin tener que abandonar su idea de Imperio. El capitalismo, en apariencia más elástico, depende absolutamente de las democracias liberales y también debe de esforzarse en que estos sistemas continúen como hasta ahora, imposibilitados de hacer política a largo plazo (esa la hacen las Sociedades anónimas), lo que les llevaría a unas imprevisibles evoluciones.

Se esta frenando, pues, el desarrollo de la humanidad. Se evita, artificialmente, que las sociedades devengan en otras y, por lo tanto, agotadas y encorsetadas, se convierten en inoperantes fachadas de derechas mientras el poder real está cada día más en manos de sociedades anónimas internacionales, curiosamente secretas, en un supercapitalismo ambicioso que intenta ser el Gobierno Secreto de la Humanidad.

El Occidente tiene la contaminación del nihilismo eslavo, auténtico destructor de las creencias que hicieron posible el mundo occidental . Pero también padece la agresión de una serie de concepciones asiáticas, hebraicas, que desvirtúan las razones últimas por las que Occidente justificó un día su existencia.

¿Por qué, entonces, tantos españoles cultos se avergüenzan cada vez que , frente a esta situación, se propone que España también renueve su proyecto universal? Suelen decir que esas son historias pasadas que debemos olvidar. Suelen explicar que imaginar expansiones es trabajo perdido y empeño antiguo. ¿De veras? ¿Son antiguos, pues, los proyectos imperialistas rusos, americanos o de la Trilateral? Pero existen, y la gente misma que tiembla ante la posibilidad de poner en marcha nuestros sueños universales considera lógico y natural que otras potencias lo intenten llevar a cabo mientras amenazan al mundo con bombas de hidrógeno. ¿Por qué?

Pero el mundo actual, en el que desde luego no mandan los gobiernos ni mucho menos los ciudadanos de las respectivas naciones, está siendo frenado en su evolución; muy en especial Occidente, que ha abandonado, por no se sabe qué razones democráticas, cualquier proyecto de futuro superador y se con forma con afirmar pomposamente que posee "el menos malo de los sistemas políticos." Lo que sólo enmascara parcialmente el hecho de que no sabe adónde ir ni qué hacer más que languidecer hasta que algún conquistador más activo lo liquide definitivamente. Uno que no crea, con mesianismo de salón, que el objetivo de la humanidad era llegar a la Democracia Liberal Universal, como se le ocurrió a Fukuyama.

Y de hecho se está invadiendo y conquistando al Occidente: los ejércitos, desde 1.945, llevan una vanguardia de ideas no occidentales, frente a las que Europa no puede defenderse sin cambiar sus estructuras políticas, y eso es, justamente, lo que no quiere o no le dejan hacer. El caso español, donde la diferencia entre nuestra realidad social y lo impuesto por la UE es más notable, cuenta con nuestra reacción de síntesis y con la consiguiente renovación que se desencadenará en un breve espacio de tiempo, porque el nuestro no es pueblo que se deje arrebatar la independencia, si llega a descubrir que se lo están haciendo.

El protagonismo de las nuevas ideas, la euforia de nuestro próximo resurgimiento, nos va a poner, como ya se ha dicho aquí, en la situación de inaugurar una nueva Edad, con nuestra misión claramente definida: Atacar y transformar a Occidente con armas semejantes, pero mejores y más modernas, a las que están usando contra él los que se lo disputan. Tarea larga que no tiene por qué entrañar un dominio político o territorial, sino una liberación de los hombres que, presos de un sistema agotado, están perdiendo sus libertades cuanto más alardean de respetarlas absolutamente: una nación sin proyectos no es una nación libre, sino que está a merced de los que usan esa libertad para disolver sus mejores creaciones colectivas.

Occidente ha renunciado definitivamente a ser con novedad y pretende arrastrar a España en su decisión multinacional. Quizá quiera sobrevivir, pero evidentemente duda de que ello sea posible. Sobre él gravitan gravísimos errores históricos, incluido el de haberse equivocado de enemigo en 1939 y el hecho de no haberse lanzado a la reforma de sus sistemas políticos tan pronto como éstos empezaron a dar síntomas de debilidad, de corrupción e injusticia planificadas, es decir tan pronto como sus sistemas ampararon a sus propios enemigos culturales.

Además, un español no debe de olvidar que Occidente, que preparaba ya su Edad Contemporánea, nos invade en la Guerra de Sucesión para dirimir aquí sus cuestiones dinásticas e imponernos un rey extranjero más. A partir de aquí es Occidente, las Ideas de Occidente y la masonería de Occidente quien nos invade repetidamente y quien nos separa de la España Americana. Occidente nos impone el constitucionalismo devastador, la enloquecida Primera República, y la Restauración estéril que nos obliga a vegetar una vez más. Occidente se alinea con la Segunda República y luego nos fuerza a un bloqueo y, quizá, a la pobreza y al hambre. Occidente ahora nos vuelve a imponer, desde Bruselas y EE.UU., un sistema demoliberal que nos divide, nos arruina y nos impide salir de la inmovilidad frustrante.

No tenemos por qué integrarnos en él ni defenderlo: hay suficientes motivos para identificarlo como nuestro enemigo y, frente a él y a lo mundial, luchar por nuestra propia independencia primero (cuya clave está, claro, en el Occidente invasor) y luego luchar por su destrucción final. Otra cosa, tal la Alianza Atlántica o el Mercado Común que nos proponen nuestros políticos como acceso a la modernidad Europea, es indigna y contraria a nuestros intereses. Hemos de empezar, insisto, sabiendo identificar a nuestros enemigos. Vencerlos, después, es cosa fácil: basta con ser mejores que ellos.

Aquí, ahora

No deja de llamar la atención que en la oferta política actual ningún grupo someta a crítica severa a nuestro sistema demoliberal. Las cabezas españolas que pasan por preclaras, no piensan en el sistema: lo repiten una y otra vez con las mismas palabras y lo han convertido —para su mal— en un lugar común.

Nuestras fuerzas con representación parlamentaria tienen todas una semejanza de base: están afiliadas a las internacionales, la socialista, la conservadora, la comunista, la liberal y la demócrata— cristiana. Es decir que están a las órdenes unas de Occidente y otras de Oriente. Nadie parece estar a las órdenes del español común, del cándido elector que, en teoría, ha delegado en ellos el poder.

Desde mi particular punto de vista —explicado en las anteriores meditaciones— nuestros partidos más notables obedecen las órdenes de nuestros enemigos culturales, económicos e históricos . Semejante despropósito puede indicar el grado de candidez de los españoles, o, con mayor claridad aún, que lo que vivimos desde hace veinte o más años no es una reforma, sino una conspiración que no tiene por objeto mejorar a España, sino volverla a dejar al margen de la próxima e importantísima historia.

Insisto en la primera idea: las cabezas políticas españolas no piensan en nuestro sistema, precisamente porque no es «nuestro»; lo aceptan porque lo necesitan y se confabulan para coincidir en que es intocable, es decir para coincidir en que España no debe moverse de donde está por orden de Fukuyama, inmovilismo que sólo puede beneficiar en el extranjero, pero nunca en España.

Pero hay otras cabezas no partidistas. Hay infinidad de personas bien formadas y con suficiente capacidad crítica para pensar en lo que no quieren los políticos. Si ese número de pensadores aumenta lo necesario; si las críticas honestas se llevan a cabo con claridad y exigencia, profundizando en el hecho de la invasión cultural y en el de nuestro sometimiento a formas y modos extranjeros, y no se dejan engañar por la falsa división entre derechas e izquierdas y la dialéctica de temor que ello genera, llegaremos al deseado punto de partida para la renovación.

