Cambiadores
—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?
—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.
—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!
—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.
Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.
—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.
Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.
Por eso, el guardagujas no es un cualquiera, y aunque su trabajo, de una sencillez extrema, no requiere gran instrucción, posee la suficiente para comprender que en sus manos está la vida de los viajeros y que con sólo poner la barra del cambio a la derecha, en vez de hacerlo a la izquierda, puede sembrar la muerte y la destrucción con la celeridad del rayo.
El sueldo que se le paga está en relación con la responsabilidad que gravita sobre él. Vive, pues, modestamente, en una limpia casita cerca de la línea, y sus hijos andan aseados y van a la escuela. Cuando no está de turno cultiva su huertecillo y maneja el serrucho o la garlopa: la taberna le es desconocida. Por eso su cabeza está siempre despejada y ni el alcohol ni la miseria entorpecen sus facultades. Su mirada es segura, jamás vacila al mover las agujas y ni se paralogiza ni se equivoca nunca.
—Con mucho entusiasmo habla usted de los cambiadores. ¿Se les ve desde el tren?
—¡Sí, que se les ve! En cuanto nos aproximemos a una estación, voy a mostrarle alguno, si no vamos con mucha velocidad.
—A propósito de velocidad, ¿quiere decirme usted a qué obedece la rapidez con que pasamos por las estaciones?
—A la confianza que a todos inspira el guardagujas. No hay ejemplo de que un cambiador sea culpable de un accidente, como el que relata el escritorzuelo trasnochado, autor de ese libro.
—Trataré de no desperdiciar la oportunidad de conocer a tan simpático personaje. Pero, y perdone usted mi ignorancia, ¿siempre ha habido cambiadores o guardagujas, como usted los llama? Porque es extraño que nunca me haya fijado en ellos.
—Voy a decirle a usted. Cambiadores ha habido siempre, pero, y por inverosímil que esto parezca, no se le daba antes al oficio la importancia que merecía. Parece mentira, pero así lo aseguran algunos ancianos, de que los cambiadores se reclutaban en un tiempo entre los últimos empleados de la línea férrea. Eran casi siempre inválidos o lisiados que, siendo palanqueros, aceitadores o carrilanos, habían perdido un brazo o una pierna, gente buena si se quiere, pero que por su índole, condición, y la miserable paga que recibían, eran gran parte inhábiles para la delicada tarea que exige, antes de todo, conciencia del deber, serenidad y nervios tranquilos,
Su salario, admírese usted, era de un peso al día. Con eso tenía que comer y vestirse él, su mujer y los hijos. Claro es que con este sistema los accidentes y descarrilamientos eran frecuentísimos. Y yo mismo sé de una catástrofe que me refirió un ex cambiador años atrás. Para que usted se dé cuenta de cómo pasó, voy a relatarle todos los detalles del suceso.
Fue a fines de mes, en esos días tan tristes para los que ganan poco salario, y entre esto se contaba el cambiador y su familia. En el cuarto, una pocilga estrecha y sucia, la mujer, malhumorada siempre por la miseria y el excesivo trabajo, regañaba de día y de noche, mientras los chicos haraposos y hambrientos lloraban pidiendo más. El marido y padre, con una rabia sorda que le mordía el alma, contemplaba ese cuadro y luego se marchaba al trabajo mudo y colérico. No era borracho, pero la tristeza de su hogar, por el que sentía odio adversión, lo impulsaba a veces a la taberna y bebía para olvidar, para aturdirse algunas horas siquiera. En la noche de ese día bebió algunas copas de aguardiente y durmió mal. Tenía la cabeza pesada y la vista torpe, mientras caminaba entre los desvíos ejecutando su trabajo con dejadez. Cuando la campanilla de la estación anunció al expreso, fue a la vía y examinó las agujas. Estaban donde debían estar y dejaban al rápido la vía franca y expedita.
Faltaban ocho minutos para que cruzara el tren y tenía tiempo de descansar. Hacía mucho calor y los párpados pugnaban por caer sobre sus ojos soñolientos. Después de un momento le pareció sentir un pitazo débil y medio se incorporó en el banco. De repente, una trepidación sorda conmovió la casucha. Se levantó asustado, frotándose los ojos. Delante de él, avanzando a toda velocidad, percibió al expreso. Miró hacia el desvío y los cabellos se le erizaron. Dio un salto gigantesco y abalanzándose a la barra la volvió de un golpe. Instantáneamente resonó un grito encima de su cabeza y vio cómo las ruedas embieladas de la locomotora giraban brusca y vertiginosamente en sentido contrario a la marcha del convoy, haciendo bailar sobre los rieles la enorme mole de la máquina que, a pesar de todo, resbaló por el desvío en dirección del otro tren, como un alud que se descuelga de la montaña.
No esperó el choque y, y soltando la barra del cambio, se lanzó como un loco con las manos en los oídos para no oír el estruendo de la colisión a través de los terraplenes, huyendo desesperado. Pero, a pesar de esa precaución, el tremendo crujido del choque lo alcanzó cuando saltaba una zanja y con él los gritos y lamentos de los moribundos.
El infeliz, al despertarse medio soñoliento, creyó ver que la barra del cambio estaba a la derecha, y eso fue todo.
—Vaya qué miedo me ha dado usted con su relato. ¿Dónde sucedió eso?
—En la estación de Tinguiririca, pero…
Algo insólito me cortó la palabra y salí del asiento disparado como por una catapulta. Caí en medio de un montón de maletas y sacos de viaje y, mientras pugnaba por levantarme, oí una horrorosa gritería seguida de lamentos desgarradores.
Cuando después de atravesar a gatas por entre las tablas del despedazado vagón, me encontré en el andén delante de un funcionario que parecía el jefe de estación, lo único que se me ocurrió decir fue:
—¿Cuánto gana el cambiador?
Me miró con los ojos azorados y me contestó:
—Ahora gana la delantera a los que lo persiguen, pero no se aflija usted porque pronto le darán alcance, pues además de ser sordo, es tuerto de un ojo, zunco de un brazo, cojo de una pierna y está borracho como una cuba.
—¡Desgraciado! —exclamé—, entonces es el mismo. —Y mostrando el puño empecé a vocear—: ¡Es el de Tinguiririca, el de Tinguiririca!
El jefe, cada vez más azorado me tomó de un brazo y profirió:
—En Tinguiririca estamos, pero, permítame señor decirle que debe usted haber recibido un golpe que le ha removido los sesos. Déjeme que lo lleve al carro ambulancia…
* * *
Abrí los ojos y lo primero que vi fueron los gruesos caracteres que en la décima página de El Mercurio decían:
“Choque de trenes en Tinguiririca”.
Cañuela y Petaca
Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.
Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.
Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.
Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.
Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?
Por fin, una tarde, mientras Cañuela vigilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vio de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva y silenciosa figura de Petaca, quien, al enterrarse de que los viejos no regresaban aún del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas que tenía oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.
A una legua escasa del rancho había una cantera que surtía de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraía del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico había puesto en juego la travesura y sutileza de su ingenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que el viejo tenía junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirigía los trabajos. Todas sus astucias y estratagemas habían fracasado lamentablemente ante los vigilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Había observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un hueco abierto con ese propósito en el flanco de la montaña y no salían de ahí sino cuando se había producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fue a ponerse en acecho cerca de la carpa. Muy pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida y vio cómo su padre y los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, y abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo en seguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, y cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.
Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues los abuelos se ausentarían, como de costumbre, para llevar sus aves y hortalizas al mercado. Entre tanto, había que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos y desechados. Ninguno les parecía suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase allí, pero su primo lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, había hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando días después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se había deshecho con la humedad. Por consiguiente, había que buscar un sitio bien seco. Y mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela a quien, según su primo, nunca se le ocurría nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardía en mitad de la habitación:
—¡Enterrémosla en la ceniza!
Petaca lo contempló admirado, y por una rara excepción pues lo que proponía el rubillo le parecía siempre detestable, iba aceptar aquella vez cuando la vista del fuego lo detuvo: ¿y si se prende? Pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y cenizas del hogar y cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un puñado de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída y volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.
En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, y Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones y los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.
Durante los días que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él y a sus abuelos sin cenar. Y este siniestro pensamiento cobraba más fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos y soplar con brío, atizando el fuego, bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada y fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas y se deslizaba hacia la puerta, mirando hacia atrás de reojo y mascullando con aire inquieto:
—¡Ahora sí que revienta, caramba!
Pero no reventaba, y el chico fue tranquilizándose hasta desechar todo temor.
Y cuando llegó el domingo y los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos, en el sendero de la montaña, los rapaces, radiantes de júbilo, empezaron los preparativos para la expedición. Petaca había cumplido su palabra escamoteando a su padre una carga de fulminantes y, en cuanto a los perdigones, se les había sustituido con gran ventaja y economía por pequeños guijarros recogidos en el lecho del arroyo.
Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca y calientita, y examinando prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable y vetusto como su dueño, no restaba más que emprender la marcha hacia las lomas y los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debían seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada y seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas y de zorzales; pero su testarudo primo deseaba ir más bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas y las perdices, caza, según él, muy superior a la otra, y, como de costumbre, su decisión fue la que prevaleció.
Petaca vestía una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le había recortado las mangas y el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenía chaqueta y cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de paño, con enormes bolsillos que eran su orgullo, y le servían, a la vez, de arca, de arsenal y de despensa.
Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.
Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, quería se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! Llamando la atención de sus compañero, y cuando éste se detenía interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod y proseguía su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al poyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.
Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecía una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra y empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza: El ave observaba sus movimientos con tranquilidad y no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entonces, las alas y fue a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos y de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante y empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecía de burla y desafío, un centenar de pasos más allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este gimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos y con las ropas hechas una criba; mas no se desanimaban y proseguía la caza con salvaje ardor.
Por último, el ave, cansada de tan insignificante persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.
Cañuela y Petaca que, con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, y luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fue la fugitiva, que posada en un pequeño arbusto estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla y caer ambos de bruces sobre la yerba fue todo uno. Petaca, con los ojos encandilados fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas se echó la escopeta a la cara. Pero en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo, Cañuela, que lo había seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda y penetrante:
—¿Espera, que no está cargada, hombre!
La loica agitó las alas y se perdió como una flecha en el horizonte.
Petaca se alzó de un brinco, y precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes y mojicones. ¡Qué bestia y qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien había hecho la puntería!
Y cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:
—¡Porque te dije que no estaba cargada…!
A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarra, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:
—¿Por qué no esperaste que saliera el tiro?
Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, y enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, había que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada más que un ganso.
La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba y casi se arrepentía de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecía ya tan claro y evidente, por muy bien que hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habría sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenía allá en el rancho, oculto debajo de la cama, por haber matado la maldita loica que tanto los había hecho padecer. ¡Si al salir hubieran cargado el arma! Pero aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave y delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas y confusas, pues no habían tenido aún oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.
Y mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surgió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?
Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.
El espíritu de intransigente contradicción de Petaca contra todo lo que provenía de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡Y con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser más borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero, había forzosamente que echar encima los guijarros. ¿Y por dónde salía entonces el tiro? Nada, al revés había que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones más contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, en seguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco, y con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó si dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo y echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenía la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacía y rectificaba una y mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que había apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que también asaltó al cazador, recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero el pensamiento de que su primo podía burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar lo ojos y oprimir el disparador. Grande fue su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo y seco, pero que nada tenía de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. Y su primera mirada fue para el ave, y no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.
Cañuela, que viera el chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; y fue tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vio volar las plumas por el aire y caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que había visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora y su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio y destrucción que nada podía calmar.
Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imaginaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenía aquella ilusión, y aunque ambos notaron al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.
Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza, a pesar de que Petaca juraba y perjuraba haberla visto caer requetemuerta y desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva y se desvían del blanco, que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometióse, entonces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con todo de alarma:
—¿Se acabó la escopeta!
Petaca miró el fusil que tenía entre las manos y luego a su primo lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entonces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para palpar la abertura con los dedos y se convenció de que no había medio de meter ahí un grano más de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste había aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hacia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, y reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada y dejar a Cañuela la gloria de salir de su labor del atolladero. Demasiado conocía el genio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imaginación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, muy inquieto, le había observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, y le habló con animación de algo que debía ser muy insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistía a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse, y ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas y ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron había bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cogió el fusil y lo acostó sobre la hoguera, retirándose en seguida, los dos, para contemplar a distancia los progresos del fuego. Transcurrieron algunos minutos y ya Petaca iba a acercarse nuevamente para añadir más combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fue dispersada a los cuatro vientos, y siniestros silbidos surcaron el aire.
Cuando pasada la impresión del tremendo susto, ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérgica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. Cañuela, que lo había seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenía una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que había visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, y silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna.
Carlitos
En mis excursiones por los alrededores del pueblo, me encontré un día frente a un grupo de casitas semiocultas por los frondosos árboles que bordeaban al camino. En una de estas viviendas, sentada delante de la puerta, había una mujer que tenía en el regazo un niño pequeño. Al ver la criatura me detuve sorprendido preguntando con interés:
—¡Qué hermoso niño! ¿Es suyo?
—Si, señor.
—¿Cómo se llama?
—Carlitos.
—¿Qué edad tiene?
—Quince meses cumple esta semana.
Después de acariciar al pequeñuelo, maravillado por la gracia y donosura de su carita de ángel, continué mi camino pensando en la absoluta falta de parecido entre la madre y el hijo. El niño era rubio, blanco, sonrosado. Los sedosos y blondos cabellos, los ojos azules, la fina naricilla y la boquita de rosa le daban un aspecto encantador, Y estos rasgos, que acusaban en la criatura una acentuada selección de raza, contrastaban de tal modo con las toscas facciones de la mujer, con sus oscuros y pequeños ojos, su casi cobriza piel y su lacia y negra cabellera, que parecía imposible existiese entre ambos alguna afinidad, por remota que fuera.
¿Serían acaso tales desemejanzas un capricho de la naturaleza? Pero, así y todo, resultaba el caso de una extravagancia excesiva, revolucionaria, desconcertante, a menos que... Al llegar aquí interrumpió mis reflexiones el recuerdo de un pequeño detalle: al contestarme afirmativamente que el niño era de ella, noté que la mujer bajaba la vista al mismo tiempo que su oscuro rostro se coloreaba débilmente. ¿Aquel rubor lo producía la grata emoción de la madre al proclamarse tal o tenía un origen menos elevado? Bien podía ser, pensé, que esto último fuese lo correcto.
Desde entonces, y cada vez que pasaba por aquellos sitios, me detenía frente a la casita para acariciar de paso al pequeño.
De repente interrumpí estos paseos, y cuando algún tiempo después volví a recorrer el sombreado camino, encontré cerrada la puerta de la vivienda. A mis llamados salió de la casa próxima una mujer con los brazos desnudos impregnados de espuma de jabón a quien interrogué:
—¿Y Carlitos?
—Carlitos está enfermo, muy enfermo.
—¿Qué es lo que tiene?
—No se sabe, algunos dicen que es empacho.
—¿No podría verlo?
—No está aquí. La Jacinta lo llevó esta mañana donde una señora que ha prometido mejorarlo.
Protesté indignado:
—Qué torpeza. Debía ver a un médico y no a una curandera.
—Ha visto, señor, a todos los del pueblo, pero quiere que se lo pongan bueno en un día. Si en dos o tres no mejora, le cambia remedios. Es que la pobre, señor, está desesperada y si el niño se muere hasta podía volverse loca. No se ha visto un cariño igual porque ni a los hijos...
La interrumpí para decirle con extrañeza:
—¿Cómo, que no es su hijo? Pero si ella misma me aseguró que lo era cuando se lo pregunté.
—Así les dice a todos, pero la verdad es que lo sacó de la Casa de Huérfanos cuando sólo tenía dos meses.
Era tan evidente el deseo de mi interlocutora de charlar sobre aquel asunto, que decidí complacerla, y en tanto tomaba asiento en un banco situado junto a la puerta, le dije con fingido asombro:
—¿Entonces allá se regalan las criaturas? Me parece muy extraño que se hagan semejantes obsequios.
—No, señor; no los regalan, los entregan para criarlos, y como a la Jacinta se le había muerto su última guagua, una amiga le aconsejó que sacase un huerfanito para ganar los veinte pesos mensuales que se pagan a las nodrizas. Así lo hizo. Fue allá y trajo a Carlitos. No tenía más obligación que llevarlo una vez al mes para que el doctor lo examinase. Para una pobre como ella, los veinte pesos fueron un gran alivio; tenía para pagar la casa y aún le sobraba algo. Estaba por esto muy contenta y cuidaba mucho al niño que era muy bonito y se iba embelleciendo de día en día. Cuando cumplió los seis meses era una verdadera preciosidad, tanto que la Jacinta no podía salir con él a la calle sin que la gente no la atajase para celebrarlo y hacerle cariño. Ella se puso con esto muy oronda, y como había dado en decir que era hijo suyo, de tanto repetirlo creo que acabó por creerlo ella misma. Fue tanto el amor que le tomó, que ya no vivía sino para él. Carlitos era su vida, su mundo, su todo. Cuanto centavo caía en sus manos lo empleaba en comprarle vestidos, capas, gorritas, cintas, encajes. Y su mayor afán era vestirlo y arreglarlo para salir con él a lucirlo por todas partes. Cuando le decíamos que no se sacrificase tanto por una criatura que luego tenia que devolver, se le llenaban los ojos de lágrimas y se quedaba callada, sin contestarnos una palabra.
Un día vino muy alegre a decirme que le habían asegurado que si una nodriza dejaba de ir a cobrar sus mensualidades hasta enterar cien pesos, podía considerarse dueña del niño, pues la Casa ya no reclamaba. Si la criatura era mujer, el sacrificio era sólo de cincuenta pesos, una mitad menos que los hombres. Por más que le dije que no se creyese de cuentos y que lo único que sacaría siguiendo esos consejos era perder la plata junto con el niño, ella se afirmó en su idea. Y como lo tenía pensado, cuando llegó el fin del mes no lo llevó a la ciudad para presentarlo ante el médico de la Casa, como era su obligación, y lo mismo hizo los otros meses. Y aunque parezca mentira, el caso es que nadie ha venido a reclamárselo hasta ahora mismo.
Cuando se enteraron los cien pesos que le debían por la crianza, la Jacinta casi se volvió loca de gusto, porque consideró que ya nadie podía quitarle a Carlitos. Hay cosas que una no comprende. ¡Perder tanta plata y todavía echarse encima la carga de un hijo ajeno! Y después de trabajar, sacrificarse de la mañana a la noche en lavar y planchar para vestirlo y adornarlo como una muñeca y con un lujo que sólo gastan los ricos. Y ella tan contenta. No, señor, sólo una persona que no está en su juicio puede hacer esas cosas.
—Pero, señora —le argumenté— esta acción de su amiga y vecina revela su buen corazón, y como no tiene hijos bien puede adoptar un huérfano y sentir por él un gran cariño. No son raros los casos en que una madre adoptiva sea tan abnegada y amante como una madre de verdad.
La mujer sonrió irónicamente en tanto me decía:
—¿Entonces usted no sabe que la Jacinta tiene dos hijos: un hombre y una mujer?
Admirado respondí que no lo sabía.
—No es raro, señor, que usted no lo sepa, porque su madre nunca sale con ellos, y cuando un forastero pasa por aquí les tiene prohibido que se acerquen. Los voy a llamar para que usted los conozca.
Y acercándose a la casa empezó a gritar:
—¡Micaela, Juan, vengan!
Casi al punto, por una esquina de la casa, aparecieron dos niños, los cuales, al verme, se quedaron en actitud temerosa. La pequeñuela preguntó:
—Madrina, ¿para qué nos quiere?
La mujer los detuvo un instante haciéndoles algunas preguntas acerca de una tarea que les había encomendado y los despidió dándoles nuevas instrucciones. Luego se volvió para decirme:
—¿No los encuentra parecidos a ella?
—Sí —repuse—, se le parecen mucho. ¿Qué edad tienen?
—La Micaela tiene diez años y el niño seis.
—¡Diez años! —exclamé—, si no representa más de siete ¡y tan delgada, tan flacucha!
—Pero qué quiere usted, si estas criaturas pasan una vida tan martirizada. La Jacinta si no es para castigarlos no se preocupa de ellos. Ya se ve como los tiene, descalzos y casi desnudos.
—¡Vaya! ¿Que no los quiere, entonces?
—No sólo no los quiere sino que parece que los odia. Casi no hay día que no les desee la muerte. La que más sufre es la Micaela, porque tiene que cargar a Carlitos, que está tan consentido que sólo quiere pasarlo en brazos. Parte el corazón ver a esa pobrecilla, tan endeble como es, andar todo el santo día con ese niño tan pesado a cuestas. Y pobre de ella si el regalón se pone a llorar, porque la Jacinta entonces se vuelve una fiera. Una vez que tropezó y cayó con él, si no voy yo a defenderla, creo que la hubiera muerto. Como le digo, hay cosas que una no comprende. A mi se me ocurre que si le hubiera tocado un niño menos bonito, tal vez la Jacinta no se hubiera encariñado tanto con él.
Después de cambiar con la mujer algunas palabras más sobre el mismo tema, me levanté para continuar la interrumpida caminata, pensando en el ignorado drama que se desenvolvía en aquellas humildes habitaciones, tan tranquilas en apariencia.
Pasaron algunos meses, y ya empezaba a olvidar esta historia, cuando un día al caer la tarde me encontré otra vez frente al grupo de casitas. Al ruido de mis pasos se abrió una puerta y apareció en ella la misma mujer que tantos informes me había dado acerca del huérfano.
Al reconocerme me dijo, con aquella sonrisa que era en ella característica:
—¿Usted vendrá a saber noticias de Carlitos?
Y sin esperar mi respuesta continuó:
—Ya no está aquí La Jacinta se fue a vivir al pueblo, pero ya no tiene con ella a su preferido. Se admira usted ¿no es cierto? Pero cuando sepa dónde se encuentra ahora el niño se admirará mucho más. Si yo no se lo digo a usted, no lo adivinaría nunca.
Y clavando en los míos sus risueños ojos agregó con lentitud solemne:
—Carlitos está en la Casa de Huérfanos.
La sorpresa embrolló mis ideas un momento, pero recobrándome repuse:
—¡Bah! ahora comprendo, se lo reclamaron y tuvo que entregarlo. ¡Pobre mujer, cuánto habrá sufrido!
La sonrisa de mi interlocutora se acentuó:
—Nadie lo ha reclamado —dijo—. Ella misma, sin que se lo pidieran, fue a devolverlo.
Contemplé con asombro a la mujer y balbuceé intrigado:
—No es posible, no puede ser. Algo habrá sucedido. Tal vez usted no sabe...
La lavandera, que parecía gozar extraordinariamente con la sorpresa que sus noticias me producían, segura de tener un oyente que no desperdiciaría una sola de sus palabras, entró en la casa y salió, en seguida, trayendo una silla que me ofreció solicita:
—Señor, siéntese un ratico mientras le cuento cómo han pasado las cosas.
Apenas me vio cómodamente instalado, prosiguió:
—Usted recordará que cuando estuvo aquí la última vez, Carlitos estaba muy enfermo. Cuando ya habíamos perdido la esperanza de que salvase empezó a mejorar y, tan ligerito, que en unos pocos días quedó completamente bueno. Conociendo lo extremosa que la Jacinta era con él, puede ya imaginar lo contenta que se pondría. No le pondero si le digo que poco faltó para que se volviese loca de gusto. Y ya no fue cariño sino idolatría lo que sintió en adelante por la criatura. ¡Y qué cuidados y qué afanes para que nada le faltase! A la Micaela, con estas regalías de Carlitos, le tocaba la peor parte. Tenía que andar con él en los brazos, pasearlo y entretenerlo a veces días enteros. Si el consentido soltaba el llanto, en el acto acudía la Jacinta, hecha un basilisco:
—¿Por qué llora el niño, qué les has hecho, pícara?
Y llovían los pellizcos, las bofetadas y los palos sobre la pobre chiquilla. Créame, señor, que al oír sus lamentaciones sentía hervirme la sangre, pero tenía que contenerme ya que nada podía hacer sino compadecerla.
Así iba pasando el tiempo, cuando un día que la Jacinta estaba en la pieza planchando la ropa, a un descuido, el niño que ya principiaba a andar cayó de bruces en el brasero en que se calentaban las planchas. ¡Dios nos ampare, señor! Cuando mi comadre lo levantó, ¡la cara, las manos y los bracitos eran una llaga viva!
Ya puede usted figurarse la desesperación de la Jacinta. Parecía una loca y corría de aquí para allá con el niño en los brazos sin atinar a nada. Al fin, oyendo lo que le decíamos, lo envolvió en su pañuelo y salió disparada con él para la botica.
Por suerte las quemaduras eran sólo por encima, así que el niño sanó muy pronto, pero el pobrecito quedó tan defectuoso con su carita llena de costurones y para mayor desgracia perdió también un ojo: quedó tuertecito. ¡Qué lástima tan grande nos daba verlo tan cambiado!, no era ni la sombra del Carlitos de antes. ¡Así señor, tanto mejor que hubiese muerto cuando tuvo aquella enfermedad! Así nos habríamos ahorrado ver lo que hemos visto.
Porque lo más triste de todo fue que la Jacinta comenzó a perderle el cariño. Ella que no salía de la casa sin llevarlo también a él, empezó desde entonces a salir sola. Yo, que estoy aquí al lado, fui viendo cómo día a día iba cambiando con la pobre criatura. Los cuidados y las regalías se acabaron para siempre para Carlitos. Ya ni la Micaela lo tomaba en brazos y todo el tiempo andaba botado por el suelo hecho una compasión por la falta de limpieza. Ahora sí que podía llorar a su gusto porque nadie le hacía caso. Y menos mal si todo no hubiera pasado de aquí, pero la Jacinta comenzó muy luego a rezongar cuando el niño la molestaba. De los retos pasó a los pellizcos y a las palmadas. A cada momento desde aquí sentía yo los gritos del tuertecito y los de mi comadre que chillaba y maldecía llena de rabia.
No se comprende, señor, cómo Dios permite estas cosas. Dolía el alma ver el abandono en que pasaba Carlitos. Como ya andaba por todas partes, a veces llegaba hasta aquí. ¡Si usted lo hubiera visto se le habría partido el corazón! Apenas cubierto el cuerpecito con unos trapos y tan desaseado que no había por donde tomarlo. Al verme, lo primero que hacía era pedirme pan, y con qué ansias comía, pues estaba siempre hambriento.
Por eso fue un alivio cuando supe que la Jacinta andaba haciendo diligencias para devolverlo a la Casa de Huérfanos. Como ella no se atrevía a ir, encargó a una persona que preguntase si le recibían el niño. Le contestaron que sí, que lo recibían, pero como mi comadre no había cumplido con las condiciones de la Casa no tenía derecho a clamar las mensualidades atrasadas que se le debían por la crianza.
Al otro día que supo la contestación, fue a dejar a Carlitos: lo lavó, lo peinó y le puso una ropita limpia. Cuando ya se iba, todas salimos a despedido. ¡Si Ud. hubiera visto lo contento que estaba! ¡En su alegría de verse otra vez en brazos, besaba y abrazaba a la Jacinta! ¡Pobre ángel! Tal vez creía que mi comadre lo llevaba a pasear por el pueblo.
Cuando al fin se fueron y volvimos a nuestros quehaceres, créanos señor que todas teníamos los ojos empañados y el corazón como en un puño.
Dije adiós a la mujer y me alejé por el camino que se extendía delante de mí y que me pareció por vez primera largo, monótono y lleno de polvo.
1919.
Caza mayor
En el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas de hojas secas y polvorosas.
En las sendas desnudas, abrasa la arena negra y gruesa, y entre los matojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos.
Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos. Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y conocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades. Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeó el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta de los pies.
Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como abanico indicaban un soberbio macho.
Sus ojos inquietos y vivaces que registraban cada hoja, cada tallo de hierba, descubrieron muy pronto el pico amarillo y la oscura cabeza asomando por la bifurcación de una rama. El cuerpo, del color de la hoja seca, se adivinaba más bien que se veía oculto entre la hojarasca. Apuntó con detención y tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.
Alegre y satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil, cuyo mohoso cañón de una longitud y calibre desmesurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel y de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la extremidad del vetusto instrumento hacía las veces de mira, trozo que había que renovar después de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo del anterior que le servía de base y muy a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil más mortífero que un simple perdigón. Con el uso el agujero se había agrandado y el grosor de la mira crecido en proporción. Al apuntar, la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se vería un elefante.
La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia dada a esta operación. Destapado el frasco de pólvora, vertía en la palma de la mano el polvo negro y lustroso y aproximando la boca del cañón vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca y rugosa. Atascaba con calma el manojo de hierba que servía de taco, y luego en el hueco de la mano contaba meticulosamente los Doce Pares, doce perdigones redondos y relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, y dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del tubo descomunal. Por último, tomando un perdigón más grueso que los demás, antes de soltarlo trazaba con él la señal de la cruz en la boca del cañón: era Carlomagno que iba a hacer compañía a sus caballeros. Terminada la tarea y cegado por la deslumbradora claridad que irradiaba de lo alto, con una mano delante de los ojos, a guisa de pantalla, exploraba el horizonte, indeciso acerca de la dirección que debía seguir, cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo y que crispa los nervios del más flemático lo hizo volverse con presteza. A su derecha, en una ligera depresión del terreno, percibió distintamente al ave abatiéndose con rápido aleteo. En algunos minutos salvó la distancia y aproximándose cauteloso, con infinitas precauciones, siguiendo la pista grabada en la arena descubrió la pieza agazapada entre los cardos. Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro. Aún no se disipaba el humo del disparo en la atmósfera abrasada cuando un bulto rojizo pasó a su lado como una tromba y rozó sus piernas que vacilaron, dando un traspié.
Lanzó un grito de sorpresa y de cólera:
—¡Quita allá, Napoleón!
Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa de color leonado.
Pasado el primer momento de estupor, con el fusil en alto se abalanza sobre el intruso y lleno de coraje menudea los golpes que el ladrón esquiva con gran facilidad, dando bruscos saltos entre las matas sin soltar la presa. Fatigado y jadeante se detuvo apoyándose en el cañón de su vieja carabina. A la cólera había sucedido la angustia dolorosa que se experimenta ante una pérdida irreparable. ¡Una pieza tan hermosa, manjar de príncipe, engullida por aquel soez animalucho! Sus ojos se humedecieron, y cambiando de táctica, con temblona voz que se esforzaba en hacer cariñosa, repetía:
—Napoleón, buen perro, venga acá, hijito.
Entretanto el buen perro husmeaba el suelo, recogiendo las migajas del festín, y terminado el banquete asomó por entre la hojarasca el hocico erizado de plumas, relamiéndose golosamente, y fijando en el cazador atontado sus ojos relucientes como brasas pareció muy dispuesto a corresponder sus demostraciones de afecto. De un salto salió de la espesura y con aire regocijado, meneando con vivacidad el rabo diminuto, fue a restregar el hocico para desprender las plumas en las piernas poco sólidas del vejete.
Ante el cinismo y la desvergüenza de que hacía gala aquel mal bicho, sintió que le volvía el coraje y por un instante sólo ideas de sangre y de exterminio brotaron de su cerebro enardecido. Dábanle ímpetus de vaciar en el arma el frasco de pólvora y la bolsa entera de perdigones y en seguida descerrajar aquel tiro atroz sobre el infame bandido, aventándolo en el aire.
Pronto se aplacó: el amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito.
La afición del dogo por las perdices era de época reciente y databa del día en que una de estas aves herida al vuelo por certero disparo fue a caer entre sus patas. El bocado debió de saberle a gloria, porque a partir de allí, oír un escopetazo y salir disparado, era todo uno.
Ese día atraído por el primer tiro había llegado a tiempo para aprovecharse del segundo.
El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba. ¡Dios santo! Qué ira le acometió: irguió su pequeña talla y tomando el fusil por el cañón tiró con bríos de través un culatazo a la maldita bestia, pero sólo hirió el aire, sus débiles piernas incapaces de resistir el impulso del pesado armatoste se doblaron y cayó cuan largo era entre la maleza, arañándose cruelmente manos y rostro. Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurría en el medio de librarse del intruso que, sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido y contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca, bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia, y creyendo que la actitud del cazador era debido a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo.
Como el perdiguero de raza, meneando con rapidez el rabo corto y grueso, el hocico pegado al suelo, resoplando ruidosamente se metió por entre la maleza, levantando nubes de diucas y chincoles y poniendo en fuga a los lagartos que dormitaban entre las hojas. De vez en cuando se detenía; alzaba la cabeza, dirigiendo una mirada al viejo inmóvil, y emprendía de nuevo la tarea con mayores bríos. Por fin éste se levantó y, como dando por terminada la cacería, púsose el fusil al hombro y echó a andar con actitud indiferente por los sitios más áridos y descubiertos. Mas la estratagema no surtía efecto. El dogo lo seguía con la cabeza baja, de mala gana, pero sin apartarse de sus talones. Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza.
El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándole al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás.
Por fin estaba libre, y restregándose los ojos, como quien despierta de una pesadilla, vio desaparecer jubiloso al maldito animal. Aún era tiempo de recuperar lo perdido, y esforzándose en vencer el cansancio y la fatiga, recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y de arrayanes. Las perdices acosadas en el llano por el calor debían haber buscado un refugio en la espesura. No se engañaba, por todas partes se veían numerosos rastros. Púsose a la obra con afán, escudriñando los troncos carcomidos y registrando los rincones sombríos bajo las hojas verde esmeralda de los bóquiles sin que lo distrajese el ruido de ramas rotas que creía oír a cada instante entre la maleza. Sin duda sería alguna raposa interrumpida en sus siesta que abandonaba la guarida con su paso inquieto y cauteloso.
Su constancia se vio en breve recompensada: una perdiz avanzando imprudentemente la cabeza, lo espiaba detrás de un tronco. Alargó el brazo y oprimió el disparador. Tras el estampido, apartáronse violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. El arma se escapó de las manos del vejete. El asombro, la cólera, el dolor y el desaliento más profundo se pintaron en su rostro. Se sintió vencido, sin fuerzas para la lucha, y una honda congoja sobrecogió su ánimo atribulado. ¡Qué podía él, viejo decrépito, arrojado de todas partes como fardo inútil, contra aquel fiero y formidable enemigo capaz de estrangularlo de una sola dentellada!
Resignado recogió el fusil y, mientras vaciaba su última carga de pólvora, dos gruesas lágrimas se deslizaron por sus enjutas mejillas y pasando a través del cano bigote humedecieron sus labios: eran amargas como la hiel.
Todo a su alrededor era salvaje y agreste. Caliginosos vapores elevábanse por el lado del mar sobre las dunas en reposo. Ni un grano de arena resbalaba por sus pardas laderas que la inmovilidad del aire detenía en su avance interminable por la llanura sin límites. El espacio inundado de luz contrastaba con el suelo apizarrado de vegetación lánguida y escasa del que se exhalaba un hálito de fuego.
Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Incorporóse a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiente de la boca. Una llamarada brotó de los ojos apagados del viejo y la sangre en oleadas hirvientes se agolpó a su corazón y a su cerebro, devolviéndole por un instante el vigor de la juventud. ¡Jamás su pulso había sido tan firme ni su ojo tan certero... Un estrepitoso aullido contestó a la denotación: el dogo soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales.
Pasado el primer estallido de la cólera, sintió el anciano que la sangre se helaba en sus venas y un enervamiento profundo embargó todo su ser. Su alma de siervo experimentó un desfallecimiento supremo. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del animal enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales; iba con una prisa endemoniada: incrustado en el nacimiento del rabo llevaba a Carlomagno y diseminados en el lomo bajo la hirsuta piel, los Doce Pares. Como el corzo que presiente la jauría, se levantó con vigoroso impulso y encorvado como nunca, arrastrando sus psados pies, desapareció tras un recodo en el camino polvoriento.
El ahogado
Sebastián dejó el montón de redes sobre el cual estaba sentado y se acercó al barquichuelo. Una vez junto a él extrajo un remo y lo colocó bajo la proa para facilitar el deslizamiento. En seguida se encaminó a la popa, apoyó en ella su espalda y empujó vigorosamente. Sus pies desnudos se enterraron en la arena húmeda y el botecillo, obedeciendo al impulso, resbaló sobre aquella especie de riel con la ligereza de una pluma. Tres veces repitió la operación.
A la tercera recogió el remo y saltó a bordo del esquife que una ola había puesto a flote, empezó a cinglar con lentitud, fijando delante de sí una mirada vaga, inexpresiva, como si soñase despierto.
Mas, aquella inconsciencia era sólo aparente. En su cerebro las ideas fulguraban como relámpagos. La visión del pasado surgía en su espíritu, luminosa, clara y precisa. Ningún detalle quedaba en la sombra y algunos presentábanle una faz nueva hasta entonces no sospechada. Poco a poco la luz se hacía en su espíritu y reconocía con amargura que su candorosidad y buena fe eran las únicas culpables de su desdicha.
El bote, que se deslizaba lentamente, impulsado por el rítmico vaivén del remo, doblaba en ese instante el pequeño promontorio que separaba la minúscula caleta de la Ensenada de los Pescadores. Era una hermosa y fría mañana de julio. El sol muy inclinado al septentrión, ascendía en un cielo azul de un brillo y suavidad de raso. Como hálito de fresca boca de mujer, su resplandor, de una tibieza sutil, acariciaba oblicuamente, empañando con un vaho de tenue neblina el terso cristal de las aguas. En la playa de la ensenada, las chalupas pescadoras descansaban en su lecho de arena ostentando la graciosa y curva línea de sus proas. Más allá, al abrigo de los vientos reinantes, estaba el caserío. Sebastián clavó con avidez los ojos sobre una pequeña eminencia, donde se alzaba una rústica casita cuya techumbre de zinc y muros de ladrillos rojos acusaban en sus poseedores cierto bienestar. En la puerta de la habitación apareció una blanca y esbelta figura de mujer. El pescador la contempló un instante, fruncido el ceño, hosca la mirada y, de pronto, con un brusco movimiento del remo torció el rumbo y navegó en línea recta hacia el sur. Durante algún tiempo cingló con brioso esfuerzo; el barquichuelo parecía volar sobre la bruñida sabana líquida y muy luego el promontorio, el caserío y la ensenada quedaron muy lejos, a muchos cables por la popa. Entonces, soltó el remo y se sentó en uno de los bancos. Su actitud era meditabunda. En su rostro tostado que la rizada y oscura barba encuadraba en un marco de ébano, brillaban los ojos de un color verde pálido con expresión inquieta y obsesionadora. Todo su traje consistía en una vieja gorra marinera, un pantalón de pana y una rayada camiseta que modelaba su airoso busto lleno de vigor y juventud.
