Aquellas viejas historias que la tele asesinó...
Hubo un tiempo en que Menorca no era nada. El Mediterráneo era un
juvenil mar, más amigo de los díscolos vientos y de las turbias nubes
que de cobijar a los hombres. Sólo algunos pescadores se aventuraban por
sus riberas dispuestos a medirse con el joven mar desde la tierra: así
nacieron los boliches y los palangres, ciertos tipos de nasas y las
cañas de pescar.
Pero esto era insuficiente y el mar lo sabía y sonreía feliz en las crestas de sus más impresionantes olas: el hombre tardaría muchos, muchísimos años en aventajarle.
Hubo pues, un tiempo en el que Menorca no era nada. Su lugar lo ocupaban las espumas mediterráneas, los desbocados vientos, las lluvias del otoño y las familias de los animales marinos. Solamente mar y mar, sin tierra verde, sin algodonosos bosques de pinos, sin hombres sudando sobre los arados y sin calafates encaramados a las volcadas barcas.
El rey Pons, que buscaba reino, se asomó un día a las orillas del continente, al lugar preciso en que la piedra cede al mar violento y es arena y barro. Le alucinó el Mediterráneo; le llenó el alma de sal y, con la sal, de verdosas semillas de viento del norte y de prolongados espacios.
Y Pons ya no quiso ser rey más que de las olas y la espuma. Ya no quiso los imperios de la tierra firme, ni las fuerzas de la piedra, y pensó en Menorca, pero Menorca, amigos, no existía. Menorca no era nada: ¡Pobre rey Pons a punto de naufragar con sus ilusiones!
Pero el rey Pons, que buscaba reino, rodeó el mar y conoció a todos los hombres que vivían en sus orillas. Habló con los corredores de caballos de mar, con los pastores de delfines, con los inquietos buscadores de ágatas, con los tostados olivareros y hasta fue amigo de Festos, que por aquel entonces comenzaba a manejar los primeros rojizos metales.
Un día conversaban los dos sobre el risco que dominaba la bahía. A sus pies el joven Mediterráneo rugía placentero y desafiaba como siempre a los hombres.
—Ya lo ves —dijo el rey Pons—. Estoy llamado a reinar sobre él, pero no sé aún el modo.
Festos miró al Mediterráneo y, enfadado, le lanzó una piedra con toda la fuerza de sus sólidos brazos. El joven mar se burló de él.
—¿No sabes cómo?
—No.
—Yo te lo diré: clávale una espada al mar.
El rey Pons sonrió con desesperanza. Abrió los brazos con gesto de desaliento y puso los ojos en su amigo.
—¿Qué clase de espada? Un mar no se rinde tan fácilmente.
—Ni un rey de hombre tampoco —explicó Festos—. Ve tranquilo porque yo forjaré para ti la espada que necesitas para sostener tu reino.
Y en aquel mismo momento Festos encendió su colosal fragua y sopló su fuelle hasta que las intensas llamas oscurecieron la luz del día de puro brillantes. Tomó el broncíneo martillo y se dispuso a complacer al rey Pons, su amigo que buscaba reino en el mar.
Ochenta años tardó Festos, el primer herrero, y los charcos de su sudor formaron verdaderos ríos que aún perduran en la memoria de muchos hombres. Durante ochenta años su martillo atronó las colinas batiendo rebeldes metales y castigando las formas caprichosas, porque él hacía la mejor espada de sus tiempos y de los que vendrían después.
Mil montañas arrasó para extraer el estaño y el cobre de sus entrañas. Secó cien ríos templando en sus aguas los metales al rojo. Y forjó una bella isla, ni demasiado grande para la autoridad del rey Pons, ni demasiado pequeña para su dignidad. Rica en parte y en parte pobre, para que sus habitantes fuesen ricos y pobres y necesitaran de un rey que defendiera a unos de otros.
No olvidó los profundos huecos donde sujetar la tierra, ni las tremendas armazones para insertar colinas y montañas. Marcó los cauces de los torrentes que las lluvias formarían y dibujó con precisión los acantilados que tendrían que herir profundamente al juvenil y bravucón Mediterráneo, que aún seguía desafiando a los hombres desde las orillas.
Determinó el lugar de las playas, donde los pescadores deberían trabajar y construyó sólidos puertos capaces de quitar al mar toda su bravuconería. Y, en lo profundo, puso los depósitos de agua que sólo deberían rellenarse al cabo de cien mil años.
Ochenta años empleó en esto. Ochenta años cabales, el mejor bronce y el más helado hierro. Y, cuando vio su obra terminada, sonrió y la sacudió para probar su resistencia, y mandó llamar al rey Pons, que aún seguía buscando por las orillas su camino hasta el reino del mar que soñaba.
Y cuando regresó el rey, le mostró su isla reciente, todavía con el brillo de los últimos martillazos.
—Aquí tienes tu espada.
—¡Una isla! —exclamó el rey.
—Una isla, sí. Clávala en medio de este bullicioso mar y tendrás el privilegio de enseñarle la primera lección.
—En el centro... —murmuró pensativo el rey.
—¿Qué te ocurre?
—Pienso en cómo llamarla. Las espadas de los héroes tienen gloriosos nombres; más deben tenerlos las espadas de los reyes si, además, son islas.
—Llámala Menorca —sugirió Festos.
—Menorca, sí... Tú y yo guardaremos el secreto de lo que significa y así perdurará su magia.
