Yo, en mi Nube

Arturo Robsy


Cuento


Del mismo modo que uno nace pelirrojo y tiene que aguantarse con el color y las pecas, yo nací zahorí bajo el signo de Cáncer, acuático o líquido, soñador de corrientes, poeta de alfaguaras, enamorado de las fuentes.

Como nadie sabe exactamente lo que es ser zahorí, serlo tiene su encanto. Los racionalistas suelen negar que existamos y otros, más prácticos, contratan a gentes de mi raza para dar con la vena de agua clara que fecunda sus campos. Dicen que es un misterio y dicen que es un don, pero tampoco puedo explicar yo por qué sé que me aproximo al agua.

Igual que usted huele la comida yo percibo el agua, pero, ¿con qué? He oído a un zahorí viejo que con la piel, en especial con la de los antebrazos; pero como yo soy más poeta, tengo también mi versión: siento el agua como una presencia maternal y pura, como cuando se sabe que aguarda una mujer enamorada. Y entonces, sólo entonces, se me eriza el vello: el de los antebrazos, pero también la barba.

Acuático soy y no tiene ya remedio; así pues mi mundo no es exactamente el mundo de todos los días, ése que enseñan en el cine o sobre el que escriben casi perfectos poetas. El mío tiene una sensación más y una emoción nueva: la llamada de las fuentes, la dulce onda que en el aire anuncia el secreto transcurrir del agua.

Ya de niño buscaba las orillas del torrente que, a mis ojos, despedían una sombra fresca, un latido que se unía a mis latidos y me contaba impresiones secretas de eso que yo sé ahora que es la sangre de la tierra: el río que alimenta, la vena que corre por la piel del mundo y lo nutre de frescor, lo fecunda y lo limpia.

Un niño, claro, no puede explicar como yo lo hago estas maravillosas cosas. Pensaba, además, que todos notaban el agua como yo y, pues ella me llamaba, yo me pasaba el día acudiendo a su cita. Cuando mis padres me buscaban en las tardes de verano, solían encontrarme en las cercanías de algún pozo o en el pantano donde crecía la puntiaguda anea, o en los canalillos de riego, jugando con hojas que eran barcos, o echado sobre el mar amigo, nadando para abrazarlo, buscando para penetrarlo e impregnarme de su azul silencio.

¿Saben ustedes que el agua es casi eterna? El agua vuelve siempre a ser agua y está tan viva hoy como hace mil años. Por eso tiene larguísimas historias que va contando por todas partes. Yo con paciencia, las he escuchado casi todas.

La mayor preocupación de mis padres les llegaba con la lluvia. Todos los niños, sin excepción, la presientes y, a medida que se acerca, se van poniendo intranquilos, alborotadores, inquietos. Cuando la tormenta se aproxima, los niños corren y gritan y ríen, y hacen como que juegan, aunque es simplemente que perciben toda la alegría del alma, la inminencia de un bautismo tan grande que les arrebata y les saca de las fronteras cortas de su piel.

Yo huía de casa para arrojarme en brazos de la lluvia. Las gotas sobre mi piel eran besos exclusivos, y su ritmo sobre la tierra olorosa, una música excitante que me invitaba a cantar, a gritas o a alargarme en el suelo, cara al cielo, sabiendo todas las cosas de este mundo sin tener que pensar en nada.

Los chubascos del final del verano eran auténticos milagros. El cielo entonces era distinto a cada instante: figuras monstruosas y figuras bellísimas, seres y objetos, convertidos en nubes, batallaban, crecían y se disolvían, triunfaban o morían en algo que, más adelante, pude llamar el Combate de los Ángeles.

Ya de mayor sigo quedándome ensimismado frente a la plata de los charcos. Me hacen pensar en mujeres bellas e imposibles, con los ojos de agua de lluvia y los labios húmedos como si besaran espumas. No hay mujeres más bellas que las que el agua refleja. No hay mujeres más misteriosas que las que salen del mar cubiertas de gotas encendidas en la luz de la mañana.

Pero dan mucha soledad las aguas porque te mantienen invadido de sueños increíbles. Pocos pueden entenderte cuando les hablas de estas cosas; de la nube que pasa sonriendo y de la que te mira con rabia; de la gloria del vaho en el cristal que te hipnotiza; del juego adormecedor de la gota lenta y rítmica que cae sobre un estanque y rebota, como intentando volver hacia arriba, y finge, en la superficie quieta, la figura de una campanilla y los misteriosos círculos de un laberinto redondo que se aleja temblando en el silencio del movimiento perfecto.

Al crecer, de niño ilusionado me fui cambiando en hombre solitario. Mis amigas, por ejemplo, tenían poco acceso al mundo de mis sueños. Al besarlas, yo sabía en el acto si eran de limpia agua, de agua tibia y transparente, o de simple barro. Me gustaba apoyar la oreja en sus pechos para escuchas su voz profunda, pero solía oír cosas banales, susurros apenas. En cambio, al apoyarme en la tierra, volvía a mí el canto inmenso que tan poco se conoce.