El bote, entregado a la corriente, derivaba a lo largo de la costa erizada de arrecifes, donde el suave oleaje se quebraba blandamente. Sebastián, recogido en sí mismo, fijaba en aquellos parajes, para él tan familiares, una mirada de intensa melancolía. Y de pronto la vieja historia de sus amores surgió en su espíritu viva y palpitante, como si datara sólo de ayer. Ella empezó cuando Magdalena era una chicuela débil, de aspecto enfermizo. Él, por el contrario, era ya crecido y su cuerpo sano y membrudo tenía la fortaleza y flexibilidad de un mástil. El contacto diario de las comunes tareas había ido transformando aquel afecto fraternal en un amor apasionado y ardiente. Como hijos ambos de pobres pescadores, su mutuo cariño no encontró en la diferencia de fortunas obstáculos ni entorpecimientos. Fue, pues, sin oposición, novio oficial de Magdalena, quien era toda una mujer. Ni sombra quedaba en ella de la jovencilla esmirriada, a quien tenía que proteger a cada paso de las bromas de sus compañeros. La transformación había sido completa. Alta, de formas armoniosas, con su bello rostro y sus grandes ojos oscuros, era la joya de la caleta. Entonces fue cuando aquella herencia inesperada, recaída en la madre de su novia, vino a modificar en parte este estado de cosas. Experimentó una corazonada de mal augurio, cuando le dieron la noticia. Los hechos vinieron a confirmar bien pronto aquel presagio. El ajuar de Magdalena se transformó completamente. Los burdos zuecos fueron reemplazados por botines de charol y los trajes de percal cedieron el campo a las costosas telas de lana. Este cambio debíase en gran parte a la vanidad materna, que quería a toda costa hacer de la zafia pescadorcilla una señorita de pueblo. De aquí partieron los primeros tropiezos para el proyectado matrimonio. A juicio de la futura suegra, éste no debía efectuarse hasta que Sebastián no fuese propietario de una chalupa que reemplazase su misérrimo cachucho, el cual, según ella, era un viejo cascarón y no valía tres cuartillos.
El mozo no pudo menos que someterse a esta exigencia; mas, con el entusiasmo del amor y la juventud, creyó que muy pronto se encontraría en estado de satisfacerla.
El bote arrastrado por la corriente, presentaba la proa a la costa y Sebastián vio de improviso en la azul lejanía destacarse los masteleros de los buques anclados en el puerto. Cortó aquel panorama el hilo de sus recuerdos, reanudándose en seguida la historia en la época en que apareció el otro. Un día irrumpió en compañía de unos cuantos calaveras en la Ensenada de los Pescadores. Decíase marinero licenciado de un buque de guerra y mostrábase muy orgulloso de sus aventuras y de sus viajes. Con su fiero aspecto de perdonavidas, impúsose por el temor en aquellas pacíficas y sencillas gentes. Muy luego diose en cortejar a Magdalena, mas la joven, a quien repugnaba la aguardentosa figura del valentón, contestó a sus galanteos con el más soberano desprecio.
Un suspiro se escapó del pecho del pescador. Entornó los ojos, y un episodio grabado profundamente en su memoria, se presentó a su imaginación.
Un domingo por la mañana, de vuelta de la misa, marchando las muchachas adelante y los mozos atrás por el angosto sendero de la capilla, oyó, de repente, la voz airada de la joven que lo llamaba.
—¡Sebastián, Sebastián!
De un salto salvó el espacio que de ella lo separaba y vio al aborrecido rival que, sujetando por un brazo a la indignada muchacha, trataba, entre las risas de las demás, de cogerla por la cintura.
La escena del pugilato aparecíasele envuelta en una espesa bruma. Todo había sido cosa de un momento. Entre la admiración de todos hizo morder el polvo al cínico galanteador y si no se lo arrancan de entre las manos, habrían allí, probablemente, terminado todas sus valentías.
Por algún tiempo nada se supo de él hasta que llegó la noticia de que, jurando vengarse de su descalabro, se había embarcado a bordo de un ballenero que zarpaba para una larga expedición a los mares del sur.
Sebastián alzó la cabeza. De la ribera ascendía una ligera niebla que iba perdiéndose en los flancos de la escarpada costa. Ahora venía una época de relativa calma. Entregado con ardor al trabajo, procuraba reunir el dinero necesario para adquirir una embarcación de más valía que el diminuto cachucho. Mas, esto iba para largo y empezaba a comprender que con sólo el trabajo de sus manos tal vez no la conseguiría nunca. Entonces la sorda hostilidad de la madre de Magdalena, aquella vieja avarienta y vanidosa a la vez, se hizo de día en día más desembozada y tenaz. Él no era un partido digno para su hija. Con su inexperiencia de muchacho y seguro del afecto de Magdalena, burlábase de aquella oposición. Ahora comprendía cuán torpe había sido al despreciar tan temible adversario. Mas, ya era tarde para remediar el mal. Sólo le restaba la venganza. Al llegar a este punto, un relámpago pareció animar las apagadas pupilas del pescador. En su rostro se dibujó una expresión de amenaza y de cólera intensa y honda. Mas esta excitación fue pasajera y volvió a abismarse en sus reflexiones. La escena de la taberna lo sumió en una profunda meditación. Aunque esa tarde había bebido copiosamente, recordaba todos los detalles. En medio de su embriaguez el padre de la joven había soltado la verdad, brutalmente. Hacía un mes que había llegado la carta. Estaba fechada a bordo del ballenero y había sido traída por una goleta que había completado, primero que el bergantín, su cargamento. Estaba dirigida a la madre de Magdalena y en ella decía su rival que la expedición a la cual pertenecía, había realizado ganancias fabulosas de las cuales correspondíale, en su calidad de contramaestre, una no pequeña parte. Relataba algunas incidencias del viaje y concluía solicitando a Magdalena en matrimonio, pues sus intenciones eran establecerse en la ensenada e invertir su capital en grandes empresas de pesca, a las cuales asociaría a su futuro suegro.
El viejo terminó su confidencia diciendo que Magdalena, que había empezado por rechazar abiertamente todo compromiso con el marinero, había ido, poco a poco, cediendo a las instancias maternales y a la sazón; aunque no mostraba gran entusiasmo por el nuevo y ventajoso partido que se le proporcionaba, su repugnancia se había debilitado en gran parte. Todo aquello, dicho por la estropajosa voz del viejo que excusaba su debilidad con la voluntad indomable de su mujer, a la cual había estado siempre subordinado, le produjo el efecto de un mazazo en el cerebro. Mas luego estalló en él una ira terrible. De un empellón derribó al vejete que quería retenerlo, y se abalanzó a comprobar, de la propia boca de Magdalena, la veracidad de aquella noticia. Pero la excitación producida por la cólera y las libaciones convirtió aquella explicación en reyerta, que terminó en un rompimiento definitivo.
A las palabras duras que le dirigiera, contestó la joven con otras ásperas e incisivas que lo volvieron loco furioso Aquella actitud suya había sido una nueva torpeza, pues tenía la convicción íntima de que Magdalena lo amaba, siendo la maléfica influencia de su madre la que la apartaba de su brazos. ¡Si él tuviese algún dinero! Y el deseo furioso de ser rico, de poseer riquezas, penetró como un dardo en su cerebro sobreexcitado. ¡Ah, si pudiera evocar a los espíritus infernales, no titubearía un instante en vender su sangre, su alma, a cambio de ese puñado de oro, cuya falta era la causa única de su infelicidad! Pensó en los tesoros que guardaba avaro en su seno el mar. En las leyendas fantásticas de cofres llenos de corales y de perlas, flotando a merced de las olas y que el genio de las aguas ponía al alcance de un humilde pescador.
El insomnio de la noche, los efectos de la orgía de la víspera, el derrumbe de sus esperanzas y los atroces celos que le atenaceaban el alma, marcaban sus huellas profundas en su semblante. Sentía una sed vivísima. Se levantó del banco y buscó debajo de la proa, extrayendo de un escondite hábilmente disimulado una botella. Quitó la tapa y bebió con ansia. Poco a poco su rostro pálido se coloreó. Un principio de embriaguez sé pintó en sus verdosas pupilas. Cogió el remo y se puso a cinglar para salir de la corriente y acercarse más a la costa. De improviso, al doblar un cordón de arrecifes, distinguió por la proa, flotando sobre el agua, un objeto redondeado que llamó poderosamente su atención. Con un golpe de remo enderezó el rumbo y marchó en línea recta en demanda de aquello que despertaba su curiosidad. A medida que se aproximaba, su extrañeza se convertía en asombro. Luego, toda duda fuele ya imposible: lo que sobresalía del agua a pocos metros de él era la cabeza de un hombre. Se acercó un poco más y un espectáculo extraño se presentó ante su vista. Un joven, casi niño, completamente desnudo, yacía sumergido hasta el cuello en las frías y salobres ondas. Su posición casi vertical se debía a un salvavidas sujeto debajo de los brazos, en el que se destacaba con letras azules este nombre: “Fany”.
Es un desertor, pensó Sebastián, recordando la fragata que al anochecer del día anterior había anclado cerca de la costa. Buscó con la vista el barco y lo distinguió navegando a velas desplegadas afuera del golfo. Como el nordeste que lo obligara a recalar allí cambiase horas después, había levado anclas y emprendido de nuevo su ruta desconocida.
Sin mucho esfuerzo se imaginó el pescador al grumetillo descolgándose del portalón de la nave a las altas horas de la noche. Mas, el fugitivo no había contado con la frialdad del agua, ni con la engañosa proximidad de la costa.
Sebastián contempló el cuerpo amoratado y rígido que se destacaba a través del agua transparente, y viendo que las azules pupilas del náufrago se clavaban en las suyas suplicantes, le dirigió algunas palabras en esa jerga tan común a la gente de mar. Pero de aquella boca, cuyos labios recogidos mostraban los blancos dientes, no brotó ningún sonido. La vida del grumete parecía haberse refugiado toda entera en sus inquietos y móviles ojos, cuya imploración muda hizo por un instante olvidar a Sebastián sus propios pesares.
Se inclinó para desembarazarlo del paquete de ropas que tenía atado a la espalda, pero, no pudiendo desatar los nudos, buscó la navaja del marinero, guiándose por el cordón que asomaba entre los pliegues del traje de sarga azul. Tiró de aquel cordón y, mientras una extremidad quedaba fija en las ropas, en la otra apareció la navaja unida o otro objeto pesado y brillante. Era un portamonedas de mallas metálicas que Sebastián, casi sin darse cuenta de lo que hacía, abrió oprimiendo el resorte. Su contenido, una gruesa cantidad de monedas de oro, lo maravilló. Mentalmente trató de calcular el valor de aquellos áureos discos y de súbito se echó a temblar. Una idea siniestra acababa de herir su cerebro, dejándolo deslumbrado. Mientras su cabeza ardía, un frío glacial comenzó a descender a lo largo de sus extremidades. Una sed ardiente le abrasó las fauces. Cogió la botella y llevándola a sus labios, bebió el líquido que encerraba hasta la última gota. Casi instantáneamente cesó el nervioso temblor y su mirada adquirió una fijeza extraña de alucinado. Ya no pensaba en el náufrago. El mar, los arrecifes, la gallarda nave, todo aquel panorama habíase desvanecido, borrándose de su vista como una niebla lejana. Veíase triunfante junto a Magdalena que le sonreía ruborosa a través de su blanco velo de desposada. Era el día de boda. La magnífica chalupa que los conducía de regreso del puerto era de su propiedad y volaba sobre las aguas, impulsada por sus ocho remos como una rauda gaviota.
De repente, su rostro transfigurado por una felicidad suprema se ensombreció. Conservando en la diestra la navaja y el portamonedas, su mirada se clavó en el náufrago dura y fulgurante como la hoja de un puñal. Mientras hacía jugar el muelle del arma, aquel rostro juvenil vuelto hacia él con expresión de angustioso terror le pareció el genio del mal que surgía de su antro, en las profundidades, para arrebatarle la felicidad. Un simple tajo en el caucho del salvavidas y aquel obstáculo desaparecería para siempre. Durante un minuto vaciló. Todo lo que en él había de generoso y noble pugnó por sobreponerse en la terrible lucha que se libraba en su corazón. Un golpe sordo en el agua hízole estremecer. Un gran pájaro marino se levantaba de un círculo de hirviente espuma, llevando en su férreo pico un vívido y plateado pez. Siguió al ave en su vuelo y, de súbito, su cuerpo vibró de pies a cabeza, como si hubiese recibido el choque de una corriente galvánica. En el blanco velamen del barco, hundiéndose en el horizonte, vio al ballenero que volvía. Sus ojos adquirieron otra vez aquella inmóvil fijeza. Contemplaba de nuevo a Magdalena ataviada con su traje de novia, pero ya no era él el que estaba a su lado, junto al lecho nupcial, sino el otro. Mirábala sonreír mientras aquel rostro bestial, convulso por el deseo, se aproximaba al de ella, fresco y purpúreo como una rosa. Vio, en seguida, cómo una mano, más bien una garra, en cuyo dorso había grabada una ancha ancla, se posaba en el blanco y nacarado seno…
Un sordo rugido se escapó por entre sus dientes apretados y se inclinó veloz sobre la borda. El salvavidas se desinfló instantáneamente; la rubia cabeza se hundió en el agua y Sebastián vio durante un segundo los ojos azules del náufrago crecer, aumentar, salirse casi de las órbitas, sin que pudiera apartar sus ojos de la terrífica visión. El cuerpo inclinábase de espaldas hasta tomar la posición horizontal y, de pronto, le pareció que el descenso se interrumpía, sintiendo, al mismo tiempo, en la diestra un leve tirón. Desencogió las falanges y la navaja y el portamonedas atraído por el delgado cordoncillo, saltaron por encima de la borda y desaparecieron en el mar.
Con la vista extraviada, desencajado el semblante, el pescador, dando un brinco, qué casi hace zozobrar la embarcación, se precipitó sobre el remo y comenzó a cinglar desesperadamente.
Seis días han transcurrido. Sebastián, sentado en el banco de popa de su esquife, déjase arrastrar por la corriente en dirección al sur. Los ojos del pescador tienen un brillo y expresión extraños. Su lívido semblante, azorado e inquieto, sufre continuas transmutaciones. Sus ropas, en desorden, están cubiertas de fango. A veces sus miembros se crispan convulsivamente, los ojos parecen saltársele de las órbitas y se vuelve con presteza a la derecha o a la izquierda buscando la causa de aquel estruendo que, como un pistoletazo, acaba de resonar en sus oídos. Su existencia, durante la semana que acaba de transcurrir, ha sido una orgía continua. Aquella mañana se encontró tirado en el arroyo frente a la taberna. Se levantó y echó a andar como un autómata. Una vez en la caleta, un leve esfuerzo le bastó para que flotara el bote, pues la marea comenzaba ya a lamer su filosa quilla. Sentado en el banco, nada recuerda, en nada piensa. En su cerebro hay un enorme vacío y ve las más extrañas y raras figuras desfilar por delante de sus ojos. Todo lo que mira se transforma al punto en algo extravagante. El dorso de un arrecife es un disforme monstruo que le acecha a la distancia y la extremidad del remo se convierte en un diablillo que le hace burlescos visajes. Por todas partes seres extraños, con vestimentas azules o escarlatas, bailan infernales zarabandas.
De súbito, un halcón marino se precipita de lo alto y se hunde en el agua, a pocos metros de un arrecife. El ruido de la caída y el blanco penacho de espuma que levanta el choque producen en el pescador una agitación extraordinaria. Mira con ojos extraviados y el sopor de su espíritu se desvanece. Está en el sitio y muy cerca del escollo junto al cual se hundiera la rubia cabeza del náufrago. Y estremecido, presa de infinito terror, se acurruca en el fondo del bote. Aunque la vista del mar le causa invencible pavura, una fuerza más poderosa que su voluntad lo obliga a alzar poco a poco la cabeza. El temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes aumentan a medida que se asoma sobre la borda. Trata de rebelarse, pero, vencido, dominado por aquel irresistible poder, quédase inmóvil, con las pupilas inmensamente dilatadas fijas en el agua que acaricia los costados del bote con chasquidos que asemejan amorosos ósculos.
En un principio sólo ve una masa líquida, de un matiz de esmeralda intenso. Mas, a medida que su vista se hunde en ella, las capas del agua se toman más y más transparentes. Muy luego divisa el fondo de arena tapizado de conchas marinas y de pronto algo confuso, de un tinte blanquecino, que destaca allí abajo, atrae toda su atención. Como a través de un cristal empañado, que va perdiendo gradualmente su opacidad, los contornos de aquel objeto informe se precisan, adquieren relieve y el conjunto se destaca poco a poco con claridad y nitidez.
De súbito una terrible sacudida agita de pies a cabeza a Sebastián… El cuerpo está acostado de espaldas, con las piernas entreabiertas y los brazos en cruz. Su boca, sin labios, muestra dos hileras de dientes afilados y blancos, y de sus órbitas vacías brotan dos llamas que van a clavarse, como otros tantos dardos, en las verdes pupilas del homicida, quien, en el paroxismo del terror, trata inútilmente de sacudir la inercia de sus miembros y huir de la pavorosa visión.
Una fatal fascinación lo posee; quisiera cerrar los ojos, apartarse de la borda, pero ni uno solo de sus músculos le obedece.
Y el muerto sube. Abandona suavemente su lecho de conchas y asciende en línea recta a la superficie sin cambiar de postura, extendido de espaldas, con las piernas entreabiertas y los brazos en cruz. En su horrible rostro hay una expresión de venganza implacable, de aguada ferocidad. Un sordo estertor brota de la garganta de Sebastián. Su cuerpo tiembla como el de un epiléptico, mas no puede apartarse del flanco del bote.
Y el ahogado sube, sube cada vez más a prisa. Ya está a diez brazas, ya está a cinco, luego a dos. Y en el instante en que los brazos del muerto se tienden para cogerle en un abrazo mortal, el pescador, dando un tremendo salto, va a caer de pie sobre la popa de la embarcación. De ahí brinca a un arrecife, donde el bote abandonado a sí mismo ha ido a chocar y, ganando la parte más alta de la roca, mira despavorido a su derredor. Mas, apenas su vista se ha posado en el borde del agua, cuando salta de allí a la parte opuesta para volver al mismo sitio un segundo después y, loco de terror, de un arrecife pasa otro, con los cabellos erizados, flotando al viento.
Es que él está ahí y lo persigue. El agua hierve en torno de los escollos con las arremetidas del ahogado que azota las olas como un delfín. Está en todas partes, a derecha e izquierda, delante y detrás. Sebastián oye rechinar sus dientes y ve, a través del agua, el cuerpo hinchado, monstruoso, con sus largos brazos prestos a asirle al menor descuido o al más ligero traspié. Y para evitarlo salta, se escurre, se agazapa, corre de aquí para allá desatentado, sin encontrar un refugio contra la horrenda y espantable aparición.
De improviso se encuentra preso en un arrecife solitario. La marea le ha interceptado el paso y no puede ya avanzar ni retroceder. A medida que el agua sube y el peñasco se hunde, el ahogado estrecha el cerco y redobla sus acometidas. Varias veces el pescador ha creído sentir en sus desnudas piernas el contacto frío y viscoso de aquellos brazos que, como los tentáculos de un pulpo, se tienden hacia él con una avidez implacable. El fugitivo multiplica sus movimientos, su pecho jadea, la fatiga lo abruma. De pronto, mientras agita sus manos en el vacío y lanza un pavoroso grito, una ola viene a chocar contra sus piernas y lo precipita de cabeza al mar.
Mientras el sol distánciase cada vez más de la cima de los acantilados, el bote se aproxima con lentitud a la playa, sacudido por el espumoso oleaje, sobre el cual los halcones del océano se deslizan silenciosos, escudriñando las profundidades.
El alma de la máquina
La silueta del maquinista con su traje de dril azul se destaca desde el amanecer hasta la noche en lo alto de la plataforma de la máquina. Su turno es de doce horas consecutivas.
Los obreros que extraen de los ascensores los carros de carbón míranlo con envidia no exenta de encono. Envidia, porque mientras ellos abrasados por el sol en el verano y calados por las lluvias en el invierno forcejean sin tregua desde el brocal del pique hasta la cancha de depósito, empujando las pesadas vagonetas, él, bajo la techumbre de zinc no da un paso ni gasta más energía que la indispensable para manejar la rienda de la máquina.
Y cuando, vaciado el mineral, los tumbadores corren y jadean con la vaga esperanza de obtener algunos segundos de respiro, a la envidia se añade el encono, viendo cómo el ascensor los aguarda ya con una nueva carga de repletas carretillas, mientras el maquinista, desde lo alto de su puesto, parece decirles con su severa mirada:
—¡Más a prisa, holgazanes, más a prisa!
Esta decepción que se repite en cada viaje, les hace pensar que si la tarea les aniquila, culpa es de aquel que para abrumarles la fatiga no necesita sino alargar y encoger el brazo.
Jamás podrán comprender que esa labor que les parece tan insignificante, es más agobiadora que la del galeote atado a su banco. El maquinista, al asir con la diestra el mango de acero del gobierno de la máquina, pasa instantáneamente a formar parte del enorme y complicado organismo de hierro. Su ser pensante conviértese en autómata. Su cerebro se paraliza. A la vista del cuadrante pintado de blanco, donde se mueve la aguja indicadora, el presente, el pasado y el porvenir son reemplazados por la idea fija. Sus nervios en tensión, su pensamiento todo se reconcentra en las cifras que en el cuadrante representan las vueltas de la gigantesca bobina que enrolla dieciséis metros de cable en cada revolución.
Como las catorce vueltas necesarias para que el ascensor recorra su trayecto vertical se efectúan en menos de veinte segundos, un segundo de distracción significa una revolución más, y una revolución más, demasiado lo sabe el maquinista, es: el ascensor estrellándose, arriba, contra las poleas; la bobina, arrancada de su centro, precipitándose como un alud que nada detiene, mientras los émbolos, locos, rompen las bielas y hacen saltar las tapas de los cilindros. Todo esto puede ser la consecuencia de la más pequeña distracción de su parte, de un segundo de olvido.
Por eso sus pupilas, su rostro, su pensamiento se inmovilizan. Nada ve, nada oye de lo que pasa a su rededor, sino la aguja que gira y el martillo de señales que golpea encima de su cabeza. Y esa atención no tiene tregua. Apenas asoma por el brocal del pique uno de los ascensores, cuando un doble campanillazo le avisa que, abajo, el otro espera ya con su carga completa. Estira el brazo, el vapor empuja los émbolos y silba al escaparse por las empaquetaduras, la bobina enrolla acelerada el hilo del metal y la aguja del cuadrante gira aproximándose velozmente a la flecha de parada. Antes que la cruce, atrae hacia sí la manivela y la máquina se detiene sin ruido, sin sacudidas, como un caballo blando de boca.
Y cuando aún vibra en la placa metálica el tañido de la última señal, el martillo la hiere de nuevo con un golpe seco, estridente a la vez. A su mandato imperioso el brazo del maquinista se alarga, los engranajes rechinan, los cables oscilan y la bobina voltea con vertiginosa rapidez. Y las horas suceden a las horas, el sol sube al cénit, desciende; la tarde llega, declina, y el crepúsculo, surgiendo al ras del horizonte, alza y extiende cada vez más a prisa su penumbra inmensa.
De pronto un silbido ensordecedor llena el espacio. Los tumbadores sueltan las carretillas y se yerguen briosos. La tarea del día ha terminado. De las distintas secciones anexas a la mina salen los obreros en confuso tropel. En su prisa por abandonar los talleres se chocan y se estrujan, mas no se levanta una voz de queja o de protesta: los rostros están radiantes.
Poco a poco el rumor de sus pasos sonoros se aleja y desvanece en la calzada sumida en las sombras. La mina ha quedado desierta.
Sólo en el departamento de la máquina se distingue una confusa silueta humana. Es el maquinista. Sentado en su alto sitial, con la diestra apoyada en la manivela, permanece inmóvil en la semioscuridad que lo rodea. Al concluir la tarea, cesando bruscamente la tensión de sus nervios, se ha desplomado en el banco como una masa inerte.
Un proceso lento de reintegración al estado normal se opera en su cerebro embotado. Recobra penosamente sus facultades anuladas, atrofiadas por doce horas de obsesión, de idea fija. El autómata vuelve a ser otra vez una criatura de carne y hueso que ve, que oye, que piensa, que sufre.
El enorme mecanismo yace paralizado. Sus miembros potentes, caldeados por el movimiento, se enfrían produciendo leves chasquidos. Es el alma de la máquina que se escapa por los poros del metal, para encender en las tinieblas que cubren el alto sitial de hierro, las fulguraciones trágicas de una aurora toda roja desde el orto hasta el cénit.
El angelito
Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables.
En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtanse en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.
Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel.
Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña.
Además del despacho del fundo, pueden los dueños de las boletas canjearlas por mercaderías en el negocio de El Chispa, ubicado en el cruce de dos caminos en el corazón mismo de la sierra. El propietario, un hombre fornido y membrudo, de atezado rostro y ojos de mirada astuta, había sido un famoso cuatrero que por mucho tiempo fue el terror de los pobladores de Nahuelbuta, donde el temible personaje estableciera su guarida.
Un día, una noticia sensacional se esparció por los campos devastados por las depredaciones del bandido. Súpose que éste había abandonado sus criminales actividades para ganarse honradamente la vida. Lo que quedó ignorado fueron los móviles que lo indujeron a tomar esta resolución, pues el interesado guardaba al respecto la más absoluta reserva. Sólo unos pocos conocieron la causa, que no era otra que un acuerdo, o mejor dicho, un tratado de paz y amistad celebrado entre el cuatrero y el dueño del fundo más importante de la región. Por este convenio el primero garantizaba al segundo, mediante su autoridad e influjo con los del oficio, la integridad y seguridad de los ganados de la hacienda. Ningún atentado se cometería contra ellos, obteniendo en cambio de este servicio un pedazo de terreno para edificar su vivienda, y el olvido y la impunidad por los delitos que tenía pendientes con la justicia.
Como para poder cumplir con eficacia el acuerdo era indispensable no perder el contacto con los ex camaradas en activo ejercicio, la casa de El Chispa pasó a ser el punto de reunión y de refugio de los ladrones de animales que infestaban aquellas tierras. Este hecho no lo ignoraba la justicia, pero el protector del bandido era tan omnipotente y sus influencias tan poderosas, que no había nadie bastante osado para ponerle a este último la mano encima. Si algún funcionario policial, exasperado por las denuncias y clamoreo de las víctimas, se decidía a vigilar la madriguera, muy pronto recibía de su superior jerárquico una orden terminante y conminatoria para dejar en paz al cuatrero.
Los caminantes que cruzaban la sierra, jinetes, carreteros y conductores de ganado acostumbraban detenerse en la casa de El Chispa, ya sea para comer y beber o para descansar de la fatiga de la marcha. Pero los parroquianos más asiduos eran los madereros, que en su mayoría dejaban ahí el producto íntegro de su trabajo. Para atraer la clientela organizaba rifas de comestibles y licores con el acompañamiento obligado del canto y el baile. Mas, la fiesta que mayor éxito alcanzaba era la celebración del velorio de un angelito. Cuando moría en la montaña un niño de corta edad, sus padres lo llevaban a casa de El chispa, quien mediante el pago de algunas monedas quedaba dueño del cadáver hasta el instante del entierro, que tenía lugar tres o cuatro días después del fallecimiento.
Durante este intervalo se cantaba, se bailaba y se bebía en torno de la criatura, no interrumpiéndose la orgía sino cuando el estado de descomposición de los restos hacía indispensable proceder a la sepultación inmediata.
Al atardecer de un día de diciembre, cálido y luminoso, la casa de El Chispa rebosaba de gente: celebrábase con gran pompa el velorio de un angelito. En la pieza contigua al negocio, sobre una mesa cubierta con profusión de flores de papel, y alumbrado por cuatro velas de sebo sujetas al gollete de otras tantas botellas vacías, estaba extendido el cadáver de un niño de dos años. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, encima de la blanca mortaja, adornada con cuentas de vidrio, cintas y dibujos hechos con finas hojas de papel metálico llamado esmalte. Aunque la tela por el prolongado uso ostentaba un tinte amarillento, la funeraria prenda era el orgullo de El Chispa y la admiración de todos por la verdad y riqueza de sus ornamentos.
Desde temprano las cuerdas del arpa y la guitarra no habían cesado de resonar bajo la presión de los dedos nudosos de las cantoras viejas, de rostros secos y apergaminados, que con sus voces chillonas entonaban la canción del angelito que se va glorioso al cielo. El humo de los cigarros y el polvo que levantaban los bailarines, zapateando briosos en el suelo de tierra apisonada, oscurecían la atmósfera de la habitación que se hacía estrecha para contener a los numerosos asistentes al velorio. Enormes vasos de licor circulaban de mano en mano, y a medida que los efectos de la embriaguez iban acentuándose, la animación y el bullicio crecían en proporción ascendente.
Cuando estallaba alguna disputa y el ruido y la algazara subían de punto, acudía presuroso El Chispa, bastando las más de las veces su sola presencia para apaciguar los ánimos exaltados. De carácter autoritario y violento, siempre reprimió con mano de hierro todo conato de desorden dentro de su vivienda. Además, el prestigio que le daban sus hazañas era tan considerable, que nadie se atrevía a protestar de su rudeza ni de los medios expeditivos que ponía en práctica para zanjar las discordias entre sus parroquianos.
Entre los concurrentes a la fiesta llamaba la atención, por la bulliciosa alegría que exteriorizaba, un joven maderero de estatura mediana, ojos verdes y cabellos castaños que contrastaban con el oscuro tinte del rostro requemado por el sol. Llamábanle El Chucao por la perfección con que imitaba a esta vocinglera avecilla de la montaña. Vestía blusa y pantalones de burda tela y cubríase el busto con la inseparable manta rayada de verde, de azul y de encarnado.
Ese mozo que tan alegre se mostraba era el padre del angelito y en su calidad de tal gozaba de ciertos derechos sancionados por la costumbre. Uno de los más importantes era beber gratuitamente, y de tal manera había usado de esta franquicia que, al caer la noche, el alcohol ingerido en exceso produjo un cambio notable en la naturaleza tímida y apática del maderero.
Su carácter huraño y silencioso se tornó con la embriaguez pendenciero y alborotador, y de tal modo estorbó con su actitud agresiva la armonía del jolgorio que el dueño de casa, cansado de la acción perturbadora del ebrio, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta la carretera donde lo derribó, aturdido, de un puñetazo.
La luna brillaba en el cielo tachonado de estrellas cuando El Chucao recobró el conocimiento. Se incorporó con el rostro vuelto hacia la casa, que destaca su techumbre de totora y sus paredes de barro bañadas por el suave y lechoso resplandor que fluía de lo alto. Los sones del arpa y la guitarra y las roncas y cansadas voces de las cantoras resonaban en el silencio de la noche, despertando lejanos ecos en lo hondo de las quebradas.
El sitio de la fiesta había cambiado de ubicación, trasladándose la concurrencia a la ramada construida detrás del edificio. Alrededor de la rústica mesa, iluminada por algunos faroles de papel, los asistentes al velorio comían y bebían con gran algazara, atendidos por El Chispa y algunas mujeres que servían con diligencia a los comensales.
El bullicio y el olor de las viandas despejaron el cerebro entorpecido del maderero. El recuerdo de la injuria que acababa de sufrir concluyó de aclarar sus ideas, y levantándose trabajosamente caminó dando traspiés en dirección de la casa. En el fondo de su conciencia un sentimiento confuso, mezcla de miedo y de terror, comenzaba a dominarle, impulsándolo hacia adelante. Sin hacer ruido, apoyándose en la pared, llegó hasta la puerta del cuarto donde se velaba el angelito; empujóla despacio y asomó su cabeza al interior. Un gran silencio reinaba en la habitación, interrumpido apenas por el chisporroteo de las velas que iluminaban la mesa donde yacía la criatura, abandonada en ese instante por sus celosos guardadores.
El maderero aguzó el oído y escuadriñó todos los rincones del cuarto. Por la puerta entreabierta que daba al patio se oía el ruido de las voces de los que estaban en la ramada. En las verdes pupilas del labriego fulguró una llama repentina. Acababa de germinar en su cerebro, excitado por el alcohol, una idea audaz y descabellada que puso en práctica al instante. Avanzó de puntillas hacia la mesa y cogiendo el cadáver del pequeñuelo lo colocó bajo la manta, deslizándose en seguida fuera de la pieza, rápido y silencioso como una sombra.
A cincuenta metros de la casa abríase la ancha sima de una profunda quebrada. Cuando el fugitivo llegó al borde se dejó escurrir por la pendiente hasta tocar el fondo cubierto por la espesa maraña de las quilas, a través de las cuales se deslizaba la rumorosa corriente de un arroyo. Siguiendo la ruta descendente del agua, el montañés, con la expedición queda el hábito, anduvo un largo trecho bajo la espesura. De pronto percibió un lejano clamoreo. Se detuvo indeciso y temeroso, pues comprendió que aquellos gritos significaban que el robo había sido descubierto y que muy pronto atraería sobre su persona la encarnizada persecución del cuatrero y sus amigos, que no le perdonarían jamás haberles aguado la fiesta de tan extraña manera. Pero muy pronto se tranquilizó: la quebrada en plena noche era un asilo inviolable y sería, a esas horas, una locura buscarle allí.
Al desembocar en un claro tenuemente iluminado por los rayos de la luna, que se filtraban a través del follaje, se detuvo para descansar. Sacó de debajo de la manta el rígido cuerpecillo de la criatura, lo puso en el suelo y se tendió a su lado sobre la mullida hierba. Un minuto más tarde dormía profundamente con el sueño pesado de la fatiga y de la embriaguez.
El sol estaba bastante alto en el horizonte cuando el maderero se despertó. Su primer impulso fue bajar hasta el cauce y sumergir en el agua fresca y cristalina el afiebrado rostro. Cuando hubo apagado la sed ardiente que le abrasaba las fauces, sus ojos se fijaron con sorpresa y temor en la criatura. Lentamente fue recordando y, a medida que los detalles de las escenas iban precisándose en su memoria, mayores eran su desconcierto y su inquietud. La sustracción del cadáver fue un acto ejecutado sin premeditación, un impulso súbito de venganza llevado a cabo sin pensar en las consecuencias. Ahora comprendía claramente que se había metido en un malísimo negocio del cual era conveniente zafarse a la brevedad posible.
Pero, la necesidad ineludible de arrostrar la ira de El Chispa, tan gravemente ofendido, llenaba su alma de temor y vacilación.
Un largo cuarto de hora torturó su cerebro buscando la manera de salir del paso y sólo encontraba una solución aceptable: presentarse ante El Chispa y poner en sus manos la criatura. Recibiría, sin duda, algunos golpes, pues el cuatrero no era hombre de dejar sin castigo tamaño desacato, pero también estaba seguro de que el bandido vería con buenos ojos esta devolución que iba a permitirle reanudar la fiesta que tan espléndidas ganancias le producía. Cuando, después de pesar el pro y el contra, hubo adoptado esta resolución, su vista se posó con fría indiferencia en el blanco objeto que yacía sobre la yerba. Transcurrió un instante de muda contemplación y, de pronto, sus miradas se animaron con un fulgor repentino.
El menudo y pálido rostro donde la muerte había impreso su honda huella, estaba circundado por una aureola de sedosos y ensortijados rizos de color de oro. En sus ojos cerrados por el eterno sueño y en sus manitas cruzadas sobre el pecho, había una tan dulce y serena quietud que el maderero sintió que algo confuso se removía en lo más recóndito de su ser. Como un torrente que desborda su cauce, una oleada de recuerdos asaltó su mente. Su vida oscura de siervo desfiló entera por su imaginación. Trabajo y miserias, injusticias y expoliaciones componían el monótono panorama. Sólo un rayo de luz presentado por un niño rubio y rosado interrumpía la nota gris de esas reminiscencias. Entre las escenas y detalles agradables que acudían a su memoria, recordó la alegría que había experimentado cuando el pequeño empezó a balbucir palabras. Entonces sus callosas manos alzábanlo del suelo como un objeto precioso y frágil, lo sentaba sobre sus rodillas y dejaba que sus deditos regordetes le tirasen del bigote y de la barba. Como sus labios torpes eran incapaces de modular los vocablos mimosos con que se arrullaba a los pequeñuelos, contentábase con sonreírle y silbarle imitando el canto de algún pájaro de la montaña. El trabajo era duro, numerosas las privaciones, pero cuando en la tarde, con el hacha al hombro, fatigado y sudoroso regresaba al rancho, la presencia del pequeño que salía a su encuentro, alzando hacia él sus bracitos, hacíale olvidar el cansancio y las negras ideas que se apoderaban de su ánimo apenas el término de la labor ponía en reposo sus músculos infatigables. Una sensación honda y dulcísima borraba entonces hasta el último vestigio de fatiga y pesimismo, cual si un bálsamo maravilloso calmara de pronto las torturas morales y físicas de su espíritu y de su carne.
