La Caza

Arturo Robsy


Cuento


Pedro regresa de la caza con la escopeta al hombro: ha sido un día feliz, siempre acompañado por los crujidos del borrajo bajo sus pies o por los rasponazos de las aulagas sobre las perneras del pantalón. Lleva también junto al pulgar un pinchazo de la zarza, de cuando se detuvo a comer zarzamoras y a dejar pasar el calor insoportable que le agobiaba el cuerpo, y, sin embargo, sonríe mientras silba una vieja marcha de los tiempos del servicio militar, porque la cacería es algo más que una afición para él.

Ahora se detiene y cambia el morral por la percha a la sombra del cabrahigo más próximo: son, en total, seis perdices, dos codornices y tres becadas, algo poco acostumbrado ya por estas tierras cuando se caza solo. Pero, como antes pensaba, hoy era un día especial; incluso a la primera muestra del perro, cuando se levantaron tres perdices, a punto estuvo de conseguir un doblete (el sexto de su vida) y, desde luego, la segunda pieza escapó de ala, soltando plumas...

"Mejor será —concluye— no explicar esto: luego todo es decir que si a los cazadores se nos hacen los dedos huéspedes o que no sabemos pasar sin exagerar un poco."

El setter, a su lado, hunde el hocico entre la caza y respira a gusto los olores de los animales. Se trata de un cariñoso perro, con muy buenos vientos, una verdadera joya que le regaló un amigo francés:

"Usted le hará feliz —había dicho el extranjero—. Yo, en cambio, no sé cazar".

Y así, Zar, el setter, y él, pasaron a formar un magnífico equipo; ambos eran dos apasionados del monte, de pisar y repisar los pajones y patear la fronda, y sólo la oscuridad les alejaba de los cotos, como hoy, que iban ya camino de su coche, gloriosamente cansados y satisfechos, el amo del perro, y el perro, del cazador de mandaba.

Ahora, a poca distancia ya del camino polvoriento, Pedro echa de nuevo mano al morral y, a paso lento, va rellenando los lugares vacíos de su cartuchera. Luego, un metro antes del coche, elige el plumón más pintado de la perdiz y adorna con él su sombrero sudado: esta es la costumbre de todas las cacerías, y hasta Zar quedaría sorprendido de no contemplarla.

"Bien, muchacho —habla al perro—: dentro de un momento en casita, y la amita nos dará una buena comida, y agua fresca, que falta nos hace."

Zar, nervioso, ladra encaramado al asiento y golpea el parabrisas con su hocico negro y húmero: esto, naturalmente, forma también parte del ritual, es la despedida final a la jornada de sudor y de heridas.

"Y es —monologa Pedro— que a veces la caza no tiene una explicación muy clara."

Ya en camino hacia la playa donde veranean, Pedro vuelve a pensar en la "amita", en África, su mujer, que, sin duda, vigilará el reloj e irá preparando los entrantes de la cena. "Quizá —se dice Pedro— le fastidia tener que limpiar un par de perdices a esta hora... Nunca se lo he preguntado."

Es más: nunca se le había ocurrido esta idea, y se asombra de ello. Comprende que debió estar más cerca de su mujer, ser más su compañero, para evitar llegar a un momento así, en el que se da cuenta de que son mil las cosas que ignora de África. Por ejemplo: ¿Tiene su mujer un entretenimiento favorito? Por ejemplo: ¿Qué hace durante las cien horas que pasa sola al día? Por ejemplo: ¿Qué piensa cuando él regresa de la caza y habla y habla sin parar de las buenas muestras del perro?

Es agobiante esto. "Una maldita sensación" —lo califica de pronto, y es que está descubriendo que, después de ocho años de matrimonio, vuelven a estar solos. África y él, Pedro, se han olvidado de las mil pequeñeces que tenían entre ellos y éste es el resultado: él no puede imaginarse qué pasa por la cabeza de su mujer. Ni siquiera es capaz de pensar en ella como en un ser distinto de sí mismo, y esto es egoísmo o, peor, indiferencia.

