A modo de prólogo
Estos son unos trozos de un libro empezado hace tiempo y con el que no me he dado prisa. Ahora, con la decadencia acelerada, comprendo que es el momento de acelerarlo. La historia consiste en que dos españoles de lo futuro llegan a casa de un Psicólogo del 2002 que ha escrito un libro sobre 150 maneras de acabar con el mundo. Quieren pedirle opinión, porque sus jefes han decidido llevarse los edificios notables de España, que, sin reparaciones desde tanto atrás, están cayendo en la ruina. Al Psicólogo no le gusta la idea y les propone conseguir que se reparen iglesias, catedrales, palacios, que él sabe quién lo hará. Es entonces cuando la máquina del tiempo entra en función y, frente a la antigua Dirección General de Seguridad, aparece un coche moderno, impensable en 1965, cargado de ingenios como videos, ordenadores, cámaras magnetoscópicas y otros asuntos increíbles, junto con libros de historia, periódicos, discursos desorejados... un retrato de la sociedad del 2002. Y Franco acaba elaborando un plan para proteger a la España malherida. El objetivo es demostrar que se podría gobernar bien sin cambiar la constitución y contemplar todo lo que es accesorio en nuestra sociedad actual.
En un rincón del alma
—¡Dios bendito! — dijo Longinos Limón del otro lado de sus labios. Echó a correr como pocos celadores del Museo del Pardo han logrado cuando todavía sonaba el primer «si» del Himno Nacional, alto como una cruz, . Venía de atrás, del cuartel silencioso, del cuartel que se había callado para siempre veintidós años atrás.
Al aire libre ya, chocó con otros compañeros. Vestían con abundante pasamanería, se cubrían con gorra de plato. Cuando llegaba un jerarca se las echaban, alternativamente, de algo rojos o de algo liberales, pero había que oirles cuando enseñaban al público la mesa del Caudillo. Así: Caudillo, porque en El Pardo había un halo, un aura que ni siquiera dejó de brillar cuando metieron a Gorbachov allí a dormir.
La segunda nota, más corta, un «sol», la había tocado un clarín de plata, bien lo había oído el alma de Longinos, tocayo del centurión, del soldado que clavó la lanza a Cristo y cayó de rodillas hasta que fue santo.
Cualquiera que haya hecho la mili o haya asistido a procesión de Semana Santa, sabe qué distintos son el Himno Nacional tocado por un clarín y el que interpreta toda la banda. Aquel era el himno a corneta (si sol re-sol-sol-sol-sol...), tan agudo que es el que más se clava en el espíritu, y tan limpio que lava los pensamientos.
Frente a la bandera, la guardia presentaba armas. A su izquierda, el oficial saludaba con el dedo corazón tocando el botón dorado del barbuquejo de la gorra. A la derecha, algo separado, el corneta hinchaba el pecho y sacaba al aire ese trocito de alma alta, de corazón entero, que el ejército reclama todos los días, al amanecer y al atardecer, mientras honra a la enseña de sangre y oro. Un último soldado, sólo, la bajaba lentamente con la vista clavada en ella.
Los celadores, boquiabiertos. El sol, casi ciego ya. El cielo de oro, como son los cielos castellanos, como los pintaba Velázquez hace ya tantos siglos y ahí siguen, como pétalos frescos. Parpadeante, despertaba Venus y rompía levemente el azul intenso. Se comprendía que arriba había gente mirando, santos, ángeles, soldados. Al menos, Longinos.
Humilde, bien sabía él que sólo llevaba encima pasamanería y el escudo del Patrimonio Nacional, se cuadró y saludó, inmóvil, como si fuera un trozo más del crepúsculo, una losa más del patio. Sus compañeros, también. Firme el cuerpo, el alma se les desprendía un poco, aleteaba.
Y, en eso, la oración. Nadie reza como las cornetas cuando la tarde cae a poniente. No hay melodía en el mundo que se acerque tanto a Dios ni que haga brillar así los ojos. (Si sol si-si sol-sol re...) La guardia militar y la guardia civil de celadores dejaban el pecho abierto y entraban por él tantas enormes cosas como salían. Rezar de uniforme, ahí es nada. Y en El Pardo.
Cuando la última y larguísima nota enfiló el horizonte, los soldados parecieron envolverse en niebla y lentamente se disiparon. Lo último que se vio fue el brillo cuidado de la corneta y ese silencio que los ojos tocan cuando se apaga el último eco.
—Fantasmas. —dijo Alfonso Navas.— Los libros están llenos de apariciones como esta. Esos eran soldados de Franco.
—Del Regimiento de la Guardia. —asintió Longinos, que miraba el aire, que lo veía. Sentía el mundo como un gran vacío, pero en un rincón del alma otro Longinos más joven daba gracias.— Pero no eran fantasmas.
—¿Pues qué eran?
—Soldados, ¿no los viste? Gente de España presentando armas. Os digo que algo pasa. Que algo va a pasar. ¿Visteis el águila del escudo? Pues eso es: hemos presenciado un vuelo.
Los hombres seguían quietos, mirando como la oscuridad bajaba a echarse en tierra.
—De esto, silencio. —dijo otro— No nos creerían. Además, pensarían que el sitio nos ha contagiado algo a la cabeza.
—O que había un brote de patriotismo y, entonces...
—Sólo faltaba Franco. —murmuró Longinos— Franco mezclado con nosotros. Saludando, cruzando no sé yo qué abismos, y nosotros diciéndole general, mi general. Diciéndole «que hoy no baje la bandera»
—Esos eran soldados de Franco. —insistió el partidario de las apariciones.
—Franco, qué tío. —comentó Longinos, echando a andar para palacio— Lo tenía todo y no quería nada. ¿Sabéis cuántas veces dice «España» su testamento?
—Estepaís, coño.
—Ya quisieran. Quizá un día se les pase el miedo.
—Miedo a un muerto. Qué fuerza tan rara es la fuerza de la historia y qué poco se puede hacer para resistirla.
—Eran soldados de Franco, me cago en la leche. ¿Alguien puede decirme qué hacían aquí?
—Tocaban «Oración».
—Como los ángeles.
Canción primaveral
—Honorable President! Senyor Jordi! —gritaba Roger Capdefaba, corriendo por los pasillos particulares de la Generalidad en dirección al dormitorio del Honorable Puyol. Capdefaba tenía un disgusto muy grande y, en su calidad de ayuda de cámara, debía traspasárselo a su patrón.
