Santiago-Ficción

Arturo Robsy


Cuento



Esta historia de Santiago es realmente un cuento de arte menor, una divagación acerca de las virtudes de un hombre que, quizá, pudiera ser tópico en nuestro país.

Santiago a secas

Santy era un buen hombre, pacífico, trabajador y humilde, desde el primero de agosto hasta el veinticuatro de julio siguiente.

Trabajaba en la fábrica, a cargo de una fresadora y era lo que se dice un tipo formal y cumplidor. Desde su más lejana juventud se le conocían pocos defectos, y era, por ello, querido (¡y envidiado!) por cuantos le conocían.

Como la mayoría, cuando su cuerpo se hizo vigoroso y los pensamientos no bastaron para detener toda la fogosidad de su carácter, contrajo matrimonio y se convirtió en un padre de familia ejemplar. Los viernes entregaba a su mujer la paga íntegra y, los domingos, después de misa, a pasear con la niña pequeña en una vieja moto. Si era verano, comían a la sombra de cualquier pino después de nadar. Si era invierno, buscaban setas o, simplemente, se aventuraban por los lugares que aún desconocían.

Eran, ¿qué duda cabe?, felices, dentro de los límites en que la felicidad es soportable, y, como no recibieron más hijos (pese a las cartas que continuamente escribían a la cigüeña) bien pronto empezaron a ahorrar su pequeño capitalito que, en su día, sirvió para pagar la entrada de un piso recién construido y para el primer plazo de un cómo seiscientos.

Sin embargo, antes de que las cosas llegaran a este extremo, su mujer tuvo que descubrir una interesante y dolorosa faceta del carácter de Santy...

El horrible vicio

Acongojada la pobre mujer, muy joven todavía, trató de suprimir aquel vicio de su marido, pero fracasó tan repetidamente que, al final, llegó a admitirlo como cosa lógica.

Santiago, de desde su infancia observó una conducta intachable, tenía una vez al año una crisis periódica, durante la cual se comportaba como un perdón, solo ansioso por vaciar botella tras botella y por perseguir a la primer mujer hermosa que veía: ésta era, en general, su esposa, por lo que las cosas no pasaron de ahí en este aspecto.

Estas crisis —dato curioso para los entendidos— coincidían con el veinticinco de julio, el día de su santo, y Santy lo explicaba con hasta facilidad:

—Soy —decía— esclavo de mi deber durante todo un año: ¿qué tiene entonces de malo que por mi santo arme un poco de jarana?

En efecto: él siempre tenía la disculpa apropiada y, además, con razón o sin ella, atribuía todo esto a su Santo patrón.

—Si fuese malo lo que hago —afirmaba— Santiago, el Santo, no lo permitiría, de modo que...

Y se encogía alegremente de hombros después de hacer tan disparatado razonamiento. Y tanto lo repitió y con tal ahínco que su mujer y sus amigos acabaron por convencerse de que el juergueteo de aquel hombre no era sino un culto de alabanza al Santo.

Así pues, todos los años, al llegar el veinticinco de julio, celebraba el día de su Santo por todo lo alto, con sus naturales consecuencias a la mañana siguiente. Santy, harto, cansado y dolorido, no iba a trabajar en el resto de la semana.

La leyenda de Santiago

Santiago, el Santo, también llamado Jacobo y Jaime, según los gustos, contemplaba desde una nube del Paraíso a su homónimo terrestre, pecador impenitente y lejos de cualquier arrepentimiento.

Al principio, Santiago (¡Santiago y Cierra España! El Santiago Matamoros de la batalla de Clavijo) veía con buenos ojos los dislates de su patrocinado, pues el santo conocía bien el interior del juerguista y sabía que era un hombre cabal que, eso sí, necesitaba desfogarse una vez al año.

—La juventud... —decía Santiago al buen Dios para disculpar a su patrocinado—. Estas son cosas que se pasan con la madurez, y, además, ¿qué hay de malo en echar una canita al aire?

Pero es que Santy no echaba "una canita al aire", sino toda su cabellera y aún más, porque cuando decidía divertirse (es una forma de hablar) no paraba en barras y era peor que un ostrogodo metido en faena (las faenas de los ostrogodos, como se sabe de antiguo, consistían en el saqueo, la rapiña y el rapto).

Y, así, Santiago, San Jaime, o como quiere que se llamara en aquellos momentos, bajó a la tierra muy enfadado con su protegido que, cada vez, se extralimitaba más. Ya no podía, en conciencia, disculparle ante el Buen Dios, porque se ruborizaba a causa de la conducta díscola de Santy, de manera que decidió bajar de su nube del cielo y aparecérsele para darle las órdenes oportunas.