No basta con decir que las cosas no marchan, o lo contrario: hay que señalar el por qué de ello, que no reside en el Gobierno de un partido con preferencia al gobierno de otro. No basta con descubrir que estamos inmóviles en la historia: hay que saber a quién beneficia y a quién perjudica este hecho. No basta con pensar que el afán de comerse Europa y España viene de centros misteriosos: Occidente es, por el momento, quien nos ha invadido y, además, quien nos ha vencido por el momento. No basta con señalar los graves problemas sociales y económicos, sino preguntarse por qué han aparecido con tal pujanza y desde cuándo.

Cuántas más personas se interroguen sobre esto antes empezarán a surgir las soluciones, de tal manera que se establezca indiscutiblemente la primera misión del ciudadano, que no es elegir o votar, sino pensar y descubrir cómo es el mundo en el que le hacen vivir. Y, naturalmente, conservar la Patria donde poder "elegir y votar": eso es previo.

Naturalmente que este no es un trabajo para las masas, pero tampoco nuestros partidos son de masas. Es un trabajo para minorías, pero ni siquiera para minorías intelectuales, sino para minorías honestas que hagan, como corresponde a un español, sacrificio de sus intereses de grupo y de sus querencias en aras de la verdad. En esa verdad encontraremos todos la clave para nuestra libertad.

El trabajo de renovación; el trabajo de desprenderse de las ideologías para mejor ver los objetivos que convienen a todos, en cuanto que hombres y españoles, es un trabajo estrictamente humano e individual en su principio. Se trata de rescatar nuestra concepción del hombre y de volver a poner en el tapete político su dignidad, su libertad, su necesidad de convivir basándose en códigos de conducta limpia y honesta y, también, que el hombre portador de valores eternos tiene necesidad de que esos valores intervengan en su vida cotidiana.

No es difícil, aunque se haga contracorriente, rescatar una óptica española y distinguir entre lo que se hace a favor del sistema y lo que se hace en favor de España. Tampoco es difícil comprobar que un sistema importado con prisas, y que incluso ha afirmado ser una "homologación", no aspira a dar respuesta a la realidad, sino a fabricar otra distinta y, tal vez, imposible. Mientras genera enfrentamientos, se convierte en la más absoluta inmovilidad histórica ,impidiéndonos crear nuestras propias versiones de la convivencia.

Frente al inmovilismo que exalta las diferencias para disimular lo común a todos, sólo cabe una respuesta: el movimiento, entendido como la voluntad de hacer cosas nuevas y originales; la necesidad de ir de un tiempo a otro persiguiendo unos objetivos, no uno modelos ideológicos; unos objetivos posibles, importantes, gratos, en los que todos los españoles podamos coincidir y que puedan beneficiarnos a todos, no a unos grupos, no a unas tendencias.

Aquí ahora se impone dar respuestas. El hombre puede ser el sistema. El hombre es el método. Sabemos que necesitamos innovar. Sabemos que hay que fundamentar la sociedad en lo que nos une, es decir en las semejanzas que han hecho y sostienen nuestra cultura común. Sabemos que Independencia, Unidad y Justicia nos son imprescindibles, como sabemos que estamos siendo colonizados por la UE y EE.UU.. Nos urge dar con la misión que nos ponga en marcha y acabar de identificar a nuestros agresores.

Porque, ¿tenemos conciencia de estar siendo atacados? Y atacados, además, por enemigos que cuentan con la alianza de nuestros sedicentes representantes. ¿Queremos que cese el ataque? Pasemos a la acción: el primer paso de toda acción importante es el pensamiento.

No estoy diciendo que creemos un "Pensamiento", sino que dirijamos el pensamiento libre de cada uno hacia los problemas de hoy, señalándolos, si nos es posible. Si un número suficiente de españoles se pone a pensar en todo esto, un número increíble de españoles se pondrá en movimiento... Todos saben ya que nos hace falta otra cosa: cuando la identifiquen, cuando hayan decidido superar esta división institucionalizada, lo nuevo y la renovación llegarán proponiéndonos misiones capaces de volver a hacernos actuar como pueblo independiente en el mundo, en ese mundo al que tanto tememos, por el momento.

La dirección de España

Qué más quisiera yo que poder decir «esta es la respuesta». Hagamos tales instituciones y rechacemos tales otras. Sé vagamente que si es el hombre y su destino el que nos importa, hemos de fortalecer las entidades naturales en las que el hombre vive y se manifiesta. Está por hacer la gran política municipal, por ejemplo. Está por resolver la deshumanización del mundo del trabajo y por compaginar el lucro lícito con la debilidad del trabajador aislado. Hay que quitar al dinero poder y hay que darle, en cambio, Justicia. Hay que encontrar el método para que las propuestas de gobierno vayan de abajo hacia arriba y no como hasta ahora de arriba abajo

Y mucho más, claro, empeñándonos en descubrir cómo generar riqueza sin generar a la vez injusticia; en cómo ganar cada uno su libertad sin que nadie se la imponga y en cómo articular una sociedad de hombres iguales donde la Jerarquía esté en la responsabilidad y no en el provecho que de la sociedad se extraiga. Porque el futuro está a la vuelta de la esquina, y es forzoso que en España nos anticipamos a él.

Como Patria somos una empresa común porque hemos sido también una historia común hecha entre todos. Pero, siendo una unidad de destino —y lo somos— no nos cabe más remedio que ser también una unidad física y una unidad espiritual , ambas amenazadas en tanto no nos unamos en torno al destino que debemos cumplir.

Quiero decir en este largo rodeo lo que todos deberíamos saber ya: para eliminar los separatismos, con sus terrorismos anejos, y las demás tendencias centrífugas que hoy se estremecen en nuestra Patria; para liquidar la degradación moral e intelectual, el materialismo occidental, la crisis familiar, el odio rampante y las ambiciones personales desatadas, es inútil plantear programas políticos, partidos conservadores o retornos a tiempos mejores. Sólo existe una solución: elegir un destino y perseguirlo, porque España, aún antes que una empresa común, es una dirección común una dirección que siempre, siempre, ha señalado a la vez hacia Dios y hacia el hombre.

De momento no avanzamos hacia ella, pero eso no significa que la dirección no exista. Los logros sociales de la Edad Contemporánea se han agotado, y en nosotros más rápidamente aún. A partir de aquí sólo queda la posibilidad de innovar para abrir el mundo a una nueva edad. Porque si no lo hacemos las regiones perderán su máxima creación, España, y, de la mano del Estado de las Autonomías, se hallarán en una nueva Edad Media, repitiendo primero una Reconquista y, después, el largo proceso hacia la unidad. Occidente, que tampoco da nuevas respuestas, trata (UE y hasta OTAN) de resucitar lo carolingio. En otras palabras: o se halla la respuesta de síntesis, moderna y española, o, como anuncian presagios desde los años treinta, se buscarán modelos cada día un poco más atrás en la historia hasta que, inevitablemente, se reproduzca la Edad Media, pero con fabulosas máquinas. Y eso equivale a una próxima guerra.

No somos un enigma

Cuando las cosas se tuercen, varones sesudos recurren siempre a aquello de que somos un Enigma Histórico, que no es más que la pública confesión de su incapacidad para comprender cómo y por qué es España.

España no tiene nada de enigma y no es en absoluto misteriosa. Sólo se puede mostrar así para quien no la conoce y para quien, aún conociendo sus hechos, no la siente como cosa propia. Es muy difícil comprenderla, casi imposible, para el que no se ha hecho en su cultura y aun para el nativo que ha adquirido la óptica, el marco de referencia de otras culturas occidentales.

También solemos olvidar que España tiene tres historias distintas: la que protagonizan los españoles en empresas colectivas; la que hacen españoles con doctrinas extranjeras, y la que llevan a cabo aquí los enemigos de España. Desagraciadamente los últimos siglos de historia pertenecen, en su mayoría, a las dos últimas formas citadas.

