El niño, ligeramente amoscado, repasa todavía los rincones de la nueva casa. Llegaron por la mñana, mientras los de las mudanzas daban los últimos toques a la faena y mamá decía que bien, que sí, pero que todo quedaba manga por hombro pese a la buena voluntad de los hombres que trajinaban los muebles.
Luego comieron en la cocina. Mamá dice siempre que la cocina es el lugar donde se debe comer: «Lo otro —explica—, el comedor, no es más qeu una reminiscencia del feudalismo, cuando eran muchos los que se sentaban a la mesa.» Y papá, aburrido, comenta que la culpa de todo esto la tienen las películas americanas y los fabricantes españoles de quemadores de gas. En niño, sin embargo, está acostumbrado a semejantes teorías y, mientras la comida, ha preferido mirar una vez más el rabo de lagartija, primer trofeo adquirido en el jardín.
Con los postres, cuando mamá afirmaba que el alicatado de la cocina le daba ambiente de cuarto de baño (y papá, impasible, se rebuscaba a la caza de su mechero de oro), el niño ha pensado seriamente en su futuro: ¿qué porvenir le aguarda desde esta alejada casa? El, que hasta un día antes dudaba entre trabajar en una oficina (como papá) o tener un avión de mayor, se siente ahora frustrado en este campo donde, a buen seguro, sólo podrá ser jardinero, y, ¡valiente cosa es pasarse toda una vida sacando lustre a las hojas! Sin embargo, con el último bocado de manzana, ha descubierto nuevas posibilidades al oficio: los gusanos, los escarabajos, las hormigas y cosas así... Tal vez los jardineros puedan dedicar parte de su tiempo a la cacería de tan notables ejemplares. Luego quizá pueda guardar esos bichos en tarros de cristal y hasta formar el más completo museo de arañas de jardín, limazas y saltamontes.
Ahora, aceptando ya su nueva vocación, repasa los rincones de la casa mientras decido dónde deberá ocultar su colección hasta que vengan los periodistas a tomar fotos de sus animalejos para pregonar a los cuatro vientos que él, el niño, tiene el mejor museo de jardineros. Mamá canta en el patio a medida que el sol se escurre por el horizonte (un horizonte sin ningún atractivo, pues no ofrece nuevas ideas que completen su vocación recién nacida) y papá toca el piano; con un solo dedo, como siempre, porque papá encuentra igualmente detestable cualquier música, tanto la de los discos como la que él mismo se procura mientras fuma la pipa de la anochecida. Por eso suena un Schubert tembloroso y vago cuya serenata se va uniendo lentamente a cada piedra de la casa: la, si, la, re; la, sol, la, sol, re...
El niño no sabría decir si hay algo misterioso en el ocaso. Simplemente la nueva vivienda ha dado de sí cuanto podía, y se aburre. Mañana, quizá, saldrá en descubierta hacia una vieja higuera que ha vislumbrado al final del jardin, donde se espesan los jaramagos apoyados en la pared derruida... Tal vez se tope con un nido, en cuyo caso deberá estudiar fríamente las ventajas que un profundo conocimiento de la ornitología le reportará en lo futuro. Hasta entonces, nada queda por hacer salvo escuchar los dedos de papá aporreando el piano (Schubert y su serenata: si, la, si, re; la, sol, la, sol, re..), la canción que mamá tararea entre la oscuridad del otro lado de las ventanas.
El niño se aburre y se repite por última vez que son bien pocas las que un nen emprendedor y moderno puede llevar a cabo en una casa de campo cuando han concluido las exploraciones previas y el rabo de lagartija pierde su encantadora y viscosa frialdad.
Echa a andar por las escaleras... Quizá arriba, en su dormitorio, encuentra algo que hacer mientras papá y mamá acaban con sus absurdas maneras de pasar la tarde y le llaman a cenar. En alguna de sus cajas ha de estar la enorme rana que cazó el otro día, cuando le llevaron a remar al estanque y se cansó de ser almirante de la escuadra; o puede que, antes, dé con el pedazo de cuarzo brillante y claro del que podría sacar con poco esfuerzo centenares de preciosas esmeraldas con sólo tener una buena sierra y un bote de pintura verde. En caso de que la pintura resultase imposible de encontrar, probaría con sus acuarelas, pero esto último es sólo en caso de emergencia.
