La nuestra, Menorca, es una tierra de amplias resonancias islámicas que dejaron, además de puntos esenciales en nuestro carácter, bellas leyendas que nosotros conservamos.
Una de ellas es esta de Es Gorg d'Albranca, que nos ha llegado, quizá, un poco transformada en lo que se refiere a su valor primitivo.
Examinándola detenidamente nos damos cuenta de lo extraño de la actitud de un padre, el Rey Moro de Ses Coves Gardes, que arroja a la Hoya del terrente a su hija "casadera". Aquellos que son padres y, más aún, aquellos que tienen hijas casaderas que les piden dinero "para esto" o "para lo otro", que les aburren con las descripciones detalladas de "lo que llevaba Puri" o "el coche tan fantástico que se ha comprado Gabriel (Biel)", comprenderán muy bien lo lógico de un padre que no permita casarse a su hija. Otros lectores, impuestos en la sociedad y la cultura islámica de aquellos siglos, observarán otra contradicción todavía más chocante: su significación económica.
"Para un padre moro (al contrario que ahora) tener una hija era un interesante negocio de compraventa, muy semejante al de un tratante. Desde su nacimiento hasta los trece años (a veces también antes) las moritas se encargaban de arreglar la casa, cocinar, lavar los platos y demás asuntos femeninos solo en las horas libres que les dejaban las faenas del campo, donde trabajaban como uno (o una) más. Esto hacía que amortizasen con creces lo que se comían y los sacos con los que tapaban su cuerpo. Llegados a la pubertad, su padre les regalaba un velo y las llevaba, cuidadosamente envueltas, de visita a la casa de un vecino. Allí se ultimaban las conversaciones y se firmaba el contrato, pues es sabido que los vecinos no se cansaban nunca de contraer matrimonio".
"Y tenían razón: como compraban el género sin verlo realmente, se pasaban la vida descorriendo velos femeninos por si les salia, de una vez, una esposa hermosa (como el asunto de los sobrecitos de comos de la segunda mitad del siglo XX). El padre oferente y el marido demandante se ponían de acuerdo sobre el precio justo y la muchacha se permutaba por una determinada cantidad de trigo, una parcela o, en casos excepcionales, por algunas monedas o un camello". (texto íntegro del libro: "Los Cuerpos de la Luna del Califato de los Moros Abásidas", del historiador contemporáneo Alay-ben-Abib).
Hemos visto, pues, el valor económico que tenía una hija en el momento del matrimonio, cosa que no concuerda en absoluto con los hechos que se pretenden imputar al Moro de Ses Coves Gardes.
Mediante una laboriosa reconstrucción, consultando con sabios islamistas, creemos haber dado con el misterio que encierra la leyenda. Misterio, además, cuidadosamente guardado por el padre de la citada muchacha. Lo desagradable es que hemos llegado a dos únicas conclusiones, diametralmente opuestas.
Primera versión de "Es Gorg d'Albranca"
(texto actualizado)
La casa era rica, como correspondía a un moro de su categoría y
calidad; pero aquella riqueza no había conseguido alejar de él las
guerrillas familiares.
Se sentía viejo, aunque no lo bastante para prescindir de su harem. Viejo, sobre todo, por el cansancio de una vida sedentaria y una tripita rolliza que le iba aproximando peligrosamente a la obesidad.
Hubo un tiempo en que fue esbelto y duro, pero con los años, no sólo aflojaron sus músculos sino que debilitaron su carácter, ocasión ampliamente aprovechada por las mujeres de su casa para subirse (como vulgarmente se dice entre los viñadores escitas) a la parra. Y lo hicieron con tal decisión y arrojo que el moro llevaba viviendo los últimos años en un mar agitado por el más violento feminismo.
Pero ahora no se trataba, ya, de que sus esposas pretendieran tener voto en las elecciones de almojarifes, sino de su hija única, la bella Zara, a quien Alá había concedido el más endemoniado de los temperamentos.
Precisamente hoy la niña estaba en vena y el padre llevaba un par de horas aguantando pacientemente.
—¿Has visto —decía exaltada— cómo Zaraida hace la corte indecentemente al tonto de ABú? Te digo que ésa lo que va buscando es pescarle, porque Abú es idiota, pero no se puede negar que sabe vestirse y que es rico. Aunque, claro, Amehd tiene mejor facha y, además, es un principal de Kaid de Sent-Agayz... Quisiera saber por qué Zoraida no le persigue a él.
El moro asentía comprensivo:
—¿Te gusta Abú, verdad?
—¿Abú? ¿A mí? —y recalcó ese "mí" como si su garganta fuese una sirena—. Es demasiado bajo. La única que tiene mal gusto es Zoraida. Me gustaría que hubieses visto que pendientes se puso ayer: grandes como huevos de paloma, cargados de piedras, porque siempre quiere hacer ostentación del dinero de su padre, que es tonto por consentirla tanto.
