Prólogo
Hojeando un libro antiguo me he encontrado con una vieja historia, en francés, que cuenta las peripecias de una pacífica y próspera ciudad a finales del siglo pasado, cuando alboreaba la electricidad y nadie sospechaba todavía la desenfrenada carrera que se emprendería en pos del progreso.
Los buenos ciudadanos consumían sus horas entre el buen café, un empleo sin complicaciones y los aperitivos de mariscos, que habían dado justa fama a la región. Monsieur Dupont, a las nueve en punto, abría su mercería y saludaba con una inclinación de cabeza a Monsieur Martin, el abacero de enfrente. Monsieur Derblay, el director del banco, a las diez y un minuto, se aflojaba el cuello duro, y Monsieur Delag, el vinatero, a las once hacía su primera "cura de agua" a base de bicarbonato, porque era un comerciante honrado y no vendía un solo cuartillo sin asegurarse de su calidad.
La historia
En una ciudad así, con sólidos lazos entre los vecinos, lo elemental era pasar el teimpo, asesinarlo de algún modo, para que los Messieurs Derblay, Delage, Martin y etcétera, no acabaran consumidos por la propia monotonia, y cobrasen ánimos para la próxima jornada.
¿Cuáles eran, pues, la consecuencias de un aburrimiento colectivo? El Urbanismo. Los hombres de la ciudad, todos a una, se dedicaban a embellecer calles, paseos y edificios públicos, y se sentían orgullosos de una política ornamental que ellos consideraban avanzada en Europa: ¿a qué otra cosa podían aspirar los hombres? ¿No era, acaso, el ideal vivir en un lugar confortable y sin estridencias?
Así lo imaginaron cuando plantaron la alameda (que años después quedó abandonada) o cuando hicieron el "Gran Paseo", primero con un firma de tierra apisonada, y, después, con una capa de cemento tan débil que se agrietó a los pocos días. Sucedió, sin embargo, que la ambición humana no reconoce límites, y que los amigos de Monsieur Derblay, Monsieur Delage, Monsieur Dupoint y Monsieur Martin, notaron una tarde en el casino que les faltaba algo esencial:
—Deberíamos tener una fuente —dijo Monsieur Derblay—. Todas las ciudades de categoría la tienen.
Y la idea, lanzada a la aventura, bien pronto encontró centenares de partidarios entre los vecinos y entre los funcionarios de la Casa de la Villa o Ayuntamiento. Era —decían— vergonzoso que hubiesen vivido felices hasta entonces sin una fuente de agua cantarina, adonde irían las "nurses" con los niños, los ancianos desocupados y ellos mismos, a enseñársela a los visitantes para hacerles palidecer de envidia y admiración.
Se abrieron —incluso— buzones especiales para sugerencias sobre el proyecto y se acabó, como siempre, sin hacer caso de ellas. Los funcionarios de la Administración —por su parte— estudiaron el presupuesto y decieideron que las obras saldrían casi gratis si aumentaban ligeramente algunos arbitrios, cosa que, a los vecinos, no les importaría demasiado con tal de ver cumplida su ilusión, disponer de fuente propia para admiración de los forasteros.
Las primeras reuniones fueron —como es lógico sospechar— turbulentas y llenas de malentendidos: había que elegir el lugar idóneo y, sobre todo, adjudicar la obra a cualquiera de los contratistas, decididos éstos, en bloque, a cobrar más de lo justo y conveniente.
Por fin se acordó instalar el surtidor en una plazuela recoleta y sombreada por cuatro o cinco árboles frondosos. El sitio era ideal, lugar de paso obligatorio para trabajadores, amas de casa y paseantes que, así, podrían gozar del frescor del agua durante unos minutos al día. Venía, pues, ahora, el asunto más delicado: ¿Cómo sería la fuente? ¿Qué figuras alegóricas la adornarías? Porque, desde luego, no podían contentarse con un caño que escupiera un tímido chorrito al aire: había que hacer las cosas bien y, a ser posible, elegantemente.
La Comisión se reunión y Monsieur Derblay, un hombre del siglo de las luces, con el racionalismo a cuestas, propueso que se diese una oportunidad a un joven escultor: quizá, de este modo, al correr de los años, su fuente ganara categoría, porque bien podía ser que el joven escultor, Monsiur Rodin, fuese famoso un día u otro. Pero los demás se rieron: argumentaron que más valía malo conocido que bueno por conocer, y cuantas nuevas simplezas se les ocurrieron. Además: había en la ciudad un albañil muy mañoso que, con paciencia y cinceles, podía hacer cualquier cosa. Sobre esto no iban a discutir: tenían a la persona y, desde luego, ¿para qué andarse buscando escultores como Monsieur Augusto Rodin, de quien, salvo su madre, nadie había oído hablar?
Más tarde, Monsieur Delage, el vinatero, propuso que se hiciese una Venus rotunda y ligera de ropa. Él era un hombre jocundo y jacarandoso que no regateaba esfuerzos a la imaginación y, por eso, gustaba de estimularla con los brebajes que vendía.
—Una Venus. Bien, ¿eh? Una Venus es lo que necesitamos aquí —y pensaba, sin duda, en Madame Delage con su fino bigotillo y sus brazos rollizos.