Un día el niño amaneció enfermo: su cuerpecito ardía como un ascua de fuego, y lloraba pidiendo agua con insistencia que partía el alma. Tres días después, a pesar de los medicamentos que le recetara una famosa médica, el pequeñuelo falleció.
Cuando lo vio inmóvil en el lecho con los puntos crispados y los ojos en blanco, vueltos hacia arriba, sintióse dominado por una rabia sorda contra el adverso destino que no se cansaba de hostigarlo. El llanto de su mujer acabó de exasperarlo, y para no oír sus ayes angustiosos abandonó el rancho y se internó en la montaña. El silencio del bosque y la serenidad del cielo donde brillaba resplandeciente el sol de la montaña, aflojaron la tensión de sus nervios y calmaron el desorden que reinaba en su mente. Mas, apenas hubo pasado la crisis, su alma sórdida de labriego recobró sus características ancestrales.
La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana.
Ese mismo día el cuerpo aún tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba a la choza, llevando atada en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a la celebración del velorio. Luego desfilaron por su cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía devolviendo al niño.
Al llegar aquí en sus recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía ser grato a los ojos de Dios. Además, ese objeto de profanación era su hijo, la carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje, hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera. Con los ojos cerrados, quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado su memoria no era sino una pesadilla provocada por el alcohol. Algo sensible se desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña perturbación se apoderó del labriego. En la ruda corteza de su alma se había abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad. Y entonces vislumbró lo monstruoso de aquellas prácticas que la gente de su clase se obstinaba en mantener, a pesar de que muchos repugnaban ya esos actos abominables. No, su hijo no serviría de pretexto para que aquellos hechos vergonzosos se repetiesen. Y de nuevo se puso a meditar para resolver este otro aspecto del problema. Pronto halló la solución: ocultaría en la quebrada el cadáver; bajaría al llano y solicitaría del capataz de las obras un anticipo en dinero para pagar la sepultura en el cementerio de la aldea, dando de pasada aviso al panteonero para que cavase la fosa. Al regreso sacaría el cuerpo de su escondite y lo trasladaría al campo santo, donde le aguardaba para rematar la fúnebre tarea su amigo el sepulturero. A El Chispa le devolvería su lujosa mortaja y el dinero que de sus manos había recibido.
Sin perder tiempo se puso a buscar el escondrijo que necesitaba, pero, temiendo que durante su ausencia las alimañas o aves de rapiña atacasen el cadáver, decidió abrir ahí mismo una fosa y sepultarlo en ella provisoriamente. Con la ancha hoja de su cuchillo cavó en la tierra blanda y esponjosa un hoyo poco profundo, y cuando estuvo terminado, revistió el fondo y las paredes con hojas de helecho, planta que crecía en gran profusión bajo la sombría espesura en la improvisada tumba. Como madre que contempla amorosamente al hijo dormido en su regazo, así el maderero fijó los ojos en el semblante del pequeñuelo y notando en él algunas partículas de tierra, se inclinó y sopló aquel polvo adherido prematuramente a las mejillas de la criatura. Luego puso fin a la penosa labor cubriendo los restos con un manojo de helechos y colocando encima gruesas piedras para evitar el ataque de algún animal silvestre. Antes de marchar, escuchó con atención los ruidos de la quebrada, y no encontrando en ellos nada sospechoso, lanzó una última mirada sobre el pequeño túmulo y se alejó, desapareciendo en breve en la espesa maraña de la selva.
Una hora escasa habría transcurrido después de la partida del maderero, cuando desembocó en el claro, con la nariz pegada a la tierra, un diminuto can de sucio y largo pelaje color canela. Detrás del animal apareció El Chispa, seguido de cerca por un mocetón que llevaba entre sus manos una escopeta de dos cañones. Al divisar el túmulo, en torno del cual el perrillo daba vueltas, olfateando con ardor el suelo removido, el cuatrero masculló una sórdida imprecación.
—Mira Vicente —exclamó dirigiéndose a su acompañante—, ya ves cómo Sultán dio con el rastro, pero si el maldito ladrón lo enterró aquí, temo que se haya estropeado la mortaja. ¡Una prenda que me cuesta tanta plata! ¡Sólo en papel de esmalte llevo ya gastado un peso cincuenta!
El de la escopeta no contestó. Había soltado el arma, y arrodillado en tierra apartaba las piedras que defendían la sepultura. Cuando quitadas las hojas de helechos que cubrían el cadáver, éste apareció pulcramente intacto, El Chispa lanzó un gruñido de satisfacción.
Momentos más tarde, alegres gritos partían de la casa del cuatrero al mismo tiempo que una voz de mujer, aguda y desafinada, cantaba con acento estentóreo:
Cuán dichoso el angelito
Que se va glorioso al cielo…
El anillo
A don José Toribio Marín.
Playa Blanca o Las Cruces es uno de los sitios más hermosos de la
costa. Situado a escasa distancia de Cartagena, el terreno se interna
en el mar, y cierra, por el norte, la gran bahía en cuyo extremo sur
está el puerto de San Antonio.
La naturaleza ha prodigado profusamente sus dones a este delicioso paraje. Las tierras cubiertas de flores y vegetación, ostentan por todas partes pequeñas villas o chalets semiocultos entre el ramaje; y conglomerados de rocas gigantescas bordean la costa, dejando a intervalos pequeñas abras y caletas donde las olas van a morir mansamente en la dorada arena de la playa. Nombres pintorescos designan estas diminutas ensenadas: La Caleta, Los Pescadores, Los Caracoles, Los Ericillos, Las Piedras Negras. Casi todas tienen alguna tradición o leyenda entre las cuales descuella la historia del anillo por lo extraña y trágica.
Aunque el suceso ocurrió hace algunos años, aún perdura su recuerdo en la memoria de los que lograron conocer sus emocionantes detalles.
Por esa época, entre los numerosos veraneantes del balneario, se destacaba singularmente por su distinción una pareja de recién casados. Francés de origen el marido, era un rubio mozo apuesto y elegante, y ella, la mujer, una niña casi, atraía a su paso todas las miradas por su gran belleza. Jóvenes y ricos, la dicha les sonreía y en todos sus actos dejaban trasparentar el intenso amor que se profesaban.
Un día los esposos tomaban su baño matinal en compañía de un alegre y bullicioso grupo. El mar, como de costumbre, mostraba una serenidad absoluta y sólo pequeñas ondulaciones interrumpían su tersa y azulada superficie. En tanto la joven permanecía cerca de la orilla, su esposo, que era un intrépido nadador, se internaba mar adentro acompañado de algunos bañistas tan temerarios como él. Muy pronto, el joven francés distanció a sus compañeros acercándose en linea recta al extremo de la plataforma que limitaba la ensenada de los Caracoles por el lado sur. Cuando ya estaba muy cerca de la rocosa punta se le vio de improviso desaparecer. En un principio se creyó que había zambullido voluntariamente, pero, como la inmersión se prolongara demasiado, los que estaban más cerca saltando por encima de las piedras corrieron a prestarle auxilio; mas, al llegar al extremo del arrecife sólo distinguieron la tranquila y desierta superficie del mar ondulando suavemente a impulso de la brisa de la mañana.
En la playa, poco antes tan alegre, las voces y risas que poblaban el aire se trocaron en llantos y clamorosos gritos de socorro. Mientras sus compañeras sujetaban a la joven esposa que quería arrojarse al agua, loca de dolor y desesperación, un bote de pescadores se aproximó al sitio del accidente y con largos bicheros comenzaron sus tripulantes a explorar las masas de algas que flotaban entre dos aguas.
La noticia de la desgracia se esparció rápidamente por el balneario. Todo el mundo acudió a la playa y siguió, con la vista ansiosa, las pesquisas que se hacían para encontrar el cadáver. La busca se prolongó el día entero y llegó la noche sin que se hallase el más leve vestigio del desaparecido.
Al día siguiente, la joven a quien el dolor casi hizo perder la razón, recobrada un tanto del terrible golpe, ofreció una gran suma de dinero a quienquiera que encontrase los restos del amado esposo. Aguijoneados por el interés, los pescadores dejaron de perseguir a los peces para dedicarse a esa otra pesca, que una vez alcanzada les reportaría una ganancia fabulosa. La costa en un espacio de muchas leguas fue registrada con la mayor escrupulosidad sin que se descubriesen los fúnebres despojos.
Pasaron los días, las semanas y los meses y el cuantioso premio no fue cobrado. Además de esta recompensa, se decía que el que encontrase el cadáver tendría también derecho a un anillo con una piedra de gran valor que el muerto llevaba en el dedo anular de la mano derecha el día del accidente.
Transcurrieron dos largos años y la trágica historia parecía ya olvidada, cuando la presencia de la viuda en el balneario reavivó los recuerdos ya lejanos de la catástrofe. Para muchos su llegada fue una sorpresa, pues se creía como cosa cierta que la joven, inconsolable por la muerte de su esposo, había renunciado al mundo para ingresar en un convento.
Pero el tiempo con su infalible bálsamo había, al parecer, cicatrizado aquella herida, porque todo el mundo pudo ver a la hermosa dama pasear por las playas, alegre y risueña, en medio de una numerosa corte de adoradores. Además, pronto se esparció el rumor de que iba a contraer segundas nupcias con el más asiduo y empeñoso de sus cortejantes.
Una mañana mientras los bañistas se entregaban a sus habituales juegos de natación cerca de la Caleta de los Caracoles, se oyó resonar súbitamente un penetrante grito de angustia lanzado por aquél a quien se designaba ya como el futuro marido de la gentilísima viuda. Por un instante se le vio agitar los brazos fuera del agua y, en seguida, hundirse y desaparecer como una piedra bajo las ondas. Sin duda había sido víctima de uno de esos calambres repentinos que tan traidoramente acometen a veces a los nadadores.
Después de grandes trabajos pudo extraérsele del agua y, depositado en la playa, se le prodigaron todos los cuidados que la ciencia indica en casos semejantes, pero a pesar de todos los esfuerzos desplegados para reanimarlo, no se consiguió volverlo a la vida.
Cuando los salvadores, perdida ya toda esperanza, comentaban el triste suceso, irrumpió entre ellos una mujer en la que todos reconocieron a la desolada viuda, quien abriéndose paso en el grupo se dejó caer de rodillas ante el cadáver cubriendo de besos y lágrimas el lívido rostro al mismo tiempo que estrechaba entre las suyas, convulsas, las manos yertas del inanimado mozo.
De improviso se irguió bruscamente, púsose de pie y retrocedió aterrada diciendo con indecible espanto:
—¡Dios mío, el anillo, el anillo de él!
Luego, dando la espalda al mar como si temiese ver surgir de las terrible aparición, huyó despavorida lanzando gritos agudísimos.
Los espectadores de esta escena se miraron asombrados sin acertar a explicarse la extraordinaria actitud de la joven. Con gran curiosidad examinaron el anillo que el ahogado ostentaba en el dedo anular de la mano derecha. La joya era de platino y tenía engastada una piedra riquísima: un hermoso diamante negro.
Este hecho extraño y sensacional apasionó todos los ánimos, pues se comprobó que ese anillo era el mismo que llevaba el joven francés desaparecido dos años antes en ese paraje y cuyo cadáver no se encontró jamás.
Y el caso se hacía más inexplicable cuando los parientes y amigos del desgraciado mozo que acababa de hallar la muerte de manera tan inesperada, aseguraban no haber visto nunca en su poder aquella singularísima joya.
Los adeptos de lo sobrenatural encontraron aquí un vasto campo para sus especulaciones, bordándose alrededor del extraño acontecimiento los más fantásticos comentarios. La pequeña caleta donde ocurrió la tragedia, adquirió una fama siniestra, considerándose como un acto de insana temeridad el solo intento de bañarse en sus traidoras aguas.
Se propagaron los más absurdos rumores. Hablábase de macabras apariciones, de prodigios, de monstruos espantables que poblaban la minúscula ensenada. Entre esas visiones terroríficas se destacaba por su relieve y precisión la de un ahogado envuelto en una túnica de algas que acechaba día y noche ora oculto entre las rocas o bajo las aguas al imprudente que se acercase a sus dominios.
A medida que el tiempo pasaba, el misterio se hacía más y más impenetrable. Los que procuraban encontrar una causa racional que explicase el suceso, se estrellaban en la falta absoluta de datos en que fundarse.
La muerte del joven pretendiente, ocurrida en el mismo sitio donde, años atrás, desapareciera el marido, era sencillamente una coincidencia, todo lo extraña que se quiera, pero que estaba dentro de lo posible, pudiéndose, a lo más, designar, dada la rareza del caso, con el nombre vulgar de fatalidad. Mas cuando se consideraba que en poder del primero de esos hombres se había encontrado una joya de propiedad del segundo, que la tenía consigo en el instante mismo en que su cuerpo era tragado por las olas, el problema aparecía entonces tan oscuro, tan indescifrable, que las mejores inteligencias se desorientaban desesperando encontrarle una solución.
Después que hubieron pasado dos meses y cuando la temporada veraniega tocaba a su término, se susurró el rumor de que se había despejado la incógnita del extraordinario acontecimiento.
La versión que daba por aclarado el misterio y que, justo es decirlo, sólo encontró una minoría insignificante que la aceptase, era la siguiente:
Un día, en la playa, en tanto que una chicuela recogedora de conchas ofrecía su mercancía a un grupo de veraneantes, alguien de los presentes recordó haber visto a la misma pequeña en animada conversación con el desgraciado mozo en la mañana fatal en que perdiera la vida. Interrogada al respecto, la chica declaró haberse acercado al joven cuando éste se dirigía al baño para ofrecerle en venta un anillo que se había encontrado en la orilla del mar el día anterior. Las señas que dio de la joya no dejaban lugar a dudas de que era la misma hallada, más tarde, en poder del muerto.
Ampliando sus explicaciones, la declarante condujo a sus oyentes al sitio donde hiciera el hallazgo. Este lugar era la diminuta caleta de los Caracoles, llamada así por la gran cantidad de conchas de estos moluscos que el mar arroja a la playa. El mayor número y los más hermosos ejemplares se recogen junto a una enorme roca perforada en su base. Por esta abertura desemboca el agua, arastrando a su paso las conchas desprendidas de algún oculto depósito bajo la piedra. Y ahí encontró la pequeña el anillo, al tratar de coger un puñado de cilíndricos caracoles que una ola acababa de lanzar a la orilla.
Aceptando como verídica esta versión, lo que quedaba por resolver de aquel problema era ya muy sencillo. Dos años antes, el dueño de la joya, nadando cerca de esas rocas, presa tal vez de un ataque repentino al corazón o al cerebro, se había hundido en las aguas sin que se le volviese a ver más. Sin duda alguna las olas lo habían introducido dentro de aquel túnel, donde había quedado aprisionado en algún estrecho paraje. Más tarde, cuando los peces y las jaivas hubieron despojado al cadáver de su carnal vestidura, el anillo debió caer al fondo del pasadizo, entre la masa de conchas, siendo arrastrado con ellas hacia la ribera donde lo encontró un día la pescadorcilla.
A pesar de lo verosímil que resultaba esta explicación, ella tuvo poquísimo éxito, llegando los incrédulos hasta negar la existencia de la pequeñuela y asegurando que ella había sido inventada por los que a toda costa querían privar de su verdadero carácter al sobrenatural y milagroso suceso. Esta crítica fue aceptada sin réplica por la mayoría de las personas y los sencillos pescadores, que siguieron creyendo que el francés desaparecido en condiciones tan misteriosas era el que había suprimido aquel rival antes de que ocupase su sitio junto a la mujer que le jurara amor eterno. Y para afirmar este hecho, habíale colocado en el dedo su propio anillo a fin de que nadie dudase de que aquella muerte era su obra o sea su venganza de ultratumba.
1918.
El calabozo número 5
—¡Bah! ¡Un carcelero!
—Que tiene un corazón de oro.
La irónica mirada que me dirigió Rafael picó vivamente mi amor propio.
—¿De modo —insistí— que niegas que don Serafín, por el puesto que desempeña, sea un hombre bueno, de sentimientos nobles y humanitarios? Pues yo te aseguro que es la persona más culta, agradable y afectuosa que he conocido.
La incredulidad y el escepticismo de mi interlocutor para apreciar las acciones de los demás me ponía nervioso, y generalmente nuestras polémicas sobre este tópico terminaban en disputa.
Esta vez la controversia me excitaba más que de costumbre, pues se trataba de una persona a quien yo conocía muy de cerca. Era mi vecino y nos unían relaciones estrechas y cordiales.
—Amable, sí, no lo niego. Demasiado amable y además tiene la mirada falsa.
Esto ya era demasiado y deteniéndome bruscamente sujeté por un brazo al doctor que caminaba silencioso a mi derecha y dije a Rafael, con el tono seguro y convencido del que se encuentra en terreno sólido.
—Esta vez, maldiciente incorregible, tendrás que confesar, mal que te pese, que te has equivocado.
Los tres nos hallábamos en ese instante a cien metros escasos de la entrada principal de la cárcel penitenciaria. La pesada y sombría fachada del edificio se destacaba entre los altos olmos de la avenida y bajo el cielo gris plomizo de aquella mañana de otoño, con tonos lúgubres que despertaban en el espíritu las ideas melancólicas q1ue evocan las tumbas y los cementerios.
Ahí, detrás de aquellos muros, reinaba también la muerte, pero una muerte más fría, más callada, más pavorosa que la pálida moradora del campo santo.
El doctor a quien habíamos encontrado en la calle y que nos había invitado a acompañarle en su visita matinal al presidio, parecía un tanto contrariado con la polémica que Rafael había provocado con su intransigencia habitual. No había despegado los labios y no daba muestras de interesarse poco ni mucho en tales asuntos.
Mientras ellos se acomodaban en uno de los bancos de la solitaria calle, yo permanecí de pie, y con la soltura del que cuenta lo que ha repetido muchas veces, empecé por centésima vez el relato del hecho con todos sus minuciosos detalles.
Era también aquella una mañana, pero luminosa, con un cielo de zafiro y una atmósfera cálida que hacía bullir con fuerza la sangre en las arterias de los jóvenes y devolvía el vigor y la energía a los viejos.
Don serafín, el vicedirector, hallábase en el primer patio haciendo su visita de inspección reglamentaria.
Con mirada afable y bondadosa que la severidad exigida por el puesto no había logrado atenuar, contemplaba la doble fila de detenidos cuando de pronto un preso, con ademán resuelto, adelantó algunos pasos hacia él.
Era un muchachón alto como un poste, musculoso como un atleta, fuerte y recio como un toro.
Con voz firme y áspera dijo:
—Yo tengo que hacer una reclamación.
El vicedirector con su más dulce sonrisa y su tono más melifluo preguntó:
—¿Qué es lo que hay, hijo?
—Señor, la comida que se nos da es asquerosa. Papas podridas y porotos viejos. Es una bazofia que no tragarían ni los perros.
—¿Je! ¡Je! ¡Je! Qué paladar tan delicado tienes, hombre. ¡Cómo se conoce que estás recién llegado! ¡Reclamar de la comida! ¡Vaya! ¿Te imaginas que aquí las perdices en escabeche y los pollos en salsa sólo aguardaban tu venia para colársete por el gaznate? ¡Vaya, vaya con el gastrónomo, con el golosillo éste!
Mientras hablaba dábase golpecitos en la barriga con los dijes de la cadena de su reloj y guiñaba los ojos maliciosamente.
Jovial y chancero, no dejaba escapar oportunidad de decir alguna agudeza y de burlarse graciosamente de los reclamos y exigencias de los presos. Pero, cosa rara, sus inocentes bromas producían un efecto extraño en los detenidos. Ni una sonrisa aparecía en sus labios contraídos ni disminuía un ápice la llama que iluminaba sus miradas rencorosas de criminales empedernidos. En cambio los guardianes reían a mandíbula batiente.
Don serafín, lisonjeado por las ruidosas muestras de aprobación de sus subalternos, soltó aún tres o cuatro inofensivas cuchufletas, cuando de pronto el preso que no había apartado un instante del rostro sonriente del vicedirector la mirada acerada y dura de sus grandes ojos azules, dio un salto de tigre hacia adelante, y de un vigoroso puñetazo asestado en la mitad del pecho envió la obesa personilla de don Serafín a cuatro pasos de distancia, donde tropezó y cayó de espaldas dentro de un pequeño estanque que había en el centro del patio.
Cuando los carceleros extrajeron a su jefe de la pila, chorreando de agua y enlodado de la cabeza a los pies, una carcajada homérica estalló entre los detenidos. Por fin el vicedirector veía desarrugarse el entrecejo de los presidiarios. El éxito de aquella vez había sido completo. Una risa loca sacudía a aquellos hombres poco ha taciturnos, silenciosos y sombríos.
Sólo el agresor, que después de una corta lucha había sido derribado en tierra y maniatado por los guardianes, conservaba su aspecto iracundo y bravío.
Don Serafín lo contempló un instante sin ira ni rencor y luego con voz un tanto alterada dijo con suavidad:
—Desátenlo, llévenlo al calabozo número 5.
Y volviendo la espalda se retiró.
* * *
Hice una pausa y con tono irónico pregunté a Rafael:
—¿Qué castigo habrías tú impuesto al criminal si hubieras estado en el lugar de don Serafín?
Rafael me contestó riendo:
—Lo hubiera hecho descuartizar vivo.
—Pues bien, don Serafín, a pesar de que la falta cometida es de las que el reglamento califica de gravísima, por toda pena lo mantuvo un mes en el calabozo.
—¿Nada más que eso?
—Sí, hay algo más. Todos los días enviaba al preso, de los exquisitos que él fuma, un cigarro puro, “para que se acordara de él y no le guardase rencor”: son sus palabras textuales.
Te confieso que cuando supe aquel detalle sentí húmedos los ojos y no pude menos que darle un efusivo abrazo a ese verdadero discípulo de Cristo. Y aquel hombre incomparable me decía, dándome según su costumbre cariñosos golpecitos en la espalda:
—Qué quiere, amigo. Ante todo hay que ser cristiano y debemos perdonar algunas cosillas para que a nuestra vez algo nos sea perdonado por Aquel que pesará un día nuestras acciones en la balanza de su justicia inapelable. Yo no hubiera castigado a ese infeliz, pero la disciplina y los reglamentos me imponen deberes penoso.
Con la mirada del que ve al adversario pulverizado a sus pies medí de alto abajo a Rafael:
—Ya ves, pesimista sempiterno, que el medio nada puede contra aquel en cuyo corazón existe innato el sentimiento del bien.
Pero hay espíritus rebeldes hasta el absurdo, y uno de éstos era el de mi amigo. Me echó una mirada de lástima y sin duda se preparaba a esperarme una de sus cáusticas respuestas, cuando el doctor se puso de pie y dijo:
—Vamos, que se hace tarde.
En la puerta de entrada don Serafín nos recibió con su más graciosa sonrisa. De pequeña estatura, grueso, de vientre abultado, su persona respiraba salud, robustez. Vestía un elegante traje de chaquet claro y su camisa era de una blancura irreprochable. Su rostro rubicundo estaba afeitado cuidadosamente y sus ojillos velados por sus espejuelos de oro relucían gozosos mostrando en ellos lo grata que le era nuestra visita.
Estuvo como siempre efusivamente amable. Golpeó la espalda a Rafael que mostraba un semblante arisco poco dispuesto a la reciprocidad de atenciones y cumplimientos.
Cuando supo el objeto que ahí nos llevaba se ofreció galantemente a acompañarnos.
—¿Ver a los presos? Un espectáculo que nada tiene de alegre. ¡Es algo que oprime el alma la vista de tanto miserable!
Le interrumpí diciéndole:
—¿Y usted, mi buen amigo, con ese corazón tan sensible, la estada aquí debe parecerle sin duda odiosa?
Meneó la cabeza con un gesto desolado.
—Así es, amigo, pero la vida tiene tan duras exigencias.
Habíamos traspasado la gruesa verja de hierro cuando don Serafín pretextando un quehacer urgente se volvió a su oficina y nos dejó solos en el primer piso del establecimiento. Era éste un extenso cuadrilátero rodeado de altos corredores embaldosados. En el centro había una pequeña pila con peces de colores.
Un centenar de presos hallábase a esa hora en aquel sitio. Jóvenes en la primavera de la vida, hombres de edad madura, ancianos encanecidos vagaban en pequeños grupos a lo largo de los viejos muros. De vez en cuando un ruido seco y metálico vibraba en la atmósfera pesada y húmeda: era el choque de los grilletes disimulados bajo las ropas andrajosas.
Algunos, sentados en los bancos adheridos a las paredes, seguían con mirada vaga y melancólica el desfile de los nubarrones que se amontonaban sobre nuestras cabezas, y cuando un pájaro aislado cruzaba el espacio, libre y rápido, los cuellos de los reclusos se alargaban y sus miradas adquirían un brillo fugitivo y momentáneo. Y el ave que es una cima y el presidario que es un abismo se confundían un instante en nuestra retina, para apartarse, en seguida, con la celeridad del lastre que cae y el globo que sube.
En un momento, el doctor se vio rodeado de aquellos hombres. Unos le exponían sus males, otros le pedían consejos y todos le hablaban con cierta familiaridad afectuosa. Con Rafael, nos detuvimos junto al estanque y contemplamos silenciosos aquel cuadro. Poco a poco un malestar indefinible iba apoderándose de nuestras almas y el oscuro problema presentábasenos insistente, aterrador y formidable. De pronto, mi amigo, con esa vehemencia característica en él, mostrándome con un ademán el grupo de presidiarios que engrosaba por instante en torno al doctor, exclamó con voz sorda y contenida:
—¡Mira! Estos hombres, sin duda, cometieron crímenes horribles: han asaltado, robado, asesinado, y la sociedad en justa defensa se ha visto obligada a encarcelarlos. Todos, o casi todos pertenecen a la última escala social. No han conocido padres, maestros, ni apoderados. Entregados a sí mismos desde su más tierna infancia, sólo han visto en torno suyo, egoísmo, mentira, iniquidad. Sus progenitores, embrutecidos por la miseria, han legado a los hijos, junto con sus vicios y enfermedades, por todo patrimonio la ignorancia y atrofia cerebral.
En cambio a esos de la otra clase, que hacen las leyes, que las ejecutan, que piden en voz en cuello castigo, muerte para el criminal, ¡qué suerte tan diversa les ha deparado el destino! Padres y madres que les inculcan el bien y les hacen detestar el mal.
Maestros que despiertan su inteligencia y abren a sus espíritus los luminosos horizontes de la verdad y el saber. Y nunca una privación: ni frío, ni hambre, ni desnudez. Por una senda florida se les conduce de la mano y no se les suelta sino cuando son ya dueños de sí mismos en lo físico, moral e intelectual.
Sin embargo, tú sabes que si se aplicaran los códigos con recta imparcialidad, esa clase privilegiada entregaría a las cárceles un número igual si no superior al que sale de esa enorme masa que vegeta en los campos, llena los talleres y pulula en los suburbios, desarrapada y hambrienta.
Mas, si los códigos son claros y precisos cuando se trata de los desheredados, se oscurecen y complican cuando hay que aplicarlos a algún magnate: es la clásica tela de araña y el proyectil.
A cada paso vemos que el robo hecho en grande escala deja de ser un delito y se convierte en un hecho meritorio: los peculados, una jugada de bolsa, una quiebra, la explotación del taller y de la fábrica.
¿Y es menos asesino, acaso, el patrón que mata lentamente a sus obreros con una ración de hambre en algún trabajo penoso, antihigiénico, que el bandido que lo hace de una puñalada?
Si hay alguna diferencia, ésta es sin duda a favor del último, porque en su rebelión contra las leyes juega todo lo que es más caro al hombre: su vida, su libertad; mientras aquellos obran a mansalva, cobárdemente, escudados por su fortuna y su posición social.
¡Y, por fin, son menos asesinos los gobiernos que lanzan los pueblos los unos contra los otros para que se destruyan en carnicería salvaje?
Ha pasado a ser un axioma que las cárceles no regeneran ni disminuyen la criminalidad. Se clama porque se aumenten los presidios, se doblan las policías y nada se hace para aminorar la ignorancia, la miseria, la explotación, con las cuales las cárceles serán siempre insuficientes.
Hizo una pequeña pausa y luego continuó:
—¿Y no has pensado alguna vez cómo es tan escasa, dado su inmenso número, la proporción de criminales entre las clases desvalidas? ¿Ah! Es porque en el alma de los humildes hay un fondo de infinita bondad, una inagotable hombría de bien que neutraliza en ellos los efectos del abandono y de su atroz miseria física, intelectual y moral.
Las palabras de Rafael resonaban aún en mis oídos cuando después de recorrer un largo pasadizo nos encontramos delante de la enfermería del establecimiento.
El doctor deteniendo a un enfermero que salía de ahí, en ese instante, le preguntó:
—¿Y el 301, cómo sigue?
—Mal, señor. Anoche le pusimos la cruz de los agonizantes.
En la extensa sala había unas treinta camas arrimadas a los muros encalados. Ni una sola estaba vacía. Rostros espectrales asomaban por entre las sábanas y nos contemplaban con ojos interrogadores.
La luz de fuera, escasa y turbia, difundía en el interior una claridad triste y mortecina.
Lo primero que me llamó la atención en aquel recinto, fue una cruz negra, enorme, suspendida a la cabecera de uno de los lechos en el cual yacía, acostado de espaldas, un hombre joven, de 24 a 25 años a lo sumo.
El doctor, inclinado sobre aquella cama, fijaba en el enfermo sus ojos graves, profundos y escrutadores.
Rafael se acercó y preguntó a nuestro amigo:
—¿Qué mal es el que sufre este infeliz?
El doctor se enderezó y quitándose los lentes se puso a limpiarlos con la punta del pañuelo. Después de una pausa dijo:
—Es una tisis galopante.
Yo a mi vez interrogué:
—¿Y está muy grave?
—Antes de dos horas habrá muerto.
Y delante de aquella vida, de aquella juventud que se apagaba, nos quedamos silenciosos un momento, sin poder desviar la vista de aquel rostro cadavérico, de pómulos salientes, encuadrado en una espesa y rizada barba rubia que llegaba hasta el pecho hundido y huesoso en el que resonaba el estertor sordo, estridente del agonizante.
La piel amarilla, inundada de viscoso sudor, hallábase pegada a los huesos, y por los párpados entreabiertos veíase la pupila inmóvil, apagada y vidriosa. Los labios contraídos dejaban ver dos hileras de dientes blancos por entre los cuales se escapaba la respiración estertorosa y silbante. Y una espuma rosada, sanguinolenta, fluía de aquella boca que la agonía deformaba con contracciones dolorosas. Y junto con una intensa conmiseración y una infinta piedad por el moribundo, se despertó en nuestras almas un deseo imperioso de saber algo del pasado y de la vida de aquel presidiario.
En voz baja y velada por la emoción que aquel espectáculo nos producía, acosamos a preguntas al doctor quien, en breves palabras, nos refirió lo poco que sabía.
Cuatro meses atrás aquel preso, que era un hombre de varonil belleza, extraordinariamente fuerte y vigoroso, en castigo de una falta cometida, había sido puesto durante un mes a pan y agua en un calabozo. Sin duda la carencia de alimento suficiente y el aire infecto y corrompido de la celda, habían debilitado de tal modo su organismo que la enfermedad había hecho presa en él con inusitada violencia.
—Ha sufrido horrorosamente —agregó el médico—, pues su misma hercúlea constitución ha hecho su lucha contra el mal en extremo angustiada y dolorosa.
Un enfermero se acercó a pedir órdenes.
—Nada que hacer —díjole el doctor—, morirá dentro de poco.
Rafael con el deseo de adquirir datos sobre el preso interrogó a aquel hombre.
—¿Le conocía Ud.? ¿Sabe algo de él?
—Sí, señor. Este individuo fue condenado a cinco años de presidio por haber dado muerte a un rival en una lid amorosa. Era un hombre temible por su fuerza y resolución. Un día en pleno patio, delante de los presos y de la guardia, dio una bofetada al vicedirector, quien lo mandó encerrar por un mes sin más alimento que pan y agua en el calabozo de los tísicos.
Una exclamación ahogada se me escapó.
—¡Cómo! ¿En el calabozo de los tísicos?
—Sí, señor, en el número 5, que es donde se coloca a los presos que adquieren este mal; pues en la enfermería no hay siempre camas suficientes.
Y para terminar agregó:
—No tiene, pues, más que su merecido, pero es una lástima, porque era guapo mozo.
Los tres, mudos, espantados, cruzamos nuestras miradas, y un sentimiento confuso de piedad, de odio, indignación, furor, sacudió nuestras fibras más recónditas.
Y mientras el ronco estertor del moribundo llenaba la siniestra sala, la luz fría y cenicienta que se filtraba por los empolvados tragaluces hacía resaltar en el blanco muro los brazos descarnados de la cruz negra, enorme, como el símbolo eterno del crimen y la barbarie triunfante cerniéndose por encima de los Calvarios y escarneciendo a los Cristos pasados, presentes y venideros.
Santiago, 20 de marzo de 1903.
El Chiflón del Diablo
En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.
Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:
—Quédense ustedes.
Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.
La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.
Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a los obreros para que se acercasen, y les dijo:
—Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así?
—Sí, señor —respondieron los interpelados.
—Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa veta.
Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio. Por fin el de más edad dijo:
—¿Pero se nos ocupará en otra parte?
El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio contestó:
—Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.
El obrero insistió:
—Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera.
El capataz movía la cabeza negativamente.
—Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.
Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:
—Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:
—Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las medidas que más convengan a sus intereses.
Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.
—Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes —agregó—, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman, dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería tarde.
Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenía la ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylock inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.
Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas y de sus troncos.
En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el mustio suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia e iniquidad estaba permitida.
El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades de la mina.
La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.
Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios y la explotación de la nueva veta continuó.
Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el método puesto en práctica por el capataz aquella mañana.
Muchas veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la mina, se había pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los revestimientos que había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacía en las partes sólo indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre excesivo. Pero para desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era superior a la de los otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta en el platillo más leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía explotar sin interrupción el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban a través de los siglos la irradiación de aquellos millones de soles que trazaron su ruta celeste, desde el oriente al ocaso, allá en la infancia del planeta.
Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de costumbre. Estaba grave, meditabundo, y contestaba con monosílabos las cariñosas preguntas que le hacía su madre sobre su trabajo del día. En ese hogar humilde había cierta decencia y limpieza por lo común desusadas en aquellos albergues donde en promiscuidad repugnante se confundían hombres, mujeres y niños y una variedad tal de animales que cada uno de aquellos cuartos sugería en el espíritu la bíblica visión del Arca de Noé.
La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos. Su rostro muy pálido tenía una expresión resignada y dulce que hacía más suave aún el brillo de sus ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre prontas a resbalar. Llamábase María de los Ángeles.
Hija y madre de mineros, terribles desgracias la habían envejecido prematuramente. Su marido y dos hijos muertos unos tras otros por los hundimientos y las explosiones del grisú, fueron el tributo que los suyos habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le restaba aquel muchacho por quien su corazón, joven aún, pasaba en continuo sobresalto. Siempre temerosa de una desgracia, su imaginación no se apartaba un instante de las tinieblas del manto carbonífero que absorbía aquella existencia que era su único bien, el único lazo que la sujetaba a la vida.
¿Cuántas veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin acertar a explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas que condenaban a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el fausto de la inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir sin aquella perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas eran el precio, tantas veces pagado, del pan de cada día!
Pero aquellas cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el enigma, la anciana ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con su melancolía habitual.
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el muchacho sentado junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus pensamientos. La anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a interrogarlo cuando la puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó por la abertura.
—Buenas noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? —preguntó cariñosamente María de los Ángeles.
—Lo mismo —contestó la interrogada, penetrando en la pieza—. El médico dice que el hueso de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la cama sin moverse.
La recién llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por vigilias y privaciones. Tenía en la diestra una escudilla de hoja de lata y, mientras respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba sobre la mesa.
La anciana alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el caliente líquido, continuó preguntando:
—¿Y hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro?
La joven murmuró con desaliento:
—Sí, estuve allí. Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante hacían con darnos el cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden para que en despacho me entregaran cuatro velas y una mortaja.
Y dando un suspiro agregó:
—Espero en Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto.
María de los Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas dádivas en mano de la joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo agradecida:
—La Virgen se lo pagará, vecina.
—Pobre Juana —dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado su silla junto a la mesa—, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique con la pierna rota.
—¡En qué se ocupaba?
—Era barretero del Chiflón del Diablo.
—¡Ah, sí, dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!
—No tanto, madre —dijo el obrero—, ahora es distinto, se han hecho grandes trabajos de apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay desgracias.
—Será así como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como trajeron a tu padre y a tus hermanos.
Gruesas lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El muchacho callaba y comía sin levantar la vista del plato.
Cabeza de Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar a su madre el cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo de sobra habría siempre para darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la edad no daba grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como todos sus camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual tenía de antemano designado.
Cuando una hora después de la partida de su hijo María de los Ángeles abría la puerta, se quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los campos. Hacía mucho tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro circundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte enviando a torrentes sus vívidos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se desprendían por todas partes azulados y blancos vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba un soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cruzaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas tornasoladas desde lo alto de un montículo de arena lanzaba una alerta estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizábase junto a él.
Algunos viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los sucios corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el paisaje. Caminaban despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de aquel tibio calor que fluía de lo alto.
Eran los inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran los que no estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna. Sentados en un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus pupilas fatigadas, hundidas en las órbitas, tenían una extraña fijeza. Ni una palabra se cruzaba entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y cavernosa, sus labios cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo negro como la tinta.
Se acercaba la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas preparaban las cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve repique de la campana de alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas fuera de las habitaciones.
En la mina el repique había cesado y nada hacia presagiar una catástrofe. Todo allí tenía el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar sin interrupción su enorme penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la brisa que lo empujaba hacia el mar.
María de los Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su hijo la botella de café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando aquellos objetos, se abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape con las faldas levantadas, grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de chiquillos que corrían desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió aquel ejemplo: sus pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba sus viejos músculos y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del arco en su máximum de tensión.
