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Por eso, el guardagujas no es un cualquiera, y aunque su trabajo, de una sencillez extrema, no requiere gran instrucción, posee la suficiente para comprender que en sus manos está la vida de los viajeros y que con sólo poner la barra del cambio a la derecha, en vez de hacerlo a la izquierda, puede sembrar la muerte y la destrucción con la celeridad del rayo.
El sueldo que se le paga está en relación con la responsabilidad que gravita sobre él. Vive, pues, modestamente, en una limpia casita cerca de la línea, y sus hijos andan aseados y van a la escuela. Cuando no está de turno cultiva su huertecillo y maneja el serrucho o la garlopa: la taberna le es desconocida. Por eso su cabeza está siempre despejada y ni el alcohol ni la miseria entorpecen sus facultades. Su mirada es segura, jamás vacila al mover las agujas y ni se paralogiza ni se equivoca nunca.
—Con mucho entusiasmo habla usted de los cambiadores. ¿Se les ve desde el tren?
—¡Sí, que se les ve! En cuanto nos aproximemos a una estación, voy a mostrarle alguno, si no vamos con mucha velocidad.
4 págs. / 7 minutos.
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Publicado el 29 de septiembre de 2016 por Edu Robsy.
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