En algunos ambientes se extendió el uso —que a veces permanece— del laconismo falso, basado en el verdadero de José Antonio Primo de Rivera, cuando inició, entre aplausos, el que luego fue conocido como Discurso de Fundación de Falange, pronunciado en el Teatro de la Comedia, el 29 de Octubre de 1933, dijo así lo que llegó a ser tópico: «Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.»
Y José Antonio, negándolo, había hecho su «párrafo de gracias». Pero, inteligente, salido de la Facultad a los 18 años como abogado, no era lacónico. Pensador, debía comunicar los pensamientos y más los suyos, pura novedad en aquel mundo inmovilizado.
Sí, era sobrio. Nunca hablaba a humo de pajas ante su gente o las multitudes; nunca de él. Tenía algo que decir y lo hacía tanto con la palabra como con lo que se llamó «Estilo», concepto que al rodar hacia abajo ha acabado en «Look». Pero donde estaba José Antonio la gente pedía su voz, su idea, su perdón para aquel mundo que se moría. Tenía lo que hoy se diría «el valor de decir lo necesario», el mismo valor que nos falta.
Pero este libro a mi Joven César, debe empezar hermanando dos épocas, dos posiciones, mediante cuatro versos:
Anoche, cuando dormía,
soñé, bendita ilusión,
que José Antonio venía
a tocarme el corazón.
Muchos españoles han sentido el corazón tocado por José Antonio, pura primavera, pura esperanza, alfaguara limpia. Al contrario que don Antonio Machado, esos hombres, recios y leales, no hablaban «con el hombre que siempre va conmigo». Lo vivían. Jóvenes, a veces cándidos, blancos de inocencia, eran hombres y su credencial, la fuerza de la lealtad. Ni tiempo ni talante para soliloquios. Ellos obligaban y obligan a ese hombre que son; le exigen lo que ya nadie enseña: la profunda libertad que da el servicio, la justicia que da la norma.
Para entender eso hay que haber nacido de un modo afortunado y desprendido. ¿Se trataba, solamente, de ser «La Nación poderosa que jamás dejó de vencer»? Se trataba, mejor, de redimir al hombre y es ese hombre redimido el que jamás deja de vencer, jamás deja de imperar sobre sí, jamás cede a la muerte.
Este libro, español de siempre, tocará tu corazón. No hace política sino memoria. No importa su color sino la extraordinaria perseverancia de un muerto que sigue predicando, porque, ya, nada ha cambiado.
En llegando aquí, al corazón tocado por el Joven César, no se consigue olvidar algo que no se sabe si José Antonio llegó a decir, pero sí llegó a pensar:
—Caballeros: —grita a sus Centurias de Madrid, bien formadas.— ¿Queréis ser hombres?
Los jóvenes luchadores, «que el paso acompasan con ritmos marciales», responden como si juraran bandera:
—Sí, quiero.
—¡Pues jurad la Primavera!
Estas son «Las florecillas de José Antonio». Y un grito de su autor: Murió José Antonio por España; salvó a muchos de la muerte y del desánimo. Sufrió persecución y asesinato injustos y, al caer, abrió a la vida millones de corazones. ¿Valía menos que otros que ya han sido beatificados? Pero hay una Iglesia que no le ama.
Ni yo a ella.
Así, este es libro de estímulo:
A todos los que esfuerzan a diario el corazón por Dios y por España. En lo pequeño y en lo grande. Serán consolados.
Su Talante
Había un cuchillo en 1934. El mundo español, ya con diez años de locura creciente y con tres de república menguante, ha hecho crisis como enfermedad y en el mismo Madrid, mientras la gente va por las calles con los brazos en alto, se tirotea al Presidente de la República, que esta vez se mantiene gallardo.
José Antonio sale con sus hombres y un mensaje total, obligado en aquel y en todos los años: «¡Viva la Unidad de España!» Van del brazo José Antonio, Ruiz de Alda y Ramiro Ledesma. Les siguen falangistas y el pueblo leal, unido ante la insania, les rodea, les envuelve, les guía hasta la Puerta del Sol.
Habla el Jefe de esa unidad nacional, traicionada, herida, tiroteada. Habla de paraísos difíciles, de tiros que no matarán ideas ni historia. De que hay una España naciente como un amanecer: roja del sol, negra de la noche no expulsada todavía.
Alguien, José llamado también, se ha ido acercando, porque debe matar a José Antonio. Por España, le han dicho. Pero José ha escuchado y ha sentido como un vuelo del alma, como un abismo que se quedara atrás.
Sin palabras, serio pero con luz propia, le entrega el cuchillo a José Antonio.
El acero —se dice— con el acero.
Se abrazan. Nadie le ataca
Poder
Desde la ventana vieron pasar a los guardias de asalto. Por Ópera corrían hacia la Puerta del Sol, donde España acostumbra a nacer y a morir. Nunca en silencio.
—El oficio más viejo del mundo —comenta José Antonio a Sánchez Mazas, que no sabe si es un pensamiento burlón.— El oficio más viejo del mundo es el dominio, el poder. Pero sólo el hombre necio trata de imponerse a los demás. Al necio no le importan verdad, justicia y libertad. Sólo la fuerza, que pueden ser las porras de los Guardias de Asalto, la mentira o el dinero.
—¿Queremos el poder nosotros? —pregunta Sánchez Mazas, poeta gigante.
—Más que el poder, Rafael. España necesita la poesía que promete, o sea, la Idea de España. Con ese signo venceremos.
Su Nombre
«José Antonio oyó su nombre gritado por la turba que exigía su sangre. Salió del café y les miró. Todos callaron.»
¿Qué es el socialismo?
Tras el acto del 29 de Octubre, que ha alterado tantas conciencias y ha estremecido la piel, las luces se atenúan y retroceden lentamente ante la oscuridad que va dominando el teatro.
Las gentes que han estado en las mesas del escenario no se deciden a abandonar lo que para ellos será ya un hito. Para su vida y para la de España.
Alguien, que recuerda que José Antonio acaba de explicar que lo bueno que tenía por dar el socialismo, ya lo ha dado:
—¿Qué es el socialismo, José Antonio? En él hay gente de valía.
—Claro que la hay: muchos de los socialistas; pero el Socialismo es la explotación malvada de muchos justicieros. Los liberales explotan el trabajo de los obreros. Los otros, sus emociones, y convierten —si pueden— la necesidad de justicia en odio. La clave de nuestra existencia social es muy sencilla: los liberales explotan la codicia y los socialistas explotan la envidia.
Banca
Un señor mayor, un señor que tiene un buen pasar y que, sin duda, vive ahora de una renta del capital, ha seguido a José Antonio durante dos años y le admira. Pero tiene una pregunta:
—¿Por qué nacionalizar la banca, José Antonio? ¿Qué garantiza que el estado vaya a gestionarla mejor que los grupos privados?
—El dinero, amigo mío, no es más que una herramienta. Pero cuando se junta es creador de poder; es una guerra civil silenciosa.
Mientras todo se hunde
José Antonio hace un gran discurso en Cádiz. "España no es una bandera, no es un símbolo, es una verdad".
¿Y qué es el falangista?, le grita un cuarentón desde las primeras filas cuando ya todos se están levantando todavía con burbujas en la masa de la sangre.
José Antonio, ya de pie, va a las candilejas. Los que se iban paran y atienden:
—Falangista no es llamarnos camaradas ni saludarnos con el brazo ni vestir esta camisa que se está volviendo gloriosa. Falangista es el que sabe o descubre que tiene un deber con España y con los españoles: así pues, un deber universal y afirmativo. El que sabe que el cumplimiento de ese deber exige una fe y un esfuerzo para llegar a un mundo mejor, es decir, más justo. Y mirad que los socialistas dicen "un mundo mejor, es decir más igual" En una palabra cabe un abismo.
Los Nuestros
A la Falange han llegado jóvenes comunistas, anarquistas, socialistas. Hombres que ansían algo y que buscan el camino. Algunos advierten a José Antonio: «Desconfía, aunque sea un poco. Recuerda a Chesterton. El hombre que fue Jueves: la infiltración hasta ser lo contrario de lo que propugnamos.»
—Todo el que se atreve a decir la verdad es nuestro compañero de armas.
La Guerra
Se habla de la Guerra de Abisinia y José Antonio es a la vez admirador de Mussolini y enemigo de quienes abusan de los débiles. Cree que debe encontrar las razones de las guerras y está muy lejos de suponer que una se acerca a él, con la guadaña.
—Cometo sacrilegio, pero insisto en que se piense: ¿Qué idea o sistema puede llevar a la guerra? ¿Cuántas se han librado por el “hilemorfismo”? ¿Y por la Mónada? ¿O la Metempsícosis? ¿O por el Apeiron?
—La Idea puede servir de excusa, pero nada más. Nadie vive según las ideas: menos va a morir por ellas. “Muerto por la gloria de la Dialéctica”. ¿Qué delirio de hombre se contagia a cuarenta, ochenta, ciento sesenta millones? ¿Qué promesa, qué visión de futuro, qué fe en qué Dios pueden llevar a la guerra? ¿Qué disfraz o uniforme te arrastrará a ella?
Más Guerra
Los hombres sospechan que las locuras de los últimos tiempos les encaminan a otra guerra en España.
—Este mundo —advierte Raimundo, también jurista— se construyó sobre la fuerza —como el mundo animal donde comes o eres comido— y no sobre la equidad. En la historia pocos tuvieron en cuenta lo espiritual y casi ninguno de ellos mandó.
—Para mal, sin duda —corrobora José Antonio— pero son los sentimientos los que nos mueven, sean codicia, vanidad, bondad, amor, ira... todo sentimiento o es una virtud o es un pecado: así somos. ¿Cómo sentir bien la virtud y el pecado si no tienes acceso al mundo porque es de un modo que no te dejan conocer?
El Cara al Sol
El himno se ha terminado. La música de Tellería se ha hecho a la medida del poema que es. Se habla de amor, de muerte, de primavera y de victoria. El Cara al Sol comienza con una despedida a la mujer: «Cara al sol, con la camisa nueva, que tú bordaste en rojo ayer, me hallará la muerte si me llega y no te vuelvo a ver».
Agustín de Foxá, epicúreo pero lleno de fortaleza, uno de los autores del poema, presiente que el alma de su jefe voluntario se agita:
—¿Te pasa algo?
—Me pasa un verso, quizá el más tremendo de nuestro Himno, el que requiere más valor. Y no se trata de los que hablan de la muerte, sino de su consecuencia: “Y no te vuelvo a ver”. Normalmente es el vivo el que no vuelve a ver al muerto, pero el Cara al Sol dice lo contrario: que el luchador que muere no vuelve a ver a su novia, a su mujer, a su amada
—¿Te parece que está mal?
—¡No! Las calamidades de la lucha, el dolor breve de la muerte son grandes ofrendas a la Patria, pero la mayor es renunciar a ver todo lo que amas. Verdad, Agustín, es acercarse al que te sigue.
Más del Cara al Sol
Nueve veces se había cantado el Cara al Sol en el mundo, himno de luz que entraba por las rendijas del alma a encender la fe, ¡y qué rayos daría pasados los años!
—Pero está el negro atractivo de la muerte. En todo hablamos de ella, José Antonio.
—No, porque la muerte es un episodio. La muerte nos hallará mirando hacia la luz y, por esa vertical luz subiremos a otra vida donde hay un quehacer y un puesto con nuestro nombre. Por lo demás, formar con los compañeros, unir fe con fe, es acercarse un poco más a Dios.
—Pero ya sabes el chiste sobre si somos «enterradores»: F.E: Funeraria Española.
—Si al hablar de la vida no sientes la muerte, apenas vives, porque la muerte es la cima de la vida y la seguridad de más vida. La gran demostración. Y es más justa.
El camarada es poeta y, además, nunca le falta el humor bueno:
—Pues formaremos con los compañeros.
—Maricón el último.
Un segundo de orgullo
Lo que José Antonio pensaba de España, de su salvación y del futuro, era siempre público y se decía desde Chicote al Mesón de la Tortilla. Pero al mejor se le escapa la palabra prohibida, la del corazón que duele.
Aguardaban el café y José Antonio murmuró, sumido en la contemplación del puro que no iba a fumar : «La Falange es una fantasía peligrosa.»
—No me digas que te enteras ahora. —le respondió el camarada próximo.— No lo dirás nunca, pero lo digo yo y queda a salvo el honor: Me da miedo la Falange porque moriremos sin vencer.
—Pero es una hermosa invención para la muerte. —se burló José Antonio.
—La mejor. La del héroe incógnito
Arriba España
Ha habido desgracias entre los valientes que reparten el Arriba. Uno de los jóvenes que suele hacerlo pregunta al Jefe Nacional de Primera Línea:
—¿Por qué vocear el Arriba es jugarse la vida, José Antonio?
El César no necesita pensar la respuesta:
—Porque no voceas una opinión nueva sino un mundo nuevo. Y por los Nuevos Mundos te matan siempre.
¿Qué es España?
Los falangistas son jóvenes y eso supone discusiones y sueños. A veces, tomando un vermú, buscan la entraña de España. No tanto lo que es —que lo saben— sino lo que sienten por ella. José Antonio responde a Raimundo:
—España no es mi madre. Ni mi novia siquiera: España es la parte exacta y real de mis sueños, y los sueños son necesarios para la vida: España es el tiempo. El nuestro. Es el tiempo, vuelto piedra, que nos aguarda.
Plan de Victoria
—Somos muy pocos, José Antonio.
(No hace tanto que el César ha comentad con su Junta Nacional que tiene «diez mil fusiles y un general.» Pero era el ardimiento y no la razón)
—Querer es poder. —responde— Para querer hace falta voluntad, y para la voluntad se precisa fe. Para la fe, amigo, conocer la verdad. Ese es el Plan de la Victoria. Y saberla a nuestro lado.
Rezo
En el parador se va a empezar a comer. Una llama en el hogar es flor de vida. José Antonio, de joven fuerza y de alegría profunda, bendice:
—El tiempo se llega, Señor. Danos gobernantes perezosos y enemigos nobles.
Se santiguan. Esperan todos el “Buen provecho” del jefe, pero el Joven César le pone un prólogo al primer bocado:
—Victoria y derrota son imposturas. —dice, recordando el IF de Kipling que tradujo— ¿Qué me importan si lucho con el alma en alto? ¡Buen provecho!
Tierra
Un hombre azul, pausado, entra y deja una espuerta en el atril. José Antonio observa las diferentes sorpresas de la sala:
—Es el borrador de mi discurso. —dice con voz alta que casi es orden. Saca del serón un puñado de tierra y la muestra:
—Esta mañana he recogido la tierra de aquí, la vuestra, en busca de los misterios del alma. De la vuestra y de la mía.
La pausa que marca se hace espesa y todos saben, de repente, que están más allá, inalcanzables. El Primer Jefe Nacional de la Falange, deja caer la tierra, que desciende grano a grano como desde un reloj. Todavía coge más, pero en esta ocasión lo arroja con ira. Casi grita:
—Decidme: ¿es esto España?
—¡No! —la firmeza hace vibrar todo.
—¿Sois vosotros esto?
—¡No!
—¿Es este el destino? No, no digáis nada porque sí es nuestro destino ahora. La tierra, nuestra tierra, es el final de la esperanza.
No entienden todavía.
—Nos dejaron a merced de la tierra, camaradas. Ahora, ¡florezcamos!
* José Antonio no hubiera sacado la espuerta al escenario, pero suya es la idea de florecer, de la primavera que volverá a reír.
Fuego
José Antonio cuida de la formación de los más jóvenes. Es hombre que ve. Encuentra caminos en lo nimio, en la oscuridad. Mira desde donde no miran.
Rodeado de valientes, no cabe hablar de valor, pero sí del empuje, de esa emoción que desborda y vuelve ingrávido el cuerpo. Enciende una cerilla, una salva de luz blanca, joven, que lo llena todo y que es remedo del hombre.
—Cuando la cerilla se dispara, la luz es blanca y se porta como si estuviera ansiosa de luchar. Despacio, esa luz se hace fuego banco y rojo. Acaba luego en una llama temblorosa que nos quemará los dedos.
Los muchachos hacen suya la idea: la fuerza del nacimiento decae y puede llegar al olvido del ideal. Ya saben que el revolucionario muere con su revolución, «se quema los dedos». José Antonio enciende otra y va subiendo por lo encerado, apretados, el índice y el pulgar. Alcanza la llama y la apaga. No se ha quemado.
—No va hacia abajo el fuego. Apenas si baja la luz. No baja el alma, que es la luz de todos. Dejad que suba.
Agua
—José Antonio: —pregunta un camarada que después caerá en los forcejeos del Pingarrón.— ¿Por qué algunos amamos a España y otros no?
José Antonio está abismado mirando la bandera de agua blanca, de deshielo, de "La Fama". Están en La Granja, Real Sitio. Pasa unos días allí cerca, en la finca de su tío. Corren las fuentes. Pero ha oído bien, aunque teme no acertar con lo que debe decir al joven sin exaltarle:
—La amamos porque miramos hacia ella y la vemos. Porque está fuera y dentro de nosotros, de todos nosotros. Porque, siendo patrimonio común, es lo que más y mejor podemos sentir. Patria es todo lo que podemos compartir. Y hombre es todo el que se puede entregar.
Grande Revolución
—José Antonio —le dicen en la sala donde ha hablado también del Nacional—Sindicalismo— ¿Qué tiempo es este? Todos los partidos nos ofrecen revolución. Tú lo acabas de hacer también. ¿Cómo hacer una buena?
—Sólo hay una revolución verdadera. —contesta el Joven César— Conocer para juzgar. Y juzgar.
Bautismo
Las tardes, entre las rocas berroqueñas, se hacen breves: la luz vacila un por un tiempo y se retira. La Junta Nacional descansa y José Antonio, a veces celoso de su soledad, anda entre las rocas como si no las viera: sintiéndolas apenas.
Llega a una, erguida como una lanza: la vista, al seguirla, se pierde en el cielo. La golpea con una piedra del suelo y le arranca un sol natural, metálico
—Yo te bautizo España.
Peña España es, y pocos la conocen.
Sangre
A Santo Domingo llega un hombre negro. Hecho en lejanas tierras, con los ojos perdidos en soledad, llegó al frío de Madrid, al ocaso dorado de Castilla y a esas distancias rectas, todas campo de batalla, que no se ven desde África. Un día escuchó a José Antonio y sintió la nostalgia no de su tierra sino de su finalidad como ser humano. Lo que el hombre es en lo profundo.
Quiere inscribirse, quiere alistarse, si no es obstáculo ser negro.
Quien le ha abierto le mira sonriente. Se divierte y piensa: «el negro no sabe lo que dice». De un sillón de la amplia entrada se levanta otro hombre que leía "El Sol": también sonríe calmo y el visitante le reconoce: José Antonio.
—¿Y tienes la sangre roja?
—Sí, claro.
—Nos vales.
Wells
Los muchachos han leído a Salgari, a Sabatini, a Wells. Conocen «La máquina del tiempo» y están hablando de cómo podría ser el último hombre sobre la tierra. ¿Portador también de valores eternos?
José Antonio tiene la respuesta:
—No. El hombre solo no es hombre. Hace falta la manera de ser y la idea que decir. El hombre que no necesita hablar es el mono de Darwin.
Llámame camarada
Desde Palencia, desde lo alto de los Picos de Europa, quizá, bajó el lobo. Cansado, hambriento, flaco, abría la vejez y canas vestía. Era un español más, helado, solitario, perseguido y sin esperanza.
José Antonio había hablado en el teatro de aquel pueblo de frío y nieve. Había visto a hombres secos como la mojama, impasibles, con hambre mal curada y trabajo de bestia. Hombres que le miraban en silencio. Hombres que ni siquiera podía decidir si le entendían o no.
Y él les contaba su esperanza: Volveremos a ser; esto no ha acabado; en volviendo la Patria con ella vendrán el pan y la justicia, porque ya España no puede dormir; calla el ruiseñor; canta el gallo, la esperanza es lo que debéis invertir en vuestro campo pobre y en vuestras almas heladas.
