Carlitos

Baldomero Lillo


Cuento


En mis excursiones por los alrededores del pueblo, me encontré un día frente a un grupo de casitas semiocultas por los frondosos árboles que bordeaban al camino. En una de estas viviendas, sentada delante de la puerta, había una mujer que tenía en el regazo un niño pequeño. Al ver la criatura me detuve sorprendido preguntando con interés:

—¡Qué hermoso niño! ¿Es suyo?

—Si, señor.

—¿Cómo se llama?

—Carlitos.

—¿Qué edad tiene?

—Quince meses cumple esta semana.

Después de acariciar al pequeñuelo, maravillado por la gracia y donosura de su carita de ángel, continué mi camino pensando en la absoluta falta de parecido entre la madre y el hijo. El niño era rubio, blanco, sonrosado. Los sedosos y blondos cabellos, los ojos azules, la fina naricilla y la boquita de rosa le daban un aspecto encantador, Y estos rasgos, que acusaban en la criatura una acentuada selección de raza, contrastaban de tal modo con las toscas facciones de la mujer, con sus oscuros y pequeños ojos, su casi cobriza piel y su lacia y negra cabellera, que parecía imposible existiese entre ambos alguna afinidad, por remota que fuera.

¿Serían acaso tales desemejanzas un capricho de la naturaleza? Pero, así y todo, resultaba el caso de una extravagancia excesiva, revolucionaria, desconcertante, a menos que... Al llegar aquí interrumpió mis reflexiones el recuerdo de un pequeño detalle: al contestarme afirmativamente que el niño era de ella, noté que la mujer bajaba la vista al mismo tiempo que su oscuro rostro se coloreaba débilmente. ¿Aquel rubor lo producía la grata emoción de la madre al proclamarse tal o tenía un origen menos elevado? Bien podía ser, pensé, que esto último fuese lo correcto.

Desde entonces, y cada vez que pasaba por aquellos sitios, me detenía frente a la casita para acariciar de paso al pequeño.

De repente interrumpí estos paseos, y cuando algún tiempo después volví a recorrer el sombreado camino, encontré cerrada la puerta de la vivienda. A mis llamados salió de la casa próxima una mujer con los brazos desnudos impregnados de espuma de jabón a quien interrogué:

—¿Y Carlitos?

—Carlitos está enfermo, muy enfermo.

—¿Qué es lo que tiene?

—No se sabe, algunos dicen que es empacho.

—¿No podría verlo?

—No está aquí. La Jacinta lo llevó esta mañana donde una señora que ha prometido mejorarlo.

Protesté indignado:

—Qué torpeza. Debía ver a un médico y no a una curandera.

—Ha visto, señor, a todos los del pueblo, pero quiere que se lo pongan bueno en un día. Si en dos o tres no mejora, le cambia remedios. Es que la pobre, señor, está desesperada y si el niño se muere hasta podía volverse loca. No se ha visto un cariño igual porque ni a los hijos...

La interrumpí para decirle con extrañeza:

—¿Cómo, que no es su hijo? Pero si ella misma me aseguró que lo era cuando se lo pregunté.

—Así les dice a todos, pero la verdad es que lo sacó de la Casa de Huérfanos cuando sólo tenía dos meses.

Era tan evidente el deseo de mi interlocutora de charlar sobre aquel asunto, que decidí complacerla, y en tanto tomaba asiento en un banco situado junto a la puerta, le dije con fingido asombro:

—¿Entonces allá se regalan las criaturas? Me parece muy extraño que se hagan semejantes obsequios.