España no es otra cosa. Es, solamente, España, y, por lo tanto, distinta de cualquier otra nación, con historia, tradiciones y cultura propias. España ha hecho su mundo propio además de haber cambiado profundamente —en su momento— el de todos, al añadirle no sólo un continente, sino una universal empresa.

No se trata, como tantos piensan, de ser europeos o de llegar a serlo por primera vez: es que si eso sucediera , dejaríamos por fuerza de ser españoles, porque no son lo mismo España y Europa. No lo han sido nunca, aunque las clases afrancesadas afirman periódicamente esa necesidad de ser Europa y esa falsedad de que Europa es el mundo que nos corresponde. Luego, claro, resulta que no tienen más que motivos geográficos, y con esa explicación pretenden hacer olvidar milenios de diferencias esenciales, de luchas, de invasiones y de guerras.

Pero estos afrancesados, como los de ayer, no pretenden hacernos físicamente europeos —que ya lo somos— sino educarnos en culturas foráneas, y con foráneas ideas arrebatarnos el patrimonio español que, desde luego, no es la tierra, y unirnos, por imitación, a pueblos que no nos comprenden pero que nos codician. Nuestro realismo católico, ese entroncar con la física de la Tierra la metafísica del espíritu, que no es menos real que la mano que empuña espada; ese tener siempre presente que el hombre va más allá de la vida o de la muerte; razonar, en suma, a caballo entre dos mundos, ese es nuestro patrimonio universal, capaz de dar respuestas válidas para los hombres de todas las épocas, y capaz de explicar, a quien lo use, por qué España es como es y por qué actúa como actúa.

Evidentemente a España no se la puede comparar con otras naciones ni juzgar con las ideas de otras culturas. Si un español, en cambio, critica como español, con su realismo del espíritu, a otros pueblos, descubrirá siempre hasta qué punto en otras partes necesitan encontrar lo que significa ser hombre y hasta qué punto la mezquindad es un sistema para los otros.

España no es un Enigma Histórico. Es algo más grande y terrible: España es una Dificultad Histórica, una búsqueda constante de realidades más amplias. Para España ser ha sido siempre difícil. Ser español es difícil en cualquier momento, tanto si uno decide comportarse como los españoles suelen, como si reniega. Embridar los dos mundos en los que nos movemos y dominarlos con mano segura exige tesón y esfuerzos. Pero así es España y no sólo no tenemos otra cosa, sino que no conviene que la tengamos: la vocación Española por la unidad no es una broma, sino una constante. ¿Qué es lo primero, por ejemplo, que han hecho las autonomías separatistas? Intentar unificar, desde la capital, la diversidad de sus idiomas, el sentimiento "nacionalista", nacionalizar también su Iglesia y eliminar la estructura provincial: medidas todas al servicio de la constante de unidad. Unidad en lo pequeño, claro, aunque obsesión hispánica.

Pero al ser una Dificultad Histórica pertectamente explicable y comprensible, hemos sido siempre capaces de superar los problemas más graves y, lo que es más prometedor, de renacer una y otra vez de la postración más absoluta para seguir en la interminable lucha que supone ser español en España.

Ser español es siempre inevitable, y cuando esto coincide con un tiempo turbio en que la Unidad y la Independencia están amenazadas, unos españoles luchan por serlo cada día un poco más mientras otros lo hacen por serlo un poco menos. Naturalmente sólo los primeros consiguen comprender la compleja realidad de España y, sólo ellos, también en lógica consecuencia, son capaces de vencer.

Mitos

Es bien curioso que el mito de Europa, la princesa fenicia a la que un toro blanco raptó cruzando con ella el mar antes de violarla, sea el que da nombre a nuestro continente. Insisto: Una mujer fenicia y un toro blanco y luminoso que la hace cruzar el mar: significativo ¿no?

Y ciertamente Europa cruzó el mar a bordo de las tres carabelas. Una Europa comerciante cabalgando a un toro en el que nosotros solemos admirar la fuerza, la nobleza y la bravura. Con la aventura americana España raptó de nuevo a Europa: la sacó de sus costumbres y de su letargo feudal y moribundo. Desde entonces, la venganza. Nadie puede dudar que los más graves problemas de España comienzan con el Descubrimiento y Conquista de América. Salíamos de ocho siglos de guerras contra enemigos asiáticos y africanos, vitales y fuertes. Antes, de Europa habíamos recibido lengua y cultura romanas e independencia gótica.

En ambos casos Europa había sido aceptada porque Roma fue el pilar de la Unidad y el reino Visigodo el de la Independencia. Vueltos a ser unos e independientes, ya no teníamos nada que recibir y sí, en cambio, mucho que dar. Lo dimos y se llamó América: Un Nuevo Mundo español al servicio de nuestros afanes unitarios.

No viene al caso buscar los motivos que tuvo Europa a partir de entonces: económicos y, también, de autodefensa. Lo que yo quiero señalar aquí es que nuestros graves conflictos europeos empiezan con el Descubrimiento de América que es, en realidad, el descubrimiento de nuestra misión, de España, justo cuando terminamos la anterior de la Reconquista; y el nacimiento de una conciencia universal. A partir de entonces dejamos, en sentido estricto, de ser parte de Europa, como lo demuestra el hecho de que Europa entera nos rechaza. Ese rechazo continúa todavía y de esa ruptura resulta que Europa pierde su voluntad de anudar materia con espíritu y España la posibilidad de ser rica y de llegar al destino para el que el anterior milenio la había preparado: la unificadora del continente.

Lo que es indudable es que, con el Descubrimiento, Europa se vuelve enemiga de España y España enemiga de Europa. ¿Por qué, además de por la política de aquellos momentos? ¿Por lo que supone de escisión Europea? ¿Porque más que una escisión es una superación de miras y de horizontes? Señalo el hecho, solamente, para que no caiga en el olvido ahora que nuestros políticos no paran de insistir en que pertenecemos a Occidente: será por derecho de conquista reciente, o porque nos están comprando. De otro modo es imposible.

Pero se han puesto en marcha los mitos, ya por la vía de las internacionales políticas, ya por la de la prensa pagada. Areilza, ahora ya difunto, en el Escorial reniega de Felipe II y de la España de entonces, no sé si en nombre de la moderación o del arrepentimiento tetracentenario. Felipe González y Fraga coinciden en integrarnos en lo que ellos llaman Occidente: el uno admira a Inglaterra y quisiera que fuéramos como los británicos, mientras que el otro con su germanofilia enmascara la rusofilia implícita en todo socialismo científico venido a menos. Así es como funcionan las versiones mágicas: Lo de América fue un encuentro de culturas. La Unión Europea es una superación de Europa... Mitos.

Europa va a la deriva. Europa con lo que es un proyecto económico no se unifica, sino que se pone en manos de intereses extrapolíticos, del dinero internacional en suma, y cuando el dinero manda, o aparece el Feudalismo o aparece el colonialismo. Colonialismo que nos van a aplicar a nosotros con el aplauso de nuestra clase política que, definitivamente, no sabe dónde está, ni qué es España, ni lo que significan los últimos dos mil años de historia. Ellos y Europa coinciden en una cosa: España debe de estarse quieta, mirar los toros desde el corral y, desde luego, no aportar nada nuevo.

Cuando Europa, volcada en la defensa de una Edad Contemporánea ya vieja y estéril, se llama a sí misma Occidente, miente con descaro. Cuando, además, proclama ser el Mundo Libre porque tienen todos constituciones muy semejantes y renuncia a nuevos avances políticos, Europa se condena, entre sonrisas y molicie, a la esclavitud: un triste final para tantas viejas naciones que no creen ya en sus hallazgos colectivos y tienen miedo de hacer otros, o les faltan ya las fuerzas para conseguirlo.