Las escaleras de la casa son muy largas y muy empinadas..., tiene que hacer un esfuerzo para salvar cada uno de los peldaños o para abarcar cada uno de los barrotes de la barandilla. Piensa en mamá, por la mañana, cuando le decía a papá que la besaba: «Eres terriblemente sicalíptico» Él, sin duda, también es «terriblemente sicalíptico». Mamá no dice las cosas al buen tuntún y, si papá lo es, ¿por qué el niño no?
«Soy sicalíptico», murmura escalando otro peldaño. Tal vez el rabo de largatija que lleva en el bolsillo sea igualmente sicalíptico, o el quitabarros de la entrada. Es una palabra como apocalíptico, la que dice papá cuando a mamá se le quema la comida y sabe a chocolate sin azúcar; una palabra que hace pensar en Dios, ese señor que tiene la barba blanca y vive en el último piso del cielo.
En esto surge la nueva idea: ¿Y si Dios le estuviese esperando arriba? ¿Y si la enorme escalera no condujese sino al cielo? Es tan larga que bien podía ser. En ese caso le pediría un avión o, mejor, un caballo: no sabría dónde meter un avión en el campo; en cambio, un caballo, sí, porque como flores y yerbas y, a los mejor, hasta gusanos, y de eso hay en casa más que suficiente. Y Dios no se enfadaría, porque está acostumbrado: toda la gente le pide cosas, como mamá cuando levanta las manos y dice que quisiera un poco de paz; o cómo papá, que siempre gruñe que, a Dios quiere, el año próximo tendrá más dinero.
El niño, desde luego, no le pedirá paz ni dinero porque esas son cosas que prefiere dejar para los mayores. El es mucho más práctico y se conformará con un caballo «de los de verdad». Basta con subir la enorme escalera que va al último piso del cielo y hablar un ratito con Dios. Decirle, por ejemplo, que le quiere mucho, porque a Dios —¡a saber!— se le han de decir estas cosas absurdas. Por lo visto es un señor que vive sólo y se aburre, claro; y, entonces, quiere que la gente le haga mimos para pasar el rato mejor.
El niño decide que subirá cada día hasta su casa y le enseñará sus trofeos. Tal vez se alegre y quiera jugar con la rana: cuando se la pincha con un alfiler da unos saltos estupendos. Sin duda, que Dios se divertirá bastante si se la lleva.
Ahora, cuando llegue, Él le estará esperando en el descansillo con su barba brillante y relimpia y le preguntará por la rana. El niño, entonces, le explicará que no contaba con subir tan alto, pero que, casualmente, lleva encima la cola de lagartija, un diente de gato, una taba y una chispita de azúcar que agarró de la cocina. Y también le pedirá un helado de los grandes, de esos que papá no le deja comer porque le ensucian la tripa. Se lo repartirán, claro, porque el niño es generoso y no piensa abusar de Dios, que es viejo y vive solo.
Después le contará eso tan gracioso que dice mamá de la vecina de la otra casa, que no es una mujer, sino una lagartona (que es un lagarto hombre y grandote) que teje telarañas para atrapar a papá... Quizá Dios lo entiende y se lo explique porque, que él sepa, los lagartos no hacen telarañas ni se parecen a las mujeres... Si él un día se encuentra a uno tratando de cazar a papá, lo arreglará fácilmente, que para eso están las piedras.
A mitad de escalera recuerda que Dios tiene a los santos, que son muertos muy buenos que siempre hacen milagros y sonríen y van por el mundo dando caramelos a los niños y trozos de capa a los pobres y cosas por el estilo de simpáticos que son. Dios seguramente le enseñará alguno y el niño le pedirá, para aprovechar la ocasión, una bicicleta o una pistola, que todavía tiene que decidir cuál de las dos maravillas le conviene más. Y a la Virgen, a cambio de las flores que llevó el otro día al colegio, le sugerirá la conveniencia de regalarle un pastel, porque todas las mujeres andan siempre cerca de alguna tarta o de algún bollo, como la abuelita o la misma mamá, sólo que mamá hace pasteles muy pequeños y no le deja comérselos de golpe. Las madres —decide— están muy bien para mirarlas de lejos, pero en cuanto uno tiene que hacer lo que le mandan, el asunto se pone desagradable. La Virgen, en cambio, seguro que no se pone pesada, ni le obliga a lavarse las manos después de ir al baño.
