Toc, toc... Llaman a la puerta, pero se diría que es la puerta misma la que te reclama. Creías que había terminado el día, o la jornada, que es palabra que describe mejor tus horas de esclavo. Sin embargo, ahí tienes como alguien te reclama, como alguien aguarda tras la hoja de madera, un amigo quizá o, quizá, un desconocido.
Tú sabes que por dentro eres un hombre pequeño, un hombre encerrado en carne cobarde y, quizá, cansada. Unos días vivir es una llama y, otros, algo demasiado largo que te coge por el cuello. La monotonía es, quizá, la que te ahoga, y la soledad, que siempre desemboca en miedo. ¿Cuántas veces te has hecho el propósito de cambiar? Desde mañana, esto. Desde mañana, lo otro. Pero ni los ricos lo consiguen, aunque a ti te da la sensación de que ellos sí podrían.
Hay un mundo maravilloso por ahí. Se vislumbra en las películas y se roza en algunos libros, ¿verdad? Están las aventuras tremendas en las que tú puedes sonreír porque sabes que llegarás salvo hasta el final, hasta los brazos de la chica. Y las islas de cocoteros, donde el sol es una joya y el cielo tan azul como el de los anuncios. Y también hay lealtad y alegría y amor... Pero tú tienes un trabajo, que no es malo, desde luego, pero es un trabajo: no sólo vendes tu tiempo y tu inteligencia, sino que estacionas tu vida, la dejas en la entrada cada mañana y la recoges después, como a un abrigo que se va haciendo viejo.
¿Y qué cosas maravillosas pueden sucederte a ti, que tantas horas pasas encerrado, distraído de ti mismo? ¿Es que puede ocurrirte algo a partir de las siete de la tarde? Entonces también los prodigios dejan de funcionar, y el pobre recurso de la tela o el libro que te abre la puerta del sueño, en la cama ya, no son más que soledades, no son más que distancias, muros que te van encerrando sin que puedas recorrer el desierto a lomos de un camello, o excavar una pirámide o enamorarte de una bellísima espía.
Claro que sabes — la razón es así — que el mundo no es injusto contigo: comes y duermes; hasta estás un poco gordo. Y te han dado una cultura y pagas casi todas las facturas, y no has ido a la cárcel todavía ni has hecho, a sabiendas, daño a nadie... pero no es eso, ¿verdad? Es tan ligera la vida que cuanto más la contemplas más se te escapa. Y un día estarás muerto y, ¿qué podrás llevarte al otro lado? ¿Tu horario? ¿Recuerdos de las películas que has visto? Si ahora, al abrir la puerta, te pegaran un tiro, ¿quién te lloraría? ¿Qué marca dejarías en tu mundo? Aún teniendo mujer, aún teniendo hijos, un año después los muertos están definitivamente muertos y son, todo lo más, una fecha. Luego es aún peor: empezamos a dudar que hayan existido.
Pero, en cambio, abres la puerta y una chica con los ojos brillantes muy abiertos te empuja hacia dentro diciéndote: "Por favor, por favor." Esto es algo mucho más prometedor que el cobrador de lo que sea, que es, sin duda, quien llama esta tarde. "Por favor. Por favor."
No conoces a ninguna chica que sea capaz de hacer algo así, naturalmente. Las chicas de siempre se pelean con sus novios o se casan con ellos, tienen buenas o malas costumbres, pero costumbres a fin de cuentas, y eso excluye empujar a desconocidos en el descansillo de su puerta. Las mujeres de tu mundo son predecibles en lo bueno y en lo malo y seguramente, como tú, tienen sueños disparatados y aguardan a un hombre que las empuje en la puerta o que las rapte a caballo o que, simplemente, les escriba un poema con sangre. Pero, también como tú, están quietas. Solamente sueñan. Solamente.
Pero la chica esa te pide auxilio. La persiguen. Tal vez ha conseguido huir de una escondida prisión, o te ama a distancia desde hace años y hoy la pasión la ha puesto en marcha. Puede ser también una extraterrestre abandonada por su platillo volante, o la princesa de algún lugar remoto a quien los terroristas han descubierto mientras veraneaba de incógnito.
A ti te faltan tantas cosas que sólo te sobra el miedo a desearlas. Podrías ser el hijo perdido de un rey o un gran artista que perdió la memoria. Mil hombres te buscan en el planeta mientras tú, ignorante, crees ser el que eres, un pobre hombre, olvidado de la riqueza, adormecido ante la llama de tu genio.
También puede estar llamando la muerte: una mujer serena y tan bella que los ojos duelen al mirarla. Con ella de la mano sabes que no tendrías miedo... Seguramente la muerte mata revelándote algún secreto; quizá todo consiste en que te enseña el modo de abandonar tu cuerpo dolorido. "He decidido ascenderte, hombrecillo: te voy a liberar del peso y del tiempo, del aire y de la angustia. ¿Quieres subir? ¡Pues, vuela!"