—Sé más comedido —le dijo.

Y Santy no acertaba a explicarse porqué sucedía aquel prodigio ante sus ojos: él creyó siempre, de buena fe, que los pecadillos de su onomástica le eran perdonados inmediatamente y, ahora, se encontraba con Santiago, el Antipatrón de los musulmanes, aconsejándole templanza.

—Pero yo —se disculpó— soy bueno durante trescientos sesenta días al Señor.

Y Santiago, con aire amenazados, le dijo que lo que hacía temer, allá arriba, por la salvación de su alma, eran los restantes cinco días del año, fechas que, —¿para qué recordarlo?— Santy aprovechaba muy mal.

—¿Y qué le voy a hacer? —se disculpaba el pecador—. Es una vez al año y esto...

Y la verdad era que no quería prescindir de su habitual fiestecita, por más que el santo se lo ordenase. Éste, cuando comprendió que aquel hombre cerril no se dejaría convencer por las buenas, recurrió a las amenazas. Enarbolando el dedo y señalando con él a Santy, le dijo:

—Veo que tienes una grave enfermedad.

Santy se rebulló intranquilo.

—Es una enfermedad incurable...

Y Santy, con un guiño amistoso, propuso:

—¿Y tú no podrías...? ¿eh?... ¿no podrías curarme?

El Santo sonrió satisfecho: había llevado a Santy adonde se propuso, y ahora solo le quedaba formalizar el trato:

—Te curarás —dijo— si dejas de celebrar escandalosamente mi fiesta. Pero si por ventura recaes y pecas de nuevo, el mal acabará contigo sin que yo mueva un dedo.

Santy, naturalmente, quiso protestar, pero fue en vano, de manera que asintió, mohíno, con la cabeza:

—De acuerdo —dijo, y Santiago volvió a subir al Paríso donde informó al Buen Dios que Santy ya no sería un problema, puesto que habían pactado que nunca más haría estragos el 25 (veinticinco) de julio. Con esta noticia los bienaventurados se regocijaron y felicitaron a Santiago por aquel éxito inesperado.

—Y, dime, ¿cómo lo has hecho? —le preguntó el Buen Dios, a lo que Santiago respondió, guiñando pícaramente:

—A veces, señor, es más fuerte el miedo que la fe.

Las sucias artimañas de un pecador

De esta forma pasó y pasó el tiempo, y cierto día, Santiago se acordó de aquel viejo pecador arrepentido, y poniéndose su más vistoso manto, bajó a la tierra para averiguar cómo le iban las cosas.

¿Y qué halló?

Cuando llegó a casa del pecador, encontró a Santy en plena fiesta con sus amigos: nada faltaba en la mesa y aquellos energúmenos comían y bebían a pleno rendimiento. Asombrado, Santiago llamó aparte al truhán y le preguntó qué significaba aquello.

—Verás... —dijo Santy— Yo he cumplido el trato que hicimos: jamás he vuelto a juerguear al día de Santiago ni los cuatro siguientes. De esta forma me quedan trescientos sesenta días libres para hacer lo que me venga en gana. ¿No es así?

Santiago montó en cólera ante tanto cinismo y le advirtió que, sin duda, la cruel enfermedad acabaría con él, pues si bien había respetado el convenio, había también pecado mucho más que antes.

Santy, con la mirada baja y las manos apretadas a la espalda, murmuró al cabo:

—Es lo que me temía. Menos mal que tomé mis medidas...

Santiago, picado de curiosidad, quiso saber qué clase de medidas podía haber tomado aquel sinvergüenza ante la muerte. Y se lo preguntó, pues el corazón del santo era de natural compasivo.

—Bien, verás —gruñó Santy—. Como me esperaba que tú no respetarías el trato, me di de baja en el Seguro de Enfermedad, y buen dinero que me he ahorrado.

Poco faltó para que el santo le fulminara allí mismo pero, al final, intervino el buen Dios, que es dios de buen humor, y decidió dejar en paz a aquel sinvergüenza.

—Déjale que celebre tu fiesta como antes —dijo al abatido Santiago—. Hace ya mucho tiempo que sabemos de qué pie cojea el hombre. Luego le pasaremos la factura en el purgatorio, que para eso está.

Y, naturalmente, Santy volvió a ser un buen hombre durante trescientos sesenta días al año, que era, a fin de cuentas, su costumbre.


Publicado el 23 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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