Y el Moro volvía a sonreír beatíficamente:
—Me parece que debe ser otra pieza de museo como yo.
—Mañana —añadió en voz alta— te compraré los pendientes más hermosos que encuentre en Medina.
—¿Pendientes? —Zara volvía a la carga—. ¿Y para qué los quiero yo? No necesito adornos para ser hermosa, no como alguna que yo me sé. Después de tanto tiempo, deberías conocerme mejor, pero, claro, como siempre te has preocupado tan poco de mí... Los hombres hacéis siempre lo mismo: venga a relamerse mirando a las que traen los barcos mientras la familia queda abandonada, sin que ni siquiera penséis en ella.
El Buen Moro se inquieta ligeramente:
—Oye, hija: eso no va a conmigo. Tú sabes que...
—Precisdamente porque sí: me han dicho que, la semana pasada, estabas en el mercado del puerto contemplando, con ojos de joven, las nuevas esclavas venidas de África. Compraste una, que no sé dónde tendrás escondida, porque bien que la he buscado yo.
El Moro se atraganta y, con tono desabrido, cambia de conversación:
—¿Cuándo te vas a casar, niña?
Espera anhelante una respuesta que no llega: por eso trata de influir en la joven:
—¿Es que no te gusta Abí? No, no digas nada: Ahmed es el que ha encargado tu corazón... ¿Tampoco? ¡Ya sé! Es Omar tu dueño, un gran chico: mil prendas y mil virtudes le adornan.
Para Zara, súbitamente triste, guarda un silencio que presagia llanto.
—Dime a quién amas.
El padre desea casarla por todos los medios. Estaría dispuesto a darla gratis si fuera preciso, solo si lo fuera.
Ella, por fin, coge la pataleta y se queja atropelladamente:
—¡Oh, papá! Estoy enamorada de Abdús; le amo más que a mi vida y sólo sé ver el mundo a través de sus ojos. Soy tan desdichada que...
—Pero hija: Abdul no se casará contigo. Recuerda que tiene casi setenta años y quince esposas jóvenes que van a acabar con él.
—¿Y crees que no lo sé? —estalla de mal humor la niña—. Pero la edad no importa cuando el amor el puro.
Llora un poco y su padre cree desmayarse cuando oye estas palabras:
—Ya lo he decidido: ¡no me casaré nunca!
Aquella misma noche el Buen Moro metía a su hija en un baúl y la arrojaba a la hoya del barranco de Albranca. Sí, era una pérdida económica y otra, mayor aún, sentimental, pero el Moro se había jurado llegar a viejo de una forma u otra.
Segunda versión de Es Gorg d'Albranca
(texto modernizado)
El Buen Moro, después de dieciséis años, ya estaba acostumbrado a
su hija: era fruto de un parto desafortunado y de una gestación más
triste todavía. La niña era prognata, provista de una nuca
inverosímilmente lanzada hacia atrás, que ni el mismo cabello crespo
acertaba a disimular.
Moderadamente zamba; descorazonadoramente plana en todo el cuerpo y desprovista de cualquier orografía femenina digna de ser tenida en cuenta.
El rostro, plagado de barrillos, era monocorde con una expresión, por cierto, que era de continuo asombro.
Pasando por encima de sus ojos saltones, la última prenda de la apreciable niña era, sin duda, su maravillosa capacidad para continuar, a los dieciséis años, tan virgen de ideas como cuando nació. En una palabra: era rematadamente tonta, con una estupidez machacona e insistente que, ni por un momento, trataba de disimular.
Vivía enclaustrada a perpetuidad y, las contadas veces que pisó la calle, cuidadosamente envuelta entre telas y velos, fue solamente para adquirir extrañas costumbres. En la intimidad de la casa gustaba de repetir los gestos del camello, cruzando y descruzando sus propios labios, hasta conseguir la más repulsiva animalidad. Asimismo, imitaba el relincho del caballo y, como obra maestra de su arte, el rebuzno amoroso del asno salía de sus fauces, desencajadas en un intento de conseguir la espiritualidad que le estaba vedada por métodos normales.
Ni que decir tiene que el padre acariciaba una sola ilusión: casarla con alguien lo suficientemente soñador como para no reparar en los defectos de su hija hasta que fuera demasiado tarde.
Por ello andaba continuamente por las calles de la Medina haciéndose lenguass de su hija, a la que comparaba con las más santas y puras mujeres de la antigüedad.
—Es —decía— la misma alegría encarnada en la juventud. Ni el lirio más esbelto tendría un aire tan juncal como el de ella.
Aunque, por centro, sabía que Zara solo podría compararse a un junco.
—¿Es bella? —le preguntaban.
Y el pobre quedaba en silencio unos segundos, espantado por la magnitud de la mentira que se le exigía. Y, como quedaba en él algo de integridad, optaba por las frases ambiguas:
—Será la mayor sorpresa para el esposo amante que la consiga.
