Tres amigos, Luis, Paco y José, se separaron después de la mili. Los tres habían sido camaradas de párvulos y los tres compartieron esas tardes de primavera en que uno olvida que hay que asistir a clase y va en busca del primer torrente con agua fresca o del primer árbol con buena sombra. Se llamaban Luis, Paco y José. Tenían casi los mismos gustos, las mismas duraderas costumbres y los mismos juveniles vicios. Como, además, habían sido vecinos de toda la vida se repartían en complicidad secretos y aventuras del viejo barrio.
Después de la mili tuvieron que separarse entonces cuando suena la hora de volar del nido y cuando a los muchachos el cuerpo se les llena de calenturas que definitivamente concluyen en el matrimonio.
Se alejaron tristes, cada uno por su lado, conscientes de que abandonaban, en las personas de sus amigos, los últimos rescoldos de una vida quizá feliz. Antes de esto, sin embargo, se habían hecho una promesa:
—Dentro de veinte años, cuando nos hayamos hecho ricos, nos reuniremos de nuevo.
—¿Dónde?
—Aquí. El mismo día, solo que veinte años después.
Para cada uno de ellos pasó el tiempo más que de prisa; excesivamente rápido quizás y, así el plazo de veinte años quedó cumplido y cada uno se dirigió en busca de sus compañeros, Luis, Paco y José, a aquel mismo lugar donde se separaron hacía tanto y tanto.
Luis y Paco fueron los primeros en llegar. Se reconocieron al momento, pero no cabía duda de que habían cambiado: Paco, antaño seco, estaba ahora muy delgado y tenía una molesta tos, ganada a pulso entre el tabaco y los pocos cuidados. Luis había engordad y tenía el rostro marcado con las bolsas de la edad. Eran ni más ni menos que caricaturas de aquellos jóvenes que se separaron con la ilusión de triunfar en la vida o, cuando menos, con la de enriquecerse para quitarse de penas.
Entraron en el cercano bar, puesto que ya no era tan agradable permanecer en las haceras: la ciudad estaba cambiando y el cambio trae ruidos molestos. Sentados en las renegridas sillas pidieron café: antaño hubiesen tomado vino, pero sus estómagos tampoco eran los mismos de aquellos muchachos que terminaron la mili. Y, así, cómodamente, se pusieron a contar sus historias. Luis fue quien empezó.
Fábula de Luis
Las cosas le habían ido bien: exhibió su reloj de oro y su solitarios brillando en el anular, tenía para vivir bien, para educar cristianamente a sus hijos e introducirlos en la sociedad a la que pertenecían. Se había casado con una buena mujer; una mujer sin dote, por cierto, pero atractiva y, en ocasiones, tolerante.
Tres hijos, en el bachillerato los tres. Uno, el mayor, sería médico: le gustó la profesión desde niño y a los padres les pareció de perlas, pues los médicos acostumbra a tener un considerable prestigio. Otro —el segundo— iba para abogado, pues tenía don de gentes y habilidad para deformar lo indeformable. El oficio de abogado no es tan prestigioso, desde luego, pero eso se soluciona con unas oposiciones a juez, a notario, a registrador o a cualquier otra cosa.
El tercero... ése era un poco más rarito, pero, todavía niño, no le había cuajado el carácter y cabía esperar que en la adolescencia se decantase por alguna rama de la ingeniería que, en esos momentos, parecía llena de porvenir..
Y en cuanto a él mismo...
—Ya ves: los hijos cuestan dinero y sacrificios, pero todo se da por bien empleado cuando uno consigue colocarlos.
La guerra fue para él un gran colapso. Entonces empezaba a abrirse paso en el ramo de los seguros y tuvo que dejarlo para cumplir con su deber en un centro oficial de la retaguardia. Al menos salió con bien de toda aquella ensalada de tiros y encontró una oportunidad en la administración central (y, aquí, el nombre de un ministerio dedicado a la prensa y a los extranjeros).
Ahora ¡cuarenta y tantos años ya! —vivía en paz. Era propietario de un pisito relativamente céntrico y por las tardes se dedicaba a la publicidad.
—Hay que trabajar duro —concluyó—. El pluriempleo y todo eso, pero no me puedo quejar.
