Mucho ojo:
La Gloria del Camino (Serie: Alarma: ¡Peligro Azul!), es un razonamiento múltiple de unos múltiples hombres que saben lo que quieren, a diferencia de sus gobernantes. Su gloria, hermosa y azul, está en la sonrina, en la resistencia tanto al desengaño como al engaño, en su esfuerzo continuado, en su dignidad y, en suma, en todas esas ideas grandes y sentidas que, dentro de unos años, se llamarán, con honor y respeto, Resistencia Española, cuando ya las profecias se hayan cumplido, estén a buen recaudo los ladrones, escarnecidos los perjuros y justamente castigados los que se ensucian las manos en este caos nihilista, inmoral y necio, a que nos somete la Clase Explotadora: La Clase Política.
Dedicatoria
A los Hombres. No a todos los hombres. Solamente a los que lo son.
La frase
Todo el mundo pone la protección de sus escritos en manos de un pensamiento con famosa firma. Cúmplase la norma: «Se heroico y serás eterno, vive a la fama y serás inmortal. No hagas caso, no, de esa material vida en que los brutos te exceden. Estima, sí, la de la honra y de la fama y entiende esta verdad, que los insignes hombres nunca mueren.»
Carta y prólogo
que escribe el Jefe de la Centuria del Amanecer al autor
Mi querido amigo y compañero. Opinan los demás centuriones, y yo con ellos, que nos has embellecido en exceso y, aunque todos somos reconocibles, nos has añadido dos palmos y media vara de filosofía mientras tú, con más cobardía que discreción, has desaparecido de una Historia que viviste con la misma emoción y orgullo que nosotros. Los demás lo harán constar en otra parte y yo, según lo convenido, te envío mi prólogo: no sin antes darte las gracias por haber descubierto que la Falange Española aspira a representar al hombre por lo que es de verdad, por su personalidad y por haber insistido en que el único totalitarismo de José Antonio Primo de Rivera, nuestro César, consiste en una única clase social: la de los amigos y compañeros.
Prólogo a «Alarma: Peligro Azul»
Mi querido amigo: Dios te dé lectores de calidad en lugar de enemigos necios: uno solamente gana gloria convenciendo a los inteligentes y enfrentándose a los poderosos; quién prefiera lo contrario, no sólo no pasará a la historia, sino que acabará aceptando la esclavitud del liberalismo.
Querido lector: este libro es todo él verdad, pues no hay verdad mayor que la palabra de un hombre honrado. Está escrito sin necias dudas y sin titubeos: un ensayo con argumento y unos falangistas con misión. Cuando un hombre cree, jamás es tolerante con lo intolerable. Cuándo un hombre sabe, jamás calla. Cuando un hombre ama, jamás transige.
Vivir —lo podría haber dicho cualquier genio histórico, pero se dice aquí— es un largo camino, una dura búsqueda de seguridades. No sólo la seguridad personal, sino seguridades fundamentales, certezas que exigen tanto el corazón como la cabeza. Saber que hemos de morir, que el sufrimiento aguarda, que el dolor depura, que la fe conforta y que el amor, cuando lo es, es más sólido que la materia.
En este orden de cosas, amigo, la poesía es siempre una certeza, como el agua de la fuente fresca, la tenue brisa o el instante supremo en que decidimos ofrecerlo todo, —dolor, angustia, valor, miedo, amor y furia— por la gloria del camino que seguimos, por este SABER EXACTAMENTE adónde vamos y de dónde venimos.
Este es Prólogo a la Paz y toque de carga. Calad las bayonetas y arrimaos al borde de la oscura trinchera, porque hay que saltar a la luz, salir a cuerpo al goce del sol, abrir el pecho a los disparos y conquistar, en torbellino de fuego y pasión, la paz, la exigente paz, la difícil paz, la gloriosa paz.
La paz —ahora entramos— no tiene que ver con lo de hoy. Para que haya paz es preciso recuperar la dignidad humana y la dignidad nacional; descubrir otra vez lo común entre todos nosotros —que no lo típico— y enterrar lo dispar por pequeño e inútil. Para que haya paz, habrá que explicar, serenamente o a gritos, que hay verdades, y bien y mal, y honor, y amor, y afán de Justicia. Para que haya paz hay que entregarse a la empresa de la realidad, de esa realidad ahora negada y perseguida, hasta por la universidad de Salamanca, condenada y ejecutada, de nuestra alma inmortal a la que todo, desde la máquina al libro de filosofía, debe subordinarse.
Para que haya paz, tenemos que restaurar el amor, no el sexo; el sacrificio y no el placer; la entrega y no la conveniencia; la fe y no la negación; la decencia, el honor y la gracia.
España se ganará con la paz y la paz se ganará con España. Las ideologías arrumbadas van a ser substituidas por ideas claras, por ideas fuertes, capacea de elevar al cielo un proyecto de vida, un modo justo, cristiano y caballeresco de ser, un ideal de servicio y una capacidad absoluta de dar. Y la inteligencia suficiente para saber leer «ideología», literalmente «ciencia de las ideas». Para eso ya tenemos la filosofía.
Un proyecto nuevo, novísimo, y antiguo a la vez: representar al hombre como es. No sólo el Caballero cristiano, sino andante. No sólo el vencedor de dragones, sino el que canta el Te Deum. No sólo el valiente, sino el puro. No sólo el fuerte, sino el esforzado.
Viene el tiempo de capitanes poetas y de poetas capitanes. Todo lo demás se ha ensuciado. Todo se presenta turbio, manipulado, degradado, enmohecido y robinado. No caminamos por la modernidad sino por la barbarie, donde no se lucha contra el Estado o la Injusticia, sino contra el Hombre y su dignidad; contra el hombre y su impulso de eternidad; contra el hombre y su insólita capacidad para trascender de la materia y, por lo tanto, del miedo que es la pura carne, y de la soledad, que es la única dimensión corporal a nuestro alcance.
Tiempo de poetas. De poetas puestos en pie y con voz grande; de poetas con alegría y con ira justa. Tiempo de guerra contra lo feo y lo sórdido, de guerra por la paz. La paz que amo. Paz que, a vida o muerte, nos salvará de nosotros.
O vence la poesía del hombre que sabe arrodillarse y también ponerse en pié, o no habrá más hombres.
Quizá para siempre.
Etcétera.
«Ramón»
Dieciocho de Julio
Rodrigo se izó a puro pulso hasta el último repecho y se encontró en el tejado adecuado, tres más allá de donde empezó la aventura nocturna. Se sintió importante en la oscura soledad mientras pensaba, por un momento, en cómo saldrían del lío que iba a comenzar.
También en lo alto sonreían las estrellas hacia la noche calurosa, española, húmeda y suave como una mujer. «Esta noche de aventura —se dijo sin querer— es como la piel de una mujer; una mujer guapa y algo difícil.»
La luna, en creciente, apenas despuntaba tras lejanos tejados. La humedad la coronaba con aureola radiante. Luna, estrellas, noche y, quizá, jarana. No quería otra cosa que saborear el momento, sonreír en silencio, burlón como nunca y, como nunca, decidido a llegar hasta el final.
Tres tejados más allá Reviriego y Juan aguardaban. Estaban echados entre las tejas rojas y mojadas de la casa de Juan. Sentían cómo la cena intentaba desandar el camino, arrastrada por el vino y por la pendiente.
—Nadie dijo que habría que estar tanto tiempo cabeza abajo, leche. —gruñó Reviriego.
—¡Chis! —le hizo Juan, que pensaba que cualquier cosa hecha en dieciocho de julio era, por sí misma, gloriosa y santa.— ¿Crees que alguien se quejó en la noche del Treinta y Seis?
—¡Claro que lo creo, tonto! —dijo Reviriego.— No digo nada de echarme atrás, sólo que esto de estar alargado cabeza abajo después de la cena es la leche.
Porque se habían reunido a cenar, en la turbulenta camaradería de la centuria, un menú barato, con vino aparte, y tenían en la boca más el gusto de las canciones y los gritos que el de los alimentos: «Señor: da pan a los que tienen hambre y hambre y sed de justicia a los que tienen pan.»
La Centuria era una bonita forma de mencionar a los cuarenta y dos hombres y las cuarenta y dos camisas, ochenta y cuatro en total, a no ser que se sumaran aparte los yugos y, ¿por qué no?, las borlas de los gorros negros galoneados en rojo... pero, en efecto, por cuatro valía cada uno de ellos, sobre todo cuando el café ,la copa y los himnos, que daban gloria, y ansias de combate, y mucha palabra alta que traspasaba la barrera de cercano cielo con luceros: «Y a los rayos de esa luz, con los brazos extendidos marchará, decidida y con ardor la juventud, ¡Juventud Nacional Sindicalista Imperial!»
La Centuria era, a veces, cofradía; otras, Orden Menor y, casi siempre, imperio. Dique de la rabia —o de La Rabia—, parapeto de la ira, minarete de la esperanza... No siempre la Centuria se juntaba; no siempre los cuarenta y dos tiempos coincidían para unir los cuarenta y dos nombres de España: la España Alegre, la España Bronca, la España Cantarina y la Marcial. La España Inteligente y la España Negra.
Esta idea, la de las cuarenta y dos Españas de la Centuria, la había dicho aquella noche el filósofo Sergio, para concluir, no del todo coherente: «Pero es la misma, y me cago en el que no tenga una al menos, una auténtica, novia y madre de misericordia; una que coja el ramillete de sus ideas grandes y las separe de la tierra.»
—¡Olé! —respondieron los que habían llegado antes a la copa en honesta carrera.
Reían a gusto los Dieciocho de Julio. Era hermoso ir vestido de azul y recordar a todos, con la sólida presencia, la historia mancillada, el perfume verdadero de la fuerza, el desplante, el perenne desafío al enemigo perenne, el firme ademán cuando tantos vivían para ser cobardes y tolerantes, demócratas sin brío, memos armados con tópicos y vacíos de sangre y de ilusiones.
El primero en entrar en el restaurante había sido el jefe, Ramón: seriedad burlona y paso exacto, como cien veces meditado. Con él, Rodrigo, Antonio que era extremeño y jefe de escuadra, a ver quién le pasaba la mano por el lomo, y Andrián un médico zanquilargo y exaltado que había roto un día su televisor de un zapatazo. Claro que en legítima defensa.
Bebieron con desprecio a las miradas de pobretes turistas e inquietos domésticos. Cuatro contra todos, impasibles por el momento, quietos, llenos de fuerza y de convencimiento, que no es espectáculo de todos los días.
Los gorrillos negros, en la barra; y el pelo corto al aire veraniego. Se guiñaban los ojos a escondidas y se imaginaban los pensamientos de su público.
Al poco habían entrado dos más, fumando para alterar la conciencia de las «Autoridades Sanitarias». Fingieron, muy mal, descubrir a los cuatro y, rápidos, se acercaron con tacón y brazo en alto, milagro de equilibrio:
—¡Arriba España! A tus órdenes.
En cuanto se dieron a la bebida turística, conocida como «sangría» en los bajos ambientes, tres más repetían la escena y se notaba un movimiento de intranquilidad entre los que cenaban y una mirada plácida en los ojos del propietario, que era amigo dotado de brazos como jamones. Estaba en el ajo, y la gozaba tomando apuntes del natural, sobre todo del natural británico que, tras el saludo romano, ya no dudaban ,mientras un punto de nostálgica curiosidad apuntaba en dos mesas de alemanes.
Dos aparentes españoles, macho y hembra, moderadamente lanudos, enseñaban miedo claro y casi sudoroso: eran los únicos que habían sonreído, condescendientes, cuando entraron los primeros. Alguien, más después, dijo en ingles turístico, bien alto para la concurren cia:
—We are a bigs fascist; the very strong fascists. Blod! —añadió.
Y le entendieron. Los buenos camareros suelen enseñar el inglés macarrónico a los británicos. Otro de los muchachos salió de coro haciendo algo parecido a:
—Falkland Islands, tururú.
—¿Lo cortamos? —preguntó Rodrigo a Antonio, su jefe de escuadras
_—Que se jodan —opinó Antonio, muy circunspecto.
Rodrigo, el del tejado, era el mismo Rodrigo del restaurante, apenas tres horas antes. Algunos vasos de vino y cierta alegría de prestado eran la diferencia. Se había bajado el barbuquejo para no perder el gorro y, después de dar las buenas noches a las hermanas estrellas, respirando más libre bajo el azul de la camisa, había ganado como un gato silencioso el pié de la antena televisiva. Sentado a su vera hacía tiempo, meditando con un ojo alerta en la desierta calle.