Cierta vez... Cierta vez, recuerdas, rellenaste una encuesta con preguntas necias y, ahora, a lo mejor, vienen a comunicarte que eres necesario. Quizá es un sistema para reclutar astronautas o alguna otra profesión secreta, porque hoy, con los test, se puede saber si serás relojero o campeón olímpico. Quizá tú sirvas para algo maravilloso. Quizá de ti dependa la paz del mundo o seas imprescindible para que algún circuito mágico hable con Dios y le vea.
El mismo Dios puede estar llamando a la puerta. Dios sí es capaz de sacar alegremente de la cama a cualquiera sólo por el gusto de entregarle una nueva estrella. Puede el Señor necesitar un Adán como tú, un nuevo Adán para el último y más moderno de sus planetas; un mundo con frenos de disco; un mundo que, para existir, no tenga que envilecerse necesariamente.
Pero sabes que Dios no llama a la puerta aunque pueda. En todo caso tiene una voz especial a la que casi todos somos sordos. Sería hermoso, aún así, oírle, sentir su pabra: "hace tiempo — te diría — que no hablo a través de un hombre, de manera que profetiza: en los últimos años no os habéis ganado ni el amor, ni la paz, ni la caridad. A ti te elijo por manso, es decir, por cobarde. Di a los que son como tú que no heredaréis la tierra."
Demasiado grave. Demasiado injusto el sueño: no conviene pensar en el día en que Dios haga justicia, porque será un momento terrible... Quien llama seguramente es un hada. Cuando las hadas se aburren vienen a la realidad de los hombres, a ofrecerles tres deseos que se obtienen con solo agitar la varita mágica cuya punta brilla como un lucero.
Ahí tienes el hada, intemporal y bella, que te dice: "Pide: te concedo tres deseo." Y tú te pones a pensar en ello, a averiguar qué deseas en realidad, aunque, se entiende, no vas a malgastar la oportunidad pidiendo un coche nuevo o un reloj de oro. Debes desear cosas importantes y profundas, cosas que de verdad sean inalcanzables.
¡Cáspita! No sabes qué pedir, porque tampoco sabes qué necesitas. Sólo se te ocurre la panacea de nuestro tiempo: Dinero, mucho dinero, muchísimo dinero. El dinero, por más que digas lo contrario a tus amigos, te importa excesivamente, porque sabes que el dinero da todo lo demás.
Bien: tienes muchísimo dinero. El hada te concede un billón de pesetas. ¿Es poco? ¡Dos billones! Allá tú con tu dinero y lo que pueda traerte en réditos de egoísmo y de miedo. Pero te quedan aún dos deseos, si es que de verdad deseas algo más.
Antes no tenías dinero y has pedido dinero. Ahora quieres tener tiempo para disfrutarlo, para gastarlo o para invertirlo en acciones de poder, en pagarés de omnipotencia: quieres ser inmortal, ver todas las albas que le quedan al mundo; juzgar a todas las generaciones que pisen el mundo: ser rico y vivir para siempre.
Crees que el hada se ríe de ti, y, en efecto, se ríe, pero sólo es piedad, por mucho que te moleste: no eres ni mejor ni peor que los demás. Aspiras a los que todos y, como todos, quieres diferenciarte por lo que tienes y no por lo que eres. Serás rico e inmortal, pero seguirás siendo un pobrecillo, un ofuscado artefacto de carne miedosa empeñado en seguir siendo carne.
— Te queda otro deseo — advierte el hada, mientras tú tratas de pensar, de recordar lecturas y despertar dormidas ilusiones. ¿Qué puedes querer que no te den el dinero y la inmortalidad?
— ¿No podrías ayudarme tú? — de dices mientras la invitas a pasar, a sentarse. Le ofreces una copa, un café, pastas.
— ¿Mucha gente pide lo que yo? — pregunta.
— Yo juego a esto cada ochenta o cien años, pero sí: casi todos piden lo mismo: oro, vida... El tercer deseo suele ser el que marca más diferencias.
— ¿Cuál es el tercero más habitual?
— No te lo diré hasta después. Es el reglamento.
— ¿Y qué tal les ha ido a los que has obsequiado?
Las hadas no se encogen de hombros, pero tú tienes la sensación de que lo ha hecho esta vez:
— Mal. — confiesa — Les va mal a pesar de la inmortalidad y de la riqueza.
Tú te acuerdas de lo que hizo Salomón en un caso parecido, y sigues preguntando.
— ¿Te han pedido muchos La Sabiduría?
— Muchos. — responde ella, como hastiada — Te sorprendería saber lo poco variados que son los deseos de los hombres. Me pregunto a veces si vale la pena continuar con el juego este.
"Sabiduría, no" — te dices. Se nota que la sabiduría no sirve para nada, como imaginaste siempre. La malicia, sí; la sabiduría, no. Quizás puedas pagar a tu conciencia pidiendo algo bueno para la humanidad, como Concordia o Paz, o alguna otra de esas cosas que nunca han existido y todos echan de menos. Tal vez Justicia, pero si hay justicia, ¿habrá paz? Si no fuera por la inmortalidad y los billones, casi hubieras preferido que el hada se quedara en casa.
