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Y volvió. Cruzó la fronda, se rasgó la piel en los aulagares, esquivó automóviles, pero volvió.
Se lo llevaron. Volvió.
La tercera vez hubo una pequeña discusión en la casa: el perro era un problema y ellos no podían perder el tiempo alejándolo y alejándolo.
El payés dijo que le iba a pegar un tiro. Madona se encogió filosóficamente de hombros pensando, quizá, en la cosecha de pimientos, y él, ajeno, movía el rabo satisfecho de estar de nuevo en su hogar, y hurgaba con el hocico entre los desperdicios de la cocina.
Luego, el hijo, un muchacho torpón y sucio, sintió algo parecido a la piedad y la ejecución quedó aplazada. "Si regresa la próxima vez" —dijeron, y se lo llevaron al mar, a la distancia más larga. Allí se quedó. Allí estaba, caminando por la carretera y bebiendo el agua de sus charcos, preguntándonos lo que sucedía.
El pescador sin dedo era ya viejo, y toda la vida había trabajado con su barca y con sus redes y sus palangres, echando al mundo dos hijos que le crecieron robustos y se le fueron a la ciudad a buscar un pan que no oliese a pescado.
2 págs. / 4 minutos.
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Publicado el 28 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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