— ¿No hacían eso los indios? ¿Qué escuchas en la tierra? — me dijo una.

— Por debajo de nosotros corre un hilo de agua que canturrea. Corre a solas por entre la oscuridad de la tierra, pero va cantando.

Luego le expliqué por qué Venus era una diosa. Había nacido de la espuma blanca del mar y de la líquida semilla de El Tiempo Cronos. Venus es el amor porque es hija del agua. La mujer es eso sobre todo: agua, suavidad, transparencia, fecundidad.

Bien: ella pensó que aquella era mi original forma de declararme, y ambos estuvimos satisfechos por algún tiempo. Solo que la vida no es así. La vida, por ejemplo, no es besar a una mujer y hacerte la ilusión de que has besado a todas. La vida es algo más real que las cosas pequeñas de todos los días; algo más intenso que lo que siempre se repite; algo más misterioso que la simpatía y más grande que el amor más grande, porque la vida es, también, todo aquello que haces cuando no haces nada y todo lo que piensas cuando no piensas en nada.

Fue cuando empezaba a descubrir cosas como éstas cuando conocí a Laura. Laura, claro, no es una mujer, pero eso lo explicaré más tarde.

Había llovido con el alba y la aurora llegó tan reluciente y niña que salté de la cama para ir a andar muy despacito por los caminos de tierra. El verde de las hojas era más verde y, mientras los pájaros se saludaban a gritos, los caracoles miraban asombrados la mañana que empezaba tan hermosa.

El cielo, azul y rojo, tenía todavía un aspecto de campo de batalla y estaba gris y negro por poniente. Justo sobre mi cabeza se movía perezosamente una nube blanca. Era una nube joven, ligera, con aspecto brillante de capullo de seda.

— ¡Buenas mañanas, hermana Nube! — le grité riendo, porque casi todos los zahoríes somos franciscanos y hablamos a las hermanas cosas no para que ellas nos escuchen sino para entendernos a nosotros mismos.

Me dio la impresión de que aquella nube blanca, nubecilla núbil quizá, abrió un ojo grande y se puso a sonreír con calma.

— Dios te dé buena brisa — añadí cuando estuve seguro de que me escuchaba.

Aquella nube de entonces es Laura. Las nubes, por si no se les ha ocurrido, son seres espirituales que viven en el viento mensajero. Son elevadas, las nubes; multiformes y hermosas; madres de la lluvia e hijas del Sol, participan de los dos elementos más contrarios: el fuego y el agua.

Laura era una nube simpática, muy femenina, y se paró un momento a hablar conmigo. Era una nube joven, por lo que aquella era la primera vez que pasaba por mi cielo y que veía mi tierra soleada.

— Es muy hermoso este lugar, tan verde y fresco.

Las nubes, contra lo que tantos creen, no se consumen en una tormenta. Las nubes son como los gitanos del cielo, y vienen y van fiadas al viento, tranquilas. Cuando han crecido demasiado y se vuelven pesadas, descargan algo de lluvia, y, a veces, discuten entre ellas, luchan encoraginadas y es cuando nosotros vemos el rayo y escuchamos el trueno.

Hay nubes gigantescas que ocupan kilómetros de cielo, y son pesadas, feas, monótonas, sin ganas de cambiar de forma y, al estar gordas, el Sol no consigue traspasarlas del todo con su luz, por eso las vemos oscuras y nos dan miedo porque comprendemos que tienen el corazón frío.

Hay otras nubes sociables, que viajan juntas y todo el día lo dedican a formar las figuras de las cosas y de las gentes que ven sobre la tierra. También están las nubes solitarias, bohemias, poetisas de la altura, que son como una sonrisa. Prefieren pasearse a solas por el cielo más azul y son, más que nubes, espuma de los vientos.

No es extraño que congenien un zahorí y una nube vagabunda. Aunque ella no tenía nombre, Laura era el suyo, un nombre líquido y blanco, aura y femineidad del Padre Cielo. Así es como explico que me quedara muchísimo tiempo mirándola.

Cuando uno piensa con obstinación en algo, acaba descubriendo caso todos sus aspectos, y así me sucedía aquella mañana con Laura, a la que contemplaba como nadie ha hecho con una nube. Además, se lo decía a gritos bajo el cielo que se iba volviendo intenso y profundo.

Me daba cuenta vagamente de que el tiempo transcurría y la nube parecía anclada sobre mi cabeza, como si se hubiera detenido la brisa o se hubiera quedado en suspenso el día.

Echado de espaldas en la hierba, comprendía el alma única y húmeda de mi nube Laura. Era blanca y me recordaba a niñas rubias que vi vestidas de primera comunión. Sus bordes ondulaban con un pausado latido y, sin darme cuenta, le iba contando las tristezas de un zahorí, las soledades, los silencios y las pequeñas angustias.