El Presidente intervino, por primera vez, con una pregunta demasiado lógica incluso para Monsieur Delage:
—¿Y por dónde saldría el agua de la Venus?
Los demás convecinos se escandalizaron por lo atrevido de la imagen que les ofrecía su mente, y movieron la cabeza penados:
—Nada de Venus —decían—. El pudor es una virtud que debemos mantener.
—...por los siglos de los siglos —se burlaba Delage, haciendo, así, más llevadera su derrota.
Después, un mostachudo oficial retirado que había vivido las horas amargas de Sedan, propuso, con voz tonante, lo más adecuado para la ciudad y el decoro:
—Considero —dijo— que un niño haciendo pis es lo que nos conviene. Se trata de una imagen familiar que, para nada, levanta malos pensamientos.
El Señor Cura, que no perdonaba a Napoleón III la rendición de París, se opuso con todas las fuerzas de su menguado cuerpo:
—¿No piensa usted en la inocencia de nuestras muchachas? ¿Quiere, acaso, hacerles conocer los misterios del otro sexo antes del matrimonio? ¡No, señor! Seamos responsables.
El oficial de los mostachos enrojeció ligeramente y explicó que aquello no era más que una sugerencia y que, por lo tanto, debía discutirse; pero ya no se volvió a hablar del niño haciendo pis ni de la Venus.
Monsieur Martin, el abacero, tuvo también su oportunidad: él, según confesó después, lo veía muy claro y muy simbólico, pero la Comisión... En fin; esto fue lo que dijo:
—¿Qué tal una sirena? La cola de pez nos evita muchos problemas y, además, puede taparse convenientemente con las manos...
Pero, primero el cura y el Presidente después, arguyeron que se trataba de un símbolo pagano, de una imagen de perdición:
—No olvidemos —concluyeron— que las sirenas atraían a los osados navegantes. Amarlas significa la muerte. Amarlas es lo mismo que amar el pecado. Pensemos en las tentaciones de Ulises, cuando se ató al palo de su barco.
Y así, sucesivamente y por motivos obvios, fueron descartados Neptuno, Pan, la Victoria (¿Qué Victoria —dijo el cura— si los prusianos nos han derrotado?) y Diana Cazadora.
Sin embargo, a últimas horas de la noche, ya habían llegado a un acuerdo: en lo alto del surtidor se pondría una simpática ranita, que a nada comprometía y si era un animal asociado con el agua e incluso apreciado como manjar. Era —pues— un éxito político: ni los hombres ni las mujeres pecarían al mirarla; no hacía alusión a ninguna tendencia social (no monárquicos, ni bonapartistas, ni republicanos) y, por último, saldría mucho más barata que una complicada sirena o un insulso niño haciendo pis.
Y llegó el día de la inauguración, esperado por todo el pueblo. El surtidor aparecía cubierto por un lienzo púrpura, y la ranita había sido colocada allí sólo un par de horas antes por su artífice, el albañil corto de vista y poco versado en ciencias naturales.
Sonó la charanga y cada uno hizo su discurso hasta que, el Presidente de la Comisión, tiró del cordón y la fuente quedó al descubierto. Pero, ¡ay! allí no había rana alguna, sino un descomunal y bizarro sapo, de los más gordos, con aire de "bon vivant". Aún buscando detenidamente, hubiera sido imposible encontrar a un vecino con expresión más radiente y satisfecha que la del sapo:
—Soy feliz —decía con los ojos— el mundo gira regularmente y aún está el sol en el cielo. Así pues, ¿para qué preocuparse?
Era un sapo bien soez.
Estaba apoyado por un codo sobre una ramita con la misma actitud que emplearla un guerrero para recostarse en su invicta tizona, cabeza alzada, mostraba una papada blancuzca y blanda, llena de viscosidades; y su espalda... su espalda era semejante a la de un cerdo bien cebado, con prodigios de michelines y turgencias.
El presidente miró al Señor Cura, y el Cura al oficial de los mostachos. Sucesivamente, los ojos pasaron de éste a Delage (que reía con sordina), a Derblay, a Dupont y a Martin. Era un sapo, no cabía duda, pero la gente aplaudía de todas formas: he aquí que ya tenían la tan ansiada fuente. ¿Qué podrían pensar para lo futuro? ¿Un hipódromo? ¿Un monumento a la Revolución del 89?
El albañil, en cambio, se disculpaba:
—Creí que así quedaría más bonito. Si quieren, le paso la lima y...
Le dejaron estar y el sap, gordo, rotundo y feliz, continuó escupiendo su chorrito al aire (¡horrible asociación!) hasta hoy mismo, para admiración de los visitantes y turistas, que no aciertan a explicarse que tiene que ver un sapo reluciente con una ciudad hermosa y acogedora.
Epílogo
Esta historia tuvo lugar en Poitrail, ciudad entre Marsella y Niza, según lo cuenta Monsieur Alain Rolet en su libro "Histoires du dernier siècle", editado en París, en la "imprimerie et librairie classiques de Jules Delalain et Cie, Rue des Mathurins, St. Jacques, núm. 5. Prés de la Sorbonne", en 1890.
Querido lector: ¿se repite, a veces, la historia?