No sabe José Antonio si aquella buena gente, que debiera reír y que vive sombría, como s oscuras, ha decidido, en la brasa de sus palabras, que España es suya, que no se la pueden tocar: cosa sagrada pero útil.
Va a atardecer y el Joven César se sale al ejido y fuma. Lleva un gabán pero malos zapatos. No ha comido. No ha bebido. Es un penitente en la procesión de España y España es una quemadura del fuego que siempre arde. Baja a la vaguada, gira y allí, a dos metros, el lobo le contempla. El perfecto cazador envejece y los años le han enseñado: teme al hombre; el hombre mata. Mata a todos.
Se agazapa por si hay lucha. Para la última pelea siempre queda alguna fuerza. Pero el hombre mira a los ojos del animal, abre las manos, las enseña vacías y avanza hacia el lobo, que siente como una sonrisa que corriera por la vaguada.
José Antonio llega hasta el lobo. En él ve al español abandonado; al español olvidado, al español que tiene que creer en los milagros porque la verdad diaria es demasiado dura. Alarga la mano sin guante y la apoya en la frente casi blanca de la fiera:
—Camarada Lobo. —dice el Jefe, compasivo—. Dios te guarde y que no mueras sin un nombre.
Y el lobo hambriento, flaco, cansando, lame la otra mano del hombre. Está sereno.
El miliciano asustado
El miliciano se puso el gabán regalado por José Antonio. En aquel noviembre, hasta Alicante pedía abrigo.
Corrió al espejo y allí vio al muerto en el reflejo.
No creía en Dios y por eso creía en los fantasmas. Se santiguó y volvió a mirar: y veía a José Antonio. Sacó la pistola y se la apoyo en la sien que vibraba. Sería justo —le dijo una voz secreta— que le encontraran muerto con el gabán puesto.
—La muerte de José Antonio —dijo la imagen brumosa del espejo— no pide sangre. Ni venganza. Sólo es muerte que exige un mañana.
Pero el miliciano apretó el gatillo. Y no tenía culpa. Tenía miedo.
Ramiro
Ramiro Ledesma Ramos, luminoso espíritu, es proteico y universal y dice en aquel instante lo que otros muchos desde entonces:
—Hay que asumir toda la Historia de España. La Buena y la Mala.
—¿Y la mala es buena? —pregunta el César— ¿Prevalecen los malos poetas o los malos pintores? Ramiro: no asumo a Don Oppas pero sí a Numancia, aquella derrota victoriosa.
Los tres noes
José Antonio debe hablar a menudo de la Revolución Nacional—Sindicalista, pero sabe que no basta con un orden sindical justo, que el buen español necesita algo más concreto para una España gigante:
—Nuestra Revolución es muy sencilla: No dejarse pisar. No dejarse someter. No dejarse mentir. No dejarse llevar.
Larguísimos trabajos.
La Victoria siempre es trascendente
El juicio terminado lo han. No comunican aún las penas, pero José Antonio siente llegado el fin de su peripecia personal, no de su idea limpia.
Se vuelve a su hermano Fernando y a los otros encausados y sonríe tan en lo hondo que parece feliz del final que avanza:
—Venceremos. Muertos, vivos, ¿qué importa?
No importó. Laureado
Deja tus cosas
Julio está hablando, en pie sobre el escenario. Julio Ruiz de Alda es un héroe, un vuelo, un navarro ancho. Se conoce que de andar por el cielo se ha vuelto azul y profundo. Julio es un valiente y lo saben todos.
—Un dolor tengo. —dice sin gestos— Que en tan gran momento de la historia del mundo no pueda contaros que José Antonio pasó por mi lado y me dijo: Déjalo todo y sígueme; quisiera ser apóstol y contaros que me llamó y le seguí.
—No fue así. Es el hijo de un gran militar laureado, la Cruz de las Cuatro Espadas,y fui a escucharle. Dijo «España» y sentí un viento de vida sosteniéndome las alas, porque José Antonio nos llamaba a todos, no sólo a mí. No decía «Sígueme» ¡No!. Decía «¡levántate y anda!» ¿Temerá alguien andar hacia el mañana donde nos esperan la Patria, el Pan y la Justicia? ¡Levántate y anda!. Y aquí estoy: de pie.
José Antonio habló entonces. Una voz le dictaba algo distinto del discurso preparado con amor. Lo dijo:
—Señor: toca el corazón de todos y devuélvenos a la vida como a Lázaro. Porque no hay vida si no hay esperanza. España: ¡Levántate y anda!
Epitafio
José Antonio ha regresado de Cádiz y Jerez. Fue a la tumba de un militar amigo de su padre y anduvo entre sepulturas y nichos, blancos, hechos para dejar reinar al sol. No se es romántico si, al caminar entre tumbas y capillas, se conviene, con Bécquer, en qué solos se quedan los muertos.
Sin darse cuenta, el César lee un epitafio en el mármol de un nicho y se detiene. No necesita apuntarlo porque nadie puede olvidarlo:
«Aquí yace una mujer que pasó la vida limpiando mientras el mundo, cada vez, más sucio estaba. No hay remedio.»
¿De qué enorme fila de desgraciadas gentes provenimos? —se dijo— Es un milagro que haya personas dispuestas a seguir exigiendo Justicia y Patria.
Justicia
Al aire libre, aunque las estrellas aún no estén en lo alto ni haya llegado la noche clara.
—Perdamos el falso pudor de decir lo que somos. De gritarlo. Empiezo: «La Falange es mi parte más noble. Y de todos. Sí amas, sé justo.»
Falsedad
Ved el pinsapo, un árbol antediluviano que no conoce el tiempo y aquí vive, en la paz de Grazalema. Ved la lluvia, tan conocida, pero nueva cada vez que baja sonriente. Ved el sol: giramos y gira y hay una velocidad que parece que esparza la luz en rayos, como en los dibujos infantiles
Por allí está Madrid, que suponemos capital de España pero, también, el albañal donde la suciedad se fabrica para todas las provincias.
Olvido
En Santo Domingo, un catedrático de instituto explica a los camaradas verdades que convienen pero desconciertan:
—Si no olvidas, puedes morir de recuerdos. Pero si lo haces, puedes desaparecer.
—¿Qué debemos recordar? —dicen los más jóvenes que sienten que la Falange es también un aula y una ciencia: un universo para héroes.
José Antonio sonríe: sabe de recuerdos perdidos, de recuerdos imposibles, de amores que tuvo que abandonar, del borrador del tiempo, escrito y tachado tantas veces.
—El alma se encarga de ello. Se recuerda lo necesario en cada momento.
En Alicante
Ya se conoce la sentencia de muerte que han pronunciado voces urgentes. José Antonio habla por penúltima vez con su hermano:
—No lo olvides, Fernando: La única emoción a la que tenemos derecho es la Emoción Contenida
Mejor sería
José Antonio, con paso firme, dice a los que le conducen al patio donde será fusilado:
Mejor sería morir con un arma en la mano. Siempre lo preví entre el fuego recio. Fiera la pelea.
Los milicianos se miran en silencio.
El Cid
Desde lo alto de Medinaceli, do anduvo Per Abad, junto al Arco, José Antonio da la cara a la llanada:
—¿Veis el horizonte de las espigas que ondulan? ¿Un mar de oro? Todo el oro en el trigo; todo el verde en el pinar.
No es el primero que habla de los mares de oro trigueño. Los demás saben, pues, que José Antonio no ha terminado. Seguramente ni siquiera cree en la llanura ni en la montaña, aunque las vea.
—Curvo y sin consciencia, sólo es cuerpo celeste y luz lejana. El verdadero horizonte no se ve allí ni es el que miráis. Está más cerca. Es el hombre, y, como aquí, tampoco se puede ver más lejos del horizonte, más lejos del hombre.
Ballena Alegre
Están en la Ballena Alegre, su tertulia, al lado mismo de la de los rojos como Prat, aquel hombre que, años después, propuso que los cañones tiraran sobre el Alcázar de Toledo a una decena de metros.
El Joven César, ánimo festivo y café, da con la cuchara en la botella de agua. «Se abre la sesión», dice, imitando de lejos al Congreso. Es el turno de su Señoría Don José Antonio
El joven cambia la voz:
—Camaradas diputados, en especial los diputados rusos: La República es el teatro desierto y, al fondo, alguien recita dos, tres comedias y tragedias a la vez.
—¿Eso es todo? —se burla uno de los rojos.— Hoy el talento flojea.
—Es que se trata de comedias muy malas: ¿por qué si no estaría desierto el teatro?
Románticos
En el cabarete actúa una pareja de baile. José Antonio, con pajarita para la noche bien entrada, atiende a los movimientos rápidos y a la música. No hay boleadoras.
—El tango —dice con sonrisa de joven aristócrata, como hijo, sobrino y nieto de quienes pusieron su sangre para la salvación del mundo.— el tango es el lamento del cornudo. La Internacional, también. Todo, sin excepción, ungido por ese romanticismo que cree que cualquier cosa es posible, incluso la peor o la más necia.
Guarda tus penas
Los muertos son una terrible medida del acierto falangista. Los muchachos caen con un grito de amor, no de dolor. Los muchachos mueren cantando y pidiendo una España mejor.
José Antonio cree a veces que es él quien les envía a la muerte, aunque sabe que la muerte la trae el mundo corrompido. Esa furia, unida a la esperanza, sale por fin en el cementerio, ante camaradas quietos y ante piedra:
—«Ha llegado la siega. Y luego vendrá la siembra en el fértil terreno de la juventud y el alma ardiente.»
Levanta el brazo y se santigua:
—«Vencerá sólo el que crea en España. Y el mundo será vuestro si vosotros no sois del mundo.»
Muerto Matías Montero
José Antonio pasa entre las escuadras que saludan. Bien quisieran aclamarle, «ayúdanos, José Antonio; dinos el camino» Hay que explicarles que todo es camino. Y a eso ha ido José Antonio, a contar a sus escuadras de la valiente alegría que el camino que tan difícil parece, es corto y canta como un cornetín dorado que pone en fuga los fríos de febrero.
José Antonio es parco. A Matías le partieron el corazón de un tiro que abrió herida también en el corazón de la juventud española:
—Aquí tenemos, ya en tierra...
«Ya en tierra» se entiende con claridad: allí van todos, azules y marciales. Matías llegó antes a ella, para fecundarla.
—Nos da la lección magnífica de su silencio.
Matías no pide represalias. Salió sabiendo el peligro y fue alcanzado.
—Que Dios te de su eterno descanso y a nosotros nos lo niegue, hasta que sepamos ganar para España la cosecha que siembra tu muerte. —la voz se hace amplia como Castilla y llena el frío de enorme fuego:— Por última vez: Matías Montero y Rodríguez de Trujillo.
Las escuadras ganan a la muerte otra vez: ¡Presente!, gritan y la coronan de cercana primavera.
Y Antonio, en silla de ruedas desde la Semana Trágica, con su camisa azul bien bordada, escoltado por su hijo, siente ese fuego de vida y esas ansias de lucha y, sin saberlo siquiera, se pone en pie: ¡Presente!
José Antonio está saludando con el brazo en alto, la palma vacía y el corazón lleno.
El vuelo
Un chico recuerda por primera vez un sueño general: ha pasado la noche volando, que es casi como si se nadara.
—De acuerdo —concede cuando se le advierte—. Todos soñamos que volamos. ¿Significa que alguna vez el hombre voló o que acabará volando?
Para José Antonio nada es obvio. Todo tiene sentido: sólo existirá lo que signifique algo.
—Parte de nosotros, de cada uno, vuela, o vuelve a lo pasado, o presiente lo futuro.
—¿Cuál será ese futuro, José Antonio?
—Lo pasado. Todo lo futuro es ya pasado.
—Pero... ¿y el progreso?
—Es la parte que hemos olvidado, o la parte que quieren borrar. Pero no podrán cambiar la verdad: El hombre es el único capaz de volar. No vuelan ni el avión, ni el gorrión ni el águila. Pasan por los cielos. Volar es otra cosa: ver más allá y comprenderlo. (se vuela por pasado, presente y futuro y no por los aires .—dice en un aparte al chaval—. Ver los cielos es creerlos. Es más: no nos interesan los que no sepan volar)
Vivía por él
Una mujer, aún joven, para a José Antonio en Ópera:
—Un día España será tuya, pero para siempre, y el brazo de la cruz será un yugo, José Antonio.
De tras las faldas salen tres muchachos. Su padre murió en las Playas de Alhucemas, (El espliego, la lavanda) pero ahora miran a los ojos del Joven César y ven una bandera.
—¿Murió por España vuestro Padre?
—Sí.
—¿Y habéis pensado que España vive por él?
Aquellos chicos fueron alféreces y la Patria vivió por ellos.
Lloraban en El Escorial, cuando caía la losa.
Poesía grande
José Antonio entra en su despacho. Es habitación estrecha y larga con estampa de capilla. En su silla, escribiendo, un chaval de quince años que se levanta sonrojado. Se ha puesto la camisa azul.
El Jefe lo conoce: es un poeta de instituto que busca La Palabra. Suele decir que la palabra cambiará el mundo. El chico ve profundidades y alturas escondidas. Quizá necesita un idioma mayor para explicar lo inaprehensible.
No se enfada el Joven César: si dice que está a disposición de todos, ¿no lo va a estar su silla? ¿No es un homenaje que el chico se siente en ella buscando la inspiración de lo parco?
—Recuerda —le dice— : Poesía que Promete
—Me emociona su nombre, pero ¿cómo definirla con claridad, aunque la reconozcas?
José Antonio es profesor de una generación, de muchachos del 18, del 19, del 20. Más que lo que está en los libros enseña lo que está en la vida y en el corazón.
—Poesía significa creación. Poiesis, en griego. No significa versos, ni libros, ni emoción. Crear es la gran imitación de Dios. Quien crea, promete, construye un mundo único que otros reconocen.
—¿Y la que destruye?
La que no quiere que las cosas, las ideas, los hombres sean. La que no es creación cierta. La que no ama. Con el pensamiento hay tres niveles de abstracción: el más alto, el tercero. Con el amor, también: el de las cosas, el de las personas y el de lo eterno. Escucha a Henríquez:
Quien su Patria perdió tiene perdido
el que juzga tener entendimiento,
que el que vive sujeto al sentimiento
y no muere, carece de sentido.
El muchacho azul abre la puerta y dice el deseo común: Arriba España. Luego reúne el valor y mira a los ojos seguros de José Antonio:
Traigan el tiempo y fortuna
a cuidados más cuidados,
verán los tiempos mudados
siempre mi voluntad una.
¿Cómo no vencer?, se dice el Joven César.
* Versos del Conde de Villamediana
Enemigo
El mismo poeta azul. Necesita saber cuál es la urgencia mayor de la vida:
—El Cara al Sol no dice nada, José Antonio. ¿Quién es mi enemigo?
Tú. — responde el Joven César con un deje de pasión.
El muchacho parpadea, inquieto.
—Para vencer, debes haberte vencido. Pero hay más: el hombre necesita un enemigo. Le sirve como medida de sí. Pero el próximo, el más sinuoso, el que quisiera apartarte de la misión libre que elegiste, eres tu.
La Gran Palabra
—¿Creéis que hablo desde el escenario o desde este atril? ¿Y qué sentido tendría hablar hoy desde hoy y ayer desde ayer. Quizá la complacencia del que fracasa.
—Os hablo desde mañana, cuando a lo mejor no estemos. Si pudiera os daría el mañana que siempre llega. Desde la paz que viene.
Madrid, 1934
España una vez más siente la quemadura del odio. Se pelea en Asturias. Alguien se declara independiente en Barcelona, donde Azaña quisiera estar mejor escondido. En Madrid se dispara sobre Don Niceto, resguardado en la Puerta del Sol: está valiente y ha hecho a la muerte el ánimo.
Unos cuantos van a pegar fuego con sus cócteles Molotov, pero José Antonio, sólo testigo entre liberales y marxistas, se pone frente a ellos, y no hay revolucionario que no le conozca. Muchos hasta le siguen.
—Tú. —dice.
Y aquellos hombres ofuscados sienten el temblor de un rayo. Tiran las antorchas. Se marchan.
Las tres mocitas
El sol rozaba el cénit y el profundo cielo parecía haber frenado el universo.
—¿Qué es el hombre? —Le preguntaron tres mocitas.
—Lo acabáis de señalar: El hombre es una pregunta.
—¿Y la mujer, José Antonio?
—Muchas veces, una respuesta.
Vida
—Todos vivimos a la vez. —dice José Antonio en Santo Domingo.— Mi aliento no impide el tuyo ni mi voz te enmudece. Vivimos a la vez, pero no en el mismo mundo.
Misión
Podría ser un club inglés de la época, pero es la Junta Nacional de Falange. Leen los periódicos. Por páginas separadas a veces, y sacan buen provecho de no entender nada, en ocasiones.
—¿Por qué nos mienten todos, José Antonio?.
Porque están solos y desnudos, conducidos por una cabeza de laberinto. El hombre con misión tiene fortaleza y templanza: no necesita mentir porque sabe ciertamente qué se espera del hombre.
Tres hombres
Por la mañana tres hombres en alpargatas estaban donde les dejó caer la muerte, en la Puerta del Sol: gente dolorida en vida y libre en muerte. Cuatro Guardias de Asalto, negros y cansados, van a echarlos al furgón de los cadáveres, pero José Antonio, con una escuadra de muchachos, se acuclilla entre ellos. Les cierra los ojos que ya no parecen cristal sino niebla.
—La compasión. —dice— Compartimos el dolor, la angustia y compartiremos la tierra.
En pié ya, mira a los de asalto, que nada han dicho
—Nos entregamos a todos los hombres. —termina el joven César.
Y un guardia, brillantes las botas altas, se descubre y se santigua. La mañana sigue andando y sólo tres hombres muertos, en alpargatas, aguardan.
¿Qué es la verdad?
Matías aguarda en la tierra la resurrección de España y, luego, la de la carne. José Antonio y su «Escuadra de Poetas» toman café en silencio: hace mucho que a todos se les ha ocurrido que su destino será el mismo, pero no se duelen.
—«Recordáis a Pilatos? —pregunta de repente José Antonio, que lleva cinco interminables minutos solo con su pensamiento— Lleva dos mil años preguntando «¿qué es la verdad?» A ti, a mí, a Foxá. A todos. ¿Qué es la verdad? No tener que hacer esa pregunta.
Y una sonrisa que enturbia el aire envuelve la mesa donde el café humea.
Ser
José Antonio da el último abrazo a su hermano Fernando.
—Reza por nosotros, José Antonio.
Es que hay algo que le transfigura: la calidad de la luz; quizá la lentitud con que alumbra en ese momento. José Antonio, entre paredes toscas, se hace cargo, como un vidente, de cómo es este mundo.
—Fernando: Me he preguntado ahora mismo «¿Sientes ganas de morir?» Y, ¿sabes?, tras la condena y la oración, me hubiera herido no ser fusilado. Morir es una burla: renacer es lo que importa y esas balas me lo traen.
Ciencia Ficción
No todos sus hombres, y menos lo que están aún en agraz, saben del humor de José Antonio, que es anglófilo y a veces adopta el despiste de los personajes de Wodehouse.
—Dicen que todos los hombres son iguales, José Antonio. ¿También los falangistas?
—Hasta los andorranos. Y es verdad siempre que no sepas qué significa «igual.» Porque, ¿qué pasaría si todos lo fuéramos; si tuviéramos la misma cara, la estatura, el peso, la sabiduría?
—Estaríamos de acuerdo en todo, ¿no?
—No, porque ni siquiera sabríamos qué es el desacuerdo. No seríamos nada. Quizá un ombligo. No podríamos hablar, porque sería un soliloquio; ni buscar ni hallar, ni innovar.