—I ara què vols, que t'empatollas? —dijo el Honorable poniéndose una prenda catalana cuatribarrada llamada «barnús» y traducida al cristiano como albornoz.
—Es què hi ha dos tancs a la plaça de San Jordi y els seus canons miren cap aquí.
—Dos tancs?
—Diu un dels mossos què son M—48 Patton II, cuaranta vuit tones d'acer. I els canons...
—Ja ho se, ja ho se: miren cap aquí.
El muy Honorable estaba perplejo: acababa de salir del sueño recurrente del día de su coronación y le sobresaltaban con una realidad impensable: noventa y seis toneladas de acero con cañones estaban enfrente.
—I què fan? —preguntó.
—Res. Estàn quiets. Ningú els ha sentit arrivar, però a l'alba ja hi eran.
Lo malo, se dijo el Honorable es que seguía siendo el alba, una mala hora para las neuronas y para las consideraciones del estadista. Envuelto en su «barnús» de franjas amarillas y rojas, corrió hacia la ventana, levantó el pico del visillo y miró la histórica plaza, donde tantos de sus antepasados políticos tuvieron que arrepentirse.
Aún no había llegado la marea del sol y la luz pálida daba a todo la apariencia de sombra. Aún así, no era posible confundirse: a diez metros de la puerta principal había dos carros de combate, con los cañones por delante. Un celoso mozo de escuadra había subido a la plataforma de uno y golpeaba la torreta con una llave inglesa de tamaño.
Se abrió la escotilla del otro carro y, por este orden, aparecieron una boina negra, un sargento y un subfusil:
—No des más golpes, mariconazo, que es muy temprano.
El Muy Honorable Presidente decidió que aquellas circunstancias exigían una explicación: no deben estacionarse tanques en la Plaza de San Jaime, o sea, Sant Jaume.
—Capdefaba: —ordenó— Truca a Capitanía. Que's possi el mateix Capità General. Facis via!
—Molt Honorable President —dijo el Capitán General, que era bilingüe y algo bífido— Ara mateix volia trucar-le. Tot està aclarit: diu la Comandància de Marina que es tracta del creuer Canarias...
—De què em parla vostè, general?
El presidente honorable había palidecido. Le despertaban cuando el amanecer apenas empezaba sus operaciones habituales, veía con sus propios guiños dos verdaderos carros de combate y el Capitán General, lejos de darle una explicación plausible, decía que se trataba del crucero Canarias que, o le fallaba mucho la memoria histórica, o había sido desguazado veintitantos años atrás. Por no hablar de la dificultad de meter un crucero de diez mil toneladas en la plaza.
«La vida —pensó— es un sueño extraño.»
Pero no era así, como demostró el Capitán General: a la misma hora en que el buen Capdefaba se había percatado de la presencia de los carros de combate, un vigía de la Armada había distinguido una silueta: los ojos de buey y los montajes dobles de proa y de popa no le habían dejado margen para la duda: era el crucero Canarias. Una cosa muy extraña, como el Holandés Errante, pero cerrando la bocana del puerto y tocando la sirena aguda y rápida de los barcos de guerra:
—Retírense. —decía el Canarias por sus altavoces— El puerto está bajo bloqueo de la Armada.
—¿Y los tanques?
—No tengo idea, presidente. No nos falta ninguno. Lo que sí sé es que frente al puerto de Tarragona se ha colocado otro crucero, el Almirante Cervera, que me habían dicho que estaba desguazado. Tampoco deja ni entrar ni salir.
El Honorable Puyol respiró con dificultad: las emociones le habían hiperventilado y jadeaba:
—No habrá más novedades, ¿verdad? —oyó un carraspeo en la línea:
—Ahora que lo dice, señor presidente, parece que en el Prat y en el aeropuerto de Gerona han aterrizado dos F—86F Sabre, dos en cada y tienen bloqueadas las pistas. Cuando se acercaban a mirar, otros cuatro carros de combate han salido de la nada. Resulta, ya ve, que es imposible despegar o tomar tierra.
—¿Y qué piensa hacer usted, general?
—Decírselo al ministro de Defensa, claro. Pero un poco más tarde, porque estas no son horas.
—¿No comprende que Cataluña está incomunicada por mar y aire? Miles de millones de pérdidas, general. Si me hubieran concedido ya el Ejército Catalán estas cosas no pasarían y ahora mismo le metíamos un misil al Canarias. Para empezar.
—Honorable President. —interrumpió un capitán de los mozos de escuadra, muy afectado— La guardia civil ha cerrado todas las autopistas y carreteras de salida de Cataluña, hasta las comarcales y no dejan pasar a ningún vehículo. Ni motos.
—Envíe a todos los mozos que hagan falta y que restablezcan el tráfico: estamos completamente aislados. ¡Qué catástrofe!
—Si me permite decirlo, señor Presidente, los mozos, de momento, no quieren pleitos con la guardia civil. Además, los guardias se han puesto de tricornio y eso da mala espina.
—Cony! —exclamó el presidente. Tradujo para la posteridad:— ¡Coño!
Motivos no le faltaban: ¿qué estaba sucediendo en su nación?
—Recony! —añadió, sólo de pensarlo.— ¡Nos han hecho independientes sin consultarnos!
Y con aduana.
...Y, además, es imposible
—Ese coche se ha fabricado en serie: no es un prototipo, señor comisario.
—Si, ¿pero dónde?
—Los expertos de la Seat lo desconocen.
—Pero bien clara está la marca: Seat Ibiza TDI. Apareció una noche en el kilómetro cero, cargado con todas esas cosas. —gruñó el comisario Górriz, hombre de pulgas extrañas más que malas y que llevaba ya diez días desconcertado, pensando en pasar la pelota al Director de Seguridad, el general Mariano Tortosa: tampoco a él le parecería cosa de la subversión. Lo nuevo no es subversivo; lo viejo, siempre. (capítulillo inacabado)
Trizas de noche
—Ni te muevas. —dijo aquel hombre vestido con guerrera roja y pantalón galoneado. Llevaba una pistola grande como argumento, un pistolón, y Floren Idígoras, interrumpido en mitad de una cohabitación, notó como su cuerpo se retraía y se desenganchaba del de la señora puta, que estaba debajo pensando en sus cosas. La noche estaba estrellada; Floren, también.
