—La tierra es dura
—Al hombre le toca hacerla blanda.
—Lo era. Y no lo es ya por su culpa.
—Jean Cocteau, Bachus.
Es la hora. Se pretende que apagues la luz. Se pretende que dejes
penetrar la noche hasta tu cuerpo... En fin: se pretende que seas nada
porque la noche todavía es dueña del miedo, encubridora del amor y
víctima de los explotadores que comercian en su centro. Del día vive
todo el mundo; la noche, muy pocos: los que vigilan y los que burlan la
vigilancia; los que tienen largas conversaciones con las copas vacías y
los que se las llenan de nuevo; también los que sueñan como tú...
El sueño te sube por las piernas como una tibia cosquilla y sienten que el pecho se te funde con el cuello, y el cuello con la cara, y la cara con el peo hasta ser, por fin, uno sólo contigo.
Regresas, por ejemplo, al astronauta que subió hasta el cielo con su cohete y le oyes hablar de las estrellas. Usa para esto palabras completamente blancas: ¿creerías que las estrellas son de hielo? Pues sí; hielo antiguo y sabio que sonríe y salta en la bóveda del firmamento. Al pasar, saludan alegremente.
—¿Adónde vas, astronauta?
—A la luna.
—¿Tan cerquita? Si es aquí mismo.
Tú, claro, piensas que es cierto y te da vergüenza no ir más allá. Las estrellas, entonces, bailan y te dan a beber su luz tan larga, tan larga:
—¿Por qué no te vienes más lejos?
—¿Adónde?
—Por ahí, al sitio donde se cobran los recibos del rayo, a la fiesta de los cometas vagabundos, o...
—¿Y al cielo? —preguntas.
—También al cielo, astronauta. Pero, para eso...
—¿Qué?
—Para eso has de contar los años de una estrella.
—¿Sí? Veamos.— entonces piensas un poco y sientes el frío del firmamento, por donde muy pocos hombres pasean. —El primer año... ¡Alegría!
—¿Y después? —dicen las estrellas.
—Nada, después, nada. —recuerdas a tu madre y a tu hermana y crees ver cómo se retocan en el espejo.— Después, nada: las estrellas sólo tienen un año para los astronautas. ¿Me lleváis al cielo?"
Y te llevan: muy pocas veces el universo calla.
El astronauta se aleja a caballo de una estrella fugaz que juega a las carreras con la Galaxia y tú te acercas al Hombre Sabio que escribe un gran libro.
—Es la ciencia de la ciencia —te dice y, al señalarte con el dedo una página, lees, por ejemplo, que AMOR no es una palabra o que, de noche, en el cielo, un viejo quiere apagar la Vía Láctea.
—¿Qué viejo?
—El Tiempo, pero no importa: mucho antes yo habré terminado mi ciencia —lo piensa un poco y con aire divertido te explica: —Estoy midiendo la tierra para encontrar su verdadero centro.
—¿Dónde está el alma de los volcanes y el hipo de los terremotos?
El Hombre Sabio sonríe.
—Ese, todos le conocen. Yo busco el lugar adonde van las voces de los muertos y los besos de los niños que han crecido. Yo busco el lugar adonde se escapan las lágrimas olvidadas y los silencios rotos.
Te aburres de pronto con el Hombre Sabio y su libro inmenso de la ciencia de las ciencias, y en una luna próxima descubres a un poeta que obstinadamente calla y mira y mira y calla, y escribe, de vez en cuando, versos que no le gustan y recita palabras que no se acaban.
En ocasiones le escuchan las estrellas y hasta algún satélite de paso le pide que repita la última estrofa. Dicen que el Sol enseñó al Poeta y que, a cambio, le encargó una palabra para cambiar con ella de nombre.
—Astro —dijo el Poeta.
—No —dijo el Sol— Me aleja.
—Estrella.
—No; me cansa.
—Luz.
—No; me deslumbra.
El Poeta lo pensó dos veces (y hasta tres, según alguien asegura) y se llegó, muy callando, al Sol, hasta besarle y le explicó al oído:
—¡Padre!
Y el Sol, muy satisfecho, en recompensa le ha dado una luna al Poeta y le deja soñar ahí todas esas cosas que sueñan los poetas.
—Poeta, ¿qué sueñas? —preguntas con la curiosidad al borde de tu lengua.
Y él parece coger con la mano esa bola diminuta que es la Tierra y abrirle con la uña surcos que son ríos y huecos que son mares.
—En esto. ¿Ves? Sólo pudo hacerlo otro poeta.
—¿Quién?
¡Ah! Quieres saber demasiado: por eso él se encoge de hombres y finge meditar.
—Llevo poco aquí —confiesa—. Él me encontrará: a alguien así nada le pasa desapercibido. Sólo hay que darle tiempo; al cabo tendré sus palabras en los cráteres de mis poros, colgadas de las copas de mi vello.
—¿Y, entonces?
—¿Quién sabe? Pero nada será lo mismo.
Un cortejo de aerolitos, de los que regresan de un paseo por el fondo del cielo, le piden un verso al Poeta y él les cuenta un deseo que tuvo (está triste porque es un hombre que no sabe a quien espera):
No me digáis el nombre:
quiero irme de la mano por el viento
y ponerme, desde el cielo,
estrellas blancas en la frente.