En breve se colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los rayos del sol parecía atraer y precipitar tras de sí la masa sombría del harapiento rebaño.
Las habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y se cerraban con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de los corredores, sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia arriba, dejaba oír un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que llegaba hasta él, apagado por la distancia.
Sólo los viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y mudos e inmóviles, seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos fijos en un más allá invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida irradiación que infiltraba en sus yertos organismos un poco de aquella energía y de aquel tibio calor que hacía renacer la vida sobre los campos desiertos.
Como los polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del gavilán, corren lanzando pitíos desesperados a buscar un refugio bajo las plumas erizadas de la madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas, que gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo los brazos descarnados de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la húmeda plataforma. Las madres apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el seno semidesnudo, y un clamor que no tenía nada de humano brotaba de las bocas entreabiertas contraídas por el dolor.
Una recia barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo, y en ella fue a estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos obreros con la mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas filas de aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus deudos, del número de muertos y del sitio de la catástrofe.
En la puerta de los departamentos de las máquinas se presentó con la pipa entre los dientes uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas rojas, y con la indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre aquella escena. Una formidable imprecación lo saludó y centenares de voces aullaron:
—¿Asesinos, asesinos!
Las mujeres levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban los puños ebrias de furor. El que había provocado aquella explosión de odio lanzó al aire algunas bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció.
La noticias que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella excitación. El suceso no tenía las proporciones de las catástrofes de otras veces: sólo había tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo demás, y casi no había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido en la galería del Chiflón del Diablo, donde se trabajaba ya hacía dos horas en extraer las víctimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el departamento de las máquinas.
Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud. María de los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza que mordía sus entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza sino certeza: de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en sí misma con ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los histéricos sollozos de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.
Entretanto huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la máquina inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos; los cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían estremecientes del pique hondísimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo del cielo, azul y diáfano, que no empañaba una nube.
De improviso el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de otros tres resonaron lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un estremecimiento agitó la muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía, en cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban y temían descifrar.
Un silencio lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba en la plataforma, y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.
Algunos instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que corona la jaula asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y luego se detuvo por los ganchos del reborde superior.
Dentro de él algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una carretilla negra de barro y polvo de carbón.
Un clamoreo inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud se arremolinó y su loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de los cadáveres. El primero que se presentó a las ávidas miradas de la turba estaba forrado en mantas y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y manchados de lodo. El segundo que siguió inmediatamente al anterior tenía la cabeza desnuda: era un viejo de barba y cabellos grises.
El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela que lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz del sol un reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con espanto:
—¡El Cabeza de Cobre!
El cadáver tomado por los hombros y por los pies fue colocado trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.
María de los Ángeles al percibir aquel lívido rostro y esa cabellera que parecía empapada en sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto; pero apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto que un sonido inarticulado brotaba de su garganta.
Luego sus músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y permaneció inmóvil en el sitio como herida por el rayo.
Los grupos se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer, quien con la cabeza doblada sobre el pecho, sumida en una insensibilidad absoluta, parecía absorta en la contemplación del abismo abierto a sus pies.
Un rayo de luz, pasando a través de la red de cables y de maderos, hería oblicuamente la húmeda pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y brillante las pupilas de la anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el círculo luminoso, el cual lentamente y como si obedeciera a la inexorable, escrutadora mirada, fue ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a través de un cristal diáfano y transparente.
Aquella rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la vista de María de los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores abiertos en la roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales el rayo del sol esparcía una claridad vaga y difusa.
A veces el haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los techos de lóbregas galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos estrechos por los que apenas podría deslizarse una alimaña.
De pronto las pupilas de las ancianas se animaron: tenía a la vista un largo corredor muy inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar dentro de la vía una carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la techumbre sobre sus torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo en uno de aquellos obreros en el instante en que se erguían violentamente y fijaban en el techo una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y desapareció la visión.
Cuando las tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón de escombros una densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de infinita angustia, un grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo acústico y murmuró junto a su oído:
—¡Madre mía!
* * *
Jamás se supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se la vio por un instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin un grito, desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo, lejano, casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual se escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto de sangre en el fondo de su cubil.
El grisú
En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.
De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.
Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.
Míster Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whiskey había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.
Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.
Las visitas de inspección que de tarde en tarde le imponía su puesto de ingeniero director, eran el punto negro de su vida refinada y sibarítica. Un humor endiablado se apoderaba de su ánimo durante aquellas fatigosas excursiones. Su irritabilidad se traducía en la aplicación de castigos y de multas que caían indistintamente sobre grandes y pequeños, y su presencia anunciada por la blanca luz de su linterna era más temida en la mina que los hundimientos y las explosiones del grisú.
Ese día, como siempre, la noticia de su bajada había producido cierta inquieta excitación en las diversas faenas. Los obreros fijaban una mirada recelosa en cada lucecilla que brillaba en las tinieblas, creyendo ver a cada instante aparecer aquel blanquecino y temido resplandor. Por todas partes se trabajaba con febril actividad: los barreteros con el cuerpo encogido, doblado a veces en posturas inverosímiles, arrancaban trozo a trozo el quebradizo mineral que los carretilleros conducían empujando las rechinantes vagonetas hasta los tornos de las galerías de arrastre.
El ingeniero con su acompañante se detuvieron algunos momentos en el departamento de los capataces donde el primero se impuso de los detalles y necesidades que habían hecho indispensable su presencia. Después de dar allí algunas órdenes, siempre en compañía del capataz mayor se dirigió hacia el interior de la mina recorriendo tortuosos corredores y estrechísimos pasadizos llenos de lodo.
Sentado en la parte plana de una vagoneta a la que se habían quitado las maderas laterales, hacía de vez en cuando alguna observación a su subalterno que seguía tras el carro trabajosamente. Dos muchachos sin más traje que el pantalón de tela conducían el singular vehículo: el uno empujaba de atrás y el otro enganchado como un caballo tiraba de delante. Este último daba grandes muestras de cansancio: el cuerpo inundado de sudor y la expresión angustiosa de su semblante revelaban la fatiga de un esfuerzo muscular excesivo. Su pecho henchíase y deprimíase como un fuelle a impulso de su agitada respiración que se escapaba por la boca entreabierta apresurada y anhelante. Una especie de arnés de cuero oprimía su busto desnudo, y de la faja que rodeaba su cintura partían dos cuerdas que se enganchaban a la parte delantera de la vagoneta. A la entrada de un pasadizo que conducía a las nuevas obras en explotación, el jefe cuya atención estaba fija en los revestimientos dio la voz de alto, y dirigiendo el foco de su linterna hacia arriba comenzó a examinar las filtraciones de la roca, picando con una delgada varilla de hierro los maderos que sujetaban la techumbre. Algunas de esas vigas presentaban curvas amenazadoras y la varilla penetraba en ellas como en una cosa blanda y esponjosa. El capataz con mirada inquieta contemplaba en silencio aquel examen presintiendo una de aquellas tormentas que tan a menudo estallaban sobre su cabeza de subordinado humilde y rastrero hasta el servilismo.
—Acércate, ven acá. ¿Cuánto tiempo hace que se efectuó este revestimiento?
—Hará un mes, señor —contestó el atribulado capataz.
El ingeniero se volvió y dijo:
—¡Un mes y ya los maderos están podridos! Eres un torpe, que te dejas sorprender por los apuntaladores que colocan madera blanda en sitios como éste tan saturados de humedad. Vas a ocuparte en el acto de remediar este desperfecto antes que te haga pagar caro tu negligencia.
El azorado capataz retrocedió presuroso y desapareció en la oscuridad.
Míster Davis apoyó la punta de la vara en el desnudo torso del muchacho que tenía delante y el carro se movió, pero con lentitud pues la pendiente hacía muy penoso el arrastre en aquel suelo blando y escurridizo. El de atrás ayudaba a su compañero con todas sus fuerzas, mas de pronto las ruedas dejaron de girar y la vagoneta se detuvo: de bruces en el lodo, asido con ambas manos a los rieles en actitud de arrastrar aún, yacía el más joven de los conductores. A pesar de su valor la fatiga lo había vencido.
La voz del jefe a quien la perspectiva de tener que arrastrarse doblado en dos por aquel suelo encharcado y sucio, ponía fuera de sí, resonó colérica en la galería:
—¡Canalla, haragán! —gritó enfurecido.
Y la vara de hierro se alzó y cayó repetidas veces, produciendo un ruido sordo en aquel cuerpo inanimado.
Al sentir los golpes, el caído se incorporó sobre las rodillas y haciendo un esfuerzo se puso de pie. Había en sus ojos una expresión de rabia, de dolor y desesperación. Con nervioso movimiento se despojó de sus arreos de bestia de tiro y se arrimó a la pared donde quedó inmóvil.
Míster Davis, que le observaba con atención, descendió del carro y se le acercó con la varilla en alto diciendo:
—¡Ah!, con que te resistes, ¡espera!
Pero viendo que la víctima por toda defensa cruzaba sus brazos sobre la cabeza, se detuvo, quedó indeciso un momento y luego con voz tonante profirió:
—¡Vete! ¡Fuera de aquí!
Y volviéndose al otro muchacho que temblaba como la hoja en el árbol le ordenó imperiosamente:
—Tú, sígueme.
Y encorvando su alta estatura continuó adelante por la lóbrega galería.
Después de despachar a toda prisa una cuadrilla de apuntaladores para que efectuasen en los revestimientos las reparaciones que tan duramente se le habían ordenado, el capataz se dirigió a esperar a su jefe a una pequeña plazoleta que lindaba con las nuevas obras en explotación, quedándose espantado al verlo aparecer, tras una larga espera, con la faz enrojecida, dando resoplidos de fatiga y salpicado de lodo de la cabeza a los pies. Fue tal su sorpresa, que no dio un paso ni hizo un ademán para acercarse a su señor, quien, dejándose caer pesadamente en unos trozos de madera, empezó a sacudir su traje y a enjugar con su fino pañuelo el copioso sudor que le inundaba el rostro.
El muchacho que llegaba empujando el pequeño carro, le reveló en dos palabras lo sucedido. El capataz oyó la noticia con inquietud y dando a su fisonomía la expresión más consternada y trágica que supo, se acercó con ademán solícito a su superior; pero éste, comprendiendo que aquel incidente resultaba ridículo para su orgullo, había recobrado el gesto soberbio de supremo desdén que le era habitual, y clavando en el semblante servil de su subordinado la mirada fría e implacable de sus grises pupilas le preguntó con voz al parecer serena, pero en la que se transparentaba cierta sorda irritación:
—¿Tiene parientes ese muchacho?
—No, señor —respondió el interpelado—, sólo tiene madre y tres hermanos pequeños: el padre murió aplastado por un derrumbe cuando empezaron los trabajos del nuevo chiflón. Era un buen obrero —añadió, tratando de atenuar la falta del hijo con el mérito del padre.
—Bueno, vas a dar orden inmediata para que esa mujer y sus hijos dejen la habitación. No quiero holgazanes aquí —terminó con amenazadora severidad.
Su acento no admitía réplica, y el capataz, doblando una rodilla en el húmedo suelo, tomó su libreta de apuntes y el lápiz y trazó en ella, a la luz de su linterna, algunos renglones.
Mientras escribía, su imaginación se trasladó al cuarto de la viuda y de los huérfanos, y a pesar de que aquellos lanzamientos eran cosa frecuente y que como ejecutor de la justicia inapelable del amo la sensibilidad no era el punto vulnerable de su carácter, no pudo menos de experimentar cierta desazón por esa medida que iba a causar la ruina de aquel miserable hogar.
Terminado el escrito arrancó la hoja y haciendo una señal al muchacho para que se acercara se la entregó, diciéndole:
—Llévalo afuera al mayordomo de cuartos.
Jefe y subalterno quedaron solos. En la plazoleta que servía de depósito de materiales, veíanse a la luz de las linternas trozos de maderas de revestimientos, montones de rieles y mangos de piquetas, esparcidos en derredor de los negros muros en los cuales se dibujaban las aberturas, más negras aún, de siniestros pasadizos.
Un rumor sordo, como de rompientes lejanas, desembocaba por aquellos huecos en oleadas cortas e intermitentes: chirridos de ruedas, voces humanas confusas, chasquidos secos y un redoble lento, imposible de localizar, llenaba la maciza bóveda de aquella honda caverna donde las tinieblas limitaban el círculo de luz a un pequeñísimo radio tras el cual sus masas compactas estaban siempre en acecho, prontas a avanzar o retroceder.
De pronto, allá a la distancia, apareció una luz seguida luego por otra y otras hasta completar algunas decenas. Asemejábanse a pequeños globos rojos flotando en un mar de tinta y que subían y bajaban siguiendo la ondulada curva de un invisible oleaje.
El capataz sacó su reloj y dijo, interrumpiendo el embarazoso silencio:
—Son los barreteros de la Media Hoja que vienen a tratar de la cuestión de los rebajes. Ayer quedaron citados para este sitio.
Y siguió dando minuciosos detalles sobre aquel asunto, detalles que su superior oía con un manifiesto desagrado, su entrecejo se fruncía y todo en él revelaba impaciencia creciente y cuando el capataz repetía por su segunda vez sus argumentos:
—Es, pues, imposible aumentar los precios porque, entonces, el costo del carbón… —un “Ya lo sé” áspero y seco le cortó la palabra bruscamente.
El empleado echó una mirada a hurtadillas a su interruptor y una escéptica sonrisa invisible en la oscuridad plegó sus delgados labios al distinguir la larga hilera de lucecillas que se aproximaban. No era difícil de adivinar que el negocio de aquellos pobres diablos de barreteros corría un gravísimo riesgo de convertirse en un desastre. Y su convicción se afirmó viendo el torvo ceño del jefe y observando las huellas que la caminata por la galería había dejado en su persona y traje.
Los pantalones en las rodillas ostentaban grandes placas de barro y sus manos, ordinariamente tan blancas y cuidadas, eran las de un carbonero. No cabía duda, había tropezado y caído más de una vez. Además en su abollado sombrero veíanse manchas del hollín que el humo de las lámparas deposita en la techumbre de los túneles, lo que indicaba que su cabeza había comprobado prácticamente la solidez de aquellos revestimientos que tan frágiles le habían parecido. Y a medida que avanzaba en aquel examen, una maligna alegría retratábase en el semblante finamente astuto del capataz. Sentíase vengado, siquiera en parte, de las humillaciones que por la índole de su empleo tenía diariamente que soportar.
Las luces continuaban acercándose y se oía ya distintamente el rumor de las voces y el chapoteo de los pies en el lodo líquido. La cabeza de la columna desembocó en breve en la plazoleta y todos aquellos hombres fueron alineándose silenciosamente frente al sitio ocupado por sus superiores. El humo de las lámparas y el olor acre de sus cuerpos sudorosos impregnó bien pronto la atmósfera de un hedor nauseabundo y asfixiante.
Y a pesar del considerable aumento de luz las sombras persistían siempre y en ellas se dibujaban las borrosas siluetas de los trabajadores, como masas confusas de perfiles indeterminados y vagos.
Míster Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos cruzadas sobre su grueso abdomen, dejando adivinar en la penumbra los recios contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo, cascadas y huecas.
—¡Vamos! ¿qué esperan? ¡Que despachen pronto! —exclamó el ingeniero, dirigiéndose al capataz.
Éste levantó la linterna a la altura de su cabeza y proyectó el haz luminoso sobre el grupo del cual se destacó un hombre que avanzó, gorra en mano, y se detuvo a tres pasos de distancia.
Bajo de estatura, de pecho hundido y puntiagudos hombros, su calva ennegrecida como su rostro sobre el que caían largos mechones de pelos grises, dábale un aspecto extrañamente risible y grotesco. Una ojeada significativa del capataz le dio ánimo y con voz un tanto temblorosa planteó la cuestión que allí los había reunido: el asunto era por lo demás fácil y sencillo.
Como la nueva veta sólo alcanzaba un máximum de grueso de sesenta centímetros, tenían que excavar cuatro décimos más de arcilla para dar cabida a la vagoneta. Este trabajo suplementario era el más duro de la faena, pues la tosca era muy consistente, y como la presencia del grisú no admitía el uso de explosivos había que ahondar el corte a golpes de piqueta, lo que demandaba fatiga y tiempo considerables. La pequeña alza del precio del cajón, fijándolo en treinta centavos, no era suficiente, pues aunque empezaban la tarea al amanecer y no abandonaban la cantera hasta entrada la noche, apenas alcanzaban a despachar tres carretillas, y podían contarse con los dedos de la mano los que elevaban esa cifra a cuatro. Y después de hacer una pintura sobria de la miseria de los hogares y del hambre de la mujer y de los hijos, terminó diciendo que sólo la esperanza de que los rebajes los resarcirían de sus penurias como se les había prometido al contratárseles como barreteros del nuevo filón, había sostenido las fuerzas de él y sus camaradas durante aquella larga quincena.
El ingeniero oyó aquella exposición, desde el principio al fin, sin despegar los labios, encerrado en un mutismo amenazador que nada bueno presagiaba para los intereses de los solicitantes.
Un silencio lúgubre siguió por algunos momentos, interrumpido por el leve chisporroteo de las lámparas y una que otra tos tenaz y recalcitrante. De pronto un estremecimiento recorrió el grupo, los cuellos se estiraron y aguzáronse los oídos. Era la voz estremecedora del jefe que resonaba, diciendo:
—¿Cuánto exigen ustedes por metro de rebaje?
Aquella pregunta concreta y terminante no obtuvo respuesta. Un murmullo partió de las filas y algunas voces aisladas se escucharon, pero calláronse inmediatamente al oír de nuevo la voz imperiosa que con agrio tono repitió:
—¡Qué hay! ¿Nada contestas?
El viejo, que pasaba su gorra de una mano a otra con aire indeciso, interpelado así directamente adelantó un paso y dijo con voz lenta e insegura, tratando de leer en el rostro velado de su interlocutor el efecto de sus palabras:
—Señor, lo justo sería que se nos pagase por cada metro el precio de cuatro carretillas de carbón porque…
No terminó, el ingeniero se había puesto de pie y su obesa persona se destacó tomando proporciones amenazadoras en la nebulosa penumbra.
—Sois unos insolentes —gritó con voz rebosante de ira—, unos imbéciles que creen que voy a derrochar los dineros de la compañía en fomentar la pereza de un hato de holgazanes que en vez de trabajar se echan a dormir como cerdos por los rincones de las galerías.
Hizo una pausa para tomar aliento y agregó como si hablase consigo mismo:
—Pero conozco los ardides y sé lo que valen las lamentaciones hipócritas de semejante canalla.
Y encarándose con el capataz le ordenó recalcando cada una de sus palabras:
—Abonarás por el metro de rebajes en la Media Hoja treinta centavos a los barreteros que extraigan por término medio cuatro cajones de carbón diario. Los que no alcancen a esta cifra sólo cobrarán el precio del mineral.
Estaba furioso, porque a pesar de las economías introducidas, el carbón resultaba allí más caro que en los demás filones, y las exigencias de los obreros, que no hacían sino confirmar aquel mal éxito, aumentaban su despecho, pues íbale en ello su prestigio puesto en peligro por el error lamentable de sus cálculos y previsiones.
Bajo sus negras caretas los mineros palidecieron hasta la lividez. Aquellas palabras vibraron en sus oídos, repercutiendo en lo más hondo de sus almas como el toque apocalíptico de las trompetas del juicio final. Una expresión estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas pupilas, y sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre ellos la sombría bóveda. Mas, era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercía en sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo un además ni dejó escapar la menor protesta.
Pero luego vino la reacción: era tan enorme el despojo, tan durísima la pena, que sus cerebros atontados un instante por aquel golpe de maza, recobraron de nuevo la conciencia de sus actos. El primero que recobró el uso de sus facultades fue el viejo de la tiznada calva quien viendo que el jefe iba ya a marcharse le cerró resueltamente el paso diciendo con plañidera voz:
—Señor, apiádese de nosotros, que se nos cumpla lo prometido, lo hemos ganado con nuestra sangre. ¡Mire usted!
Y arrancando de un tirón la manga de la blusa mostró el brazo izquierdo envuelto en sucios vendajes que apartó con violencia, quedando al descubierto un profundo desgarrón que iba de la clavícula hasta el antebrazo. Aquella llaga privada de su apósito empezó a manar sangre en abundancia.
—Señor —prosiguió—, ténganos lástima, se lo pedimos de rodillas.
Pero el ingeniero no lo oía ocupado en discutir con el capataz el camino más corto para llegar al nuevo túnel destinado a unir las nuevas obras con las antiguas.
Un murmullo amenazador se alzó tras él cuando se puso en marcha, y el viejo, viendo que abandonaba la plazoleta, en un acceso de desesperación alargó la mano y lo cogió de la ropa.
Un brazo formidable se alzó en la oscuridad y de un furioso revés lanzó al atrevido a diez pasos de distancia. Se oyó un ruido sordo, un quejido y todo quedó otra vez en silencio.
Un momento después el jefe y su acompañante desaparecían en un ángulo del corredor.
En la plazoleta se desarrolló, entonces, una escena digna de los condenados del infierno. En la lobreguez de la sombra agitáronse las luces de las lámparas, moviéndose en todas direcciones, y terribles juramentos y atroces blasfemias sonaron en las tinieblas, yendo a despertar a lo largo de los muros los ecos tristemente lúgubres de la roca tan insensible como el feroz egoísmo ante aquella inmensa desolación.
Algunos se habían echado al suelo y mudos como masas inertes permanecían anonadados sin ver ni oír lo que pasaba a su alrededor. Un vejete lloraba en silencio acurrucado en un rincón y sus lágrimas trazaban sinuosos surcos en la cobriza y arrugada piel de su tiznado rostro. En otros grupos se discutía y gesticulaba acaloradamente y el ruido de la disputa era interrumpido a cada instante por maldiciones y rugidos de cólera y de dolor. Un muchacho alto y flaco con los puños crispados se paseaba entre los grupos oyendo los distintos pareceres, y convencido de que aquello no tenía remedio, que la sentencia dictada era inapelable, en un rapto de furor estrelló la lámpara en el muro, donde se hizo mil pedazos, y empezó a dar cabezadas contra la roca hasta rodar desvanecido al pie de la muralla.
Poco a poco se fueron aquietando los ánimos y un fornido mocetón exclamó en voz alta.
—¡Yo no doy un piquetazo más, que todo se lo lleve el diablo!
—Es muy fácil decir eso cuando no se tiene mujer ni hijos —le contestó alguien prontamente.
—Si siquiera pidiéramos usar pólvora. ¡Maldito grisú! —murmuró quejumbrosamente el de la calva.
—Sería la misma cosa, compañero. En cuanto vieran que ganábamos un poco más, rebajarían los sueldos.
—Y la culpa la tienen Uds. los jóvenes —afirmó un viejo.
—¡Vaya, abuelo, ataje la recua que se le dispara! —profirió el primero que había tomado la palabra.
—Sí —insistió el anciano—, Uds. y nadie más que Uds. tienen la culpa porque se revientan trabajando y nos hacen reventar a todos. Si midiesen sus fuerzas no bajarían los precios y esta vida de perros sería menos dura.
—Es que no nos gusta mirarnos las manos cuando trabajamos.
—Tampoco las miraba yo y ya ves lo que me ha lucido.
Hubo un instante de silencio, y tras una breve pausa la voz grave y melancólica del anciano resonó otra vez:
—También fui joven y como Uds. hice lo mismo; me burlé de los viejos sin pensar que la juventud pasa tan ligero que cuando cae uno en ello es ya un desperdicio, un trasto. Viejo soy, pero no hay que olvidar que todos van por ese camino; que la muerte nos arrea y el que se para tiene pena de vida.
Calláronse todos, nuevamente, y el vejete que gemía en el rincón se levantó y con lánguido paso abandonó la plazoleta. Muy pronto los demás siguieron su ejemplo y en la profundidad de la galería las vacilantes luces de las lámparas volvieron a sumergirse en aquellas ondas tenebrosas que ahogaron en un instante su fugitivo y moribundo resplandor.
* * *
En el nuevo túnel se habían interrumpido momentáneamente los trabajos de excavación y sólo había allí una cuadrilla de apuntaladores, tres hombres y un muchacho. Ocupábanse dos en aserrar los maderos y los otros dos los ajustaban en sus sitios. Estaban ya al final y sólo unos metros los separaban del muro de roca que se perforaba.
Un obrero y el muchacho se empeñaban en colocar un trozo de viga en posición vertical: el primero lo sostenía, mientras el segundo con un pesado combo golpeaba la parte superior. Viendo el poco éxito que obtenían, resolvieron quitarla para acortar su longitud, pero estaba encajada tan sólidamente que a pesar de sus esfuerzos no pudieron conseguirlo. Entonces, pusiéronse a disputar con acritud culpándose mutuamente de haber errado la medida del corte de aquel madero. Después de un agrio cambio de palabras se apartaron, sentándose para descansar en los trozos de roca esparcidos en el suelo.
Uno de los que aserraba se acercó, examinó la viga, y viendo la señal de los golpes cerca de la techumbre, dijo, dirigiéndose al muchacho:
—Ten cuidado de golpear tan arriba. Una chispa, una sola y nos achicharramos todos en este infierno. Acércate, ven a ver, agregó agachándose al pie del muro.
—Pon la mano aquí ¿qué sientes?
—Algo así como un vientecito que sopla.
No es viento, camarada, es el grisú. Ayer tapamos con arcilla varias rendijas, pero éste se nos escapó. La galería debe estar llena del maldito gas.
Y para cerciorarse levantó la lámpara de seguridad por encima de su cabeza: la luz se alargó creciendo considerablemente, visto lo cual por el obrero bajó el brazo con rapidez.
—¡Diablo! —dijo—, hay aquí grisú para hacer saltar la mina entera.
Aquel muchacho cuya edad fluctuaba entre los dieciocho y diecinueve años era conocido con el singular apodo de Viento Negro. Pendenciero y fanfarrón, de fuertes y recios miembros, abusaba de su vigor físico con los compañeros generalmente más débiles que él, por lo cual era muy poco estimado entre ellos. En su rostro picado de viruelas, había una firmeza y resolución que contrastaba notablemente con los semblantes tímidos e inexpresivos de sus camaradas.
El obrero y el muchacho fueron a proseguir su conversación sentados en una viga.
—Ya ves —decía el primero—, estamos, vaya el caso, dentro del cañón de una escopeta, en el sitio en que se pone la carga —y señalando delante de él la alta galería continuó—: Al menor descuido, una chispa que salte o una lámpara que se rompa, el Diablo tira del gatillo y sale el tiro. En cuanto a los que estamos aquí, haríamos sencillamente el papel de perdigones.
Viento Negro no contestó. En lo alto del túnel vio brillar la luz de la linterna del ingeniero. El otro también la había visto y levantándose ambos con premura fueron a proseguir la interrumpida tarea.
El muchacho cogió el combo y se dispuso a golpear la viga, pero su compañero se lo impidió diciéndole:
—¡No ves, torpe, que eso es inútil!
—Pero ahí vienen y es preciso hacer algo.
—Yo no hago nada y cuando lleguen diré que me den otro ayudante, porque tú para nada te cuidas de mis observaciones.
Y de nuevo se enconó la discusión, y hubieran llegado a las manos si la presencia de los superiores no lo hubiese impedido. Jefe y subalterno examinaron con atención los revestimientos y muy luego la mirada vigilante del capataz se fijó en la viga objeto de la disputa.
—¿Qué es esto, Juan?
—Es por culpa de éste, señor —respondió el obrero, señalando al muchacho—, hace lo que le da la gana y no obedece mis órdenes.
Los ojos penetrantes del capataz se clavaron en Viento Negro y exclamó de pronto en tono de amenaza:
—¡Ah eres tú el que cortó ayer la cuerda de señales del departamento de los capataces! Tienes cinco pesos de multa por la fechoría.
—¡No he sido yo! —rugió el interpelado pálido de cólera.
El capataz se encogió de hombros con indiferencia, pero viendo la inmovilidad del obrero y la furiosa mirada que brotaba de sus ojos, le gritó con imperio:
—¿Qué haces ahí, maldito holgazán? ¡Pronto, a quitar ese madero!
El muchacho no se movió. En su alma inculta e indómita aquella multa que tan injustamente se le aplicaba, prodújole el efecto de un latigazo, irritando hasta la exasperación su fiero y resuelto carácter.
El capataz, furioso por aquel insólito desconocimiento de su autoridad, cogió del cuello al desobediente y dándole un empellón hacia adelante remató la agresión aplicándole un violento puntapié por detrás. ¡Jamás lo hubiera hecho! Viento Negro se revolvió contra él como un tigre y asestándole una tremenda cabezada en mitad del pecho lo tendió exánime en el duro pavimento.
El ingeniero que cerca de allí hacía anotaciones en su cartera y que, impuesto de la disputa se preparaba a intervenir, se volvió al oír el golpe de la caída y percibiendo una sombra que se deslizaba pegada al muro, de un salto se puso delante, cerrándole el paso. El fugitivo quiso evadirse por el otro lado, pero un puño de hierro lo cogió de un brazo y lo arrastró como una pluma al fondo del túnel.
Sentado en una piedra, rodeado por los obreros, el capataz vuelto de su pasajero desvanecimiento respiraba con dificultad. Al ver a su agresor quiso abalanzarse sobre él, pero un ademán del ingeniero lo contuvo.
—Le ha dado una cabezada en el pecho —dijeron los obreros, contestando a la mirada interrogadora del jefe, quien sin soltar el brazo de su prisionero lo condujo frente de la viga y le ordenó con tono tranquilo, casi amistoso:
—Ante todo vas a a colocar ese soporte en su sitio.
—He dicho que no quiero trabajar —repuso con voz sorda y opaca Viento Negro.
—Y te digo que trabajarás, si no te basta el martillo puedes ensayar las cabezadas en las que eres tan diestro.
Una explosión de risas saludó la cuchufleta que hizo palidecer de rabia el desfigurado rostro del obrero, quien paseó a su alrededor la mirada de fiera acorralada en la que brillaba la llama sombría de una indomable resolución. Y, de pronto, contrayendo sus músculos dio un salto hacia adelante tratando de pasar por el espacio descubierto entre el cuerpo del ingeniero y el muro del corredor. Pero un terrible puñetazo que le alcanzó en pleno rostro lo arrojó de espaldas con extremada violencia.
Se incorporó apoyándose en las manos y las rodillas, mas una feroz patada en los riñones lo echó a rodar de nuevo por entre los escombros de la galería. Los testigos de aquella escena no respiraban y seguían con avidez sus peripecias.
Viento Negro, lleno de lodo, espantoso, sangriento, se puso de pie. Un hilo de sangre brotaba de su ojo derecho e iba a perderse en la comisura de los labios, pero con paso firme se adelantó y cogiendo el combo se puso a descargar furiosos golpes en la inclinada viga.
La sonrisa del orgullo satisfecho resplandecía en la ancha faz del ingeniero. Había domado la fierecilla y a cada furibundo golpe que hacía resbalar el madero sobre la roca repetía plácidamente:
—¡Bien, muchacho, bravo, bien, bien!
El capataz fue el único que percibió el peligro, pero sólo alcanzó a ponerse de pie.
En la negra techumbre brillaron unas tras otras algunas chispas. Viento Negro Había dejado deslizarse por sus manos el mango del combo hasta su extremidad, y la maza de acero al rozar las agudas aristas de la roca había producido en ellas el efecto fulminante del choque del eslabón contra el pedernal.
Una llama azulada recorrió velozmente el combado techo del túnel y la masa de aire contenida entre sus muros se inflamó, convirtiéndose en una inmensa llamarada. Los cabellos y los trajes ardieron, y una luz vivísima, de extraordinaria intensidad, iluminó hasta los rincones más ocultos de la inclinada galería.
Pero aquella pavorosa visión sólo duró el brevísimo espacio de un segundo: un terrible crujido conmovió las entrañas de la roca y los seis hombres envueltos en un torbellino de llamas, de trozos de madera y de piedras, fueron proyectados con espantosa violencia a lo largo del corredor.
* * *
Al sordo estallido de la formidable explosión, los habitantes del pequeño caserío se agolparon a las puertas y ventanas de sus viviendas y fijando sus azorados ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como la repentina erupción de un volcán.
Bajo el cielo azul, sereno y límpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los maderos de la cabria, arrancados de sus sitios por una fuerza prodigiosa, fueron lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro, recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el ánima de un cañón, subió recta hasta una inmensa altura.
Los moradores de la población minera, en su mayor parte mujeres y niños, se abalanzaron en confuso tropel hacia el pique, donde todo era confusión y desorden: los obreros corrían de un lado para otro, despavoridos sin hallar qué hacer. Mas la presencia de ánimo del capataz de turno los tranquilizó un tanto, y bajo su dirección pusiéronse a trabajar con febril actividad. Las jaulas habían desaparecido y con ellas uno de los cables, pero el otro estaba intacto enrollado en la bobina. Con rapidez se montó una polea sobre la boca del pozo y atando un cubo de madera a la extremidad del cable quedó todo listo para efectuar una bajada. El capataz y dos obreros se disponían ya a llevar a efecto esta operación cuando una espesa humareda que empezó a brotar desde abajo impidió y hubo que aguardar que los ventiladores barrieran aquel obstáculo.
Entretanto las mujeres enloquecidas habían invadido la plataforma dificultando grandemente los trabajos de salvamento, y los obreros para tener despejado el sitio de la maniobra tenían que rechazarlas a empellones y puñetazo limpio. Sus alaridos aturdían impidiendo oír las voces de mando de capataces y maquinistas.
Por fin el humo se disipó y el capataz y los obreros se colocaron dentro del cubo: diose la señal de bajada y desaparecieron en medio del más profundo silencio.
Frente a la galería de entrada abandonaron la improvisada jaula y penetraron al interior. Una calma aterradora reinaba allí, no se veía un rayo de luz y todo estaba limpio de obstáculos: no había rastro de vagonetas ni de maderos; las poleas, los cables, las cuerdas de señales, todo había sido barrido por la violencia del aire empujado por la explosión. Aquella soledad los sobrecogió y una angustia mortal oprimió sus corazones. ¿Habían muerto todos los compañeros?
Pero, de pronto aparecieron gran número de luces y se encontraron rodeados por un compacto grupo de trabajadores. Al sentir la conmoción habían corrido presurosos hacia el punto de salida, mas al desembocar en la galería central los había detenido el humo y el aire irrespirable que llenaba esa parte de la mina. Nada sabían de los obreros de la entrada del pique; sin duda habían sido sepultados juntos con los escombros en lo más hondo del pozo.
Las opiniones estaban acordes en que la explosión se había producido en el nuevo túnel y que debían de haber perecido en ella la cuadrilla de apuntaladores, el ingeniero jefe y el capataz mayor de la mina.
Un grito unánime resonó: ¡Vamos allá! Y todos se pusieron en movimiento, pero la voz enérgica del capataz los detuvo:
—Nadie se mueva —dijo con autoridad—, la galería está llena de viento negro. Lo primero es activar la ventilación. Ciérrense las compuertas de la segunda galería para que el aire del ventilador obre directamente sobre el túnel. Después veremos lo que hay que hacer.
Mientras algunos se precipitaban a ejecutar aquellas órdenes, el herrero Tomás, un mocetón alto y robusto, se acercó y con tono resuelto dijo:
—Yo iré allá, si hay quien me acompañe. Es cobardía abandonar así a los compañeros. Puede haber alguno con vida todavía.
—¡Sí, sí! ¡Vamos! —exclamaron una veintena de voces.
El capataz trató de disuadirlos, diciéndoles que era correr inútilmente a una muerte casi segura. Que hacía más de dos horas que se había producido el estallido y que por consiguiente los jefes y camaradas estaban sin duda alguna muertos y bien muertos. Pero viendo que no le escuchaban accedió para evitar mayores desgracias a lo propuesto por el obrero, quien después de una violenta disputa, pues todos querían ser de la partida, eligió tres acompañantes con los cuales se puso inmediatamente en marcha.
A la entrada del túnel los cuatro hombres se arrodillaron e hicieron la señal de la cruz, y en seguida, unos tras otros, con las lámparas en alto, penetraron en la galería que por su elevación les permitía andar derechos sin encorvarse. Muy pronto sintieron latidos en las sienes y zumbidos en los oídos. A cien metros el que iba a la cabeza sintió un golpe a sus espaldas: el obrero que lo seguía había caído. Sin pérdida de tiempo lo levantaron y lo arrastraron hacia afuera. Reemplazósele con presteza y el pequeño grupo volvió de nuevo a internarse en el corredor.
Cuando les faltaba un centenar de metros para llegar al final, encontraron el primer cuerpo. Un vistazo les bastó para comprender que era imposible que conservara un resto de vida: estaba hecho pedazos. Algunos pasos más y tropezaron con el segundo, luego con el tercero, el cuarto y el quinto. El último era el del capataz, a quien reconocieron por sus gruesos zapatos claveteados.
Faltaba el ingeniero, y sin detenerse siguieron avanzando, pero de pronto delante de ellos se desprendió un grueso bloque que cayó con gran estruendo, levantando una nube de polvo. Hallábanse en el sitio de la explosión: el suelo estaba sembrado de escombros, los revestimientos habían sido arrancados en gran parte y la techumbre principiaba a ceder. Se detuvieron un instante indecisos: mas, luego, pasando por encima del obstáculo, prosiguieron el avance, cautelosos, con el oído atento a los chasquidos precursores de los derrumbes y sintiendo a cada paso el golpe seco de algún desprendimiento. Caminaron así algunos metros cuando de improviso resonó un crujido. Tomás, que era el primero del grupo, recibió un golpe en un hombro que lo hizo vacilar sobre sus piernas: se volvió lleno de angustia; una espesa polvareda le impedía ver. Adelantóse con precaución y sus dientes castañetearon: delante de él y cerrándole el paso había un montón de piedras de más de un metro de elevación y que abarcaba todo el ancho de la galería. De un salto cayo sobre aquel sepulcro y empezó a remover furiosamente los escombros, tarea que secundaron en breve los compañeros que llegaban, pero después de grandes esfuerzos sólo encontraron tres cadáveres.