Eran tres hombres con guerrera roja, como la policía montada del Canadá, pero con boina de fideo, o sea, el capillo. Le habían arreado un golpe a la puerta de la habitación con uno de esos arietes portátiles y sorprendieron a Floren desnudo como una lombriz, inerme. Pálido se puso después, pero en el momento estaba colorado mientras su bigote caído vibraba de excitación y testosterona.
Bien que le habían avisado: «Que los de la Mesa Nacional están teniendo problemas en toda Euskadi. Los cogen, oyes. Y no se sabe qué les hacen. Ellos no dicen. Pero quedan mal, mustios. Vete a pasar la noche a un hotel. Con la boina, para que no te conozcan.»
Lo conocieron y allí estaban aquellos tres tíos con los pistolones. Que supiera Floren no habían matado a ningún compañero, pero algo hacían, seguro. La gente no va hundiendo puertas sin tener una intención; la gente no invade la noche sin llevar algo en la cabeza. «Floren, tú calla. Si hay que morir por la causa, pues se muere, pero intenta que te dejen poner los calzoncillos, que luego vienen los fotógrafos y hay cachondeo.»
—¿No sabéis quién soy yo?
—¿Te refieres a lo de hijo de puta?
—Un respeto. —dijo la puta, que ya se sosegaba. A ella los uniformes le parecían bien. Ningún uniformado se la había jugado jamás, salvo un portero de un restaurante que talmente parecía un almirante portugués.
—Si tenéis que matarme... —empezó Floren, haciéndose mucha fuerza en el alma pequeña.
—Claro que podemos matarte y, a lo mejor, tu fantasma aplaudía por puro hábito sanguinario. Pero serías un mártir. Tú, tan cabrón y mártir. ¿Conoces la palabra «castración», kastraziona debe decirse en batúa?
A Floren se le helaron las partes mencionadas y, al tratar de revolverse, descubrió que lo tenían esposado a la cama de manos y pies. Boca abajo. El hombre moderno que vive sobre una pila de cadáveres a veces tiene preocupaciones justificadas.
Los agentes rojos, capadores de afición, le clavaron una porra en los riñones:
—Tranquilo, que no traemos herramientas. Todo sin sangre. Pura tecnología, no vayas a creer que te haremos la cosa dándole vueltas a un palo, como les hacían a los cerdos.
Floren, que era un ateo de gran extensión, rezaba. La voz de su infancia, en lugar de subir al cielo bajaba hasta sus partes y las acongojaba.
—Mira, lee, descreído: «Progynon Depot. 100 miligramos.» De los laboratorios Schering, que son de confianza. Te vamos a hacer la castración química, como a los pederastas americanos, tú. Con una dosis se les arruga por un mes, pero a ti te vamos a poner dos, puras hormonas femeninas, a ver si te salen tetas.
Dentro de lo malo, Floren respiró aliviado. Mañana, como quien dice, se le pasaría el efecto y se hacía el propósito de salir mucho más feroz de aquella química.
Un segundo de los uniformados se había puesto guantes de goma y cargaba la jeringuilla con mucho método. No se le veía ducho pero sí concienzudo:
—Como has estado ya en la cárcel no te cogerá de nuevo la manipulación del culo, ¿verdad?
—¡Socorro! —gritó Floren, que pensó por un instante que lo violaban para refrenarle el patriotismo. Así fue como consiguió que le metieran el pañuelo en la boca.
Los ertzainas, posiblemente perros españolistas, «txakurras», clavaron en la nalga izquierda y apretaron de prisa. Para que doliera la especialidad farmacéutica, en principio pensada para las víctimas del cáncer de próstata, pero, como se demostraba, muy útil también para afeminar sanguinarios.
—Falta un detalle, un algo que de emoción estética, ¿no? Una nota de color para la foto.
«¿Foto? —se pensó Floren— Periódicos.» Y la militancia mirándole el culo traspasado a papel prensa.
El de los guantes de goma, como iba protegido, sacó un clavel reventón, rojo como atardecer mediterráneo, y se lo introdujo. O sea, de introducir. Chascó el flash varias veces, mezclado con risas que también perjudicaban a Floren tan hondo como el tallo.
—Hala, hala. Ya verás que todo se te pasa en cuanto empieces a hacerles guiños a los chicos de los Grupos Y.
* * *
Cuando lo ingresaron en el hospital, por si le habían inyectado
veneno, Joan Aoiz le miró con ojos resignados. La hormona femenina le
iba haciendo curioso:
—¿Con clavel?
—Con clavel.
Le pareció mal, en aquellas circunstancias, decirle «compañero».
Alguien vela su espada
—¿Adónde vais, cabronazos?
Era la hora en que la tierra empieza a llamar a la oscuridad y la luz hace suaves equilibrios en occidente saludando al último sol. El coronel, antes de hablar, había salido de la bocacalle seguido por el abanderado, un teniente con el sable al hombro y la escuadra de gastadores como guardia de honor a una bandera que era heroica.
El coronel se había puesto en jarras frente a la manifestación batasuna que avanzaba protestando de los malos tratos punzantes que había recibido su llamada Mesa Nacional, a la que seguramente le saldrían tetas. Mala cosa.
—¿Adónde vais, cabronazos?
La multitud se paró y guardó silencio, no muy decidida a contestar: aquel era un coronel de la Legión, con su gorro de borla dorada, con la camisa verde abierta hasta la punta del esternón y con una mirada que presagiaba dificultades en el diálogo. Detrás de él, nueve hombres: el teniente del sable al hombro, el teniente abanderado, la escuadra de gastadores (seis legionarios y su cabo) y, lo peor, la heroica bandera, sostenida en la cuja con vigor, apuntando al cielo. Aquella parte de San Sebastián prefería callar y atender a los acontecimientos. Más adelante, cuando ya no hubiera legionarios, algunos de los presentes gritarían en el Parlamento Autonómico, pidiendo, por ejemplo, la cabeza del ministro de Defensa, mientras el resto tiraba cosas, cócteles Molotov, al Gobierno Militar.
—¿A que os acojona, valientes? —preguntó el coronel con los brazos en jarras y la voz como un hierro.
La masa, frente a él, arrastró los pies, miró al suelo, se removió. La llamaban cosas feas pero estaba paralizada por aquellos diez hombres en total. Vestían de verde. Llevaban patillas. Ojo. Novios de la Muerte o algo así. Ojo.