En cuanto llegue al cielo y hable con Dios, el niño le pedirá permiso para ser santo, lo cual es, a simple vista, un buen negocio. Siendo santo tiene destracción asegurada para mucho tiempo y, desde luego, jamás le faltarán provisiones de chocolatines y bolas. Además, las monjas del colegio le tratarán mejor y le perdonarán los deberes y no le llevarán tanto a la capilla, porque las monjas siempre andan haciendo lo que los santos quieren: se lo preguntan allí mismo en la capilla, y, de regalo, les encienden velas altísimas. El niño, cuando sea santo, pedirá que le pongan las más grandes y las más rojas, porque le gusta el olor de la cera quemada y porque la oscuridad es muy fastidiosa: solo la gente mayor se empeña en apagar las luces... Si de él dependiera, dejaría el sol siempre en mitad del cielo en lugar de andar moviéndolo de un lado para otro. Esto también se lo dirá a Dios en cuanto llegue a lo alto: «deja el sol quieto, Dios.» Y así, todos ahorrarán trabajo y serán más felices.
Evidentemente el mundo no está hecho con la cabeza. Las personas mayores andan siempre muy atareadas para pensar seriamente en él, y así va. Lo del sol es un ejemplo, pero hay muchas otras cosas, como el asunto del arroz con leche: ¿Por qué los niños tienen que tomar arroz con leche a todas horas? ¿Y qué decir del tonto juego de los palotes? Al niño le tienen toda la mañana haciéndolos y creen que se divierte con eso... Dios, seguramente, no está enterado: Él, como dicen las monjas, quiere mucho a los niños y, de saberlo, no dejaría que se aburrieran de una forma tan espantosa.
Cuando él sea santo ganará tanto dinero como papá y se comprará una monja para tenerla todo el día haciendo palotes por él. Y, además, guardará tantas ranas como se le antojen, y coleccionará nidos de avispa y jugará con el perro que siempre pide y que nunca le traen.
Ya casi está llegando: le parece vislumbrar la barba blanca de Dios confundida con la luz del descansillo. Recuerda entonces que no puede irse al cielo sin avisar a mamá, porque se enfadaría, y baja a pequeños saltos hacia donde todavía suena Schubert doliente (la, si, la, re..., la, sol, la, sol, re...). Y, junto al piano, tira de la manga de papá, que tiene el brazo en la cintura de mamá.
Se lo explica luego: estaba ya en la puerta del cielo, escalera arriba, cuando ha regresado a decirles que, de mayor, será santo, que se lo va a pedir a Dios; y, en cualquier caso, lo será de todas formas. Y cuando papá y mamá vayan a rezarle y él esté subido a su altar, hará que el sol se esté quieto y que las monjas le enciendas velas y le hagan palotes. Y, así, hasta que se canse: luego se subirá a su caballo y se irá a cazar cosas por el jardín, y a comer pasteles que le hará la Virgen, y mamá no podrá evitar que se tome cuantos le venga en gana.
Papá y mamá ríen y se le llevan a la cocina para que cene. Después, riendo todavía, le suben en brazos al dormitorio por una escalera sorprendentemente corta:
«Ésta no es —dice él, molesto—. Esta no lleva al cielo.»
Le acuestan, y mamá, al doblarle la ropa, requisa la cola de lagartija.
«¡La luz, no!», grita el niño, y, por una vez, le hacen caso.
Al rato, sólo ya, vuelve a oír la cantinela de los dedos de papá: la, si, la, re... Papá y mamá tienen siempre razón y esto es desesperante, como cuando mamá dice que es sicalíptico algo y mira, riéndose, al niño. Y él, con los ojos muy apretados contra los puños, imagina a un Dios entristecido, retirándole montones de velas y pasteles y bicicletas.
«Todal —dice furioso—, se lo tienen merecido: ellos son los que cambian de sitio el sol...»
Publicado en la revista «Arriba», 17 de junio de 1973.
Seleccionado en el Concurso «Arriba 1973».