Con lo cual no mentía en absoluto: estaba seguro de que la sorpresa sería mayúscula. Ahora bien, si los demás interpretaban de otro modo sus palabras, él no era responsable de ello.
Tanto porfió la virtud y el carácter débil de su hija, que pronto hubo un joven cándido, inflamado de amor, que estuvo dispuesto a desposarla. Los demás, sospechando que habría alguna relación entre las palabras elogiosas del padre y el hecho de no haber visto jamás a la hija, se abstuvieron en bloque de interesarse por ella.
Los amores de Zara con el muchacho bodoque tuvieron que discurrir entre las condicciones impuestas por el padre para que, según dijo, "la virtud de su angelical niña no sufriera lo más mínimo".
El astuto padre obligó a que las conversaciones transcurrieran a través de una reja y ordenó a su hija que no dijera más que "sí" en todas las entrevistas. Y ésas se desarrollaban de la siguiente guisa:
Al pie de la ventana el enamorado galán contemplaba el bulto informe de ropas que suponía era su novia, y se dejaba transportar por su corazón inflamado:
—Bella Zara —decía con acento plañidero—, ¡te amo!
Y Zara, fiel a las instrucciones, decía con su voz estridente:
—Sí.
—Sí —repetía el joven, y ambos quedaban un buen rato sin palabras. Luego, cobrando nuevos bríos, se lanzaba de nuevo a la detallada descripción de sus sentimientos.
—Soy feliz como un pájaro del bosque; estoy gozoso como una mañana soleada. ¿Conoces, por ventura, las intimidades de mi alma?
—Sí —contestaba Zara, dejando desorientado al mozo, que no esperaba contestaciñon a aquella pregunta retórica.
Pero era demasiado joven y demasiado fogoso para dejarse amilanar por aquello, de forma que buscaba nuevamente sensaciones que exponer a su amada:
—El día que nos casemos temblará el campo todo, mientras que, por la noche, sólo se oirá el canto del ruiseñor.
En aquel momento le llegó el espeluznante rebuzno de un asno en celo, aunque no supo encontrarle con la vista. No sospechó que se trataba de Zara que, impresionada por las sugerencias bucólicas de su amante, había expresado, en un solo grito, toda su emoción.
Esto carecía de importancia y el Buen Moro vivía los momentos más dulces de su vida embelesado ante la posbilidad de colocar dignamente a su hija, lo cual (aunque le estuvese mal el pensarlo) significaba también librarse de ella.
Pero, un buen día, sucedió algo que iba a cambiar el destino de todos.
El joven llevaba ya mucho tiempo insistiendo, a través de la ventana, para que Zara le enseñase toda la espléndida hermosura de su rostro desnudo. Ella, naturalmente, decía "sí" y no se descubría, haciendo que el muchacho se encaminara por pensamientos equívocos:
—¡Qué casta es! ¡Qué recatada! Me dice "sí" para no desairarme y, al mismo tiempo, no se atreve a hacerme compañero de su espejo.
Pero tanto insistió que Zara la Boba, impresionada por una ternuda difícil de comprender, olvidó todas las advertencias del padre y, tirando de velo y tocado, se mostró entera.
El galán, naturalmente, perdió pié y boqueó desesperadamente: el cabello grueso y rizoso, la descomunal nuca, el rostro abotagado y foto, lleno de barrillos, los ojos, la nariz roma y la boca estirada de oreja a oreja, sonriendo, se le ofrecieron en toda su salvaje fealdad.
Por un momento se creyó soñando, pero no: aquello era real y bien real, y la única conclusión posible fue que se le intentaba dar gato por liebre. Su espiritualidad, desbocada por los pocos años, no resistió el choque ni poco ni mucho. La primera manifetación fue un aullido largo y expresivo. La mirada se le abrió en un gesto de locura y, acto seguido, salió corriendo entre incontrolables gemidos.
Pronto, los hombres y mujeres de la Ilsa quedaron bien informados el Buen Moro se encontró triplemente vejado por los comentarios de sus amigos, el abandono de su hija por el novio y la absoluta certeza de que jamás se libraría de Zara.
Pasó toda la noche meditando en la soledad de sus habitaciones: era preciso tomar una decisión, una valiente decisión que volviese a dejar las cosas en su sitio. Persona inteligente, comprendió que matar al fugitivo esposo nada solucionaría, como tampoco sería positivo acusarle de falsario, pues entonces se vería obligado a mostrar a su hija.
Solo cabía un camino; duro, triste, pero resparador. Aquella noche tiró al barranco un gran saco de piel que cayó a lo profundo del torrente con un sonido apagado. Desde el fondo le llegó el "Adiós a la Vida" entonado con una maestría que acababa de alcanzar, desdichadamente, sus últimos y soberbios estadios: Zara ofrecía al mundo su postrer y desgarrado rebuzno.
Publicado en el Diario Menorca el 12 de septiembre de 1972.