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Sólo un niño, siguiendo el vuelo errático y tornasolado de una pompa de jabón, comprendió que la luna no acudía a la milenaria cita con las estrellas.
Los mismos astrónomos, a la caza de planetas perdidos entre los sistemas solares o midiendo los velocidades de los Quasars, la vista telescópica perdida en la distancia, no repararon en lo próximo, en el rostro planetario y sonriente que había seguido las andanzas del hombre desde que anduvo.
Dos días después, un periodista de vacaciones en el campo oyó conversaciones en la taberna. Charlas al amor de la boina alimentadas con vino nuevo y reunidos de fichas de dominó sobre el mármol viejo de la mesa.
Labrantines modernos, de tractor y no de mula, hablaban de la luna precisamente porque eran los únicos en no estar en ella. El pálido satélite —decían— había desertado. Quizá lo pulverizaron con un cohete incontrolado o quizá se fue de grado, a cambiar de éter.
—Ya tengo —se dijo el periodista— la serpiente de verano.
2 págs. / 5 minutos.
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Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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