El coronel alzó una mano y de la bocacalle salió, arma al hombro y con su capitán al frente, una verdadera compañía, o sea, tres secciones cada una con tres pelotones y cada uno con tres escuadras. Mucha gente. Y traían cara de estar deseando meterse en harina. Después aparecieron otras dos, con el mismo aspecto. De aquel sitio no dejaban de salir legionarios, cada uno con su Cetme, mientras los batasunos se removían inquietos. Un coronel, se decían, suele ir por el mundo con un Tercio y allí, contando con cuidado, sólo se veía una bandera.
En realidad eran dos. Cuando los batasunos volvieron la vista atrás para comprobar si la calle que ocupaban desaguaría con la necesaria velocidad, comprobaron que, muy callandito, otras tres compañías les habían cerrado el paso.
—Hoy —explicó el coronel, recreándose claramente— vamos a nivelar el tanteo. Y a mano.
El corneta se destacó a la carrera y se detuvo a un paso de su mando natural. Tomó aire: era muy joven y tenía buenos pulmones. «Atención» sonó como una flecha de plata que subiera al cielo. Inmediatamente después, «Calen bayoneta», que se entendía bien claro, porque allí había un millar de hombres sacándola del cinto y encajándola junto a la boca de fuego.
—Buen viaje al infierno. —deseó el coronel.
El corneta, condenadamente instruido, tocó «Ataque», que es uno de los toques más alegres y enervantes del ejército español (sol-sol-sol sol-sol-si sol-sol-sol sol-sol-re, etcétera), algo que hace burbujear a un soldado que acaba de calar la bayoneta.
Así fue como un millar de hombres que se habían bajado el barbuquejo, nivelaron el arma hasta ponerla horizontal y cargaron a paso ligero. Más ligeros aún, los batasunos, abandonadas sus banderas de muerte, miraron cada cual por lo suyo y entraron en estampida, porque no es lo mismo darle una pedrada a un ertzaina que ver venir a dos batallones de legionarios con la bayoneta por delante, o sea, dos banderas de gente con una mala leche legendaria. Maketos de cuidado.
No sabían, claro, que las instrucciones habían sido tajantes: parar todos a un metro del primer gilipollas. Es decir, guerra psicológica, a ver cómo se portaban aquellos bravucones la primera vez que les salía un obstáculo serio. Y se portaban bien, o sea, volvían grupas y buscaban un hueco. Lo malo fue que, con las prisas, a unos se les cayeron los cócteles Molotov y a otros los cigarrillos y el tumulto se vio animado por el fuego purificador, que no se sabía si era peor que una bayoneta.
No hubo heridos, verdaderos heridos. Contusos, sí; socarrados, también. Pero nadie se quedó a esperar a la ambulancia: era probable que no llegara.
—Lo más impresionante— dijo el coronel, de regreso a su lejanísimo cuartel— fue que no dijeron palabra. Apretaban las quijadas y corrían sin una queja. Pero mudos del todo no estaban, porque un cabo que se había calentado en exceso le dio con la culata a uno muy rápido y oí claramente como decía «Jesús, Jesús» mientras apretaba el paso un poco más.
—¿Y por qué no les entramos, mi coronel? —preguntó uno de los capitanes que escuchaban en la sala de banderas.
—Porque ya lo dijo Franco: «La disciplina es muy jodida».
—Eso es verdad, mi coronel.
De labios que han besado tu bandera
—Ya puedes creerme, ya, alcalde: acaban de abrir al tráfico la calle Princesa, pero aún están cerradas la Gran Vía, Alcalá y la Castellana. ¿Que por quién? Mejor que vengas, porque tampoco te lo vas a creer: está pasando un escuadrón de lanceros, de esos con coraza y capa blanca. ¿Te suenan, eh? De Cibeles a Neptuno debe haber cien mil soldados y no sé cuántos tanques y en la Castellana alguien ha levantado una gran tribuna. Claro que sin mi permiso.
Había más: cubriendo carrera, de espaldas a la calle, cientos de policías armados vigilaban a un público que se iba haciendo numeroso y que miraba, entre asombrado y curioso como el Rolls Royce descubierto avanzaba, flanqueado por un escuadrón de lanceros al trote.
—¡Es Franco! —decían algunos de los curiosos. Otros, lo gritaban. En cualquier caso, avanzaban por las aceras tras la comitiva: lo que fuera a pasar lo haría ante sus ojos.
—Será para alguna película.
—Será
De tanto en tanto, la caballería tocaba los clarines, estremeciendo el aire blanco de la primavera.
—¡Coño! Si hoy es primero de abril.
—¿Y eso qué tiene que ver?
Claro, es que ahora no os lo enseñan. Hoy es el Día de la Victoria. La guerra se terminó el uno de abril de 1939. Vamos de prisa porque esto va a ser el Desfile de la Victoria: lo he visto muchas veces.
Se reunía una multitud. Los portátiles llamaban a casa, a los amigos. La mañana soleada invitaba a echarse a la calle y, como los niños de antes, seguir a los soldados.
Había una banda junto a la tribuna de la Castellana. Recibieron al Generalísimo con la Himno Nacional, mientras la guardia presentaba armas. Tras unos momentos, un general, saludando con el sable, pidió permiso para iniciar el desfile e inmediatamente empezó a sonar «Los Voluntarios». A su ritmo difícil, rápido, llegó el coche de mando. Tras él, las banderas, cada una con su escolta y, por fin, las primeras compañías. Habían vista a la derecha y saludaban a la voz:
—¡Viva España!
—Vi-va. —respondían los soldados con una sola garganta.
Franco saludaba. Estaba erguido pero no rígido. Estaba serio, pero de su continente trascendía alegría. Esperanza quizá. Sabía bien donde estaba: en un Madrid enemigo donde su nombre había sido expulsado de calles, monumentos y memorias; un Madrid que llevaba ya veinte años sin aplaudir más que a pequeñas unidades, olvidando lentamente los sentimientos que despierta el paso firme y exacto del soldado. Un desfile es un ballet marcial y el hombre con el fusil al hombro, en rectas filas, bracea con energía y no piensa en sí mismo sino en todos. Como en una comunión. Como si le transportara el aire.
El alcalde había llegado con varios concejales más y con algún guardia:
—Tiene que ser un doble. —repetía apenas se le rascaba la corteza o, más aún, cuando se oían aplausos
—Míralo bien; míralo bien.