El rey Pons la imaginaba ya clavada en medio del mar, cubierta de tierra y piedras, verde, quieta, eterna. Y la veía poblada de especiales hombres que ararían los campos y podarían los árboles y lucharían contra el mar desde su mismo centro. Pero... ¡Qué desilusión! Festos había hecho su trabajo en vano: ¿cómo llevarían la espada hasta el mar? Nadie podía navegar aún por el Mediterráneo, porque era un joven océano y no estaba dispuesto a descansar por el momento.
—De nada sirve la espada si el enemigo está lejos —musitó.
Festos, el Primer Herrero, le comprendió e hizo sonar su gran caracol hacia el Norte y hacia el Sur y hacia el Este y hacia el Oeste. En el acto acudieron todos los domadores de caballos de mar hasta él.
—Sólo los domadores de caballos de mar se atreven con el Mediterráneo —dijo Festos—. En ellos debes confiar.
Y los Domadores eran hombres recios, canosos ya, porque el negocio iba a menos y la juventud se interesaba por otras cosas. Ellos habían pasado la vida soportando las bravatas del Mediterráneo; querían ayudar al Rey Pons en esta aventura; deseaban ser quienes clavasen al descarado mar aquella formidable espada de bronce y hierro que era la nueva y reluciente Menorca.
Festos les enseñó su obra acabada y perfecta. Les hizo andar interminables horas por su superficie, escalar las montañas, deslizarse por las colinas y palpar la dureza de las aristas vivas de los acantilados. Los Domadores de caballos de mar se asombraban y sentían que era preciso conducir la isla hasta el centro del océano para dominarle por completo.
—Nosotros la llevaremos —dijeron. Nuestros caballos son los mejores y los más entrenados.
Y, desde lejos, el Mediterráneo al oírles se reía y levantaba las espantosas olas de su fuerza y de su ira.
Los Cíclopes, ayudantes de Festos en su fragua, fueron los encargados de transportar Menorca hasta la orilla y dejarla meciéndose tranquila en las poco profundas aguas. El rey Pons lo miraba todo desde los altos riscos y se notaba feliz el corazón.
—Mira por dónde —decía— mi reino del mar está cercano. Mira por dónde la historia me recordará como el rey de lo imposible.
Luego fue conducido a la isla y se sentó en el alto acantilado que hoy se conoce como el Esperó, en la Mola de Mahón. Desde allí observó como el los caballos de mar era uncidos a los enormes yugos de coral por sus Domadores, y comenzaban a tirar y a mover lentamente la recién fabricada Menorca, pues el Mediterráneo se oponía con todas sus descomunales fuerzas.
Así navegó la isla por el mar, arrastrada por los esbeltos caballos y conducida por los vigorosos Domadores; y su viaje duró meses y meses, pues el Mediterráneo pidió ayuda a las tenebrosas Nubes y a la violenta Lluvia y, por último, a su amigo del alma, el pensamiento del Viento Norte. Y, sin embargo, vencido, desesperado, tuvo que permitir que Menorca continuara impasible su camino.
Por fin el Rey Pons halló el lugar que soñaba. Lejos del continente, pero cerca de beneficiosas corrientes, ocupado todavía por las deslumbrantes espumas mediterráneas, por las brisas del atardecer y por las felices sirenas.
Los Domadores desengancharon sus caballos y contemplaron al Mediterráneo, dominado por primera vez, que les rodeaba con su severo ceño fruncido. Bajaron después a las profundidades para asegurar los cuatro pies de la isla y, todos juntos, vinieron hasta el rey.
—Rey Pons —le dijeron—. Te hemos servido eficazmente y he aquí que ya tienes tu espada clavada en el centro del mar. El Mediterráneo ha sido finalmente herido. Te pedimos nuestra recompensa.
—Decidme cual —ordenó el rey, agradecido.
—Déjanos permanecer aquí. Permítenos ser los primeros pobladores de esta mágica isla. En nuestras tierras, antes de aprender el arte de domar caballos de mar, aramos campos, sembramos trigos y talamos árboles... Te seremos útiles.
Y el rey Pons dijo que sí porque admiraba a aquellos bravos hombres que tanto le ayudaron y estaba satisfecho de aceptarlos por súbditos. Pero recordó entonces que no había mujeres entre ellos y que, por lo tanto, nada conseguiría para poblar su nueva tierra.
—Ya lo hemos pensado nosotros, rey Pons —le contestaron—. Y hemos visto que las sirenas de los contornos acuden a tomar el sol en las hermosas playas de tu isla. Las capturaremos.
Y tendieron espesas redes en Son Bou y en Cala Galdana y en la incomparable Cala Blanca y en Pregonda y en el Arenal d'en Castell y cazaron tantas sirenas como domadores eran. Y de ellas tuvieron hijos que roturaron los vírgenes campos y que aprendieron las artes de la navegación. De entre ellos salieron los grandes carpinteros de ribera, los famosos piratas y los míticos constructores de talaiots. Y el rey Pons tuvo su reino, el mismo que soñó a las orillas del continente cuando era también joven y buscaba las tierras que le estaban destinadas.
Y, ¿qué quedó de aquellas sirenas que se casaron con los domadores? Ah, peno, ¿no han oído ustedes las jotas menorquinas? Sí, bueno... ¿Y de los Domadores y sus caballos de mar?
Vayan al jaleo: allí verán a sus herederos, pueblo de centauros y jinetes. Y verán bailar a los caballos padres, poderosos y fuertes, al ritmo de una jota... la canción de las primeras sirenas.
¿Sí?
Sí: si buscan la antigua Menorca que salió de la forja de Festos, solamente la encontrarán entre los sudorosos caballos, los jinetes expertos y los músicos del pueblo. Y si no buscan, váyanse a hacer gárgaras.
Publicado en el Diario Menorca el 11 de septiembre de 1973.