Hágase la Llama

Arturo Robsy


Cuento


— ¡Máquinas y máquinas! — dijo el hombre lanzando un martillo al fondo del cobertizo. — Apuesto a que no has visto una bendita herrería en tu vida.

El pueblo, blanco, se extendía a lo lejos en la luminosa calma mediterránea y el hombre lo vigilaba con ojos airados y tan encendidos como los tizones de su fragua.

— Ni siquiera debes de saber qué cosa es un herrero. — dijo, mirándome de mal humor — Nadie lo sabe. Pero yo te lo diré: los herreros somos los conquistadores del mundo, los que decidimos, hace milenios, llevar al hombre a las estrellas. Los Señores del Fuego.

De todas formas aquellas palabras no sonaban a herrero ni mucho menos. Atendí mejor a los rasgos en busca de la señal de la cultura en el rostro, de la huella del pensamiento en las manos, pero aquel era un diablo malhumorado y algo cojo, que se meneaba pisoteando la tierra cenicienta debajo de su emparrado verde.

— No hay herreros — resumió — de modo que nadie puede entender el mundo. No me extraña que haya tanta delincuencia.

Yo, para la historia y para el mundo, había ido a una ferretería a comprar una rejilla y unos morillos para mi chimenea y, aunque julio, me hacía ilusión colocarlos inmediatamente y, sobre ellos, tres o cuatro artísticos leños de encina.

Desgraciadamente, las medidas de mi chimenea no estaban homologadas, estandarizadas o como quiera que se diga, de modo que ninguna de las piezas fabricadas en serie encajaba en ella, y así fue como me encaminaron a las afueras, al herrero, advirtiéndome de que estaba medio loco y que me haría o no el trabajo, según.

— ¿Según, qué?

— Según el viento, por ejemplo. Cuando sopla el mediodía es cosa sabida que tira piedras. El poniente sólo le hace maldecir. El norte es el más favorable. Hay quien dice que con norte se le ha visto sonreír, pero son exageraciones.

Aún me suministraron un catálogo resumido de peligros, entre los que no era el menor que me obligara a manejar el fuelle o me explicar su versión de la Decadencia de Occidente.

Así es que allí estaba yo, escuchando a aquel semidiablo archicojo, que estaba convencido de que los herreros, además de ser la sal de la tierra, llevarían al hombre a las estrellas. Y, mientras hablaba, me echaba furibundas miradas de reojo, tal vez molesto porque todavía no había conseguido asustarme; antes al contrario, aquel energúmeno empezaba a resultarme simpático.

— ¿Qué es lo que tenemos nosotros que no tengan los demás? ¡A ver! ¿Qué? — decía revolviendo con sus manazas en un montón de hierro viejo.

— ¿Cuáles nosotros? ¿Los herreros?

— Nosotros. Tú y yo, muchacho, los que gozamos de esta bendita luz.

Dejé pasar que, por las apariencias, apenas si me llevaría cinco o seis años; años, eso sí, más negros y tiznados. Me puse a fumar tomándome el tiempo de pensar, y ya llama de mi mechero pareció congraciarle ligeramente conmigo. Por fin respondí:

— Creo que el europeo ha creado una civilización universal: la de la máquina, la tecnológica, según se mire.

Rugió un poco taladrándome con sus ojos encendidos y, luego, cogió, literalmente apretó, un tizón rojo como una amapola en su mano derecha. Al poco se cansó del ejercicio y lo tiró al suelo para pisotearlo en un simulacro de pataleta.

— ¡Qué error, qué erro! Y tú, seguramente, eres un hombre culto. Los de las máquinas fueron los bárbaros del norte, que no sienten amor por lo que hacen, que odian el arte y aman el dinero. Complejos siderúrgicos, martillos pilones y esas condenadas máquinas que no sienten ni sudan ni añaden voz y sangre al hierro ardiente que será acero.

Todavía añadió dos o tres ¡qué error! más, y me señaló un banco de madera medio quemada donde ya reposaban una pipa y un calcetín que debía contener tabaco.

— Lo fundamental de nosotros, zagalillo — empezó mientras nos sentábamos — es que descubrimos que el hombre no es natural y que la naturaleza, que está a medio acabar, es nuestra enemiga.

— Tendrían que oírle los ecologistas.

— ¡Bestias analfabetas! — gruñó — Hablar es romper el equilibrio ecológico, es decir que yo soy yo y el mundo, otra cosa. Y hacer casas en lugar de buscar cuevas. ¡Hacer! Dios hizo. El hombre Hace. Ahí está la clave de la divinidad, en la obra bien hecha, que siempre es el fruto de un pensamiento libro de la tierra.

Pensó un poco, pero, de todas formas, parecía saberse la lección de memoria.