Sentía el tirón de la tierra baja y le volvia, de vez en cuando, la frase que ha malogrado tantas glorias: «¿Quién me mandaría meterme en esto?» Pues el Jefe de la Centuria y, también, sus cojones. Tenía veintitrés años Rodrigo y amaba trinitariamente a la Patria, a las mujeres y a la juerga. Sentía que es bueno ser falangista, lo mejor después de ser Dios, porque apenas si necesitabas explicar algo más de ti. Con decir «Falangista» estaba claro: honrado, decidido, valiente, pertinaz, orgulloso, justo... y quizá peligroso. ¿Sabía la gente que jamás habían atracado a un falangista que llevara símbolos o la camisa?
Del amor a la Patria le había dado razón recientemente Reviriego, que era muy mal hablado pero, a veces, se explicaba: «Somos —le dijo— malos franceses, malos ingleses, malos alemanes y malos italianos y, si no fíjate en lo que piensan de no sotros los turistas. De modo que sólo podemos ser españoles: por eso hay que ser buenos españoles; por eso y por pasarnos por la piedra a los demás. Alguien me dijo que sólo los distintos pueden ser libres, y me parece verdad: ¿Cuando vea un rebaño de ovejas, les miraré las caras?»
Y a Rodrigo lo de ser distintos para poder ser libres le había entrado en línea recta hasta lo hondo y le corría ahora por la masa de la sangre. De modo que ser patriota y falangista, sincero y de fiar, arriesgado y esforzado, era ser distinto hoy en España, y ahí estaba él para demostrarlo y para gritarlo y hasta para romperle la cabeza a mas de uno de los amantes del rebaño, empeñados en pastorearles y, seguro, llevarles después al matadero del alma.
Mientras Rodrigo, Reviriego y Juan aguardaban en los tejados, Jordi y Vilches abrían bolsas de deporte en el secreto asilo del almacén. El Almacén era una única nave donde se amontonaban en orden cerrado cajas de todos los tamaños. Tenía unos servicios al fondo (a la derecha) y, en la entrada, un cubil de madera con mesa, archivador y máquina de escribir. El dueño era camarada provecto, o, mejor, compañero, como dice el Cara al Sol, aunque los analfabetos haya ensuciado las dos palabras, porque esos no pueden ser compañeros más que de los zombís, ni camaradas mas que de las ratas.
Fuera lo que fuera, camarada o compañero, lo era del todo el dueño del almacén, Julio Ruiz, subjefe de la Centuria, decano de todos ellos, hecho a martillazos sobre el yunque antiguo de la Secretaría General del Movimiento. R.I.P
Julio, el día que se legalizó el Partido Comunista por el mismo que había sido su ministro, sintió un vómito, una rabia negra y mucha lástima. Lástima por todos los engañados. Lástima por todos los españoles arrancados de su futuro mejor. Lástima por todos los muertos sin nombre, los antiguos de la guerra, que él conservaba, de acuerdo con el juramento, vivos en la memoria; y por los nuevos, los que volverían a pagar en sangre y en dolor los errores y locuras de una camarilla de asustados.
Con una sonrisa y un «ahí os quedáis.», partió de SU destino hacia el futuro, consciente de que no abandonaba un servicio, sino una conspiración. Estaría Julio siempre donde su voz, su ejemplo o su sangre se hicieran necesarios, y con la fortuna impagable de sus manos limpias, te sus pensamientos limpios y sin rencor, porque quien lucha por odio pierde la partida. Donde hay corazón sobran mañas.
Jordi y Vilches reían dentro, en los servicios y Julio, en el despachito, leas oía reír mientras fumaba. Jordi, que era tipo nervioso y exaltado, trasunto de ballesta, contaba algo que había sucedido con una bandera catalana y una turista alemana borracha. Vilches, a intervalos, soltaba su fuerte carcajada, como un trozo de campo, de pasto con vacas, puesto en la noche ciudadana.
Salieron por fin los dos vestidos de uniforme, pero de uniforme militar, con sus trajes mimetizados, boina y su elegante cinturón. Jordi con galón de cabo, porque lo era; un cabo voluntario que no quiso atender a razones cuando el jefe, Ramón, le propuso tomar parte en la aventura:
—Todos nos la jugamos —le habla dicho—, pero tú más, porque la justicia militar es más dura. Me parece bien que se exija más a los soldados, pero no puedo mandarte que cometas un delito. Es mejor que prestes tu uniforme a otro.
Ramón habla sido alférez y algo entendía. Jordi era sólo cabo y veía otra cosa: o todos o ninguno, porque él no iba a quedarse en casa mientras la fiesta, ni a prestar uniforme, que eso sí sería deshonroso.
Para Vilches, «El» Vilches, fue más sencillo y se las arregló para distraer el uniforme de su hermano, que no era de la Centuria por estar haciendo la mili. La guerrera le tiraba en los sobacos, pero le iba bien: lástima que no fuera suyo y que no siguiera usándolo mañana, amparado por el pífano de la Infantería.
—Cuando nos vea se le van a caer los ojos al suelo.— comentó.
Julio hizo entonces algo que no le gustaba, aceptando el sacrificio y tragándose los presentimientos. Sin aquello todo sería una broma, una mascarada, pero con el contenido de la caja que abría, las cosas podían caer del lado malo y hasta llenarse de sangre.
De entre viruta fina salieron bolsas de plástico donde negras, tenebrosas y atractivas, aguardaban las Schmeiser nuevas. Estaban fabricadas en las postrimerías de la guerra mundial, pero sólo habían hecho los disparos de prueba. Las compraron con dos cargadores llenos por metralleta, y Ramón, que tomó la decisión, había comentado: «Si lo que tengamos que hacer no se termina con dos cargadores, es que habremos perdido.» Todos sabían que las armas más que matar paralizaban.
La historia de las máquinas que tanto desasosegaban a Julio Ruiz, Subjefe de la Centuria, sólo la conocían cuatro en total, los imprescindibles para concluir el negocio que les propuso un paisano, más o menos simpatizante con el barullo general, que se reunió con ellos y les preguntó si estaban bien armados ya.
Como es natural ni Ramón ni Julio soltaron prenda. En principio no tenían armas, porque su guerra, como el reino de Cristo, no era exactamente de este mundo. No necesitaban armas. Ramón incluso opinó que la fuerza de la verdad acabaría con cualquier enemigo y que la voz cálida y cierta de un falangista derrumbaba las murallas de Jericó ( si sabía trompetear) y las que le echaran, Moncloa incluida.
El amigo comprendía bien todas las reticencias: algo así sintió cuando compró su primer lanzagranadas. Por eso hablaban en descampado, sobre una playa primaveral, donde cualquier micrófono hubiera sido devorado por las gaviotas, animales de paladar duro.
—Yo soy un coleccionista. Todo el mundo sabe que me gustan las armas y no todos se creen que las tenga inutilizadas. Los que me venden, venden a otros, a los rojos, que ya andan preparando una buena democracia desde que Aznar hizo que les descubrieran con las manos en la masa.
—¿Compran ellos armas? —preguntó Julio, ligerísimo.
—¡Jolín! —hizo el amigo, bailando la mano.
Verdad o no, les contó dos historias citando los nombres, lo que, bien mirado, tampoco le comprometía demasiado. Existían tres cajas de mosquetones escondidos durante los últimos miedos de la guerra, cuando se juntaron los optimistas y el coñac y varios pensaron que en poco tiempo se volvería a encender la mecha. Había también varias pistolas ametralladoras Mauser y granadas americanas.
«Material viejo, de acuerdo, pero lo han protegido bien. Hace cuatro años Antonio Pons me vendió una Mauser ametralladora y funciona como reloj. Es el padre del actual Consejero autonómico, por si os interesa.
—¿Ese que siempre nos llama ultraderecha y amigos de la violencia? —dijo Ramón con calma— ¿Cómo fue vendértela?
—Esa es la segunda historia.
Hace cuatro años aquel hombre era, de nuevo, concejal progre, porque en España todo vuelve, en especial lo malo. Y se sentía revivir. Un día se tropezaron, no por casualidad, en una calle céntrica. Hay gente que cree que los coleccionistas están locos. Hablaron de armas y el muy zorro le comunicó que estaba enterado de que algunas de su colección no se habían inutilizado, e incluso le dijo el nombre del paraje donde solía dispararlas.
—¿De dónde las sacas?
Todo era relativamente complicado y sucio, pero, al final, había puesto al rojelio en contacto con un cierto marino que pasaba el tiempo haciendo negocio con los M—16 norteamericanos.
Ramón, entonces, preguntó el precio de las Schmeiser. Julio protestó varias veces. Discutieron un poco y regatearon otro poco y, al tiempo, dispusieron de los ocho subfusiles que pudieron pagar a trancas y barrancas y con credicompra de las Cajas de Ahorros, lo que hizo meditar a los dos hombres: no hay forma de llevar a cabo algo sin que intervenga un banco.
Ahora Julio, en la soledad angustiada de la conciencia, ponía dos de ellas en las manos de dos chicos de diecinueve años disfrazados de soldados de infantería. No sabía si temía a las consecuencias o si el miedo del momento era más por el presagio de lo que, pronto o tarde, volvería a ser España.
—De toda esta mierda `—se dijo— tendrán que responder los traidores, los ineptos, los ladrones, los vendidos, los afrancesados y todos los que trabajan para que España no sea España.
Los chavales, con instintiva mano, habían montado las armas y hacían caer el percutor en vacío. Se les veía enamorados de las máquinas de guerra ,los jóvenes ojos brillantes y los pensamientos épicos.
—Esto —dijo Vilches— tiene que llevar cargador. Si no...
Julio les miró impasible. Loa Dieciochos estaban especialmente fabricados para lo imposible, y en el Dieciocho auroral nadie tuvo miedo de jugar con fuego, ni de quemarse. Sin palabras, les alargó a cada uno su cargador, lleno, pesada mecha para encender la muerte. Chicos más jóvenes había luchado.
Jordi, que era carpintero de profesión y un puro e inquieto nervio, sintió un fuego grande por toda el alma. Reía con los labios, pero, de verdad, le estaban entrando ganas de llorar y de correr por las calles disparando al cielo.
—¿Tú crees que ganaremos?
Ya no hablaban de aquella noche.
—Es que yo quiero ganar. Tengo mucho tiempo en el Cuartel y pienso, y pienso y pienso. Cuando termine la mili no tendré trabajo. Sólo tendrá veinte años y nada más:ni dinero, ni faena, y me da miedo que esto siga así para siempre, cada día un poco más viejo, un poco más desengañado. Pero si ganamos cuando las cosas empiecen, si muero seré un héroe y, si no, un vencedor.
—¡Qué chorradas! —dijo "el" Vilches, tocando la metralleta como a una mujer. ¿Tú crees que habrá alguien que quiera jugarse el pellejo por una tropa de bribones?. Además, sólo vamos a advertirles, no a dar un golpe de estado.
Julio palmeó las dos jóvenes espaldas:
—Jamás los rojos han vencido a España. Ellos lo saben tan bien como nosotros y están que se creen interinos, como la derecha de Aznar, llena de gente que daba testimonio de su adhesión inquebrantable a Franco. Dios haga el milagro de devolverles el amor a España antes de que sea demasiado tarde.
—¿Tú no crees que es posible que ellos la quieran también, pero de otra forma; que sea, simplemente, que no nos entendemos?
Había pensado mucho en esto el camarada Julio, de modo que la respuesta, caliente y rápida, le subió a los labios en una carrera:
—Ellos son partidos de clase y nosotros, Soldados de España.
Juan pasó por el ventanuco del tejado a la boardilla y encendió la luz. Allí estaba el vídeo que Alberto, camarada de su escuadra, había sacado de casa. Juan vivía sólo a tres tejados de distancia del foco de la acción prevista y se había ofrecido voluntario, pero en la cosa eléctrica le habían ayudado Alberto y Julián, que trabajaban arreglando televisores e instalando antenas.
Muy de madrugada, la otra noche, habían ocupado el tejado vecino como quiten toma una loma enemiga y planta la bandera. Con alicates y cinta aislante habían adaptado un enchufe nuevo al cable de la antena.
—Ahora —dijo Alberto al terminar— le meteremos por ahí cualquier señal y el tío jamás sabrá que se la estamos pegando desde aquí arriba.
—Cambiará de cadena.
—Natural: por eso he puesto un icono con el Yugo y las Flechas, y él solito creerá que se emite lo mismo en todas las cadenas
Alberto era un manitas y aquella le había parecido una buena idea cuando el Jefe Ramón y Juan le hicieron les primeras preguntas para saber si era posible hacer lo que se les había ocurrido. Añadió algunos detalles perfeccionistas y luego, como ensayo, hizo el ajuste en el televisor de su casa, con un corro de camaradas espectadores que se frotaban las manos y se reían.