Y exhibió de nuevo, a guisa de comprobantes, el anillo, el reloj de oro; y hasta Paco creyó vislumbrar el brillo de una perla en su alfiler de corbata.
La fábula de Paco
—Tu historia —dijo Paco— es como la de miles de españoles. La mía seguramente también... Pero tú eres un hombre acomodado; vistes bien y fumas mejor. Yo, ya ves: este traje es viejo y tiene brillos en los codos, pero es el mejor que tengo. Mi vida es como este traje que visto.
No tuvo hijos. En realidad no tuvo la oportunidad, porque la guerra estalló a poco de casarse y él, que no estuvo en el bando vencedor, se fue al frente. Posteriormente regresó del campo de concentración completamente quemado. Su mujer ya no estaba y nadie le supo dar razón, aunque se suponía que había pasado a Francia con un coronel republicano con el que pasó los últimos meses de la guerra.
Paco no fue capaz de empezar de nuevo. Andaba dolorido y avergonzado, y sólo supo sobrevivir. La guerra no le había respetado del todo y aún llevaba trozos de metralla en la pierna izquierda, que no perdió por verdadero milagro.
Hizo trabajos muy distintos —camarero, conserje, vendedor a domicilio— y ahora malvivía con un empleo indecente en una pequeña y provinciana agencia de publicidad.
—Ya ves —concluyó—, somos colegas: trabajamos en el mismo ramo, pero tú, por lo que veo, eres un pez gordo, mientras que yo...
Todavía necesitaron tomarse el aperitivo antes de comprender que José —el tercero— no acudiría. Quizá hubiese muerto. Quizá olvidó la cita... De cualquier forma prometieron volver a reunirse al cabo de otros veinte años, en el mismo lugar. Además Luis, que era el triunfador, tomó la dirección de Paco y decidió ayudarle dentro de lo posible.
—Por lo menos —dijo— un empleo un poco más decente.
Y se separaron agitando los brazos y sonriéndose como en los buenos tiempos... La suya era una amistad basada en las nostalgias y en los recuerdos comunes; una amistad de compromiso en la que sólo intervenían aquellos primeros veinte años en que convivieron a diario.
Y el tiempo, en las manos del progreso, pasó en un vuelo; esta vez sí que les pareció a los amigos, Luis, Paco y José, que iba demasiado rápido. Y un buen día se encontraron con la fecha prevista escrita en el calendario. Alegremente, con ganas de charla de pasadas juventudes, se encaminaron a la cita.
El bar aquel donde Luis y Paco hablaran entonces había desaparecido. En su lugar, una tienda de modas reclamaba la atención del público. Más abajo una cafetería de último grito y, en torno a todo, un tráfico infernal, lleno de las estridencias de mil acelerados y fatigosos motores.
Esta vez acudió José. Él y Luis fueron los primeros en llegar. Llevaban cuarenta exactos años sin verse y esto les hizo olvidar las frases corteses que ambos prepararan para el caso. Simplemente se abrazaron, y José tuvo que beberse unas impertinentes lágrimas que querían escapársele.
Entraron en la cercana cafetería cogidos del brazo y pidieron (sentados en cálidos sillones de plástico) algo exótico; no café, porque a su edad (sesenta bien cumplidos) los médicos se lo habían reducido a la ración del desayuno.
Luis contó su historia. Llevaba un nuevo reloj de oro en la muñeca y una sencilla alianza. Dijo aquello que ya sabemos y añadió los últimos detalles. Sus hijos habían terminado los respectivos estudios: uno, médico; el otro, juez; y el menor, de carácter más inquieto, circunspecto, ejecutivo y especialista en marketing en una poderosa empresa. Él mismo había escalado interesantes puestos en su ministerio y tuvo una subsecretaría a su debido tiempo. Era, además, consejero de una importante agencia publicitaria y, en fin, tenía cuatro nietos —dos niñas y dos varoncitos— que comían con ellos cada domingo.
—La vida —añadió— nunca es un juego. Hay que perseverar; el desaliento no cabe en una persona que mira por los intereses de su familia. De todos modos ya están lejos los tiempos en que debía trabajar mucho. Hoy puedo vivir tranquilo y leer los libros que siempre me gustaron.