Tiene un acento burlón que no todos distinguen:
—Para que os hagáis una idea: seríamos como Guardias de Asalto.
La Gran Bandera
En Leganitos se revoca una fachada. Por los andamios van hombres sin miedo pero con odio.
Por la calle pasan José Antonio y cinco amigos: vienen de recoger la primera gran Bandera de Falange. Un extra, porque a la idea hay que darle símbolos que la respeten: es de seda, y, bordado en la franja negra con hilos metálicos, el yugo rojo que pide justicia. Ondeará en Santo Domingo y parecerá un águila al levantar el vuelo.
—«¡Facistas!» —les grita un cuarentón desde el andamio.
José Antonio le mira no con los ojos sino con el fuego, y el peón, que está en el primer piso, se abalanza hacia adelante para gritar y cae. En el suelo, quieto y sin sentido, sangra por la boca y por la nuca.
—Vive. —dice el joven César con alegría.— No le mováis.
La nueva bandera de seda, con ese yugo rojo que es proyecto para mañana y sangre de España, se tiende en el suelo. El herido que decía «¡facistas!», un enemigo furioso, queda echado sobre ella y los cinco falangistas tiran de las esquinas, levantan y echan a correr hacia San Bernardo.
Los médicos le salvarán. Hay una vértebra, la prominente, que tiene la apófisis rota, pero se salvará.
Los obreros que estaban en los andamios de Leganitos han ido detrás y ven a su camarada echado en una bandera que se le ha entregado para salvarle. José Antonio pasa entre ellos cuando sale con sus hombres.
¡Qué lástima! —dice, de profundis, un albañil joven.— Un señor como un castillo, pero enemigo. ¡Qué injusticia!
Sabe que, antes o después, José Antonio caerá dando un discurso o vendiendo su periódico. No le gusta
José Antonio le mide los ojos con los suyos, baja la seriedad y le da una sonrisa.
Doce días después, cojo pero firme, el herido llega a Santo Domingo. Bien lavada y planchada, lleva la gran bandera plegada sobre los dos brazos, de modo que todos ven el rojo y el negro y las puntas de las flechas. Así ha ido por la calle y nadie ha hablado.
—Soy un enemigo. —dice— Aquel día no te hubiera ayudado si hubieras caído tú. Toma tu bandera.
—Esta bandera —dice el César— se cubrirá de gloria y parte de tu vida estará en ella. Ve con los tuyos y combátenos: eres un buen enemigo.
Se tienden las manos. Nunca se volvieron a ver. Pero hubo un hombre en Madrid, cuando pasaba el cortejo fúnebre por la Gran Vía, que se santiguó sin creer y entre dientes dijo: «al paso alegre de la paz. Perro mundo»
Victoria
Desde el escenario de un teatro de Colegio, José Antonio señala con el dedo a un muchacho castellano que aguarda el bozo.
—¿Por qué a España?, me has preguntado cuando subía.
El muchacho, decidido a ascender en el camino de la hombría, se pone en pie y repite:
—¿Por qué a España?
—Lo sabemos: dos siglos de injusticia y el ataque permanente. Puede que alguien esté cargando la bala que nos lleve al cielo. Repite.
—¿Por qué a España?
El César vuelve a apuntarle con un índice:
—Porque llevas la Victoria.
Ausencias
Todavía es paz, pero el amor crecido empieza sus exigencias. El amor hace pequeño el mundo y grande el alma. El Joven César mira los posos de su café y recuerda, como en un rayo, el rostro de una mujer nocturna.
Alguien le habla y José Antonio levanta la vista. Todos saben que acaba de ver en la distancia.
—«Perdona: estaba ausente. —se sonríe como el soldado que ha dado con una buena razón para calar la bayoneta.— ¿Sabes lo que es la ausencia? Llenarlo todo.
Independencia
Todos los falangistas saben lo que su jefe: que no hay nadie independiente. Ellos mismos, la oposición más decidida, la rebeldía vivaz, están atados por el amor a la Patria, por la Propia Estima, por la búsqueda de la verdad, por el afán de justicia. Nadie es libre para no ser hombre.
—¿Y no es independiente el Poder Judicial?
Ríen. Sin duda el joven lo ha dicho como broma, porque todos los días detienen a falangistas que no incumplen más ley que la del miedo.
José Antonio siempre ha dicho que ama su profesión de abogado. Es, además, diputado:
—La justicia depende de quién hace la ley, de quien la aplica y de quién obliga a cumplirla. Si no hay justicia es que no hay más poderes. Y no hay justicia. Por eso existimos.
Muchachos
Esos jóvenes muchachos, que luego murieron sabiendo por qué, solían hacer preguntas a su Jefe: pensaban que todo lo sabía:
—¿Qué es el estilo, José Antonio?
—Luchar por los demás, pero no por ti. Ser el mismo frente a la victoria o a la derrota, esas impostoras. Ser sobrio para el futuro...
—¿Y en dos palabras?
—Ser bueno.
Premilitar
José Antonio, tras una formación premilitar, ha visto al hombre profundo: está allí, unas veces con cuello almidonado y un flexible en la cabeza. Otras, con pantalón de pana atado con una cuerda. Pero es el mismo hombre; la misma hondura
«Nadie pide —piensa—. Todos están ansiosos de dar»
La guardia civil llega, tricornio cubierto de tela, y el joven César, sin prisa, diputado, se acerca y se declara único responsable. Está airado. Ve desfiles de comunistas y de socialistas dentro del mismo Madrid, con el puño negro maldiciendo al cielo: nunca les va a ver la guardia civil
Desde la compañía de los "números", grita a su gente, cinco centurias pobres y decididas:
—Separar el cuerpo del alma: eso hace el mundo. Nosotros los unimos otra vez, vigilados o no por la Mauser. Y no podemos hacer otra cosa que velar esas armas de nuestra fuerza: la tranquila seguridad de la victoria. Porque si permanece la separación, si el hombre está fuera de sí, tampoco nosotros seremos lo que podemos. ¡Arriba España!
Frente a aquella voz fuerte y al grito entusiasta que pide lugar en lo alto, los guardias civiles arrastran algo los pies, pero no descuelgan las armas. No pueden hablar. No pueden decir qué piensan. Sólo obedecer a la injusticia y comprender que hay un mundo muriendo y otro, moderno, naciendo para todos.
El mundo es un pañuelo
José Antonio regresa, casi de amanecida, de la quinta de una mujer hermosa. Detiene su coche rojo en un ventorro, en las afueras.
Entra sólo en ese mundo de cazalla, de empobrecida alegría y de injusticia; mundo que huele a abandono y olvido, a frasca y tabaco de cenicero lleno. Los hombres toman sus copas antes del trabajo para soportar mejor el frío: cuando le ven, gabán y terno, callan. Alguien cree haberle reconocido y habla de la revolución roja.
—O verde. —murmura José Antonio.
—¿Bromeas, señorito?
—No es precisamente una broma que tú, en el centro de España, digas las mismas palabras que otros gritan en Moscú. Por cosas así dicen que el mundo se hace pequeño: la radio, el teléfono, los documentales, las consignas. Mil veces hemos dicho todos que el mundo es un pañuelo.
—Para llorar mejor.
—Sí: también para eso. Pero es que ahora el mundo no empequeñece: se vuelve grande porque las diferencias se hacen grandes. Pero si deja de tener diferencias será enorme, porque cada uno irá por su lado y no por su razón.
—¿Quién es este tío? —pregunta uno que acaba de bajar su copa de chinchón.
—El hijo del Dictador.
—Pues o el Dictador no lo era tanto o este los tiene "cuadraos". ¡Claro que sí, señorito! Libertad por aquí; libertad por allí, pero las diferencias crecen.
—Y los hombres menguan. Los hombres grandes —les señala con la barbilla— no caben en palabras pequeñas. Monarquía y República no abultan nada al lado de España.
Cobardía
Tras el modesto banquete que le han dado muchos camaradas, empiezan una cantinela: ¡Qué hable; que hable! La palabra de José Antonio contiene siempre lo inesperado.
—Lo más fácil del mundo —dice el César sin levantarse— es deciros lo que queréis oír, pero con dignidad no se funciona así. Hasta los médicos más sanguinarios hablan de medicina paliativa. Bien: esto es lo que tengo que decir.
Puesto en pie ya, lanza los rayos de su mano olímpica:
—Hasta aquí hemos llegado por cobardes. ¿Es que creéis que el dinero tiene un espíritu capaz de vencer a hombres de almas decididas? Si aceptáis pensamientos que os repugnan; si calláis ante lo que os consta mentira; si miráis, impasibles, a un Ejército dividido, a una ley conculcada, a una política convertida en secta, ¿qué sois? ¿Qué somos? ¿Buenos españoles?
La pausa permite que la gente se recupere del frío que acaba de sentir. Les ha llamado cobardes y es verdad.
—Allí tenéis a dos policías, tomando nota de mis palabras y de vuestros nombres. Es su deber Son dos y nos preocupamos, porque hoy mandar no es valer, no es solucionar, no es modernizar. Es sólo sentarse en la silla del que manda y a nadie importa cómo haya llegado a ella, si con una o con más componendas.
Se acerca a los policías y pregunta al más cercano:
—¿Por qué estás aquí?
—Me lo han mandado mis superiores.
—¿Y a ellos?
—Sus jefes
—¿Y nosotros qué te hemos hecho?
El policía parece que va a callar. Mira a su compañero y, al fin, se atreve. Osa.
—¿Qué me habéis hecho? Enseñarme que la Patria no puede encerrarse entre leyes injustas. Enseñarme que las soluciones exigen valor.
Padre
Cuando se empezó a gestar la Falange Española, muy antes de Octubre de 1933, hubo muchas conversaciones, muchas ideas sobre cómo hacer el futuro que España exigía. Esto dijo José Antonio un miércoles:
—No fui yo hasta que murió mi padre. Comprendí la enorme distancia entre el hombre del pueblo y sus representantes. Mi padre escogió hombres honrados y España creció. Pero es necesario convertir en teoría y método algo tan elemental como que el hombre político no explote al hombre. ¿O es que siempre ha sido así? Casi.
Puente
Sánchez Mazas, el poeta de la Oración, ha acompañado del brazo a José Antonio. Hasta su casa. Han hablado mucho y las ideas, en sus bocas, son algo más profundo: esperanzas.
José Antonio, como tantas veces se ha hecho, es ahora el que acompaña a Rafael hacia la suya.
—El hombre es portador de valores eternos. Quizá porque es perecedero. Lleva los valores fundamentales de una generación a otra. El hombre es el gran puente entre ayer y mañana: recuerda que ya los romanos llamaban a sus religiosos pontífices... Pero además estamos nosotros, los que no nos conformamos con la parte que se ve del mundo y necesitamos transformarla.
—Para ser medida de todo —apunta Sánchez Mazas— es forzoso saber qué mides tu.
Las Balas
«José Antonio recibió las balas tras gritar ¡Arriba España! por última vez. No cayó de golpe porque el alma es fuerte. De pie, miró al cielo, muerto ya. «Hágase la luz, pensó.»
La paradoja
José Antonio era hombre amable y divertido. Lector de literaturas poco usadas en España. Lector, por ejemplo de G.K. Chesterton. A veces jugaba a la paradoja como un muchacho.
—Te voy a decir una mentira. — advirtió en La Ballena Alegre a Foxá.
—Dila. —no era Foxá de los que se escandalizaban. Prefería escandalizar.
—Ya te la he dicho, porque no tengo intención de mentirte y, sin embargo, ya te he mentido. Es una paradoja malvada.
Eso lo que es —se burló Foxá, es el Argumento del Cretense.
—¿De tan lejos?
José Antonio y la esperanza
José Antonio sube al escenario, tras el atril, y ve aquella ola de rostros esperanzados. Comprende por debajo de las palabras mismas: Aquellas gentes secas, como bruñidas; aquellos ojos claros de Castilla, acuden a oírle los cimientos del Movimiento. Pero también esos hombres de sol a sol acuden por algo más: recogen la esperanza; recuerdan los días que pasan sin vivir. Los viejos días y los nuevos.
Un periodista pregunta y un jonsista responde:
—«Vengo porque, cuando se arme, hay que estar del lado de la razón.
—¿Y José Antonio la tiene?
El jonsista ríe:
—José Antonio la es.
Programa
Los hombres jóvenes están alterados. Es normal que, cuando se lucha, se compare uno con el enemigo y ellos ven como hasta Lerroux tiene un programa, una lista ordenada de las cosas que harán, si pueden o se acuerdan.
—¿Por qué te niegas a hacer un programa, José Antonio?
—Lo impone la lógica: ¿Se puede amar siguiendo un programa? Y nosotros amamos a España. Pero hay más: Hemos de ser libres para actuar según cambien las circunstancias. Los otros se maniatan y tienen luego que ser mentirosos.
En Madrid
No sabían su apellido. Le llamaban Carlos y se escondía en casa de Luis. Cuando García Atadell, advertido por la portera, iba a registrar la casa, Carlos corrió por la escalera para alejar a los asesinos de sus amigos. Madrid era una checa entonces, pero encerraba a los mismos hombres que un día conquistaron el mundo porque así lo quisieron.
Atrapado al fin, le llevan a la Casa de Campo, un matadero progresista. Carlos sabe que muere, que está muriendo ya y que nunca será recordado. Sabe también por qué le matan:
—España. —dice
—Calla.
—No callaré su nombre ante el invasor.
Y mientras suena la descarga, una luz tenue, más espíritu que sol, se filtra desde 1808 para rozar unos labios muertos.
Pensad
—Pensad para vencer, compañeros. Si no sabemos aún qué es la vida y por qué nos ha sucedido a nosotros, es imposible saber qué podemos esperar de ella ni de cada uno y si nos está dando el fracaso o el éxito.
Cuerpos y almas
El César está terminando. Deja que la voz, libre suba lentamente hasta llenarlo todo:
—Los que os dicen que somos dueños de nosotros, de nuestro cuerpo, son los que ansían ser amos de nosotros en cuerpo y alma.
Tan Fugaz..
Tras el atentado repelido, José Antonio se santigua; los ángeles, firmes, sonríen. Sus brillantes espadas.
Luz
Llenó un vaso de agua y lo miró al trasluz: era luminosa y fría.
—¿Adónde va la luz? —preguntó.
—Dura muy poco. Y, además, está prohibida.
Rojo y Negro
Vivió quince años. Llevaba un brazalete rojo y negro y un brazado de «Arribas». ¡Arriba! decía cuando murió en Cuatro Caminos.
En el bolsillo, un papel, y en el papel, la parte que se le resistía del Himno: «Que en España empieza a Amanecer»
Bajó a la tierra
José Antonio llegó a la tierra boca abajo. Aquel odio no quería a un Gran Muerto que mirara el cielo y, como último dolor, boca abajo lo pusieron. El Idealista mirando a la tierra por la eternidad.
No vieron que aquel corazón, partido por cobre y plomo, se apoyaba en una tierra que ya no lo era; que corría hacia la primavera y ondeaba al viento de las canciones. Poco después, la jota: «échale tristeza al vino».
Cárcel
Tenía trece años y se había prendido en la camisa un yugo de plata, pequeño, que le dio su hermano. Siete hombres le pararon y se lo arrancaron del pecho.
—Di Viva Rusia
El niño calló. Siete hombres y siete odios le golpearon. Cuando caía, mojado en sangre, sólo murmuró «España». Despertó en la cárcel. Era español en España. Años después, murió con los Leones de Castilla.
Maniatados
Con un salvoconducto han ido a verle Margó, Pilar y cinco más. Todo va bien, le dicen. Nada hay contra él.
Todo contra mí, Pilar, desde hace mil siglos.
El funcionario que toma notas no comprende. Nunca llegará a comprender.
—No tengo más que esperar a mi Creador, después de pasar por cuanto me ha enviado. No sé mi futuro, pero sí sé lo inevitable que es que quien inicia una revolución no la sobreviva. El hombre no puede cambiar la sociedad, y menos para hacer justicia.
—¿Y qué es la justicia? —pregunta Margó, algo desesperada.
—El orden de Dios.
De Nadie
José Antonio se preocupa cuando ve como cierta derecha, no perversa, considera a La Falange como una especie de milicia de Gil Robles.
En los últimos tiempos, miles de jóvenes de la J.A.P. han pasado a Falange ansiosos de hacer, de ser ellos y no el escuadrón de los torpes de un partido timorato. El Joven César debe explicar a todos que no son de nadie:
—¿Creéis que son posibles el comunismos, los marxismos, sin el capitalismo? ¿Y creéis que es posible el capitalismo con libertad? ¿Es libre el dinero? Tiene amo. El hombre masa es tan esclavo como el hombre solo. No hay libertad en casa del pobre, ni en la nación pobre, invadida.
Victoria
Se han reunido en descampado. Las Centurias no son esos hombres germanos cuidadosamente uniformados que desfilan como en ballet. Son hombres, pobres en su mayoría, que comulgan en la camisa azul. Los pantalones son de todo color. Muchos llevan alpargatas sin calcetines.
Cerca, la Guardia Civil con sus fusiles. Cumplen órdenes de esas derechas a través de las que José Antonio sacó su acta. La contradicción no se oculta a nadie. La tierra, parda y castaña, verdea. Cala el frío. Arde la voz que canta el «Cara al Sol» Ese himno que convoca escuadras a la victoria.
—¿Podemos ser derrotados, José Antonio? —pregunta un compañero desde las primeras filas y apunta con la barbilla a los guardias.
Mesurado, sonriente, el Joven César, extiende sobre los hombres la seguridad perfecta:
—¿Se paran la lluvia, el viento, las mareas o el baile del planeta sobre su eje? Si hoy es de noche, camaradas, mañana será de día y lo acabáis de cantar: «Arriba escuadras a vencer, que en España empieza a amanecer.» No penséis en victorias o en derrotas: somos ayudantes del mundo. Los portadores de la luz; y la luz es necesaria.
El mundo es sencillo
En la Junta Nacional algunos se han quejado de que les resulta difícil explicar a las buenas gentes la idea de La Falange. Son —dicen— demasiadas teclas.
—Y demasiadas filosofías, seguro. —suspira José Antonio.
—Creí, camaradas, que estaba todo aclarado, pero volvamos sobre ello porque suele ser difícil decir qué es uno mismo. Frente a esas doctrinas liberales, conservadoras, anarquistas, marxistas, la Falange es la sencillez casi pura. Sólo hay dos posibilidades en nuestra sociedad: o explotar al débil o protegerlo. No hay más.
Nacimiento
José Antonio es católico de dentro a fuera. No es alma que viva de rito ni liturgia. Sabe que todo es necesario pero el brillo de las casullas primorosas no le da más fe.
Durante el sermón se abisma. Los ojos se le han prendido de la luz quieta y segura del sagrario.. El alma vaga en sus regiones y se repite una pregunta que es como jaculatoria: “¿Qué más busco?”
Algo le despabila y vuelve de lo remoto. El cura, en el púlpito precioso, está citando a Dios: Pedid y se os dará. Buscad y encontrareis. Llamad y os abrirán. Así empezó a nacer La Falange.
Los Muchachos en Santo Domingo
La Junta Política ha terminado pronto. Debían tomar la medida de su fuerza pero no había instrumento para hacerlo. José Antonio se ha sentado en un sillón de la entrada y se piensa hombre sin retorno. Los muchachos, los que siempre le siguen, le han rodeado:
—¿Qué es el honor, José Antonio? La gente lo explica en un discurso, en un libro.
El César lleva tiempo sintiendo un presagio y no sometiéndose:
—Parece algo enorme donde la vida y la muerte se juntan para cumplir un deber. pero antes hay algo, lo fundamental: Que cuando hables te crean; que cuando te manden, obedezcas; que cuando vayas, te sigan.
¿Qué tiene la muerte?
El capitán, con un cigarrillo, quedó de espaldas al paredón. Sonrió mientras le encañonaban. Sin odio: luchar y perder o luchar y ganar.
Un miliciano tiró el arma y corrió hacia él: Mi capitán, mi capitán: soy Antonio, su asistente.