—Bueno: un doble muy bien conseguido. A lo mejor le han hecho la cirugía estética.
—Y han contratado a cien mil hombres, ¿verdad? Con sus uniformes y su armamento. Y no te digo nada de los cañones, de la artillería autopropulsada y de los carros de combate que vienen detrás: pura utillería.
El alcalde callaba y aguzaba la vista. Aquel uno de abril estaban pasando cosas excesivas. Ya se lo había dicho al ministro de Defensa, portátil en mano. Y el ministro había llamado a todos los Cuarteles Generales y éstos a las unidades: nada.
—No falta nadie, señor ministro. —decían los tenientes generales, los de división, los de brigada, los coroneles, y salían corriendo hacia la Castellana. Como todos, ellos también habían oído en los últimos tiempos sucesos extraños, como la carga de la Legión contra un grupo de batasunos, y, si llegaba a ser posible el regreso de Franco con un ejército que podía tomar Madrid con sólo mover un dedo, no se lo querían perder.
—¿Cuántos años hace, Bermúdez? —decía un general, un punto soñador.
—Veinte.
—El tiempo se vuelve loco en primavera, Bermúdez.
Los regimientos, con sus gastadores al frente y sus mandos con el sable al hombro, pasaban sección a sección, compañía a compañía. Los oficiales se llevaban a la sien la empuñadura del sable y humillaban luego la hoja. ¡Vista a la derecha! ¡Viva España!
—Vi-va. —respondían la tropa y los espectadores.
Pero, por lo demás, el pueblo de Madrid guardaba un silencio respetuoso. Nadie gritaba, ni a favor ni en contra. Bebían con los ojos. Oían con la piel y la piel, sin quererlo, se les erizaba en algún momento, como cuando empezó a sonar «Heroína», la marcha que mejor acompaña el paso del ejército español.
Y por la Castellana volvían, con paso exacto, los cadetes de las academias, los artilleros con su artillería de campaña y sus autopropulsados, la Legión, los esquiadores, los caballeros paracaidistas, la guardia civil, la policía armada, y con su marcha Madrid recuperaba memorias antiguas y alegrías nuevas.
Pasaron después los toas, los carros, con la Brunete al completo, los grandes cañones sobre orugas. Y se vio sonreír a Franco. Una sonrisa pequeña, es forzada en pasar inadvertida. Pero se la vieron todos y hubo un mar de aplausos envolviendo a los ejércitos y a su Generalísimo. Quizá algunos no aplaudieran, que en eso siempre hubo mucha libertad, pero tampoco insultaban: el español es realista y sabe cuando conviene no meterse con cien mil hombres armados hasta los dientes.
Tras la última unidad, sonaron los clarines, la banda tocó el Himno Nacional y Franco, de nuevo en su Rolls, rodeado por sus lanceros, partió. Despacio, muy despacito. De pie. Saludando con la mano a la muchedumbre que se sabía testigo de un imposible. Aquel hombre que les saludaba llevaba casi veintitrés años muerto, y allí estaba, de pie en su coche, con su escolta, dando una cara feliz a quien quisiera hacerle daño.
Al pasar frente al lugar donde se habían juntado los generales de 1998, les miró expresamente, notablemente. Ellos, firmes, saludaron militarmente. Franco devolvió la señal.
—Dios mío. Dios mío. —dijo el Jeme.
Abril al aire y al sol; abril recto en la recta de las Castellana. España saludando a un recuerdo imposible y por todos los televisores, de urgencia, la imagen del caudillo solo, la lágrima del veterano, los ojos de la mujer, las manos de un aplauso. El milagro de abril.
—Y el que no lo crea —dijo un almirante— que se joda.
—A mi me gusta así. —respondió un teniente general.
—El paso alegre de la paz. —murmuró otro más, comprendiendo más allá de las palabras.— Alegre.
El alcalde, desenfilado de sus concejales, aplaudía llevado por el instinto. «Olé tus cojones», pensaba, en la intimidad de su mente, y se asustaba, porque lo pensaba de verdad.
Aquella voz segura de otras veces
Era el Quinto A y, a fuer de sincero, sentía una curiosidad malsana. El Generalísimo, que probaba la libertad por primera vez en cincuenta años, había decidido conocer a Ángel Palomino, premio Miguel de Cervantes y autor del libro «Caudillo», una emocionada historia de Franco. Plantado delante de mí, había pulsado el timbre de la casa del escritor y aguardaba quieto.
La puerta se abrió y yo hice mi observación psicológica: aunque Palomino tenía un rostro impasible, pasó por él la sombra de una sorpresa y, después, luz de alegría profunda. Era el corazón jubiloso saliendo a los ojos. No sintió duda. No se preguntó por qué. Puso los puños contra las costuras del pantalón, se cuadró, se creció y volvió a ser el capitán de la Mehala:
—A la orden de Vuecencia, mi General.
O sea, sabía qué terreno pisaba. Hace falta mucha fe para abrir la puerta, ver un fantasma y cuadrarse disciplinadamente, feliz. Ni dudaba de sus ojos ni de su corazón. Franco, que me había demostrado saber de hombres, advirtió aquello y lo agradeció. ¡Qué lealtad, demonios! Empezaba yo a comprender por qué la gente le seguía hasta la muerte.
—¿Conoce usted a José Luis Blanco Blanch, el hombre que quiere destruir el mundo?
—Tengo su libro, mi general. Pasen, por favor.
Su despacho estaba a mano izquierda. Nos instaló en unos sillones al fondo, pero él no se sentó: seguía firmes, sonriente, radiante.
—Siéntese, Palomino. ¿No se le ha ocurrido pensar que puedo ser un sosias?
—No hay forma de que se me ocurra, mi general. La verdad es la verdad y se distingue. No sé cómo es posible esto y creo que tampoco me importa. Tengo en casa a mi Caudillo.
—Estoy —dijo Franco con sencillez— pasando aquí unos días.
Noté como los ojos de Ángel Palomino me revisaban. Se preguntaba qué pintaba yo en aquello.
—Quiero decir en el 2002. —puntualizó el Generalísimo.— He leído «Caudillo», algunos de sus artículos en El Alcázar y le he visto presentar una manifestación en mi memoria. El 20—N le llaman. Quería conocerle. Ya sé que su lealtad le ha causado muchos problemas.