Mientras algunos recogían los muertos, los demás registraban los rincones en busca del ingeniero cuya extraña desaparición despertaba en sus espíritus supersticiosos la idea de que el Diablo se lo había llevado en cuerpo y alma.
De pronto alguien gritó:
—¡Aquí esta!
Todos acudieron y alumbraron con sus lámparas. En un recodo de la galería, pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la extremidad que apuntaba al fondo del túnel, había un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despedía un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habíale penetrado en el vientre y sobresalía más de un metro por entre los hombros. Con la horrible violencia del choque, la barra se había torcido y costó gran trabajo sacarlo de allí. Retirado el cadáver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacían al más ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no había asomo de odio ni de rencor. Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que seguía gravitando sobre ellos, como una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad.
El hallazgo
Cuando Miguel Ramos, carpintero del taller de reparaciones, abrió la puerta del cuarto y salió al corredor del vasto galpón, su ancha y rubicunda faz se iluminó con una sonrisa de júbilo. La tarde se presentaba espléndida para la pesca. Una ligera neblina cubría todo el amplio espacio que abarcaban sus ojos. Por el sur, a la orilla del mar, en una elevación del terreno, las construcciones de la mina destacaban a la distancia sus negras siluetas, y por el norte, siguiendo la línea de la costa, se distinguía vagamente a través de la bruma la faja gris del litoral.
Más bien bajo que alto, de recia musculatura, el carpintero era un hombre de cuarenta años, de bronceado rostro y cabellos y barba de un negro brillante. Obrero sobrio y diligente, distinguíanlo con su afecto los jefes y camaradas. Pero lo que daba a su personalidad un marcado relieve era su inalterable buen humor. Siempre dispuesto a bromear, ninguna contrariedad lograba impresionarle y el chiste más ingenuo lo hacia desternillarse de risa.
En los días de descanso sus entrenamientos favoritos fueron siempre la caza y la pesca, por las cuales era apasionadísimo. Hijo de pescadores, no se había separado jamás de las vecindades del mar, que ejercía sobre él una atracción invencible. Los domingos, en esas mañanas neblinosas del otoño y del invierno, cogía su escopeta de dos cañones y seguido de su perro Buscalá íbase a tirar a los zorzales y a las tencas en los matorrales y bosquecillos que, en todo el largo de la costa, oponían su verde y débil barrera a la marcha invasora e incesante de las dunas.
A mediodía estaba de regreso y después de engullir la merienda que Juana, su mujer, teníale preparada, si el tiempo era favorable encaminábase a la playa y embarcándose en un pequeño bote que con rara habilidad y acierto construyera él mismo, dedicábase con empeño a la busca de peces y de mariscos, muy abundantes en esa parte de la costa. En estas excursiones acompañábalo invariablemente su hijastra Rosalía, una mozuela de doce años que por lo blanco de la piel, rubios cabellos y ojos claros de un azul desteñido, la morena y tiznada chiquillería de la mina apellidaba la “gringa”. La pequeña, de constitución robusta, muy viva y ágil, era para el carpintero un auxiliar precioso. Cuando iba de caza, la vista de lince de la chica descubría la pieza por enramada que estuviese, y si después del disparo quedábase la víctima suspendida por la bifurcación de una rama, al punto trepábase al árbol para cobrarla con la agilidad de un gato montés.
En el mar sus habilidades no eran menores. Tiraba del remo y cebaba los anzuelos con destreza sobresaliente, sabiendo distinguir a la perfección las distintas variedades de peces y de mariscos y el modo de apoderarse de ellos en sus escondrijos. Y finalmente, por su intrepidez para arrostrar el peligro, su compañía no fue jamás un estorbo en las situaciones difíciles.
Entre los pilletes de la mina gozaba Rosalía de gran prestigio por el glorioso papel que desempeñaba acompañando al carpintero en sus expediciones, y, también, por la prontitud y eficacia con que esgrimía puños y pies en sus rencillas con la vocinglera turba, que la respetaba, además, por su infalible puntería para lanzar la pedrada vengadora cuando alguien, a prudente distancia, le lanzaba los consabidos insultos:
—¡Moño de estopa, ojos de chaquira, gringa de agua dulce!
Los días domingo en la tarde sólo se veían en la mina mujeres y niños, pues los hombres, como de costumbre, habíanse marchado al poblado vecino, cuyas numerosas tabernas los atraían con fuerza irresistible. Juana se mostraba orgullosa de la sobriedad de su marido y su felicidad hubiera sido completa si la pasión de él por el mar fuese menos absorbente. No miraba con buenos ojos estas excursiones, pues conociendo el carácter temerario y aventurero de Miguel, no prestaba gran fe a las protestas que al marcharse le hacía de proceder con prudencia. Aquella tarde, como ella extremase rezongos, él atajó sus críticas diciéndole sarcástico y chancero:
—¡Vaya, mujer, mientras los congrios y los robalos sigan con su porfía de no salir a la playa a picar la carnada en seco, por la fuerza tenemos que entrar al agua para buscarlos y restregarles el cebo por las narices, pues sólo así se tragan el anzuelo esos condenados…!
Y terminó celebrando el chiste con una risa tan estrepitosa, que Juana y la pequeña no tuvieron más remedio que imitarle, contagiadas por aquel reír explosivo y desconcertante.
Mientras Rosalía cebaba los anzuelos de un español, el carpintero habíase nuevamente asomado a la puerta del cuarto, comprobando con gran satisfacción que la neblina, barrida por la suave brisa que soplaba desde tierra, iba poco a poco dejando libre la costa de su molesta y peligrosa presencia.
De pronto, y cuando comenzaba a ayudar a la chica en su tarea, apareció en el hueco de la puerta la figura esmirriada y diminuta de un pilluelo que con voz aguda profirió:
—Ice on Panta…
Miguel y la pequeña clavaron en el mensajero sus ojos aguardando el final de la frase, mas como el chico continuase mudo mirando con la boca abierta el espinel, el primero lo sacó de su abstracción bruscamente:
—Bueno, hombre, ¿qué dice don Panta?
—Ice que hay una cosa en el mar más allá de las Piedras de los Lobos.
Miguel sonrió burlón:
—¡No será un montón de güiro?
—On Panta ice que a él le parece una chalupa daa vuelta.
El carpintero, que había oído con indiferencia las anteriores palabras del chico, pareció ahora vivamente interesado, concluyendo por dar entero crédito a la noticia, pues don Pantaleón, el autor del mensaje, viejo guarda de la mina, era un hombre formal, incapaz de molestar a un camarada con una broma de mal gusto.
Quiso conocer otros detalles e interrogó al pequeño, pero éste, que nada más sabía, después de repetir las mismas frases se marchó felicísimo, llevándose un anzuelo roto que Rosalía le obsequió en pago de su trabajo.
El aviso que acababa de recibir exaltó la imaginación del carpintero. Siempre había deseado tener una chalupa para navegar a la vela, maniobra que no podía practicarse en el bote por sus escasas dimensiones.
Con gran prisa puso fin a los últimos aprestos, e impaciente por comprobar lo que había de verdad en aquel asunto, cogió los remos y abandonó el cuarto seguido de Rosalía, que llevaba en un saco de lona los avíos de pesca y la cuerda del espinel. La senda que conducía a la playa orillaba un arroyuelo cuyas aguas fangosas se abrían paso trabajosamente en la arena movediza que los vientos amontonaban a lo largo de su cauce. En esa parte de la costa, sembrada de escollos peligrosísimos, sólo existía en la desembocadura del estero una diminuta caleta en donde, acostado en la dorada arena, se veía un bote pintado de negro con una franja blanca a lo largo de la borda, destacándose en la proa, grabadas en desiguales caracteres, estas dos palabras: El Pejerrey. Aunque toscamente construido, las condiciones marineras del barquichuelo eran excelentes y sus robustos flancos habían demostrado más de una vez su sólida resistencia a los embates de las olas.
Después de algunos minutos de rápida marcha, Miguel y su acompañante se encontraron en la angosta playa, junto a la embarcación. El primer acto del carpintero fue hacer un prolijo examen revisando con atención las embreadas costuras desde la borda hasta la quilla, y habiendo comprobado que no existía ninguna grieta, procedió a lanzar el esquife al agua ayudado por Rosalía.
Apenas el botecillo fue puesto a flote, Miguel empuño los remos y, sorteando diestramente los arrecifes, se encontró en breve fuera de la línea de las rompientes. El mar estaba tranquilo, la ligera brisa que soplaba de tierra había desgarrado la niebla esparciéndola en jirones por los ámbitos del golfo. Desde el punto en donde se encontraba el bote no se veía la caleta, pues una línea ininterrumpida de escollos ceñía la costa haciéndola inabordable en la extensión de muchas leguas. A la izquierda de la ensenadita, en la cima de una meseta formada por un enorme montón de rocas, alzábase la cabria del pique más importante de la mina. En el borde del acantilado el carpintero distinguió la figura del guarda que agitaba los brazos, indicando algo en la lejanía del mar, invisible para los tripulantes de El Pejerrey.
Miguel contestó a las señales poniendo proa a la Piedra de los Lobos, lo que pareció satisfacer al vigía, pues cesó en sus ademanes, quedándose inmóvil en lo alto de su observatorio.
La Piedra de los Lobos era un arrecife que se erguía solitario a más de un kilómetro de la costa. Cuando el bote enfrentó el enorme peñasco, la pequeña, que se había puesto de pie para abarcar más espacio escudriñando con sus claros y vivaces ojos la ondeante superficie de las aguas, alargó de pronto la diestra y se puso a chillar alborozada:
—¡Padrino, mire, allí está!
El carpintero se volvió para mirar en la dirección que la chica señalaba y percibió a la distancia un objeto de forma alargada, de color negro reluciente, que aparecía y desaparecía entre las olas. ¿Era aquello una embarcación o simplemente un madero, resto de algún naufragio? Para salir de dudas, Miguel se inclinó sobre los remos y forzó la marcha del botecillo. A medida que la distancia disminuía, el objeto se diseñaba con más claridad y, muy luego, se dio cuenta el carpintero de que tenía a la vista no los despojos de un naufragio sino algo muy diverso. Pasaron todavía algunos minutos, y de súbito sus dudas se disiparon: lo que flotaba allí pesadamente a unos cuantos metros de la proa de era el cadáver de una ballena.
En el primer instante la emoción paralizó la lengua del carpintero. Sus negros ojos fulguraron con inusitado brillo y su ruda y sudorosa faz se congestionó de júbilo. No pudiendo contener la explosión de su entusiasmo lanzó una carcajada e hizo una pirueta que casi vuelca el bote, percance que le produjo un nuevo acceso de risa.
El cetáceo, semitumbado sobre uno de sus flancos, destacando en las aguas transparentes su enorme masa, causó a Rosalía un asombro temeroso. Sus ojos muy abiertos se clavaban azorados en la cabeza y en la cola del monstruo cuyas desmesuradas dimensiones la llenaban de admiración. Después de algunos instantes de mudo examen se volvió a su padrastro y lo acribilló a preguntas sobre el extraño y gigantesco pez; mas, el aludido, inclinado sobre la borda, no le contestó sino con monosílabos. Lo que atraía sus miradas era un arpón cuyo hierro, clavado en el flanco del cetáceo, dejaba sobresalir encima del agua el extremo del asta de madera de luma que ostentaba en su redonda y pulida superficie cuatro letras mayúsculas: C. B. S. M., grabadas a fuego.
—Compañía Ballenera Santa María, murmuró entre dientes Miguel y, alzando la cabeza, en el confín distante, una nubecilla alargada que parecía flotar a ras del océano recortaba sus contornos imprecisos en el límite del horizonte. Era la isla de Santa María, que, dejando un angosto pasaje entre ella y la costa, cierra el golfo de Arauco al norte de la punta de Lavapié.
El carpintero, que años atrás había residido en la isla, recordaba que existían entonces en ella dos asociaciones de pesca rivales dedicadas ambas a la persecución y captura de los cetáceos que surcaban esas aguas. La más importante era la que llevaba el nombre cuyas iniciales tenía a la vista grabadas en el arpón.
Este conocimiento de la industria ballenera ponía a Miguel en situación de aquilatar la importancia del hallazgo que acababa de hacer, y aunque el ejemplar que tenía delante no era de los mayores que hubiese visto, estaba seguro de que allí había aceite bastante para llenar algunas decenas de barriles, lo que constituía, dado el alto precio del producto, una verdadera fortuna.
Durante algunos minutos el carpintero, de pie en la proa del bote, permaneció callado e inmóvil con el entrecejo fruncido. Reflexionaba. Dos cuestiones, que eran otros tantos problemas por resolver, atraían su atención. Una de ellas, el aprovechamiento y extracción de las diversas substancias que encerraba el cuerpo del animal, no lo inquietaba, porque la dirección del establecimiento carbonífero tomaría como cosa propia esa explotación, facilitándole todo lo necesario para llevarla a cabo; pues la mina hacía un enorme consumo de aceite de ballena, para el alumbrado de las galerías. Quedaba la otra cuestión: la de remolcar esa masa flotante, cuyo peso excedía de algunas toneladas, hasta la caleta, empresa primordial que presentaba dificultades insuperables si se tomaban en consideración los escasos medios que tenía para realizarla.
Aunque la jovialidad fue siempre el rasgo saliente del carácter de Miguel Ramos, bajo esa apariencia ligera albergábase un ánimo reflexivo, esforzado y tenaz. Su primer cuidado fue, por lo tanto, conocer todas las fases de la situación para en seguida elaborar un plan conveniente.
A poco más de un kilómetro de la ribera el cadáver de la ballena flotaba arrastrado por el descenso de la marea. Cuando cesase el reflujo, la marea ascendente lo haría desandar el camino recorrido, empujándolo hacia la costa. Pero este cambio de ruta no podía efectuarse sino después de la medianoche. Además el viento, que en la tarde venía de tierra, daba al amanecer un salto brusco soplando desde el golfo hacia el litoral. Por consiguiente, si no intervenían factores adversos era caso seguro que el cuerpo del cetáceo se encontraría en la mañana del lunes muy próximo a la caleta, donde se le podría encallar con relativa facilidad, poniendo término a su peregrinación por el océano. Mas en este conjunto de circunstancias propicias había una desfavorable que por sí sola las neutralizaba a todas. Este factor negativo eran los bajíos de la Niebla, formados por innumerables escollos a flor de agua, donde el mar rompía día y noche con infatigable furor.
A la primera ojeada el carpintero comprendió la inminencia del peligro, pues si la deriva continuaba verificándose libremente, sin estorbos, al cabo de algunas horas su valioso hallazgo entraría en la zona de atracción de algunas de las poderosas corrientes que circulaban en la vecindad del bajío, y entonces podía decir adiós a sus esperanzas, porque la traidora sirte no devolvía jamás lo que entraba en sus dominios.
Sólo había un remedio de contrarrestar esa amenaza y era detener o retrasar la marcha del cetáceo hasta que el cambio de viento y el flujo de la marea próxima ejerciesen su acción conjunta, apartándolo de las procelosas rompientes. Este plan fue el que adoptó Miguel Ramos, pero al ir a ponerlo en práctica recordó que la presencia de Rosalía planteaba una nueva cuestión que debía resolver sin demora. El asunto admitía sólo dos soluciones: o dejaba que la pequeña lo acompañase exponiéndola a los peligros de pasar una noche entera en el mar o la conducía a tierra para regresar con algún camarada cuya cooperación duplicaría la eficacia de sus esfuerzos en la empresa que iba a acometer.
Después de meditar un instante optó por la primera solución, pues la distancia que lo separaba de la costa era considerable, y como el sol muy pronto se encontraría debajo del horizonte, la falta de luz haría, al regreso, muy problemático que volviese a encontrar el cuerpo sumergido de la ballena que sólo mostraba una parte insignificante de su negra y lustrosa piel por encima del agua.
Además, el coraje bien probado de la pequeña, su robustez a toda prueba y la tranquilidad del mar dábanle casi la seguridad de que la noche transcurriría sin accidentes desagradables. Cuando comunicó a Rosalía su determinación, la rapaza palmoteó de júbilo. Agradábale extraordinariamente aquella aventura y abrumó a su padrastro con preguntas sobre el monstruoso pez, preguntas que el interrogado procuraba satisfacer del mejor modo, riendo y bromeando según su costumbre.
Miguel, con ayuda del bichero, atrajo hacia sí la cuerda atada al arpón y comenzó a tirar de ella, enrollándola en el fondo del bote, mas como la extremidad sumergida tardase en aparecer recordó que estas cuerdas, que los pescadores de ballenas llaman “línea”, tienen una longitud superior a trescientos metros. Del grosor del dedo meñique, fabricadas de finísima manila, su costo alcanza un precio bastante elevado.
El carpintero midió diez brazadas y, evitando seccionar el trozo, hizo un doblez y ató la línea en el banco de popa, dejando que el resto de ella continuase hundido en el agua.
Los preliminares para iniciar el remolque estaban concluidos, y Miguel, poniendo la proa en dirección a tierra, empezó a bogar con calma, economizando deliberadamente sus fuerzas. A las primeras remadas la cuerda atada al arpón se puso tirante y El Pejerrey cesó de avanzar y se quedó al parecer inmóvil entre las tranquilas ondas. Pero esta quietud era sólo aparente, pues en realidad retrocedía arrastrado por la mole gigantesca que trataba de remolcar.
Este resultado negativo no desanimó al carpintero, pues conocía demasiado su impotencia para paralizar la deriva de la ballena. Mas, si no le era dable detener su marcha, podía al menos refrenar la rapidez de la misma, con la cual hacía frente al peligro más inmediato: el avance libre hacia las rompientes. Y mientras bogaba con el rítmico empuje del remador avezado, Rosalía, instalada en la popa, miraba con insistencia la cuerda del remolque. Aquel cordelito tan delgado, tan suave, tan flexible, la tenía encantada y no apartaba de él sus ojos codiciosos. Para tender ropa, para sacar agua del pozo y para saltar no podía ser más apropiado, prometiéndose, una vez en tierra, cortar un buen pedazo para estos objetos.
En tanto el día tocaba a su término, el sol hundía su rojo disco en las cabrilleantes aguas del golfo y coloreaba con sus postreros rayos una que otra blanca nubecilla suspendida en el azul. A medida que las sombras aumentaban y en lo alto aparecían las estrellas, íbanse borrando los contornos y detalles de los objetos. Por el lado de tierra sólo se distinguía el vago reflejo del espumoso oleaje al chocar en las rocas de la ribera.
En el bote, sus tripulantes mantenían una animada charla interrumpida a cada instante por las risotadas de Miguel, que, entusiasmado por la empresa que tenían entre manos, todo lo veía de color de rosa. Su más ferviente anhelo, correr bordadas en el golfo en una airosa chalupa con la blanca vela y el foque henchido por la brisa, considerábalo ya como un hecho cuya realización no ofrecía la más leve señal de duda.
Para mantener el rumbo en dirección opuesta a los bajíos de la Niebla, el carpintero tenía para guiarse las ventanas iluminadas de la casa de máquinas, cuyos destellos, agujereando las tinieblas, le indicaban el sitio preciso donde se encontraba.
Las primeras horas se deslizaron sin ningún contratiempo. El mar continuaba en calma, y en el silencio de la estrellada noche, un sordo y prolongado fragor rodaba entre las sombras y apagaba el ruido lejano de la resaca en la invisible costa. Para el oído ejercitado de Miguel el aumento progresivo de la intensidad de aquel rumor era un indicio de que la distancia que lo separaba de los bajíos se había acortado en parte. El cambio de posición de las luces de tierra corroboraba a sus ojos este hecho inquietante. Sin embargo, como no había cesado un momento de remar confiaba en que este esfuerzo, por débil que fuese, habría disminuido de un modo apreciable el poder del reflujo, y si la situación se mantenía así por algunas horas más, podía desechar todo temor y dar por conjurado el peligro de los arrecifes.
Todas estas reflexiones afirmaron en el ánimo del carpintero su resolución de seguir manejando los remos hasta el instante en que la marea viniese en su auxilio, lo cual le permitiría descansar a sus anchas, pues el trabajo de retroceso lo haría, entonces, el flujo ascendente ayudado por la brisa que probablemente a esa hora soplaría ya en dirección a la playa.
Al cabo de algunas horas de iniciado el remolque, Ramos observó un cambio en la dirección del viento. Soplaba ahora del oeste en ráfagas que iban refrescando por instantes. Aunque esa brisa no anunciaba tiempo desfavorable, su aparición sobresaltó al carpintero, pues en todo caso agitaría al mar, estorbando su ya difícil y laboriosa tarea.
Muy pronto estos temores se vieron confirmados, pues el oleaje se tornó excesivamente duro, batiendo con rudeza los flancos del barquichuelo. La necesidad de presentar el costado a las olas hacía más difícil la situación, pero no cabía modo de torcer el rumbo, pues el más ligero cambio en la ruta significaría el fracaso de una empresa tan favorablemente comenzada.
Así lo comprendió el carpintero y se preparó para la lucha, que presentía iba a ser larga y obstinada. Pero la presencia de Rosalía, que coartaba su libertad de acción, le recordó que le estaban prohibidas las resoluciones extremas. Esto enfrió un tanto su ardimiento, mas no logró quebrantar su propósito de disputarle al mar hasta donde fuese posible su valiosa presa. Aquí no había luna, una tenue claridad permitía ver a cierta distancia lo que pasaba en la movible superficie de las aguas cuyo aspecto tumultuoso era bien poco tranquilizador.
Rosalía, que acababa de dormirse acurrucada en el banco de popa, despertó de pronto: una ola, chocando contra la borda, le había salpicado el rostro. La pequeña, con tono sorprendido, pero sin asomo de temor exclamó:
—¡Padrino, mire, qué bravo se ha puesto el mar!
Miguel contestó con una risita despreciativa:
—Si no es nada, chiquilla. ¿Tienes miedo?
—No, padrino.
—Entonces saca el balde que tienes ahí debajo del asiento y cuando embarquemos agua la achicas en el acto.
—Bueno, padrino.
Desde ese instante quedó entablada la gran contienda en la soledad tenebrosa del abismo y bajo el pálido fulgor de las rutilantes estrellas. Olas de corta extensión y de poca altura corrían al asalto del bote y al chocar en su flanco embarcaban cierta cantidad de agua por encima de la borda. Muy pronto este lastre líquido comenzó a inquietar seriamente al carpintero. ¿Podría la pequeña aligerar el zarandeado esquife con la rapidez necesaria para mantenerlo a flote? Este pensamiento lo obsesionaba planteando en su espíritu una duda cruel. Adherido sólidamente al banco de proa remaba con gran vigor, sintiendo acrecentar sus ímpetus combativos. El acicate del peligro y la rabia y el despecho ante las dificultades que amenazaban el logro de sus deseos, había enardecido el ánimo testarudo de Miguel Ramos, y su alma obstinada y audaz sólo albergaba un propósito: luchar contra la furia de los elementos mientras sus manos pudiesen aferrar los remos.
La necesidad de mantener la proa dirigida a tierra, presentando el flanco a la marejada, hacia que El Pejerrey embarcase una no pequeña cantidad de agua, la cual aunque era expulsada afuera inmediatamente por Rosalía, se renovaba sin cesar con sólo breves intervalos de tregua. La pequeña manejaba el cubo con rapidez y destreza manteniendo a raya el invasor enemigo sin que su coraje decayese un solo instante.
Y esta lucha encarnizada y silenciosa entre las tinieblas transcurrieron algunas horas, durante las cuales el diminuto esquife estuvo en repetidas ocasiones a pique de zozobrar. Y se hubiese hundido más de una vez, irremisiblemente, si Miguel, en el instante crítico, con una rápida virada, no pusiese a cubierto el flanco amagado del embate furioso de las olas.
Esta maniobra, repetida cada vez que el peligro arreciaba, permitía a Rosalía achicar el agua sin que se incrementase su cantidad con nuevas adiciones, y cuando había arrojado por encima de la borda el último cubo del salobre líquido, El Pejerrey volvía a presentar el flanco al oleaje, reanudando su labor de refrenar la deriva de la ballena.
Entre la pequeña y su padrastro sólo se cambiaban una que otra palabra, pues la tarea que tenían entre manos absorbía todas su facultades. Veinte veces, el carpintero estuvo a punto de abandonar la partida y otras tantas reaccionó para seguir en la brega gastando sus últimas fuerzas que la ira y la desesperación agigantaban. Las luces de la casa de máquinas seguían indicándole la posición del bote que, a pesar de sus esfuerzos, había sido arrastrado un enorme trecho hacia los bajíos cuya proximidad delataba el estruendo fragoroso de las olas al chocar contra los escollos.
Pero, en esta desigual contienda, una esperanza sostenía al carpintero. Terminado el reflujo la baja mar pondría fin a la corriente que lo alejaba de la costa. Si esto sucedía antes que los remolinos que circulaban entre las escolleras cogiesen a El Pejerrey y su presa entre sus giros vertiginosos, podía dar por ganada la batalla, pues la marea ascendente trabajaría entonces a su favor.
Como este cambio se operaría mucho antes de romper el alba, los ojos de Miguel escudriñaban en la estrellada noche algún signo que le anunciase la verificación de esta mudanza. Y cuando ya comenzaba a dudar de la certeza de sus cálculos, al volverse para mirar a sus espaldas llamó su atención una especie de vaga fosforescencia que, por la parte de proa, parecía brotar a flor de agua. El corazón le dio un vuelco dentro del pecho. Aquel débil resplandor provenía de la marejada al estrellarse con la Piedra de los Lobos, arrecife del que se había alejado considerablemente en el curso de la noche. Ahora, el bote sólo distaba de él unos cuantos cables, lo cual evidenciaba que el cambio de la corriente marina y el retroceso consiguiente se habían producido antes de la hora calculada por el carpintero.
Al comprobar la exactitud de estos hechos una intensa emoción, mezclada de placer y orgullo, embargó el espíritu de Miguel Ramos. La certidumbre del triunfo, infundiéndole nuevos alientos, le devolvió la plenitud de sus fuerzas y ya no pensó sino en asegurar los resultados obtenidos, ayudando a la marea en el arrastre del cetáceo hacia la playa salvadora.
Y El Pejerrey, obediente a la enérgica presión de los remos, combatido de flanco por el oleaje y embarcando a cada instante algunos litros de agua, mantuvo sin variarlo un ápice del rumbo que le marcaban las lucecillas de tierra. Pero, poco a poco, la lucha se hizo menos áspera, el viento y el mar fueron paulatinamente aquietándose hasta finalizar ambos sus actividades en una calma completa.
El resto de la noche transcurrió sin contratiempos, y cuando por fin la claridad de la aurora se esparció por el anchuroso golfo, el carpintero pudo ver que el bote y su presa, el enorme cetáceo, se encontraban muy próximos a la costa. Miró en seguida atrás para calcular el camino recorrido, y a la vista de las rompientes, que la luz del día mostraba en toda su magnificencia, le produjo un vago temor y remordimiento: Comprendía, calmada ya la excitación del combate, que fue demasiada temeridad la suya al exponer su vida y la de la pequeñuela, desafiando en sus mismas fauces aquel abismo rugiente. Ahora que las tinieblas se habían disipado podía claramente percibir cómo allí el mar, amenazante y trágico, levantaba a grande altura montañas de agua y de espumas que al derrumbarse luego con estrépito ensordecedor dejaban al descubierto las dentadas crestas y las agudas aristas de innumerables escollos. Pero, viendo que la amenaza había pasado y que sus pronósticos resultaban exactos, una ola de orgullo dilató su pecho. Ya nada ni nadie podía disputarle el maravilloso hallazgo que conquistara con su valor, su destreza y su perseverancia. Los obstáculos con los cuales tenía que luchar no le intranquilizaban, pues la principal labor la ejecutaba la marea que corría velozmente hacia la playa. Para finalizar la obra había ideado un plan sencillísimo: en cuanto la distancia lo permitiese llevaría a tierra el extremo de la “línea”, donde, seguramente, no faltarían manos que tirasen de la cuerda hasta conseguir varar la ballena en el sitio más adecuado, el cual no podía ser otro que la caleta: refugio, astillero y dique de carena de El Pejerrey.
Por fin, el sol, alzándose por sobre los cerros de la costa, vino a desentumecer con sus tibios rayos a los tripulantes del bote. Con sus ropas empapadas de agua, Rosalía tiritaba de frío en el asiento de la popa. De vez en cuando Miguel le cedía uno de los remos para que el ejercicio de la boga hiciese entrar en calor sus miembros ateridos. El carpintero, que no había cesado de remar durante doce horas consecutivas, se hallaba en extremo fatigado y exhausto, pero al ver la distancia que lo separaba de tierra disminuía rápidamente, sus músculos relajados adquirían nuevo vigor y su ánimo decaído recobraba su fiera y ruda entereza.
La mañana era diáfana y luminosa, y mientras por el sur una densa neblina cerraba el horizonte, todo el resto del vasto panorama aparecía despejado, libre de vapores que entorpeciesen la visión. De súbito, Miguel, que no cesaba de mirar hacia la costa, explorando el camino más corto de la caleta, al alzar la vista distinguió en la cima del montículo rocoso donde se erguía la escueta y negra cabria del pique, un grupo numeroso de obreros que contemplaban y parecían seguir con ojos ávidos la marcha de El Pejerrey. Al verlos sonrió satisfecho: allí tenía los brazos que necesitaba para asegurar la posesión de la más maravillosa pesca que un pescador de congrios hubiese soñado jamás. Su tarea se limitaba ahora a enderezar el rumbo hacia el desembarcadero situado a poca distancia del sitio donde se alzaba la mina.
Para que nada faltase es este conjunto de circunstancias felices, la brisa, hasta entonces débil e intermitente, empezó a soplar con fuerza hacia la ribera, disipando la bruma y acelerando de un modo apreciable el avance de la ballena. Y en el espacio libre que la masa de vapores acababa de abandonar, surgió entonces, como el ala de un pájaro marino, la blanca vela de una embarcación de pequeño porte. Debe ser un bote o una chalupa, pensó el carpintero después de observar con atención aquel objeto que interrumpía la soledad del océano. Sin acertar a explicarlo, la graciosa aparición despertó en él un vago sentimiento de desconfianza que se acentuó al percatarse del rumbo que seguía el desconocido esquife. Viene hacia acá, murmuró intrigado, clavando sus penetrantes ojos en la vela que, inflada por la fuerte brisa, se deslizaba veloz sobre las dormidas aguas.
Por espacio de media hora, Miguel, sobreponiéndose al cansancio que lo abrumaba y dirigiendo miradas inquietas a la embarcación misteriosa, continuó el remolque del cetáceo, favorecido por el viento y la marea, sus aliados ahora en la última etapa de la azarosa jornada. De pronto, Rosalía, que jugaba con el trozo de “línea” sumergido en el agua, tirando de ella como para calcular su longitud, interrumpió esta tarea para exclamar con alegre sorpresa:
—¡Padrino, allí hay otro bote!
Ramos, vivamente alarmado, volvió el rostro hacia el punto que la chica indicaba y distinguió una embarcación que navegaba pegada a la costa. El semblante del carpintero enrojeció y palideció sucesivamente: aquello que salía de entre la niebla y se mostraba a sus ojos asombrados era una chalupa ballenera.
Un tumulto de ideas y sensaciones cruzó con rapidez vertiginosa por el cerebro de Miguel Ramos, bastándole apenas unos cuantos segundos para medir la extensión del irremediable desastre. Las dos embarcaciones que la bruma al despejarse había puesto en evidencia conducían, sin duda alguna, a los captores del cetáceo, que, por un accidente cualquiera, fue a morir lejos de sus enemigos, en las proximidades de esa parte de la costa. Pero los tenaces perseguidores no abandonaron la magnífica presa, sino que, al contrario, siguieron pacientes la huella de la fugitiva a través de los invisibles caminos del mar.
Al trastorno y confusión de los primeros momentos sucedió, luego, en el ánimo del carpintero un período de calma aparente. Clavado en el banco, sujetando en sus crispadas manos los remos inmóviles parecía concentrar todas las potencias de su alma en el agudo mirar de sus febriles ojos, tratando de percibir en las embarcaciones aparecidas algún detalle que pusiese en duda su procedencia. ¿Era acaso forzoso que viniesen de la isla? ¿No podían, tal vez, haber salido de Tumbes o San Vicente, donde también existen pescadores de ballenas que se aventuran a veces dentro del golfo?
Y aferrándose a este sutil rayo de esperanza dio tregua a sus inquietudes y volvió a reanudar el remolque, vigilando ansioso la marcha de las chalupas, especialmente la más cercana arrimada a la costa, en la que vio, de pronto, agitar una banderita roja. Comprendió que era una señal, porque al punto la otra embarcación arrió la vela y apelando a los remos enderezó el rumbo para reunirse con sus compañera. Como la distancia había disminuido considerablemente, era probable que hubiesen avistado desde la chalupa más próxima el objeto remolcado por el bote, pues se notaba entre los tripulantes cierta agitación. Además a los cuatro remos que la impulsaban se agregaron otros cuatro, lo que permitió a la ballenera duplicar su velocidad y franquear en media hora escasa el espacio que la separaba de El Pejerrey. Mientras las chalupas hendían con sus filosas proas las quietas aguas del golfo, el carpintero no cesó un instante de observarlas con minuciosa atención, analizando con ojo experto el más insignificante detalle. Desde luego, pudo notar que ambas estaban pintadas de azul con una faja blanca sobre la línea de flotación.
Los minutos que precedieron al recorrido de los últimos cien metros fueron en extremo crueles y angustiosos para Miguel, pues hasta el último instante esperó que sus temores respecto a la procedencia de las chalupas resultasen infundados. Pero esta postrera esperanza se desvaneció ante las cuatro blancas letras que ostentaban ambas embarcaciones en la parte alta de la proa y que eran las mismas impresas en el asta del arpón.
La vista del cadáver del cetáceo fue saludada por los tripulantes de las balleneras con grandes gritos de júbilo. Los remeros lo tocaban con las palas de los remos como para convencerse que no era una feliz ilusión lo que tenían delante de los ojos.
Cuando se hubo calmado un tanto la algazara del triunfo, entabláronse entre las dos chalupas animadas conversaciones, críticas y controversias sobre los sucesos relacionados con la captura y fuga de la ballena. De la maraña de incidencias que brotaba de los labios de los comentadores, cuya minuciosidad no perdonaba detalle, se desprendía que el cetáceo había sido arponeado tres días atrás dentro de la ensenada principal de la isla. Al sentir en su carne el agudo dardo, la ballena se sumergió para reaparecer casi inmediatamente, azotando las aguas con su formidable cola. Por algunos minutos batió el mar levantando olas enormes, y de pronto, partió como un relámpago hacia la entrada de la bahía.
En tanto que la “línea” deslizábase con pasmosa rapidez por la canaleta abierta en la proa, los remeros bogaban a toda fuerza para disminuir el efecto del tirón de la cuerda cuando éste se hubiese totalmente desenrollado. A pesar de esta precaución, la chalupa se clavó de proa y embarcó una gran cantidad de agua, obligando a los que la tripulaban a correrse hacia popa para evitar el peligro de que la embarcación se fuese por ojo. Ya no quedaba sino esperar que la pérdida de sangre, debilitando al animal, pusiese fin a su insensata carrera. Durante algunos minutos la chalupa fue arrastrada hacia la boca del puerto con espantosa velocidad. Y entonces el suceso inesperado se presentó. Esa mañana en esas inmediaciones, un bergantín, después de completar un cargamento de pieles, había echado el ancla y aguardaba fuera de la bahía la brisa de la tarde para zarpar. La ballena, en su huida, encontró este obstáculo y sin desviarse ni a la derecha ni a la izquierda se sumergió y pasó debajo de la quilla del barco, continuando al otro lado la fuga con la misma rauda celeridad. En la chalupa se produjo al punto una gran confusión: todos juraban y maldecían vociferando como locos, pero el patrón, que aferrado a la bayona no había abandonado su puesto en la popa, lanzó con potente voz una orden:
—¡Pedro, a treinta brazas del barco corta la “línea”!
El arponero, de pie en la proa, con un afilado machete en la mano, aguardó. Pasó un minuto, el bergantín parecía precipitarse contra la chalupa como despeñado y gigantesco alud, y cuando el choque iba a producirse, la diestra armada del arponero se alzó y cayó produciendo un chasquido seco. En el mismo instante el patrón cargó todo el peso de su cuerpo sobre la bayona y la chalupa, describiendo una curva, fue a estrellarse contra el costado del buque con tal violencia, que varios tripulantes cayeron derribados entre los bancos.
A partir de este momento comenzó la persecución que, después de mil peripecias, terminaba allí con gran regocijo de los expedicionarios.
Mientras los tripulantes de las balleneras rememoraban los acontecimientos, discutiendo y rectificando hechos y señalando otros nuevos, Miguel miraba la escena con mirada indiferente y distraída. El desmoronamiento del encantado castillo que su fantasía levantara había enervado el espíritu animoso del carpintero. A la exaltación de los primeros instantes, a sus ímpetus de rebeldía para someterse a la fuerza brutal de los hechos sucedió un período de calma, de lasitud y aplanamiento que se prolongó por varios minutos. Mas, el buen sentido en él innato y la experiencia de la vida, originaron pronto una reacción favorable en aquella crisis dolorosa. Los que iban a despojarle de aquello que conquistara con riesgo de la vida tenían a su favor, además de sus razones, un argumento que no admitía réplica: era veinte contra uno. Y como sabía demasiado que quien dispone de la fuerza no atiende jamás los clamores del débil, juzgó tan inútil locura la resistencia como el intento de convencer a esas cabezas más duras que la luma de sus arpones, de que en aquel asunto la justicia imponía una transición.