El pelotón disparó. En el suelo, dos hombres abrazados.
Tiranías
Siempre hay quien saca factor común, convencido de que el mundo es igual, de que el hombre es igual. El camarada, indignado tras lecturas de prensa, da con el nudillo del dedo corazón sobre el mármol del café:
—Todos son totalitarios: las democracias, los fascismos, los nazismos, el comunismo. Y nosotros, que empezamos bien, ya no hablamos de Estado Totalitario en los Veintisiete Puntos.
—Sí lo hacemos —José Antonio comprende a los airados—, pero en el sentido de estado total que es Herramienta Total. Es decir que el Estado esté donde el Hombre está. Ellos se han convertido, o lo harán, en tiranías. Nosotros no podemos, porque no estamos aquí para mandar hombres sino para rescatarlos. Sólo una Patria libre tendrá hombres libres.
Sordera
Todos los hombres se quedaron sordos. No era posible decirles qué debían comprar, qué necesitaban pensar, qué estaban obligados a creer ni qué razones había para callar la verdad.
Sólo oían una voz lejana, interior, que antaño se llamó conciencia.
Y vino la Libertad.
La verdad es larga
Van a salir las escuadras a vocear y vender el Arriba. Para ellas es la gran ocasión del coraje: rara vez no suena un tiro.
—Pensad que no disparan contra vosotros. Van contra lo duradero: esa es la lucha verdadera. Dios, Iglesia, Justicia, grandeza, libertad, Patria... ¿Por qué? Porque lo duradero está demostrado; está forjado en lo que no rompe y la verdad es larga para soportarla el que miente. Larga España.
Banquillo
José Antonio en el banquillo. El jurado no escucha. No quiere. El aire se ve por capas y un rayo de sol llega hasta el pelo del Joven César y lo vuelve de plata vieja. España es plata vieja. El jurado es plata vieja con azabaches.
—Auxilio a la rebelión. —insiste el fiscal. Le piden muerte.
—Debí auxiliarla. —dice despacio y en flojo.— ¿Me perdonará España haber confiado en la paz?
Abre y cierra la mano. La ve vacía, pero rebosa de fuego y vida. Pronto la llenará la tierra; la tierra sobre la que España, herida, aguarda.
Camaradas naturales
En la finca de su tío, junto a La Granja de San Ildefonso. El cielo, como si lo hubieran tensado. El aire, dormido. José Antonio desmonta de la yegua torda y repara en el buche, en el burro joven que le mira con los ojos más completos del universo.
Acude el César. Le acaricia, le habla. Se lava en la húmeda, cariñosa mirada. Siente una gran compasión por los animales, hijos de Dios, nuestros pequeños hermanos:
—Camarada burro: Qué solo estás. Qué lejos.
Da la vuelta y se lleva a la yegua de la brida. Al establo. El pequeño camarada lanudo les sigue.
Muchachos de España
Como siempre los jóvenes quieren formarse y entender y no vacilan en preguntar lo que han oído en los discursos:
—¿Cuál es la España posible, José Antonio?
—La diferencia entre lo que ansías y lo que tienes. La España posible es la que no tiene que pasar año tras año cuestionando su ser.
Les mira fijamente. Los chicos saben que sí, que España es una cuestión permanente.
—¿Es posible que hayamos llegado a 1934 sin una definición seria de España? Preguntad qué es el hombre, qué la sociedad y sabréis lo que tenéis que hacer y desear. Si sumáis el pasado con el futuro siempre os dará el presente.
La escalera
José Antonio soñó que subía una escalera. Arriba, una gran luz rodeaba a dos ángeles con espadas junto a los labios. Noche del 19 al 20. Los ángeles sonreían con luz. Presentaban armas.
Gloria y sol
El Gran General Don Miguel Primo de Rivera y Orbaneja vuelve al polvo. Murió en París, el 16, grande en su soledad como dijo Aunós. El diecisiete parisino llueve y se lamenta y contempla el sepelio del héroe; los soldados de todas las armas, desfilan. Rinden honores al caballero gran Oficial de la Legión de Honor. Van por delante de los restos de aquel general invicto que siempre llevó a la victoria a sus hombres.
Al descender en Irún, España se apiña junto a su general. En Madrid los españoles demuestran no ser ingratos. Hombres que no reprimen las lágrimas. Un altísimo Padrenuestro. Atronadores vivas salidos del alma conviven con la desesperación de los que no pueden creer en la muerte y esperan la resurrección milagrosa.
José Antonio lo ve, aprende lealtades para después de la muerte y palpa la fe de un pueblo que a punto estuvo de ser rescatado. El General, bravo y fuerte, no era sino la víctima de un rey que lo dejó caer; un rey que es todo circunstancia y que aún no ha comprendido que, sin el General, se perderá la monarquía, ya sin Polar.
La tumba al fin. El ataúd al hombro, avanza hacia el levante, al camino del sol. No hay llantos allí. Tampoco hay dolores fáciles y José Antonio mira de frente a la estrella. La memoria le trae, entero, a Gabriel Bocangel, «Tu obstinado cadáver nos advierte/ que hay vida muerta pero no vencida.»
De frente el sol se hace redondo, con apariencia de dorada medicina, y se le siente girar sobre sí. No es ya sólo luz sino la ardiente solidez que da luz.
—Te quedarás ciego, José Antonio. — le dice Miguel.
—Ciego estoy y aquí, cargado con mi padre, debo ver. Ver muy lejos. Cara al Sol. Y a la luz.
No conocía entonces una profecía, la carta de Don Miguel al Marqués de Sotelo, fechada el 3 de Abril, a las puertas de la muerte, desde el Hotel Pont—Royal: «tengo fe inconmovible en los destinos de España... Si tengo salud, yo, y si me falta, otro español cualquiera, volverá a dar la mano a la Patria, y ella seguirá su camino con firmeza, y pronto, para que lo veamos tú y yo, aunque somos viejos.» No supo de quién hablaba, pero José Antonio tomó la misión. Y murió seis años después que su padre, tras tender la mano a la Patria.
Fuego
Había un fuego entre los ciegos. Sus casas ardían pero hablaban sólo del calor. Fuego, oscuridad y muerte. Y una ardiente luz que no veían.
El acusado estaba muerto
El director de la cárcel, luego fugitivo y asesinado en Madrid, aunque su nombre se lee entre los acusados ante el mismo tribunal que José Antonio, entra en la celda: el jergón en el suelo; el lujo de una mesa coja.
Aquel hombre honrado está atrapado entre la España que muere y la que nace. Unos y otros dicen que la Falange, el Alzamiento, son los caminos de un Movimiento de Salvación Nacional, cuando lo es de Creación.
Pero antes de huir ha querido ver a su prisionero que ya le ha dicho que no huiría.
Del cartapacio saca una camisa azul. Manos intrépidas la han bordado en aquel Alicante; rojo Yugo, rojas Flechas y tres luceros de plata.
José Antonio la aprieta, la empuña como espada o pistola. Sabe que será víctima pero que su sangre sembrará la victoria.
—La llevaré —dice— para morir. El día de mi muerte.
—Al amanecer. —corrige el director.
—La llevaré el día del amanecer.
Y amaneció.
Sobre el granito de Gredos
José Antonio, solo sobre el granito de Gredos, en la noche. El granito salía de la tierra, sólo e inerte. La noche, clara y estrellada. Había un alma sobre la roca: sentía el peso del futuro y lo veía con brillo de luceros. Y los luceros temblaban.
La muerte no es posible
José Antonio ha muerto, dijeron a aquel joven que limpiaba el ánima del fusil en Somosierra.
El muchacho siguió frotando y con la estopa aceitada secó una gota que cayó junto al alza negra.
—José Antonio no ha muerto. —dijo al fin.— No morirá mientras yo viva. Mi sangre le guarda.
Lo superior
Se ve desde la ventana. Abrían una zanja y han parado para menudear de las tarteras. Hay urgencia y el capataz no lo acepta. Pronto llegan los de Asalto.
Se ve desde la ventana: seis guardias golpean con sus porras a dos que comían. Ha dejado de protestar el resto, pero hay ojos que echan lumbre.
Unos minutos y José Antonio, ocho camaradas y nueve palos, salen llamando a la Justicia. Luego, el silencio de la acción.
Dos golpes después los de Asalto huyen. Tres, y corre el capataz. Tres golpes y camisas azules. Los salvados se acercan:
—Jodidos falangistas. —dicen y se abrazan a ellos— ¿Por qué?
—La Justicia, para todos, como la dignidad —responde José Antonio.— Tened siempre hambre y sed de justicia.
Se van, pero el último se vuelve en el portal y sonríe:
Y huevos. —dice alegre— Y huevos.
Felicidad
El primer Jefe Nacional sabía hablar y, por lo tanto, sabía escuchar. Esos jóvenes de quince, de dieciocho años, pura ilusión con camisa azul, le consultaban sus problemas o le contaban sus sueños:
—José Antonio: ¿Qué hay que hacer para ser feliz?
Solía conseguir que sus hombres le creyeran:
—Sentir que has cumplido con tu deber
—¿Y si no basta?
—Cumplir también con el de otro.
Suicidio
José Antonio habla con sus escuadristas en Santo Domingo:
—Ángel flojeó. Su madre lloraba cuando salía. Su padre le quería en la JAP y Ángel veía que el mundo entero era un pozo negro y nadie lo cambiaría. La FE fallaba; el corazón y la resolución, no: Patria.
—Fue a Vallecas y atacó a tiros la casa del pueblo. Suspiró y murió. En el pecho le encontraron una carta de tinta y sangre: «Quise rescatar la insignia, pero no.»
—¿Qué quiere decir, José Antonio? —preguntó un jefe de escuadra que amaba la acción..
—Que no entendía que el nuestro es trabajo de generaciones, y que el amor y la muerte van demasiado unidos en el alma.
Marcas de la nada
Aquel día José Antonio siente una ira sorda. España le parece poblada por hombres que se tapan los oídos y apagan los ojos. Pero ven y callan; oyen y callan; comprenden y callan. El miedo es libre, sí, pero destruye la libertad.
En la Ballena Alegre se pone en pie. Necesita alguna verdad que, además, sea provocación para la otra tertulia:
—Los Partidos —explica— funcionan como marcas famosas, Hispano Suiza, Rolls, Quina, Singer. Chocolate Batanga... El Partido es un producto embotellado, siempre un litro apenas, para vender a la gente.
—¿Y qué les vende usted? —le preguntan desde la mesa socialista. Tal vez es el diputado Prats
—A ustedes.
Liberto
Se llamaba Liberto y era perro. Can de palmo y medio y rabo enroscado. Era el perro de Vicente, uno de los guardias, y paseaba por la cárcel como quien patrulla.
En el patio, según talantes, recibía caricias o gritos. Había un preso que Liberto veía brillar y que sabía hablar con él: bajaba las manos a los muslos con algún ruido y hacía «he, ha». Imposible ser más claro: ¿Quieres jugar conmigo?.
Liberto le saludaba poniéndose en pié y levantando una pata. Vicente veía y callaba. El hombre que un perro indulta es bueno.
Cuando murió José Antonio, Liberto desapareció y Vicente, sin decir nada, fue a la tumba y allí estaba el perrito, sobre la tierra removida, abrazando quién sabe qué misterio. Pero los hombres buenos se fían de los perros y Vicente puso en la tumba un ramo de alhucema en flor.
—Hala. —dijo a Liberto. Y los dos se marcharon despacio. Viejos.
Danos voz
La Missa acabado la han. De lo santo a lo profano, de la comunión al vermú, todo envuelto en una piel de ardientes sueños.
Por la ventana ven pasar a un hombre solo. Se hace mayor; lleva sombrero flexible y mira a algún lugar dentro de él.
—¿Qué es un hombre solo, José Antonio?
Hay parroquianos que escuchan: el Joven César siempre responde como un hombre que volara.
—Alguien sin alma
—Pero, ¿porqué sin alma?
—Porque pertenecemos a los demás y a solas no somos nosotros. Y por algo peor aún: el solitario ha renunciado a llevar en alto sus valores eternos y huye de sí.
Pasan al comedor y José Antonio, que no ha olvidado, se levanta para bendecir y a Dios no le pide comida sino horizonte:
—Señor: Da patria a quienes no la tienen, y palabras a los que sí: que la voz llegue más lejos que nosotros.
Morada
Sofocada Asturias, España, sorda y ciega, vuelve a los discursos, a los mitos, a la fuerza de su debilidad. Las gentes que se manifiestan por la Unidad llevan la bandera de 1931.
José Antonio mira la bandera republicana y siente el pecho como si fuera plomo:
—Usar el color morado —dice— es tentar a la suerte. Miro a España y sólo veo una gran bandera de Oro y Sangre. Nos aguarda.
Un compañero pretende imponer la justa lógica:
—¿Crees que la República es su bandera.
—Sí. Y su augurio. Todo esto que vemos, todo aquello que hemos vivido con modestia, no me vale como República: hay que llamarla España.
Pañuelos
En Don Benito, en el escenario, José Antonio mantiene los antebrazos hacia adelante y las manos como en trance de atrapar algo que está ahí y no se ve.
—Aquí sólo faltan a la cita —ha dicho— los que tuvieron que ir a conquistar América
—España, además, es de tal naturaleza, que no se puede restaurar: al punto que hemos llegado sólo es posible construir un edificio nuevo y moderno.
—Desde el escenario os he dicho que España os necesita. No yo. Y es el momento ahora: atáos los pañuelos a los ojos. Veréis la calidad de las diferentes oscuridades: más intensas, más claras; más grises, con chispas, con relámpagos.
—Pero oscuridad. Ahora veis lo que España. ¿Hay derecho? ¿Pueden condenarnos a la ceguera?. Os necesita, lazarillos. Le urge una vista que vea, porque ¿quién vencerá con los ojos cerrados?
Ayer
—¿Qué se debe salvar del mundo de ayer, José Antonio? —pregunta uno de sus jóvenes revolucionarios.
—El mundo de ayer —dice como maestro— es un depósito de huesos. Vivimos sobre la muerte que no cesa. Hay quien teme, quien todo lo pierde, pero somos también una vida que no cesa. Y la vida es más difícil que la muerte
Verdad y Justicia
Está pasando una sección de la Guardia de Asalto. No son marciales, pero son altos y fuertes.
—El precio de la libertad —murmura José Antonio como para sí— es la vigilancia: nunca la justicia. Pero es de justicia recordar a todos que no somos una tierra: una tierra es nuestra.
Todos miran, silenciosos, como los de Asalto se alejan.
—Sonreíd, porque Dios nos ha puesto en la fragua; tras ella vendrá el yunque. Y Dios ha decidido que cada falangista sea la Falange entera y una gran creación: «Verdad en movimiento». Pensad en esos Guardias de Asalto: Para ellos y para nosotros la Verdad es urgente ya.
—¿Para qué, José Antonio?
—Para ser hombre. Quien no tuviera ni una sola verdad, no lo sería.
—Acabas de prometernos la victoria.
—O la muerte.
Terminado el acto
Termina el discurso del 29 de octubre. La gente, sorprendida y con el corazón abierto, no sale del teatro de la Comedia. Esa gente ha descubierto que necesita oír a José Antonio. Muchos, seguirlo. Le rodean sus hombres y los que quieren ser sus hombres: han comprendido que la República ha escondido lo grande, lo indescifrable, el secreto del amor. Y José Antonio, con las manos abiertas como cuando el sacerdote dice “Orate fratres”, ha señalado a Rousseau.
—¿Qué piensas del voto, José Antonio —grita un jovencito cuyo despertar a la vida le lleva al combate.
—Un hombre, un voto. —sonríe en paz— No importa el hombre, importa el voto. Soy de otra condición y quiero que nosotros digamos «Un hombre, una idea» ¿Es que suponen que no todos los hombres pueden concebir una idea? Si es así, ¿por qué les dejan votar? Nosotros queremos dejarles pensar, ser ellos. No arrastrarles al banderín de enganche de una vejez.
—El hombre —termina zumbón— no es él y su circunstancia. Es él y sus ideas, y las ideas verdaderas nunca son circunstanciales.
—¿Qué son?
—Las amarras de la vida.
José Antonio tonante
En la sala de Juntas, José Antonio, tonante. Ha leído y acaba de oír como se descalifica a españoles rojos y a españoles de derechas. Nunca lo han hablado pero confiaba en el estilo de sus grandes hombres. De ahí la ira:
—Si nos entregamos al servicio de España y queremos justicia para todos, ¿quién os da permiso para hablar con desprecio de cualquier español? El pobre, el débil, el equivocado, el analfabeto, el hambriento, el explotado, el comunista o el mendigo, ¿son menos hombres; son menos españoles? A nuestros ojos, todos hidalgos. Hablad bien del español, de cualquier español, y tratadle con respeto. Que sepa que le respetáis. Que sepa que tiene importancia.
—¿Tanta tiene?
—No hay forma de dejar de ser hijo de Dios. No hay modo de no ser español.
¿Vencer?
Tras un partido de fútbol en el patio de la Modelo muchos delincuentes se sientan con José Antonio. Le dan tabaco. Nadie les ha hablado de justicia sino de artículos de la ley. Si aquel señorito vence, todo será distinto. También ellos.
—No venceremos. —les dice el Jefe Nacional de Falange Española— Quizá nunca lo hagamos, porque la justicia es muy peligrosa para el poder. Además, nuestra misión no es vencer sino enseñar cómo llamar a la Victoria. Arar almas de la gente y sembrar la semilla del mañana. Somos un bautismo y somos una vela tendida
¿Y combatir, José Antonio?
—Hemos de honrar las armas. El sable y la pistola, el fusil y el cañón. La bayoneta. Otros las usaron para defender la Patria y hacerla Grande y Libre. Y ahora, cuando nadie cree ya en la grandeza de España, la honra, ese compromiso con quienes murieron para hacernos posibles, es nuestra arma. Cuanto más la ataquen, más vivirá la Patria: resonará en nuestros corazones, carne y sangre que hemos heredado, que vienen de lejos. Que no son nuestros.
Triunfos lejanos
—José Antonio: ¿Queda lejos nuestro triunfo?
—El triunfo está todo lo lejos que esté tu corazón de la esperanza.
La Primavera
El hombre, con la sombra de un bigote futuro, estudiaba el Himno. Habían disparado sobre él alguna vez y quería siempre las cosas claras:
—José Antonio: ¿Por qué esperamos que vuelva a reír la primavera.
—Nadie ha detenido este mundo, ni los rusos. Y tras este invierno en que todo está muerto, llega la vida con la alegre primavera y el mundo se despereza y bulle.
La forma lo es
—El mundo es redondo.
El maestro respingó. Herido en la batalla, luchaba entonces con la fe en la mano:
—El planeta es redondo. El universo quizá lo es. Pero el mundo tiene forma de hombre.
¿Quedaba algo? Sí:
—O de corazón.
*Todos sabemos que el planeta es esférico
Firmes
José Antonio dijo ¡Firmes!. Sus hombres lucharon con los puños apretando las pistolas: tenían ahí la victoria y el jefe decía ¡Firmes!.
Le llevaban a una muerte que sería muchas muertes y ellos, sus hombres para siempre, apretaban las pistolas y creían ver una danza del sol.
—¡Firmes!
Y los hombres se cuadraron, con las armas bajas. Ninguno sintió crecer las rosas de su haz. Ninguno anduvo al paso de la paz. Firmes bajo el azul.
Y siempre adelante
Sólo cinco le han visto y le han oído. Los demás creen en él con sencillez, como creen en España. Además, en la Cárcel de Alicante también está su Jefe Provincial y bien claro es el juramento: No abandonarás al camarada. También los ejércitos lo hacen.
—No puede estar en la cárcel y nosotros aquí. Quietos. ¿Estamos escondidos? ¿Qué somos?