Es muy probable que el toro tenga que raptar otra vez a la princesa fenicia para enseñarle algunas cosas, de ellas que la paz entre civilizaciones es imposible y que si no quiere ser conquistada por las internacionales, no le queda más remedio que conquistar ella un nuevo mundo. Pero eso no lo aprenderá nunca: Está sentenciada.

Necesidad del separatismo

Es nuestra Patria también un instrumento para la acción, y lo es hasta tal punto que sin Acción no hay Patria. En ".Hablar de España" se comentaba que la Patria era el principio de atribución de nuestras relaciones con el mundo, es decir de las variadas interacciones del hombre con sus iguales y de España con las otras naciones.

Pero, para que la Patria sea acción, es preciso que esté servida por un pensamiento previo. Siempre que España ha dispuesto de ideas propias ha actuado bien en beneficio de todos. Siempre que no ha sido así, siempre que un pensamiento foráneo ha querido ser guía de nuestra acción nacional, hemos fracasado.

Los problemas sociales, desde la convivencia pacífica hasta la mejor distribución de la riqueza, con ser muy graves aún hoy, no son tan importantes como este otro que ahora se apunta: Hace falta un pensamiento propio pare llevar a cabo empresas propias con garantías de éxito, y ese es el trabajo fundamental al que los españoles tenemos que entregarnos si pretendemos alcanzar, después, la paz, la justicia y la riqueza.

Hoy, y desde hace más de diez años, (quizá quince, quizá veinte) el sistema de pensamiento desde el que nuestros gobernantes proponen medidas y objetivos no sólo no es español sino que está agotado en el mundo entero: carece de identidad con el pueblo que debiera de actuar apoyándose en él; carece de novedad y de tensión histórica y, por último, carece de capacidad para explicar qué es España, y cuál es la misión que le aguarda.

Se ha insistido aquí mucho en que el inmovilismo del pretendido Estado de la Democracia Avanzada no ofrece más futuro que continuar invocando el tópico mientras la realidad social se deshace en nuestras manos. No hay pensamiento español, luego no hay acción española. Por lo tanto estamos llevando a cabo proyectos de una u otra internacional; estamos defendiendo intereses de un bloque u otro a despecho de que por ese camino un sólo final nos aguarda: el fracaso. Pero no ya el fracaso político, que siempre es remediable, sino el fracaso histórico que, a lo peor, es el último que podemos permitirnos.

Situados en este marco, es el momento de afirmar que el separatismo es necesario. El separatismo, que pasa por ser una constante del alma española en contradicción con nuestra pasión por la unidad, no es sino la más visible de las consecuencias de la ruptura entre acción y pensamiento. Es la manifestación de la imposibilidad de ser lo que es necesario que seamos y, por lo tanto, la señal de alarma que indica que hacen falta ideas para una misión.

Cuando no existen ideas grandes que puedan sentirse como propias, es absolutamente preciso que su lugar lo ocupen ideas más pequeñas, más reducidas, que son la expresión de una parte de lo español, ,justo de la parte que nos exige a todos por igual actuar para sobrevivir. El separatismo no es el último acto de la descomposición, como tanto se dice. Si así fuera, España no existiría ya después de los separatismos de la Primera República. Como vemos, aquellos separatismos no fueron últimos actos de nada, y sí prólogo de acciones más amplias y resolutivas.

Si de verdad las ideas que informan nuestro orden Constitucional e Institucional, las ideas que dan origen a los diferentes partidos, fueran auténticas y hubieran surgido del pueblo, de las necesidades de nuestra propia modernidad, según afirman los políticos, y no fueran, como son, imposiciones de afrancesados y extranjeros, los separatismos no se hubieran producido ni hubieran podido medrar tan rápidamente.

Pero el separatismo está ahí, indicando que España no ha encontrado su respuesta para el futuro; informándonos de que no seguimos un camino válido para todos. Lleva el separatismo, claro está, una carga de anticuado y romántico nacionalismo, una resurrección de la Patria Chica forzada, precisamente, por la inmovilidad de la Patria Grande; es decir porque siendo España una herramienta para la Acción, permanece inmóvil, y, siendo las regiones lo previo a la unidad de la Patria, automática e inevitablemente tienden a llenar el vacío de acción y pensamiento que la Patria hace con su inmovilidad forzosa.

Es necesario dar al separatismo una valoración realista, aparte de las motivaciones (agravios históricos y otras invenciones) que se exhiben para consumo de lelos, y de las viejas ideas que tratan de abanderarlos: ideas normalmente liberales y burguesas, occidentales, vamos.

La dimensión real del separatismo es otra: que el espíritu de unidad de empresa se siente frustrado, pero existe, y muy vigoroso; que indica que viene otro tiempo de creaciones colectivas; que explica, aunque crípticamente, que hay que pasar a la acción, y que esa acción española se echa de menos porque es necesaria para ir hacia adelante.

Cono español unitario, el separatismo me duele, pero quienes debieran de temerlo más son justamente los que creen que favorece sus intereses: todo lo contrario, como el tiempo demostrará en breve. Sólo recojo el hecho de que el separatismo no es una constante histórica y que sólo medra cuando el inmovilismo oficial se convierte en un obstáculo para nuestro futuro. No es el último acto, sino el prólogo.

Ciudadanos

Por la naturaleza de las presentes meditaciones me he visto obligado a emplear a menudo el término de «ciudadano» por la pura necesidad de ser comprendido y porque todavía suena menos llamar al ciudadano súbdito.

Que las ciudades-estado llamaran ciudadanos a los hombres libres con plenitud de derechos políticos me parece elemental, pero que las naciones, entidades superiores, sigan usando el término, es otra cosa muy distinta: esclarecedora. Es la Revolución Francesa la que reivindica y pone de nuevo en uso el concepto de ciudadano aplicado a todos, como consecuencia de ser una Revolución Burguesa y por lo tanto ciudadana. Como todos acabamos siendo Don y Señor.

Desde entonces la política ha ido haciéndose cada vez más ciudadana y cada vez menos nacional. De la villa es el villano. Del burgo, el burgués. De la ciudad, el ciudadano, y no me cabe duda de que el triunfo de las ideologías —hoy decadentes— y la falta de representación de los hombres de una nación, se ha debido al hecho del crecimiento de las grandes ciudades, donde el ser humano es más fácil de manipular porque entre las multitudes vive más aislado.

Las masas no se rebelan nunca: los individuos, sí. Las masas ciudadanas han sido la base sobre la que edificar el tinglado democrático, pues la cantidad humana, el simple número, ha servido para legitimar las decisiones de minorías normalmente guiadas por intereses de grupo (y no por intereses nacionales) que no tenían ninguna otra legitimación.

Es cierto que los ciudadanos habitantes de las ciudades hacen la democracia, como es cierto también que el hombre sometido a la vida propia de una urbe es el menos libre de todos, el más aislado de todos, el que menos puede influir en su medio y, por lo tanto, el más fácil de corromper.

El hombre sobreestimulado de las ciudades es, en general, el menos dado a la introspección, el menos propicio a mirarse tal cual es, en su condición de hombre, acostumbrado a que para él la sociedad es cosa impuesta, obligatoria y en muchos casos poco deseable, mientras que el hombre de los pequeños núcleos de población sabe que la sociedad es cosa voluntaria y enriquecedora.

El ciudadano, quizá porque su territorialidad es invadida permanentemente por otros, se siente titular de «derechos innatos», pero escasamente cumplidor de deberes necesarios. El ciudadano en su ciudad tiene otra inercia, que le mantiene en una Patria de calles y de ordenanzas donde el horizonte es el edificio de en frente: desde la ciudad es más difícil penetrar en España y más fácil, muchísimo más, afirmar lo que se es sobre las diferencias con el vecino que sobre las semejanzas.