—No, señor; no los regalan, los entregan para criarlos, y como a la Jacinta se le había muerto su última guagua, una amiga le aconsejó que sacase un huerfanito para ganar los veinte pesos mensuales que se pagan a las nodrizas. Así lo hizo. Fue allá y trajo a Carlitos. No tenía más obligación que llevarlo una vez al mes para que el doctor lo examinase. Para una pobre como ella, los veinte pesos fueron un gran alivio; tenía para pagar la casa y aún le sobraba algo. Estaba por esto muy contenta y cuidaba mucho al niño que era muy bonito y se iba embelleciendo de día en día. Cuando cumplió los seis meses era una verdadera preciosidad, tanto que la Jacinta no podía salir con él a la calle sin que la gente no la atajase para celebrarlo y hacerle cariño. Ella se puso con esto muy oronda, y como había dado en decir que era hijo suyo, de tanto repetirlo creo que acabó por creerlo ella misma. Fue tanto el amor que le tomó, que ya no vivía sino para él. Carlitos era su vida, su mundo, su todo. Cuanto centavo caía en sus manos lo empleaba en comprarle vestidos, capas, gorritas, cintas, encajes. Y su mayor afán era vestirlo y arreglarlo para salir con él a lucirlo por todas partes. Cuando le decíamos que no se sacrificase tanto por una criatura que luego tenia que devolver, se le llenaban los ojos de lágrimas y se quedaba callada, sin contestarnos una palabra.

Un día vino muy alegre a decirme que le habían asegurado que si una nodriza dejaba de ir a cobrar sus mensualidades hasta enterar cien pesos, podía considerarse dueña del niño, pues la Casa ya no reclamaba. Si la criatura era mujer, el sacrificio era sólo de cincuenta pesos, una mitad menos que los hombres. Por más que le dije que no se creyese de cuentos y que lo único que sacaría siguiendo esos consejos era perder la plata junto con el niño, ella se afirmó en su idea. Y como lo tenía pensado, cuando llegó el fin del mes no lo llevó a la ciudad para presentarlo ante el médico de la Casa, como era su obligación, y lo mismo hizo los otros meses. Y aunque parezca mentira, el caso es que nadie ha venido a reclamárselo hasta ahora mismo.

Cuando se enteraron los cien pesos que le debían por la crianza, la Jacinta casi se volvió loca de gusto, porque consideró que ya nadie podía quitarle a Carlitos. Hay cosas que una no comprende. ¡Perder tanta plata y todavía echarse encima la carga de un hijo ajeno! Y después de trabajar, sacrificarse de la mañana a la noche en lavar y planchar para vestirlo y adornarlo como una muñeca y con un lujo que sólo gastan los ricos. Y ella tan contenta. No, señor, sólo una persona que no está en su juicio puede hacer esas cosas.

—Pero, señora —le argumenté— esta acción de su amiga y vecina revela su buen corazón, y como no tiene hijos bien puede adoptar un huérfano y sentir por él un gran cariño. No son raros los casos en que una madre adoptiva sea tan abnegada y amante como una madre de verdad.

La mujer sonrió irónicamente en tanto me decía:

—¿Entonces usted no sabe que la Jacinta tiene dos hijos: un hombre y una mujer?

Admirado respondí que no lo sabía.

—No es raro, señor, que usted no lo sepa, porque su madre nunca sale con ellos, y cuando un forastero pasa por aquí les tiene prohibido que se acerquen. Los voy a llamar para que usted los conozca.

Y acercándose a la casa empezó a gritar:

—¡Micaela, Juan, vengan!

Casi al punto, por una esquina de la casa, aparecieron dos niños, los cuales, al verme, se quedaron en actitud temerosa. La pequeñuela preguntó:

—Madrina, ¿para qué nos quiere?

La mujer los detuvo un instante haciéndoles algunas preguntas acerca de una tarea que les había encomendado y los despidió dándoles nuevas instrucciones. Luego se volvió para decirme:

—¿No los encuentra parecidos a ella?

—Sí —repuse—, se le parecen mucho. ¿Qué edad tienen?

—La Micaela tiene diez años y el niño seis.

—¡Diez años! —exclamé—, si no representa más de siete ¡y tan delgada, tan flacucha!

