Los Confines del Cosmos

Arturo Robsy


Cuento


I
II
III

I

—Te digo que es verdad —el demudado rostro del que hablaba expresaba, a la vez que la impaciencia y la fatiga por no ser creído, la extraña agitación que le embargaba y le hacía temblar.

—¡Quita, hombre! Eso que cuentas es más difícil de creer que hacerle pantalones a un pulpo.

—¿Tanto te cuesta admitir que yo he oído voces en la cueva y que no ha sido una sola vez, sino muchas y a diferentes horas?

—Puede ser una cabra que ande por allí perdida. Puede ser una pareja de enamorados...

—Total: que tiene que ser algo distinto de lo que yo te digo, ¿no?

—Es que creer que por allí dentro vive gente es creer mucho, Pedro.

El otro se levantó airado. Dejó unas monedas encima de la mesa para pagar la consumición que habían hecho. Luego contempló meditativamente a su compañero como pensando si aquel zagalón fornido y bizarro podía comprender algo tan hondo y misterioso como lo que él le había contado.

—Bueno —dijo—, yo ya me voy. Pero, si quieres, vente conmigo hasta la cueva, sólo para demostrarme que la cabeza te sirve para algo más que para ponerte fijapelo y brillantina.

—Iré. ¡Vaya que si iré! Y si oigo esas voces que dices y me dan la impresión de ser de hombres que vivan allí dentro, me bajo y te traigo por el pescuezo al que las dé.

Pedro alzó las manos en gesto de impotencia y echó a andar por unas callejuelas seguido de Ramón. Hasta que llegaron al descampado no pronunciaron palabra. El sol, que ya reanudaba su camino en busca del descando nocturno, había cambiado los amarillos hirientes y los verdes brillantes por sombríos azules y dorados reflejos. Un triste y polvoriendo sendero serpenteaba entra lozanos campos de un frescor paradisíaco. Tal contraste de colores y sensaciones oprimía los espíritus de los dos hombres que, ajenos a la bellaza de las tierras, estaban inmersos en las más latas y misteriosas praderas de ese otro mundo que es el mundo interior.

Ramón cree — pensaba Pedro— que todo esto me da miedo. Está convencido de que hay algo que me causa pavor y lo atribuye a mi imaginación. Él en cambio es como un toro joven: le gusta influir en las cosas, dominarlas, porque se siente con fuerzas para todo, porque nunca ha chocado contra algo que se levanta en todas las fronteras humanas: el arcano.

Para Ramón, en cambio, todo se debía al inmenso poder imaginativo de su amigo, que no dejaba de devorar libros. "No hay nada —pensaba— como una sólida lógica y un espíritu poco impresionable para salir airoso de todos los trances difíciles. Pedro en vez de enfrentarse fríamente con las cosas, las interpreta según su estado de ánimo, haciendo de ellas un extravagante paisaje de formas descentradas".

El quemado sendero se difuminó en la hierba. Al fondo, en un farallón grisáceo cubierto ya de sombras, se abría en esplendor de negrura y acicate la boca macabra de una cueva, de la cueva. Ramón, quizás sacado bruscamente de su pensamientos, quedó parado en seco contemplando el agujero que parecía arrojar al mundo todas las tinieblas.

—Vamos —le animó Pedro—. ¿No eres tú el que no tiene miedo?

—Y miedo —respondió al paso que alcanzaba a su amigo— no tengo. Es que estaba pensando en lo bonito que debe ser un mundo oscuro sobre estalactitas.

—Sobre todo si luces verdes y rojizas lo alumbran difusas.

Llegaron a la entrada.

—¿Y es aqí la pregunta Ramón— donde se oyen voces o algo parecido?

—Sí — contestó lacónicamente Pedro.

—Voces... Quien dice voces dice ruído.

—No.

—Voces... Y aquí no puede entrar el ganado. Hay paredes que lo impiden

—Sú.

—¿Las has oido muchas veces?

—Sí.

—¿Cómo son? ¿Dulces?

—Sí, muy dulces. Te incitan a entrar. Yo lo hubiera hecho, pero...

—Sí, te entiendo. Se siente algo raro aquí.

—Sí.

—Como si se te llenase la cabeza de ideas fantásticas y a la vez tan vagas que no las puedas conocer en su mayor parte.

—Sí.

—Como si notases la sangre circular por las venas y te acariciase su tibieza.

—Sí. Como si te diese algo un dulzor que te hace poner blanco y sin voluntad.

—Sí.

Ambos estaban de pié con los ojos en aquel abismo de negrura, y no los habían apartado de él en todo el rato. Se sentían como hipnotizados, como suspendidos en el aire.

En eso que llegó hasta ellos un susurro delicado y suave que recordaba a las voces que se extinguen entre los miles de ecos de un barranco; al último aliente que se pone en una palabra.