Se resignó, pues, a lo inevitable, y consecuente con este modo de pensar adoptó una actitud pasiva, dejando que los acontecimientos siguieran su curso, reservándose el papel de mero espectador de lo que iba a suceder.
Para Rosalía el arribo de las chalupas fue un espectáculo que la divirtió sobremanera. Jamás había visto embarcaciones tan bonitas, y no se cansaba de admirar la graciosa curva de la cortante proa, el largo y estrecho casco de líneas finas y elegantes y la limpieza y pulcritud de todos los arreos. La borda, los remos y los toletes de bronce, todo parecía nuevo y recién estrenado. La dotación de cada una la componían ocho remadores, el arponero y el patrón. Exceptuando a este último, hombre de edad madura, los otros eran en su mayoría muchachos imberbes, niños casi, pero que dejaban traslucir en sus ademanes resueltos su diario contacto con los peligros del mar.
Los tripulantes de la ballenera engolfados en sus discusiones sobre la pesca y recaptura del cetáceo habían hecho hasta entonces caso omiso de El Pejerrey. Pero cuando se agotó el tema y las disputas languidecieron, salvaron este olvido concentrando toda su atención en el bote, cuyo nombre les sirvió para dirigir a sus ocupantes ingeniosas y regocijadas burlas.
—Oiga, amigo, ¿no le parece que para un pejerrey una ballena es demasiado lastre? Una sardinita le cuadraría mejor. Mire, aquí y en este sandwich hay una. Alléguese para acá, y si tiene hilo de volantín se lo amarramos para que lo remolque.
Y el bromista con cómica gravedad mostraba en alto un trozo de pan que acababa de extraer de una cesta que tenía sobre las rodillas.
Miguel, que había decidido mantener una actitud reservada, no pudo sustraerse a la tendencia natural en él de no permanecer serio cuando le dirigían alguna broma. Empezó por sonreírse y concluyó haciendo vibrar el aire con sus carcajadas, devolviendo con creces las burlas y dejando a todos encantados con su buen humor. Como lo interrogasen sobre el hallazgo de la ballena, relató con sencillez y sin jactancias su actuación en el asunto, y terminó diciendo que se consideraba el verdadero dueño del cetáceo puesto que con riesgo de su vida logró apartarlo del abismo adonde iba a desaparecer para siempre.
Esta declaración produjo gran hilaridad entre los oyentes:
—¡Vaya, decían, qué gracioso es este sacacongrios de tierra adentro!
¿Conque él es el verdadero, el único dueño? Si es así ya estamos avisados y no nos queda otra cosa que dejarle lo suyo, izar la vela y largarnos con viento fresco.
La voz grave y sonora de uno de los patrones hizo cesar las protestas y las risas.
—Amigo —dijo dirigiéndose a Miguel—, nosotros creemos y seguiremos creyendo siempre que las ballenas muertas pertenecen al que las arponea vivas, y si se escapan, cosa que sucede a veces, ello no da derecho al que las encuentra para creerse su dueño.
El carpintero se encogió de hombros y replicó con gesto de asentimiento:
—Todo eso es una gran verdad, pero no quita que sin mi tonta porfía no habrían hallado nunca lo que buscaban. Lo que va a parar a los bancos de la Niebla no lo vuelve a ver nadie, bien lo saben ustedes. Y no se molesten, nada pido. Jugué y perdí, eso es todo.
Un gran silencio siguió a estas palabras interrumpido luego por un cuchicheo rápido. Los tripulantes de la ballenera celebraban consejo. Hablaban en voz baja, confidencialmente. De cuando en cuando alzábase una nota de protesta, pero pronto restablecíase la calma y la conversación continuaba a modo de conciliábulo, que por la expresión grave de los semblantes debía ser importantísimo. Al fin, después de un largo debate, la conferencia terminó y el que parecía jefe de las balleneras comunicó a Miguel lo que habían convenido.
—Los compañeros —dijo— han acordado gratificarle por su trabajo. No somos gente desconsiderada. Por el momento no andamos trayendo plata, pero cuando estemos en la isla, con el primer bote que venga por aquí, a la pesca del congrio, le mandaremos diez pesos. —Hizo una pausa y agregó—: Y ya que la tiene a mano háganos el favor de desatar la “línea”, porque ahora el remolque nos toca a nosotros.
Al carpintero no lo cogió de sorpresa la mezquina oferta y se limitó a contestar irónicamente
—Diez pesos es mucho dinero. No sabría qué hacer con tanta plata y para ahorrarme quebraderos de cabeza es mejor que no me den nada, como ya les he dicho.
Y volviéndose para ejecutar lo que le solicitaban, encontró que Rosalía se le había adelantado, desatando la cuerda y tirándola por encima de la borda.
La larga odisea de El Pejerrey había concluido y el carpintero, empuñando los remos, emprendió el regreso, fijando una mirada melancólica en el cetáceo cuya masa negruzca brillaba al sol como un trozo de azabache pulimentado. El fracaso resultaba tanto más penoso cuanto se había producido a un paso de la meta; mas la adversa fortuna lo quiso así y era preciso conformarse. Y mientras estos pensamientos cruzaban por la mente del carpintero, lo sacaron de su abstracción gritos furiosos que partían de las balleneras:
—¡La “línea” —decían—, han cortado la “línea”!
Miguel miró con sorpresa a Rosalía, y el rostro azorado de la chica fue para él una revelación. Y como los gritos de la “línea”, “dónde está la línea”, redoblaron su violencia, gritó a su vez dominando el tumulto:
—La “línea” la corté ayer, porque me estorbaba para el remolque.
Un torrente de injurias y maldiciones contestó a esta declaración:
—¡Qué animal, qué bestia… una “línea” nuevecita!
Por algunos instantes una granizada de insultos cayó sobre el carpintero, quien los recibía en silencio con sonrisa amarga y despreciativa. Más que su mezquindad dolíale el egoísmo feroz de esa gente que lo colmaba con injurias después de arrebatarle el fruto de su trabajo. Una vez más veía confirmarse el humano principio de que cuando asoma el interés la equidad y la justicia desaparecen.
En breve las chalupas terminaron sus aprestos y pronto los dieciséis remos las impulsaron adelante, llevando a remolque el cadáver de la ballena, que el viento y la marea no habían cesado de empujar hacia la costa.
Hacer el mal por el mal era algo que repugnaba al carácter honrado del carpintero. Por eso el acto ejecutado por la pequeña lo sorprendía, extrañando la insólita perversidad de la culpable. Al requerimiento que le hizo para que explicase su acción, contestó Rosalía en tono quejoso y enfurruñado:
—¡Tanta bulla, padrino, porque corté el pedacito que sobraba! Ese que estaba sumido en el agua. Creí que no lo echarían de menos y…
Miguel no pudo contenerse y empezó a reír a carcajadas. Cuando se calmó volvió a preguntar:
—¿Y de qué largo crees que es ese pedacito, dilo?
—No sé, padrino, pero si es muy corto y no alcanza para tender la ropa puede servir también para sacar agua del pozo. El cordel que hay está muy viejo y se corta todos los días.
—¿Pero entonces por qué tiraste ese otro al mar?
—Si no lo tiré, padrino, si está aquí a popa, amarrado a la argolla del espinel.
El carpintero abrió tamaños ojos. Ya no reía. Dejó el banco e inclinándose en la popa introdujo la mano en el agua y extrajo de ella la cuerda atada a una argolla de hierro debajo de la línea de flotación. Aquel demonio de chica había dicho la verdad. Ahí estaba el pedacito de cordel por ella tan codiciado y que según los cálculos de Miguel, basándose en lo que había oído decir hacía poco a los tripulantes de las balleneras, debía tener más de trescientos metros de longitud. Este nuevo e inesperado hallazgo reconfortó su ánimo abatido. Su fracaso no le parecía ya tan humillante, pues llegaría a tierra con algo que serviría para atenuar, siquiera en parte, la pérdida que las chalupas le habían tan intempestivamente irrogado.
El bote, favorecido por la marea, arribó bien pronto a la caleta. En ella estaban Juana y un grupo de obreros que esperaban ansiosos a los expedicionarios. La mujer abrazó llorando a Rosalía e increpó, en seguida, con los más duros epítetos la conducta del carpintero, quien la oía risueño, sin importarle, al parecer, un ardite el enojo de su cónyuge.
Las primeras palabras que pronunció Miguel cuando el bote enterró la quilla en la arena fueron:
—Nos quitaron la vaca, pero traemos la soga.
La extracción de la “línea” fue un espectáculo sorprendente para los que la presenciaban. Brazas y más brazas salían del agua, amontonándose en la arena en espirales inacabables. La noticia del caso circuló rápidamente por la mina y todo el mundo acudió a contemplar el precioso cordelito. Entre los circunstantes se hallaba uno de los jefes del establecimiento, quien, después de oír de boca de Miguel todos los pormenores de su fracasada expedición, le dijo señalando la “línea”:
—Haga transportar eso al almacén y pase usted en seguida a la oficina. Le daré una orden por cien pesos para la Caja. Esto vale tres veces más —añadió—, pero como aquí le vamos a dar un empleo más modesto, no podemos pagar un precio mayor.
Este resultado satisfizo a Miguel y desarrugó el ceño de la rencorosa Juana. Sólo Rosalía quedó descontenta pensando en los nudos que aún le quedaban por hacer en el viejo cordel del pozo.
El oro
Una mañana que el sol surgía del abismo y se lanzaba al espacio, un vaivén de su carro flamígero lo hizo rozar la cúspide de la montaña.
Por la tarde un águila, que regresaba a su nido, vio en la negra cima un punto brillantísimo que resplandecía como una estrella.
Abatió el vuelo y percibió, aprisionado en una arista de la roca, un rutilante rayo de sol.
—Pobrecillo —díjole el ave compadecida—, no te inquietes, que yo escalaré las nubes y alcanzaré la veloz cuadriga antes que desaparezca debajo del mar.
Y cogiéndolo en el pico se remontó por los aires y voló tras el astro que se hundía en el ocaso.
Pero, cuando estaba ya próxima a alcanzar al fugitivo, sintió el águila que el rayo, con soberbia ingratitud, abrasaba el curvo pico que lo retornaba al cielo.
Irritada, entonces, abrió las mandíbulas y lo precipitó en el vacío.
Descendió el rayo como una estrella filante, chocó contra la tierra, se levantó y volvió a caer. Como una luciérnaga maravillosa erró a través de los campos, y su brillo, infinitamente más intenso que el de millones de diamantes, era visible en mitad del día, y de noche centelleaba en las tinieblas como un diminuto sol.
Los hombres, asombrados, buscaron mucho tiempo la explicación del hecho extraordinario, hasta que un día los magos y nigromantes descifraron el enigma. La errabunda estrella era una hebra desprendida de la cabellera del sol. Y añadieron que el que lograse aprisionarla vería trocarse SU existencia efímera en una vida inmortal; pero, para coger el rayo sin ser consumido por él, era necesario haber extirpado del alma todo vestigio de piedad y amor.
Entonces, todos los lazos se desataron y ya no hubo ni padres ni hijos ni hermanos. Los amantes abandonaron a sus amadas y la Humanidad entera persiguió, como desatentada jauría, al celeste peregrino por toda la redondez de la tierra. Noche y día millares de manos ávidas se tendieron sin cesar hacia la ascua fulgurante, cuyo contacto reducía a la nada a los audaces y sólo dejaba de sus cuerpos, de sus corazones egoístas y soberbios, un puñado de polvo de un matiz de trigo maduro, que parecía hecho de rayos de sol.
Y aquel prodigio, incesantemente renovado, no detenía el enjambre de los que iban a la conquista de la inmortalidad. Los que sucumbían eran, sin duda, aquellos que conservaban en sus corazones un vestigio de sentimientos adversos, y cada cual confiado en el poder victorioso de su ambición, proseguía la caza interminable, sin desmayos y sin recelos, seguros del éxito final.
Y el rayo erró por los cuatro ámbitos del planeta, marcando su paso con aquel reguero de polvo dorado y brillante que, arrastrado por las aguas, penetró a través de la tierra y se depositó en las grietas de las rocas y en el lecho de los torrentes.
Por fin, el águila, desvanecido ya su rencor, cogiólo nuevamente y lo puso en la ruta del astro que subía hacia el cenit.
Y transcurrió el tiempo. El ave, muchas veces centenaria, vio hundirse en la nada incontables generaciones. Un día el Amor desplegó sus alas y se remontó al infinito y como hallase a su paso al águila que bogaba en el azul, le dijo:
—Mi reinado ha concluido. Mirad allá abajo.
Y la penetrante mirada del ave distinguió a los hombres ocupados en extraer de la tierra y del fondo de las aguas un polvo amarillo, rubio como las espigas, cuyo contacto infiltraba en sus venas un fuego desconocido.
Y viendo a los mortales, trastornada la esencia de sus almas, pelearse entre sí como fieras, exclamó el águila:
— Sí, el oro es un precioso metal. Mezcla de luz y de cieno, tiene el rubio matiz del rayo; y sus quilates son la soberbia, el egoísmo y la ambición.
El pago
Pedro Maria, con las piernas encogidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte en la parte baja de la vena. Aquella incisión que los barreteros llaman circa alcanzaba ya a treinta centímetros de profundidad, pero el agua que se filtraba del techo y corría por el bloque llenaba el surco cada cinco minutos, obligando al minero a soltar la herramienta para extraer con ayuda de su gorra de cuero aquel sucio y negro líquido que, escurriéndose por debajo de su cuerpo, iba a formar grandes charcas en el fondo de la galería.
Hacia algunas horas que trabajaba con ahínco para finiquitar aquel corte y empezar la tarea de desprender el carbón. En aquella estrechísima ratonera el calor era insoportable, Pedro Maria sudaba a mares y de su cuerpo, desnudo hasta la cintura, brotaba un cálido vaho que con el humo de la lámpara formaba a su alrededor una especie de niebla cuya opacidad, impidiéndole ver con precisión, hacia mas difícil la dura e interminable tarea. La escasa ventilación aumentaba sus fatigas, el aire cargado de impurezas, pesado, asfixiante, le producía ahogos y accesos de sofocación y la altura de la labor, unos setenta centímetros escasos, solo le permitía posturas incómodas y forzadas que concluían por entumecer sus miembros ocasionándole dolores y calambres intolerables.
Apoyado en el codo, con el cuello doblado, golpeaba sin descanso y a cada golpe el agua de la cortadura le azotaba el rostro con gruesas gotas que herían sus pupilas como martillazos. Deteníase entonces por un momento para desaguar el surco y empuñaba de nuevo la piqueta sin cuidarse de fatiga que engarrotaba sus músculos, del ambiente irrespirable de aquel agujero, ni del lodo en que se hundía su cuerpo, acosado por una idea fija, obstinada, de extraer ese día, el último de la quincena, el mayor número posible de carretillas; y esa obsesión era tan poderosa, absorbía de tal modo sus facultades, que la tortura física le hacia el efecto de la espuela que desgarra los hijares de un caballo desbocado.
Cuando la circa estuvo terminada, Pedro Maria sin permitirse un minuto de reposo se preparó inmediatamente a desprender el mineral. Ensayó varias posturas buscando la mas cómoda para atacar el bloque, pero tuvo que resignarse a seguir con la que había adoptado hasta allí, acostado sobre el lado derecho, que era la única que le permitía manejar la piqueta con relativa facilidad. La tarea de arrancar el carbón que a un novicio le parecería operación sencillísima requiere no poca maña y destreza, pues si el golpe es muy oblicuo la herramienta resbala, desprendiendo solo pequeños trozos, y si la inclinación no es bastante el diente de acero rebota y se despunta como si fuese de mazapán.
Pedro Maria empezó con brío la tarea, atacó la hulla junto al corte y golpeando de arriba a abajo desprendiéronse de la vena grandes trozos negros y brillantes que se amontonaron rápidamente a lo largo de la hendidura; pero a medida que el golpe subía, el trabajo hacíase muy penoso. En aquel pequeño espacio no podía darse a la piqueta el impulso necesario, estrechada entre el techo y la pared, mordía el bloque débilmente, y el obrero, desesperado, multiplicaba los golpes, arrancando solo pequeños pedazos de mineral.
Un sudor copiosísimo empapaba su cuerpo y el espeso polvo que se desprendía de la vena, mezclado con el aire que respiraba, se introducía en su garganta y pulmones produciéndole accesos de tos que desgarraban su pecho dejándole sin aliento. Pero golpeaba, golpeaba sin cesar, encarnizándose contra aquel obstáculo que hubiera querido despedazar con sus uñas y sus dientes. Y enardecido, furioso, a riesgo de que dar allí sepultado, arrancó del techo un gran tablón contra el cual chocaba a cada instante la herramienta.
Una gota de agua, persistente y rápida, comenzó a caerle en la base del cuello y su fresco contacto le pareció en un principio delicioso; pero la agradable sensación desapareció muy pronto para convertirse en un escozor semejante al de una quemadura. En balde trataba de esquivar aquella gotera que, escurriéndose antes por el madero, iba a perderse en la pared y que ahora abrasaba su carne como si fuera plomo derretido.
Sin embargo, no cejaba con su tenaz empeño y mientras el carbón se desmoronaba amontonándose entre sus piernas, sus ojos buscaban el sitio propicio para herir aquel muro que agujereaba hacia ya tantos años, que era siempre el mismo, de un espesor tan enorme que nunca se le veía el fin...
Pedro Maria abandonó la faena al anochecer y, tomando su lámpara y arrastrándose penosamente por los corredores, ganó la galería central. Las corrientes de aire que encontraba al paso habían enfriado su cuerpo y caminaba quebrantado y dolorido, vacilante sobre sus piernas entorpecidas por tantas horas de forzada inmovilidad...
Cuando se encontró afuera sobre la plataforma, un soplo helado le azotó el rostro y sin detenerse, con paso rápido descendió por la carretera. Sobre su cabeza grandes masas de nubes oscuras corrían empujadas por un fuerte viento del septentrión, en las cuales el plateado disco de la luna, lanzado en dirección contraria, parecía penetrar con la violencia de un proyectil, palideciendo y eclipsándose entre los densos nubarrones para reaparecer de nuevo, rápido y brillante, a través de un fugitivo desgarrón. Y, ante aquellas furtivas apariciones del astro la oscuridad huía por unos instantes, destacándose sobre el suelo sombrío las brillantes manchas de las charcas que se cuidaba de evitar en su prisa de llegar pronto y de encontrarse bajo techo, junto a la llama bienhechora del hogar.
Transido de frío, con las ropas pegadas a la piel, penetró en el estrecho cuarto. Algunos carbones ardían en la chimenea y delante de ella, colgados de un cordel se veían un pantalón y una blusa de lienzo, ropa que el obrero se puso sin tardanza, tirando la mojada en un rincón. Su mujer, le habló entonces, quejándose de que ese día tampoco había conseguido nada en el despacho. Pedro Maria no contestó, y como ella continuase explicándole que esa noche tenia que acostarse sin cenar, pues el poco café que había, lo destinaba para el día siguiente, su marido la interrumpió, diciéndole:
—No importa, mujer, mañana es día de pago y se acabarán nuestras penas.
I rendido, con los miembros destrozados por la fatiga, fue a tenderse en su camastro arrimado a la pared. Aquel lecho compuesto de cuatro tablas sobre dos banquillos y cubiertas por unos cuantos sacos, no tenia mas abrigo que una manta deshilachada y sucia. La mujer y los dos chicos, un rapaz de cinco años y una criatura de ocho meses, dormían en una cama parecida, pero mas confortable, pues se había agregado a los sacos un jergón de paja.
Durante aquellos cinco días trascurridos desde que el despacho les cortó los víveres las escasas ropas y utensilios habían sido vendidos o empeñados; pues en ese apartado lugarejo no existía otra tienda de provisiones que la de la Compañía en donde todos estaban obligados a comprar mediante vales o fichas al portador.
Muy pronto un sueño pesado cerró los párpados del obrero, y en aquellas cuatro paredes reinó el silencio, interrumpido a ratos por las rachas de viento y lluvia, que azotaban las puertas y ventanas de la miserable habitación.
La mañana estaba bastante avanzada cuando Pedro Maria se despertó. Era uno de los últimos días de Junio y una llovizna fina y persistente caía del cielo entoldado, de un gris oscuro y ceniciento. Por el lado del mar una espesa cortina de brumas cerraba el horizonte, como un muro opaco que avanzaba lentamente tragándose a su paso todo lo que la vista percibía en aquella dirección.
Bajo el zinc de los corredores, entre el ir y venir de las mujeres y las locas carreras de los niños, los obreros con el busto desnudo, friccionábanse la piel briosamente para quitarse el tizne adquirido en una semana de trabajo. Ese día destinado al pago de los jornales era siempre esperado con ansia y en todos los rostros brillaba cierta alegría y animación.
Pedro Maria, terminado su tocado semanal, se quedó de pié un momento apoyado en el marco de la puerta, dirigiendo una mirada vaga sobre la llanura y contemplando silencioso la lluvia tenaz y monótona que empapaba el suelo negruzco, lleno de baches y de sucias charcas. Era un hombre de treinta y cinco años escasos pero, su rostro demacrado, sus ojos hundidos y su barba y cabello entrecanos le hacían aparentar mas de cincuenta.
Había ya empezado para él la época triste y temible en la que el minero ve debilitarse, junto con el vigor físico, el valor y las energías de su efímera juventud.
Después de haber contemplado un instante el triste paisaje que se desenvolvía ante su vista, el obrero penetró en el cuarto y se sentó junto a la chimenea donde en el tacho de hierro hervía ya el agua para el café.
La mujer, que había salido, volvió, trayendo pan y azúcar para el desayuno. De menos edad que su marido estaba ya muy ajada y marchita por aquella vida de trabajos y de privaciones que la lactancia del pequeñuelo había hecho mas difícil y penosa.
Terminado el mezquino refrigerio, marido y mujer se pusieron a hacer cálculos sobre la suma que el primero recibiría en el pago y, rectificando una y otra vez sus cuentas, llegaron a la conclusión de que pagado el despacho les quedaba un sobrante suficiente para rescatar y comprar los utensilios de que la necesidad les había obligado a deshacerse. Aquella perspectiva los puso alegre y, como en ese momento comenzase a sonar la campana de la oficina pagadora, el obrero se calzó sus ojotas y seguido de la mujer que, llevando la criatura en brazos y el otro pequeño de la mano, caminaba hundiendo sus pies desnudos en el lodo, se dirigió hacia la carretera, uniéndose a los numerosos grupos que marchaban a toda prisa en dirección de la mina.
El viento y la lluvia que caía con fuerza les obligaba a acelerar el paso para buscar un refugió bajo los cobertizos que rodeaban el pique, los que muy luego fueron insuficientes para contener aquella abigarrada muchedumbre.
Allí estaba todo el personal de las distintas faenas, desde el anciano capataz hasta el portero de ocho años, estrechándose unos a otros para evitar el agua que se escurría del alero de los tejados y con los ojos fijos en la cerrada ventanilla del pagador.
Después de un rato de espera el postigo de la ventana se alzó, empezando inmediatamente el pagó de los jornales. Esta operación se hacia por secciones, y los obreros eran llamados uno a uno por los capataces que custodiaban la pequeña abertura por la que el cajero iba entregando las cantidades que constituían el haber de cada cual. Estas sumas eran en general reducidas, pues se limitaban al saldo que quedaba después de deducir el valor del aceite, carbón y multas y el total de lo consumido en el despacho.
Los obreros se acercaban y se retiraban en silencio, pues estaba prohibido hacer observaciones y no se atendía reclamo alguno, sino cuando se había pagado al último trabajador. A veces un minero palidecía y clavaba una mirada de sorpresa y de espanto en el dinero puesto al borde de la ventanilla, sin atreverse a tocarlo, pero un:
—¡Retirate! imperioso de los capataces le hacia estirar la mano y coger las monedas con sus dedos temblorosos, apartándose en seguida con la cabeza baja y una espresión estúpida en su semblante trastornado.
Su mujer le salía al encuentro ansiosa preguntándole:
—¿Cuanto te han dado?
I el obrero por toda respuesta abría la mano y mostraba las monedas y luego se miraban a los ojos quedándose mudos, sobrecogidos y sintiendo que la tierra vacilaba bajo sus pies.
De pronto algunas risotadas interrumpieron el religioso silencio que reinaba allí. La causa de aquel ruido intempestivo era un minero que viendo que el empleado ponía sobre la tablilla una sola moneda de veinte centavos, la cogió, la miró un instante con atención como un objeto curioso y raro y luego la arrojó con ira lejos de sí.
Una turba de pilletes se lanzó como un rayo tras la moneda que había caído, levantando un ligero penacho en mitad de una charca, mientras el obrero, con las manos en los bolsillos, descendía por la carretera sin hacer caso de las voces de una pobre anciana que con las faldas levantadas corría gritando con acento angustioso:
— ¡Juan, Juan! pero él no se detenía y muy pronto sus figuras macilentas, azotadas por el viento y por la lluvia desaparecieron arrastradas, a lo lejos, por el torrente nunca exhausto del dolor y la miseria.
Pedro María esperaba con paciencia su turno y cuando el capataz exclamó en voz alta
— ¡Barreteros de la Doble! se estremeció y aguardó nervioso, con el oído atento a que se pronunciase su nombre, pero las tres palabras que lo constituían no llegaron a sus oídos. Unos tras otros fueron llamados sus compañeros y al escuchar de nuevo la voz aguda del capataz que gritaba:
— ¡Barreteros de la Media Hoja! un calofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se agrandaron desmesuradamente. Su mujer se volvió y le dijo, entre sorprendida y temerosa:
— No te han llamado, ¡Mira! Y como él no respondiese empezó a gemir, mientras mecía en sus brazos al pequeño que aburrido de chupar el agotado seno de la madre se había puesto a llorar desesperadamente.
Una vecina se acerco:
— ¿Qué no lo han llamado todavía?
I como la interpelada moviese negativamente la cabeza, dijo:
— Tampoco a éste, señalando a su hijo, un muchacho de doce años, pero tan paliducho y raquítico que no aparentaba mas de ocho.
Aquella mujer, joven viuda, alta, bien formada, de rostro agraciado, rojos labios y blanquísimos dientes, se arrimó a la pared del cobertizo y desde ahí lanzaba miradas fulgurantes a la ventanilla tras la cual se veían los rubios bigotes y las encarnadas mejillas del pagador.
Pedro Maria, entretanto, ponía en tortura su majín haciendo cálculos tras cálculos pero el obrero como tantos otros que se hallaban en el mismo caso echaba las cuentas sin la huéspeda, es decir, sin la multa imprevista, sin la disminución del salario o el alza repentina y caprichosa de los precios del despacho.
Cuando se hubo acercado a la ventanilla el último trabajador de la última faena, la voz ruda del capataz resonó clara y vibrante:
— ¡Reclamos!
I un centenar de hombres y de mujeres se precipitó hacia la oficina todos ellos estaban animados por la esperanza de que un olvido o un error fuese la causa de que sus nombres no aparecieran en las listas.
En primera fila estaba la viuda con su chico de la mano. Acercó el rostro a la abertura y dijo:
— José Ramos, portero.
— ¿No ha sido llamado?
— No, señor.
El cajero recorrió las páginas del libro y con voz breve leyó:
— José Ramos, 26 días a veinticinco centavos. Tiene un peso de multa. Queda debiendo cincuenta centavos al despacho.
La mujer roja de ira, respondió:
— ¡Un peso de multa! ¿Por qué? ¡I no son veinticinco centavos los que gana sino treinta y cinco!
El empleado no se dignó contestar y con tono imperioso y apremiante gritó a traves de la ventanilla:
— ¡Otro!
La joven quiso insistir, pero los capataces la arrancaron de allí y la empujaron violentamente fuera del círculo.
Su naturaleza enérgica se sublevó, la rabia la sofocaba y sus miradas despedían llamas.
— ¡Canallas, ladrones!, pudo exclamar después de un momento con voz enronquecida. Con la cabeza echada atrás, el cuerpo erguido, destacándose bajo las ropas húmedas y ceñidas los amplios hombros y el combado seno, quedó un instante en actitud de reto, lanzando rayos de intensa cólera por los oscuros y rasgados ojos.
— ¡No rabies, mujer, mira que ofendes a Dios!, profirió alguien burlonamente entre la turba.
La interpelada se volvió como una leona
— ¡Dios!, dijo, para los pobres no hay Dios!
I lanzando una mirada furiosa hacia la ventanilla, exclamó:
— ¡Malditos, sin conciencia, así se los tragará la tierra!
Los capataces sonreían por lo bajo y sus ojos brillaban codiciosamente contemplan a la real hembra. La viuda arrojó una mirada de desafío a todos y volviéndose hacia su chico, que con la boca abierta miraba embebecido una banda de gaviotas que volaban en fila, destacando bajo el cielo brumoso su albo plumaje, como una blanca cinta que el viento empujaba hacia el mar, le gritó, dándole un empellón
— ¡Anda, bestia!
El impulso fue tan fuerte y las piernas del pequeño era tan débiles que cayó de bruces en el lodo. Al ver a su hijo en el suelo los nervios de la madre perdieron su tensión y una crisis de lágrimas sacudió su pecho. Se inclinó con presteza y levantó al muchacho, besándolo amorosamente y secando con sus labios las lágrimas que corrían por aquellas mejillas pálidas a las que la pobreza de sangre daba un tinte lívido y enfermizo.
A Pedro Maria le había llegado el turno y aguardaba muy inquieto junto a la ventanilla. Mientras el cajero volvía las páginas el corazón le palpitaba con fuerza y la angustia de la incertidumbre le estrechaba la garganta como un dogal, de tal modo que cuando el pagador se volvió y le dijo:
— Tienes diez pesos de multa por cinco fallas y se te han descontado doce carretillas que tenían tosca. Debes, por consiguiente, tres pesos al despacho.
Quiso responder y no pudo y se apartó de allí con los brazos caídos y andando torpemente como un beodo.
Una ojeada le bastó a la mujer para adivinar que el obrero traía las manos vacías se echó a llorar balbuceando, mientras apretaba entre sus brazos convulsivamente la criatura:
— ¡Virgen santa, qué vamos a hacer!
I cuando su marido adelantándose a la pregunta que veía venir le dijo:
— Debemos tres pesos al despacho, la infeliz redoblo su llanto al que hicieron coro mui pronto los dos pequeñuelos. Pedro Maria contemplaba aquella desesperación mudo y sombrío, y la vida se le apareció en ese instante con caracteres tan odiosos que si hubiera encontrado un medio rápido de librarse de ella lo habría adoptado sin vacilar
I por la ventanilla abierta parecía brotar un hálito de desgracias, todos los que se acercaban a aquel hueco se separaban de él con el rostro pálido y convulso, los puños apretados, mascullando maldiciones y juramentos. Y la lluvia caía siempre, copiosa, incesante, empapando la tierra y calando las ropas de aquellos miserables para quienes la llovizna y las inclemencias del cielo eran una parte muy pequeña de sus trabajos y sufrimientos.
Pedro Maria, taciturno, cejijunto, vio alejarse su mujer e hijos cuyos harapos adheridos a sus carnes flácidas les daban un aspecto mas miserable aun. Su primer impulso había sido seguirlos, pero la rápida visión de las desnudas y frías paredes del cuarto, del hogar apagado, del chico pidiendo pan, lo clavó en el sitio. Algunos compañeros lo llamaron haciéndole guiños expresivos, pero no tenia ganas de beber; la cabeza le pesaba como plomo sobre los hombros y en su cerebro vacío no había una idea, ni un pensamiento. Una inmensa laxitud entorpecía sus miembros y habiendo encontrado un lugar seco se tendió en el suelo muy pronto un sueno pesado lleno de imágenes y visiones extraordinariamente extrañas y fantásticas, cerró sus parpados.
I soñó que estaba allá abajo, piqueta en mano, atacando la vena y cosa rara le parecía que aquella masa oscura, quebradiza como el cristal, no tenia la consistencia de otras veces. Sacudió la lámpara para ver mejor y su extrañeza desapareció. No era carbón, ni otro mineral cualquiera lo que heria la acerada punta de la herramienta, sino una masa rojiza, blanda-gelatinosa. Entonces, sintió que una vívida claridad penetraba en su cerebro: aquello era el sudor, la sangre y las lágrimas vertidas por las generaciones de mineros, sus antepasados, en los corredores de la mina y por los que aun poblaban sus infernales pasadizos. Y sin asombro vio que el sudor que brotaba de su cuerpo era de color de púrpura y que poco a poco tomaba el tinte y consistencia del extraordinario filón.
Luego la visión se trasformó y se encontró delante de un inmenso crisol donde era arrojado el extraño mineral que dejaba escapar por una abertura de su parte inferior un chorro dorado que saltaba como una cascada, esparciéndose en áureos arroyuelos por los campos.
Al contacto del oro la tierra se estremecía y, como al golpe de una varilla mágica, brotaban de su seno palacios y moradas espléndidas en cuyas estancias resplandecientes como el día, innumerables parejas se entrelazaban al acompasado son de voluptuosas danzas.
De pronto los bailes y las músicas cesaron y una luz extraña, rarísima, iluminó los aposentos. Los diamantes que brillaban en los cabellos y gargantas de las mujeres se desprendieron de sus engarces y rodaron como lágrimas por los níveos hombros y senos de las hermosas, haciéndolas estremecerse con su húmedo contacto. Los rubíes dejaban al caer manchas sangrientas sobre los regios tapices. Y los paredes, las escalinatas, los bronces y los mármoles, tomaron un tinte rojo, violáceo, horrible, parecían de sangre coagulada.
Mientras Pedro Maria contemplaba aquella brusca trasformación, una espantable turba se abalanzó sobre los edificios: eran esqueletos que con su garfiados dedos despedazaban esos templos de la fortuna y el placer, arrancando trozos que se adherían a sus osamentas convertidos en jirones de carne palpitante.
A medida que los esqueleto se vestían de aquella extraña manera, adquiriendo sangre y músculos, los palacios se desvanecían desmenuzados por aquellos millares de tenazas y acerados garfios. Nada restaba de las soberbias moradas, ni los cimientos. Y cuando hubo desaparecido el último escombro, la última piedra, solo quedó en aquel sitio una muchedumbre de viejos, de jóvenes y niños tiznados y sucios.
El obrero se despertó súbitamente. Los cobertizos estaban desiertos y las gotas de lluvia modulaban su alegre sinfonía, escurriéndose rápidas por el alero de los tejados.
El perfil
Una tarde, en casa de un amigo, conocí a la señorita Teresa, joven de dieciocho años, de figura simpática y atrayente. Parecía muy tímida, y la expresión de su moreno y agraciado rostro y de sus pardos y rasgados ojos, sombreados por largas pestañas, era grave y melancólica.
A primera vista en su persona no se notaba nada extraordinario, pero después de algún tiempo, el más mediano observador podía advertir en ella algo extraño que llamaba poderosamente la atención. Sin que nada, al parecer, lo motivase, quedábase, de pronto, inmóvil y silenciosa, ensombrecido el rostro y la vaga mirada perdida en el vacío. Otras veces, un grito, un rumor cualquiera, la caída de un objeto en el suelo, bastaba para que, incorporándose bruscamente, mirase en torno con azoramiento, cual si un peligro desconocido le amenazase.
La impresión que estas raras actitudes dejaban en el ánimo del espectador, era que se estaba en presencia de alguien que había recibido una gran conmoción física o moral, cuyos efectos, perdurando todavía en su sistema nervioso, producían esas reacciones ya muy débiles y atenuadas por la acción sedante del tiempo.
Cuando comuniqué a mi amigo estas reflexiones me contestó:
—No te extrañe lo que has visto. Esta pobre niña recibió hace algunos meses un golpe terrible que perturbó su razón, la que ha ido recobrando poco a poco. Ahora está fuera de peligro. La causa que le produjo ese trastorno fue un crimen que se cometió el año pasado, y en el cual perdieron la vida los dueños de un pequeño negocio situado en las vecindades de S. Los asesinados, marido y mujer, eran los padres de esta muchacha, y ella escapó apenas de correr a misma suerte gracias a que pudo huir y ocultarse a tiempo
Tú que eres tan apasionado a las historias de bandidos, tienes aquí un caso interesantísimo, pero es indispensable que oigas el relato de boca de la misma protagonista, lo que me encargo conseguir de ella, pues ya no la impresiona como antes el recuerdo de ese suceso.
—Momentos después, la joven, accediendo a los ruegos de mi amigo, nos relataba en la siguiente forma su desgracia:
—…El modesto negocio que mis padres atendían y que les daba para vivir con cierta holgura, estaba situado en el cruce de dos caminos de gran tráfico y a cinco o seis cuadras de la población de S.
Ya una vez la casa había sido asaltada, contentándose los forajidos con robar y saquear, dejando al retirarse amarrados a los moradores. Yo, estaba entonces interna en un colegio de la ciudad, sólo vine a tener noticias del suceso un mes después,
Este acontecimiento obligó a mi padre a tomar algunas precauciones; hizo reforzar las puertas y ventanas y adquirió armas para defenderse. También procuró evitar que hubiese mucho dinero en casa. Apenas se reunía alguna suma, tomaba el tren e iba a depositarla a algún banco en la ciudad de F. De esta manera, ocultando el monto y giro de sus negocios, quería desvanecer la fama de hombre adinerado que la gente le atribuía.
Por fin, después de permanecer cuatro años en el colegio salí de él para acompañar y ayudar a mis padres en sus quehaceres y negocios. Nuestra vida era por demás sosegada y tranquila y no salíamos de casa sino los domingos, yo y mi madre, a oír misa en la Iglesia del pueblo. Rara vez recibíamos visitas, y cuando éstas llegaban eran casi siempre jóvenes de la localidad que, paseando a caballo por los alrededores, se detenían en nuestra casa para beber algún refresco. Uno de estos mozos pasó a ser un asiduo visitante. Se llamaba Luis, tenía veintitrés años y era primo de un regidor de la municipalidad. Mis padres, gentes sencillas, lo recibían muy bien, conquistados por su carácter afable y sus modales comedidos e insinuantes.