—Pero qué quiere usted, si estas criaturas pasan una vida tan martirizada. La Jacinta si no es para castigarlos no se preocupa de ellos. Ya se ve como los tiene, descalzos y casi desnudos.

—¡Vaya! ¿Que no los quiere, entonces?

—No sólo no los quiere sino que parece que los odia. Casi no hay día que no les desee la muerte. La que más sufre es la Micaela, porque tiene que cargar a Carlitos, que está tan consentido que sólo quiere pasarlo en brazos. Parte el corazón ver a esa pobrecilla, tan endeble como es, andar todo el santo día con ese niño tan pesado a cuestas. Y pobre de ella si el regalón se pone a llorar, porque la Jacinta entonces se vuelve una fiera. Una vez que tropezó y cayó con él, si no voy yo a defenderla, creo que la hubiera muerto. Como le digo, hay cosas que una no comprende. A mi se me ocurre que si le hubiera tocado un niño menos bonito, tal vez la Jacinta no se hubiera encariñado tanto con él.

Después de cambiar con la mujer algunas palabras más sobre el mismo tema, me levanté para continuar la interrumpida caminata, pensando en el ignorado drama que se desenvolvía en aquellas humildes habitaciones, tan tranquilas en apariencia.

Pasaron algunos meses, y ya empezaba a olvidar esta historia, cuando un día al caer la tarde me encontré otra vez frente al grupo de casitas. Al ruido de mis pasos se abrió una puerta y apareció en ella la misma mujer que tantos informes me había dado acerca del huérfano.

Al reconocerme me dijo, con aquella sonrisa que era en ella característica:

—¿Usted vendrá a saber noticias de Carlitos?

Y sin esperar mi respuesta continuó:

—Ya no está aquí La Jacinta se fue a vivir al pueblo, pero ya no tiene con ella a su preferido. Se admira usted ¿no es cierto? Pero cuando sepa dónde se encuentra ahora el niño se admirará mucho más. Si yo no se lo digo a usted, no lo adivinaría nunca.

Y clavando en los míos sus risueños ojos agregó con lentitud solemne:

—Carlitos está en la Casa de Huérfanos.

La sorpresa embrolló mis ideas un momento, pero recobrándome repuse:

—¡Bah! ahora comprendo, se lo reclamaron y tuvo que entregarlo. ¡Pobre mujer, cuánto habrá sufrido!

La sonrisa de mi interlocutora se acentuó:

—Nadie lo ha reclamado —dijo—. Ella misma, sin que se lo pidieran, fue a devolverlo.

Contemplé con asombro a la mujer y balbuceé intrigado:

—No es posible, no puede ser. Algo habrá sucedido. Tal vez usted no sabe...

La lavandera, que parecía gozar extraordinariamente con la sorpresa que sus noticias me producían, segura de tener un oyente que no desperdiciaría una sola de sus palabras, entró en la casa y salió, en seguida, trayendo una silla que me ofreció solicita:

—Señor, siéntese un ratico mientras le cuento cómo han pasado las cosas.

Apenas me vio cómodamente instalado, prosiguió:

—Usted recordará que cuando estuvo aquí la última vez, Carlitos estaba muy enfermo. Cuando ya habíamos perdido la esperanza de que salvase empezó a mejorar y, tan ligerito, que en unos pocos días quedó completamente bueno. Conociendo lo extremosa que la Jacinta era con él, puede ya imaginar lo contenta que se pondría. No le pondero si le digo que poco faltó para que se volviese loca de gusto. Y ya no fue cariño sino idolatría lo que sintió en adelante por la criatura. ¡Y qué cuidados y qué afanes para que nada le faltase! A la Micaela, con estas regalías de Carlitos, le tocaba la peor parte. Tenía que andar con él en los brazos, pasearlo y entretenerlo a veces días enteros. Si el consentido soltaba el llanto, en el acto acudía la Jacinta, hecha un basilisco:

—¿Por qué llora el niño, qué les has hecho, pícara?