—De esta —comentó una vez demostrado el éxito— nos meten en la cárcel: «Garjola», dicen los autonómicos. Ahí es nada dentro de tres o cuatro años: fue perseguido por los socialistas y derechistas liberales, militó en la resistencia patriótica, sufrió encierro y, en fin, una ficha como para morirse de gusto y andar presumiendo por las calles, rodeado de chavales.
Alberto,como se ve, era un hombre práctico a su manera, y no le cabía duda de que la cárcel, bien jugada, le llevaría derechito a muchas camas perfumadas.
Joaquín, muy racionalista, estudiante de historia antigua hasta que su padre cerró el taller de bisutería, opinó muy serio:
—Nadie dirá nada. Tendrán demasiada vergüenza y, también, miedo a los jefes del Partido, que, de la primera patada, los degradan a barrenderos, con perdón de los barrenderos.
Antonio, jefe de escuadra, siempre solía terminar los asuntos del mismo modo:
—¡Que se jodan! —sentenció
¡Qué bien se conspiraba así! Daba gusto ajustar los detalles, discutirlo todo, soñar en el cisco próximo... Por desgracia estas cosas no solían suceder. Se pasaban el año languideciendo. Comentaban los articulos importantes; vendían Nosotros y FE; insultaban a voces a lo responsables de tanta ignominia patria. Repartian octavillas que encendían el pelo o confeccionaban la minúscula Patria y Libertad, revistilla del grupo que apenas si se leía más allá.
A veces, en las noches negras, discutían con guardias municipales que se batían en retirada: aquellos hombres no querían problemas, sobre todo dos contra ocho o diez.
Solamente hubo algo comparable cuando dispusieron los planes de emergencia: cómo desaparecer y reunirse si eran los tolerantes los primeros en envidar. Contraseñas, puntos de reunión en primera y segunda instancia. Objetivos que cubrir en la retirada, rehenes, y esas cosas tácticas que, de tan prometedoras, les hacían desear que los filisteos se quitaran el disfraz y dejaran libres a loa mujiks que llevaban dentro.
Joaquín estaba convencido de que todos ellos militaban por razones particulares y todos ellos por el juego, a veces lúcido y a veces disparatado, por ese mundo mejor en el que soñaban en voz alta, tan inalcanzable y tan perfecto... ¿Por qué no buscarlo? Para ser inútiles siempre habría tiempo; para sacrificar las ilusiones, también, y cargarse el corazón de nudos y el pensamiento de costumbres y de hábitos. Bastaría con vivir como los demás, con aspirar a lo que los demás, con ser prácticos y pragmáticos, con amoldarse. Bastaría con admitir la igualdad en lugar de los nombres propios, y decaer con la sociedad decadente y aceptar y sonreir y decir siempre «Es imposible»
No eran conspiraciones de salón las suyas, porque la acción es una jerarquía del pensamiento. Verdad es que su utilidad, fríamente considerada, era más que discutible. ¿De qué servian las octavillas y los yugos en las paredes y las canciones hermosas y las pintadas? Sólo cabía una respuesta: La Antorcha. Aquí está la llama de lo que es y de lo que era, el fuego antiguo de los pechos españoles que, otro día,encenderá las luces del mañana.
También le ayudaba la Historia en su confianza. Las sociedades decadentes no mueren, como todos piensan. Un día abren los ojos y se transforman en otra cosa. Roma empezó a ser Europa. Hoy la tiranía había encontrado una triple dimensión: la información, las superciudades y la riqueza. ¿Por qué los falsos ganaban siempre en las ciudades? Porque hay que pervertir al hombre para deshumanizarle, y hay que deshumanizarle para que odie al hombre.
Pero allí estaban ellos, que todavía creían en valores absolutos, porque, si no, uno no cree en nada. Eran la antorcha, la luz en las tinieblas, los «primeros del mañana». Eran, justamente, lo que querían ser, proyecto de locos o de héroes, pero hombres que seguían prefiriendo luchar contra sus propias bajezas que entregarse a ellas.
Y así es, precisamente ,como se conspiraba bien; siendo memoria colectiva y aspirando a espejo. Echando arena en los inhumanos engranajes; combatiendo a los humanitarios al declararse Humanos, a secas, y pensando con exigencia en lugar de exigirse una fidelidad a un pensamiento.
Alberto y Joaquín andaban fumando por la calle que les correspondía, casi a oscuras, con el reloj presente, comprobando las cosas camino de la buhardilla donde, en el misdo momento, Juan contemplaba el vídeo. Nadie de la Centuria se encontraba tranquilo y todos ocultaban el pequeño miedo y el gran miedo. Habían aceptado el plan, se habían reído con él y aquella era la noche de echarle huevos a la cosa.
—Cuando esté hecho —comentó Alberto— ¿qué habremos
conseguido, Joaquín?
Era difícil hacer la lista de ventajas y, como militares expertos, decidir si los resultados justificaban los riesgos. La gloria, el valor... ¿cómo se miden?
—Celebrar el Dieciocho de Julio.
—También es verdad.Y entrenarnos.
—Eso es —remachó Joaquín— Unas maniobras. Y no te quepa duda de que, al terminarse, estaremos mucho más unidos.
—Y un día dirán de nosotros lo mismo que decimos de los chicos del Treinta y Seis:¡Qué tíos!
Así se daban ánimos camino de la guardilla donde aguardaba Juan. Andaban serenos, con la seguridad de que nadie fallaría, y que esas estrellas cómplices que guiñaban desde el cielo no eran estrellas, sino luceros.
Dieciocho de julio. Más tarde.
«España se ganará con la paz y la Paz se ganará con España. Las ideologías arrumbadas van a ser substituidas por ideas luminosas, por ideas fuertes capaces de elevar al cielo un proyecto de vida más que de coexistencia, un modo justo, cristiano y caballeresco de ser, un ideal de servicio y una capacidad absoluta de dar.»
«Un proyecto nuevo, novísimo, y antiguo. No sólo caballero cristiano, sino andante. No sólo el vencedor de dragones, sino el que canta el TE DEUM. No sólo el valiente,sino el puro. No sólo el fuerte sino el esforzado.»
«Viene el tiempo de capitanes Poetas y de poetas Capitanes, como aquellos grandes de las Falanges Juveniles. Todo lo demás se ha ensuciado. Se presenta turbio, manipulado, degradado, enmohecido. No caminamos por la modernidad sino por la barbarie, donde no se lucha contra el Estado o la injusticia, sino contra el Hombre y su dignidad; contra el hombre y su impulso de eternidad; contra el hombre y su insólita capacidad para trascender de la materia y, por lo tanto, del miedo que es la pura carne, y de la soledad, que es la pura y única dimensión corporal del Hombre.»
Fueron palabras de Ramón, Jefe de la Centuria, a los postres. Sin que se pudiera evitar recordó el último 20—N, cómo los falangistas madrileños se concentraron frente a la casa natal de José Antonio. Allí, el reciente Jefe Nacional, se había dirigido a los tres mil y pico hombres que aguardaban palabras y gestos. Eran hombres en lo absoluto: de todas las edades, de todas las fortunas, pero de un solo juramento. Venían del mañana, del momento en que España pareció dispuesta a crecer y hacer justicia, pero su entero mundo había dado un tumbo y perdido sesenta años.
Jesús López, el Jefe Nacional de Falange Española de las JONS, recién nombrado, todavía era un desconocido para muchos. Ramón había hablado con él y comprendió en seguida que se trataba de un hombre inteligente, firme, leal y capaz de trabajar mucho. Pero aún así fue el primer sorprendido cuando Jesús López empezó. No dijo "camaradas"; no dijo " Hoy estamos aquí"; no dijo "Falangistas". Soltó la voz como un disparo y ella voló a poniente como un dardo:
—¡Arriba España! —proclamó. Aquello era amor e inteligencia.
—¡Arriba! —respondieron los miles de patriotas sintiendo un escalofrío: Jesús ya era la voz de aquellas conciencias.
Muy poco antes Jesús había estado en la televisión, discutiendo sobre el racismo en España. Le habían llamado los ejecutivos convencidos por la propia propaganda negra que hacían las cadenas. De tanto repetirlo, llegaron a creer que un falangista sería el indicado para defender las posiciones racistas y esperaban que Jesús cumpliera con su deber y pidiera la expulsión de mauros y de negros, de judíos y de norteamericanos, mientras que el otro invitado reducía a cenizas la Falange. ¿Y qué hizo el Jefe Nacional recién estrenado cuando le preguntaron?
—El hombre es portador de valores eternos. No digo un tipo de hombre, sino todos. No digo una raza, sino todas. Y hay que hacer justicia al hombre y, si se le da justicia, sólo eso, tendrá también libertad, igualdad de oportunidades, acceso a la educación. Otros, en cambio, sólo quieren pobres a los emigrantes para substituir con ellos a los proletarios españoles que hace ya mucho que dejaron de existir.
El presentador, sonrió, pero estaba estupefacto: su presunto racista se había adelantado a todos y, por si fuera poco, sin recaer en ninguno de los tópicos de los que dicen estar contra el racismo. Si uno defiende que el hombre es portador de valores eternos, ¿cómo puede hacer diferencias por un asunto de piel?
En lo último, y tras la intervención de Eduardo Arias, Jefe Nacional del Seu, en un programa del locutor Sardá, "crónicas marcianas", con gran moderación y argumentos exactos, Jesús llamaba a Sardá a menudo para proponerle un éxito de público: Reunir en una mesa a los jefes de los partidos, ser inyectados con Pentotal Sódico por un médico neutral, y ante notario, y someterse todos a las preguntas del público. estarían justo en la posición de Amenábar, el moro que no podía decir mentira (según el romancero).
—La idea es buena, Jesús. —respondía Sardá— Pero los partidos no quieren. Dicen que es una chiquillería.
Este era Jesús que, si estuviera presente aquella noche en aquel sitio, levantaría hasta los luceros los corazones de todos. Sursum Corda. Pero su Centuria tendría que pasarse sin él y levantarlos por sus propios medios.
Aplaudieron mucho todos, incluso los que no habían entendido gran cosa. El discurso había comenzado socarrón y algo frío: Ellos eran los mejores y a ellos les aguardaba el triunfo: Jesús, el Jefe Nacional de Fe-JONS no lo dudaba. Y era el jefe. Pero, luego, Ramón había trepado más arriba y les había dicho que sólo se es hombre cuando uno se levanta de la tierra y manda en lo terreno y domina. Hay una lucha. Siempre hay una lucha y no la ganarán los cobardes que mienten y se conforman, ni los que se rinden, ni los que no quieren mirar el mal que avanza.
Los cuarenta y dos hombres querían esa vida nueva que tenía que empezar por ellos. Pensaban algunos que Ramón era demasiado místico y otros que no usaba demasiado el nombre de Dios. Unos sentían furia ancestral a rojos y liberales, porque sí, por incompatibilidad, por desprecio. Otros preferían cierta tolerancia más cómoda, dentro de esa norma cristiana de perdonar a los enemigos.
Pero también esto lo había explicado Ramón: Esos no son nuestros enemigos. No nos persiguen a nosotros, sino a la verdad; no les importan nuestros nombres, sino nuestras almas vivas. Cuando uno dirige una granja de esclavos, no los mata: sólo sofoca su espíritu, su orgullo, su conciencia.
—¿Tú crees quo José Antonio debía de hablar como Ramón? —preguntaba José Luis a su vecino Pedro.
—Mejor —decía el otro— Mucho mejor.
—¿Por qué?
—Porque a Jose Antonio nos le mataron y a este aún le tenemos vivo. Además, porque era José Antonio, no te fastidia.
—Bien mirado...
Julio, el Subjefe, dijo también algunas palabras, pero se conformó con un vuelo rasante a modo de contrapeso, y habló de la guerra mundial que libraban todas las naciones entre el ser y la nada. La pérdida de identidad de los hombres y que «cuando todos seamos iguales y no haya diferencias entre un francés y un español, nadie será otra cosa que un imbécil que ha perdido la verdad y el estilo.» Hay que atreverse a ser distintos,originales como hombres y como nación, y España era, desde siempre, proa de Europa y la menos asiática, la menos tiranizada de las naciones del continente. Aquí no siempre pesaba más el interés que la conciencia, ni se tuvo por la vida más amor que en los momentos en que un puñado de españoles estuvieron dispuestos a darla generosamente. «Por la vida se puede aceptar la muerte, pero, por vivir, hay vidas inaceptables.»
Significara aquello lo que significara, fue también muy aplaudido y todos se levantaron y, firmes, con los brazos extendidos a la luz, enseñando la piel estremecida, lanzaron al aire el Cara al Sol, excitante profecía de un mañana y glorioso recuerdo de los mejores.
Algunos pensaron entonces, con las bocas y el pensamiento llenos del himno valiente, de la canción de amor y de luceros, que sería fácil morir así, cómodos y ligeros, y que no hay dolor que pueda herir a un falangista cuando canta a sus camaradas muertos, ya desconocidos y anónimos, pero tan cercanos a su piel como su azul camisa, tan fáciles de comprender y tan envidiados.