Son la Centuria incompleta de la Vega Baja del Segura, rodeada de enemigos, armada en precario. Confesada, ataca Alicante. José Antonio libre: España libre. Cantan por el camino. Algunos aprenden el Cara al sol: amor y luceros.
Valor bajo el azul del cielo. Valor bajo el mahón de la camisa. Y hambriento el corazón que sabe donde va.
Aniquilados, pero, ¿qué clase de hombres son y cómo derrotarles? Sonríen los fantasmas de Numancia.
Armas
Los disparos despertaron a la madrugada. En el patio de la prisión, José Antonio traspasado por un nuevo dolor, acababa de gritar Arriba España. Se sabía muerto, con el corazón parado, pero seguía en pie: el alma grande miraba llegar la muerte. «No es tan difícil», se dijo. «Hágase la luz», pensó.
Miró a sus asesinos. En pie. En pie.
Eusebio, que había vuelto a la posición de firmes, la culata del fusil apoyada en el suelo, a la izquierda, y el cuchillo bayoneta calado. Con esmero, marcando los tiempos, presentó armas. Los demás, también.
Y José Antonio cayó al fin, llevándose en los ojos el brillo rojizo del sol sobre el acero.
Junta Nacional
José Antonio presidía la Junta Nacional de Falange Española. Los consejeros, hombres de talla, discutían sobre la necesidad de emplear la fuerza contra la fuerza y era evidente que Falange apenas era una gota en el mar del marxismo terrorista.
El capitán pidió una pistola, presionó en la culata y el cargador cayó. Sacó de él una bala. Nueve corto. La puso en pie y miró a su buena gente:
—¿Esto es la fuerza? —preguntó.— ¿Una reacción química?
—Sí, lo es. Es terrible, pero en España hemos de contar con esa reacción química.
¿Y la fuerza de la razón? —insistió José Antonio— ¿Y la fuerza de la Fe? ¿Y la fuerza de la verdad? ¿Y la fuerza de la inteligencia?
Los Consejeros Nacionales lo comprendían, pero sabían que ni la razón ni la verdad paraban las balas del enemigo.
—La Falange no necesita ganar sino cambiar el estilo de los españoles. Contagiar. ¿Cuánto tiempo puede la gente seguir creyendo en el marxismo o en el liberalismo?. Esos sí necesitan la fuerza porque no son viables.
—¿Y nosotros, José Antonio?
—Si somos uno. La Inteligencia de un movimiento político se divide por el número de personas de su Comité Central, de la Junta Permanente, de parlamentarios, de periodistas, de militantes y de la masa que le vota. César con dos legiones venció a los cien mil hombres de Ariovisto. Es más fácil mandar sobre cien que sobre mil. Y es más fácil obedecer a veinte que a mil.
La Guerra
Bajó del Alto del León, que ya era Alto de los Leones de Castilla, oliendo a pólvora y batalla. «Vengo de la guerra. De la guerra de verdad» dijo Onésimo a su mujer. Una luz joven, como recién nacida, llenaba sus ojos de alegría y esperanza.
Se puso la camisa azul limpia, besó suavemente a su esposa y volvió a la guerra, a los pinares de Segovia, y allí murió, rojo y negro contra rojo y negro. Era la guerra de verdad, pero más verdad fue la esperanza de Onésimo.
Domingo, 5
José Antonio ha oído misa. Se dice en la habitación que solían ocupar los condenados a muerte cuando entraban en capilla. Es el santo de Sancho Dávila.
Ya noche entrada, Elorza, el director de la cárcel, llama a José Antonio y le ordena que haga los preparativos. Le trasladan de prisión y ni siquiera sabe a cual, porque la operación se lleva en secreto.
Cuando se lo llevan a su celda, José Antonio grita en la galería:
«—¡Miguel, Sancho! Nos llevan estos canallas a aplicarnos la ley de fugas!»
San Francisco
José Antonio pasea. Sigue Arenal hacia la Puerta del Sol. Raimundo, a su lado, ha recordado la Orden Tercera, la pobreza franciscana que el Azul Mahón representa.
—Hermano árbol. —dice José Antonio, señalando.— Hermano gorrión. Hermano perro.
Se detiene y mira a un hombre joven que parece enfermo: Tose, anda despacio y lleva al cuello un pañuelo rojo.
—Esto —dice— es lo difícil, Raimundo: ¡Hermano Hombre!
Madrugada
José Antonio es buen abogado. Hace constar su protesta y su negativa a obedecer la orden de traslado: es antirreglamentario porque depende de la Audiencia Provincial de Madrid, pero de sobra sabe que la ley ya no rige.
Por la galería, siguen a José Antonio el Director y oficiales del Cuerpo de Prisiones. El Jefe de la Falange se vuelve de repente y les increpa. Sabe, como así fue, que sale para la muerte.
Los guardias se arrojan sobre él y con dificultad consiguen esposarle: temen todos los efectos de la ira de José Antonio.
Dominado y encadenado, en pie, firme, mira al Director:
«—Dentro de poco tiempo —grita— haré levantar un patíbulo en este mismo patio. ¡Para ustedes!»
Todos pierden el color, aunque quisieran sentirse fuertes.
Miedo
José Antonio, un hombre joven, encadenado y desarmado es conducido al Penal de Santa María. En su coche van cuatro agentes de Seguridad. Detrás, otro coche con Guardias de Asalto armados con fusiles ametralladores. A mediodía, en la cárcel, apartan a José Antonio de la luz. Pero en él sigue brillando algo que la gente comprende: la luz que no se ve con los ojos pero que todo lo llena.
El 10 de Junio llega a la última prisión, a Alicante, pero el pueblo español, que reconoce, aún de oídas, a los grandes, hace correr una voz: José Antonio ha logrado fugarse de la prisión. Y está libre. Algunos lloran. Algunos huyen
Legalidad
Mientras José Antonio, el ademán impasible, sigue su Vía Crucis, la legalidad republicana y democrática lleva a alcaldes como los de Rute, Doña Mencia, Santa Eufemia, a prohibir que se celebre ningún entierro católico ni se administren los sacramentos. En Casas Bajas (Valencia), la Comisión Gestora ordena al cura 25 pesetas por toque de oración y por toque a misa primera. El Impuesto de las Campanas. Por toque a Misa Mayor, 50 pesetas. Por volteo de campanas, 100 pesetas. Por toque de entierro, 200 pesetas. Por impuesto de sermones, bautizos y casamientos, 500 pesetas: no se ganan en un mes.
La gente calla y esos labios apretados son como una voz que recorre las Españas. Un mes después estallará la guerra.
La rebelión
El 16 Junio, en el Parlamento, mientras José Antonio y sus grandes están en las cárceles y otros mueren por las calles, Calvo Sotelo responde a Casares Quiroga: «Piense que en sus manos están los destinos de España y yo pido a Dios que no sean trágicos.» Está altivo y valiente y sabe muy bien que acaba de sellar su vida.
Al día siguiente, la prensa del frente popular, defensora de la «Legalidad Republicana» y su democracia, escribe: «A fuerza de provocaciones parlamentarias como la de ayer —en el Heraldo de Madrid— se hace cada vez mas imperativo e inapelable el mandato nacional que exige el desencadenamiento de la gran ofensiva nacional». Está hablando de pasar a España a sangre y fuego.
Claridad ayuda: «desgraciadamente en España hay y ha habido muy poca guerra civil, y muy poca revolución, muy poco desorden, muy poco caos y muy poca energía»
España abre los ojos y entiende. Los cielos azules de Junio se mancharán de sangre.
La Perfección
El muchacho, con la nueva camisa azul, se acercó a José Antonio. Todo le llamaba a la batalla, a la salvación de España:
—¿Qué debo hacer para ser un buen falangista? —preguntó, en busca de una receta mágica que, desde luego, existía:
—Amar a España más que a ti mismo.
Ambos murieron en 1936.
José Antonio ve el futuro
Es temprano todavía. No se ha instalado en lo alto el sol, pero las noticias llegan a la cárcel de Alicante. A Calvo Sotelo le han asesinado los guardias de asalto.
Siente el corazón pesado. Sabe que morirá. Sabe que morirán sus hombres y, después de arrebatada la vida, les arrebatarán la muerte. Pero la semilla de la victoria, lejana aún, se va acercando. Él no lo verá.
Su hermano le pregunta qué va a pasar
—¿Quieres quitar la libertad a la Patria? Dásela a los delincuentes, como hicieron en febrero..
—¿Habrá guerra?
José Antonio mira la nube blanca que parece quieta:
—Guerra para siempre mientras no exista España.
España
—¿Qué tenemos en común los españoles, José Antonio?
—España.
—¿Nada más?
—Y nada menos.
Junta Nacional
En Gredos, la Junta Nacional de Falange se ha sacado una foto. Están sobre el duro e irregular granito, que contagia espíritu.
José Antonio mira como la altura va descendiendo a la tierra baja en la distancia. «Todo esto te daré —piensa, cambiando el Evangelio— si lo amas». Abajo, hombres secos, hombres pobres y arrugados, aran con los bueyes. Trescientos años de silencio y hambre.
Muralla
Badajoz dispara. La Legión, al relativo resguardo, mira la muralla: por allí tiene que entrar la fuerza.
El fuego de cañón abre una puerta. Es un agujero muy estrecho, inmediatamente protegido por ametralladoras. Hace calor y un sol rojo calienta las bravas cabezas de la segunda compañía. Han muerto hombres y la Legión quiere venganza.
Se arman bayonetas y, sin que el enemigo lo crea, la Segunda Compañía carga contra las ametralladoras con su capitán al frente. Cuántas cosas se hacen por amor al capitán. Los hombres van cayendo en los brazos amigos de la muerte mientras gritan España. Siguen muriendo, pero no hay fuerza que sueñe siquiera en pararles. Huyen muchos enemigos aterrorizados por el valor de los soldados.
Llegan doce al agujero. Los demás, un reguero de amistad y sangre, tras ellos. «Si Dios un día te llama —piensan todos—, para mí un puesto reclama que a buscarte pronto iré». Los novios de la muerte han dado su último beso a la España que aman: han consagrado su postrer despedida.
Y el cornetín, agudo y justiciero, ya está tocando el brioso Ataque.
Yagüe, que los manda, se santigua. Qué España, señor, qué España.
Falange es alegría
—Desengáñate, José Antonio: un pesimista es un optimista bien informado.
—No creo. Nada te da más optimismo, más alegría, que conocer las verdades a tu alcance. No quiero saber qué hace el enemigo: quiero saber qué hago yo.
Brunete
El ataque rojo ha sido fulminante: hombres, carros, artillería. Un Teniente Coronel, cuya posición ha sido desbordada y aniquilada mientras él, fiado a la paz de aquella línea, había bajado al pueblo, se da un tiro honorable en la cabeza.
En otra posición se responde al fuego a la desesperada: un contingente rojo apoyado por carros de combate la ataca y los defensores van cayendo uno tras otro. El Soldado Alemán substituye al tirador de la única ametralladora: acaba de morir. Cae el oficial con el tiempo de decir Viva España.
Un proyectil junto a ellos. Muere el servidor y el soldado Alemán queda ciego. Oye el avance enemigo y rugir de los carros. Sabe adónde disparar y lo hace una y otra vez, durante minutos, durante horas. El enemigo, al ver la resistencia, retrocede un poco, pero no ceja.
En eso el soldado Alemán oye pasos a su espalda. Gente de guerra sin duda. Ciego, se pone en pie de cara a los que llegan, abre los brazos y grita ¡Viva España! Es el viático para el mayor viaje.
Pero es un Comandante de la Infantería Española que contempla la mortandad y el rostro ensangrentado del soldado que quiere morir como un hombre. El comandante no lo puede evitar y, en silencio, saluda. España cuida de sus valientes.
El comandante sabe que la guerra está ganada y sonríe, emocionado. ¿Brunete? Otra victoria.
Hijos de la Noche
La noche está quieta. Parece de terciopelo con lentejuelas en lo alto. Un aire frío, de monte, ronda por los surcos de las trincheras y los hombres, que se llaman a sí mismos «Los Hijos de la noche», aseguran el machete y cogen bombas de mano.
Los hijos de la noche, los voluntarios de la noche, ya pasan junto a los pozos de los escuchas:
—Buena suerte, compañeros. Buena suerte.
—Buena caza.
En todo el frente hay hombres así y todos son hijos de la noche y a veces de la muerte. Dan el Golpe de Mano y, si pueden, vuelven ensangrentados y felices. Ahora tiene que volar dos ametralladoras que hacen incómoda la vida, eliminar a los guardias y matar al comisario Agapito, que tiene un altavoz para llamarles, de día, hijos de cura y facciosos.
La centinela roja está en sus pozos avanzados y muere en silencio. El sargento nacional ve la casamata de las ametralladoras y, al lado, detrás, una chabola. Mientras sus hombres quitan las cintas de las bombas y las dejan con el percutor libre y peligroso, el sargento entra en la chabola y allí está el Comisario Agapito. Huele un poco a chinchón y duerme.
El machete, con un tenue silbido, sale y se acerca al cuello del comisario.
Salen todos hacia las alambradas y, desde allí, lazan dos granadas a la casamata, que vuela con una luz blanca y roja.
Por la mañana, el altavoz de Agapito:
—Hijos de Cura: no dais ni una.
El sargento sonríe. Tuvo esa voz al alcance de su cuchillo bayoneta y perdonó. Habrá que perdonar mucho en España.
En busca de la luz
—José Antonio: Sabemos la relación entre Patria y Justicia; entre pobreza y libertad; entre los sueños y los sueños posibles «que no te hacen su esclavo», ¿pero cómo expresarías un mundo de caballeros y esfuerzos?
—Trata a todos como caballeros y diles que busquen la luz.
Más que dinero
José Antonio sale del café. Se acerca al mendigo, que perdió las dos piernas en el Desembarco de Alhucemas. Cuando le ve, siempre le da una peseta. Una peseta para un hombre que se deshizo luchando por España a las órdenes de su padre.
El mendigo rechaza la moneda:
—Ya sé quién eres. El hijo del Dictador.
José Antonio se agacha a su lado. Ignora si el mutilado es amigo o enemigo, pero no puede quedarse en pie ante un hombre que nunca lo volverá a estar.
—Quiero pedirte una cosa, José Antonio. —sigue el hombre.— Quiero llevar vuestro yugo y vuestro haz, para que todos sepan que conservo el valor.
El joven César se quita el yugo de plata de la solapa y se lo pone al soldado caído en la miseria. Se lo impone.
—¡Arriba España! —le dice
Y el hombre responde con un saludo militar. Para los bravos, España es un cuartel.
De rodillas, no
Dijeron después que era el Ejército Rojo retirándose, pero eran milicianos que no habían pisado el frente y que habían aterrorizado Barcelona. Cargaban con tesoros y mujeres que gritaban. Arrastraban a su suerte a cientos de prisioneros.
Mataron hasta el final y su camino quedó marcado por la sangre y por los muertos. «Vosotros», decían. Separaban a algunos de una u otra columna y los fusilaban. Como Jesús dijo, había enviado a los corderos entre los lobos.
—«Vosotros». —dijeron. Era el Ampurdán y, lejos, veían mecerse el destello del mar. Cuatro hombres flacos y amarillos salieron y se alinearon junto a la cuneta. Conocían el ritual y se alegraban de morir al fin: descansar y ver a Dios. La vida les pesaba como la Cruz del Gólgota.
Uno, andrajoso, alto, joven, pidió arrodillarse.
Los asesinos rieron. Siempre había quien se arrodillaba y ellos creían que era para disimular que no les sostenían las piernas a causa del miedo. Rezaban y morían; rezaban y morían y ni siquiera se daban cuenta de que su cuerpo había quedado ya en la cuneta, manando sangre.
—Apunten. —dijo el jefe
—¡Alto! —dijo el arrodillado con tal fuerza que los malvados se detuvieron con los dedos en el gatillo.— Estoy arrodillado por Dios y por España
Se puso en pie, miró las caras de sus asesinos y separó las manos del cuerpo:
—Tengo que perdonaros, —dijo— pero no que morir a vuestros pies. Bien alto el corazón y con orgullo.
La descarga les segó. La mies es mucha.
—El cura ese... gruñó uno de los asesinos.
—No era cura. Era un campesino del Prat.
Los brillos del mar seguían, a distancia, en blando movimiento y un asfódelo con sus flores blancas, dejaba caer su sombra azul sobre un rostro muerto que aguardaba.
Un único dolor
No se llevaron el cuerpo de José Antonio. Querían que a la luz naciente le vieran los demás presos. Caído, quieto, hijo de la Venganza del Pueblo. Le enterrarían de cara, que no pudiera volver a mirar el alma aquellos luceros suyos.
Un perrinchi de cien sangres, pequeño y siempre hambriento, de los que seguían a los soldados para vivir un poco más, clavaba los ojos en José Antonio y se desazonaba. Miró a su amo que callaba y avanzó despacito hacia el cadáver. Ojos tristes como sólo tienen los perros. Toco el cadáver dos veces, como para despertarle, y entonces aulló. Aulló largo, con la cara hacia el cielo que empezó a ser azul y rojo. Un lamento que venía desde la creación del mundo.
—¡Bicho! .dijo el miliciano tirándole una piedra. Y el perro, recogido, agachado, nada dijo ya. Los perros no lloran. Aquel, sí.
¡Ay de ti!
De regreso del acto político, cansado de palabras que explicaran lo que no tenía nombre, aquello que Rubén, sufriendo como José Antonio entonces, escribió al sentir que la muerte oculta le miraba a los ojos «...no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente»
El alma, cansada, se abandona a veces a la nada y se duele del mundo. Por el camino de tierra castellana, polvo de los siglos y de la historia, llegaban los pastores. Zamarras de cordero. Castilla, sol a solas. —había escrito Domechina y el César Joven lo entendía al fin en la llanura— Tierra andante y cielo inmóvil... No camines, caminante.
Venimos de oírte —le dijo el pastor viejo reviejo—. Y te creemos. España es mucha y para todos. Pero si nos has engañado, como los demás engañan, ¡ay de ti!
José Antonio se sacudió el momento de la duda, de la mirada de la muerte, y sonrió a aquella gente que tenía fe y la mostraba. Camaradas con zamarras y cayados que sentían la llanura interminable del alma que quiere anhelar.
—Vuelva el antiguo entusiasmo —dijo con palabra de Rubén—, vuelva el espíritu ardiente que regará lenguas de fuego en esta epifanía. Vosotros sois España y os serviré a todos.
—Te seguiremos.
Y la llanura inmóvil allí quedó. Aguardando los cañones.
Mala realidad
José Antonio sube a la tribuna. Airado. No se puede hablar de las angustias en un palacio. Todavía están calientes las armas en Asturias, pero el Joven César no parece comprender que trabajar por los demás y disentir cuesta la vida en España.
Mira al reducido grupo socialista y sigue así, callado. Permite que el desprecio se escriba en su cara:
—Dicen muchos de los presentes que la Política es el arte de lo posible. ¿Eran posibles el tiroteo de la Puerta del Sol y el dolor de ver a los hombres libres yendo y viniendo de sus quehaceres, con las manos arriba? ¿Y el desequilibrado intento de Barcelona? ¿Y el martirio de Oviedo, de Asturias toda?
Callado otra vez, apunta su barbilla decidida hacia los malvados que fingen socialismo parlamentario después de su torpe revolución:
—¿Es posible romper la Unidad de España, quinientos años de vivir y malvivir juntos? ¿Es posible hablar de la realidad como hacen liberales y marxistas, lastrados por el odio a Dios y a la Iglesia Católica? ¿Es posible excluir de esa realidad el espíritu del hombre? ¿Es posible prescindir de esperanzas y de misiones universales?
Calla un instante mientras clava la vista en los socialistas que intentaron el golpe:
—Bajen los marxistas y los liberales a la llana verdad: si no saben las dimensiones del hombre, las necesidades de su espíritu, su afán de justicia, ¿será posible tratarles como seres humanos? Lo futuro no será para gentes así: ¡También esto es posible!