—Y mucho orgullo, mi general. El 20—N —empezó Palomino— es una fecha...
Comprendió de repente y calló.
—Un hombre vive con su muerte. —dijo Franco— He visto que los soldados de este tiempo cantan «la muerte no es el final». No hay nada que temer.
Ahí intervine yo, que era de la última generación castrense:
—Cuando la pena nos alcanza,
por un compañero perdido;
cuando el adiós dolorido,
busca en la fe su esperanza.
En tu palabra confiamos
con la certeza de que Tú
ya le has devuelto la vida,
ya le has llevado la luz.
—Perdón. —terminé. Bien sabemos los psicólogos lo urgente que es disculparse si se introducen versos en una conversación. Ángel Palomino me miraba ya de otro modo:
—En tu palabra confiamos... —murmuró y se le notaba que pensaba en la palabra de Franco, en la voz segura de otras veces.
—Este joven —dijo el Generalísimo aludiéndome— me ha traído. Se lo pedí yo, porque necesitaba saber en qué acabó todo. Y se lo diré: monarquía y clases medias. Pero Blanco quiere algo más. Insiste en que hay que terminar con esto de hoy. Sangre nueva. Opina que España ha caído bajo el inmovilismo.
—Y la injusticia, mi general. No me he inventado yo este tiempo agusanado donde las libertades son palabras escritas en un papel, donde las leyes se cumplen o no, según, y donde el Estado se ha nombrado socio paritario de todos los españoles.
—Le volaron, ¿sabe, Palomino?
—Un coche bomba, en Hermosilla, mató a mi novia. A mí no me pasó nada. Nada, qué miseria.
—Usted —siguió Franco— ha sido profesor de historia en la Academia de Infantería. ¿Opina lo mismo?
—Está de moda decir que el mundo se ha vuelto pequeño, que es como una aldea apenas, a causa de la rapidez de la información. Pero ha crecido y es abismático: la mentira hace distancias, pone barreras... Recuerdo la censura previa y la Ley Fraga, el Estado tenía el coraje de prohibir las malas ideas, y alguna que otra buena. Pero hoy tenemos libertad de prensa y todos los telediarios dicen lo mismo y, en ocasiones, en el mismo orden. Han transferido la censura al capital privado. Hay también una serie de asuntos intocables, como eso del Holocausto, el matrimonio entre maricones, la legitimidad del separatismo o la democracia liberal como punto y final de la historia: No men's land. En el mundo se impone, con guerra si es necesario, esa democracia como única forma de gobierno. No hay libertad para cambiar nada. Si mandara el corazón, también yo querría venganza, mi general, que son ya muchos años de inmovilismo y vergüenzas. Pero no puedo olvidar que apenas queda gente capaz de jugarse la vida por España, o que la intervención de las potencias extranjeras sería automática. Y vencerían. Llevan venciendo desde 1976.
—No, no, no. España, después de mí, necesitaba cambiar para conocer. Ha visto como se volvía particular lo público, el Estado, y como se somete el futuro a los intereses de empresas, clanes o doctrinas viejas. Lo que España no necesita es una guerra ni un enfrentamiento. Sólo paz. Pero paz digna. Y eso es lo que pregunto: ¿cómo cambiar a mejor sin herir a nadie? El pensamiento político, por brillante que parezca, no es más que un pensamiento de segunda. Algo para personas poco maduras que creen hasta la vejez en fórmulas mágicas.
Ángel Palomino no se asombró. Tampoco yo. Pero, de hecho, estábamos los tres en el interior de una fórmula mágica también, cruzando el tiempo y sintiendo su inutilidad. ¿Tiene enmienda el corazón del hombre? Lo pregunté en voz alta.
—Sí. —dijo Ángel Palomino
—Sí. —dijo Franco.— Los que no crean que el corazón del hombre puede cambiar, no sabrán nunca lo que el hombre es. Un proyecto de renacimiento.
Palomino seguía mirando con reverencia a su Generalísimo. Hacía tan sólo unos minutos que su corazón había cambiado. El cansancio por la esperanza, quizá. Yo, asl menos, le veía renacer.
—Por cierto, Palomino: necesito a un escritor de absoluta lealtad: ¿Le gustaría dirigir un periódico en el que sólo escriba la gente de la calle, un periódico de cartas al director, donde sólo esté prohibida la propaganda ideológica? Un periódico de todos.
—De todos. —asintió Ángel Palomino— Eso será una revolución.
—Acabará con el mundo que conocemos. —dije yo, fiel a mis ideas— Si todo el mundo puede decir lo que piensa, ¿qué será de los que no dicen lo que piensan? Quevedo, creo.
Del deber, de la Patria y del honor
La missa acabado la han. Franco viste uniforme con pantalones breeches y calza botas altas, negros espejos. Sobre el corazón, justo sobre él, ni arriba ni abajo ni a la derecha ni a la izquierda, la Cruz Laureada de San Fernando: quien la lleva no necesita otra. En pie, echa las corvas muy hacia atrás y mira hacia el Santísimo. Nunca hasta entonces había visto de rodillas a un jefe de estado. Seguramente no lo veré más, pero hay una extraña grandeza cuando la fuerza se arrodilla y busca consejo en Dios. A mí ya no me enseñaron el catecismo y apenas si sé las oraciones de siempre, por eso el Generalísimo me acaba de enseñar otro aspecto de la realidad: el que no se puede tocar y, sin embargo, manda. ¡Cuánto he tardado, como psicólogo, en ver el espíritu y distinguirlo! Si la miras fijamente, sabes que la tierra no existe.
Titubeo. Quiero hablar con él, pero no en la capilla. Todos sabemos que, después del desfile de ayer, pronto llegarán fuerzas, y serán «profesionales», de esas que los gobiernos quisieran mercenarias. Las emisoras de radio y de televisión llevan desde la tarde anterior insistiendo en que se trata de un sosias, que Franco murió en 1975. Que están frente a un intento de desestabilización de la democracia y que la soberanía reside en el pueblo. Ponen el vídeo en que la sobria losa cae sobre la tumba. No explican de dónde salieron los cien mil hombres: no estaban. No existieron. Un delirio colectivo.
También sabemos todos que el Generalísimo va a ir, solo, al encuentro de las tropas que envíe el gobierno a capturarle o a destruirle. Yo sé lo que ha cambiado España mejor que los demás, y tengo miedo, aunque también una fuerte excitación.