Luego Ramón, con la voz de todos concentrada en la suya y con la luz de lágrimas negadas en los ojos,invocaba al destino y recordaba todo lo perdido, lo arrebatado:
—¡España!
—¡España!
—¡España!
La unidad,la grandeza y la libertad. Tres conceptos para un estilo.
—¡José Antonio Primo de Rivera!
—¡Presente!
¡Vaya que si estaba allí!
—¡Caídos por una España mejor!
—¡Presentes!
Aquí solían discutir siempre, todos contra todos, como corresponde a una tropa compacta y decidida. ¿Realmente habían muerto todos por una Eapaña mejor, o por Dios y por La Patria? ¿Cuántos intentaron borrar una culpa o hacerse perdonar una ideología? ¿Por qué no decir Caídos por Dios y por España? ¿No era una argucia de la «reconciliación» suponer que el rojerío andante, como los brigadistas recién venidos, luchaba también por una España mejor o, siquiera, por una España?
¿Acaso no se había perdido, al fin, aquella guerra? ¿Qué eran las pensiones y los ascensos meteóricos a los vencidos? ¿Qué era la depuración del ejército vencedor? ¿Qué era el odio viejo?
Un manicomio. —solían sentenciar.— Y nosotros no hemos perdido ninguna guerra porque no hemos luchado ninguna.
Joaquín, que había estudiado filosofía, añadía a lo psicológico:
—Cuando se reciben percepciones falsas (información e historia quemada; libertad y bombas en el Valle de los Caídos) aparece la esquizofrenia.
Sería o no verdad, pero no impedía que continuaran las preguntas entre dos, entre tres, y las respueatas, una y otra vez, se aproximaban al punto esencial:
—¿Qué es exactamente lo que compartimos? ¿Qué, siendo tan distintos, nos hace iguales? ¿Qué nos une, qué nos empuja, qué nos exalta, qué nos quema las entrañas?
—El amor a España.
Pero, ¿era eso? ¿Cómo amas tú a España, camarada? ¿Como a una mujer? ¿Como a una novia virgen y rubia? ¿Como a tu casa? ¿Como a tu familia? ¿Como a tu alma? Hay muchos amores para hablar de un único amor a La Patria. ¿Acaso la amas como a tí mismo?
—Más. —decían todos.
—¿Cuánto más? ¿Cómo más?
A veces es un amor doloroso y, a veces, no es amor, sino rabia. Ganas de ser más que nadie, el derecho a ser distinto unido a tus iguales. Algo que, a la vez, mira atrás y adelante. Que bendice. Que maldice.
—No es el amor a España quien nos une, ni el orgullo de España, ni la vergüenza de España. Tal vez nos una más la Idea de España, lo Eterno de España, el hecho de que es más grande que todos juntos, y más vieja, y con más futuro. La fatalidad de España nos lleva por el mundo. La angustia de España nos arrastra.
Los Dieciochos de Julio sirven para pensar en grupo y en voz alta, y para, juntos, expulsar los malos pensamientos y conjurar los miedos. Cada Dieciocho de Julio se sabe que el momento de prueba, el tremendo instante de la verdad, para el caos o el destino, está más cerca.
No les basta, como a los burguesitos quietos, con decir que nada se sostiene, que esto se cae ,que la nave hace agua si no la pilotan ellos ni con sonreír, taimados, incluso contentos de que todo vaya mal si no gobiernan ellos. Duele la decadencia, como la ignorancia, la miseria, la ignominia nacional y la ineficacia. Aunque sea una pauta política, no es bueno que las cosas no marchen para España.
Ellos, al contrario, quieren que termine ya la agonía; sienten el presagio de la polvora o la profecía del amanecer. Porque viene el alba de España y cada Dieciocho de Julio está más cerca, ellos más ilusionados, y España más dispuesta a recibirlo todo, su amor, su ira, su esfuerzo, su gloria y su sangre, si sangre ha de ser el pegamento que una a las regiones rotas. Sangre centrípeta, por española; sangre fecunda, por antigua; sangre de bautismo,por la fe que iza.
Y todo llegará, irremisiblemente llegará,pero, ¡se hace tan larga la ilusionada espera! ¿Dónde está el capitán? ¿Por qué calla todavía? ¡Capitán,Gapitán! Da la orden. Convoca a gloria. Haz que volvamos a vivir como españoles, apenas un poco peor que Dios. Haz que nadie se arrepienta de su origen. Haz que la verdad estalle, aunque el mundo perezca. ¿Qué nos importa un mundo que dormita y muere? ¿Qué se nos da un mundo en venta? ¡Capitán! ¡Empuja!
Todos sabemos que no será un Dieciocho de Julio, como igual sabemos que la paz no saldrá de las urnas falsificadas por la propaganda. En España, alguien muy listo, con su corte de cretinos, está haciendo las maniobras de la nada ,el ensayo general de la incultura. Pero muchos, en España, estamos también de maniobras, velando las armas limpias y templando en la ira nuestro espíritu.Como siempre que algo importa al uníverso, sucederá en España, y vencerá el bien: eso da mucha paz y mucha seguridad a los limpios de corazón.
Los Dieciochos de Julio aproximan el futuro, nos lo muestran como en un escaparate y todos saben entonces que nada grave sucederá y que la Patria seguirá su singladura, matriz de hombres y ejemplo de vidas.
Cosas como estas, en más o menos grandilocuente estilo,las pensaban todos depués de los gritos. Eran hombres hechos algunos, y algunos otros estaban dispuestos a hacerse. Preferían lo difícil en muchos casos. Ansiaban un esfuerzo que les engrandeciera a ellos y estaban dispuestos a acometer gigantes para crecerse, y, también, para emprender después mas altas empresas.
El Dieciocho de Julio anterior habían ido a pintar el nombre de José Antonio en los muros de la Catedral, como siempre estuvo y, debajo, el ¡Presente! emocionado con que le llevaban en el Corazón.
La gente,en la calle, pasaba por su lado y se paraba a contemplar aquel trajín de escaleras, plantillaa y pinturas, y el cielo de camisas brillantes de sudor. La gente, claro, no sabía qué pensar,y simplemente miraba mientras ellos, muy seguros, clavaron las plantillas de cartón y pintaron con esmero.
El subcominariode la policía había hablado con el jefe de la Centuria, muy amable, en papel de muy español, pero insistiendo en que los tiempos cambian y que no se puede usar la tozudez contra el progreso.
—¿Es progreso olvidar a los muertos?
—No es así la cosa.
—No,¿eh? José Antonio no murió de una infección en él quisieron matar a una
España que nacía y, también, al único grito de justicia que se oía en los últimos siglos. Si olvidamos eso, nos rendimos a la muerte, la autorizamos, firmamos también su orden de ejecución.
—Hay que evitar que esas cosas vuelvan a suceder.
—¿Cómo? ¿Entregando nuestras armas legítimas? ¿Huyendo del enemigo? ¿Cediéndoles el campo? Puesto que ellos han resucitado y vuelven con sus mentiras y su talante fúnebre, es justo que nosotros desnudemos otra vez los nombres de nuestros héroes. Héroes muertos, que, si vivieran, ninguno de estos políticos osaría hablar; temblarían en los sótanos. ¿Crees de veras que hay que dar facilidades a los que nos odian?
También llegaron algunos guardias municipales, pero se conformaron con ser espectadores, de manera que, letra a letra, renació el nombre de aquel César Malogrado y todos los centuriones supieron que la bandera volvía a estar izada, y que lo demás, la vida, la muerte, la alegría y la paz, no serían sino una cuestión de tiempo.
—De nuevo están las dos Españas. —dijo uno de ellos.
—Una es falsa. —replicó, lacónico, un jefe de escuadra
Bastaba,para saberlo,ver quién actuaba a pecho descubierto y quien no.
Ramón, Jefe de la Centuria por ser el más capaz y el más firme, o, quizas, por haber nacido jefe y tener mando en cada ojo, en cada dedo y en cada gesto, esperaba con otros cinco hombres azules en un estacionamiento.
—Dentro de un minuto tienen que llegar Vilches y Jordi. Joaquin y Alberto deben de estar entrando en casa de Juan. José Luis les llevara, dentro de cinco minutos uno de los radioteléf onos. El otro lo tienen Pedro y Juan López en casa, viendo la tele. —informó Antonio,jefe de la escuadra Los Gladiadores.
—Habrá que tener dos enlaces a punto por si el telediario se retrasa_—ordenó Ramón, que había urdido meticulosamente el plan con un tal Eduardo, y luego lo había ensayado el jueves anterior,para calcular todas las posibles vicisitudes.
Este Ramón era un tipo de fiar,capaz de organizar metódicamente hasta un revuelo de moscas. Encontraba la razón del grupo,el orden interno de las relaciones, la esencia de la amistad, y conocía a los chavales; sabía para qué servía cada uno y jamás pedía imposibles. Sugería más que mandar; sonreía en lo difícil y se mostraba serio en lo fácil. Buscaba la verdad de todos, sacando la suya del corazón y exhibiéndola ante los compañeros.
Había sido muchas cosas, Ramón, casi todas clandestinas. Pero no era precisamente un rebelde, sino un hombre que intentaba poner su inteligencia al servicio de la justicia. La misma inteligencia le decía, sin embargo, que nunca habría justicia, que vivir en sociedad es renunciar a mucha libertad propia y que por este sacrificio el hombre debía recibir a cambio protección en lo físico e ilusión en lo moral.
Practicaba la filosofía de la voluntad obstinadamente. Hablaba, como San Agustín, de materia espiritual que, en su boca, casi equivalía a almas sólidas en busca de su libertad. Se reía de quienes hablaban de «realizarse» en su trabajo en lugar de a través de su trabajo, y tenía escrita una frase del ateo Zola en la pared de su dormitorio:
«Cuando uno muere, muere por mucho tiempo.»
A medida que Ramón, con la edad, acrecentaba sus ilusiones y soñaba más y más en la eternidad, se obsesionaba con la búsqueda de la verdad y aspiraba a menos como individuo a solas. No eran caprichoso. No era derrochador. No era ni presumido ni exagerado. El mando de sus camaradas le llevaba a la humildad y la exaltación de su alma a la prudencia.
Él no vivía: sobrevivía. Se limitaba a aguardar, tranquilo, el momento de morir, que le hallaría dispuesto. Había decidido no dejar nada tras si, salvo su dignidad y su hombría. Se hacía, día a día, el equipaje para la eternidad: amor, ilusión, búsqueda, entrega, servicio, ayuda, caridad... Alguno que le conociera mal creería estar ante alguien con vocación de santo, y no era así. Ramón, simplemente, quería ser mejor. Honesto y bueno, digno y seguro. Arrinconaba la edad de las dudas y, si vivir es elegir, él había elegido el amor, que no siempre es tolerante, y la exigencia consigo, que no siempre es incómoda. «Hay que tener fe en la FE», solía repetir como muestra de que su fe lo llenaba todo y como juego de palabras, reescrito así: Hay que tener fe en la F.E.
Cuando brindaba, siempre lo anunciaba con un C.A.F.É. (Camaradas, ¡Arriba Falange Española!) y, si alguien se le adelantaba con ello, respondía impertérrito: ¡NESCAFE! (No Estáis Solos, Camaradas: ¡Arriba Falange Española!). Sólo se reía de los tontos cuando se creían listos. Sólo discutía con los que no tenían nada que decir. Sólo consolaba a los alegres por el tiempo en que, lejos de su voz, tendrían que sufrir algún daño.
Era un tipo especial, hecho con muchas y muy exactas piezas. Un acabado instrumento para contagiar fe, transmitir seguridad e inspirar confianza. No era racionalistas, pero sí razonable; no era solitario, pero amaba la soledad el mundo. Su humildad le hacía desear el día en que todos los pudieran sentirse orgullosos de ser como fueran, es decir dignos.
Era maestro de los que jamás abandonan su magisterio y, donde fallaban las palabras, servía su silencioso ejemplo. Nunca decía yo, sino nosotros. Jamás hablaba de sus actos, pero nunca dejaba de explicar sus proyectos. Leía poesía y aún mejor la escribía. Soñaba, pero esos sueños, al pasar por su voz segura, eran hermosas realidades. Decía amar a la mujer que nunca vio, pero lo cierto es que había una jovencita muy real y muy esbelta que le sonaba en el pensamiento aquellos días.
Algunos le tenían por romántico y era, sin duda, un arromántico, volcado contra el gusto popular y bastardo: no aceptaba la tristeza ni el dulce veneno de la compasión ni la libertad como fin de nada. Amor y acción eran lo mismo en su alta cabeza y cuando, arremangado, emprendía algún esfuerzo, no dejaba de recordarse: «Dios es Acción» Sin la Acción el hombre sería tan animal como sin pensamiento.