Su actitud para conmigo era discreta y respetuosa y, halagada por sus afecciones, recibía sus homenajes con vanidosa complacencia. Sin embargo, y a pesar del placer que a su lado sentía, creo que sólo experimentaba por él una sincera amistad. Tal vez influía su físico en ese resultado, pues, aunque muy blanco y rubio, afeábale el rostro, que parecía dividir en dos, una gran nariz encorvada y prominente, En sus conversaciones era muy ameno, salpicándolas con anécdotas y graciosas ocurrencias que nos hacían reír de buena gana. Nos hablaba a veces, también, de sus amigos, tres mozos de más o menos su edad que eran sus compañeros inseparables. Mas, como estos jóvenes, pertenecientes a familias acomodadas del pueblo, tenían fama de calaveras incorregibles, mis padres no los veían con agrado y lamentaban que un joven tan cumplido como Luis cultivase esas peligrosas amistades.
Cuando venía a vernos, lo recibíamos en el comedor que era la pieza más confortable de la casa. Estaba comunicada con el almacén por una mampara de vidrios, y en la pared opuesta abríase una ventana que daba al huerto. Mientras yo me ocupaba en tejer o bordar, él se sentaba en el alféizar de la ventana y, apoyando la espalda y la cabeza en el marco, iniciaba sus charlas en la forma ligera y agradable de siempre.
Un domingo, ya cerrada la noche, bajé a la cocina situada como a diez metros de la casa y frente a la pieza del comedor. Esa tarde, él nos había acompañado en la comida y, terminada ésta, había ido como de costumbre a sentarse en la ventana que permanecía abierta, pues la temperatura en esa época, a principios del verano, era muy suave y agradable. La luz de la lámpara, que colgaba del techo de la habitación, hacía destacarse en la blanca pared de la cocina el hueco iluminado de la ventana, recortándose en él, con gran relieve, la oscura silueta de nuestro amigo. Al verla, una idea súbita se apoderó de mí. Me aproximé a la muralla y con un pedazo de carbón y tracé el contorno de aquel perfil. En seguida, mostrándolo a su dueño, le dije, conteniendo apenas la risa:
—Luis, mire, ¿qué le parece el retrato que le acabo de hacer?
Él, después de examinar un instante aquella obra maestra, me contestó sonriente:
—Bonito, muy bonito, sólo la nariz le quedó un poquito larga.
—Pero, si la tiene así, presumido —exclamé lanzando una carcajada.
Un día, a mediados de octubre, mi padre nos comunicó su decisión de trasladarse a la ciudad, con el objeto de retirar del banco dos mil pesos que destinaba para cubrir el valor de un sitio que había comprado en el pueblo. Pensaba efectuar el viaje a la mañana siguiente, pues el vendedor acababa de avisarle que la respectiva escritura de compraventa estaba lista en la notaría, faltando sólo estampar las firmas para finiquitar el negocio.
Como lo había resuelto, el día señalado, después de recomendarnos el mayor sigilo sobre el motivo del viaje, mi padre partió hacia la estación para tomar el tren de las ocho de la mañana que debía conducirlo a la ciudad.
Esa misma tarde entre la una y las dos, llegó a casa nuestro amigo Luis y, mientras conversábamos en el comedor, ocupando él su sitio habitual en la ventana, me dijo de pronto:
—Divisé esta mañana a don Pedro en la estación, cuando tomaba el tren.
Hizo una pequeña pausa y agregó sonriendo:
—¿Quiere que adivine a lo que va?
Y sin darme tiempo para responder continuó:
—A buscar la plata para pagar el sitio, ¿no es cierto? Pero no se admire que lo sepa, porque ayer estuve en la notaría y vi la escritura lista para la firma. Además mi amigo Teodoro, el escribiente, me dijo que don José Manuel le había mandado un recado a don Pedro comunicándole esta circunstancia.
—Es verdad lo que dice, le contesté, pero, por favor, no se lo cuente a nadie, porque no se imagina Ud. el miedo que pasamos cuando hay dinero en casa. En fin, como mi padre regresa hoy, esa cantidad estará aquí sólo esta noche, pues mañana irá al pueblo a firmar la escritura y quedaremos libres de este compromiso.
—Comprendo —me observó— la inquietud de Uds.; pero don Pedro tendrá armas, estará prevenido.
Lo interrumpí para decirle:
—Después del robo que le hicieron hace dos años, tenía siempre una escopeta cargada a la cabecera de la cama y no se quitaba el revólver del bolsillo, pero ahora la escopeta está arrumbada en el desván y el revólver metido en un cajón de la cómoda. Creo que ni siquiera está cargado.
Él no me contestó. Parecía distraído y miraba hacia afuera por la ventana. De pronto, se puso de pie y se despidió diciendo:
—Me voy, ando cumpliendo unos encargos de mi primo, y sólo he pasado a saludarlas.
Por un instante quise comunicar a mi madre nuestra conversación, pero conociendo lo miedosa y aprensiva que era, decidí guardar silencio, pues estaba segura que no dormiría esa noche pensando en que tal vez otros, además de Luis, conocían el secreto descubierto por nuestro amigo.
Al anochecer llegó mi padre, y como la larga caminata desde la estación y sus trajines en la ciudad lo habían fatigado, apenas terminó la comida abandonó el comedor, diciendo que esa noche convenía cerrar el almacén más temprano que de costumbre.
Acababa yo de alzar el mantel y mientras daba desde la ventana algunas órdenes a Francisca, nuestra vieja cocinera, que las escuchaba en la puerta de la cocina, oí un terrible y angustioso grito de mi madre. Al volver la cabeza divisé, helada por el espanto, a través de la mampara, un grupo de hombres enmascarados que, después de cerrar y atrancar la puerta del almacén, abalanzándose adentro, saltaban el mostrador.
Sin darme cuenta, casi, de lo que hacía, me precipité por la ventana al huerto. Aunque la altura era mediana, la caída fue tan recia que, no pudiendo continuar la huida, sólo pude arrastrarme hasta unos cajones vacíos que se hallaban ahí cerca, arrimados a la pared, y entre los cuales me oculté lo mejor que pude.
Desde mi refugio sentí cómo asesinaban a mis padres. Sus lamentos, sus súplicas, sus gritos de agonía sonaban distintamente en mis oídos, enloqueciéndome de pavor. De pronto, todo quedó en silencio y tras un breve instante escuché el rumor de muebles rotos, de cajones que se abrían y objetos que rodaban por el suelo.
También vi reflejarse en la pared de la cocina, en el hueco iluminado de la ventana, algunas sombras que cruzaban rápidas. Pasaron algunos largos momentos que me parecieron siglos y, súbitamente, junto con un ruido de vasos y de botellas, percibí un apagado murmullo de voces que venía del comedor. Al mismo tiempo mis ojos, que no se apartaban de la mancha luminosa, vieron dibujarse en ella la silueta de un hombre que, sentado en el alféizar de la ventana, apoyando la espalda en el marco, alzaba en la mano un vaso en actitud de beber.
Experimenté algo así como una sacudida eléctrica, y aguardé con infinita angustia que la sombra reflejada en la pared cambiara de posición. Aunque el rostro miraba al interior de la estancia, pude ver que no tenía puesta la careta. Transcurrieron todavía algunos instantes y, luego, la cabeza, haciendo un leve movimiento giratorio, destacó su perfil en la blanca muralla con admirable limpieza y nitidez.
Estuve a punto de lanzar un grito: aquella silueta se adaptaba tan completamente a la que mi mano dibujara un mes atrás, que si alguien en ese instante hubiese repetido la oración, el contorno del nuevo perfil habría caído exactamente sobre el anterior.
Esta visión duró algunos segundos y se repitió dos o tres veces con el mismo resultado. Cada vez que la posición era favorable, el perfil delator se destacaba en la muralla y parecía decirme:
—Mírame bien, soy yo, tu amigo Luis, el narigudo.
Sí, ninguna duda podía caberme, eran él y sus amigos a quienes yo había facilitado, con mis ingenuas revelaciones, la ejecución de su nefando crimen.
Momentos después reinó en la casa un profundo silencio. Los asesinos se habían marchado. Cuando consideré que estaban bastante lejos, abandoné mi escondite y salí al campo por la puerta situada en el fondo del huerto. Gran trabajo nos costó, a mí y a Francisca, a quien encontré metida en una zanja en las inmediaciones, para que algunos vecinos nos acompañasen a ver lo que había sucedido en casa. Cuando entramos en ella lo primero que se presentó a nuestra vista, detrás del mostrador, fueron los cadáveres de mis padres que yacían en el suelo, cosidos a puñaladas y nadando en un mar de sangre.
Desde ese instante mis recuerdos son confusos, existiendo a partir de ahí, en mi memoria, una gran laguna.
He sabido más tarde que al día siguiente del asesinato, se presentó en casa el amigo Luis, inquiriendo de los presentes noticias del crimen y si tenían ya indicios acerca de sus autores. Al oír su voz, yo, que me encontraba en una habitación interior, apartando con brusquedad a las personas que me rodeaban, me precipité a su encuentro. Dicen que avancé hacia él en línea recta, mirándolo con fijeza y sin pronunciar una sola palabra.
Cuando estuve a dos pasos estiré el brazo y apuntándole al rostro con el dedo índice, prorrumpí en una estrepitosa e interminable carcajada. Él, según cuentan los que presenciaron la escena, se puso tan pálido como los muertos que se velaban en la pieza vecina. Y, en silencio, sin disimular su miedo, retrocedió seguido por mí hasta donde estaba su caballo, en el que montó precipitadamente, alejándose al galope por la carretera.
Todo el mundo atribuyó su actitud a la dolorosa impresión que le produjo mi repentina locura, pues la gente de la vecindad, viéndolo llegar tan a menudo a casa, había esparcido por todas partes el rumor de que Luis era mi novio.
Cuando la joven terminó su relación no pude menos que decirle:
—¿Y no ha denunciado Ud. ante la justicia a los asesinos?
Me miró con aire resignado y repuso con lentitud:
—¿Y quién me creería? ¿Quién haría caso de una pobre loca?
El pozo
Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la capilla polvorienta.
El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida colaboración de la fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.
Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.
Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espalda hacia la entrada, introducía en el cubo puesto en tierra, ambas manos, y lanzaba el líquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente por el postigo abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.
Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que caía sobre su frente oprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris, y calzaba alpargata de cáñamo.
El leve roce de las hojas secas que tapizaban el suelo hizo volverse a la joven rápidamente, y una expresión de sorpresa y de marcado disgusto se pintó en su expresiva fisonomía.
El visitante se detuvo frente a un cuadro de coles y de lechugas que lo separaba de la moza, y se quedó inmóvil, devorándola con la mirada.
La muchacha, con los ojos bajos y el ceño fruncido, callaba enjugando las manos en los pliegues de su traje.
—Rosa —dijo el mozo con tono jovial y risueño, pero que acusaba una emoción mal contenida—, qué a tiempo te volviste. ¡Vaya con el susto que te habría dado!
Y cambiando de acento con voz apasionada e insinuante prosiguió:
—Ahora que estamos solos me dirás qué es lo que te han dicho de mí; por qué no me oyes y te escondes cuando quiero verte.
La interpelada permaneció silenciosa y su aire de contrariedad se acentuó. El reclamo amoroso se hizo tierno y suplicante.
—Rosa —imploró la voz— ¿tendré tan mala suerte que desprecies este cariño, este corazón que es más tuyo que mío? ¡Acuérdate que éramos novios, que me querías!
Con acento reconcentrado, sin levantar la vista del suelo, la moza respondió:
—¡Nunca te dije nada!
—Es cierto, pero tampoco te esquivabas cuando te hablaba de amor. Y el día que te juré casarme contigo no me dijiste que no. Al contrario, te reías y con los ojos me dabas el sí.
—Creí que lo decías por broma.
Una forzada sonrisa vagó por los labios del galán y en tono de doloroso reproche contestó:
—¡Broma! ¡Mira! Aunque se rían de mí porque me caso a fardo cerrado, di una palabra y ahora mismo voy a buscar al cura para que nos eche las bendiciones.
Rosa, cuya impaciencia y fastidio habían ido en aumento, por toda respuesta se inclinó, tomó el balde y dio un paso hacia la puerta. El mozo se interpuso y con tono sombrío y resuelto exclamó:
—¡No te irás de aquí mientras no me digas por qué has cambiado de ese modo!
—Nada tengo que decirte y si no me dejas paso, grito y llamo a mi madre.
Una oleada de sangre coloreó el pálido rostro del muchacho, un relámpago brotó de sus ojos y con voz trémula por el dolor y por la cólera profirió:
—¡Ah, perra, ya sé quién es el que te ha puesto así; pero antes que se salga con la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!
Rosa, erguida delante de él, lo contemplaba hosca y huraña.
—Por última vez. ¿Quieres o no ser mi mujer?
—¡Nunca! —dijo con fiereza la joven—. ¡Primero muerta!
La mirada con que acompañó sus palabras fue tan despreciativa y había tal expresión de desafío en sus verdes y luminosas pupilas, que el muchacho quedó un instante como atontado, sin hallar qué responder; pero de improviso, ebrio de despecho y de deseos, dio un salto hacia la moza, la cogió por la cintura y, levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca.
Una lucha violentísima se entabló. La joven, robusta y vigorosa, opuso una desesperada resistencia y sus dientes y sus uñas se clavaron con furor en la mano que sofocaba sus gritos y le impedía demandar socorro.
Una aparición inesperada la salvó. Un segundo individuo estaba de pie en el umbral de la puerta. El agresor se levantó de un brinco y con los puños cerrados y la mirada centelleante aguardó al intruso que avanzó recto hacia él con el rostro ceñudo y los ojos inyectados de sangre.
Rosa, con las mejillas encendidas, surcadas por lágrimas de fuego, reparaba junto a la cerca el desorden de sus ropas. Las desgarraduras del corpiño dejaban entrever tesoros de ocultas bellezas que su dueña empeñábase en poner a cubierto con el pañolillo anudado al cuello, avergonzada y llorosa.
Entretanto, los dos hombres habían empeñado una lucha a muerte. La primera embestida furibunda y rabiosa puso de manifiesto su vigor y destreza de combatientes. El defensor de la muchacha, también muy joven, era un palmo más alto que su antagonista. De anchas espaldas y fornido pecho era todo un buen mozo, de ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes. Silenciosos, sin más armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos de odio, se atacaban con extraordinario furor. El más bajo, de miembros delgados, esquivaba con pasmosa agilidad los terribles puñetazos que le asestaba su enemigo, devolviéndole golpe por golpe, firme y derecho sobre sus jarretes de acero. La respiración estertorosa silbaba al pasar por entre los dientes apretados que rechinaban de rabia cada vez que el puño del adversario alcanzaba sus rostros congestionados y sudorosos.
Rosa, mientras arrancaba con sus dedos las hojas secas adheridas a las negrísimas ondas de sus cabellos, seguía con los ojos llameantes las peripecias de la refriega, que se prolongaba sin ventajas visibles para los campeones enfurecidos, que delante de la moza redoblaban sus acometidas como fieras en celo que se disputaran la posesión de la hembra que los excita y enamora.
Los cuadros de hortalizas eran pisoteados sin piedad y aquel destrozo arrancó una mirada de desolación a los airados ojos de la joven. La ira que ardía en su pecho se acrecentó, y en el instante en que su ofensor pasaba junto a ella acosado por su formidable adversario, tuvo una súbita inspiración: se agachó y cogiendo un puñado de arena se lo lanzó a la cara. El efecto fue instantáneo, el que retrocedía se detuvo vacilante y en un segundo fue derribado en tierra donde quedó sin movimiento, oprimido el pecho bajo la rodilla del vencedor.
Rosa lanzó una postrera mirada al grupo, y luego, sin preocuparse del cubo vacío, se precipitó fuera del cercado y salvó a la carrera la distancia que la separaba de sus habitaciones. Al llegar se volvió para mirar atrás y distinguió entre los matorrales la figura de su salvador que se alejaba, mientras que por la parte opuesta caminaba el vencido, apartándose apresuradamente del sitio de batalla.
La joven se deslizó por los corredores casi desiertos y después de pasar por delante de una serie de puertas, se detuvo delante de una apenas entornada y, empujándola suavemente, traspuso el umbral. Un gran fuego ardía en la chimenea y en el centro del cuarto una mujer en cuclillas delante de una artesa de madera se ocupaba de lavar algunas piezas de ropa. Las paredes blanqueadas y desnudas acusaban la miseria. En el suelo y tirados por los rincones había desperdicios que exhalaban un olor infecto. Una mesa y algunas sillas cojas componían todo el mobiliario, y detrás de la puerta asomaba el pasamanos de una escalera que conducía a una segunda habitación situada en los altos. La mujer de edad ya madura, corpulenta, de rostro cubierto de pecas y de manchas, sin interrumpir su tarea fijó en la moza una mirada escrutadora, exclamando de pronto con extrañeza:
—¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?
Rosa, con tono compungido y lacrimoso, respondió:
—¡Ay, madre! El huerto está hecho pedazos. ¡Las coles, las lechugas, los rábanos, todo lo han arrancado y pisoteado!
El semblante de la mujer se puso rojo como la púrpura.
—¡Ah! Condenada —gritó—, seguro que has dejado la puerta abierta y se ha entrado la chancha del otro lado.
Púsose de pie blandiendo sus rollizos brazos arremangados por encima del codo y se desató en improperios y amenazas.
—¡Bribona! Si ha sido así, apronta el cuero porque te lo voy a arrancar a tiras.
Y con las sayas levantadas se dirigió presurosa a comprobar el desastre.
La atmósfera estaba pesada y ardiente y el sol ascendía al cenit en un cielo plomizo ligeramente brumoso. En la arena gris y movediza hundíanse los pies, dejando un surco blanquecino. Rosa, que caminaba detrás de su madre lanzando a todas partes miradas inquietas y escudriñadoras, distinguió después de un instante, por encima de un pequeño matorral, la cabeza de alguien puesto en acecho.
La joven sonrió. Acababa de reconocer en el que atisbaba a su defensor, quien, viendo que la muchacha lo había descubierto, se incorporó un tanto y le envió con la diestra un beso a través de la distancia. Brillaron los ojos de la moza y sus mejillas de tiñeron de carmín, y a pesar de comprender que, dado el carácter violento de su madre, le aguardaba tal vez una paliza, penetró alegre, casi risueña en el malhadado huerto dentro del cual se alzaba un coro formidable de gemidos, maldiciones y juramentos.
* * *
Rosa pertenecía a una familia de mineros. Hija única, ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos, mientras el padre, viejo barretero, luchaba encarnizadamente debajo de la tierra para ganar el mísero salario que era el pan de cada día. La muchacha, tosca y rústica, era toda una belleza. Nada inocente, pues el medio no lo permitía, era sin embargo, una virtud arisca inaccesible hasta entonces a las seducciones de los galanes que bebían los vientos por aquella beldad de cuerpo sano, exuberante de vida con la gracia irresistible de la mujer ya formada.
Entre los que más de cerca la asediaban distinguíanse dos mozos gallardos y apuestos que eran la flor y nata de los tenorios de la mina. Ambos habían puesto sitio en toda regla a la linda Rosa, que recibía sus apasionadas declaraciones con risotadas, dengues y mohínes llenos de gracia y de malicia. Amigos desde la infancia, aquel amor había enfriado sus relaciones, concluyendo por separarlos completamente.
Durante algún tiempo, Remigio el carretillero, un moreno pálido, delgado y esbelto, pareció haber inclinado a su favor el poquísimo interés que prestaba a sus adoradores la desdeñosa muchacha. Pero aquello duró muy poco y el enamorado mozo vio con amarga decepción que el barretero Valentín, su rubio rival, lo desbancaba en el voluble corazón de la hermosa. Ésta que en un principio oía sonriente sus apasionadas protestas, alentándolo a veces con una mirada incendiaria, empezó de pronto a huir de él, a esquivar su presencia, y las pocas ocasiones que lograba hablarla apenas podía arrancarle una que otra frase evasiva, acompañada de un gesto de despego y de disgusto.
El desvío de la moza exaltó su pasión hasta lo infinito. Mordido por los celos, desdobló sus esfuerzos para reconquistar el terreno perdido, estrellándose contra el creciente desamor de la joven que cada día demostraba con señales visibles su simpatía y preferencia por el otro. La rivalidad de ambos aumentó y el odio anidado en sus corazones hizo de ellos dos enemigos irreconciliables. Vigilándose mutuamente, echaban mano de todos los medios puestos a su alcance para estorbar al contrario e impedirle que tomase alguna ventaja.
Como siempre y según la costumbre, el cerco puesto por los galanes a su hija no inquietaba en lo más mínimo a los padres. Cediese o no al amoroso reclamo, era asunto que sólo a ella le importaba.
Remigio, el desdeñado pretendiente, quiso un día tener con la joven una explicación decisiva y salir, de una vez por todas, de la incertidumbre que lo atormentaba, para lo cual decidió no ir una mañana a su trabajo en el fondo de la cantera. Valentín, que tuvo conocimiento por un camarada de aquella novedad, recelando el motivo que la ocasionaba resolvió quedarse para espiar los pasos de su rival, lo que trajo por consecuencia el encuentro del huerto y el terrible combate que se siguió.
Rosa, cuyo corazón dormía aún, había acogido con cierta coquetería las amorosas insinuaciones de Remigio que fue el primero en requebrarla. Halagábala aquella conquista que había despertado la envidia de muchas de sus compañeras; pero la vehemencia de aquel amor y la mirada de esos ojos sombríos que se fijaban en los suyos cargados de pasión y de deseos la hacían estremecer. El miedo al hombre, al macho, aplacaba, entonces, los ardores nacientes de su carne produciéndole la proximidad del mozo un instintivo sentimiento de repulsión.
Mas, cuando principió a cortejarla el otro, el rubio y apuesto Valentín, un cambio brusco se operó en ella. Poníase encendida a la vista del joven, y si le dirigía la palabra, la respuesta incisiva, vivaz y pronta con que dejaba parado al más atrevido, no acudía a sus labios y después de balbucear uno que otro monosílabo terminaba por escabullirse cortada y ruborosa.
La abierta y franca fisonomía del mozo, su carácter alegre y turbulento, la atrajeron insensiblemente, y el amor escondido hasta entonces en el fondo de su ser germinó vigoroso en aquella tierra virgen.
Después de la refriega de ese día la actitud de los dos rivales se modificó. Mientras Valentín seguía cortejando abiertamente a la moza, Remigio se limitaba a vigilarla a la distancia. Su pasión excitada por los celos y aguijoneada por el despecho se había tornado en una hoguera voraz que lo consumía. Su exaltada imaginación fraguaba los planes más descabellados para tomar venganza, pronta y terrible, de la infiel, de la traidora.
Rosa, por su parte, entregada de lleno a su naciente amor no se cuidaba gran cosa de su antiguo pretendiente. No le guardaba rencor y sólo sentía por él una desdeñosa indiferencia.
Las cosas quedaron así por algún tiempo. El huerto había sido reparado y los cuadros rehechos, pero nunca se descubrió a los autores del destrozo ni se supo lo que allí había pasado.
Un día el padre de la muchacha tuvo una idea luminosa: Como el agua para el riego había que acarrearla desde una gran distancia, resolvió abrir un pozo junto al cercado. Comunicado el proyecto a su mujer y a su hija, éstas lo aplaudieron calurosamente. No había grandes dificultades que vencer, pues el terreno sobre el que se asentaba la pequeña población estaba formado por arena negra y gruesa hasta una gran profundidad. A los cuatro metros de la superficie brotaba el agua que se mantenía al mismo nivel en todas las estaciones. Quedó acordado que el domingo siguiente se podría mano a la obra para lo cual ofrecieron su concurso los amigos, contándose entre los más entusiastas a Remigio y Valentín.
El día designado llegó y muy de mañana se empezaron los trabajos. La excavación se hizo cerca de la puerta de entrada y al mediodía se habían profundizado dos metros. La arena era extraída por medio de un gran balde de hierro atado a un cordel que pasaba por una polea, sujeta a un travesaño de madera.
Los adversarios eran los más empeñosos en la tarea, pero evitando siempre todo contacto. Mientras el uno estaba abajo llenado el balde, el otro estaba arriba apartando la arena lejos de la abertura. En un momento en que Remigio permanecía metido en el agujero, Valentín pretextando que tenía sed, tiró la pala y se encaminó en derechura a la habitación de Rosa. La joven estaba sentada cosiendo junto a la puerta.
—Vengo a pedirte un vaso de agua. Ando muerto de sed —díjole el obrero, con tono alegre y malicioso.
Rosa se levantó en silencio, con los ojos brillantes y yendo hacia un rincón del cuarto volvió con un vaso que Valentín cogió junto con la pequeña y morena mano que lo sostenía.
La joven risueña y sonrojada profirió:
—¡Vayas, no la derrames!
Él la miraba sonriente, fascinándola con la mirada. Se bebió el agua de un sorbo y luego, enjugándose los labios con la manga de la blusa, agregó, festivo y zalamero:
—Rosa, si para verte fuera preciso tomarse cada minuto un vaso de agua, yo me tragaría el mar.
La joven se rió mostrando su blanca dentadura.
—¡Y así tan salado!
—¡Así, y con pescados, barcos y todo!
Con una alegre carcajada saludó la moza la ocurrencia.
—¡Vaya, qué tragaderas!
Una voz preguntó desde arriba:
—Rosa, ¿quién está ahí?
—Es Valentín, madre.
Un ¡ah! indiferente pasó a través del techo y todo quedó en silencio.
Valentín había cogido a la moza por la cintura y la atrajo hacia sí. Ésta, con las manos puestas en el amplio pecho del mozo, se resistía y murmuraba con voz queda y suplicante:
—¡Vaya! ¡Déjeme!
Su combado seno henchíase como el oleaje en día de tormenta y el corazón le golpeaba adentro con acelerado y vertiginoso martilleo.
El mozo enardecido le decía tiernamente:
—¡Rosa! ¡Vida mía! ¡Mi linda paloma!
La joven, vencida, fijaba en él una mirada desfalleciente, llena de promesas, impregnada de pasión. La rigidez de sus brazos aflojábase poco a poco, y a medida que sentía aproximarse aquel aliento que le abrasaba el rostro, retrocedía, echando atrás la hermosa cabeza hasta que tocó la pared. Cerró entonces los ojos, y el muchacho con la suya hambrienta recogió en la fresca boca puesta a su alcance, las primicias de esos labios más encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre.
Un paso pesado que hacía crujir la escalera hizo apartarse bruscamente a los amantes. El obrero abandonó el cuarto diciendo en voz alta:
—¡Gracias, Rosa, hasta luego!
La joven agitada y trémula cogió de nuevo la aguja, pero su pulso estaba tembloroso y se pinchaba a cada instante.
Valentín, mientras caminaba hacia el pozo, pensaba henchido de júbilo que el triunfo final estaba próximo. Si la ocasión protectora de los amantes se presentaba, la rústica belleza sería suya. Su experiencia de avezado galanteador le daba de ello la certeza, y no pudo menos que lanzar a Remigio una mirada triunfante cuando uno de los compañeros le dijo con sorna:
—¿Qué tal el agua, ¿apagaste la sed?
Retorciéndose el rubio bigote contestó sentenciosamente:
—Dios sabe más y averigua menos.
Al caer la tarde el pozo quedó terminado. Tenía cuatro metros de hondura y dos de diámetro y del fondo el agua borbotaba lentamente. Los obreros se apartaron de allí y se fueron a la sombra del corredor a preparar la armadura de madera destinada a impedir el desmoronamiento de las frágiles paredes de la excavación. Remigio se quedó un instante para arreglar un desperfecto de la polea y cuando terminaba la compostura iba a seguir tras sus compañeros. La falda azul de Rosa entrevista a través del ramaje de la cerca lo hizo mudar de determinación y cogiéndose de la cuerda se deslizó dentro del agujero.
La joven, que no lo había visto, iba a coger algunas hortalizas para la merienda y pensaba echar de paso una mirada a la obra y ver si ya el agua empezaba a subir.
Remigio, de pie, arrimado a la húmeda muralla, aguardaba callado e inmóvil. Rosa se acercó con precaución hasta el borde de la abertura y miró dentro. La presencia del mozo la sorprendió, pero luego una picaresca sonrisa asomó a sus labios. Alargó la mano, cogió la cuerda cuya extremidad estaba arriba atada a una estaca, y de un brusco tirón hizo subir el balde hasta la polea y lo mantuvo allí enrollado el resto del cordel en uno de los soportes del travesaño.
El obrero no trató de impedir aquella maniobra. Había alcanzado a percibir el fugaz rostro de la joven cuando se inclinaba hacia abajo, y aquella broma le pareció un síntoma favorable en su desairada situación. Alzó la vista y se quedó esperando con impaciencia el resultado de la jugarreta.
De pronto oyó una exclamación ahogada y algo semejante al rumor de una lucha vino a interrumpir el silencio de aquella muda escena. Enderezóse como si hubiera visto una serpiente y aguzando el oído se puso a escuchar con toda su alma. Una voz armoniosa, blanda como una queja, murmuraba frases entrecortadas y suplicantes, y otra más grave y varonil le respondía con un murmullo apasionado y ardiente. El ruido pareció alejarse en dirección del huerto, el postigo se cerró con estrépito, las hojas secas crujieron como el lecho blando y muelle que recibe su carga nocturna, y todo rumor se apagó.
Remigio se puso pálido como un muerto, crispáronse sus músculos y sus dientes rechinaron de furor. Había reconocido la voz de Valentín y un acceso de cólera salvaje se revolvió como un tigre dentro del pozo, golpeando con los puños las húmedas paredes y dirigiendo hacia arriba miradas enloquecidas por la rabia y la desesperación.
De improviso sintió que desgarraba sus carnes la hoja de un agudísimo puñal. Un grito ligero, rápido como el aleteo de un pájaro, había cruzado encima de él. Toda la sangre se le agolpó al corazón, empañáronse sus ojos y una roja llamarada lo deslumbró…
Y mientras por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos e interminables, Remigio dentro del hoyo sufría las torturas del infierno. Sus uñas se clavaban en su pecho hasta hacer brotar la sangre y el pedazo de cielo azul que percibía desde abajo le recordaba la visión de unos ojos claros, límpidos y profundos cuyas pupilas, húmedas por las divinas embriagueces, reflejarían en ese instante la imagen de otros ojos que no era la sombría y tenebrosa de los suyos.
Por fin los goznes de la puertecilla rechinaron y un cuchicheo rápido al que siguió el chasquido de un beso hirió los oídos del prisionero, quien un instante después sintió los pasos de alguien que se detenía al borde de la cavidad. Una sombra se proyectó en el muro y una voz burlona profirió desde arriba una frase irónica y sangrienta que era una injuria mortal.
Un rugido se escapó del pecho del Remigio, palideció densamente y sus ojos fulgurantes midieron la distancia que lo separaba de su ofensor quien soltando una risotada desató la cuerda y la dejó deslizarse por la polea.
El primer impulso del preso fue precipitarse fuera en persecución de su enemigo, pero un súbito desfallecimiento se lo impidió. Repuesto en tanto iba a emprender el ascenso cuando una ligera trepidación del suelo producida por un caballo que, perseguido por un perro, pasaba al galope cerca de la abertura, hizo desprenderse algunos trozos de las paredes y la arena subió hasta cerca de las rodillas, sepultando el balde de hierro. El temor de perecer enterrado vivo sin que pudiera saciar su rabiosa sed de venganza, le dio fuerza, y ágil como un acróbata se remontó por la cuerda tirante y se encontró fuera de la excavación.
Una vez libre, se quedó un instante indeciso del rumbo que debía seguir. En derredor de él la llanura se extendía monótona y desierta bajo el cielo de un azul pálido que el sol teñía de oro en su fuga hacia el horizonte. El ambiente era de fuego y la arena abrasaba como el rescoldo de una hornada inmensa. A un centenar de pasos se alzaban las blancas habitaciones de los obreros rodeadas de pequeños huertos protegidos por palizadas de ramas secas.
¡Qué suma de trabajo y de paciencia representaba cada uno de aquellos cercados! La tierra, acarreada desde una gran distancia, era extendida en ligeras capas sobre aquel suelo infecundo cual una materia preciosa cuya conservación ocasionaba a veces disputas y riñas sangrientas.
Remigio, presa de una tristeza infinita, paseó una mirada por el paisaje y lo encontró tétrico y sombrío. El caballo cuyo paso cerca del pozo había estado a punto de producir un hundimiento, galopaba aún, allá lejos, levantando nubes de polvo bajo sus cascos. Pero el recuerdo de las ofensas se sobrepuso muy pronto, en el mozo, al abatimiento, y el aguijón de la venganza despertó en su alma inculta y semibárbara las furias implacables de sus pasiones salvajes.
Ningún suplicio le parecía bastante para aquellos que se habían burlado tan cruelmente de su amoroso deseo y se juró no perdonar medio alguno para obtener la revancha. Y engolfado en esos pensamientos se encaminó con paso tardo hacia las habitaciones. A pesar de que el amor se había trocado en odio, sentía un deseo punzante de encontrarse con la joven para inquirir en su rostro, antes tan amado, las huellas de las caricias del otro.
Muy luego atravesó el espacio vacío que había entre el pozo y los primeros huertos. En ese día de fiesta, en medio de las mujeres y de los niños, los hombres iban y venían por los corredores con el pantalón de paño sujeto por el cinturón de cuero y la camiseta de algodón ceñida al busto amplio y fuerte. Por todas partes se oían voces alegres, gritos y carcajadas, el ladrido de un perro y el llanto desesperado de alguna criatura.
Frente al cuarto de Rosa, el padre de ésta y varios obreros trabajaban con ahínco en la armadura de madera que debía sostener los muros de la excavación. Remigio se detuvo en el ángulo de una cerca desde el cual podía ver lo que pasaba en la habitación de la joven, quien delante de la puerta, con sus torneados brazos desnudos hasta el codo, retorcía algunas piezas de ropa que iba extrayendo de un balde puesto en el suelo. Valentín, apoyado en el dintel en una apostura de conquistador, le dirigía frases que encontraban en la moza un eco alegre y placentero. Su fresca risa atravesaba como un dardo el corazón de Remigio, a quien la felicidad de la pareja no hacía sino aumentar la ira que hervía en su pecho. En el rostro de la joven había un resplandor de dicha, y sus húmedas pupilas tenían una expresión de languidez apasionada que acrecentaba su brillo y su belleza.
Estrujada la última pieza de tela, Rosa cogió el balde y se dirigió a uno de los cercados seguida de Valentín, que llevaba en la diestra un rollo de cordel. El rubio mocetón ató las extremidades de la cuerda en las puntas salientes de dos maderos ayudando en seguida a suspender de ella las prendas de vestir. Sin adivinar que eran espiados, proseguían su amorosa plática al abrigo de las miradas de los que estaban en el corredor, cuando Valentín percibió a veinte pasos, pegada a la cerca, la figura amenazadora de su rival y queriendo hacerle sentir todo el peso de la derrota y la plenitud de su triunfo, rodeó con el brazo izquierdo el cuello de la joven y, echándole la cabeza atrás, la besó en la boca. Después le habló al oído misteriosamente.
Remigio, que contemplaba la escena con mirada torva, vio a la moza volverse hacia él con rapidez, mirarlo de alto abajo y soltar, en seguida, una estrepitosa carcajada. Luego desasiéndose de los brazos que la retenían, echó a correr acometida por una risa loca.
El ofendido mozo se quedó como enclavado en el sitio. Una llamarada le abrazó el rostro y enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Cegado por el coraje avanzó algunos pasos tambaleándose como un ebrio.
En dirección al pozo caminaba Valentín cantando a voz en cuello una insultante copla:
El tonto que se enamora
Es un tonto de remate:
Trabaja y calienta el agua
Para que otro se tome el mate.
Remigio con la mirada extraviada lo siguió. Sólo un pensamiento había en su cerebro: matar y morir, y en el paroxismo de su cólera se sentía con fuerza para acometer a un gigante.
Valentín se había detenido al borde de la excavación y tiraba de la cuerda para hacer subir el balde, pero viendo que la arena que lo cubría hacía inútiles esfuerzos, se deslizó al fondo para librarlo de aquel obstáculo. Remigio al verlo desaparecer se detuvo un momento, desorientado, mas una siniestra sonrisa asomó luego a sus labios y apretando el paso se acercó a la abertura y desató la cuerda, la cual se escurrió por la polea y cayó dentro del hoyo. El obrero se enderezó: su enemigo quedaba preso y no podría escapársele. ¿Mas cómo rematarlo? Sus ojos que escudriñaban el suelo buscando un arma, una piedra, se detuvieron en las huellas del caballo, despertándose en él de pronto un recuerdo, una idea lejana. ¡Ah si pudiera lanzar diez, veinte caballos sobre aquel terreno movedizo! Y a su espíritu sobreexcitado acudieron extrañas ideas de venganza, de torturas, de suplicios atroces. De improviso se estremeció. Un pensamiento rápido como un rayo habría atravesado su cerebro. A cincuenta metros de allí, tras uno de los huertos, había una pequeña plazoleta donde un centenar de obreros se entretenían en diversos juegos de azar: tirando los dados y echando las cartas. Oía distintamente sus voces, sus gritos y carcajadas. Allí tenía lo que le hacía falta y en algunos segundos ideó y maduró su plan.
El día declinaba, las sombras de los objetos se alargaban más y más hacia el oriente cuando los jugadores vieron aparecer delante de ellos a Remigio que con los brazos en alto en ademán de suprema consternación gritaba con voz estentórea:
—¡Se derrumba el pozo! ¡Se derrumba el pozo!
Los obreros se volvieron sorprendidos y los que estaban tumbados en el suelo se pusieron de pie bruscamente como un resorte. Todos clavaron en el mozo sus ojos azorados, pero ninguno se movía, Mas, cuando le oyeron repetir de nuevo:
—¡El pozo se ha derrumbado! ¡Valentín está dentro! —comprendieron, y aquella avalancha humana, rápida como una tromba, se precipitó hacia la excavación.
