Tres Finales para un Cuento

Arturo Robsy


Cuento


La historia —ésta, al menos— empieza así:


"El hombre exclamó: esto sí que es ya hueso de mis huesos y carne de mi carne" (Génesis, 2, 23).


"Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, sin avergonzarse de ello" (Génesis, 2, 25).


"Vio, pues, la mujer que el árbol era bueno para comerse, hermoso a la vista y deseable para alcanzar por él sabiduría y tomó su fruta y comió y dio también de él a su marido, que también con ella comió" (Génesis, 3, 6).


Se trata, pues, de una triste y larga historia que ha tenido muchos finales, ninguno definitivo, ninguno excesivamente distinto. Se trata del primer pecado de la humanidad, que no fue la desobediencia, que no fue el orgullo, sino el hecho claro y contundente de que Adán y Eva no estaban casados. Así, como suena: no realizaron más ceremonia que la de buscarse un rinconcito donde experimentar sus anatomías.

Ignoro si hemos mejorado o no desde aquel entonces. Ellos no estaban casados, sí, pero es que no podían estarlo, porque, siendo los dos únicos seres humanos de la Tierra, ¿quién iba a oficiar? Ahora, en cambio, hay oficiantes y, aún así, son muchos los que siguen prefiriendo el sistema de Adán y Eva, y son más todavía los que vienen a estar desnudos y a ser una sola carne sin experimentar ni vergüenza ni intranquilidad.

El cuento que pretendo explicarles no es el de que Adán y Eva comieran de la manzana, sino la especial circunstancia que les permitió llegar a hacerlo, a saber: que eran hombre y mujer y estaban solos a merced de su mundo, a merced de su carne y a merced de su demonio. Visto así, éste es un cuento que nunca termina.


Segundo Acto. —De la tragedia. También de la comedia, porque, si es trágico que el hombre, para sobrevivir y perpetuarse, tenga que asociarse con una sola mujer, es cómico que la mujer, para vivir en sociedad y poder andar con la cabeza muy alta, tenga que soportar a un solo hombre.

En este segundo acto Rosita va a tener un niño y se siente llena de gracia pese a los malestares y el miedo. Juan, que es el responsable de todo esto además de su marido, trata de hacerle la vida cómoda; primero, porque está enamorado de Rosita; segundo, porque quiere que su hijo nazca sin problemas.

Y así, Rosita, sin darse cuenta, va haciéndose una tirana. Tiene, primero, un antojo sencillo, y Juan la ayuda a satisfacerlo. Luego, se empeña en ir a bailar una noche. Y, después, en comprarse tal bata que es un encanto. Y, más tarde, decide que quiere atracarse de langosta. Otras veces, cuando Juan quisiera bajar al bar a jugar una partidita o salir al campo en el utilitario un domingo por la mañana, Rosita se siente enfurruñada y dice "no".

Ya no es tiempo de cambiar de conducta. Nueve meses son muchos cuando una mujercita ha decidido desquitarse, y a los maridos les toca aguantar y decir amén y sonreír con aire resignado cuando a ellas les da por pedir una cubertería o un servicio de café de moka. A veces se cede tanto y tanto que, después del parto, es imposible reanudar la vida normal y los hombrecitos débiles se encuentran casados para toda la vida con mujeres caprichosas, cabezotas, tiránicas y propensas a la pataleta y al grito.

Otro día, Juan tiene que perder una hora de trabajo para llevar a Rosita al cine. Cuando es su cumpleaños y decide invitar a casa a algunos amigos a tomar una copa, Rosita no está de humor. No quiere, tampoco, preparar nada de comer ni fregar después lo que se ensucie, y Juan, muy serio, renuncia a la fiestecita y les explica a los amigos que Rosita, con eso del embarazo, no se encuentra muy bien. Y traga quina. Y se consume de ganas de dar un grito. Y se pregunta si Rosita le ha querido alguna vez o simplemente le utiliza de bufón y modus vivendi.

A Rosita se la llevan por fin al quirófano y poco después sabe Juan que es padre de un varón que pesaba tres quilos y medio al naces. Quiere ver a su mujer, pero no le dejan, porque Rosita tiene que descansar. Él, entonces, piensa en los nueve meses que ha pasado; en los trescientos ochenta caprichos tontos que ha soportado, en las doscientas setenta noches de televisión, casa y soledad, y decide que ya está bien.

Sale; busca a los amigos. Les explica que es padre, que todo ha ido bien. Les regala un puro a cada uno. Les invita a una copa y, después, a otra. Alguien propone llegarse hasta una discoteca y, así, Juan echa por la borda tanto y tanto tiempo de bueno comportamiento y mala vida.

Rosita, en el hospital, se despierta y quiere ver a Juan, pero él ya no está: a su modo ha escogido la libertad, no porque no quiera a su mujer, no porque no esté satisfecho del buen parto, sino porque Rosita se pasó de rosca muchas veces.

Rosita llora entonces. Deja caer sobre el embozo lagrimones amargos y muy espesos. Alguien trata de consolarla: Juan vendrá enseguida. Sí, quizás: pero ella quería tener a Juan al pie de su cama cuando despertó:

—¡Ah! Las mujeres nos sacrificamos y éste es el pago que nos dan. ¡Todos los hombres son iguales!

¡Y vaya si es verdad! ¡Vaya que sí!


Tercer acto.—Donde continúa la tragicomedia de Juan y de Rosita, porque los dos piensan que son mártires del otro y a ninguno se le ocurre poner en claro las cosas, es decir, vivir de acuerdo con su enamoramiento y no a costa de exigir sus derechos y gruñir contra sus deberes.