Decía, y todos le creían, que a los nueve años había hecho por primera vez la Promesa de la O.J.E. y que desde entonces vio claramente que aquella norma de vida no era solamente el camino para ser español, sino la única manera de ser hombre feliz y hermano de la luz. Se la enseñaba a los niños del colegio y a los viejos con cachaba y boina que meditaban al sol, semejantes a estatuas, y a los hombres de la Centuria, que no la conocieron a causa de su juventud. Hacía de la Promesa una Biblia abreviada, una introducción a la Falange Grande, un vademécum del honor, un antídoto del miedo de vivir que siempre mata la alegría del hacer:
Prometo: AMAR a Dios y levantar sobre este amor todos mis pensamientos y acciones.
SERVIR a mi Patria y procurar la unidad entre sus tierras y entre sus hombres.
HACER de mi vida, con alegría y humildad, un acto permanente de servicio.
SENTIR la responsabilidad de ser español dentro de la necesaria comunidad de los pueblos.
RECORDAR que el estudio y el trabajo constituyen mi aportación personal a la empresa común.
VIVIR en hermandad con mis camaradas y ser sobrio en el uso de mis derechos, y generoso en el cumplimiento de mis deberes.
DEFENDER la justicia y luchar por imponerla, aunque su triunfo signifique un mayor sacrificio para mí.
AFIRMAR la libertad que hay en cada hombre, sometiendo la mía al imperio de la norma justa y al respeto de mis superiores.
MANTENER dignamente mi condición de hombre y aceptar con gratitud las enseñanzas de mis mayores.
HONRAR con la lealtad de mi conducta la memoria de todos los que ofrecieron su vida por una España mejor.
¿Puede darse un programa más revolucionario en los tiempos que se nos ahogan?
Ramón se sentía orgulloso de su lealtad, en la que encontraba su vanidad y de la que sacaba sus únicas recompensas. Y esta actitud desprendida y firme tenía cada vez más importancia entre los que le obedecían. El había sido el fundador de la Centuria en la que formaban hombres de todas las condiciones, con carnet de partido y sin él. En algún aspecto eran francotiradores y no estaban directamente sometidos a nadie más que a Dios, a España y a la Junta Nacional.
Había hablado a unos y a otros, aconsejándoles, comunicándoles su espíritu, su ira y sus esperanzas. Había elegido a sus jefes de escuadra y les había formado. Todos a la vez, en gloriosa asamblea, bautizaron la Centuria, intrépida milicia que se exigía amor, dignidad y fiel recuerdo.
Cada uno de los hombres proponía:
—Dieciocho de Julio.
—No vamos a ser un calendario, y tampoco vamos a luchar por el pasado, sino por el futuro. —decía Ramón.
—Azul. Centuria Azul
—Quizá —dudaba Ramón— Pero no somos un color, sino un testimonio. Hemos de encontrar un nombre que sugiera renovación, que prometa un futuro.
—Fuego en el alma.
—Nada de frases. Una sola palabra. Una gran Palabra.
Casi se notaba el ruido de aquellas maquinarias a pleno rendimiento.
—Cara al Sol.
—Prietas las filas.
—Flechas Azules
—España.
Buscaron en el cara al Sol, en la profecía final, en la voz de ponerse en pié y avanzar. Y fue Antonio quien dio con ello y lo gritó, convencido de que allí estaba el secreto:
—¡Centuria del Amanecer!
Era el nombre. Desde siempre habían sido los hijos de la aurora, los hermanos de la luz y no temían que les comparasen con las brigadas del amanecer de García Atadell. Se aceptó por aclamación libre y directa, sin dudas. El más enamorado del título era Jesús, que trabajaba en el periódico y, también, redactaba la mayor parte de las octavillas clandestinas.
—El nombre es un sacramento que imprime carácter. Estoy seguro de que llamándonos la Centuria del Amanecer nos será más fácil empujarnos hacia el futuro, y pensar en cielos y arcángeles verticales, en la dulce paz y en los luceros de plata.
—Tenemos nuestro lenguaje, que es el trampolín del esfuerzo. No es lo mismo decir voluntad que ganas, ni decir servicio que decir trabajo. Las palabras pueden limitarnos, como a los rojos cuando hablan de profundizar en la democracia, como si se tratara de una prostituta. Pero las palabras pueden también liberarnos, como las del himno que nos invita a «tender la vela a la aventura».
—Suena muy bien. —dijo Ramón.
—No todos somos poetas —gruñó José Luis, albañil, a quien fastidiaba no saber decir cosas como aquellas.
—Pero todos entendemos la poesía, que es como un calambre y como un toque de clarín. Estar inspirado es, a un tiempo, comprenderlo todo y olvidar hasta el nombre propio.
—Es verdad. —añadió con simplicidad Juan Antonio, que era mecánico chapista— Cuando canto el Cara al Sol nunca pienso en mi.
Ramón, con su silencio, animaba a que estas charlas continuaran. Lo prefería a los chistes políticos o a los insultos al clero.
—Estoy convencido —siguió Jesús, que hilvanaba teorías con suma facilidad— de que cada época necesita, para realizarse, una palabra mágica, que es el catalizador de la voluntad de todos. Está claro que hoy muchísimos esperamos esa palabra, y, en cuanto la oigamos, sabremos lo que tenemos que hacer y cómo hacerlo.
—¡Sus! —propuso uno de los escuadristas.
—¡Sus, y a ellos!
—¡Santiago y cierra España!
—Algún día todos cerraremos contra la injusticia.
Jesús cabeceó un poco, buceando en el tiempo o como impacientándose. Ambas cosas tal vez.
—Si estudiásemos con cuidado, encontraríamos las claves y daríamos con la palabra mágica, pero también es cosa de inspiración o de FE
—Creo —añadió— que la palabra clave en el treinta y seis fue, más bien, la FE (no sólo por Falange Española) que el Imperio o el No parar hasta Conquistar. Siempre la voluntad se desplaza hacia lo rotundo y claro, hacia lo exacto y fácil de expresar. La Fe veló las almas en el treinta y seis como en mil ochocientos ocho la palabra fue Independencia. En ambos casos faltaba fe y faltaba Independencia.
—Puede ser una pista.
—¿Qué palabra lanzó Cristo para cambiar radicalmente el mundo?
—El Amor.
—El Padre Común.
—Esas son ideas. Hablo de una palabra y quisiera saber cuál. Quizá Cielo. Quizá Creer. Aquel mundo, casi como éste, necesitaba creer para librarse de las mil creencias. A lo mejor fue «No temáis»
—Anda: dinos la palabra para nuestro tiempo.
—¡Ah, si yo la supiera! La escribiría en todos los papeles, en las paredes, en el suelo. La iría gritando por las calles y, al escucharla, los españoles volverían a la vida.
—Vida es una hermosa palabra —dijo Ramón—. Me imagino a millones de españoles exigiendo Vida. Vida para el pensamiento; vida para las esperanzas; vida para los bebés. El conjuro contra el marxismo es vida, y la vida de la que hablo tiene poco que ver con la biología o con los cromosomas.
—Vida. Valor. Empuje. Coraje. Los rojos intentaron hacer su magia con "Salud" y el puño cerrado. Cuando se deseaban salud es porque se consideraban enfermos, heridos... Jamás han tenido moral de victoria y sí espíritu oportunista. Aún ahora se les oye: ¿Yo sólo contra Franco? Ni que estuviese loco.
—Nunca se gana sirviendo a la mentira —resumió Andrés,el medico.
—Nunca
—Probaremos, pues, con Vida. —concluyó Jesús.— Y, luego, con Victoria.
—¡Justicia!
—¡Libertad!
Por fin gritaron todos muchas veces VIDA y algo así como una borrachera alegre les cogió de la cabeza. Quizá no fuera esa su palabra, LA palabra, pero gritad algo junto con otros y veréis qué cercanos os encontráis todos.
—Ramón —alguien psicológico lo había dicho antes— encarnaba al padre joven y heroico, al padre de confianza que todos hubiéramos querido, casi perfecto, humano, justo y sereno. En él confiaban aquella noche de Dieciocho de Julio, y a él llegaban los diferentes grupos a dar las novedades.
Jordi y Vilches alcanzaron los coches, con sus uniformes de soldados, a la hora oportuna. Julio les acompañaba, serio y tranquilo. Llevaban los chicos las negras armas en sus bolsas de deportes.
Tres camaradas les hicieron sitio. Tenían que unirse a los doce, toda una escuadra que repartiría octavillas y quedarse en reserva por si era necesario crear una diversión al otro lado de la ciudad, más adelante.
Apareció entre la noche José Luis, excitado y nervioso. Le temblaban las manos de rabia. Venía de entregar un radioteléfono a los hombres que ocupaban los tejados. Jesús, que tenía que vigilar las idas y venidas en el cuartel de la Guardia Civil, se había metido en un bar cercano y bebía.
—¿Mucho? —preguntó Julio
—Todo lo que puede. Habla de política. Les explica a todos que hoy es Dieciocho de Julio y que les conviene poner en remojo las barbas.
—¿Así mismo?
—Así mismo
—Tiene gracia el jodido. —dijo Ramón. Luego miró a Julio Ruiz, el subjefe, diciéndole que sí con la cabeza.
Julio partió y José Luis, que le seguía, fue detenido.
—¿Tú no tienes que ponerte a ver la tele ,Jose?
—Con Pedro y Juan López , —respondió de mala gana;— pero cualquiera de ellos puede avisar a los tejados. No soy necesario allí.
—¿Y si vas al bar serás útil?
—Por lo menos para darle un cate. A Jesús, aunque sea Jefe de una Escuadra, le encanta hablar y hablar, y es muy posible que algo se le escape o que llame demasiado la atención. Lo que me extraña es que Jesús se haya puesto a beber hoy precisamente.
—No suele hacerlo. —confirmó Ramón. Tomó una decisión después de mirar el reloj.— Supongo que prefieres estar en la primera línea .¿Qué dice tu Jefe de Escuadra?
Antonio era el interesado, el jefe de la escuadra «Los Gladiadores» y, además, tío de José Luis, a quien llevaba solamente ocho años.
—¿Qué va a decir el jefe de escuadra? Que es muy natural lo que quiere Jose, pero que se joda.
Ramón salió del coche.
—Esperad aquí— dijo, tirando del hombro de José Luis— Y tú vas a acompañarme. A ver cómo están las cosas y, mientras, te hablaré de Jesús, por si le entiendes un poco más.
Anduvieron un poco, pero José Luis era tozudo en lo tocante al deber y lo que Jesús hacía era una especie de deserción y nada más que eso.
—Yo sólo sé que eso no puede hacerlo un jefe de escuadra.
Jesús era de los mayores de la arriesgada tropa y, salvo para hablar, siempre había sido un tímido .Era un hombre nada reservado, pero nada decidido; le faltaba la chispa de la acción con la que, sin duda, hubiera sido un genio o un loco glorioso.
Era un hombre con problemas y él mismo se consideraba un fracasado, si bien es verdad que jamás le salió bien un proyecto ni tuvo éxito en nada de lo emprendido, por esa falta de decisión y de constancia. Quiso, en SUS años de estudiante, ser muchas cosas, de tres a cuatro por año. Por fin, después de la preparatoria, se presentó al ingreso en la Academia Militar y faIló. Empezó, sucesivamente, un Derecho sin vocación y una Filosofía sin «filo», sin amor. Aterrizó, por fin, en aquella escuela de periodismo que empezaba a ser universitaria, y de periodista de tercera continuaba, siempre pospuesto al cubrir la plaza de Jefe de Redacción. Sus versos jamás ganaban ningún concurso, y el libro que con ellos publicó ,a sus expensas ,no se vendió apenas. Había sido finalista en varios premios de novela. Sólo finalista.
Casó mal, con una drogadicta que murió en accidente, de modo que no solo perdió una mala mujer sino un buen coche. Últimamente le entró la manía de decir que debió haber muerto con ella seis años atrás, no por amor, sino por miedo. En general ya sólo aspiraba a dejar de ser él, a diluirse en el grupo y, si era posible, a justificar toda su vida en un acto grande y limpio.
—Entonces, Jesús no es falangista de verdad. —concluyó José Luis, que meditaba.
—¿Es que los falangistas no podemos tener problemas?
—Estoy convencido de que España es el único problema decente que podemos tener. Jesús, seguramente, piensa demasiado en sí mismo y se compadece.
—Pues yo estoy convencido de que Jesús piensa muy poco en él, y se destruye. Empieza a creer que no tiene nada que perder, ni siquiera la vida y se entrega a sueños, muy lejanos para ser posibles. Pero fíjate que nadie puede ser falangista sin haber sufrido, como tampoco puede serlo nadie que después de una herida guarde odio. Nadie es falangista por pensar esto o lo otro; son los sentimientos, los honrados sentimientos, los que mandan en la fe.