Irreal o no aquel instante, sabía que la nube me escuchaba, y sentía su sonrisa a medida de el ocaso se vertía sobre la tarde y el rojo del Sol ponía en ella un rubor de buena chica.

Cuando la noche cerró, volví a casa andando por los caminos de tierra y fumando por el solo placer de ver el humo blanco envolviéndome la cabeza. Pensaba en los pocos hombres libres que pueden haber hablado con una nube y, también, en las pocas nubes nómadas que se detienen a escuchar la voz de un hombre.

Esto, como tantas otras cosas, se me había olvidado tarde o temprano si por la mañana, muy pronto, la nube Laura no hubiera estado aguardándome, dormida tranquilamente encima de mi casa.

También os aseguro que no me sorprendí. Al contrario, tuve esa agradable sensación de recibir un extraordinario regalo.

— ¡Buenos días, hermana Nube!

¡Qué blanca y amiga parecía al primer sol del día! Quieta y todo, llenaba mi pensamiento y empezaba a creer que ella era más que nube y yo menos que carne cansada.

Subí a la terraza para tener que gritar con menos fuerza:

— Parece que nos hemos hecho amigos.

Laura descendió claramente unos cuantos metros.

— Es posible que te quiera, nube blanca. A veces también soy como una nube y voy a la deriva o dejo que me lleven otros.

— Espero que te quedes bastante conmigo.

Y se estuvo conmigo todo aquel día. Tal como lo explico, más imposible que la nube me siguiera parece el hecho de que nadie se diera cuenta de lo que sucedía. Pero, si la gente no mira el cielo, menos se fija en las nubes. A los ojos materiales, todas son iguales, como las estrellas y las mujeres. Pero Laura tenía su propio aire limpio, su aspecto amable, y anclaba su soledad en la vertical de mi cabeza que le ponía, en silencio, hermosos nombres: Hija del Sol, vela de agua, gaviota de lluvia, y cuantos otros se me ocurrían.

Me seguía suavemente, navegando perezosa por el cielo claro. Yo, sin mirarla, la sentía y notaba en el corazón cómo tiraba de mí hacia arriba, y hacia arriba, cada vez más seguros, subían y subían mis pensamientos.

La nube Laura me esperaba pacientemente sobre el edificio donde trabajaba entonces. De noche dormía a escasos metros de mi terraza, y una vez, de madrugada, se asomó a mi ventana para darme los buenos días. El hecho de que no hablara, no quiere decir que no dijera cosas maravillosas, porque, días después, yo sabía que Laura era una nube enamorada, mi amiga del alma.

Por fin una mañana, desde la terraza, me atreví a decírselo. Le expliqué que, a veces, el amor es una presencia callada y, otras, una palabra muda que va repitiendo el pensamiento a cada instante.

Yo era — le dije — en parte nube a la deriva y en parte hombre decidido a volar. La tierra era mi casa, pero el cielo mi objetivo. Ella, bien se veía, era también persona solitaria y vagabunda. ¿Le serviría yo de ancla?

— El mundo es muy grande cuando uno lo mira en detalle y yo, que soy de aquí, quisiera ser de cualquier otra parte. No puedo amar a los que me rodean porque se me parecen demasiado, pero no somos iguales. Tú, en cambio, eres distinta por completo a mí, porque eres alta y blanca y libre, y en ti encuentra la esclavitud de mi carne la independencia de sus pequeñeces.

Reluciendo al Sol, la nube había escuchado todo una vez más. No sé lo que pueden sentir las nubes por un hombre loco, pero siempre será más que lo que yo siento por un hombre cuerdo. Ella — me dije echado cara al sol en la terraza — podía irse con la buena brisa, volar sobre el mar o subir las montañas grises del horizonte, pero también podía quedarse conmigo, ser mi parasol o, mejor, el techo blanco de mis pensamientos. Si hay un amor posible, todos los amores son posibles, y querer a una nube es, por ejemplo, mucho más hermoso que querer a un papagayo.

Entonces empezó a llover sobre mí y sólo sobre mí. A solas con la luz y el aire, la lluvia me bautizaba y sus gotas estaban tibias como lágrimas. Cerré los ojos y me aislé en la lluvia particular de mi nube amiga durante mucho tiempo.

Cuando por fin los abrí, estaba rodeado por la blanca substancia, casi azul en su interior, bruma antigua que me daba la idea de ser un hombre amparado. La nube había bajado a mi para abrazarme y me envolvía con su vapor ligero.

— Tú no has descendido — le dije — Yo he subido.

Dure lo que dure esto que vivo, creedme: sólo hay una cosa que valga la pena de hacerse: levantar los ojos.


Publicado el 27 de enero de 2018 por Edu Robsy.
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