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Jeremías, animoso, disputaba a los gatos las bolsas de basura, donde siempre había restos que sus viejas tripas digerían sin protestas. Había también periódicos para atárselos a los pies desnudos con tiras de plástico. Y confortables subterráneos donde, a veces, era posible echarse durante un trozo negro de la noche.
Jeremías dormía. Pensaba a veces en la comida; en él, nunca. ¿Para qué? No compartía nada. No le quedaban amor ni recuerdos. Ni siquiera el mundo turbio en que vivía se parecía a cualquier otro mundo.
A veces, y sólo para entretenerse, se imaginaba a la muerte saliéndole. Se daban un largo saludo el muerto en vida y la vida de la muerte antes de bailar con los demás la danza final en la que todos debían ser iguales y no lo eran. Unos se llevarían un pesado ataúd de maderas nobles y adornos de bronce. Acolchado y con ventana. Jeremías, ni un hatillo.
Cuando parecía tener ciento siete años y sólo contaba setenta y cinco, un joven periodista le vio comer mondas de patata. Negras. Oxidadas. El plumífero salía, con los depósitos llenos, de una discoteca y se manifestaba dispuesto a comerse el mundo.
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Publicado el 21 de abril de 2016 por Edu Robsy.
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