— ¿Puedes cambiar el mundo? — preguntas, tanteando el terreno.
— Puedo. Lo he hecho varias veces, pero te advierto que este mundo, cuanto más lo tocas, más se estropea.
— ¿Y puedes cambiar a los hombres?
El hada vuelve a mirarte con curiosidad, como diciéndose que, tal vez, vaya a encontrarse con algo distinto.
— Puedo.
Tú sigues pensando en tu inmortalidad y en tus billones, y empiezas a darte cuenta del eterno, inacabable trabajo que las dos cosas significan, además de pelear con esta Hacienda y con todas las venideras; con estos ladrones y todos los venideros; con estos pedigüeños y con los que seguirán naciendo año tras año y siglo tras siglo.
Podrías hacerte emperador del mundo, pero esto sí que sería fatigoso; o pedir un don especial, como la invisibilidad, de modo que te dejaran en paz. Tampoco estaría mal del todo poder volar, aunque siempre volarás más cómodo y más deprisa en cualquiera de los aviones que te compres. Y hasta podrías pedir la Felicidad, pero mucho te temes que, para concedértela, el hada te quite el dinero y la inmortalidad.
Como eres parecido a tantísimos millones, piensas que te has equivocado muchísimo a lo largo de la vida y que no te vendría mal volver a nacer, pero, ¿para qué? ¿Para volver a empezar desde el principio? Una cosa es decirlo y otra pasar otra vez los interminables días de la infancia y todos los dolores que conoces y toda la tristeza y toda la angustia. No, no.
Si estuviera en tu mano, ¿cómo harías un mundo mejor? ¿Qué añadirías y qué quitarías a este mundo traidor? ¿Gente? ¿Harías más cortas las noches? ¿Darías extraños poderes al hombre, como la telepatía, para que no pudiera ni mentir ni traicionar? ¿Cambiarías la forma de ser de las mujeres? Si fuéramos menos agresivos, ¿terminarían las guerras?
Si el hada no miente, puedes cambiar al mundo o puedes cambiar al hombre: una de las dos cosas, y no tienes ninguna garantía de que vaya a ser para mejor. ¿Y si te lanzaras a una broma cósmica? Que todos los hombres se conviertan en mujeres y viceversa, menos tú, claro. ¡Vaya que si espabilarían! Para acabar con la actual civilización bastaría con pedir que nadie tuviera pulgares: qué sencillo. Si todos amásemos a nuestros prójimos se desmoronarían los estados y los imperios.
— Se me hace tarde — dice el hada — ¿Has decidido cuál es tu deseo?
— Es difícil — murmuras y piensas de nuevo en ti y en los motivos que tienes para pedir algo que mejore a la humanidad. ¿Qué hay de aquel chico mayor que te dio una soberana paliza a los once años? ¿Cuántas vejaciones puedes recordar? ¿Y el profesor aquel? ¿Cuántas injusticias te han hecho? ¿Cuántos engaños has recibido?
— Quiero ser el único hombre sobre la tierra.
* * *
Toc, toc... Llaman a la puerta, pero se diría que es la puerta misma la que te reclama. Creías que había terminado el día y, también, que la llamada había sonado hace mucho, antes de pensar en mujeres asustadas o en Dios, antes de hablar con el hada y pedirle ser el único.
Toc, toc, y te acercas a abrir, porque todos tus pensamientos han venido en un segundo y, en el siguiente, se han vuelto a su universo fantástico y lejano. Tú sigues ahí, en tu cueva artificial de piedra, encerrado para protegerte del mundo, que no sólo es el frío y la lluvia; y ahora vas a abrir porque estás amaestrado para abrir la puerta cada vez que la puerta te lo ordena, pobre esclavo, pobre imbécil, igual a mil millones de imbéciles, porque sabes que sólo los tontos se parecen.
Abres la puerta, esta vez de verdad, y queda delante de ti un anciano. Es un hombre, lo que queda de un hombre, seco, arrugado, estático como una antigua imagen de santo martirizado. Los ojos llorosos de la edad y los apretados labios le dan una expresión de perenne tristeza.
— Dígame.
Pero el viejo no habla. Quieto, baja la mirada a la mano escamosa, adelantada con la palma al cielo.
— Oh, ya... Perdóneme. — Sales corriendo hacia la cartera. Tú eres el hombre que pidió billones e inmortalidad hace un momento. El mismo que luego quiso quedarse solo en el mundo, es decir, que murieran todos. Pero las monedas sueltas te parecen poco ahora. Se las das, claro. Y luego un billete azul, muy pequeño todavía. Miras otra vez la cara triste, la mano casi muerta, los ojos, y pones otro billete algo mayor, y otro. El anciano lo mira todo. Intenta sonreírte, pero seguramente ha olvidado cómo.
— ¿Estás un poco loco, no? — pregunta.
— Sí. — le dices contento. — Pero sólo un poco.