Desde que Rosita regresó a casa la vida parece haber tomado su cauce normal. Juan va y viene de su trabajo y, al regresar, se divierte muchísimo viendo a su niño nuevo, a su cabeza de manzana, a su renacuajo. Le viene al cuerpo un no sé qué de orgullo cuando mira a la madre y al hijo empeñados en desprenderse de unos pañales sucios. También le gusta cuando Rosita le da el pecho y, después, cuando se lo echa al hombro y le da palmadas en la espalda para que expulse el aire y pueda ponerse a dormir sin problemas.

Rosita, eso sí, no le deja tocar mucho al pequeño, porque desconfía de la maña y de las manos de Juan, pero no le importa a él; día llegará que que podrá tirarle a lo alto y recogerlo como si fuera un balón, y Rosita, para entonces, no podrá decir nada.

Entretanto, han comprado una cunita de hierro, un cochecito, un montón de zapatos y ropas tan pequeños que el niño habrá crecido antes de poder usarlos todos. También necesitaban una bañera y esponjas y andadores para después y chismes de esos que sirven para que el rorro no moje las sábanas y... ¡En fin, que Juan no se imaginaba lo caro que puede salir el primer hijo!

Tampoco se imaginaba la buena excusa que sería, porque, desde que lo tienen, Rosita dice que no para, que hay que ver el trabajo que da, que cómo puede hacer la compra sin dejarle solo y que, así, no hay mujer que resista.

Por esta razón la mamá de Rosita viene a vivir con ellos y, por supuesto, hay que comprar una cama turca al menos y una mesilla y una alfombra, para que la buena mujer puesta estar un poco a gusto:

—Todo sea —se dice Juan— por Rosita.

Y es que comprende que un niño pequeño ata mucho, aunque no le haga feliz tener a la suegra en su casa, de testigo de todas las intimidades y de juez de todas las discusiones.

En eso llega el momento del bautizo y Juan descubre que la pequeña cuenta del banco ha quedado tan flaca y desnutrida que parece una cuenta atrás de cohete espacial recién lanzado. Eran, por supuesto, gastos necesarios los que han hecho, pero, a partir de ahora tendrán que ahorrar un poco en serio y no comprar más que lo imprescindible.

Rosita, por su parte, opina que hay que celebrar el bautizo. Juan está de acuerdo: invitarán a la familia a casa y les darán tarta y champán y avellanas y puros y coñac. Rosita dice que no. Y lo dice porque 1.º, la casa es muy pequeña y no cabrán todos; 2.º, su hermana celebró el bautizo de su hijo por todo lo alto; 3.º, ¿qué pensarán las familias, la de él y la de ella, si no hacen las cosas como Dios manda?

—Entonces —dice Juan— ¿Dónde hay que celebrarlo?

—En un hotel o en un restaurante.

—¿Eh? ¿Sabes lo que nos costará eso?

—No. Ve y pregunta.

Y Juan va a preguntar, según le sugirió su mujer. Regresa de mal humor y dispuesto a tener unas palabras con ella, pero Rosita no está para razonar:

—Claro, como no me quieres ya. Si me quisieras un poquito...

—Pero, Rosita: me piden treinta y cinco mil pesetas y en el banco nos quedan dos mil. ¿Cómo quieres que lo paguemos?

—Lo pides prestado.

—¿A quién?

—Al banco.

¡Vaya ideas! A Juan le gustaría celebrarlo, claro que sí: uno no tiene el primer hijo todos los días, pero la casa de uno es el sitio más adecuado, sin extraños, justo el lugar donde se engendró al pequeño. Y, si es preciso gastar el dinero para celebrar que ha tenido el hijo más guapo y más listo del mundo, se gasta. Además, si Rosita se va a creer que no la quiere por tan poca cosa...

Y, naturalmente, pide el dinero a los amigos. Lo saca de aquí y de allá y alquila el salón de un hotel y el servicio de un montón de camareros y tienen, por fin, su bautizo por todo lo alto. Por cierto que resulta una fiesta muy poco íntima y apenas nadie se acuerda del niño que es el bautizado. ¡En fin! Después de eso, a Juan le toca trabajar un poco más, ahorrar y pagar las deudas, que no son pocas; ni con el suelo íntegro de un mes lo conseguiría...

En fin, otra vez: Juan y Rosita tienen un niño y esto lo compensa todo.


Cuarto acto.—Y epílogo. Rosita llora con el niño en brazos. La madre la escucha apenada. Juan está gloriosamente ausente. Es sábado tarde.

—Juan ya no me quiere, mamá. ¿Sabes lo que ha hecho cuando le he pedido que fuéramos a dar una vuelta y a mirar escaparates? Se ha echado a reír, mirándome de un modo... Y luego me ha dicho: "anda y que te ondulen". Y, ¿sabes? Se ha ido a pescar con los amigos.

—Hay que saber llevar a los hombres, hija.

—Antes —dice Rosita llorosa— todo eran atenciones. Rosita por aquí, Rosita por allí. ¿Quieres algo, mi vida? ¿Estás a gusto? Ahora, en cambio... Mamá, yo creo que ya no me quiere.

La madre se encoge de hombros: ¿qué a hacer si no?

—Todos son unos golfos —concluye la joven—. No está bien que nos dejen solas en casa todo el día. Y no está bien; no señor. Luego vienen los disgustos y que si tú tienes esto en la cabeza, que si a ti se te está poniendo cara de rumiante, etcétera.

Así, al contarlo, parece como si Juan y Rosita fueran dos estúpidos, pero lo malo es que no; lo malo es que ambos son listos y agudos; lo malo es que se están preparando para convertirse en dos monumentos al egoísmo de tamaño natural. Es eso.


Publicado en el Diario Menorca el 9 de mayo de 1974.


Publicado el 29 de abril de 2022 por Edu Robsy.
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