Y llovían los pellizcos, las bofetadas y los palos sobre la pobre chiquilla. Créame, señor, que al oír sus lamentaciones sentía hervirme la sangre, pero tenía que contenerme ya que nada podía hacer sino compadecerla.

Así iba pasando el tiempo, cuando un día que la Jacinta estaba en la pieza planchando la ropa, a un descuido, el niño que ya principiaba a andar cayó de bruces en el brasero en que se calentaban las planchas. ¡Dios nos ampare, señor! Cuando mi comadre lo levantó, ¡la cara, las manos y los bracitos eran una llaga viva!

Ya puede usted figurarse la desesperación de la Jacinta. Parecía una loca y corría de aquí para allá con el niño en los brazos sin atinar a nada. Al fin, oyendo lo que le decíamos, lo envolvió en su pañuelo y salió disparada con él para la botica.

Por suerte las quemaduras eran sólo por encima, así que el niño sanó muy pronto, pero el pobrecito quedó tan defectuoso con su carita llena de costurones y para mayor desgracia perdió también un ojo: quedó tuertecito. ¡Qué lástima tan grande nos daba verlo tan cambiado!, no era ni la sombra del Carlitos de antes. ¡Así señor, tanto mejor que hubiese muerto cuando tuvo aquella enfermedad! Así nos habríamos ahorrado ver lo que hemos visto.

Porque lo más triste de todo fue que la Jacinta comenzó a perderle el cariño. Ella que no salía de la casa sin llevarlo también a él, empezó desde entonces a salir sola. Yo, que estoy aquí al lado, fui viendo cómo día a día iba cambiando con la pobre criatura. Los cuidados y las regalías se acabaron para siempre para Carlitos. Ya ni la Micaela lo tomaba en brazos y todo el tiempo andaba botado por el suelo hecho una compasión por la falta de limpieza. Ahora sí que podía llorar a su gusto porque nadie le hacía caso. Y menos mal si todo no hubiera pasado de aquí, pero la Jacinta comenzó muy luego a rezongar cuando el niño la molestaba. De los retos pasó a los pellizcos y a las palmadas. A cada momento desde aquí sentía yo los gritos del tuertecito y los de mi comadre que chillaba y maldecía llena de rabia.

No se comprende, señor, cómo Dios permite estas cosas. Dolía el alma ver el abandono en que pasaba Carlitos. Como ya andaba por todas partes, a veces llegaba hasta aquí. ¡Si usted lo hubiera visto se le habría partido el corazón! Apenas cubierto el cuerpecito con unos trapos y tan desaseado que no había por donde tomarlo. Al verme, lo primero que hacía era pedirme pan, y con qué ansias comía, pues estaba siempre hambriento.

Por eso fue un alivio cuando supe que la Jacinta andaba haciendo diligencias para devolverlo a la Casa de Huérfanos. Como ella no se atrevía a ir, encargó a una persona que preguntase si le recibían el niño. Le contestaron que sí, que lo recibían, pero como mi comadre no había cumplido con las condiciones de la Casa no tenía derecho a clamar las mensualidades atrasadas que se le debían por la crianza.

Al otro día que supo la contestación, fue a dejar a Carlitos: lo lavó, lo peinó y le puso una ropita limpia. Cuando ya se iba, todas salimos a despedido. ¡Si Ud. hubiera visto lo contento que estaba! ¡En su alegría de verse otra vez en brazos, besaba y abrazaba a la Jacinta! ¡Pobre ángel! Tal vez creía que mi comadre lo llevaba a pasear por el pueblo.

Cuando al fin se fueron y volvimos a nuestros quehaceres, créanos señor que todas teníamos los ojos empañados y el corazón como en un puño.

Dije adiós a la mujer y me alejé por el camino que se extendía delante de mí y que me pareció por vez primera largo, monótono y lleno de polvo.


1919.


Publicado el 30 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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