Pero España no es una ciudad ni se comporta como una ciudad. España no crece como una ciudad ni tiene los problemas de una ciudad. España no despersonaliza ni prefiere el montón a la calidad, ni aísla, sino que une más allá de cualquier distancia. España no es un paisaje cerrado ni una prisa, ni se aturde con la sobreestimulación. Donde la ciudad quita las raíces al individuo, España se las conserva; y donde la ciudad divide, España se convierte en semejanza.

El nombre de los hombres nacidos en España, el más común a todos y que mejor los abarca, no es el de ciudadanos, que siempre hace referencia al entorno, sino el de Españoles, sin más apellidos, vengan del campo o de la urbe, de la montaña o de la aldea, del pueblo o de la localidad mediana... Españoles todos sin excepciones de residencia y sin más categoría humana que su capacidad para apoyarse en lo común a todos, y su decidido empeño de que las diferencias individuales no sean divisiones políticas.

Terrorismo

Hubo una época bien reciente en que estaba muy claro que el terrorismo iba contra España. Contra Franco en especial, decían algunos; contra el Estado de Franco, preferían otros. Quienes ahora gobiernan, y muchos de los que aspiran a gobernar, fueron aliados de obra o de pensamiento de ese terrorismo que, por supuesto, no sólo ha sobrevivido a Franco y a su régimen, sino que se ha multiplicado en osadía y muerte.

No queda más remedio que reconocer que, al menos, no iba contra Franco solamente y que, si en aquella época los que ahora gobiernan eran sus aliados (imaginemos, piadosamente, que circunstanciales), el objetivo de entonces sigue siendo el objetivo de ahora: No matan para desestabilizar a la Democracia, como tampoco mataron exactamente para que cayera el Caudillo: hay otro motivo menos evidente, pero ¿cuál?

¿Por qué Francia, nación de mucho peso en Occidente, les dio cobijo en tiempos de Franco y después? Aún con la declaración previa de Marxismo—Leninismo, ¿por qué un tipo liberal como Giscard, pésimo vecino, se negó repetidas veces a tomar medidas? ¿Por qué las sucesivas amnistías y, ahora, las reinserciones que no son más que indultos? Si atacan a la Democracia, ¿por qué la Democracia los liberta y además impide una acción drástica a las fuerzas de seguridad del Estado?

¿Es en realidad el terrorismo una guerra contra Occidente, el Mundo Libre—Capitalista o Europa, en la que nos vemos envueltos precisamente por ser Occidente, Mundo Libre o Europa? Esa es la versión que se nos da para el consumo interior y que, unida al hecho de que en Rusia y sus satélites no se dieron terrorismos, parece explicar toda la cuestión, salvo los ejemplos de los lobbies judíos e irlandeses, que financiaron desde EE.UU.. a los sionistas contra los británicos y a los del IRA contra los anglicanos.

Suele el Terrorismo ponerse bajo la cobertura moral de la Independencia de los pueblos, óptimo disfraz que en España lo justifica ante no pocos cretinos, lo mismo que en Irlanda y en Córcega. También en Bélgica se ampara con el problema flamenco y en Holanda con los moluqueños, mientras que en Suramérica se usa siempre el indigenismo y la lucha contra la presión Norteamericana. Los países nórdicos, hasta la fecha, se están librando de él, pero no Alemania ni Italia, donde se viste exclusivamente de marxismo— leninismo violento, de comunismo militante.

Sin lugar a dudas la nación que menos se defiende de esta agresión es España y, también sin lugar a dudas, es la que más lo padece en Europa. ¿Por qué?

Es muy probable que, en efecto, el terrorismo sea una especie de método para ir comprobando la voluntad de supervivencia de las distintas naciones europeas, todas absolutamente homologadas en la Democracia Liberal. También es casi seguro que parte salió de la ex —Unión Soviética. Pero el terrorismo no puede derrotar a una nación, aún cuando la nación, en nuestro caso, no se defienda. Puede, sí, hostigarla. Pero, ¿para qué? Si el objetivo del terrorismo no puede ser vencer definitivamente, su objetivo es otro, quizá acostumbrar a la violencia; acostumbrar a no vivir en un Estado de Derecho. Hacer normal lo anormal: la corrupción de los sentimientos.

Y lo más importante: enmascarar con algo peor todas las peligrosas medidas que van tomando los gobiernos en su renuncia a legítimas parcelas de independencia y soberanía. En cualquier caso los objetivos del terrorismo internacional no son —porque no pueden serlo en un planteamiento lógico— intentos de derribar por las armas a los Estados. Son terribles cortinas de humo que favorecen la otra subversión: la de las ideas, la de las instituciones, llevadas a cabo paulatinamente y en silencio.

Del mismo modo que, según Marx ( y otros), el empresario explotaba al proletario, hoy alguien ha descubierto que lo que da dinero de verdad es explorar a los estados.

Permanencia

Ya que los actuales gobernantes se sienten herederos de los de 1.931 (hasta la derecha se desata en cánticos a Azaña), y consideran haber restablecido la famosa legalidad contra la que Franco se levantó, ¿qué permanece en nosotros de 1936, por ejemplo? ¿Qué queda de aquella España? Evidentemente, y para empezar, los nombres de los partidos vencidos: Psoe y Pce. No la Fai. Pero no tienen a las masas hambrientas, exaltadas y llenas de odio. Su fracasada revolución vacunó a los españoles quizá para siempre.

Quedan, también, las Instituciones. En vez de un Presidente de la República, hay un Rey, pero el principio de dar el poder a los partidos y el de que los partidos abusen de él, es otra de las supervivencias de 1.936. Queda la dirección internacional, que esta vez también alcanza a la derecha. Y el dogmatismo socialista, incólume, pero cada día más anticuado; y la falta de ideas para su tiempo de los partidos conservadores liberales. Pero, salvo algunas cosas dispersas, y algunos hombres dispersos, todo lo demás ha cambiado. La España de 1.936 se ha desnudado de las ropas de su tiempo; perdió la anécdota temporal que era una de las claves de aquel enfrentamiento. Se transformó la estructura social, piramidal entonces, y, con el bienestar, se extendió la cultura Y con ella la libertad individual del hombre que, definitivamente, nunca volverá a formar masas fáciles de gobernar y nunca más permitirá que el tiempo pase sin aprovechar la oportunidad de hacerle su huella.

La misma España ha quedado. El tiempo se llevó lo temporal, como suele hacerlo, y otros tiempos llegaron y se fueron, con su desarrollo económico, con su ilusión y con su fracaso. De ella perviven asuntos esenciales: su unidad ante el destino, sus síntesis históricas; su vocación para la empresa universal y lo que en otra parte se ha llamado su realismo espiritual, esa dificultad permanente de cabalgar sobre la física y la metafísica a la vez, sabiéndonos en tránsito hacia la eternidad y forzados, para ganarla, a actuar con honestidad y nobleza. Eso queda. De acuerdo que sepultado en muchas ocasiones por nuestra propia vida económica, por las complejas interacciones de la sociedad actual, pero vivo en cualquier caso en la soledad de cada conciencia.

También, por desgracia, han sobrevivido las ideologías, que otra vez nos han sido impuestas a través de pactos extranjeros y de hombrecillos desclasados que no han sabido ver que la única forma de ser de España reside en el común múltiplo y no en el común divisor, por decirlo con realismo aritmético.

Pero, aún siendo las mismas ideologías, todo se ha modificado. Los partidos, en su momento, nacieron lentamente por la prédica y el contagio, con el esfuerzo de hombres y años, y empujados por las necesidades históricas: de abajo hacia arriba. Y, aún así, fracasaron, porque las respuestas estereotipadas que son las ideologías sólo sirven para las realidades estereotipadas, y esas realidades de salón, de modelo, no existen o, al menos, no existen en España.

