Las revistas del corazón más avanzadas llamaban a Andrés Delicado el «millonario loco». Sus hijos, también. Cada nueva idea del original padre les abría las carnes y pasaban meses temiendo por su patrimonio.
Se ganó el mote regalando a sus obreros, después de organizarlos en cooperativa, la totalidad de sus acciones de la empresa, que controlaba con sólo el 17 por cien del capital escriturado. Un mes después, y gracias al desinteresado apoyo de los delegados sindicales, los títulos habían bajado veinte veces su valor. No tuvo más que comprar a las víctimas del pánico, haciéndose, por muy poco, con el setenta por cien.
—¿Loco, eh? —comentó cuando volvió a implantar una dirección profesional. Pero no arrebató sus acciones a ningún asalariado.
No terminaba allí su peculiar modo de ver la vida. Tenía en plantilla a un viejo cómico, sobreviviente del teatro de la legua, con la exclusiva obligación de acompañarle e ir diciendo siempre la verdad de lo que pensaba. Su compañía era siempre de temer:
—Este señor —decía, el cómico, del prohombre que estrechaba la mano del millonario— es un memo. Cree que te la puede pegar.
—Esta señora —seguía en cualquier otra ocasión— me recuerda a una coliflor.
Era un misterio de donde le podían venir estas cosas a Andrés Delicado. De la cabeza, sin duda, pero, ¿de qué rincón? ¿Qué parte gris de aquellos sesos se había vuelto púrpura y mandaba extravagancias a los órganos rectores del millonario loco? ¿Qué virus social le obligó a instalarse una fragua en un rincón de su sala de estar?
Allí, el herrero de guardia manejaba el fuelle a la vieja usanza y batía el hierro con la repetida cadencia del martillo mientras el viejo Delicado, enteco y aristocrático, se abismaba en las llamas y pensaba casi en verso, acompasando las sílabas al ritmo de los golpes.
—Quién fuera niño —decía de tanto en tanto— para sentir más aún este misterio.
—Extravagante, sí. Loco, no. —añadían los especialistas a los hijos cuarentones que soñaban con incapacitarlo ante los tribunales.— No es normal tener una fragua en el cuarto de estar, pero hasta las mentes más sólidas han sentido el embrujo de ver forjar el hierro.
—¿Y ese bufón que ha conseguido que la sociedad nos vuelva la espalda? ¿Qué necesidad hay de decir la verdad?
—Los reyes poderosos tenían bufones. —decían los especialistas— Los grandes generales romanos, incluso los de cabeza mejor atornillada, se hacían acompañar durante el Triunfo por alguien que les repetía «recuerda que eres mortal».
—Pero este cómico no es tan filósofo. Dice, por ejemplo, «este tío tiene la nariz como un pimiento»
—¿Y es verdad?
Lo era. Amar la verdad es incómodo hasta para los muy ricos, pero no es síntoma de locura más que entre los políticos profesionales.
Por último, Andrés delicado desapareció. Fue a comprar unos harapos al Rastro; los hirvió, por un asunto de higiene y, con ellos puestos, se perdió entre las masas madrileñas. Sin el cómico y sin el herrero. Sólo con sus hirvientes ideas y con varios millones en billetes de diez mil.
Parecía un buscador de cubos, un dormidor de pasos subterráneos. Sólo que sonreía y se acercaba al ciudadano que despertaba su interés:
—Toma. —le decía, mendigo a la inversa, alargándole un pedazo azul de papel moneda.
Si el agraciado titubeaba, ponía otro en sus manos. Y el millonario loco no miraba el dinero sino las caras. A su edad avanzada había descubierto otro método de investigación psicológica. Caro, sí, pero efectivo.
Empezó, con arreglo a sus hábitos extravagantes, dando al menos necesitado. Se plantaba ante un cajero automático o a la salida de un garaje. Cuando veía a alguien con síntomas de prosperidad, le transfería el dinero.
—Toma.
Tras alguna vacilación, se lo tomaban. Uno de los pilares de la filosofía urbana moderna reza que no hay que mirar los dientes a ningún caballo regalado. Menos aún a los billetes del Banco de España, muy acreditados.
Tras sus comprobaciones, descendió por la escalera social hasta que le frenó la bajada una señora gorda, con capazo, que se abría camino por el pasillo de un mercado.
—Toma. —le dijo el millonario loco.