—Contra Franco no hay cojones. —me dice el general Alonso Vega, que nota mi estado.
Yo no conocía al Generalísimo. Sabía de él muchas mentiras y alguna verdad, pero después de este tiempo de hablarle y de seguirle, no quiero separarme, dejarle solo:
—Mi general: déjeme ir con usted. Llevarle la brida. De escudero. De algo. Déjeme montar detrás, con el banderín de su casa en la lanza. Déjeme. Soy el responsable de todo esto y no me puede dejar atrás. Bueno: sí puede, pero me daría vergüenza.
Franco me mira con amabilidad. No necesito decirle que soy sincero: se nota.
—¿Y si tiran, Blanco?
—Que tiren, mi general, pero yo he de estar a su lado.
—¿Se da cuenta de que todos los que están aquí quieren lo mismo y, sin embargo, van a tener que quedarse?.
—Ellos son soldados. Pueden obedecer aunque revienten. Yo solamente reviento: sólo soy un psicólogo. En la misa le he jurado, le he dicho a Dios que le sigo, y le sigo. Es asunto de decencia.
Franco se ríe apenas un segundo. Pocos ha habido con más devociones que él y calculo entonces que no debe parecerle extraña mi actitud, aunque yo sea un hombre que lleva toda la vida oyendo hablar mal de él: el que fusilaba a mil españoles diarios, el que pedía a Hitler entrar en la guerra, el tirano, el desalmado, el corrompido por el poder, el que se levantó contra la democracia de 1931. Ahora sé la verdad, porque se sabe con mirarle, porque a su lado va una paz que se contagia y descubres que entre los hombres sólo funciona la lealtad personal. No son las ideas. No son las palabras, ni la grandilocuencia. Ni siquiera la admiración. Es otra cosa. Del alma.
—¿Sabe montar a caballo?
Lo he conseguido. La paz me gana. Los que vengan ya pueden tirar, pero cuidado conmigo, porque no voy a consentirlo.
—Gracias, mi general.
Se ríe:
—¿Pero sabe o no montar a caballo?
—Monto en lo que usted mande.
—Que le den la coraza y el guión. —manda al jefe de su Casa Militar.— Este hombre tiene un asunto de decencia.
Poco después nos dan la noticia: hay fuerzas fuera; algunas, desplegadas. Otras, formadas. Son profesionales. Más o menos, claro. El capitán Marcos ha hecho recuento:
—Por lo menos, un tercio de la Legión.
—Serán los de Ronda. Habrán viajado a Sevilla y, desde allí, en el AVE. —digo.
—Un tercio de la guardia civil. —sigue el capitán— Creo que la Brigada Paracaidista entera, y muchos, no sé en qué cuentan, de esos policías vestidos de azul, como el Urbano Ramón.
—Policía Nacional. Ahora van juntos los de paisano y los de uniforme.
El escuadrón de Lanceros sale y ocupa ambos lados de la carretera. En la entrada de palacio una compañía presenta armas. Franco sube al caballo y me hace un gesto: la hora de la decencia. Monto. Pongo el guión en la cuja, junto al estribo, y me sitúo a su derecha, con un cuerpo de retraso.
Los clarines de los lanceros tocan el Himno Nacional mientras pasamos entre ellos. Me miran con envidia: quisieran ser yo en ese momento inmóvil, largo, en que el Generalísimo va solo a enfrentarse con miles de soldados armados. Guardan tranquilidad sin embargo: no les cabe en la cabeza que pueda pasarle algo a Franco. Es imposible. Aquel hombre se ha paseado en por medio de todo tipo de fuego. No hay forma humana de herirle.
Avanzamos al paso hacia donde nos esperan. Hay un general en un vehículo de mando. Pálido. A cada paso de nuestros caballos se pone más blanco. Cuando ya le distinguimos la cara, le vemos lamerse los labios. Hay además coroneles, tenientes coroneles y cámaras de televisión. La tropa desplegada permanece quieta. Los soldados formados, en descanso, obedecen al cornetín de órdenes que les manda «firmes». El cielo es azul; la tierra, marrón y verde. Veo pinos y armas.
Entonces, del cercano cuartel del Regimiento de Transmisiones, cuartel Zarco del Valle se llama, llega una bandera nacional con su escolta. El coronel de Ingenieros, serio, como hecho de madera, se para frente a Franco y saluda, rígido. La bandera hace una ligera inclinación a la que el Generalísimo responde con otro saludo y un golpe de cabeza: lo reglamentario.
—¡Viva España! —grita el coronel
El general que está más allá, en su coche, y es el jefe de la Brigada Paracaidista, los mandos, los soldados, los guardias civiles... Quizá los altos pinos; quizá el cielo azul, responden con voz que llega a las cuatro esquinas de este pequeño mundo en suspenso:
—¡Vi-va!
—¡Viva Franco! —vuelve a gritar el ingeniero.
—¡Vi-va!
El general paracaidista avanza. Le siguen sus coroneles, el de la Legión y el de la guardia civil. Saludan a la bandera y está claro que sienten un enorme alivio porque han cruzado un miedo y un Rubicón:
—A la orden de Vuecencia, mi general. —Al paracaidista le vibra la voz como si sobre ella cayera una limpia lluvia.— Se presenta el general Hernández.
El cornetín manda «presenten armas». Caballeros legionarios, caballeros legionarios paracaidistas, y guardias civiles obedecen. Hay rostros emocionados. Otros, impasibles, serenos. Los policías azules titubean y permanecen quietos. No saben. No responden. Yo mantengo mi lanza recta y siento en el guión el beso de la brisa.
—No he venido —dice Franco— a enfrentar a los españoles, sino a cumplir la ley que rige su convivencia, general. Vayan y díganlo.
Aquellos militares quieren más, pero callan. Quieren seguir a Franco por la carretera hasta Madrid y entrar a sus órdenes, desfilando. Quieren órdenes para rescatar a España de la mentira, del cinismo, de la infidelidad. Saben que van a ser depuestos y, como yo, también quieren hacerlo con decencia. Por lo demás, tampoco les desagrada la idea de pegar algún susto. Han sido muchos años de insulto a su profesión. Y a España.
Pero son soldados. Saludan y regresan a sus puestos. El Generalísimo, erguido, sigue sus pasos:
—Esa es la disciplina que practicamos. Esa es la disciplina que enseñamos.