Un diputado del PSOE separa la chaqueta y brilla, negra, la pistola al cinto. José Antonio se aparta del atril y abre las dos alas de su chaqueta. No hay pistola ni siquiera en su cabeza. Enseña las manos abiertas, con los dedos hacia el suelo, el lugar de los muertos.
—¿Creen sus señorías que no tenemos nada? El respeto y la confianza en el español y en su espíritu de luz. Las armas de la Idea y de la Poesía, tan limpias. Fernando de Herrera no calla aún: «Por la debida gloria de tu nombre,/por la justa venganza de tu gente,/ por aquel de los míseros gemidos,/ vuelve el brazo tendido/ contra este que aborrece ya ser hombre.»
—Señala con un dedo eterno:
—La pistola de su señoría socialista, aunque la use, no cambiará la verdad, sino la vida. No cambiará el mundo urgente.
El diputado, indignado, vuelve a mostrar su arma. Y el Joven César sonríe. Se nota lleno de gracia:
—No se puede decir más: Los negreros, los esclavistas, contra los pobres celosos de su independencia. Les daréis a Lenin y a Stalin y a Roosevelt, pero jamás lo que ansían: el Dos de Mayo que el alma aguarda. Y usted, diputado —vuelve a señalar al pistolero— sepa que si se enseña el arma es para usarla.
La luz
En Cuatro Caminos de Madrid, que era tierra del odio que se arrastra, jóvenes con camisa azul llevaban el Arriba bajo el brazo y lo voceaban. Junto a ellos, ni delante ni detrás, José Antonio, arremangado, grita Arriba y grita España ante gente silenciosa, que ni siquiera sabe que José Antonio será eterno.
Suena un tiro de pistola corta, como un aplauso único, y un camarada cae sobre los Arriba que le hacen de lecho. Respira mal. Está muriendo sobre las palabras de resurrección del periódico de la Falange; dándoles su sangre.
Calla, mira y se muere. Sabe que ve por última vez: la España que tiene que acabar. Calla y calla y sus ojos se cruzan con los de José Antonio, que brillan como acero al rojo.
Se esfuerza un poco más: «La luz —dice— nos salvará».
Y los ojos se le quedan ciegos para siempre.
La muerte no es el final
Los que tenían el alma soplada por el odio se adueñaron del pueblo y corrieron a la Iglesia. No a dar las gracias.
Ardieron los confesionarios, ardió el retablo del XVIII y el fuego se aproximó al Santísimo. El sacerdote, hombre menudo, timorato, corrió, atravesó la línea de incendiarios y rescató las formas consagradas.
Un estampido subió a la alta bóveda y dio vueltas en torno a las pechinas. El sacerdote, alcanzado en la espalda, cayó apretando a Dios contra su pecho.
El fuego marchó cuando hubo consumido religión e historia. Tras él, aquellos a los que el odio hinchaba. Cercado de cenizas, pero intacto, el cadáver del párroco, de bruces, y debajo, junto al corazón ya inútil, las hostias, cuerpo vivo de Dios vivo, pálidas brillaban.
Más arriba, subiendo recta de la cúpula al cielo, un alma tranquila iba a sentarse a la diestra.
Mi Alférez en Cristo
El joven José Antonio, Alférez de Húsares, de uniforme, con el sable ligeramente levantado a la zurda, entra en la Catedral de Barcelona.
Sabe adónde va y no se detiene más que delante del Cristo de Lepanto. En torno a él, al marfil que venció en la llanura del ancho mar al Trace fiero, hay un aura: es la sonrisa confiada de Don Juan de Austria, el joven héroe.
José Antonio se cuadra y mira lo que hay debajo de los ojos de marfil. No es el dolor del Crucificado: es la promesa del mundo futuro.
José Antonio desenvaina y saluda al Cristo de Lepanto que tanto acero vio. Los fieles miran la estampa del joven militar, alta la hoja del sable, que saluda al joven Dios, y sienten la eternidad; quieta allí mismo.
El Alférez envaina y se arrodilla.
—Haz —reza— útil mi vida.
El Cristo de marfil parece callado, pero está insuflando un gran Espíritu en el de José Antonio: un fuego en el alma. Sólo los héroes mantienen la tierra.
La vida
—¿Qué es la vida, José Antonio? —pregunta un joven tras el entierro del camarada.
—Una marcha hacia la muerte. Hay quien va por llano y hay quien por montaña, por lo difícil. La vida hacia la muerte es para nosotros la Gloria del Camino, la compañía estricta de tu alma exigente.
Las Navas
José Antonio para su coche en las Navas de Tolosa, en la llanura. Es 16 de Julio y se diría que el aire es menos transparente, como si le vieran moverse y nada más existiera.
—Callad. —dice José Antonio— Oigo los gritos de los muertos. En toda España resuenan gritos de ánimo y de dolor.
Calla él mismo. La luz lo llena todo y va a anidar al alma:
—Alguien creería que España pide sangre, pero no: pide justicia.
La causa de la causa
El Jefe Provincial presenta a José Antonio desde la tribuna. Ya todos saben que en la votación del Debate sobre quién es el político mejor de España, — censurada en el acto— ha salido José Antonio por mayoría:
—... José Antonio lo vio y escribió. Fue como hallar la causa de la tuberculosis, el bacilo de Koch. Descubrió lo que tanto se calla: la causa del marxismo: El Liberalismo, gran generador de la explotación y la injusticia
—Sin Liberalismo —sigue, ya más seguro— no hay marxismo. Si hemos de batir a socialismo y comunismo, hay que apartar al Liberalismo y su escala de valores. Esas gentes han derramado excesivas sangres.
Familia
—Me preguntan a veces por qué. ¿Cómo se puede amar una palabra como España?
Están en la Ballena Alegre. Le miran: cada uno de ellos ama a España de modo intenso pero diferente. Les interesa saber lo que José Antonio piensa.
—España —dice— es nuestra familia. Lleva nuestra sangre.
Mover el pensamiento
—Hoy os pido algo muy distinto del voto: la Devotio española. No debéis votarnos, sino votar a España.
La gente, silenciosa, sólo mira la cara de José Antonio, que sigue:
—No se puede mover sólo el pensamiento sin mover el corazón y sólo se puede seguir aprendiendo si percibes la enormidad de cuanto desconoces. Pero aquí sabemos algo más: En el mundo o se ven hombres o no se ve nada: por eso nos hacen falta pensamientos y corazones que nos den alguna posibilidad en la lucha desigual.
*.— Un aforismo de Virgilio: Posunt quia posse videntur. Traducción sencilla de una idea de dos mil años: «Pueden, porque están convencidos de su poder.»
El plan
Sánchez Mazas, poeta falangista, es, más aún, la más pura capacidad de comprensión. José Antonio –y millones de españoles si pudieran— necesita preguntarle:
—¿Estamos en esta historia por casualidad o como resultado de un plan, Rafael?
—De dos planes. El hombre es el gran plan del universo, esperanza de Dios. El segundo es negar esto, cueste lo que cueste.
Algún día
Están en Santo Domingo. La Junta ha estado discutiendo si se debe o no combatir, batirse en esas calles de Dios contra los socialistas.
—Pensad que algún día estaremos muertos. Hagamos lo que hagamos nos espera la tierra. Morir por España es más honesto que vivir de ella.
—¿Y cómo será la muerte, José Antonio?
—Como un vuelo de águila.
Poetas
—Y a los poetas, arquitectos del mundo, necesidad del alma, debo darles un mensaje desde el fondo de los tiempos: Entusiasmo es, también, Inspiración.
Vamos a España
—¿Adónde vamos, José Antonio?
—Vamos a España, Onésimo.
—¿Es que no estamos en ella?
—Nadie, nunca, ha estado en la España que soñamos ni en la que necesitamos.
Al joven que lucha
El muchacho ha oído que su sitio está al aire libre, bajo la noche clara y, en lo alto, las estrellas. Pregunta a su capitán:
—¿Hay que morir por España, José Antonio?
—A veces es inevitable. Pero la misión es otra: hay que vivir para España.
Amar, amar
Con alguna tristeza, porque no entiende, el falangista habla con su jefe:
—José Antonio: ¿Por qué es un riesgo amar a España?
—Porque el amor siempre obliga a poner el pecho, y porque España exige mucho a quien la descubre.
¿La verdad?
Han coincidido en la salida. El joven baja las escaleras de Santo Domingo a la vez que su capitán.
—Ayer, en misa, el sacerdote nos recordó que la verdad nos hará libres, José Antonio.
—Dime como podrán buscar la verdad sin tener la libertad de hacerlo. Hay que mirar más allá: la libertad nos hará ciertos. Y la libertad es el derecho a hacer lo Grande, el derecho a hacer lo difícil, el derecho a saber, el derecho a ser leal a uno mismo.
Gran Patria
Fuera llueve desde la mortecina tarde. Los ánimos se vuelven silenciosos y los hombres accesibles a las ideas largas:
—Todos habéis oído que la Falange Española define la Patria como unidad de destino en lo universal.
—Pero hoy, en lo largo del otoño, cuando la sangre no corre sino vaga por la vena, conviene pregonar uno de sus grandes efectos: La Patria es la Resurrección de todos los hombres. Muertos y vivos.
Sitio para todos
Un hombre solo cava una zanja. José Antonio, sin quitarse la chaqueta, toma el pico y cava también mientras el obrero, del PCE, mira. Sabe quién es aquel joven.
—¿Te has dado cuenta del ritmo? —pregunta José Antonio a los diez minutos— Ese ritmo obliga a pensar y, si piensas, eres tu dueño.
—¿Hay sitio para mí, José Antonio?
—Para todos.
Camisa
Es 1936; un año difícil de ver cuando se le vive. Pronto serán las elecciones de Febrero. Anticipadas como todas en la Segunda República. José Antonio podría sentir un vaho en el alma, pero nada dice hasta casi el final de su charla:
—Si vencemos, veremos camisas azules de seda. Qué triste fin.
Daimon
Hubo un «daimon» que hablaba a Sócrates y le decía las palabras necesarias.
Poeta y filósofo, José Antonio también escuchaba a su «daimon» y se dirigía al aire quieto de su despacho:
—No quiero que todos piensen igual. —dijo— Quiero que piensen.
El Daimon abrió la puerta del alma del Capitán, que miraba el Yugo y el Haz.
—¡Ay, si crees ser libre cuando los demás no lo son! —José Antonio se sentía como recitando las Bienaventuranzas— ¡Ay, si no das más que recibes! ¡Ay, si no nos mueve la mística! ¡Ay, si con la Falange no volvemos a nacer ni entendemos la Espada y la Cruz! ¡Ay, si tenemos que mentir o callar para vencer! ¡Ay de quien ambicione algo más que un buen servicio! ¡Ay, si crees que la Victoria justifica! ¡Ay, si crees que el mundo no te obedecerá! ¡Ay, si no crees en el verso! ¡Ay, si tus compromisos no son para siempre! ¡Ay, si crees que te perteneces! ¡Ay, si no honras al enemigo, pero ay si enalteces al traidor! ¡Ay, si no sabes morir: tus hechos morirán contigo! ¡Ay, si las heridas te emponzoñan el alma! ¡Ay, si no vuelas: la tierra mandará en ti! ¡Ay si luchas sin razón! ¡Ay, si crees que la luz es un regalo! ¡Ay, si dejas que otros lleven tu cruz! ¡Ay si te crees dueño! ¡Ay, si no eres tú! ¡Ay, si crees que la espada es más que la mano!
Calló el «daimon». Y José Antonio, agradecido, se santiguó.
Guerra
En Febrero de 1936 las elecciones han dado el poder al Frente Popular.
—¿Habrá guerra, José Antonio?
—Dios no lo quiera. La guerra civil la vivimos ya. La que viniera sería internacional: por el ser mismo.
—¿Por el ser mismo?
—Sí: un Juicio de Dios.
Calabozo
El Joven César estaba detenido en los calabozos de la Puerta del Sol con varios camaradas. Dejaban pasar el tiempo y hablaban:
—Nunca pensé que haría política. —dijo uno de los mejores.
—¿Y la haces? —preguntó José Antonio— Porque aquí hacemos lo contrario: la verdad; levantar el velo de Isis. ¿Has visto a algún político hablando de metafísica?
Tentación
Desde lo alto del granito de Gredos veía Castilla, que era ver, a la vez, pasado y futuro.
—Todo esto te daré —dijo una voz sin cuerpo—. Lo que digas será dicho. Lo que pienses será pensado.
—No es la piedra dura que no siente, sino el hombre vivo. Lo que digo, ya se ha dicho. Lo que pienso, ya se ha pensado, porque digo y pienso una sola cosa: Humanidad.
Un puño de oscuridad quiso romper el cielo, pero era demasiado grande el cielo y siempre hay un lugar en la tierra donde el sol brilla.
Destino
—¿Qué es el destino, José Antonio? Has dicho que España es una unidad de destino en lo universal.
José Antonio enseñó las palmas de las manos:
—El destino es la Voluntad. Otro no existe. Voluntad de ser universales y seguir siéndolo. Eso lo han de saber nuestras gentes y la tierra entera.
Aún se podía añadir algo más:
—Nada sucede si no quiere el hombre. Y, además, el antidestino funciona: lo que ya sabemos de las constantes históricas: «Nunca manda quien nos creemos», «vendrán guerras», «y siempre el paso alegre de la paz».
Paraíso
—José Antonio: ¿Por qué Ángeles con espadas?
—La cruz y la espada son lo mismo: una defensa luminosa en manos de los mensajeros de Dios: los ángeles. Y cuando el hombre levanta su hoja hacia el cielo, recoge la luz para que anide en los gavilanes. Fíjate que no dije ángeles con pistolas. Ni con lanzas.
Cuatro Vientos
Ruiz de Alda y José Antonio. Vuelan un Breguet desde Cuatro Vientos. El César contempla a la gente lejana, pequeña. No se ven las almas, no se oyen las ideas:
—No me gusta volar. —dice a Ruiz de Alda— Y no por lo que veo: ¡Por lo que no veo!
Juramentos que ponen espanto
Mil novecientos treinta y seis. Las mieses que en julio se echarán al sol, agavilladas, las mieses que verán la guerra, sólo son un bozo verde de la tierra.
Nadie lo sabe pero todos lo temen. José Antonio, que se aproxima a Febrero, jura como los hidalgos:
—La Falange jura acabar con la pobreza y exigir siempre la función social de la riqueza. Y, para los falangistas, esforzada austeridad.
Juramentos vigentes todavía.
Capitalismo
—¿Por qué estás seguro de que nuestra misión es desmontar el capitalismo?
—Porque ir en busca del capital es un falso objetivo. El humanismo iba en busca del hombre, de lo humano. El hombre vale por lo que es, no por lo que tiene.
Final
—Somos la sal de la tierra, dice Foxá alegremente. Salen del cabarete y el champán, fuera de las botellas, burbujea todavía.
José Antonio, como se hace en las charlas de madrugada, para y mira a sus amigos:
—Somos casquivanos. Pensáis en la victoria. Yo, también. Y todos sabemos que se trata de una victoria imposible, que nos llevará con ella. Deseo el día en que sea tan grande nuestra razón que pueda deciros a vosotros, a todos los españoles, «Declaro muerta a la Falange».
—Hombre, José Antonio...
—Si los partidos fomentan la división, Agustín, ¿puedes creer que el nuestro no lo haría.? Para la Falange la victoria final será morir, desaparecer, anidar en la historia.
Las nubes
Hay una nube en el cielo del Retiro. Una nube que parece una Cruz de Malta y, mientras lo discuten, piensan en la Batalla del Puente Milvio: Con este signo vencerás.
—¿Quién contra Dios? — murmura Dionisio.
—Te lo digo y que lo sepan todos: Contra Dios, quien cree en él pero no entiende. El ateo verdadero no necesita ser beligerante. Pero, ¿dónde hay en España un ateo verdadero?. Enemigos de Dios, muchos. Pero esos creen. Con furia.
—¿Y con qué signo venceremos, José Antonio?
—Creí que ya lo habíais comprendido: No venceremos. Somos los bautistas preparando la venida del Reino.
Victoria final
Octubre caído, en la cárcel umbría, José Antonio miraba los ojos del periodista americano, al que tuvo luego que desmentir en su propio testamento.
—Franco ganará esta guerra. —le dijo.
—¿Tan buen general es?
—Es un gran general, pero ganará por otra cosa: porque no es un hombre práctico. Un hombre práctico, al ver el mediocre resultado del levantamiento, hubiera parado. Pero Franco es de los otros: de los que rezan antes de luchar.
Atardecía. Hora de profecías.
La Muerte
Seis veces la muerte visitó a José Antonio y seis veces tuvo que irse aquel espectro marxista que pedía sangre.
—La muerte me acabará venciendo. —le dijo a Manuel Hedilla.— Siempre lo hace.
—¿Y qué? —preguntó Hedilla, quitando importancia al mal destino.
José Antonio sonrió y pisó algo más el acelerador:
—Y nada, Manuel. Pero es extraño descubrir que España me necesita muerto. No veré «el paso alegre de la paz»
—Pero vivirás siempre, porque siempre alguien llamará a José Antonio.
Muere por España
Alfonso era de Lorca. Miliciano, con aquellas grandes cartucheras negras, había cobrado algún dinero, pero no era el pago sino el deber.
—Vamos a salir, José Antonio.
El preso le miró a los ojos en busca de su alma:
—Sí. —dijo Alfonso— Soy falangista y tienes que vivir para que España sea justa. Tengo un permiso del Alcaide para custodiarte a casa del dentista.
—¿Y tú?
Alfonso puso los hombros en posición de desdén. Después es después. Ahora es ahora:
—Yo solo no puedo ganar la guerra. Y tú, sí.
El preso se sentó:
—Muere por Dios y por España. —dijo— Pero no mueras por José Antonio.
Cárcel
—Debo ponerme a bien con Dios, Miguel. —dice José Antonio cuando le han comunicado la pena de muerte.— La muerte es muy larga.
—Sirves a un Señor que no puede morir.
El Jefe Nacional hace gesto de cansancio:
—El Duque de Gandía no tenía razón en lo que dijo al ver los despojos de la bella Emperatriz Isabel. Yo siempre serviré a quien se me pueda morir. Cristo también murió. Y España.
Estrellas
Tras la cena, la solitaria terraza castigada por diciembre en Madrid. José Antonio ha puesto sus manos en los hombros de la mujer joven y, desde muy cerca, ella las ha visto:
—Tienes estrellas en los ojos.
—Las que importan deben estar en el corazón. Y no se ven.
Libertad
Sale José Antonio del mitin final de la campaña del 36. Alguien grita una vieja frase cerca de él. La corean. Pero el Joven César se detiene: queda algo por decir a su buena gente:
—No es Libertad o Muerte, sino Muerte o Libertad.
¡Qué fines!
Indalecio Prieto, en el bar del Congreso, hace seña discreta a José Antonio. Le advierte. Las semillas del odio están sembradas y se ha decidido la guerra tras el fracaso de Asturias. Guerra terrible y sin prisioneros. «Cuídate, José Antonio, porque te matarán»
El Joven César se mueve en tierra de nadie desde hace mucho. Sabe que algo muy importante ha fracasado: pocos comprendieron que él no pertenecía a bandos, que no era la izquierda enfebrecida ni la derecha del pacto. Quiso siempre decir a su pueblo “Esto sois”, España con polvo y paja, España en la era. Los demás afanes, anécdota de la historia perdida.
Pero hay una Revolución sin más misión que entregarse a Stalin, y hay una reacción que en el 36 que habla de fascismo y que no quiere volar aunque España necesite las alas del águila. Hombres sin vuelo son hombres sin sueños.
—Ustedes, don Indalecio, quieren gobernar hombres. —dice— Unos con las pistolas y otros con leyes que preveo injustas, hechas para la peripecia de un instante y no para la convivencia de un siglo.
Indalecio Prieto, mal que le pese, asiente. Sabe que sus seguidores van a perder, que España será de quien la sirva y no de quien la aplaste.