La mujer miró el billete y, muy discreta, a su alrededor. Tenía todo el aspecto de ser un truco para un programa de después de comer:
—¿Es de propaganda? —preguntó al fin.
—No. Es de diez mil.
—¿Y qué tengo que hacer?
—Cogerlo.
Ella tuvo un simulacro de conciencia:
—¿No le hará falta a usted?
—No
Lo cogió.
Los mendigos eran más confiados. Tomaban el dinero con extraordinaria facilidad, lo sumían en las oscuridades internas y, tras dar las gracias, continuaban pidiendo para comprar, urgentemente, una medicina recién recetada.
Andrés Delicado sabía ya que el mundo era falso: un convencionalismo que no conducía a parte alguna. Sólo un caballero le había afeado su conducta y le había rechazado el dinero:
—Guárdelo, que le hará más falta a usted que a mí.
El millonario loco dobló la cantidad sin decir palabra, y así siguieron hasta que, al séptimo billete, el caballero descabalgó de sus reparos, miró al soslayo, parpadeó y se embolsó el dinero después de dar las gracias.
Estas aventuras, sin duda divertidas para un millonario loco, no pueden correrse durante mucho tiempo sin que aparezca la canalla en el horizonte, La canalla, en cumplimiento de sus hábitos, usa navaja; a veces, de importación. También dispone, en ocasiones, de jeringuillas, o de canutillos que se mete por la nariz. Son emblemas de su grado.
—Venga acá. —dijo la canalla en un aparte, cerca de un portal amplio y viejo.
Delicado, sin estremecerse, le pasó un papiro, suponiendo que la canalla hablara como imaginaban los guionistas de cine.
—Todo. —exigió el elemento, contaminado por el materialismo del siglo.
Sin pestañear, el viejo sacó un fajo. A su contemplación, la canalla se desestabilizó y comenzó a vigilar las cercanías: una maniobra tan sencilla, en su opinión, no podía ser más que una trampa. Guardó la navaja y siguió mirando en torno.
—¿No lo quieres? Toma más. —otro fajo se materializó, brillando con luz propia en mitad de la ciudad oscura.
La canalla sufría tormentos que ni Tántalo. Suspicaz, se rascó la cabeza que, en aquellos momentos, trabajaba a diez atmósferas, sopesando el problema. Sus expertos ojos habían calculado en centésimas de segundo: le ponían dos millones ante la nariz y le invitaban a trincarlos.
—Ah. —dijo, expulsando vapor— Y, si los cojo, me pillan con las manos en la masa.
—En la «pasta». —corrigió Delicado.
La canalla, que esperaba poco bueno del mundo y se consideraba despierta, echó a correr sin previo aviso. Veinte pasos más allá, y después de frotarse la herramienta en la manga para borrar las huellas, tiró lejos la navaja. Sólo le seguía la risa del viejo, que pensaba en el candil de Diógenes, en Diógenes mismo y en lo que hubiera hecho aquel cínico de poder buscar a UN hombre con billetes en lugar de con fanales.
—Toma. —le dijo a una puta algo gastada.
—¿Qué hay que hacer?
—Trincarlo.
—¿Por nada?
—Toma. —insistió el millonario loco, doblándose según se costumbre.
—Abuelo, que usted está mal. ¿De dónde se ha sacado este dinero?
Delicado triplicó, en silencio.
—Dígame donde vive, que le llevaré.
Cuadruplicó.
—¿Esto va en serio?
Al quinto billete la mujer consideró haber cumplido con cuanto podía exigírsele. Hizo un rollito y se lo guardó entre las tetas emocionadas, con placer por que a punto estuvo de ver peligrar su teoría nihilista.
Mascullando oscuras opiniones sobre el ser humano y algunas de las madres que ayudaron a traerlo al mundo, pasó por delante de un restaurante caro y se detuvo a mirar por los cristales.
—Largo. —le dijo el portero, que usurpaba el uniforme de almirante portugués.
—¿Eh?
—Toma. —le dijo el portero, procurando que su manejo no fuera visto por un superior.— Y largo.
El millonario contempló la moneda de veinte duros. Se la guardó y devolvió la fineza:
—Gracias. Esto, para ti.
El almirante dio la vuelta al billete buscando el texto de propaganda, pero sólo se encontró con otro miembro de la familia real. Titubeaba. Luego experimento una especie de traqueteo: podía ser ira incipiente.