—Algo prácticos sí seremos. — suspiró José Luis.
—¿Y qué tiene de práctico enfrentarse al mundo?
—¡Hombre, sí! No me digas que no es práctico ir contra corriente. No me digas que no es práctico llamar ladrón al ladrón, porque entonces la justicia no es práctica.
—Me callo, José. Estás a punto de decirme que ser español es lo único practico.
—¿Y no es así?
Ramón se encogió de hombros, sintiéndose socrático y algo taimado en mitad de la noche antigua del dieciocho.
—Ser español —dijo— es cojonudo. ¿Te imaginas qué pena si hubiésemos nacido franceses?
—¿Tú crees —dijo José Luis cuando llegaban al bar— que los españoles somos los soñadores de Europa?
—¿Tú crees —devolvió Ramón— que Europa se atreve a sonar? A Europa la raptó un Toro: y esa sí es una forma de señalar.
Largas noches
Armando y Pons formaban una de las cinco parejas que repartían octavillas por les puertas. Servían los diez para justificar la presencia de los demás uniformes por las calles,y nadie se iba a extrañar de ellos porque la gente extraña —diría el pueblo en masa— hace cosas así. En los últimos tiempOS sólo ellos distribuían papeles; sólo ellos mantenían el espíritu de lucha y luna, de tinta y noche. Militancia activa, escrito casi clandestino y el garbo achulado de ser señores luminosos en aquellas calles negras.
Los burgueses preferían dormitar, tras el extraño sopor de las últimas elecciones. Los burgueses están en todas partes y les echan malas famas;antes,también juntaban palabras en La Falange, de la que emigraron a sus partidos múltiples, a sus corrales democráticos pero muy limpios: sopas se podía comer en ellos. Burgueses en la derecha liberal y conserradora. Burgueses llamados cristiano-demócratas como italianos. Burgueses los del centro viejo, antes UCD y PP ahora, y burgueses señoritos al frente de los partidos de clase, especie de racismo empeñado en preservar la extinguida especie del proletario, una vez anillado cada ejemplar.
Todos, a la vez, dormidos. Dormida España como de costumbre y dormidos ellos en mitad de un gran bostezo del mundo. Hasta sus nuevos uniformes, las corbatas rojas, las panas,las bufandas y las barbas estaban ya cayendo en el desuso, como la oratoria. Hasta los tópicos dormían y, del catastrofismo al involucionismo, pasando por la democracia avanzada de Peces Barba, y las leyes, que-nos-habíamos-dado-a-nosotros-mismos, quedaban olvidados en el torpe sueño, apenas testimonio de hemerotecas y cuchufleta del pueblo, que sabe más cuanto más calla y es de temer cuando quiere hablar con voz que no cabe en las urnas; voz fuerte, grande, fiera.
Los jóvenes de todas las edades, azules de cielo y bruma, heredaron las calles sin lucha y, graciosamente, las compartían con guardias y borrachos. Los delincuentes les esquivaban y las rameras sin trabajo les decían piropos a los atributos de machos, de únicos machos en aquellas horas.
Armando y Pons caminaban, pasaban por las rendijas de las puertas papeles que pagaban entre todos y entre todos sentían. Solían sucederles pequeñas cosas; el gato que dejaba de remover las basuras y les miraba con ojos profundos. El niño trasnochador, de la mano del abuelo, que les señalaba:
—Mira:soldados
Les gustaba ser llamados soldados, aun sin tener soldada. Mílites seguros y exaltados, algo perdidos y tristes, buscando desde siempre un capitán y un cuartel, o, como Jesús decía, el tesoro inmenso de la palabra mágica.
Aquella noche, tres chicas que volvían de pecar en la discoteca, jovencitas y quizá terribles, comentaron al cruzarse:
—¡Qué guapos están!
No era nuevo y de antiguo sabían que sus camisas y sus gorros tenían éxito con las mujeres. Un éxito furtivo y rápido las más veces, éxito al paso, robado a la luz de una farola y susurrado en la penumbra de una acera; casi como un perfume lejano o el recuerdo de rozar con otras las yemas de los dedos.
—¡Qué guapos están!
—¿Adónde vais, preciosas? Seguro que llevamos el mismo camino.
Ellas pararon y miraron con calma. Los falangistas,por hacer algo, les entregaron octavillas que prometían el Principio del Mundo y no el final. Un despilfarro, seguro, pero algo hay que hacer cuando te llaman guapo.
—Yo a ti te conozco —decía Pons a una que reía como una gallinita.
—Seguro que vosotras no sois socialistas. —piropeaba, a su modo, Armando.
—Comunistas. Somos comunistas. —respondian ellas a causa del llamado «calimocho».
—Nos queréis engañar. Las guapas no se meten a marxistas. Con guapas, y ¡olé!, les basta.
Mozos y mozas tomándose, como es debido, la política a chacota.
—¿Habéis bailado mucho?
—Sí,mucho. —¿Y otras cosas? ¿Mucho,tam bién?
—Otras cosas. —decían juntando las cabezas al reír.— Sólo hacemos favores a quienes nos gustan.
—¿Os sirvo yo? —Pons buscaba con la mano un pecho cualquiera de los seis y lo alcanzaba.
—¡Qué bruto!
—Pero, ¿os sirvo?
Las chicas se marchaban y Armando le decía al atrevido Pons:
—Sin el uniforme nunca lo hubieras hecho.
—Sin el uniforme, hubiera estado desnudo,y entonces sí que no se me escapan.
Unos pasos más allá, al agacharse para pasar octavillas de buenanueva por las anónimas puertas, convenían:
—Si esto sigue así ,en veinte años la mitad de los españoles serán hijos de puta.
—Habrá que ampliar el Parlamento.
—¡Toma! Y exportar camiones a Francia, a ver si también los vuelcan por el aquello de la competencia.
Pero Pons salía con dos o tres chicas en el otoño y el invierno. Con la primavera se le deshelaba la sangre y perseguía muchachas extranjeras como un alegre fauno. A veces eran fáciles las extranjeras, cosa de cultura sería, como algunas putillas nativas, pero, al menos, no hacía falta hablar gran cosa. Se daban cuatro tientos antes de una hora. Si se dejaba, a lo oscuro; si oponía resistencia, bastaba con otro cuarto de hora, o sea, darle tiempo a la extranjera para hacerse a la idea.
—Pero, ¿te gusta así?
—¿Crees que tienes tiempo para pensar si te gusta o no? Una dejada es una perdida. Con las de la tierra tienes que disfrazar más la cosa del vicio, que parezca que no, pero que sí. Las palabras son un gran inconveniente.
Y entonces pensaba en las cosas que se oían en la Centuria: La Honestidad, el Servicio, la Gloria y el Amor a la Patria. El Alma libre mandando a un pensamiento justo.
—¿Qué tendrá que ver el culo con las témporas? —y bien sabían que la Falange es la única que exige un comportamiento de acuerdo con las ideas. Como un sacerdocio político y sin alzacuellos.
Vieron después pasar a Ramón con José Luis y les saludaron con un vibrante ¡Arriba España!. Jose les hizo ¡Chis!, llevándose un dedo airado a los labios, pero el Jefe gritó ¡Arriba siempre! aún más fuerte, porque para algo el enemigo había huido de las calles y las calles eran, de nuevo, España.
—¿Crees —le dijo uno al otro, viendo cómo se alejaban— que mañana andaremos sueltos?
—¿Te importa?
—¡Qué sé yo! Más me molestaría no hacer nada hoy. No sé por qué, pero creo que hay que santificar las fiestas.
—¿ Como aquellos?
Señalaba Armando a dos camaradas que hablaban con municipales, antaño alguaciles. Los cuatro movían los brazos, brazos de Briareo o de molino, y daban pasos adelante y atrás en un bonito cuarteto de ballet azul al que se incorporaron satisfechos: quizás alguna torta les aliviara del nervio.
—Yo sólo he dicho que para repartir publicidad hay que tener permiso del Ayuntamiento. ¿Dónde está el vuestro? —argumentaba un guardia mientras el otro, en silencio, vigilaba a los refuerzos.
—Esto no es publicidad. Es propaganda. Si anunciamos algo es, precisamente, que a tu alcalde se le va a caer el pelo. —se obstianaban los camaradas con matices dialécticos.
—Aunque fuera para vender cepillos de dientes o anunciar un festival para subnormales: ¿dónde está el permiso?
—Me lo habré dejado en casa de tu mujer —respondió el segundo camarada, con intención manifiesta de liarla.
El guardia ofendido contaba con los ojos a los cuatro y no le salían las cuentas. Por otro lado, si echaba mano de la pistola, sospechaba que nadie le libraría de una trompada .Meditaba, pues, pero no cejaba:
—Yo sólo digo que hay una norma. No la he hecho yo, sino el pleno del Ayuntamiento. Todos tienen que cumplirla.
—Pues me paso el Pleno del Ayuntamiento... —empezó Pons, que entraba de refresco y siempre había tenido una vena anarquista.
—¡Esto es Anticonstitucional o antialgo! —interrumpió Armando— Se le va a caer el pelo al Ayuntamiento.¡Vamos al Juzgado, qué diablos! Sí: éstas son las cosas que animan una velada en compañía de polis domésticos. Tenemos nuestros derechos constitucionales, sacos de ellos, y cuando se sepa esa norma contra la libertad de culto, buena se va a armar. Estupendo.
Aquello abría una nueva línea de pensamiento:
—Yo soy un mandado —dijo el guardia.
—La Constitución, aprobada por las Cortes el 31 de Octubre de 1978 (buen año de melones) dice en su Capítulo Segundo, Sección Primera, Articulo 20,1, apartado d)... «Se reconocen y protegen los derechos... d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión...» Y, luego,en el 20, 2, lo siguiente: «E1 ejercicio de estos derechos no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa.»
—¿No? ¡Toma castaña! —apoyó uno de los camaradas, lleno de ironía y vino de la casa.
—Lo que, en catalán, quiere decir que «L' exercici d'aquets drets no pot ser restringit per mitjà de cap tipus de censura prèvia»
—Que es mucho más cursi, como reconocerán ustedes, mis queridos tiralevitas. Metemuertos. Sacasillas.
—De modo que el sitio para discutir esto es con el juez y no en la calle.
—De esto nosotros no sabíamos nada —dijo el guardia, acosado por los malos recuerdos de un juez cojo.
—Pues, si hay que creer a la prensa, esto os lo habéis dado a vosotros mismos los pasteleros.
—Pero lo que no sabíamos es que valiera también para los ayuntamientos. —quiso salvarse el guardia, más silencioso por tartaja.
Los demás se rieron y Pons preguntó:
—¿Podemos seguir repartiendo o discutimos la Constitución con el Juez? Aviso que a estas horas se toman muy mal las cosas.
Los guardias saludaron con la mano, a lo romano:
—Si es así.
—Por nosotros...
Bien contentos continuaron el trabajo. Las octavillas pasaban por las puertas como un viento fresco de cierzo, rápidas y afiladas como hojas de acero pensadas por Millán Astray. Mirándolas bien, se veía como las octavillas se les iban de las manos sonriéndoles.
Oye —le dijeron los otros a Armando, armando guerra—: ¿Te sabes de memoria la Constitución?
—No. Hace un mes me pillaron con la misma tontería y dejé de repartir, muy corrido. Entonces Ramón me leyó el artículo, me lo escribí y que me echen un sayón.
Julián había trabajado seis meses de eventual-basura en la Telefónica, ese sucedáneo de la Cueva de Luis Candelas, y algunas cosas había aprendido. Por otro lado, llevaba dos semanas estudiando la maniobra que le habían asignado, y ya era absolutamente incapaz de equivocarse con ojos, sin ojos, con guantes o a pelo.
Después de la cena se había separado de las masas para ir hasta casa, por la caja de herramientas y un cinturón de esos que se usan para subirse a los postes del tendido, un atalaje fuerte y de fiar, que le permitiría rematar el trabajo primorosamente.
Con Alberto eran los manitas de la Centuria del Amanecer; lo suficiente curiosos como para atreverse con todo y lo bastante metódicos como para tener éxito. Pertenecían, por libre elección, a la escuadra de Jesús, bautizados Los Halcones quizá por su afán de volar más allá.
Desde hacia siete meses, para estrenar el año, se habían fabricado una emisora más que interesante, un poco siguiendo lose consejos de la revista Nueva Electrónica y otro poco las instrucciones de un curso por correspondencia. Emitían en la misma frecuencia de una de las emisoras comerciales y, durante la semana, se grababan una cinta con todo cuidado, hasta con música del momento, y la emitan los sábados desde el campo, siempre en un lugar distinto.