— Tampoco el fuego es de esta tierra. Palabra, fuego y acción. Cuando Dios tuvo mi cuerpo terminado, para ponerle alma simplemente dijo: ¡Hágase la llama! ¿Comprendes ahora por qué un herrero es la civilización y la máquina, que actúa pero no piensa, es como el chimpancé que, en el circo, finge ser un hombre? Sólo enfrentándonos a la naturaleza nos elevamos. Sólo pensando somos hombres, y actuando...

Ya no estaba a mi lado entonces. Había saltado sobre sus hierros y de nuevo escarbaba en su montón:

— ¡Ah, actuando! — decía — Hay más cosas entre el cielo y la tierra de las que sueña tu sabiduría, Horacio, corderillo mío.

— Usted — le dije — no habla como un herrero.

— ¿Ah, no? ¿Y cómo crees tú que hablan los herreros? ¿Con faltas de ortografía? La música del hierro, el ritmo del batir de los martillos, es una oración. — entrechocó dos piezas para demostrarlo — Una sonora oración. Los hindúes, que están locos, le llaman mantra. El caso es que uno entra en el universo por una puerta distinta a la del físico y la del químico, pero entra. Y lo importante no son las palabras, sino las ideas que representan.

— De todas formas, dudo que los herreros hablen así.

— ¿Porque ponen herraduras a los caballos o porque aceran las rejas del arado? Además, yo soy el último herrero, ¿no?, y tengo derecho a hacer filosofías. Tanto es así que mira lo que te digo: cualquier herrero es el primer herrero.

— Y usted, cojo y todo (si es que puedo decirlo así), es un Hefaistos.

— Y mi Afrodita es... ¡Ah, tú sólo entiendes el mito hasta cierto punto!

— Yo — dije al tirar el cigarrillo con mi mejor estilo — sólo quiero unos morillos para mi chimenea no homologada, pero eso no quiere decir que no sepa apreciar al único dios tecnológico que, además, se casó con la diosa de la belleza.

— Tendrás algo más que tus morillos. — me respondió poniendo un hierro largo en la fragua y avivando el fuego. — Hefaistos, el fuego, con Afrodita, que nació del mar y de la espuma. Una hermosa agua donde enfriar el hierro... por eso fue traicionado por ella. No hay nada tan terreno y fugaz como la carne ni nada tan eterno como la belleza. Dios hizo el mundo bello y hasta derrochó belleza, pero sólo el hombre la ve. ¿Qué es bello para una ballena? ¡Bien extinguidas estarán cuando eso llegue! La única selección natural está ahí: o ves la belleza o mueres. O creas la belleza o te consumirás en la fealdad.

— Eso es interesante — dije al azar.

— Eso es eterno, muchachuelo. — insistió mientras manejaba el fuelle a la zurda. — El que ve átomos y corrientes eléctricas en las cosas, tiende a ver células y hormonas en los hombres, pero ni ve a la belleza, ni ve los objetos ni ve a las personas: no pasa de ser un pobre bárbaro y se extinguirá, ya sea entre átomos, ya entre hombres, a fuerza de soledad. La otra puerta es la simpatía.

— Sonreír a una piedra — dije zumbón.

— Alcánzame aquel martillo — ordenó — Pero no es sonreír a una piedra, sino ser piedra en un momento dado, y comprender el orden interno, su belleza. El primer herrero supo ser hierro y soñó el acero. ¡Ajá!

Siguieron varios golpes dobles sobre su yunque. Pegaba fuerte, directamente sobre la pieza al rojo, y añadía un golpe suave, casi cristalino, con mano delicada.

— ¿Por qué así? — le dije.

— Los cretinos creen que este segundo golpe se aprovecha para volver a empuñar bien el mango y asegurar el nuevo en el punto exacto del hierro al rojo.

— ¿Y no?

— ¡Ja! Se hace para la música. La música es un orden, una matemática bella, la que conviene al hierro para darle espíritu, para domar su rebeldía, para expulsar de él al demonio del planeta, que es Satanás, e insuflarle el mío, lo artificial, porque todo lo humano es artificio, ¿o no?

Callé durante un rato, viéndole trabajar y, en efecto, la música metálica era un mantra, una oración automática que me arrancaba de allí. El rojo del hierro trabajado me encandilaba, de suerte que caí en una hipnosis, en alguna clase de éxtasis en el que, lo juro, apenas sí me sentía existir.

— ¡Ah, corderillo! Vas entendiendo. El negro carbón, el sudor transparente, el agua sucia de la tina y el ruido no son cosas tan vulgares. Nosotros, los herreros, tenemos primero que ser poetas.