La fábula de José
José le escuchó en silencio, sin interrumpirlo ni una sola vez. Tenía la cara triste, como dolorida, y había un no sé qué de arrepentimiento en su gesto; tanto, que Luis llegó a temer que a José le pesara haber acudido a la cita.
—No —dijo José—. Ni mucho menos. Tu vida me ha emocionado. Es cierto que no ha sido muy intensa... quizá vulgar, pero estás satisfecho de ella. Además, tienes la alegría de ver a tus hijos convertidos en hombres de provecho y de adentrarte en la vejez sin preocupaciones. Yo en cambio...
Y le contó: al principio de la guerra le había inutilizado un brazo, cosa que le evitó el resto de la lucha. En el hospital conoció a una enfermera; una chica con enorme dote y con amigos influyentes; y se casaron. La posguerra la ayudó: disponer entonces de un mediano capital era una bendición para quien supiera manejarlo. Él supo.
Veinte años atrás dirigía una industria con importantes beneficios. Claro que creyó que las cosas seguirían como entonces y no contó con los cambios posteriores, con la competencia cada vez más dura, con las nuevas técnicas y con la depreciación de la peseta... Un día descubrió que estaba cercado, y que se fondo de maniobra era ridículamente escaso. Otro comprobó que no podría seguir haciendo frente a sus obligaciones...
—Y ahí terminó todo. Tuve que vender a un precio absurdo para librarme de la quiebra. La mediana empresa tiene sus días contados, y hoy suenan los tiempos de la concentración industrial. Ya ves: hace veinte años yo era rico y me sentía en la cúspide. Por eso no quise acudir a la cita y porque supuse que que me pediríais favores y más favores. Luego, ¡zas! la nada. ¡Cuánto os eché de menos entonces! Mi hijo, el único que tuve, murió de tráfico en la época más difícil; mi mujer... ¡En fin! Mi mujer me hace responsable de todas las desgracias...
—¿Cómo supiste que hoy tenías que reunirnos? —le preguntó Luis.
—Porque no hace mucho me tropecé con Paco y me lo contó. Me habló de la primera entrevista y del empleo que le conseguiste. Se ha abierto camino. Ahora el rico es él: yo, el pobre. Tú, en cambio, sigues en el mismo lugar y eres feliz.
Luis nunca tuvo tiempo para pensar en su propia felicidad. ¿Era realmente feliz? Las cosas parecían haberle salido bien, mejor que a sus dos amigos; con menos golpes de fortuna, pero mejor. Y, en consecuencia, prometió ayudar a José buscándole una decorosa ocupación que le asegurase, al menos, un retiro digno y suficiente.
Paco, ahora rico, no se presentó pues, como antaño José, temería que le importunases con peticiones y más peticiones.
Al despedirse Luis y José volvieron a abrazarse y, por costumbre, se dieron otra cita:
—Dentro de veinte años, aquí, si Dios nos da vida.
Quizá pensaban que la vejez lo iguala todo y que entonces podrían estar los tres antiguos amigos como al principio: juntos y sin diferencias.
Última fábula
Luis, burócrata retirado acudió el primero. Tenía ochenta años cumplidos y la larga costumbre de la puntualidad. Tentado estuvo de no emprender viaje, porque su hígado últimamente le jugaba malas pasadas, pero tuvo curiosidad por saber de aquellos viejos amigos a los que hacía sesenta años que no veía juntos, y fue.
Nadie acudió. Quizá Paco y José hubieran olvidado la fecha. Quizá la muerte... Esperó sin embargo cuanto pudo y hasta fumó un par de los cigarrillos que el médico le había prohibido definitivamente. Por fin supo que nadie llegaría a buscar los recuerdos de su juventud: muertos o vivos. Paco y José se habían despreocupado para siempre de las nostalgias y él, Luis, que siempre ocupó el centro, la moderación, echó a caminar por la calle congestionada, de regreso ya.
Se encontró rodeado por el tráfico inmenso, por el estrépito del enjambre mecánico que era aquella ciudad; por los hombres que fueron niños cuando él ya era hombre, y por las mujeres que todavía esperaban parir a su primer hijo cuando para él estas cosas se habían terminado...
Y se sintió —de repente— todo lo solo que siempre, siempre estuvo.
Publicado en el Diario Menorca el 29 de mayo de 1973.