Zar, a su lado, ladra alegremente a una bicicleta que pasa, y provoca la ira de Pedro que, de pronto, siente mucho miedo.

Creyí —he aquí lo malo de las creencias— que su mujer era una muchacha vulgar, medianamente cariñosa y totalmente apática. Cuando se conocieron era distinto, desde luego: en primer lugar, estaban los años de menos, la agitación primera del amor; y, además, entonces ambos se perdonaban los defectos haciendo gala de una encomiable magnanimidad.

Después, el matrimonio cansa y las costumbres acaban por imponerse: se come a horas determinadas y a determinadas horas se hace el amor. Luego vienen las visitas a la familia, el trabajo rutinario, el mercado... un agobio, en suma, un agobio pacífico y solitario que termina con los mejores deseos y aburre.

Y, ahora, en su coche, camino de casa, Pedro se pregunta si África ha renunciado a las aventuras, a la vida distinta que soñó en la adolescencia, o si, por el contrario, tiene también (como él la caza) sus diversiones propias y sus satisfacciones propias.

Y Pedro suda. Y Pedro transpira todo el cansancio acumulado en la jornada.

"Estás haciendo una tonta tempestad" —se dice tratando de serenarse; y, sin embargo, la buena lógica también se le encabrita en el alma y le explica las razones exactas:

"¿Quién —pregunta— se confromaría con:

a) ir a la compra,

b) preparar la comida,

c) fregar los suelos y la vajilla,

d) quedarse solo la mayor parte del día,

e) ser tratado como un mueble más?

¿Q—U—I—É—N?"

Y Pedro sabe que ahí, precisamente, está lo terrible del asunto, lo descabellado. ¿Acaso no se amaban ellos dos cuando se casaron? Sí, pero, ¿qué ha sucedido entonces? ¿Qué se ha hecho de tantas palabras como se dijeron y de tanto afecto? ¿Son los responsable de vivir abandonados? Y, ¡cuántas veces, por la noche, apenas si se dicen "hola" y duermen cada uno sus propias soledades!

Y África, en cambio, nada le exige, nada le recrimina: ríe, por ejemplo, cuando le viene en gana, y, otras veces, le miran con los ojos distintos, más largos, como escapando de su presencia. Eso es todo. Después rtira la mesa:

"Ya lo limpiaré mañana."

Y le da un beso y se duerme.

Ahora Pedro quisiera contestarse con sinceridad a esta pregunta: ¿Es posible esto? ¿Es la misma mujer que le empujaba al portal y le abarcaba con sus brazos y le ofrecía su cuerpo entero a cada beso? Y, en todo caso, ¿es él el mismo hombre? ¿Es él, siquiera, un retrato del que hacía quinietos kilómetros cada sábado para ver a su novia?

Sin duda ha habido un singular cambio en ellos. Y, además, no han tenido hijos jasta la fecha. Pedro, entonces, dice confidencialmente a su perro:

"Y las mujeres que no tienen hijos se ponen muy raras. Tú ya sabes..."

Zar asiente pensativo: es un perro cosmopolita y no se asombra de ninguna rareza de su amo.

"Muy raras —repite— muy raras."

Y, aunque no lo confiese aún, son los celos los que le acaban de palpar el alma. Son los celos los que le explican que una mujer hermosa no se conforma con el abandono y la soledad (ni una mujer fea, claro), ni con escuchar las míticas cacerías que su marido le refiere.

Además: ¿No era ella una de las muchachas más solicitadas de la ciudad? ¿No tenía —y tiene— unos hermosos y redondos muslos y un vientre terso y delicado? ¿No era mujer?

El abuelo —un humorista— decía que ser mujer era una mala enfermedad que acababa por contagiar al hombre. Y añadía que sólo las mujeres nacen con el don de tener una excusa para cada falta y una falta para cada excusa (y esto era a causa del entrenamiento de siglos).