—¿Oyes? —dijo Pedro.

—Sí.

—¡Qué bonito!

—Sí.

—¿Estás convencido?

—Sí. Perdona. Esto es algo delicioso que te hace perder toda lógica.

—Sí.

Volvió a sonar la voz de la cueva. Parecía un lamento. Ellos creyeron entender algunas palabras.

Ramón, con todos los músculos tensos, sudaba copiosamente mientras su mirada adquiría un fulgor diamantino. Las manos le temblaban. Todo él era víctima de una corriente de sensaciones que le avasallaban. El mismo no entendía nada. Sólo sentía que algo le atraía irresistiblemente.

Su temblor fue en aumento.

Pedro experimentaba lo mismo también. Quizás más fuerte psicológicamente que su compañero, intuyó la necesidad de huir, de escapar de aquella mágica atracción. Dió un salto atrás.

—Vamos, Ramón. Hay ya bastante.

El otro no contestó.

—¡Ramón, por Dios, deja eso y ven?

El otro seguía mirando mudo. Temblaba de agitación.

—¡Ramón!

Ramón avanzó a grandes pasos y se metió dentro, perdiéndose en la negrura.

—¡No! ¡No hagas eso!

Nadie contestó.

Tan solo allá, a lo lejos, pareció escucharse un murmullo, suave, lejano, pero ensordecedor.

II

Uno tras otro iban pasando los días. Lentos, exasperantes... Desde que Ramón se había metido temerariamente allí ya iban cuatro. En todo el pueblo no se hablaba de otra cosa. Se organizó un grupo para rescatarle, pero todos los esfuerzos resultaron inútiles. Parecía como si se hubiese diluido en la misma oscuridad.

Pedro pasaba largos ratos en la entrada de aquel mundo subterráneo. Algo le decía que Ramón tenía que aparecer de buenas a primeras.

Y así sucedió.

Una figura vacilante y temblorosa volvió a ofrecerse a la luz del sol.

Traía las ropas hechas jirones; de sus brazos deshollados manaba roja sangre que goteaba por los dedos; su cara estaba cubierta por una máscara de barro seco, y sus ojos... sus ojos parecían traer las pupilas llenas de la visión de un mundo nuevo y maravilloso, o de algo peor.

En sus movimientos había un no sé qué de máquina que daba a la escena una espantosa sensación de "algo de más allá".

El propio Ramón parecía salir de los confines del universo envuelto en un hálito de irrealidad y lejanía.

Y así, sordo a todo lo exterior, Ramón tomó el camino de la ciudad seguido de Pedro, con paso tardo.

Nada parecía llegar hasta él. Como si estuviese en un plano diferente, tan cerca y tan lejos a la vez que el mundo en conjunto no le afectada; tan lejos, que estaba perdido...

III

Le llevaron a una clínica y en el transcurso de una semana apenas sí despegó los labios una vez.

Pedro, siempre a su lado, trataba de sacarse de su mutismo.

Por fin un día, sin previo aviso, comenzó a hablar.

—Era delicioso. Un palacio de estalactitas y estalagmitas era donde vivíamos. Un lago daba frescor a todo. Tal es la vida que siempre me gustó vivir, pero ella... quizá ella tuviera sus razones para aquello. Luego, la nostalgia del mundo que yo había gozado me hizo pensar en la marcha. El azul verdoso de aquellas aguas, la agradable penumbra del ambiente, aquellas músicas que salían de las rocas, ella... todo me hacía desear permanencer allí, pero quería volver de nuevo a ver el sol, a ver a los amigos.

Salí.

Me encontré entonces frente a frente con las cosas que allí abajo a fuerza de soñarlas me parecían hermosas, y me desengañé.

¿De qué vale la vida si he de vivir entre la fealdad!

¡Ella!

¡Ah!

Calla... ¿No sientes de nuevo el mágico influjo de sus ojos?

¿Te das cuenta? ¡Hay que volver!

Todos esperan contentos mi regreso.

Se puso en pié y salió corriendo.

—¡Ramón! ¿Qué haces?

El hombre parecía enloquecido. A través de los corredores de la clínica chillaba e invocaba un nombre.

En la calle continuó su alocada carrera descalzo, en pijama. Corría y corría.

Tras él varios médicos y Pedro corrían y corrían.

Llegó a la puerta de la cueva.

Todo su cuerpo, como la vez anterior, temblaba.

—¡Ya voy! ¡Ya voy!

Y momentos después la negrura lo cubría todo.

Pedro calló. Sabía que algo muy grande sucedía dentro. Por eso el silencio era su mejor homneaje a Ramón.

¿Sería feliz?

Esta vez no regresó.


Publicado el 15 de julio de 2018 por Edu Robsy.
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