El tiempo es en sí mismo, una revolución. Las reivindicaciones estrictamente políticas de entonces, desde la jornada laboral a la propiedad de los medios de producción, auténtico caballo de batalla, van quedándose más y más sin su básica fuerza movilizadora y, siendo grave cuestión todavía, el español, como siempre, sigue mirando hacia la justicia individual, la que pide para él, y a la dignidad que le conferiría eso precisamente: ser tratado con justicia.

Lo que queda de 1.931 y de 1.936 en esta España de nuestras furias es, por un lado, lo que desde fuera se nos ha impuesto como novedad: ideologías viejas servidas por partidos hechos desde arriba, con dinero y con prensa; instituciones semejantes a otras instituciones, aquí fracasadas, y a las de otras naciones que tienen otra historia y otra gente. Con todo ello se han intentado reproducir las viejas divisiones y los viejos problemas cripto-marxistas y liberales que a los hombres de hoy nos suenan a decrepitud, a cosas sucedidas hace mucho tiempo y que en casi nada nos afectan.

Queda, también, el atisbo de que al futuro hay que ir con el bagaje propio y las respuestas propias. Queda el realismo auroral, aquel que protagonizó la Falange —no exenta de su temporalidad—; realismo de la Patria como comunidad general más allá de los intereses individuales; queda la experiencia de que la división se puede superar con objetivos comunes y que en cada momento debe de hacerse lo que es necesario para mantener el rumbo, y no lo que dice la ideología de referencia.

Hoy, como ayer, el camino de la Unidad es el único posible. Hoy, mejor que ayer, está más cerca de nosotros, porque la sociedad actual la necesita con más urgencia y es, por lo tanto, mucho más receptiva a la voz que le proponga un medio para superar el inmovilismo y la inoperancia que nos conduce a todos de nuevo a la decadencia y a la miseria.

Esa idea de renovación, de búsqueda de lo que somos y de misión para nuestra Patria, está en el aire y nace espontáneamente en muchos lugares. Sucede algo nuevo: un movimiento hacia España que va haciéndose de abajo hacia arriba, y que manifiesta, a la vez que desprecio hacia las ideologías, un serio empeño de superar diferencias a través de lo común a todos: la Patria misma, que está siendo invadida y privada de soberanía.

Mi reducida experiencia geográfica me indica que gente muy dispar va entendiendo, por fin, la postura superadora que hace a la Patria sólo responsable del futuro y en modo alguno culpable del pasado. Quizá haya que formular otra vez el patriotismo en términos de pensamiento y acción, en términos de práctica, que lo laven de ciertas retóricas que hasta en su día fueron falsas, y de todo lo temporal que unos y otros, derechas e izquierdas también, acumulamos sobre él.

A fin de cuentas la Patria sigue siendo la mejor garantía de la paz. La Patria no acepta a los españoles como enemigos porque es la parte de nosotros mismos que compartimos con los demás: lo que nos separa es siempre temporal, sea la pasión, sea la ambición, sea una ideología perecedera que hoy, más que nunca, resulta estéril y agoniza.

¿Cómo explicar esto exactamente? ¿Cómo llevarlo a tantos y tantos que lo esperan? Hace falta encontrar la explicación más sencilla —que no es la mía—, la que no sacrifique la extensión del mensaje a la comprensión del detalle. Los detalles serán siempre minúsculos frente a la idea general de la Patria como Unidad de Acción, de la Patria como comunidad en un mundo único, personal en cada uno y compartido con los demás; de la Patria útil, creadora genial, síntesis general de todos los hombres, de todas las ideas de los hombres, de todas las esperanzas.

Esta Patria colonizada y mantenida en la inmovilidad; esta Patria que, dado el esfuerzo de sus enemigos, guarda en sí formidables capacidades para el futuro. Esta Patria que lleva siglos debatiéndose en busca de su independencia como creación definitiva de su unidad. Ese nexo permanente entre los hombres y entre las épocas es la única base para nuestra auténtica modernidad. Moderno en la sociedad es lo que actúa, lo que funciona. Moderno, en sociedad, es lo que crea y da frutos.

Expliquémoslo cada uno en su lenguaje, porque vamos a ser entendidos. Es la época adecuada para esta idea que trae la renovación que nos hace falta, junto con la más básica comunidad de intereses. A través de nuestra España común se puede llegar a la libertad individual, que no es otra cosa que ser igual entre iguales y tener, a la vez, una aportación individual y distintiva que hacer.

Expliquemos que nuestra misión, que siempre fue universal, vuelve a tener un objetivo en lo nacional, con la unidad, y en lo universal, con el descubrimiento del mundo que nos es propio. Si Occidente muere, ha de ser substituido y sólo nosotros podemos hacer la síntesis de las épocas que nos preceden.

Modernidad

Aunque nuestros pequeños políticos de partidos y de ideologías atribuyan la modernidad a sus diferencias específicas, lo cierto es que la fallecida Unión Soviética y sus satélites viven una intensa Edad Media maquinista y que la modernidad también se ha ido ya de Occidente dejándole, eso sí, los frutos de la riqueza y también de la ciencia que esa riqueza le permitió, junto con los problemas de dos siglos da explotación universal en que Occidente lo impuso casi todo, lo extrajo casi todo, pero nada dio de sí mismo, salvo una política secreta.

A lo mejor Occidente no ha sido sólo Occidente, una creación histórica eficaz y, por lo tanto, expansionista. A lo mejor (y a lo peor) ha sido también una conspiración para ser lo único viable, para ir al gobierno mundial, para convertir en camino general de la humanidad lo que no era más que la creación social y política de una clase social nueva en busca del poder: la burguesía. Porque, al ser la burguesía la creadora de la Democracia Liberal, es normal, y fue obligado, que dirigiera su obra hacia los fines que le eran propios: el dinero, la economía en suma Por eso aparecen las diferencias económicas con dimensión de «forma de ser», las derechas y las izquierdas, que aíslan a la clase nueva: la media; por eso, a medida que se acentúa la riqueza de unos, se manifiesta más la pobreza de otros. Por eso el éxito económico se confunde con el éxito humano y por eso también el dominio universal que el Occidente ha tenido no se ha convertido en una paz universal: porque es de tal forma su esencia y se basa tan firmemente en las desigualdades, que para que unas naciones triunfen, otras tienen que fracasar, y porque es imponible extender tales teorías en las naciones a las que se les asignó en principio el papel de víctimas, como es imposible convencer a los individuos a los que les ha correspondido el papel de esclavos modernos del mundo liberal.

A España, claro está, se la combatió primero y, cuando hizo crisis el Imperio, se la colonizó varias veces con resultados malos para España, pero óptimos para quienes nos cerraron, hace dos siglos, las puertas de la historia. El argumento para nuestra inoperancia ha sido siempre el mismo: Debíamos ser europeos, debíamos ser occidentales... sólo que no lo éramos. Éramos y somos hijos de nuestro mundo; teníamos y tenemos nuestras propias creaciones y esa ha sido la lucha agotadora en la que seguimos debatiéndonos: ser nosotros o no ser nadie, no tener voz, no tener nada que decir.

Las respuestas nuevamente occidentales que venimos dando aquí en los últimos veinticinco años (desde algo antes del 67) a los problemas españoles del fin de siglo, demuestran que ya no sirven para organizar una sociedad de hoy. Por si fuera poco, llevamos en nuestro bagaje la experiencia de treinta y seis años distintos; años en cuyo transcurso España intentó caminos propios, que acabaron siendo frenados por un sin fin de intereses, en su mayoría burgueses.

La sociedad enferma cuando no crea o cuando crea inútilmente. Nuestras últimas aportaciones políticas no son tales, son remedos de otras; falsas resurrecciones al servicio de nuestra inmovilidad. Un intento de recrear entre nosotros lo que a otros pertenece: a otros pueblos y a otras épocas. Estamos, pues, enfermos, además de invadidos; casi dominados y sometidos al silencio nacional, y nuestros políticos, nuestra delincuencia desatada, nuestros separatismos, nuestro papanatismo público son algunos síntomas de esta enfermedad; síntomas que periódicamente se vienen presentando en España y que no pueden corregirse usando aquello que los desencadena: la democracia liberal, burguesa y partidista, que jamás creamos y jamás entendimos. Nuestra democracia, que la hubo, fue municipal y foral, mucho más variada y rica... pero eso sería motivo de un trabajo muchísimo más largo.