Las fuerzas empiezan a partir. Van alegres. Aquellos legionarios y aquellos paracaidistas nacieron después de la muerte de Franco y se van alegres, muy seguros de haber visto historia y milagro. Hay un mismo corazón en todos.
Giramos y el Generalísimo pone el caballo al trote. Le sigo. Sí, sí, son cosas del alma. Cosas inmortales.
—Si la miras fijamente —me repito—, sabes que la tierra no existe
—Existe, Blanco. Existe. Pero no manda.
Nos están recibiendo, de nuevo, los clarines de Caballería. Los claros clarines.
Mañana será otro mundo
—Sonría. —digo a Sara.—Sonría fuerte, si puede expresarse así.
Soy el psicólogo José Luis Blanco Blanch. Hay precedentes: por el mundo va alguien llamado Blanco White y, encima, escribe. No como yo, que sólo deseo terminar con este mundo y acabo de pueblicar un libro sobre las maneras de conseguirlo, como, por ejemplo, obligar a las empresas a fabricar objetos duraderos, no coches calculados para apenas cinco años, o neveras para dos. No, no: exigir calidad. La catástrofe sería...
Pero me desvío: estoy con Sara. Cuando tenía seis años, en 1964, salió corriendo del patio del colegio y un coche que se estacionaba la atropelló. Quedó paralítica. Ahora tiene treinta y ocho años, es bella, es profesora de «sociales» y no resiste más su situación. Son ella y su circunstancia, juntas para siempre. También hay un psiquiatra que le manda pastillas para la depresión. Yo en cambio, doctor en psicología, como no puedo recetar medicamentos, doy razones de la verdad:
—Es muy normal deprimirse cuando se ve en la situación de usted. También me deprimo yo cuando me miro al espejo.
No es para menos: tengo veintisiete años, mido doscientos siete centímetros y peso ciento veinte quilos, sin contar las grandes cejas que me operé el año pasado: sostengo la rara doctrina de que unas cejas partidas, con cicatrices, o un gran corte en la mejilla, disuaden a los delincuentes callejeros. La prueba es que he paseado por todo Madrid y jamás nadie se ha atrevido a atacarme.
—Hace dos años —sigo—, en la calle de Hermosilla, yo paseaba con mi novia cuando estalló el coche bomba. Íbamos hablando de muebles nuevos para casarnos y murió. Su cuerpo paró toda la metralla y yo solamente salí volando unos metros. Ni sangre me hice. ¿Cree que no me deprimí, Sara? Y ni siquiera han cogido a los asesinos. Además, los soltarían para reforzar la democracia. Por eso se lo digo por experiencia: lo primero, un gato. Una gata mejor, que son más fieles. Lo segundo, sonreír. ¿Sabe la pregunta clásica de la psicología? ¿Lloramos porque estamos tristes o estamos tristes porque lloramos? Pues lo mismo con la sonrisa: levanta el ánimo. Es más: le receto llorar todos los días diez minutos y luego sonreír durante una hora de cada dos.
Sara sonríe: no pretendo otra cosa, pero hablo en serio: sonreír, aunque sea a la fuerza, aleja a los psiquiatras de las cercanías.
—La tercera medida, Sara, es encontrar un objetivo que valga la pena. Escriba un libro contra los automóviles; diga que producen cáncer. O dedíquese a tener ideas, sobre la cosificación del hombre y de la mujer a causa de los anuncios de televisión y de los productos dietéticos. Cosas así, aunque le parezcan de pronto una tontería. Mire: le regalo mi libro «Así revientes» Son ciento cincuenta maneras de destruir este perro mundo. No quiero decir el planeta, sino la sociedad. Por ejemplo, suprimir los telediarios. O la tele completa: es la gran enemiga de la libertad en general.
Sara vuelve a sonreír:
—Pero es difícil lo que me pide.
—Claro que sí. También vivir es difícil. O tener paciencia. Usted no se gusta. Bueno: sólo los estúpidos se gustan a sí mismos y acaban mal, de políticos o de algo peor aún. Usted sonríe y se pinta un poco más la sombra del ojo. Y, por supuesto, el arma secreta que he dejado para el final: se me compra usted un rosario, de los grandes, y va pasado las cuentas por las yemas del índice y del pulgar tanas veces como pueda. Incluso cuando da clase, que es un buen momento para dejar la mente en blanco. Es uno de los estímulos más potentes.
A cada uno, lo suyo. Mi anterior paciente, también deprimido, sufre de una bajísima autoestima, de manera que le he mandado a un gimnasio a practicar boxeo. Cada día hará una pelea con un tipo de tamaño doble, y cada día lo tumbará de un puñetazo, porque para eso tengo un pacto con el dueño. El pobre deprimido saldrá de allí dispuesto a comerse el mundo. ¿Y qué decir de la chica que no quiere salir de casa porque la calle le da miedo? Pues un uniforme extraño le receté. Extraño pero no imposible, con gorra de plato y galones. Curada está.
Sara me da las gracias y sale rodando con su silla de ruedas. La madre, silenciosa hasta entonces, la empuja y pregunta:
—¿Seguro que te dijeron que era un buen psicólogo?
Sí, lo soy. Pero aún no sé devolver las piernas a los paralíticos. Ni la sensibilidad.Ni el amor.
Los siguientes pacientes que me hace pasar la chica son dos hombres altos, jóvenes, con el pelo corto y una sonrisa franca. Mi diagnóstico es claro y rápido: no tienen nada. Ni siquiera son pareja de hecho.
Uno de ellos, tras sentarse, me pone sobre la mesa un libro viejo y descolorido. Me sorprende ver que se trata del mío, «Así revientes», salido de imprenta hace cuatro meses: ¿Qué le habrán hecho para reducirlo a semejante estado?
—Este libro —dicen ellos— ha servido para muchos trabajos. Hemos llegado a la conclusión de que podemos dirigirnos a usted porque nos creerá y porque nos aconsejará lo mejor.
Abro el volumen. El papel está amarillo y quebradizo. Me digo que ya va siendo hora de que compren un ejemplar nuevo; uno que se pueda enseñar sin causar daños profundos en la psicología del autor.
—Creo casi todo, por módicos precios.
—Verá: nosotros hemos venido a llevarnos todas las catedrales, todos los castillos, todos los palacios, el Acueducto de Segovia, el Teatro de Mérida, las Cuevas de Altamira...
—¿Es eso lo que me tengo que creer?