El abuelo.. Él mismo, Pedro, recordaba muy bien como África había tenido un novio antes que él. Y, también, el caso de la esposa de Ruiz, un pobre tipo, agobiado de trabajo y de facturas, que todavía no se había enterado de que su mujer se entretenía con los socios del casino mientras él abusaba peligrosamente del pluriempleo...

¿Acaso Pedro no trabajaba así? Claro que él era distinto y que tenía más dinero; claro que se permitía el lujo de pasar dos meses del verano en una playa, pero su mujer —ahora estaba seguro— se aburría, y, además, no tenían hijos; por lo tanto él...

Y, a pocos kilómetros de casa, el coche se detuvo dando unos molestos saltos: avería, es decir, retraso, angustia, molestias. Y Pedro ya no podía soportar su incertidumbre y sudaba, mientras las manos le temblaban de furia, al levantar la tapa del motor.

"¿Será el carburador?... He de pedirle explicaciones; que me hable de ella misma y que me lo cuente todo. Soy un tipo comprensivo. Además, podemos empezar de nuevo como si... ¿Qué diablos pasa con este tornillo?... ¡Ah! África me engaña, es evidente para cualquiera. ¿Cómo no se me ocurrió antes? Una mujer en sus circunstancias no puede hacer otra cosa. ¿No son, acaso, criaturas hechas para el amor? Pues, cuando el amor falta en casa, lo van a buscar fuera y santas pascuas. Ya dijo Séneca eso de "mullier, animal impudens"... ¡Porras! Esto será de las bujías. ¡Perder tanto tiempo por una bobada!"

Pero tampoco fueron las bujías, sino el delco, y, cuando Pedro hubo conseguido remendar los destrozos, eran ya las doce de la noche y él se encontraba a punto de perder el poco sentido común que le quedaba.

Su mujer le engañaba —esto era evidente— y, además, sospechaba con quiénes y cuántas veces. Ahora para él lo problemático era la hora: seguramente África, al ver su tardanza, habría imaginado que hacía noche en algún parador y estaría, en estos momentos, refocilándose con su amante de turno.

Rojo, pues, como la grana, temblando, se puso en marcha de nuevo y en media hora estuvo frente a su casa:

"Y ahora..." —decía acariciando la escopeta con mano lúgubre...

Todo, sin embargo, estaba a oscuras, y esto hacía, sin duda, presagiar que su hipótesis era correcta. Pensando así, Pedro sonrió: se sentía agotado, herido en mil lugares distintos y dispuesto a caer al suelo y llorar; sin embargo, supo subir toda la escalerilla en silencio y en silencio colocar los dos cartuchos del arma.

Abrió: oscuridad; ni un ruido. La cocina, en orden, y, sobre el comedor, un plato con fiambres. Luego, con la escopeta lista para encararse al dormitorio, y alí... allí dormía plácidamente África, que se cansó de esperar a su imaginativo marido.

Pedro rejuveneció: el mundo volvió a venirle holgado y el aire se tornó más fresco y más aromático. Deshizo el arma y, al acercarse a su mujer, quiso oler sus cabellos: ¡Ah! ¡Delicia pura! Y, ella misma, era una maravilla, todavía con su carita de niña y sus labrios fruncidos. Y, así, la besó...

"¡África, África!"

"¿Eres tú? ¿Por qué me despiertas? ¿Sabes la hora que es?"

Ella, en efecto, no parecía nada dispuesta a las caricias de medianoche, pero Pedro, colorado, feliz, ya gritaba en aquellos momentos:

"¡Seis perdices! ¡Mira! ¡Y tres becadas! ¡Fíjate qué preciosidades! En una ocasión, cuando Zar me hizo una muestra perfecta, por poco consigo un doblete. Yo apostaría..."

La vida era, pues, maravillosa para Pedro, que había descubierto que África y él eran los mismos infelices de siempre.


Publicado el 22 de julio de 2018 por Edu Robsy.
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