Occidente, que tanto nos impone y tan poco nos da, es cierto que no nos entiende, pero tampoco nosotros le entendemos. . Hay un muro impenetrable: una historia distinta que explica las creaciones y los comportamientos de unos y otros. Por eso hay que descubrir a Occidente con óptica española y no desde el punto de vista occidental —mal aprendido— de nuestros pobres políticos, que tan poco exigentes son consigo mismos.

Hay que poner de manifiesto que no somos lo mismo por tantísimas razones. Hay que explicar todo cuanto Occidente nos ha hecho y hasta la última empresa colonial que ha desarrollado contra nosotros. Saber, también, qué compartimos con él, que no es tanto como nos dicen ni tan poco que nos haga absolutamente impenetrables los unos a los otros.

Se trata de ver qué podemos dar a ese Occidente de Mercados Comunes, Uniones Europeas y Pactos Atlánticos, que tienen la obligación de impedir que cualquier nación deje el sistema actual: en la medida que tengamos algo que ofertarle podremos recibir de él, en lugar de vanos intentos de colonización, la parte de sus virtudes que nos sean accesibles.

Alta y baja traición

El traidor, por chocante que resulte, es una especie benéfica y casi necesaria que permite saber, por la evolución de los descastados, dónde está y cómo es nuestra casta. Tiene el traidor una función social, que es la de bandera de peligro, porque el traidor no es político o de otra condición, sino un hombre mal formado: donde el individuo normal busca la verdad, él prefiere la mentira; cuando se habla de belleza él opta por la fealdad; levanta siempre frente a la justicia la conveniencia; frente a la acción, la indolencia y, en general, padece una perversión de los valores.

Así pues, el traidor se equivoca siempre; padece una especie de ceguera universal que puede perfectamente servir de faro a los españoles. Basta con que nos preguntemos: ¿dónde están hoy los traidores? Y antes, por supuesto, ¿quiénes son?

Fácil respuesta: traidores son los que no son. Los que no son lo que dicen ser; los que no son lo que otras veces han sido; los que no son nada al margen de sus propias conveniencias; los que no son ni españoles ni extranjeros. No ser, claro, es inseparable de no saber. Desde la nada es imposible enjuiciar cualquier cosa con claridad; desde la íntima movilidad, sin punto de apoyo, es imposible actuar y dirigirse.

¿Dónde estaban los traidores, los disfrazados, los que no eran hace 20, 15 años? ¿Verdad que es obvia la respuesta? En el régimen de Franco, aplaudiendo a Franco. Pero, ¡ojo!. Junto a ellos había muchísimos hombres honestos. Aún así, las empresas donde los traidores medran fracasan siempre, y el Estado Nacional cayó, y cayó sin pena ni gloria: España ni se tambaleó ni se sobrecogió con su desaparición a pesar de lo que perdía.

¿Dónde están los traidores ahora, en muchos casos los mismos de antes? En el partido del Gobierno y en las oposiciones. Insisto: no todos los que están ahí son traidores, pero les hacen compañía. La conclusión también es sencilla: el fracaso ha empezado ya y se acentúa. Sólo vemos caras viejas, de 1976, incluso cuando, como ahora, se presentan personas para las primarias del Psoe. ¡Renovación!

Esta es la función social del traidor y esta otra debe de ser la enseñanza: tener siempre al traidor delante, enfrentarse siempre a los grupos donde están los traidores; Jamás pactar con ellos; jamás permitirlos de tu lado. Porque el traidor corrompe lo que toca; el traidor corrompe la idea por la que transita y la doctrina que predica porque lleva la nada en el alma y sus obras sólo a la nada se encaminan.

El traidor no sabe vencer el nudo de lealtades que significa vivir: la fidelidad familiar; la fidelidad a las condiciones de su estirpe; la fidelidad a sus propias convicciones, a lo que realmente es y piensa; la fidelidad a los valores de su sociedad; la fidelidad al común manantial de la historia patria. Es debilidad, inseguridad, indolencia, que substituyen los grandes valores por los pequeños y la fidelidad por la ambición.

El ojo certero del traidor ve siempre las ventajas del presente y nunca las desventajas del futuro hasta que éste le cae encima. El traidor lo es precisamente porque huye de ese futuro, porque no es capaz de sacrificar nada a él, y por eso mismo jamás puede protagonizar más que épocas de corrupción y de inmovilismo.

Por eso el traidor resalta las diferencias; por eso el traidor habla de lo posible siempre referido al presente y nunca a lo porvenir, y por eso también provoca la confusión: no sólo porque medra en ella, sino porque su visión de las cosas, al no poseer fidelidades, es necesariamente confusa.

Efectivamente no hay empresa sin traidores, pero a posteriori. Las empresas emergentes, prometedoras; las empresas que exigen fe, tenacidad, determinación y esfuerzo, no tienen traidores en su seno. Las empresas terminadas; las empresas que no se convierten en nuevos movimientos, las empresas que, frustradas, se complacen en sus logros, son asaltadas y vencidas por el traidor, que prolonga, con retórica, promesas y complacencia, lo que fue el primer impulso, pero nunca le da continuidad. Los objetivos que el traidor brinda siempre están detrás, en el pasado y, presentándolos como moneda legal, frustra con ellos el futuro que aguarda.

No hace falta comentar, explicado esto, cuándo los traidores comienzan en España su larga marcha hacia atrás. Muchos de los que a mediados de los sesenta y más tarde presentaban el 39 como modelo, en cuanto tuvieron las manos libres han seguido desandando el camino y recuperando los fósiles de los partidos, las ideologías, el constitucionalismo y todos los demás fracasos. Esa es la misión social del traidor: ejercer de freno en la sociedad, desandar la historia para que los pueblos se conviertan, a la segunda vuelta, en la caricatura de lo que fueron en su momento; una caricatura trágica, que forzosamente decepciona y obliga a plantearse de nuevo el problema de la renovación; la necesidad creadora de la innovación; la empresa de subir otra vez a la superficie de la historia y construirla con decisión e inteligencia.

La Baja Traición, la traición de uso, se encarna en los perjuros, en los ambiciosos, en los papanatas, en quienes sirven a las diferencias y a la desunión; en los que obedecen a internacionales políticas y económicas, en los que dilapidan la herencia de su Patria, en los que la integran en bloques artificiales, como la U.E. La Alta Traición —y permítaseme salir de las definiciones habituales,— va mas allá que eso; no es una traición de uso ni de acciones, sino un pecado del pensamiento. Alta Traición no es otra cosa que ser Español y no entender a España; aceptar la España que han inventado las ideologías; construir la España según la versión deformada de nuestros viejos enemigos. Falsificar, en suma, la visión universal que nos es propia.

Poder

El Poder, lector amigo, reside en el pueblo: ahí tienes el juicio inapelable, la verdad absoluta de todos aquellos que no creen en verdades absolutas y hacen gala de la relatividad de su visión partidista de la Patria. «El Poder, sea éste lo que sea, reside en el Pueblo». Curiosamente coinciden todos en explicárselo al pueblo, por la sencilla razón de que el pueblo tiene suficiente ojo y claro realismo para percibir, en contra de afirmaciones como esta, que el poder reside habitualmente en los políticos que le someten a contradicciones tan ignominiosas como la que se cita.