—No se puede gobernar —añade el joven— desde la miseria, el miedo, la mentira y el hambre. Gobernar es crear el espacio donde el hombre se desarrolle y sonría a su vecino en paz. Conseguir que esas buenas gentes comprendan al fin el tesoro de España.
¡Qué armas!
José Antonio conduce su rojo descapotable americano. Ocho cilindros. Nunca quiere figurar, pero nunca esconderse. Por segunda vez tiran contra él cuando lo lleva. Mientras el pistolero huye, el Joven César salta de la máquina y se pone en jarras; desafío hecho carne pero no furia:
—¡Dios mío! ¡Qué armas, las palabras!
Guerra
La Junta Nacional lleva horas estudiando lo que pasará en breve: Si el Frente Popular gana las elecciones de Febrero habrá guerra. Y, si la hay, morirán los falangistas y, con ellos, La Falange.
—Habrá guerra —dice José Antonio— gane o pierda el Frente Popular, porque España no se sostiene así y es imprescindible que lo haga de nuevo. Pero vencerá siempre quien tenga mejores ideas y decida más de prisa. Decidir rápidamente es la máxima señal de inteligencia.
—¿Y el que tenga más cojones?
—Ese, a la bayoneta.
Sabe adónde va
Hay silencio. Saben todos que no son así las cosas. Ven salir a José Antonio con su condena de muerte y quisieran que la guerra se borrara como un sueño al despertar. Despertar del sueño de la muerte.
Alguien, amigo secreto, le susurra:
—Todo acaba, José Antonio.
—No: todo empieza. Alguien volverá con rosas.
Camino del Lucero
Quedóse quieta el alma. En pie. José Antonio comprende que está muerto. Ve los campos de España heridos, y los hombres de España muertos y la sangre de España como un río.
España misma, que es como una bruma azul, le corona: sombra y luz; agua y aire. Un hombre alto, fuerte y cano, le tiende la mano como para sacarle de un pozo o subir un muro:
—España rompe el corazón, hijo.
—Pero primero lo llena, padre.
Caminan sobre el mar, hacia levante, hacia el sol de luz.
—Les has devuelto «el ansia altiva de los grandes hechos.»
José Antonio, al lado del General, no se pregunta por qué ha muerto ni para qué. En toda muerte hay una victoria y lo sabe. Se pregunta cómo es posible ver España cerca y lejos a la vez.
—¿Y el Paraíso? —pregunta.
—No es vertical, hijo. Es primavera con luceros.
—Muerto en Otoño, Padre.
—Pero nacido en primavera.
Los libres
Un hombre con gorra y chaqueta agonizante se para ante José Antonio en la Gran Vía. Dos camaradas van con él, pero el hombre, herido por algo, no teme:
—¡Fascista! —le grita— Nos quieres quitar la libertad.
El Joven César le señala un escaparate que devuelve las figuras del momento:
—Mírate. ¿ Qué libertad te puedo quitar?
El hombre valiente baja la cabeza, avergonzado de sí.
—Pero te la puedo dar. —sigue José Antonio— Ninguna libertad como la de escoger tu causa. ¿Quieres ser libre? Lucha para que lo sea España.
De su voz nacen escuadras
Hubo un momento en que José Antonio creyó tener diez mil fusiles y un general. Lo que no tuvo por unos instantes fue futuro. Su trabajo son sus compañeros: otros les darán o no los fusiles y los generales y entonces se verá qué llevan en el corazón.
Mientras, se han reunido las Centurias de Madrid. Son jóvenes caballeros, a menudo desarrapados, que han formado con sus compañeros.
—Hace poco me acusaron de querer quitar la libertad a los españoles. ¿Qué libertad? ¿Qué libertad os queda para que pueda arrebatárosla? ¿La tenéis para crecer un palmo más? ¿Y para volar? ¿Y para no morir? ¿Y para saberlo todo?
Los hombres escuchan, firmes. Lo que no entienden lo sienten a través de la piel.
—Hoy, camaradas, sólo tenéis una libertad: la de querer ser libres y aún esa os robarán. No hay libertad en casa del pobre y España es pobre. Pero sólo pobre de dineros. Rica de espíritu
¿Solo contra todos?
En los calabozos, un guardia que no guarda. Seguro de que las rejas mantendrán a distancia a José Antonio, le llama “chulo” y “señorito”. Odio en el tono. Odio en el timbre.
—¿Cómo te sientes solo contra todos, señorito?
—Muy fuerte. Peor sería todos contra mí, pero llevo la iniciativa: no tengo guardias de negro. ¿Qué piensas tú cuando no te rascas los cuernos? Sois millones de hombres asustados de una idea: ¿Qué clase de cobarde teme a su Patria?
Años inmortales
Diecisiete años inmortales. Muestra a dos camaradas un revolver plateado. Viejo. No le ven la edad ni lo sienten máquina sino símbolo: quien tiene pistola es un hombre.
De mano en mano amartillan y disparan. Abren y escuchan el golpe del extractor sobre el tambor al recuperarse. ¿Quién se pondrá delante de esos diecisiete años cuando luchen por España?
—Mira, José Antonio. —dicen cuando entra el Joven César. Le pasan el revólver pero no lo toma. El hombre, que a veces carga pistola, ha recibido un golpe en el alma limpia: ¿Qué enseña a los jóvenes, Dios mío? ¿La fuerza de la pólvora o la fuerza misma como objetivo? ¿Acaso no les dice que han de ser fuertes y estar preparados?
—¿Os dará eso más razón?
—Ya tenemos la razón. Ahora hay que defenderla.
—Nuestra razón es España. Y la Patria necesita lealtad, no muerte. No hacemos sacrificios de sangre.
—¿No?
¿No? Cierto, cierto. Reina la muerte. Qué mundo absurdo.
—Una cosa importante, camaradas. —dice el Jefe Nacional— Cuando tiréis, todos detrás del que dispara.
Quieto, nunca
Un hombre muy joven, todavía con la adolescencia chispeando en los ojos, camina por el centro de la Gran Vía. Lleva la bandera roja y gualda. Sólo él sabe que desafía a los que le mataron a la familia en Asturias. Anda impasible, quizá sordo, ciego y limpio de corazón. Le gritan los que siempre lo hacen: Fuera, fuera. Loco. Provocador.
José Antonio, parado con el coche en el cruce con Silva, atiende. ¿Tiene sentido que llamen loco a quien lleva la bandera de su Patria? ¿Es justo que él, que debe defenderla, no se mueva ante la enseña que juró?.
Arranca y se llega al joven abanderado:
—Sube. —le dice
—¿Para qué?
—Hagamos gritar a los mal nacidos.
El descapotable marcha. Un desconocido, en pie, lleva la bandera en alto. La pura bandera. José Antonio conduce. Dormita España.
Mínimo catecismo
—¿Qué es la sabiduría, José Antonio?
—Atreverse a preguntar.
—¿Qué es la verdad, José Antonio?
—Atreverse a responder.
—¿Qué es atreverse, José Antonio?
—Ser
Aún así la gente necesitaba que les llevara más allá de los sentidos y más acá del miedo:
—¿Qué es el amor, José Antonio?
—Ser grande.
—¿Y qué hay que hacer para entregarse?
—Saber quién eres, camarada. Saber quién eres.
Muerte imposible
Se dispara contra la Presidencia del Gobierno. La brisa baila alrededor de los tiros y José Antonio ha decidido verlo.
—No puede pasarme nada ahora. —dice, cuando Garcerán quiere disuadirle.
—Puedes morir.
El Jefe Nacional de Falange Española sonríe, pero nadie sabe si habla en serio o si juega:
—Podía morir en 1923, en 1930. Pero ya no. El pensamiento se ha desprendido de la carne y de la sangre. Vivirá pase lo que pase.
La lejana primavera ríe, muy despacio, más allá del otoño. Aguarda al sol.
No matarás
José Antonio lleva arremangada la camisa bordada en rojo. Abierto el cuello. Viste así cuando se trata de una represalia, al frente de sus compañeros.
Tiran sobre ellos. El enemigo es verdadero en la noche, y no quiere que se difundan, órdenes de Moscú, palabras superiores. José Antonio, de pie, da órdenes y una bala ardiente le traspasa la camisa por el sobaco.. Apenas un roce, pero tiraban al rojo haz que señala el corazón grande.
El asesino fallido es atrapado por tres falangistas y va a morir. Lo sabe y aprieta los labios: veremos si es cierto que la bala que mata no duele
—¡Alto! —manda el Joven César,. No pide: manda.— Podemos morir por la Falange pero no matar por ella.
Coge el arma del pistolero y comprueba que tiene ocupada la recámara. Siempre le ha gustado poner a prueba los corazones, de modo que amartilla la pistola y se la entrega al socialista:
—Aquí me tienes.
El rojo tira al aire. Contra el aire vacía el cargador. Los chicos quieren disparar pero José Antonio, en jarras, jamás lo aceptaría. El pistolero cierra el arma vacía y mira duramente al Joven César:
—Que no se diga.
Mundo sencillo
En el Chalé de La Castellana está la escuadra de poetas. El Cara al Sol ya lo cantan todos, incluso los que no son falangistas. Han llevado champán para abrir la vida nueva
—Es un himno recio y dulce a la vez.
—Pero un himno. —advierte José Antonio.— Hemos llenado el mundo de complicaciones, de palabras falsas, de sueños locos, de furia y de muerte. Pero el mundo es del todo sencillo: Explotar al débil o protegerlo. No hay más.
—No hay más. —repite la escuadra.
El champán sigue sin abrirse.
El Sentido de la Vida
En el Chalé de La Castellana, donde vive José Antonio, se reúne a veces la «Escuadra de Poetas». José Antonio ya no es solamente el creador de un movimiento al servicio del hombre: avanza por la hondura y sabe que nadie se sorprende.
—A Nasrudin, erudito árabe, le preguntaron sus discípulos aquello que casi nadie consiguió explicar:
—¿Cuál es el sentido de la vida?
—Imaginamos las cosas en vez de tomarlas como son. El sentido de la vida es salir de la ceguera de la vida.
—Y ahora, poetas, moved la memoria y el dolor. Recordad el cuadro de mediados del Siglo XVII. Se llama «Sueño del Caballero».
El hidalgo, vestido como los que aparecen en Las Lanzas, duerme con el sombrero puesto. Un ángel le vela pero también le anuncia.
—Frente a él, una gran mesa sostiene el mundo, porque es el mundo de la España herida: monedas, oro, una armadura separada en piezas, una calavera, una lámpara apagada, una espada envainada... Quevedo va a decir pronto «Es más fácil, ¡oh España!, en muchos modos, que lo que a todos les quitaste sola te puedan a ti sola quitar todos» Pero Quevedo es un gran español que se duele y que vive con la muerte: «Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra...( Y une entonces lo que de sí ve, lo que ha amado: mujer y España y la seguridad de la Redención, y hace el mejor verso del mundo tras recordar las venas, los huesos, los tendones, las médulas, que eran él y “que han gloriosamente ardido”) Su cuerpo dejarán, no su cuidado; serán ceniza, mas tendrá sentido; polvo serán, más polvo enamorado”
—También nosotros, con el amor a España, polvo vivo somos en espera de ser polvo enamorado. Y el caballero que lleva doscientos años dormido en torno al final de las esperanzas, abrirá al fin los ojos: El sueño de la razón engendra monstruos y nosotros ya lo sabremos y gritaremos: Basta de números por verdades.
¡Que hable!
En La Ballena Alegre. 29 de Octubre del 34 con los hombres ardorosos: un año de travesía por la España agonizante y muchos han vuelto a la vida. ¡Que hable, que hable!. José Antonio sabe que no es momento de laureles para el sueño:
—Lo más fácil del mundo es deciros lo que deseáis oír, pero no funcionamos así. Hasta aquí, a esta mesa con pasteles y chocolate, hemos llegado por cobardes. Todavía creéis que el dinero tiene un espíritu capaz de vencer a almas decididas. Si aceptáis pensamientos que os repugnan; si calláis ante la mentira que os consta. Si impasibles miráis a un Ejército dividido, a una ley conculcada, a una política convertida en secta, ¿qué sois? ¿Qué somos? ¿Buenos españoles? Allí tenéis a dos policías tomando nota de mis palabras y de vuestros nombres. Son dos pero quisiéramos hablar bajo. Hoy mandar no es valer, no es solucionar, no es modernizar. Es sólo sentarse en la silla del poder, en el trono de la ambición. Y nada importa cómo se haya llegado a ella.
El Joven César se llega a uno de los policías:
—¿Por qué estás aquí?
—Me lo han mandado mis jefes, señor.
—¿Y a ellos?
—Sus superiores.
—¿Y nosotros que te hemos hecho?
El policía mira a su compañero, pero cede al impulso honorable:
—Enseñarme que la Patria no puede encerrarse entre leyes injustas. Enseñarme que la solución necesaria exige valor. Y dármelo.
Esta anécdota se repite otra vez, por si insistir en ella sirve como antídoto contra el miedo también de ahora.
¿Es que alguien muere?
En el frente de batalla, en el borde de la Navidad, un falangista ha escrito en la puerta de la chabola: «Feliz Navidad, José Antonio».
—José Antonio ha muerto. —le recuerda otro camarada.
—¿Y no se puede ser feliz después de muerto?
Ser Universo
José Antonio hablaba, en la esperanza de ser comprendido por los mejores:
—El mundo de Hermes, la sabiduría hermética, quiso revelar importantes secretos del mundo. Pocos lo entendieron. El hermetismo reconoció y usó el puente entre lo alto y lo bajo: «Lo de arriba es igual que lo de abajo» Sólo esas palabras contienen ya un mundo más exacto: La Unidad del Universo, su comunidad de origen.
Un universo hecho por Dios... «Y vio Dios que el mundo era bueno». Lo olvidamos, pero desde la Antigüedad se supo y Newton demostró que nuestro universo es un equilibrio exacto entre la Fuerza y el Orden. El libre albedrío, desviado de su utilidad, quebró esa unidad del cosmos y no en vano los grandes sacerdotes, nuestro Santo Padre, se han llamado Pontífices: su trabajo, desde tanto atrás, fue volver a unir la igualdad primera: Arriba y abajo. Así la religión se volvió fenómeno universal.
—Y ahí está el inicio del camino que nos hemos propuesto: volver a equilibrar la fuerza: que el poder se someta al orden y que la fuerza sostenga el más deseable equilibrio: la Justicia.
No fue apenas aplaudido.
Sobre el Devenir
Nada valen las flores ni el mar ni el encaje de las olas. Nada es el roble ni menos el pino. Ni siquiera la piedra inerte “que ya no siente”. Este es un mundo de hombres entregado a los hombres. Este es el mundo que deviene.
José Antonio veía la flor y la cúpula del roble; la ola y la espuma; la nube y la estrella. pero el verdadero mundo era y es otra cosa: un camino humano. Hacia el Gólgota.
En paseos y en descansos de café, con un jerez o con un cóctel, José Antonio hablaba de los cambios falsos que rompieron la historia del hombre.
Hablaba con el poeta que escribió una oración alta como el humo: Rafael Sánchez Mazas, hombre poético también. Juntos componían un mundo mejor que quizá naciera tras un sueño alegre.
Nadie escribió estas conversaciones, pero las sabían todos como sabían que la luz empieza las mañanas.
María Estuardo
—La historia humana sucede. Ni siquiera es otra cosa que una colección de errores.
—¿Te digo una barbaridad, José Antonio? Aún no terminó la invasión de los bárbaros. Hay todo un mundo que crece sin norma.
José Antonio ríe: no puede creer en lo inevitable:
—Imagina que no hubiera muerto María Tudor, reina de Inglaterra y esposa de Felipe II. El padre de María, Enrique, había apartado a todos de la Iglesia pero si la hija hubiera vivido, la Gran Bretaña hubiera vuelto al catolicismo.
—¿Y entonces?
—Entonces, ¿para qué odiar al Rey Católico?
Don Álvaro de Bazán
Dios quiso que aquel espíritu del mar, que aquella fuerza de la ola, Don Álvaro de Bazán, grande vencedor en Lepanto, y de Túnez, defensor de las Islas Terceras, muriera en Lisboa en 1588. Por la ventana veía la gran flota el Marqués agonizante y se preguntaba si vendría la paz tras la derrota de Isabel y el mundo volvería a ser uno tras Alejandro.
Demasiado Lejos
—Nos estamos moviendo demasiado lejos, José Antonio: los cambios serían imprevisibles. Los hechos recientes son los que han encanallado el mundo, la España donde «ser un caballero» puede costar la vida. Por ejemplo, ¿qué razón hubo para la Guerra Europea? ¿El asesinato de Sarajevo, el intento de impedir el ferrocarril de Alemania al Golfo Pérsico, la desmembración del Imperio Turco?
El joven César quiere a los hombres. En general y en particular. Abomina de la política, ese gran matadero de jóvenes generaciones y cuida de las versiones históricas tópicas.
—Con esas gafas hay que ver mejor, Rafael: hacía ya tiempo que se había escogido a Rusia para el experimento comunista y aquella guerra se hizo para que el empuje alemán aplastara a cuantos ejércitos rusos le salieran al paso. Esto era la desconfianza del pueblo ruso, el desprestigio de sus oficiales, la muerte exagerada y la siembra de la subversión, que jamás sería posible desde la paz.
—¿Y el Kaiser Guillermo?
—Sabía que si ayudaba a la subversión, se libraría del Frente del Este, como así fue y Rusia se retiró de la Guerra Europea para organizar en casa las mismas matanzas, bien dirigidas por Lenin. La guerra se hizo para que fuera posible la revolución roja. Y así es como empezó su conquista del mundo.
—Fueron los Estados Unidos, el “futuro invasor” los que propiciaron la victoria final rusa, enviando a sus jóvenes a Europa, a decir, muy contentos en París, “Hi, Lafayette: aquí estamos”. Desde entonces, o algo antes, la historia del mundo es trabajo de ingenieros.
Las calles, bajo las farolas, iban tomando un tinte gris, quizá el Cristo y la noche que aguardaban a los españoles en la siguiente esquina del tiempo.
Cambiar el sino de España
Por lo gris andaban. Demasiado café y poco cabarete, les habían llenado de sueños, de hechos importantes que no fueron, quizá, porque alguien no quiso.
—Todo sigue. Todo seguirá. Nosotros, también. Ya vivos, ya muertos.
Una oración de José Antonio
Señor: te pedimos exigencia sin complacencia; que para nosotros seas el Dios Justiciero. Líbranos de los bienes que no sean para todos; danos el hambre con sonrisa, la sed con sol y la gallardía con humildad. Y sólo danos la paz, Nuestro Dios, si acertamos a servirla.
Danos, Señor, la alegría del camino y la gloria de la Justicia: que nos hagan dignos de ti y de la España que para ti se hizo.
—Seguiré —dijo para sí un joven bien encamisado, trasunto de hombre, vocación de lucero—, seguiré siempre a quien no busque el poder sino la justicia.
Nada oyó José Antonio, pero puso los ojos en los del muchacho.
Derrota o Visión
—El Patriota —dice José Antonio— aquel al que España ha llamado al esfuerzo, tiene la orden de fijarse en todo; de no creer en la casualidad.
—No olvidéis que los malvados siempre prometerán un mundo mejor si se siguen sus apenas esbozadas falsedades. Pero callan cómo es de veras esta Esfera de Batallas.
—Sin enfrentarnos a la visión de cómo es el orbe que matan, el mañana quedará muerto. Mirad con claridad, con esa luz que nos hará dueños de nosotros.
Inacabado
(El libro podrá terminarse un día pero siempre estará inacabado porque el amor del Joven César por la joven España no se ha acabado)
Canción de acero
En algunos ambientes se extendió el uso -que a veces permanece- del laconismo falso, basado en el verdadero de José Antonio Primo de Rivera, cuando inició, entre aplausos, el que luego fue conocido como Discurso de Fundación de Falange, pronunciado en el Teatro de la Comedia, el 29 de Octubre de 1933, dijo así lo que llegó a ser tópico: «Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.»