— ¿Y después? — dije, todavía encandilado, con la vista en el fuego y los oídos alargados hacia el martillo solemne.

— Después de ser poeta, ¿qué falta hace ser cualquier otra cosa?

El esfuerzo que hice para comprenderle me sacó de la contemplación y así es como pude apreciar la obra del personaje. O yo estaba muy engañado respecto a la apariencia de un morillo, o aquel hombre, ángel o diablo, estaba haciendo algo muy distinto.

— Creí que usted me había entendido cuando le pedí unos morillos. Aquí — dije buscando en un bolsillo — tengo las medidas.

— Los morillos me importan un pimiento, y más las herraduras. Podría hacer llantas eternas para los automóviles, pero, ¿quién estaría lo bastante loco como para llevar su coche al herrero?

— No sé, pero...

— Aprende una cosa, zagalillo: un herrero sabe siempre lo que hace y, aunque tú has venido pidiéndome morillos, yo sé bien que necesitas otra cosa, y eso hago.

¿Creerán que me gustaba aquello? ¡Claro que sí! Aquel tipo se había escapado de alguna fábula o, quizá, de un manicomio, pero uno rara vez habla de cosas tan importantes, ni aún con los amigos íntimos. Estaba yo muy bien a la sombra de la parra. Tenía el cuerpo laso y quieto y como un placer, trasunto sexual y digestivo, corriéndome, dulce, por el vientre.

Hervía el hierro una y otra vez en el agua. La música del yunque se hacía más aguda y rápida, y el muy diablo del herrero bailaba en torno a sus asuntos como un pagano sudoroso y, muy posiblemente, borracho.

— ¿Crees que hay alguna verdad en el mundo? Ahora nadie cree en la verdad y por eso casi todos mienten. Incluso los que dicen temer a Dios creen en la Relatividad, los asnos. ¿Todo es relativo, muchacho?

— El color del cristal y todo eso... Las cosas tomadas en relación a otras cosas que, a su vez, se miden por otras cosas y sucesivamente...

— Mira, el hombre no es relativo: se mide por el hombre o es inconmensurable. Tal vez ambas cosas. Pero el hombre es el único del Universo capaz de mentir y, por lo tanto, la única verdad a medias... Ésa es una de las razones de que no seamos capaces de entender la verdad que dicen todas las cosas.

— Que la mentira ciega. Átomos y cosas así. Máquinas para medir, máquinas para pensar, máquinas para hacer. Eso es la mentira. Tú quieres unos morillos, por ejemplo, pero ¿quién te quiere a ti, ya que has sido fabricado?

La excitación, sin duda, hacía desbarrar al herrero ilustrado. Tal vez tampoco terminaba yo de captar su pensamiento, porque el hierro que blandía y batía y enrojecía y helaba, era del todo una espada.

Resoplando, la llevó contra una muela que movió con un pedal y al instante todo y todos nos cubrimos con una lluvia de estrellas.

— Hermoso, ¿verdad? Recuerda: la belleza es la verdad y lo bueno es siempre hermoso.

— ¿Crees — pregunté seriamente — que yo quería una espada?

Se rió mientras la empuñaba y la alzaba a lo alto. Por primera vez me di cuenta de que me miraba con amistad, con cariño casi, como un padre que enseña al niño curioso, o un maestro anciano que tiene la esperanza de que su alumno entienda el asunto de Pitágoras.

— ¿Crees...? — volví a insistir en la pregunta, pero quedé a mitad de camino, porque el hombre ya estaba sobre mí, sosteniendo al frente, entre las dos manos, la espada. La empuñadura era tosca, una guarda en cruz y otra cruz en el pomo. Allí había mucho más que un objeto o un esfuerzo, y en mí mucho menos del hombre racional y escéptico que sospechaba ser.

Unos morillos a medida, un herrero medio loco en las afueras de la ciudad, el atardecer largo, largo y quieto, y el cielo tan azul, y lo cotidiano quedaba olvidado y lejano. El herrero sonreía apenas con los ojos y sostenía aún aquella espada de cruzado, trabajada en una tarde. Se supone que algo así da miedo, pero a mí se me antojaba aquel acero más una oración que una amenaza.

"¿Crees que yo quería una espada?". La pregunta había quedado flotando en algún rincón y de allí la recogió el herrero:

— Muchos no saben lo que quieren, pero tú tampoco has venido buscando una espada, sino un prodigio.

Y, sencillamente, clavó la espada en la piedra sólida y firme de la muela. Pero sus ojos se clavaron aún más en mí.

Después de Hiroshima, ¿qué tiene de extraño que una espada traspase la roca? Tal vez no haga falta subir a las estrellas, porque, cuando uno es hombre, ¿qué falta hace ser otra cosa?


Publicado el 21 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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