—Márchese, abuelo. —dijo, devolviéndole el botín.
Como era de esperar, la cantidad se dobló y se triplicó. Parecía que el anciano estuviera resolviendo, a toda velocidad, el problema del tablero de ajedrez y de los granos de arroz.
Cuando iban por las ciento veinte mil, el portero se quitó la gorra y entró en el restaurante. Salió cinco minutos después, de incógnito, sin cordones de plata ni galones de oro.
—Tómese esta sopa. —dijo, luego de llevarle a su casa.— Usted se encuentra mal. Primero, se templa el estómago. Después, me dice donde vive y le llevo.
Como un aparato de relojería, el viejo loco añadió otro billete al montón que reposaba en la mesa, junto al tenedor. Y otro y otro. Cuando le pusieron el vaso de vino ya había trescientas mil pesetas.
—¿Por qué hace esto? —preguntó el portero.
—Je. —dijo el anciano, retirando los billetes. Los cambió por un fajo de a millón porque no se divertía lo necesario.
—¿Quiere que llamemos a algún familiar?
Dos millones y una sonrisa sarcástica: esa fue su respuesta. Al millonario loco se le resistía un portero y eso podía costarle el descubrimiento de que todavía algunos seres humanos poblaban la tierra.
—Guarde eso, hombre. No sé de dónde lo ha sacado, pero métase en la cabeza que no lo quiero.
—Pepe. —dijo la mujer, próxima a la histeria y paralizada en el gesto de meter el cucharón en la sopera.
El anciano, rabioso, sacó todo su fondo de maniobra y lo puso a prueba: quince millones azules, apacibles.
—No se burle de mí. —dijo el ex—almirante.
—¿Y si no te hubieras dado cuenta de quién era? —le preguntó la mujer el día en que el notario les citó para leerles el testamento del difunto millonario loco, años después.
—¿Cómo no recordarle si el muy estúpido venía a comer cada semana al restaurante?
—Ejem. —dijo el notario— Tengo que leerles esta nota:
«Pepe: ¿de verdad creíste que yo imaginaría que no me conocías de sobra? Pudiste quedarte con quince millones, que es un pico, pero seguro que pensaste en este día. No me veías a mí, sino a mi calavera.»
Pepe, acostumbrado a pasear por el mundo vestido de almirante portugués, se mantuvo impasible. Los hombres listos soportan las sorpresas con dignidad y tienen la cordura de pisar el pie de la esposa antes de que ésta haga una escena.
El notario, muy profesional, les miraba a los ojos y mantenía levantado el mensaje de ultratumba. Quedaba algo en el papel:
«No sería yo el Millonario Loco si me fuera de este mundo sin una última jugarreta, Pepe. Dejo a cada uno de mis hijos sesenta millones para abogados y a ti el resto. ¿te imaginas arrastrar la existencia por los juzgados, sometido a la burocracia farragosa de los funcionarios?
Pese a su férrea voluntad, el almirante se lo imaginó y no pudo reprimir un estremecimiento. Se puso en pie como mordido: aun sin cordones y entorchados, era una figura impresionante.
—Renuncio. —dijo, mientras su pálida mujer se trasponía.
—¿Renuncia usted? —preguntó el notario, decidido a asegurarse
—Soy pacífico. Renuncio.
El hombre de leyes buscó un nuevo sobre, que abrió con lentitud. El testamento le divertía en secreto:
«Fuiste humano, Pepe. —leyó— Interesado, pero humano. Me diste sopa y vino. Soportaste una tentación por valor de quince millones: no te cegó la ambición del instante ni ahora has querido cambiar la paz por el dinero. Entonces supusiste que te recordaría en mi testamento, lo que significa que me atribuiste ciertos buenos sentimientos que nunca tuve.»
«Tampoco has caído en mi trampa ahora, y esta vez sin motivos para sospechar que te probaba. La codicia absoluta no te ha dominado y, sólo por eso, te lego quinientos millones y algo en lo que meditar. Además, estáte tranquilo: mis hijos, si no quieren perder su parte, se abstendrán de reclamar.»
Sin cobrar nada por ello, todos los meses hubo un hermoso ramo de flores en la tumba del Millonario Loco. Así pudo saber, desde lo alto, que siempre es posible tropezar con un hombre agradecido. Y no por el dinero, sino por no tener que pleitear.