I
Por la concurrida calle Juan avanzaba chocando con las gentes que le cortaban el paso. Sus ojos fijos miraban hacia adelante, más allá de todo; podría decirse casi que "por dentro". El semblante desencajado se estremecía a intervalos mientras sus labios pronunciaban inaudibles palabras...
—¡Silencia! ¡Silencia!
Paró de pronto su camino.
Por primera vez pareció darse cuenta de lo que le rodeaba. Bajó la vista a unas manos temblorosas que había llevado hasta ahora inertes colgando de los brazos. Ocultó rápidamente una primera lágrima que empezaba a deslizarse por su mejilla, y rió.
Fue su risa una mezcla de acentos delicados y tristes, y de voces interiores que nada tenían de agradables, que nada tenían de humanas.
Con la cabeza caída sobre el pecho se perdió entre la multitud.
II
La Luna aparecía, rojiza todavía, por detrás de los edificios, cuando Juan pareció despertar de un sueño. Mirá a su alrededor: todo lo era extraño. Estaba en su casa, sí, pero... No comprendía aquello. ¡No comprendía nada! Él no era de allí, él era de... Un nombre fue tomando consistencia en su pensamiento... Un nombre...
—¡Silencia! —exclamó al fin— ¿Silencia? ¿Dónde?
—¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
¡Había alguien más con él! Un hombre le contemplaba, acomodado en un sillón, a su lado. No le conocía.
—¿Qué tienes? —volvió a decir la voz. Parece como si no me conocieras. ¿Quieres que llame a un médico?
—¿Quién eres? —preguntó Juan. Su tono era raro, terrible pensí su interlocutor.
—¡Cómo que quién soy! ¡Vaya hombre! Nos encontramos esta tarde; nos vamos a hacer las mediciones de ese nuevo edificio que hay que construir; venimos luego a tu casa a tomar una copa, y ahora me sales con que quién soy...
—¿Edificios...? ¿Tomar una copa... Tú...? —Juan sintió como si todo girase en torbellino en su mente. Sentía una enojosa presión en las sienes... Como si la masa encefálica hiciese esfuerzos por romper su cráneo— ¿Quién eres? —volvió a repetir.
—¿Pero qué te pasa? Soy Carlos. ¿No me conoces?
—No.
—Mejor será que llame a un médico y...
—¡Silencio! —Se puso en pie. Sus ojos brillaban con luz vivísima y aterradora.— ¿No oyes? Es Silencia que viene.
—¿Silencia? —se limitó a decir el otro.
—Silencia.
—Oye, mira: si esto es una broma, sabe de antemano que no me gusta.
Juan se sentó de nuevo demostrando una intensa y plácida alegría. Parecía extasiado:
—Es —dijo— dulce, muy dulce. Cuando la ves no puedes reprimir una sensación de intenso placer que te recorre con un cosquilleo delicioso todo el cuerpo. Luce como si fuera el mismo Sol, pero no deslumbra, no. Más bien da la impresión de que te vuelve a ti también transparente, luminoso, como si fueras aire, como si fueras nada. Cuando habla es como si sintieras dentro de ti su voy, como si directamente sus pensamientos calaran en tu alma sin necesidad de palabras, y ¡cómo acaricia su voz!
—¡Ah! ¿Conque de eso se trata, mal amigo? ¡Ya me tenías asustado! Temía que te hubieses vuelto loco o algo parecido, y resulta (¡gracias a Dios!) que sólo es qu estás enamorado.
—¿Enamorado? —dijo Juan como si estuviese pensando en otra cosa.
III
Las frescas luces del día siguiente trajeron las nuevas de un triste suceso: sobre las frías piedras de un descampado se había encontrado el cadáver de un hombre que estaba besando con todo calor un trozo de tela de un brillo y color maravillosos.
Y la tela llevaba escrita una palabra que sólo Carlos pudo entender: Silencia.