Y José Antonio, negándolo, había hecho su «párrafo de gracias». Pero, inteligente, salido de la Facultad a los 18 años como abogado, no era lacónico. Pensador, debía comunicar los pensamientos y más los suyos, pura novedad en aquel mundo inmovilizado.
Sí, era sobrio. Nunca hablaba a humo de pajas ante su gente o las multitudes; nunca de él. Tenía algo que decir y lo hacía tanto con la palabra como con lo que se llamó «Estilo», concepto que al rodar hacia abajo ha acabado en «Look». Pero donde estaba José Antonio la gente pedía su voz, su idea, su perdón para aquel mundo que se moría. Tenía lo que hoy se diría «el valor de decir lo necesario», el mismo valor que nos falta.
Pero este libro a mi Joven César, debe empezar hermanando dos épocas, dos posiciones, mediante cuatro versos:
Anoche, cuando dormía,
soñé, bendita ilusión,
que José Antonio venía
a tocarme el corazón.
Muchos españoles han sentido el corazón tocado por José Antonio, pura primavera, pura esperanza, alfaguara limpia. Al contrario que don Antonio Machado, esos hombres, recios y leales, no hablaban «con el hombre que siempre va conmigo». Lo vivían. Jóvenes, a veces cándidos, blancos de inocencia, eran hombres y su credencial, la fuerza de la lealtad. Ni tiempo ni talante para soliloquios. Ellos obligaban y obligan a ese hombre que son; le exigen lo que ya nadie enseña: la profunda libertad que da el servicio, la justicia que da la norma.
Para entender eso hay que haber nacido de un modo afortunado y desprendido. ¿Se trataba, solamente, de ser «La Nación poderosa que jamás dejó de vencer»? Se trataba, mejor, de redimir al hombre y es ese hombre redimido el que jamás deja de vencer, jamás deja de imperar sobre sí, jamás cede a la muerte.
Este libro, español de siempre, tocará tu corazón. No hace política sino memoria. No importa su color sino la extraordinaria perseverancia de un muerto que sigue predicando, porque, ya, nada ha cambiado.
En llegando aquí, al corazón tocado por el Joven César, no se consigue olvidar algo que no se sabe si José Antonio llegó a decir, pero sí llegó a pensar:
—Caballeros: —grita a sus Centurias de Madrid, bien formadas.— ¿Queréis ser hombres?
Los jóvenes luchadores, «que el paso acompasan con ritmos marciales», responden como si juraran bandera:
—Sí, quiero.
—¡Pues jurad la Primavera!
Estas son «Las florecillas de José Antonio». Y un grito de su autor: murió José Antonio por España; salvó a muchos de la muerte y del desánimo. Sufrió persecución y asesinato injustos y, al caer, abrió a la vida millones de corazones. ¿Valía menos que otros que ya han sido beatificados? Pero hay una Iglesia que no le ama.
Ni yo a ella.
Así, este es libro de estímulo:
A todos los que esfuerzan a diario el corazón por Dios y por España. En lo pequeño y en lo grande. Serán consolados.
Colofón
Este libro, devoción por el maestro, también era misión. Como en muchísimas familias, en la mía se presentaron para el combate desde mi bisabuelo para abajo. Mi bisabuelo, gran admirador del General Primo de Rivera, no pudo ser soldado de España en aquella ocasión, pero había combatido en la guerra carlista. Mi abuelo y mis tíos abuelos tuvieron que contentarse con la promesa de que se les llamaría cuando las quintas no dieran más de sí. Mi padre y todos sus primos, mujeres incluidas, sí fueron aceptados, si bien tuvieron que mentir sobre la edad.
Aquel familiar ímpetu guerrero venía no sólo de la casta sino de las altas palabras y firme amor de José Antonio. Venía de una moderna y ancha visión de España que el Joven César sólo pudo explicar menos de tres años. ¡Pero cómo caló en los espíritus decentes, que se descubrían en la Idea del joven Primo de Rivera.! El alma de José Antonio quizá fue el resumen de la de España y por eso sus palabras parecen conocidas siempre. Son las que, de saber hacerlo, hubiéramos dicho.
Aquí, en las líneas de abajo, empezó todo:
El día 29 de octubre, presenta José Antonio Primo de Rivera a la Falange en el Teatro de la Comedia. Una poética y una política distintas de las conocidas aparecen en España. Una política profética también. Allí está presente toda la vieja guardia que en aquel acto adquiere ejecutoria. De todas las provincias acuden iniciados y adeptos falangistas.
El mitin fue radiado y los marxistas no se atrevieron a interrumpirlo. (introducción tomada de La Historia de la Cruzada.)
«Nada de un párrafo de gracias. Escuetamente, gracias, como corresponde al laconismo militar de nuestro estilo.
Cuando en marzo de 1762 un hombre nefasto, que se llamaba Juan Jacobo Rousseau, publicó El contrato social, dejó de ser la verdad política una entidad permanente. Antes, en otras épocas mas profundas, los Estados, que eran ejecutores de misiones históricas, tenían inscritas sobre sus frentes, y aun sobre los astros, la justicia y la verdad. Juan Jacobo Rousseau vino a decirnos que la justicia y la verdad no eran categorías permanentes de razón, sino que eran, en cada instante, decisiones de voluntad.
Juan Jacobo Rousseau suponía que el conjunto de los que vivimos un pueblo tiene un alma superior, de jerarquía diferente a cada una de nuestras almas, y que ese «yo» superior está dotado de una voluntad infalible capaz de definir en cada instante lo justo y lo injusto, el bien y el mal. Y como esa voluntad colectiva, esa voluntad soberana, sólo se expresa por medio del sufragio —conjetura de los más que triunfa sobre la de los menos en la adivinación de la voluntad superior— venía a resultar que el sufragio, esa farsa de las papeletas entradas en una urna de cristal, tenía la virtud de decirnos en cada instante si Dios existía o no existía, si la verdad era la verdad o no era la verdad, si la Patria debía permanecer o si era mejor que, en un momento, se suicidase.
Como el Estado Liberal fue un servidor de esa doctrina, vino a constituirse, no ya en el ejecutor resuelto de los destinos patrios, sino en el espectador de las luchas electorales. Para el Estado liberal sólo era lo importante que en las mesas de votación hubiera sentado un determinado número de señores; que las elecciones empezaran a las ocho y acabaran a las cuatro; que no se rompieran las urnas..., cuando el ser rotas es el más noble destino de todas las urnas. Después a respetar tranquilamente lo que de las urnas saliera, como si a él no le importase nada. Es decir, que los gobernantes liberales no creían ni siquiera en su misión propia; no creían que ellos mismos estuviesen allí cumpliendo un respetable deber, si no que todo el que pensara lo contrario y se propusiera asaltar el Estado, por las buenas o por las malas, tenía igual derecho a decirlo y a intentarlo que los guardianes del Estado mismo a defenderlo.
De ahí vino el sistema democrático, que es, en primer lugar, el más ruinoso sistema de derroche de energías. Un hombre dotado para la altísima función de gobernar, que es tal vez la más noble de las funciones humanas, tenía que dedicar el 80, el 90 o el 95 por cien de su energía a sustanciar reclamaciones formularias, a hacer propaganda electoral, a dormitar en los escaños del Congreso, a adular a los electores, a aguantar sus impertinencias, porque de los electores iba a recibir el Poder; a soportar humillaciones y vejámenes de los que, precisamente, por la función casi divina de gobernar, estaban llamados a obedecerle; y si, después de todo eso, le quedaba un sobrante de algunas horas en la madrugada o de algunos minutos robados a un descanso intranquilo, en ese mínimo sobrante es cuando el hombre dotado para gobernar podía pensar seriamente en las funciones sustantivas del Gobierno.
Vino después la pérdida de la unidad espiritual de los pueblos, porque, como el sistema funcionaba sobre el logro de las mayorías, todo aquel que aspiraba a ganar el sistema tenía que procurarse la mayoría de los sufragios. Y tenía que procurárselos robándolos, si era preciso, a los otros partidos; y para ello no tenía que vacilar en calumniarlos, en verter sobre ellos las peores injurias, en faltar deliberadamente a la verdad, en no desperdiciar un solo resorte de mentira y de envilecimiento. Y así, siendo la fraternidad uno de los postulados que el Estado liberal nos mostraba en su frontispicio, no hubo nunca situación de vida colectiva donde los hombres injuriados, enemigos unos de otros, se sintieran menos hermanos que en la vida turbulenta y desagradable del Estado liberal.
Y por último, el Estado liberal vino a depararnos la esclavitud económica, porque a los obreros, con trágico sarcasmo, se les decía: «Sois libres de trabajar lo que queráis; nadie puede compeleros a que aceptéis unas y otras condiciones; ahora bien: como nosotros somos los ricos, os ofrecemos las condiciones que nos parecen; Vosotros, ciudadanos libres, si no queréis, no estáis obligados a aceptarlas; pero vosotros, ciudadanos pobres, si no aceptáis las condiciones que nosotros os impongamos, moriréis de hambre, rodeados de la máxima dignidad liberal.» Y así veríais como en los países donde se ha llegado a tener Parlamentos más brillantes e instituciones democráticas más finas, no teníais más que separaros unos cientos de metros de los barrios lujosos para encontraros con tugurios infectos donde vivían hacinados los obreros y sus familias, en un límite de decoro casi infrahumano. Y os encontraríais trabajadores de los campos que de sol a sol se doblan sobre la tierra, abrasadas las costillas, y que ganaban en todo el año, gracias al libre juego de la economía liberal, setenta u ochenta jornales de tres pesetas.
Por eso tuvo que nacer, y fue justo su nacimiento (nosotros no recatamos ninguna verdad) el socialismo. Los obreros tuvieron que defenderse contra aquel sistema. que sólo les daba promesas de derechos, pero no se cuidaba de proporcionarles una vida justa.
Ahora, que el socialismo, que fue una reacción legítima contra aquella esclavitud liberal, vino a descarriarse, porque dio, primero, en la interpretación materialista de la vida y de la historia; segundo, en un sentido de represalia; tercero, en una proclamación del dogma de la lucha de clases.
El socialismo, sobre todo el socialismo que construyeron, impasibles en la frialdad de sus gabinetes, los apóstoles socialistas en quienes creen los pobres obreros, y que ya nos ha descubierto tal como era Alfonso García Valdecasas; el socialismo, así entendido, no ve en la historia sino un juego de resortes económicos: lo espiritual se suprime; la Religión es un opio del pueblo; la Patria es un mito para explotar a los desgraciados. Todo eso dice el Socialismo. No hay más que producción, organización económica. Así que los obreros tienen que estrujar bien sus almas para que no quede dentro de ellas la menor gota de espiritualidad.
No aspira el socialismo a restablecer una justicia social rota por el mal funcionamiento de los Estados liberales, sino que aspira a la represalia; aspira a llegar en la injusticia a tantos grados más allá cuantos más acá llegaran en la injusticia los sistemas liberales.
Por último, el socialismo proclama el dogma monstruoso de la lucha de clases; proclama el dogma de que las luchas entre las clases son indispensables, y se producen naturalmente en la vida, porque no puede haber nunca nada que las aplaque. Y el socialismo, que vino a ser una crítica justa del liberalismo económico, nos trajo, por otro camino, lo mismo que el liberalismo económico: la disgregación, el odio, la separación, el olvido de todo vínculo de hermandad y de solidaridad entre los hombres.
Así resulta que cuando nosotros, los hombres de nuestra generación, abrimos los ojos, nos encontramos con un mundo en ruina moral, un mundo escindido en toda suerte de diferencias,; y por lo que nos toca de cerca, nos encontramos una España en ruina moral, una España dividida por todos los odios y por todas las pugnas. Y así, nosotros hemos tenido que llorar en el fondo de nuestra alma cuando recorríamos los pueblos de esta España maravillosa; esos pueblos, en donde, todavía, bajo la capa más humilde, se descubren gentes dotadas de una elegancia rústica que no tiene un gesto excesivo ni una palabra ociosa, gentes que viven sobre una tierra seca en apariencia, con sequedad exterior. pero que nos asombra con la fecundidad que estalla en el triunfo de los pámpanos y de los trigos. Cuando recorríamos esas tierras y veíamos esas gentes, y las sabíamos torturadas por pequeños caciques, olvidadas por todos los grupos, divididas, envenenadas por predicaciones tortuosas, teníamos que pensar de todo ese pueblo 1o que él mismo cantaba del Cid al verle errar por campos de Castilla, desterrado de Burgos:
¡Dios, qué buen vasallo si oviera buen señor!
Eso venimos a encontrar nosotros en el movimiento que empieza en este día: ese legítimo señor de España: pero un señor como el de San Francisco de Borja. un señor que no se nos muera, y para que no se nos muera ha de ser un señor que no sea al propio tiempo esclavo de un interés de grupo ni de un interés de clase.
El movimiento de hoy., que no es de partido, sino que es un Movimiento, casi podríamos decir un antipartido, sépase desde ahora, no es de derechas ni de izquierdas. Porque en el fondo, la derecha es la aspiración a mantener una organización económica, aunque sea injusta, y la izquierda es, en el fondo, el deseo de subvertir una organización económica, aunque al subvertirla se arrastren muchas cosas buenas. Luego, esto se decora en unos y otros con una serie de consideraciones espirituales. Sepan todos los; que nos escuchan de buena fe que esas consideraciones espirituales caben todas en nuestro Movimiento; pero que nuestro Movimiento por nada atará sus destinos al interés de grupo o al interés de clase que anida bajo la división superficial de derechas e izquierdas.
La Patria es una unidad total, en que se integran todos los individuos y todas las clases; la Patria no puede estar en manos de la clase más fuerte ni del partido mejor organizado. La Patria es una síntesis trascendente, una síntesis indivisible, con fines propios que cumplir; y nosotros lo que queremos es que el movimiento de este día y el Estado que cree, sea el instrumento eficaz, autoritario, al servicio de una unidad indiscutible, de esa unidad permanente, de esa unidad irrevocable que se llama Patria.
Y con eso va tenemos todo el motor de nuestros actos futuros y de nuestra conducta presente, porque nosotros seríamos un partido más si viniéramos a enunciar un programa de soluciones concretas. Tales programas tienen la ventaja de que nunca se cumplen. En cambio, cuando se tiene un sentido permanente ante la historia y ante la vida, ese propio sentido nos da las soluciones ante lo concreto, como el amor nos dice en qué casos debemos reñir y en qué casos nos debemos abrazar, sin que un verdadero amor tenga hecho un mínimo programa de abrazos y de riñas.
He aquí lo que exige nuestro sentido total de la Patria y del Estado que ha de servirla.
Que todos los pueblos de España, por diversos que sean, se sientan armonizados en una irrevocable unidad de destino.
Que desaparezcan los partidos políticos. Nadie ha nacido nunca miembro de un partido político; en cambio nacemos todos miembros de una familia; somos todos vecinos de un Municipio; nos afanamos todos en el ejercicio de un trabajo. Pues si esas son nuestras unidades naturales, si la familia y el Municipio y la corporación es en lo que de veras vivimos, ¿para qué necesitamos el instrumento intermediario y pernicioso de los partidos políticos, que, para unirnos en grupos artificiales, empiezan por desunirnos en nuestras realidades auténticas?
Queremos menos palabrería liberal y más respeto a la libertad profunda del hombre. Porque sólo se respeta la libertad del hombre cuando se le estima, como nosotros le estimamos, portador de valores eternos; cuando se le estima envoltura corporal de un alma. que es capaz de condenarse y de salvarse. Solo cuando al hombre se le considera así, se puede decir que se respeta de veras su libertad y más todavía si esa libertad se conjuga, como nosotros pretendemos, en un sistema de autoridad, de jerarquía y de orden.
Queremos que todos se sientan miembros de una comunidad seria y completa; es decir, que las funciones a realizar son muchas: unos con el trabajo manual, otros con el trabajo del espíritu; algunos con el magisterio de costumbres : refinamientos. Pero que en una comunidad tal como la que nosotros apetecemos, —sépase desde ahora— no debe haber convidados ni debe haber zánganos.
Queremos que no se canten derechos individuales de los que no pueden cumplirse nunca en casa de los famélicos, sino que se de a todo hombre, a todo miembro de la comunidad política, por el hecho de serlo, la manera de ganarse con su trabajo una vida humana, justa y digna.
Queremos que el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece, sin que por eso el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta —como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera religión— funciones que sí le corresponde realizar por sí mismo.
Queremos que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su historia.
Y queremos, por último, que si esto ha de lograrse en algún caso por la violencia, no nos detengamos ante la violencia. Porque ¿quién ha dicho —al hablar de 'todo menos la violencia"— que la suprema jerarquía de los valores morales reside en la amabilidad? ¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria.
Esto es lo que pensamos nosotros del Estado futuro que hemos de afanarnos en edificar.
Pero nuestro movimiento no estaría del todo entendido, si se creyera que es una manera de pensar tan sólo; no es una manera de pensar, es una manera de ser. No debemos proponernos sólo la construcción, la arquitectura política. Tenemos que adoptar, ante la vida entera, en cada uno de nuestros actos, una actitud humana, profunda y completa. Esta actitud es el espíritu de servicio y de sacrificio, el sentido ascético y militar de la vida. Así, pues, no imagine nadie que aquí se recluta para ofrecer prebendas; no imagine nadie que aquí nos reunimos para defender privilegios. Yo quisiera que este micrófono que tengo delante llevara mi voz hasta los últimos rincones de los hogares obreros, para decirles: sí, nosotros llevamos corbata; sí, de nosotros podéis decir que somos señoritos. Pero traemos el espíritu de lucha precisamente por aquello que no nos interesa como senoritos; venimos a luchar por que a muchos de nuestras clases se les impongan sacrificios duros y justos, y venimos a luchar por que un Estado totalitario alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes. Y así somos, porque así lo fueron siempre en la historia los señoritos de España. Así lograron alcanzar la jerarquía verdadera de señores, porque en tierras lejanas, y en nuestra Patria misma, supieron arrostrar la muerte y cargar con las misiones más duras, por aquello que precisamente, como a tales señoritos, no les importaba nada.
Yo creo que está alzada la bandera. Ahora vamos a defenderla, alegremente, poéticamente. Porque hay algunos que frente a la marcha de la revolución, creen que para aunar voluntades conviene ofrecer las soluciones mas tibias, creen que se debe ocultar en la propaganda todo lo que pueda despertar una emoción o señalar una actitud enérgica y extrema. ¡Qué equivocación! A los pueblos no los han movido nunca más que los poetas, y, ¡ay del que no sepa levantar, frente a la poesía que destruye, la poesía que promete!
En un movimiento poético, nosotros levantaremos este fervoroso afán de España; nosotros nos sacrificaremos, nosotros renunciaremos, y de nosotros será el triunfo, triunfo que —¿para qué os lo voy a decir?— no vamos a lograr en las elecciones próximas. En estas elecciones votad lo que os parezca menos malo. Pero no saldrá de ahí nuestra España, ni esta ahí nuestro marco. Eso es una atmósfera turbia, ya cansada, como de taberna al final de una noche crapulosa. No está ahí nuestro sitio. Yo creo, sí, que soy candidato; pero lo soy sin fe y sin respeto. Y esto lo digo ahora, cuando ello puede hacer que se me retraigan todos los votos. No me importa nada. Nosotros no vamos a ir a disputar a los habituales los restos desabridos de un banquete sucio. Nuestro sitio está fuera, aunque tal vez transitemos, de paso, por el otro. Nuestro sitio está al aire libre, bajo la noche clara, arma al brazo, y en lo alto, las estrellas. Que sigan los demás con sus festines. Nosotros, fuera, en vigilancia tensa, fervorosa y segura, ya presentimos el amanecer en la alegría de nuestras entrañas».
Tú me lo diste. Misión cumplida, padre.
LAUS DEO