No me digáis el nombre:
dejad la lumbre apagada,
dejar que el rescoldo se ahogue,
que hoy es día de estar solo
y no tengo pie para un nombre.
Se aparta. No hay más tras el poeta pero queda mucho sobre el
poeta. De momento, la espera. Después quizá, cambiar su rincón de
estrellas por una fórmula exacta como un cristal y larga como la vista. Y
tú, vadeando de luz en luz, con un sudor de alegría entre las manos,
sigues la excursión.
¡A lo lejos! ¿Los ves? A lo lejos pasa una compañía de ángeles: son el relevo de los que están de servicio por todas las galaxias, de esos que viven en la sombra de cada hombre y por la noche les vuelcan en los oídos consejos como cosquillas. Les saludas y alcanzas a oír un trozo de canción color de luna mientras a tu lado suspira un hombre:
—¿Quién eres? —te pregunta.
—Uno que sueña. ¿Y tú?
—Uno que despierta —y tiene razón. Para demostrarlo le bastaría extender los brazos y señalas las cien mil galaxias de cien mil estrellas, o la gente multicolor que va y viene por ahí cerca. Pero, no; te enseña simplemente, su cara y tú se la ves nueva, limpia, abierta. Tiene, naturalmente, nariz y boca, y ojos como almendras verdes, pero, en efecto, es Uno-Que-Despierta.
—He visto demasiado —dice.
—Y, ¿qué piensas?
—¡Qué trabajo pensar ahora!
—¿Eres feliz? —tú siempre preguntas: eres un hombre modesto.
—¿Feliz? ¡No! Siento rabia. Tanto tiempo imaginando esto, tanto tiempo de ignorancia. Y ahora que la conozco, ¿qué puedo decir de la gente? ¿Cómo explicarles que su tierra no se parece a la tierra? ¿Cómo perdonarles lo que han destruido con sus máquinas?
Tú te encoges de hombros. Eres un hombre modesto y no aspiras a perdonar por tu cuenta, sino a que, por la suya, la gente alcance el perdón. Eres un hombre modesto y no juzgas la ignorancia porque no hay nada que juzgar en ella.
—De Marte —dice él.
—De la Tierra —contestas.
—¿Cómo por aquí?
—Sueño. ¿Y tú?
—Despierto.
Calláis un rato.
—Marte es redondo —te explica.
—La Tierra es redonda.
Con esto pudierais sentiros hermanos.
—Marte gira —dice.
—La Tierra da vueltas.
¿Cuál es la diferencia entonces? Pues esa: Marte y la Tierra. Sólo en medio de las estrellas; el cielo todo profundo; el astronauta que recuerda: el viejo que investiga; el poeta que sueña. Tantas cosas que unen cuando tan pocas separan: Marte y la Tierra.
Os vais... No os parece justo hablar en el cielo. Él se vuelve a Marte en su coche y tú, silbando unas notas que te han venido a la cabeza (donde siempre te encierras), andas un poco:
—Estrellitas, ¿sois de hielo?
—Y de plata; también de plata.
—Somos luciérnagas.
—Farolas para los que sueñan.
—Somos pedacitos de sonrisas.
—Planetas, ¿sois todos tierra?
—Somos boyas para navegar quimeras.
—Niños que esperan.
De pronto, la valla:
—Prohibido el paso —dice—. Obras.
Por detrás van y vienen los obreros, buscando sitio para ver lo que sucede. Hay plateas para los más importantes, y sillas de tijera para inoportunos como tú, que viajas a tu aire y a veces estorbas.
—¿Qué sucede? —preguntas.
Un obrero te señala la sombra de la nada.
—Trabajo.
Otro, de lejos, grita:
—¡Lista de toma!
—Escena número uno —contestan— Primera secuencia.
Y, del fondo de la noche, oyes venir la voz que manda. Se trata de una voz difícil; tan amplia que lo llena todo y tan aguda que te traspasa y construye misteriosas arquitecturas en el solar del alma.
—¡Chis! —dice un obrero.
—¡Callad! ¡Callad! —exclaman.
Te sientas y escuchas:
—Sea la luz.
(Y comprendes que la luz es buena mientras recuerdas cómo el poeta espera en su rincón de estrellas a este poeta que habla. Luego, despiertas).
El sueño, como al principio, te baja hacia las piernas, rozándote el silencio, y sientes que el pelo se aleja de la cara y la cara del cuello y el cuello de tu pecho, y despiertas. Es la hora.
Abres el grifo del lavabo. Quizá cantas. Te despiden de quien amas con un beso y trabajas. Alguien, entonces, te explica una larga historia: una mujer que no ama o, peor, una mujer que ama más de la cuenta. Se escandalizan:
—¡Quién lo iba a sospechar!
—¡Vaya con la muchacha!
Tú, sonríes, y un amigo, por lo bajo, comenta:
—Este hombre está enfermo: no le sorprende nada.
Publicado en el Diario Menorca el 20 de febrero de 1973.