Piratas de las ondas o cosa así. Contaban chistes políticos, amenizaban los despropósitos, habían copiado «La Guerra de Gila,» por el pleno municipal; analizaban las fantasías gubernamentales, publicaban extrañas cuentas autonómicas, detalles de sueldos o de gastos de representación (gastos de represión, decían), replicaban a las filosofías extraviadas de la prensa local y lanzaban proclamas invitando a la rebelión ciudadana, siempre que los ciudadanos interesados en el asunto llevaran sus propias guadañas.
Jesús, con su habilidad para teorizar, llevaba el peso de los programas, que salían variados e interesantes, algo soplados y que, seguramente, escuchaban más de mil personas, a juzgar por la prensa y los berrinches o relinchos de la emisora que veía pirateadas sus ondas, que son esas cosa de cuando se tira una piedra al charco.
Prensa y Radio —misma empresa— opinaban, casi por devoción a la Rosa de los Vientos y a McArty, que había que escarmentar a la ultraderecha, que ellos sabían de buena tinta lo de Auswitz, mientras la ultraderecha radiofónica, más bien gente de jolgorio que de partido, contraatacaba revelando intereses económicos y políticos de la empresa de información o resucitando textos imperiales parecidos a los de Haro Teglen: de El Valle de los Caídos al Acorazado Potemkin en dos codazos.
Siete meses ya de ininterrumpida labor de zapa. Sietemesino saldría lo que fuera o fuese. En realidad, Los Halcones ignoraban si les estaban intentando localizar o aquella era una de las tantas cosas por las que nadie se tomaba interés. Cautos aunque falangistas, emitían siempre desde lugares distintos y hasta cambiaban de emplazamiento en mitad del programa,de modo que eran clandestinos invulnerables, como si fueran comunistas o comunistas etarras.
La osada clandestinidad les hacia simpáticos a los radioyentes a los que alcanzaban las ondas (lo de la piedra y el charco),y más a los jóvenes, porque no buscaban la línea fácil, entre dos aguas, de tiburones blancos. Tenían especial cuidado en no resultar confusos, y gustaban. El español es persona que entiende muy bien los extremos y que desprecia, con motivo, lo indefinido. O conmigo o contra mí. O Cesar o nada. ¡Y ay de aquel que se quede en medio, porque lo atraparán ya el Psoe ya el PP!
Jesús hacía prodigios en este aspecto. Jesús contaba a la plebe que ahora era «plebe», cuando antes fue, más dignamente, grupo. Jesús se encaramaba a su alta filosofia y convencía a los oyentes de que tenían que dejar de ser "ciudadanos españoles", porque España no es una ciudad, no es un pueblo."Pueblerinos españoles" es lo que pensaba de la plebe el gobiernoe. Pero, en puridad, o eran "paisanos españoles" o acababan con el País y se convertian, de una vez, en Hombres, titulo superior y más amplio; en simples Españoles, sin necesidad de apellidos.
"Muchos dicen —explicó otra vez— que la libertad termina donde empieza la del vecino, pero no deja de ser esto una chorrada sólo buena para banqueritos sin genio y para los trepas del tópico.La única libertad posible empieza cuando coincide y se une con la de tu vecino y, juntos, luchais por los derechos y, juntos, os entregáis a los deberes. Quien diga lo contrario, cobra del Estado."
Como toda emisora de prestigio, la suya tenía una sintonía, las ultimas notas del Cara al Sol y,en seguida, un agudísimo toque de oración, a corneta pura.Una vozde mujer decía, muy claro, a continuación:
"Aquí Radio Nacional de Eapaña."
Y,luego, un hombre, vibrante:
—"La emisora de los ofendidos ,de los airados, de los vencedores, de los valientes, de los orgullosos, de los decididos ,de los honrados."
—De los expoliados —seguía la mujer— , de los depurados, de los humillados, de los traicionados, de los indignados, de los limpios, de los honestos, de los alegres."
Y venían entonces las secciones:E1 canuto solitario, la Pitonisa Isa, Hoy ahorcamos a... La Pasión según La Pasionaria. Oración para un Orate y otras más ,según las necesidades.
La Pitonisa ISA, que era Jesús con la voz de un programa de Matias, profetizaba en largo sobre el desagradable presente. No hacía lo que ciertos tipos han llamado catastrofismo, sino, más bien, una especie de Boletín Oficial de la Nueva España: Tribunalea de Honor a los perjuros; tribunales a secas a los responsables de la catástrofe administrativa, «humanitaria» y política. Decretos-ley prohibiendo a los patriotas el uso de "calzoncillos, bragas o bombachas" con colores de las banderas auton6micas, y reglamentos para normalizar el uso del "canuto para hacer las oes" por parte de los subsecretarios.
Otras veces la Pitonisa leía profecías auténticas, sin escatimar ni males intenciones ni esperanzas, y auguraba que, "mucho antes de que las ranas críen pelo, y antes aún de que las nieves vuelvan al Valle de loa Caídos, tan recaído él mismo, se hará normal en la ley lo que es normal en la calle y se repartirán entre autoridades y mindundis cestas con variados lotes de hambre, miseria, paro, delincuencia, mendicidad y mala leche."
Los Halcones vivían bien, pendientes de sus emisiones, trabajando como castores ambiciosos en sus horas libres y escuchando, después, los comentarios de la gente, las palabritas decentes y escandalizadas de la derecha que, de todas formas, sonreía tímidamente mientras maquinaba, y las groserías pedantes de la izquierda que, de repente, había descubierto todo aquello de la libertad y del libertinaje.
Además, Julián se había enamorado de la hermana de Matias, la de la dulce voz y era una delicia preparar con ella los programas. A copia de insistir, la habían hecho socia mostrenca de la Centuria en lo político, y dama de corazones en lo sentimental desde que Julián —o Juli— había empezado a besarla por los rincones y a invitarla al cine los sábados por la noche.
Aquella noche de Dieciocho ,todos habían decidido dejarla al margen. Dejar al margen a todas las mujeres; y en casa estaban, casi ignorantes, mientras ellos ocupaban la ciudad y llevaban a cabo el complicado plan, que casi era delicada coreografía de ópera bufa.
En la casa de Juan recibieron a Julián mirando el reloj y sin ninguna sonrisa. Alberto y Juan charlaban junto al vídeo. Por el hueco del ventano Reviriego prestaba atención a la conversación, sin quitar los ojos del tejado donde Rodrigo aguardaba entre aburrido y preocupado.
—¿Tardarás mucho en hacer tu parte? — preguntó Juan, todavía vigilando el reloj, que era japonés y contrabandeado.
—Ocho o diez minutos.
—Hala. —dijo Alberto, señalando hacia el tejado.
Julián se colocó el cinturón especial y se puso el mosquetón con una cuerda de seguridad. Reviriego le ayudó a salir a las tejas. Juan le siguió y juntos avanzaron con cuidado hasta el tercer tejado. Dieron a la cuerda una vuelta por una chimenea y Julián colgó hacia abajo con los pies bien apoyados en la pared.
Afortunadamente la calle estaba desierta. A las diez y media se había apagado la mitad del alumbrado y, con alguna suerte, quien pasara no vería nada si no andaba contando estrellas y eso no es habitual en esta época.
Con destreza propia del trabajador temporal, Julián cortó el cable telefónico por donde entraba en la casa, empalmó a los dos extremos e hizo señal de que le izaran.
—¿Ya está?
—Ya está,casi. Ahora tengo que poner el aparato a punto en la guardilla.
—Pues vamos.
Poco despues todo parecía en orden, pero Julián, cabeza cuadrada como era,s e puso a marcar en su aparato.
—¿Qué haces?
—Le llamo para saber si esto pita.
—Sospechará.
—¡Quita! ¿Crees que soy tonto del todo?
Al otro lado descolgaron y Julián pregunto en catalán:
—Que es pot possar En Tòfol?
—Aquí no hi ha cap Tòfol
—Perdoni.
Y colgó. Los amigos rodeaban a Julián.
—¿Era él? —preguntó Juan.
—Su mujer.
—Ha sido un riesgo.
—Vamos a ver —se defendió el camarada telefónico— ¿Pensarías que el teléfono está trucado después de una llamada así?
Reviriego asomó el rostro picasiano desde fuera:
—Ya han llegado los coches. —Era opinión de la Centuria que se parecía al retrato de Jaqueline y él lo sobrellevaba.
—¿Y qué hacen?
—Dieron el chispazo con los faros y ahora nadie se mueve.
Alberto, después de mirar la hora, conectó el radioteléfono. Eran dos chismes de mucho « cambio» y «corto», cedidos por Salvador, guarda jurado en una urbanización de derechas, Buenos días, señor; Buenas noches señora. No ha pasado el cartero, señorita. Ex-legionario malgastado en lindezas y cortesías, brillante miembro de Los Gladiadores. La escuadra.
Pulsó el morse varias veces y decidió hablar:
—Habla Alberto,cambio. —soltó la palanquita roja y escuchó, por si el milagro volvía a producirse, como cuando se los prestó Salvador.
—Los trajeron de Ceuta.—siseó Juan, garantizando el material.
—Habla Alberto, cambio —insistió
—Querrás decir «Punto señal», berzotas. Aquí Crono. Cambio —parloteó el aparato, con voz de Juan López: les recordaba las claves. Era Importante no andar con nombres en las ondas, que son eso que se forma cuando tiras una piedra a un charco. El Canal Seis no es un lugar secreto sino charla tumultuosa.
—Al carajo. Cambio. Alberto dejó en el suelo la radio y volvió a repasar el vídeo. Sacó la cinta y comprobó su estado.
—Aún no ha terminado la película, —informó el radioteléfono desde el suelo— Punto Señal, pero ya andan con los besos. Deja suelta la palanca y quédate a la escucha. Cambio.
—Dejo abierto. Cambio.
La cinta de vídeo era nueva y de cinco mil pesetas, ¡qué derroche para sólo media hora de grabación! Juan miraba hacer a Alberto con aire meditabundo, hasta que no pudo más:
—Entre nosotros: no veo nada claro para qué nos va a servir este tinglado. Unos dicen que son como maniobras, guerrilla urbana y todo eso y otros que para celebrar el Dieciocho de Julio. Pero, si sale bien, de esto no se va a enterar casi nadie, por la cuenta que les traerá. ¿Entonces?
—¿Y qué quieres que te diga yo? —preguntó Julián, que prefería no pensar en tonterías.
—Creo —dijo Alberto— que se trata de demostrar algo, como cuando las bombas del Valle de los Caídos, de enseñar el colmillo. Esas cosas.
—Y, además, una venganza. —añadió Julián— Ese tío arrancó las lápidas con los nombres de los Caídos y, a trozos, las tiró en el basurero.
—Pues a darle una paliza.
—Somos civilizados, nosotros.
—¿Y qué tiene de incivil un ojo a la funerala? El capón es una maniobra bien estudiada. Fíjate si hay cultura en estas cosas: Capón, torta, galleta, cate, bofetada, golpe, palo, agresión, «violencia», cebollazo, trancazo, leñazo, revés, zurra, azote, coscorrón, capirote, puñetazo, puñada, guantada, mamporro, mojicón, remoquete, leche. Una actividad tan bien documentada es, por fuerza, una actividad muy civilizada. ¿O no?
—La dialéctica de los puños no ha dejado de ser ortodoxa cuando se ofende la dignidad de la Patria. — dijo Alberto — Estoy convencido de que la única forma de que el ganado democrático te respete es a base de meterles miedo. Y no hablo del pueblo español sino de sus amos.
—Hacerles pagar siempre el doble —propuso el «civilizado» Juan—, como cuando a Ramón le pinchaban las ruedas dos veces a la semana.
Ramón, harto ya, había ido directamente al teniente de alcalde, muchijefe local del Partido y algo del sindicato, todo ello metido en un cuerpo gordinflón, bien comido, bien bebido y, encima, pagado con largueza.
—Me pasa —le había dicho— que dos veces por semana, lunes y sábados, me pinchan una rueda del coche.
—Se lo diré a los municipales. —dijo el otro sonriendo— Que vigilen.
—No hace falta. _—cortó Ramón, sonriendo con más sarcasmo— Si me vuelven a pinchar una rueda te quemo el coche.
El otro palideció. Se hubiera podido escribir sobre su piel cobarde y cenicienta.
—No pensarás que yo tengo algo que ver, ¿verdad?
—¡Qué va, qué va! Pero si me pinchan otra rueda, tu coche arde.
—Fue un poco brusco Ramón entonces. —dijo Julián.
—Tal vez, pero no ha vuelto a tener un pinchazo, oye, y eso que se mete por los peores caminos. Mano santa.
—Será casualidad.
—Será... Pero no está mal que nos tomen en serio.