Frente a esta entelequia ideológica, el poder existe como cosa real y en estos momentos (y desde hace muchos años) está representado por individuos de la clase media que repiten como magnetófonos que en España no ha habido Revolución Burguesa, aunque para ello ponen entre paréntesis a la mitad de este siglo, por lo menos.

Convendría preguntarse si el partido político es previo al poder o consecuencia de éste. En otras palabras, si en esta última resurrección los partidos han alcanzado uno tras otro (UCD, PSOE, PP) el poder o si, más bien, el Poder los ha establecido a ellos como justificación y, también, como parachoques o cobertura.

Tampoco está claro, ni se desprende de su actuación posterior, que los partidos que alcanzan la mayoría sean el poder o, al menos, todo el poder. De la diferencia entre el programa electoral y los actos de gobierno, puede seguirse la duda de que el partido, salvando su natural deshonestidad, gobierne por completo, decida por completo y mande por completo.

Por encima de los partidos, en el complejo entramado político, están las Internacionales, que deciden desde sus sedes la política general de la totalidad de los partidos de su misma ideología, sin que en sus decisiones influya la cacareada voluntad expresada libremente en las urnas. Si el partido del Gobierno aquí obedece las directrices de la internacional que sea, está claro el dilema: o la voluntad de la una o la voluntad del pueblo. Luego hasta aquí parece que el poder resida en las internacionales.

¿Hay algún otro poder por encima de ellas? Cada uno es muy libre de dar su respuesta, pero, antes, debe de meditar en el dinero que, además de ser un bien de general aceptación para los intercambios, es desde hace bastante la Internacional de las Internacionales. Estados Unidos gasta enormes sumas en mantener y perfeccionar un sistema militar defensivo, primero frente al correspondiente de la Unión Soviética, mientras le concedía préstamos importantísimos. Y ahora contra el mundo entero, muy especialmente contra los árabes y quizá Europa. Castro —otro ejemplo— declara que no está dispuesto a pagar su deuda externa y azuza a otras naciones para que le sigan en la maniobra, pero la advertida España le concede un préstamo más.

Y hay dinero. Cada vez hay más dinero en el mundo y cada vez se concentra en menos manos. Parece que algunos, enmascarados en sociedades anónimas, estén comprando literalmente el planeta y, con él, a los que fingen ser sus rectores en nombre de sus respectivos pueblos. En España, donde el paro genera paro, vemos como el dinero extranjero fluye sin parar y compra, una tras otra, nuestras principales empresas.

Pero este poder internacional, en el que se podrían englobar las grandes bancas, el sionismo y la masonería (si no son la misma cosa), atiende a sus propias necesidades y hace sus propias leyes. Decide paces y guerras, golpes militares y revoluciones según sus conveniencias. Este poder inventó la España Falsa en la que andamos confundidos; de arriba abajo fabricó las doctrinas, los líderes luego y, por último, los partidos, que evidentemente no recogen lo que el pueblo dice y quiere, sino que dicen al pueblo lo que debe hacer y desear.

Pero el Poder reside en el Pueblo, y esto es dogma indiscutible: no importa que la natural inteligencia del español tenga palpables pruebas de que no es así. No importa que aceptemos una tras otra las imposiciones que menos favorecen al tal pueblo dueño de su destino. La apariencia de libertad debe conservarse para ser parte de ese Mundo Libre que está en nuestras diarias condiciones, sólo que peor, pues no dispone de la próxima referencia de libertad internacional que nosotros tenemos en este mismo siglo.

¿Qué sucede cuando alguien hace trampas en ese gran tinglado? ¿Qué sucede cuando se discute la zona de influencia asignada por ese Poder Internacional? Sucede España. Esta España que titubea y se disfraza; esta España del sí pero no, de las actitudes vergonzantes y del miedo a abordar frontalmente los problemas fundamentales; esta España exclusivamente electoralista , falsa de raíz, chapucera e irreal.

El vestido político homologado no está hecho a nuestra medida. Los mismos hombres encargados de cumplir aquellas decisiones de fuera tampoco son como exigen los intereses que nos invaden, porque conservan —mal que les pese— restos de españolidad, mesiánicas esperanzas.

Sirva todo lo anterior para dejar aquí constancia de que la buena gente de Dios no cree ni mucho menos que el poder resida en el pueblo y que, cuanto más se lo repiten ,más segura está de que eso no es cierto. La misma desconfianza se extiende a los partidos, organizados de arriba abajo para imponer ideas previas, en lugar de para recoger y representar las variadas ideas de las personas. Los partidos, según el sentir popular, no representan al pueblo frente al poder, sino al poder frente al pueblo.

Entre todos, entre el Occidente Liberal-capitalista que se llama a si mismo Mundo Libre; entre las ideologías que han agotado su fecundidad; entre los políticos incapaces de enjuiciar desde su propia cultura, han levantado un muro, mediante desordenada invasión, entre el español y el auténtico poder, que no viene del pueblo, sino de la fe del pueblo.

Nuestros políticos, si alguna vez lo supieron, lo han olvidado ya, pero nuestros invasores lo recuerdan siempre: un pueblo que cree en si mismo, porque se comprende, es siempre un pueblo poderoso. Quien llegue a encarnar su fe, y avance decidido hacia la esperanza, tendrá el poder. Y en eso estamos.

Ser español, ser europeo

A lo largo de las páginas anteriores el autor, propenso a la explosión sentimental y algo barroca, ha querido solamente dejar constancia de unas pequeñas, defectuosas y quizá apresuradas meditaciones sobre España y Europa.

Nuestra Patria es una fundamental unidad de convivencia y en modo alguno un experimento que pueda dejarse a merced de los ensayos de ideologías agonizantes que, además, han fracasado siempre entre nosotros. Descubrir la Patria, sea por intuición, sea por voluntarioso empeño, es el paso obligado del hombre que aspire a comprender el mundo y a acceder a su libertad individual.

Se afirma repetidamente en estas páginas que España no es Occidente, recalcando siempre a qué Occidente nos referimos: al que estalla en la Revolución Francesa y encuentra en el Capitalismo su instrumento para dominar, como lo hizo, al mundo durante casi dos siglos. Ese Occidente —que a veces se llama aquí Europa— ha sido, con abundancia de pruebas históricas, un enemigo de España; un mundo ajeno al nuestro que jamás trató de entendernos y al que nosotros, por causas diversas, tampoco hemos aportado nada.

La llamada Edad Contemporánea ha sido una época de la que España fue excluida y que nació y vivió merced a unas fuerzas que se han extinguido ya. Tal vez ahora vivimos entre dos edades, la que muere inmovilizada y pretendiendo detener en ella el mundo —como sucede con todas las edades que han dejado de ser—, y la que alborea en cada vez más espíritus que, de momento, comprenden que es forzoso encontrar nuevas verdades para lo futuro o, mejor, nuevas maneras de acercarse a la verdad y organizar el destino.

Este es un cuaderno de meditaciones. Antes que él, se ha tratado de ver más allá de la publicidad al uso. En él se pretende despertar en el lector el atractivo por volver a pensar en España, que es el problema histórico y la realidad más inmediata para un español.

Sabe el autor que muchos españoles piensan que estamos definitivamente atrapados entre los centro-liberales, que nos toca seguir sometiéndonos a las corrientes internacionales, y a ellos, si le leen, se les recuerda que, aún así, el tiempo avanza y que nada hay que no termine. Ser español, qué duda cabe, es ser Europeo, pero un europeo que tiene tras de sí dos mil años de historia propia y doscientos de silencio histórico. Hace falta la voluntad de ir más allá, pues de lo contrario nos tocará asistir al final de toda esperanza, a un infierno que ni Dante imaginó.

Quiera Dios que algún lector haya encontrado en todo lo anterior razones para su razón e ilusiones para el esfuerzo de mañana.


«Todos los días, España»

Laus Deo


Publicado el 15 de julio de 2023 por Edu Robsy.
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