—Nos toman, nos toman. Todavía recuerdo cuando aquellos gilipollas nos arrancaban los carteles. Venían detrás y, en la sombra, arrancaban los afiches recién pegados.
—¿No eran esos los chicos de los curas?
—Pablo le puso a uno el cubo de cola por casco. Los demás cogimos los aerosoles y les pintamos de arriba abajo, desde el pelo a los cojones. Creo que ellos se esperaban tortas y se quedaron tan sorprendidos con los chorros de pintura que corrían como coyotes. Uno quedó aún mas rojo que su párroco.
Se reían a gusto. Lo pasado revitaliza el ánimo y más si se trata de chicos de Acción Católica recién pintados.
—Aquella noche les empapelamos la rectoría, oye: un cartel al lado del otro hasta el primer piso, que es donde alcanzaba la escalera. Y, por la mañana, dos de los gladiadores, uniformados, pasaron en misa, detrás del sacristán, con la bandeja dando una octavilla a cada uno de loa fieles, o sea, de los separatistas. El cura por poco se desmaya, ¡que tío!, pero no dijo ni una palabra.
—Punto y señal, aquí Crono. Cambio. —hizo la radio desde su privilegiada posición.
—Punto y señal a la escucha, Crono. Cambio.
—Empiezan loa anuncios. Permanece atento. Diremos ¡ya! cuando tengáis
que entrar.
—¡Reviriego!
—¿Qué? —gruñó el chaval del tejado, paciente bajo la humedad de la noche.
—Que enchufe.
Reviriego hizo chispear tres veces el mechero en la oscuridad y Rodrigo, en frente, respondió con otros tres destellos y conectó a una clavija de la antena el cable que llegaba hasta la guardilla de Juan.
—A punto. —informó Reviriego a los de dentro.
—¿Y los coches?
—Quietos, pero en posición de firmes.
—Bueno: a ellos aún les queda tiempo, pero de todas formas ten preparada la linterna.
—¡La que se va a liar! —comentó, feliz, Reviriego. Sonreía de oreja a oreja.
En el interior de los coches se charlaba con voz nerviosa, algo ahogada por humo de cigarrillos y espera tensa. Estaban deseando entrar en acción, estirar las piernas y hacer lo que se habían propuesto, que no era baladí
En una de las bandejas traseras reposaban, aguardando órdenes, cinco rosas rojas y dos coronas que habían tejido con mirto y con lentisco. Olían a monte y a libertad. Los que quedaban libres de la Tercera Escuadra, «Hijos de la Noche», a esas horas andarían sudando y transportando la gran cruz de encina que habían fabricado con dos troncos el domingo anterior, de mañana. Del almacén de Julio Ruiz tenían que llevarla, a hombros y con disimulo, si es que eso era posible, hasta donde estuvo la antigua Cruz de los Caídos.
Dos cargaban la cruz donde Cristo pudo solo, y el resto, mochilas con piedras medianas y cemento rápido, que pegaría la cruz a las anillas de dos bombas de mano, para que alguien, en días venideros, se llevara una ruidosa sorpresa al desclavarla. Hubo allá una cruz de madera sobre un túmulo de viejas piedras, y las lápidas con los nombres de los asesinados de la noche, con tiro rojo en la nuca. Esta otra noche se restauraría todo y, aunque no sirviera ni para devolver la vida ni para castigar a los matadores, los vivos sentirían desde allí la voz de las fecundas sangres y estarían listos para ocupar sus puestos una y otra vez hasta que el mundo quedara limpio
La Tercera Escuadra, Hijos de la Noche, dejó las cosas en lo más negro de la sombra de los setos. Discutieron sobre la cruz: ¿Era justo dejarla alargada y escondida? ¿No habría, acaso, que velarla hasta el momento de plantarla, como una espada clavada en la roca, como un saludo a la Eternidad de los que pretendían hacerse un sitio en ella?
Dos —Matías, uno y Jacobo, dos— porfiaron. Ellos no dejaban ni la cruz ni las lápidas nuevas. Ellos se quedaban allí, no de guardia, sino como escoltas. Hablarían con los muertos o rezarían
—Cuando un día nuestros nombres estén escritos en piedra, será muy bonito que unos jóvenes desconocidos, pero amigos, nos escolten la memoria.
Santi era el jefe de la escuadra y dudaba, porque el plan decía que se irían todos a esperar junto a la plaza, en el bar donde se reunían los hippies, que siempre se molestaban cuando ellos, los azule, se dejaban caer a tomar copes y a mirarles con ojos de barbero, antes de hacerles leer octavillas de propaganda.
El caso era que a él también le parecía que no se podían abandonar cruz y lápidas. Una cruz hecha de encina y hecha con sus propias manos. Y sería la única cruz alzada en la ciudad, porque en los campanarios no quedaba ninguna: a una la había partido un rayo; a otra se la comió el orín la bella forja y otra más cayó a manos de un cura moderno... Seguramente a Ramón, el Jefe, se le habría pasado por alto el detalle de la escolta al símbolo único.
—De todas formas —dijo a los tozudos antes de tomar medidas— yo no sabía que erais tan devotos
—¿Y quién es un devoto? —dijo Matías, como ofendido.— Yo sólo digo que la cruz no se queda sola.
—Luego de plantada —ayudó Jacobo—, la cruz ya sabrá cómo tenerse. Las cruces no se caen solas y casi nadie se atreve a derribarlas. Pero hasta entonces, en el suelo, parece más indefensa, ¿no?
—Pues nos quedamos. —decidió Santi, mirando hosco por si alguno de los otros protestaba.— ¿Estáis de acuerdo?
Nadie dijo nada
—Mañana, a mediodía, —añadió sentándose— subiré con mi novia a echarle una mirada.
—No te gustará entonces. —dijo otro— La cruz mañana, al sol, parecerá basta y fea. Ahora que no la ves es cuando es más perfecta. Yo creo que Jesucristo se refería a esto cuando decía que había que creer sin ver.
—¿Y cómo nos avisarán?— preguntó otro más.
—Te tocó la china, majo. Te vas al bar y esperas órdenes.
—¿Y si hay gresca yendo solo?
—Te aguantas.
El receptor dijo, a los pies de los hombres de la boardilla:
—Entra sintonía. Ojo. ¡Ya!
Alberto pulsó la tecla y se santiguó:
—Alea jacta est. —dijo.
—Marica el que se arrepienta. —respondió Juan, que también había pulsado el botón de su crono.
Excelentísimo
El Excelentísimo (Excmo.) Señor Alcalde se llamaba Fulgencio y era un cabro. Lo rotundo define mejor sus virtudes: cabrón y con pintas. No sólo porque su mujer hubiera sido en otros tiempos lo que su hija era en estos (salvo, quizá, el añadido de los porros), sino por otras tristes cosas que él, tolerante y a la moda, disculpaba con una sonrisa y tiraba, sin remilgos, al vertedero del tiempo que es el olvido.
El Excmo. Sr. Alcalde había sido barbero y de allí le vino la afición a hablar a bulto, entre el perfume del talco y el alcohol de las lociones. La lengua era lo más necio de su necia persona y a ella se entregaba, cuidando de dar siempre la razón a los poderosos y de hacer "jijí" a los chistes
Hay toda una psicología sobre la forma de reír y, si la Ja es abierta, la Jo, franca y la Je, quizá cínica, la Ju corresponde a los tontos de baba y la Ji a los vicecretinos que no llegan a los extremos del goteo, pero que tienen siempre dificultades con los cordones de los zapatos.
Fulgencio— el Don sólo se lo ponían en las imprentas y porque él pagaba— era un Ji inconfundible y un pelota, por el aquello de la profesión. De tanto haber mirado los cogotes de la gente, rara vez enfrentaba una mirada y no la sostenía nunca, como Pujol. Soltaba sus espiches a los cuadros del Salón de Actos y, en los momentos jubilosos, a su carpeta, a sus gemelos o al humo de algún cigarro mal apagado.
De tal modo era vacío que ni siquiera sobresalía como tonto, y no dejaba de ser uno del montón, de los que tantos hay en nómina, complaciente, asustadizo, un algo narcisista y una pizca presumido. Cervantes lo hubiera rechazado como Sancho, porque hay un materialismo con grandeza y otro vergonzante. Quevedo no le hubiera dedicado ni una línea, porque Quevedo necesitaba Condes-Duques o Bobos de Coria. Dante le hubiera echado del Infierno y Milton, de conocerle, le hubiera dado el puesto de sub-diablo acemilero en la infernal legión
A fuerza de no ser nada, no era malo tampoco, que es, quizá, lo peor que se puede decir de un Ji, tipo humano que tiende a considerarse taimado y de preclara inteligencia. Se sentía híbrido de Demóstenes y Don Niceto, que ya son ganas de hibridación, y era fama que su espejo soportaba los ensayos y el estudio de expresiones sofisticadas que el vulgo, más sabio, calificaba de muecas.
Con estas y otras cualidades, su escasa sensibilidad y su ningún pudor, sólo se le abrían al barbero dos caminos: o rapar barbas comentando el fútbol, que siempre es arriesgado si uno equivoca el equipo del cliente, o ser político, que la cosa pública lo enmascara todo e impide que les llamen tontos por escrito.
Además, ¿no hablaba él con soltura? ¿No sabía decir SI de nueve maneras distintas y hasta con el espinazo? Tenía una hermosa sonrisa, una sonrisa ultramoderna y tachista, con cuatro pliegues a ambos lados de la boca que, si bien le acercaba al aspecto de la rana, concentraba en ella la atención embelesada de su público,
A su padre los rojos le habían arramblado una casa para sus cosas rojelias y le habían dado algunos cachetes. Eran, claro, esos rojos de antes, con cintos negros sobre el mono y pistolones como espingardas, que tenían muy malas pulgas y que, cuando no quemaban santos ni violaban monjas, trabajaban como benditos para dar la felicidad al pueblo. Los que no querían comprender que para hacer una tortilla había que cascarle los huevos a alguien, eran, por entonces, un hatajo de facciosos y unos hijos-huérfanos-de cura.
Y el padre de Fulgencio, republicano serio, y afiliado a la UGT de circunstancias, aprovechó la vuelta de la tortilla para meterse en una camisa azul y denunciar a unos cuantos enemigos después de gritar ¡Arriba España! hasta casi desprendérsele las amígdalas, con lo que se hizo una discreta fama de buen español exaltado, adicto al Régimen y católico a machamartillo; así que tuvieron que hacerle especie de ordenanza de la primera CENS, cargo en el que desplegó su celo, llegando a ser el primero, y posiblemente el último, que se aprendió y cantó el Himno Nacional Sindicalista, himno de amor sindical, nunca enteramente desentrañado: «Soy Nacional Sindicalista, creo en las leyes del amor. ¡Basta de obrero envenenado y de patrono explotador!
Así que, en cuanto pudo, con sus ahorros y los de su hijo, dejó de ser obrero envenenado para alistarse en las filas de los patronos explotadores, para lo que se encontraba singularmente dotado, como sus dos hijos varones, la hembra y la mujer también, amén de un pobre infeliz que completó el quinteto, supieron de entonces en adelante.
Y dio en fabricar bisagras, que es cuestión de hacer agujeros lo que, bien mirado, quita peso al producto. Entre eso y el cargo en la CENS, que no dejó, fue viviendo mejor cada día, en plan Milagro español, sin escatimar trabajo a su gente y sin renegar nunca de su vocación de Imperio ni de su credo falangista, en el que pasó por ser Camisa Vieja hasta que la negra muerte le requirió para más altos servicios.
Le enterraron con una Bandera Española como mortaja, no se sabe bien si como última humorada propia o porque aquella era una familia a la que gustaba quedar bien con los que mandan. El caso es que Fulgencio heredó cierta confianza por parte de los jerarcas y un día, años después, fue nombrado Consejero Local, para hacer el rodaje, y ,por fin, Alcalde y Jefe Local del Movimiento; Primera Autoridad, como quien dice, con su juramento solemne y su acto político bajo el crucifijo.
Tenía cuarenta y nueve años y en él saludaban SUS mandos políticos a un hombre joven que llegaba a la Responsabilidad Municipal con la dinámica del mundo de la Empresa, una acreditada fidelidad a los Principios del Movimiento, espina dorsal de la España renovada, y un sin fin de ideas que, sin duda, darían óptimos frutos en los prometedores años que se avecinaban.
Lo cierto es que, además, el semicincuentón había pedido que le pusieran una medalla en la toma de posesión, algo que le diera prestigio. Si no podía ser por servicios prestados, que fuera por patriotismo o por los servicios que su padre prestó en el Sindicato. Tanto se obstinó el buen hombre que le impusieron el Lucero con Aspas, suponiéndole años de estancia en el Frente de Juventudes, lo que tampoco era cierto porque, tras la guerra, había preferido las ubres aburridas de la Acción Caótica.