Entretanto, Valentín, ignorante del peligro que corría, había extraído el balde, el cual por no ser allí necesario le había sido reclamado por la madre de Rosa. La caída de la cuerda no le causó sorpresa y la achacó al impotente despecho de su rival cuyos pasos había sentido arriba, pero no se alarmó por ello porque de un momento a otro vendrían a colocar la armadura de madera y quedaría libre de su prisión. Mas, cuando oyó el lejano clamoreo y la frase “se derrumba el pozo” llegó distintamente hacia él, el aletazo del miedo y la amenaza de un peligro hizo encogérsele el corazón. El tropel llegaba como un alud. El obrero dirigió a lo alto una mirada despavorida y vio con espanto desprenderse pedazos de las paredes. La arena se deslizaba como un líquido negro y espeso que se amontonaba en el fondo y subía a lo largo de sus piernas.
Dio un grito terrible. El suelo se conmovió súbitamente, y un haz de cabezas, formando un círculo estrecho en torno de la abertura, se inclinó con avidez hacia abajo.
Un alarido ronco se escapaba de la garganta de Valentín.
—Por Dios, hermanos, ¡sáquenme de aquí!
La arena le llegaba al pecho y, como el agua en un recipiente, seguía subiendo con intermitencia, lenta y silenciosamente.
En derredor del pozo la muchedumbre aumentaba por instantes. Los obreros se oprimían, se estrujaban, ansiosos por ver lo que pasaba abajo. Un vocerío inmenso atronaba el aire. Oíanse las órdenes más contradictorias. Algunos pedían cuerdas y otros gritaban
—¡No, no, traigan palas!
Habíase pasado debajo de los brazos de Valentín un cordel del cual los de arriba tiraban con furia; pero, la arena no soltaba la presa, la retenía con tentáculos invisibles que se adherían al cuerpo de la víctima y la sujetaban con su húmedo y terrible abrazo.
Algunos obreros viejos habían hecho inútiles esfuerzos apara alejar a la ávida multitud cuyas pisadas removiendo el suelo no harían sino precipitar la catástrofe. El grito “el pozo se derrumba” había dejado vacías las habitaciones. Hombres, mujeres y niños corrían desalados hacia aquel sitio coadyuvando así, sin saberlo, al siniestro plan de Remigio, quien, con los brazos cruzados, feroz y sombrío, contemplaba a la distancia el éxito de la estratagema.
Rosa pugnaba en vano por acercarse a la abertura. Sus penetrantes gritos de angustia resonaban por encima del clamor general, pero nadie se cuidaba de su desesperación y la barrera que le cerraba el camino se hacía a cada instante más infranqueable y tenaz.
De pronto un movimiento se produjo en la turba. Una anciana desgreñada, despavorida, hendió la masa viviente que se separaba silenciosa para darle paso. Un gemido salía de su pecho:
—¡Mi hijo, hijo de mi alma!
Llegó al borde y sin vacilar se precipitó dentro del hoyo. Valentín clamó con indecible terror:
—¡Madre, sáqueme de aquí!
Aquella marea implacable que subía lenta, sin detenerse, lo cubría ya hasta el cuello, y de improviso, como si el peso que gravitaba encima hubiese sufrido un aumento repentino, se produjo un nuevo desprendimiento y la lívida cabeza con los cabellos erizados por el espanto desapareció, apagándose instantáneamente su ronco grito de agonía. Pero, un momento después surgió de nuevo, los ojos fuera de las órbitas y la abierta boca llena de arena.
La madre, escarbando rabiosamente aquella masa movediza, había logrado otra vez poner en descubierto la amoratada faz de su hijo, y una lucha terrible se trabó entonces en derredor de la rubia cabeza del agonizante. La anciana, puesta de rodillas, con el auxilio de sus manos, de sus brazos y de su cuerpo, rechazaba, lanzando alaridos de pavor y de locura, las arenosas ondas que subían, cuando el último hundimiento tuvo lugar. La corteza sólida carcomida por debajo se rompió en varios sitios. Los que estaban cerca de los bordes sintieron que el piso cedía súbitamente bajo sus pies y rodaron en confuso montón dentro de la hendidura. El pozo se había cegado, la arena cubría a la mujer hasta los hombres y sobrepasaba más de un metro por encima de la cabeza de Valentín.
Cuando después de una hora de esforzada labor se extrajo el cadáver, el sol ya había terminado su carrera, la llanura se poblaba de sombras y desde el occidente un inmenso haz de rayos rojos, violetas y anaranjados, surgía debajo del horizonte y se proyectaba en abanico hacia el cenit.
El rapto del sol
Hubo una vez un rey tan poderoso que se enseñoreó de toda la Tierra. Fue el señor del mundo. A un gesto suyo millones de hombres se alzaban dispuestos a derribar las montañas, a torcer el curso de los ríos o exterminar una nación. Desde lo alto de su trono de marfil y oro, la Humanidad le pareció tan mezquina que se hizo adorar como un dios y estatuyó su capricho como única y suprema ley. En su inconmensurable soberbia creía que todo en el Universo estábale subordinado, y el férreo yugo con que sujetó a los pueblos y naciones, superó a todas las tiranías de que se guardaba recuerdo en los fastos de la historia.
Una noche que descansaba en su cámara tuvo un enigmático sueño. Soñó que se encontraba al borde de un estanque profundísimo, en cuyas aguas, de una diafanidad imponderable, vio un extraordinario pez que parecía de oro. En derredor de él y bañados por el mágico fulgor que irradiaban sus áureas escamas, pululaban una infinidad de seres: peces rojos que parecían teñidos de púrpura, crustáceos de todas formas y colores, rarísimas algas e imperceptibles átomos vivientes. De pronto, oyó una gran voz que decía:
—¡Apoderaos del radiante pez y todo en torno suyo perecerá!
El rey se despertó sobresaltado e hizo llamar a los astrólogos y nigromantes para que explicasen el extraño sueño. Muchos expresaron su opinión, mas ninguna satisfacía al monarca hasta que, llegado el turno al más joven de ellos, se adelantó y dijo:
—¡Oh, divino y poderoso príncipe!, la solución de tu sueño es ésta: el pez de oro es el sol que desparrama sus dones indistintamente entre todos los seres. Los peces rojos son los reyes y los grandes de la Tierra. Los otros son la multitud de los hombres, los esclavos y los siervos. La voz que hirió vuestros oídos es la voz de la soberbia. Guardaos de seguir sus consejos porque su influjo os será fatal.
Calló el mago, y de las pupilas del rey brotó un resplandor sombrío. Aquello que acababa de oír hizo nacer en su espíritu una idea que, vaga al principio, fue redondeándose y tomando cuerpo como la bola de nieve de la montaña. Con ademán terrible se echó sobre los hombros el manto de púrpura y llevando pintada en el rostro la demencia de la ira, subió a una de las torres de su maravilloso alcázar. Era una tibia mañana de primavera. El cielo azul, la verde campiña con sus bosques y sus hondonadas, los valles cubiertos de flores y los arroyos serpenteando en los claros y espesuras, hacían de aquel paisaje un conjunto de una belleza incomparable. Mas el monarca nada vio: ningún matiz, ninguna línea, ningún detalle atrajo la atención de sus ojos de milano, clavados como dos ardientes llamas en el glorioso disco del sol. De súbito, un águila surgió del valle y flotó en los aires, bañándose en la luz. El rey miró el ave, y en seguida su mirada descendió a la campiña, donde un grupo de esclavos recibían, inmóviles como ídolos, el beso del fúlgido luminar. Apartó los ojos, y por todas partes vio esparcirse en torrentes inagotables aquel resplandor. En el espacio, en la Tierra y en las aguas miríadas de seres vivientes saludaban la esplendorosa antorcha en su marcha por el azul.
Durante un momento el rey permaneció inmóvil, contemplando al astro y, vislumbrando por la primera vez, ante tal magnificencia, la mezquindad de su gloria y lo efímero de su poder. Mas aquella sensación fue ahogada bien pronto por una ola de infinito orgullo. ¡El, el rey de los reyes, el conquistador de cien naciones, puesto en parangón y en el mismo nivel que el pájaro, el siervo y el gusano!
Una sonrisa sarcástica se dibujó en su boca de esfinge, y sus ejércitos y flotas cubriendo la Tierra, sus incontables tesoros, las ciudades magníficas desafiando las nubes con sus almenados muros y soberbias torres, sus palacios y alcázares, donde desde sus cimientos hasta la flecha de sus cúpulas no hay otros materiales que oro, marfil y piedras preciosas, acuden en tropel a su memoria con un brillo tal de poderío y grandeza que cierra los ojos deslumbrado. La visión de lo que le rodea se empequeñece, el sol le parece una antorcha vil, digna apenas de ocupar un sitio en un rincón de su regia alcoba. El delirio del orgullo lo posee. El vértigo se apodera de él, su pecho se hincha, sus sienes laten y de sus ojos brotan rayos tan intensos como los del astro hacia el que alarga la diestra, queriendo asirle y detenerle en su carrera triunfal. Por un momento permanece así, transfigurado, en un paroxismo de infinita soberbia, oyendo resonar aquella voz que le hablara en sueños:
—Apoderaos de esa antorcha y todo lo que existe perecerá.
¿Qué son ante tal empresa sus hechos y los de sus antecesores en la noche pavorosa de los tiempos? Menos que el olvido y que la nada. Y sin apartar sus miradas del disco centelleante, invocó a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros.
Obediente al conjuro, acudió el genio envuelto en una tempestuosa nube preñada de rayos y de relámpagos, y dijo al rey con una voz semejante al redoble del trueno:
—¿Qué me quieres, oh tú, a quien he ensalzado y puesto sobre todos los tronos de la Tierra? Y el monarca contestó:
—Quiero ser dueño del sol y que él sea mi esclavo.
Calló Raa, y el rey dijo:
—¿Pido, tal vez, algo que está fuera del alcance de tu poder?
—No; pero para complacerte necesito el corazón del hombre más egoísta, el del más fanático, el del más ignorante y vil, y el que guarde en sus fibras más odio y más hiel.
—Hoy mismo lo tendrás —dijo el rey, y el denso nubarrón que cubría el alcázar se desvaneció como nubécula de verano.
Después de una breve entrevista con el capitán de su guardia, el rey se dirigió a la sala del trono, donde ya lo aguardaban de rodillas y con las frentes inclinadas todos los magnates y grandes de su imperio. Colocado el monarca bajo la púrpura del dosel, proclamó un heraldo que, bajo pena de la vida, los allí presentes debían designar al rey al hombre más ignorante, al más fanático, al más egoísta y vil y al que albergase más odio en su corazón.
Los favoritos, los dignatarios y los más nobles señores se miraron los unos a los otros con recelosa desconfianza. ¡Qué magnífica oportunidad para deshacerse de un rival! Mas, a pesar de que el heraldo repitió por tres veces su intimación, todos guardaron un temeroso silencio.
El enano del rey, una horrible y monstruosa criatura, echado como un perro a los pies de su amo, lanzó, al ver la consternación pintada en los semblantes, una estridente carcajada, lo que le valió un puntapié del monarca que lo echó a rodar por las gradas del trono hasta el sitio donde estaba el príncipe heredero, quien lo rechazó, a su vez, del mismo modo, entre las risas de los cortesanos.
Por un instante se oyeron los rabiosos aullidos del infernal aborto hasta que, de pronto, enderezando su desmedrada personilla, gritó con un acento que hizo correr un escalofrío de miedo por los circunstantes:
—Si aseguras a mi cabeza su permanencia sobre los hombros, yo, ¡oh, excelso príncipe!, te señalaré a esos que tus reales ojos desean conocer.
El rey hizo un signo de asentimiento y el repugnante engendro continuó:
—Nada más fácil que complacerte, ¡oh, rey! ¿Deseas saber cuál de tus vasallos posee el corazón más vil? Pues no sólo te presentaré uno, sino toda una legión.
Y mostrando con la diestra a los favoritos que le escuchaban espantados, prosiguió:
—¡Ved ahí a esos que sacó de la nada tu omnipotencia! En sus corazones de cieno anidan todas las vilezas. La ingratitud y la envidia están tras la máscara hipócrita de sus bajas adulaciones. En el fondo te odian. Son como las víboras; se arrastran, pero saltan y muerden al menor desliz.
En seguida, volviéndose hacia el Sumo Sacerdote, y señalándolo junto con los magos y los nigromantes, dijo:
—¡Ved ahí al más fanático y al más ignorante de tus súbditos! ¡Sus dogmas son absurdos, falsa su ciencia, y su sabiduría, necedad!
Hizo una pequeña pausa y con la voz envenenada de odio prosiguió:
—El corazón más egoísta alienta dentro de tu pecho, ¡oh, rey! No conozco otro que le iguale en dureza y en crueldad, salvo el del príncipe, tu primogénito. ¡El pedernal es ante sus fibras una blanda y deleznable cera!
Calló un instante y luego, con voz ronca, profirió:
—Sólo me falta mostrarte dónde se halla el último. Ese es el mío —y, golpeándose el pecho con fuerza, exclamó—: ¡Aquí está, oh, príncipe! Con odio y hiel fue fabricado. Si pudiera desbordarse, os ahogaría a todos con el acíbar y ponzoña de sus rencores. Anídanse en él más cólera que las que desataron, desatan y fulminarán los cielos y los abismos del mar. Una sola gota del veneno que encierra bastaría para exterminar todo lo que se mueve y alienta debajo del sol.
La voz silbante del enano vibraba aún en el vasto recinto, cuando el rey hizo una imperceptible señal. Al instante se apartaron los amplios tapices y dieron paso a una falange de guerreros que se precipitaron sobre los aterrados favoritos, dignatarios y magnates y los pasaron a cuchillo en un abrir y cerrar de ojos. Inmediatamente, después de decapitados, abríanles el pecho y les arrancaban el corazón palpitante.
El joven príncipe, al ver aquella carnicería, de un salto se puso junto a su padre, mas el monarca, alzando el pesado cetro de oro, lo descargó sobre la desnuda y juvenil cabeza con la celeridad del relámpago. Apenas el cuerpo se desplomó sobre las gradas, un esclavo le sacó el corazón.
El enano, al ver que un soldado avanzaba hacia él con el alfanje en alto, gritó:
—¡Oh, rey, has prometido…!
Y una voz, en la que vibraba un acento de ferocidad implacable, resonó en lo alto del soberbio trono:
—¡Arrancadle, vivo, el corazón!
Han pasado dos días; el rey se encuentra en su cámara más hosco y torvo que nunca, cuando de improviso se ve en forma de una serpiente de fuego la temerosa aparición de Raa. El genio desenvuelve sus anillos de llamas y dice:
—Aquí tienes lo convenido. Esta malla, tejida con las fibras de los corazones cuya esencia era el egoísmo y el odio, el fanatismo y la ignorancia, es impenetrable a la luz. Los rayos del sol se romperán contra ella, sin que logren atravesarla jamás. Aunque su volumen es tan pequeño que puede ocultarse en el hueco de la mano, sus pliegues, distendidos, cubrirían toda la Tierra. Oye y graba en tu memoria lo que has de hacer: subirás a la montaña que se alza sobre el abismo y esperarás que el sol, al salir de su morada nocturna, roce la cresta más alta para lanzarle la red mágica, cuyos pliegues lo envolverán aprisionándolo como dentro de una coraza de diamante. Desde ese momento será tu esclavo y podrás hacer de él lo que quieras.
Salió ocultamente de su palacio por un postigo que daba al campo, sin más compañía que un cayado de pastor y la malla maravillosa. Tres días con sus noches, el rey marchó hacia el oriente. La senda por donde caminaba subía bordeando desfiladeros y barrancas insondables. El flanco de la negra montaña era cada vez más empinado y más áspero. Pero ni el cansancio ni el frío ni la sed ni el hambre le molestaban en lo más mínimo. El orgullo y la soberbia avivaban en él sus hogueras y devoraban toda sensación de malestar físico. Ni una sola vez volvió la cabeza para contemplar el camino recorrido.
Tres veces vio pasar el sol por encima de su cabeza. Cruzó sin detenerse, irreverente, con la excelsa majestad de un dios. Lo asaeteó con sus rayos y fundiendo las nieves desató, para que le salieran al paso con más ímpetu, los torrentes. Aquel reto del astro exacerbó su furor y amenazando con la diestra al flamígero viajero profirió:
—¡Oh, tú, ascua errante, fuego fatuo, que un soplo de Raa enciende y apaga cada día, en breve te arrancaré las insolentes alas! ¡Aherrojado como un esclavo yacerás eternamente tras los muros de oro de mis alcázares!
Y confortado con esta idea, venció los últimos obstáculos y se encontró por fin en la cima más encumbrada de la inaccesible montaña, más arriba de las nubes y de los nidos de las águilas.
En la cúpula sombría centellean calladamente los astros. La noche toca a su término y un vago resplandor brota del abismo sin fondo. Poco a poco palidecen las estrellas y un tenuísimo matiz de rosa se esparce en el oscuro azul del cielo. De pronto un haz de rayos deslumbradores ciega los ojos del monarca. De la negrura sin límites, abierta bajo sus pies, una esfera de oro en fusión surge rauda hacia el espacio. A través de sus cerrados párpados entrevé la fulgurante aureola y lanza por encima de ella la malla maravillosa. Como una antorcha que se hunde en el agua, de súbito se apagó el resplandor. Las estrellas se encendieron de nuevo y las sombras fugitivas y dispersas volvieron sobre sus pasos y ocultaron otra vez la Tierra.
Después de atravesar las salas sumidas en las tinieblas, el rey se detuvo en la más alta torre del palacio. El alcázar estaba desierto y debía de haber sido teatro de alguna tremenda lucha, porque todo él estaba sembrado de cadáveres. Los había en todas partes, en los jardines, en las habitaciones, en las escaleras y en los sótanos. La desaparición del rey había encendido la guerra civil y gran número de pretendientes se habían disputado la abandonada diadema. Mas, la pavorosa ausencia del sol había bruscamente interrumpido la matanza.
Dentro de la alta torre el tiempo transcurre para el monarca insensiblemente. Una deliciosa languidez lo invade. En el interior de la regia cámara, suspendido, como una maravillosa lámpara, está el celeste prisionero. Por una rendija imperceptible de su cárcel brota un intensísimo rayo de luz. Afuera una oscuridad profunda envuelve los valles, las llanuras, las colinas y las montañas. El cielo está negro como la tinta y cual enlutado túmulo lucen en él como lágrimas los astros. Apoyado en la ventana ha asistido mudo e impasible a la lenta agonía de todos los seres. Poco a poco han ido extinguiéndose los clamores y los incendios, hasta que ni el más leve destello rasgó ya la lobreguez de la noche eterna.
De pronto el rey se estremece. Ha sentido un malestar extraño, como si le hubiesen atravesado el corazón con una aguja de hielo. Y desde ese instante su plácida tranquilidad desaparece y la molesta sensación va aumentando por grados hasta hacérsele intolerable. Siente dentro del pecho un frío intensísimo que congela su carne y su sangre y, lleno de angustia, evoca de nuevo a Raa, el genio dominador de los espacios y de los astros, quien contesta a sus súplicas con ironía desalentadora:
—¿De qué te quejas? ¿Al suprimir la vida no has dejado al sentimiento que te posee y es el móvil único de tus acciones sin otro refugio que tu corazón? Para expulsarle sería menester que vibrase en las muertas fibras un átomo de piedad o amor.
Apenas el genio lo hubo dejado, la desesperación se apoderó del monarca. Mas, de súbito, rasgó sus vestiduras y expuso el pecho desnudo al rutilante rayo de luz. Pero ni el más ligero alivio viene a confirmar su esperanza. Entonces clava sus uñas en las carnes y se abre el pecho, dejando al descubierto su frígido corazón al contacto del cual el haz luminoso se debilita y decrece con asombrosa rapidez. Dijérase un caño de oro líquido cayendo en un tonel sin fondo, y que desmaya y se adelgaza hasta convertirse en un hilo, en una hebra finísima. De pronto, como una antorcha, como un fuego fatuo que se extingue, la última chispa brilla, parpadea, desvaneciéndose en la oscuridad.
A pesar de que el sol ha cambiado de cárcel y lo lleva ahora en su corazón, parécele que toda la nieve de las montañas se hubiese trasladado allí. Sube, entonces, a la ventana y se precipita al vacío, en el cual, como si alas invisibles le sostuviesen, desciende blandamente hasta que toca con sus pies la tierra. La campiña está helada como un ventisquero, y envuelto en tinieblas impenetrables, camina a la ventura con los brazos extendidos, huyendo como medroso fantasma de la agonía del Universo.
Cuando las ciudades no fueron sino escombros humeantes y las selvas montones de ceniza, cuando todo combustible se hubo agotado, los hombres cesaron de disputarse un sitio en torno de las hogueras moribundas y se resignaron a morir. Entonces, a la escasa luz de las estrellas, en la negra oscuridad que lo rodeaba, buscáronse los unos a los otros, marchando a tientas con los brazos extendidos, huyendo del silencio y de la soledad del planeta muerto. Y cuando sus manos tropezábanse en las tinieblas, asíanse para no soltarse más. Aquel contacto producía en sus yertos organismos una reacción inesperada. El débil calor que cada uno conservaba, parecía multiplicar su potencia: deshelábase la sangre, el corazón volvía a latir. Y esa cadena viviente aumentaba sin cesar por eslabones innumerables, se extendía a través de los campos, por sobre las montañas, los ríos y los mares helados. Mas, cuando esos cordones se soldaron, faltó un eslabón para que una cadena sin fin enlazase todas las vidas, fundiéndolas en una sola y única, invulnerable a la muerte.
De pronto el monarca sintió que el piso faltaba bajo sus pies. Agitó los brazos buscando un punto de apoyo y dos manos estrecharon las suyas sosteniéndolo amorosamente. Aquellas manos eran duras y ásperas, tal vez pertenecían a un siervo o a un esclavo, y su primer impulso fue rechazarlas con horror; mas, estaban tan yertas, tan heladas, había tanta ternura en su sencillo ademán, que un sentimiento desconocido hizo que devolviera aquella presión. Sintió, entonces, que penetraba en él un fluido misterioso, ante el cual el hielo de sus entrañas, empezó a fundirse como la escarcha al beso del sol, desbordándose súbitamente de su corazón, cual si se volcase el recipiente de un mar, el raudal flamígero cuyo curso marcan en el infinito los ortos y los ocasos. Y por la cadena inmensa, a través de las manos entrelazadas, pasó un estremecimiento, una cálida vibración que abrasó todos los pechos, anegando las almas en un océano de luz. Disipáronse en los espíritus las sombras, y el más allá, el arcano indescifrable salió del caos de su negra noche. Y cada cual se penetró de que el incendio que ardía en sus corazones irradiaba sus lenguas fulguradoras hacia lo alto, donde se condensaban en un núcleo que fue creciendo y agitándose hasta estallar allá arriba, encima de sus cabezas, en un torbellino deslumbrador. Y aquel foco ardiente era el sol, pero un sol nuevo, sin manchas, de incomparable magnificencia que, forjado y encendido por la comunión de las almas, saludaba con la áurea pompa de sus resplandores a una nueva Humanidad.
El registro
La mañana es fría, nebulosa, una fina llovizna empapa los achaparrados matorrales de viejos boldos y litres raquíticos. La abuela, con la falda arremangada y los pies descalzos, camina a toda prisa por el angosto sendero, evitando en lo posible el roce de las ramas, de las cuales de escurren gruesos goterones que horadan el suelo blando y esponjoso del atajo. Aquella senda es un camino poco frecuentado y solitario que, desviándose de la negra carretera, conduce a una pequeña población distante legua y media del poderoso establecimiento carbonífero, cuyas construcciones aparecen de cuando en cuando por entre los claros del boscaje allá en la lejanía borrosa del horizonte.
A pesar del frío y de la lluvia, el rostro de la viejecilla está empapado en sudor y su respiración es entrecortada y jadeante. En la diestra, apoyado contra el pecho, lleva un paquete cuyo volumen trata de disimular entre los pliegues del raído pañolón de lana.
La abuela es de corta estatura, delgada, seca. Su rostro, lleno de arrugas con ojos oscuros y tristes, tiene una expresión humilde, resignada. Parece muy inquieta y recelosa, y a medida que los árboles disminuyen hácese más visible su temor y sobresalto.
Cuando desembocó en la linde del bosque, se detuvo un instante para mirar con atención el espacio descubierto que se extendía delante de ella como una inmensa sábana gris, bajo el cielo pizarroso, casi negro en la dirección del noreste.
La llanura arenosa y estéril estaba desierta. A la derecha, interrumpiendo su monótona uniformidad, alzábanse los blancos muros de los galpones coronados por las lisas techumbres de zinc relucientes por la lluvia. Y más allá, tocando casi las pesadas nubes, surgía de la enorme chimenea de la mina el negro penacho de humo, retorcido, desmenuzado por las rachas furibundas del septentrión. La anciana, siempre medrosa e inquieta, después de un instante de observación pasó su delgado cuerpo por entre los alambres de la cerca que limitaba por ese lado los terrenos del establecimiento, y se encaminó en línea recta hacia las habitaciones. De vez en cuando se inclinaba y recogía la húmeda chamiza, astillas, ramas, raíces secas desparramadas en la arena, con las que formó un pequeño hececillo que, atado con un cordel, se colocó en la cabeza.
Con este trofeo hizo su entrada en los corredores, pero las miradas irónicas, las sonrisas y las palabras de doble sentido que le dirigían al pasar, le hicieron ver que el ardid era demasiado conocido y no engañaba a los ojos perspicaces de las vecinas.
Pero, segura de la reserva de aquellas buenas gentes, no dio importancia a sus bromas y no se detuvo sino cuando se encontró delante de la puerta de su vivienda. Metió la llave en la cerradura, hizo girar los goznes y una vez adentro corrió el cerrojo.
Después de tirar en un rincón el haz de leña y de colocar encima de la cama cuidadosamente el paquete, se despojó del rebozo y lo suspendió de un cordel que atravesaba la estancia a la altura de su cabeza.
En seguida encendió el montoncillo de virutas y de carbón que estaba listo en la chimenea y sentándose al frente en un pequeño banco, esperó. Una llama brillante se levantó del fogón e iluminó el cuarto en cuyos blancos muros desnudos y fríos se dibujó la sombra angulosa y fantástica de la abuela. Cuando el calor fue suficiente, puso sobre los hierros la tetera con agua para el mate y yendo hacia la cama desenvolvió el paquete y colocó su contenido, una libra de hierba y otra de azúcar, en un extremo del banco donde ya estaba el pocillo de loza desportillado y la bombilla de lata.
Mientras el fuego chisporrotea la anciana acaricia con sus secos dedos la hierba fina y lustrosa de un hermoso color verde, deleitándose de antemano con la exquisita bebida que su gaznate de golosa está impaciente de saborear.
Sí, hacía ya mucho tiempo que el deseo de paladear un mate de aquella hierba olorosa y fragante era en ella una obsesión, una idea fija de su cerebro de sexagenaria. Pero cuán difícil le había sido hasta entonces preocuparse la satisfacción de aquel apetito, su vicio, como ella decía; pues su nietecillo José, portero de la mina, ganaba tan poco, treinta centavos apenas, lo indispensable para no morirse de hambre. ¡Y era el chico su único trabajador!
Mientras la hierba del despacho era tan mediocre y tenía tan mal gusto, allá en el pueblo había una finísima, de hoja pura y tan aromática que con sólo recordarla se le hacía agua la boca. Pero costaba tan caro ¡Cuarenta centavos la libra! Es verdad que por la del despacho pagaba el doble, pero el pago lo hacía con fichas o vales a cuenta del salario del pequeño, en tanto que para adquirir la otra era necesario dinero contante y sonante.
Mas, no era esa sola la única dificultad. Existía también la prohibición estricta para todos los trabajadores de la mina de comprar nada, ni provisiones, ni un alfiler, ni un pedazo de tela fuera del despacho de la Compañía. Cualquier artículo que tuviera otra procedencia era declarado contrabando y confiscado en el acto, siendo penadas por las residencias con la expulsión inmediata del contrabandista.
Durante largos meses fue atesorando centavo por centavo en un rincón de la cama, bajo el colchón, la cantidad que le hacía falta. Cuidando que su nieto tuviese lo necesario, privábase ella de lo indispensable y, poco a poco, el montoncillo de monedas de cobre fue aumentando hasta que por fin la suma reunida era no sólo suficiente para comprar una libra de hierba, sino también un poco de azúcar, de aquella blanca y cristalina que en el despacho no se veía nunca.
Mas, ahora venía lo difícil. Ir hasta el pueblo, efectuar la compra y luego volverse sin despertar las sospechas de los celadores, que como Argos con cien ojos vigilaban las idas y venidas de las gentes. Se atemorizaba. Perdía todo su valor. ¿Qué sería de ella y del niño en aquel invierno que se presentaba tan crudo si acaso la arrojaban del cuarto, dejándola sin pan ni techo donde cobijarse?
Pero el dinero estaba ahí, tentándola, como diciéndole: —Vamos, tómame, no tengas miedo.
Escogió un día de lluvia en que la vigilancia era menor y, muy temprano, en cuanto el pequeño hubo partido a la mina, cogió las monedas, echó llaves a la puerta, y se internó en el llano, llevando el rollo de cuerdas que le servía para atar los haces de leña que iba a recoger de vez en cuando en el bosque.
Mas, una vez que se hubo alejado lo bastante, salvó la cerca de alambres y tomó el estrecho sendero que, evitando el largo rodeo de la carretera, llevaba en línea recta hacia el pueblo. La distancia era larga, muy larga para sus pobres y débiles piernas; pero la recorrió sin grandes fatigas gracias a la suave temperatura y a la excitación nerviosa que la poseía.
No fue así la vuelta. El camino le pareció áspero, interminable, teniendo que detenerse a ratos para tomar aliento. Luego, experimentaba una gran zozobra por la realización de aquel delito al cual su conciencia culpable daba proporciones inquietantes.
La burla de la temida prohibición de hacer compras fuera del despacho la sobrecogía como la consumación de un robo monstruoso. Y a cada instante le parecía ver tras un árbol la silueta amenazadora de algún celador que se echaba repentinamente sobre ella y le arrancaba a tirones el cuerpo del delito.
Varias veces estuvo tentada de tirar el paquete comprometedor a un lado del camino para librarse de aquella angustia, pero la aromática fragancia de la hierba que a través de la envoltura acariciaba su olfato la hacía desistir de poner en práctica una medida tan dolorosa. Por eso cuando se encontró a solas dentro de la estancia, libre de toda mirada indiscreta, la acometió un acceso de infantil alegría.
Y mientras el agua pronta a hervir dejaba escapar el runrún que precede de la ebullición, la abuela con las manos cruzadas en el regazo seguía con la vista las tenues volutas de vapor que empezaban a escaparse por el curvo pico de la tetera.
A pesar del cansancio atroz de la larguísima caminata, experimentaba una dulce sensación de felicidad. Iba por fin a saborear de nuevo los exquisitos mates de antaño, los mismos que eran su delicia cuando aún existían aquellos que le fueron arrebatados por esa insaciable devoradora de juventud: la mina, que debajo de sus plantas, en el hondo de la tierra extendía la negra red de sus pasadizos, infierno y osario de tantas generaciones.
De improviso un recio golpe aplicado en la puerta la arrancó de sus meditaciones. Un terrible miedo se apoderó de ella y maquinalmente sin darse cuenta casi de lo que hacía, tomó el paquete y lo ocultó debajo del banco. Un segundo golpe más recio que el primero seguido de una voz áspera e imperiosa que gritaba: ¡Abra, abuela, pronto, pronto! La sacó de su inmovilidad. Se levantó y descorrió el cerrojo.
El jefe del despacho y su joven dependiente fueron los primeros en transponer el umbral seguidos de cerca de dos celadores que llevaban a la espalda grandes sacos que depositaron en el suelo enladrillado. La anciana se había dejado caer sobre el banco.
Inmóvil, paralizada, miraba delante de sí con cara de idiota; y la boca entreabierta y la mandíbula caída revelaban el colmo de la sorpresa y del espanto. Apréciale que mientras su cuerpo se diluía, se achicaba hasta convertirse en algo pequeñísimo e impalpable, la imponente figura de aquel señor de barba rubia y retorcidos mostachos, envuelto en su lujoso abrigo, tomaba proporciones colosales, llenaba el cuarto, impidiendo toda tentativa para escurrirse y ocultarse.
Entretanto, el dependiente, un jovenzuelo avispado y ágil, ayudado por los celadores había empezado el registro. Después de tirar a un lado los cobertores de la cama, dar vueltas al colchón y palpar la paja por sobre la tela, abrieron el pequeño baúl y, uno por uno, fueron arrojando al centro del cuarto los harapos que contenía, haciendo equívocos comentarios sobre aquellas prendas, tan rotas y deshilachadas, que no había por donde cogerlas. Luego hurgaron por los rincones, removieron de su sitio los escasos y miserables utensilios y de pronto se detuvieron mirándose a la cara desorientados.
El jefe, de pie delante de la puerta, en actitud severa y digna observaba los movimientos de sus subordinados sin despegar los labios.
El dependiente dirigiéndose a uno de los hombres le preguntó: —¿Estás seguro de haberla visto atravesar los alambrados?
El interpelado repuso: —Tan seguro, señor, como ahora lo estoy viendo a usted. Salía del atajo y apostaría diez contra uno a que venía del pueblo.
Hubo un pequeño silencio que la voz breve del jefe interrumpió: —Bueno, regístrenla ahora a ella.
Mientras los dos hombres cogían de los brazos a la anciana y la sostenían en pie, el jovencillo efectuó en un instante la odiosa operación.
—No tiene nada –dijo, enjugándose las manos que se le habían humedecido al recorrer los pliegues de la ropa mojada.
Y todo habría terminado felizmente para la abuela si el mozo en su afán de no dejar sitio sin registrar no se hubiera acercado a la banca y mirado debajo.
Apenas se hubo inclinado cuando su irguió dirigiendo hacia el patrón su mirada radiante de júbilo.
—¡Vea donde lo tenía, señor, esta vieja de los diablos!
El patrón ordeno secamente: —Llévese eso y retírense.
Cuando el dependiente y los celadores hubieron salido, el jefe contempló un instante la ruin y miserable figura de la anciana encogida y hecha un ovillo en el asiento y luego tomando un aspecto imponente adelantó algunos pasos y con voz severa la increpó:
—Si no fuera usted una pobre vieja ahora mismo la hacía desocupar el cuarto, arrojándola a la calle. Y esto, en conciencia, sería lo justo, pues usted lo sabe muy bien abuela, que comprar algo fuera del despacho es un robo que se hace a la Compañía. Por ahora y por ser la primera vez se la perdono, pero para otra ocasión cumpliré estrictamente con mi deber, Quédese con Dios y pídale que le perdone este pecado tan deshonroso para sus canas.
La abuela se quedó sola. Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la hubieran paralizado. Sin levantarse del asiento se volvió hacia la chimenea e inclinó la cabeza pesadamente.
Afuera el mal tiempo aumenta por grados; algunas ráfagas entreabren la puerta y avivan el fuego moribundo, arremolinando sobre la nuca de la viejecilla las grises y escasas guedejas que ponen al descubierto su cuello largo y delgado con la piel rugosa adherida a las vértebras.
El remolque
—…Créanme ustedes que me cuesta trabajo referir estas cosas. A pesar de los años, su recuerdo me es todavía muy penoso.
Y mientras el narrador se concentraba en sí mismo para escudriñar en su memoria, hubo por algunos momentos un silencio profundo en la pequeña cámara del bergantín. Sin la ligera oscilación de la lámpara colgada de la ennegrecida techumbre, nos hubiéramos creído en tierra firme y muy lejos del “Delfín”, anclado a una milla de la costa.
De pronto quitóse el marino la pipa de la boca y su voz grave y pausada resonó:
—Era yo entonces un muchacho y servía como ayudante y aprendiz en diversas faenas a bordo del “San Jorge”, un pequeño remolcador de la matrícula de Lota.
La dotación se componía del capitán, del timonel, del maquinista, del fogonero y de este servidor de ustedes, que era el más joven de todos. Nunca hubo en barco alguno tripulación más unida que la de ese querido “San Jorge”. Los cinco no formábamos más que una familia, en la que el capitán era el padre y los demás los hijos. ¡Y qué hombre era nuestro capitán! ¡Cómo le queríamos todos! Más que cariño, era idolatría la que sentíamos por él. Valiente y justo, era la bondad misma. Siempre tomaba para sí la tarea más pesada, ayudando a cada cual en la propia con un buen humor que nada podía enturbiar. ¡Cuántas veces viendo que mis múltiples faenas teníanme rendido, reventado casi, vino hacia mí diciéndome alegre y cariñosamente: “Vamos, muchacho, descansa ahora un ratito mientras yo estiro un poco los nervios”!
Y cuando desde el toldo, a cubierto del sol o de la lluvia, miraba el ancho corpachón del capitán, su rostro colorado, sus bigotes rubios un tanto canosos y sus ojos azules de mirada tan franca como la de un niño, sentía que una ternura dulce y profunda me inundaba el alma y desbordaba de mi razón. Por salvarle de un peligro hubiera sacrificado mi vida sin vacilación alguna.
Hizo una breve pausa el narrador, llevóse la pipa a los labios y prosiguió, después de lanzar una espesa bocanada de humo:
—Un día levamos ancla al amanecer y pusimos proa a Santa María. Remolcábamos una lancha con madera, en la cual íbamos a traer, de regreso, un cargamento de pieles de lobo marino que debía embarcar, a la mañana siguiente, el transatlántico que pasaba con rumbo al Estrecho. El mar estaba tranquilo como una balsa de aceite. El cielo era azul y la atmósfera tan transparente que podíamos percibir, sin perder un solo detalle, todo el contorno del golfo de Arauco.
Todos, a bordo del “San Jorge”, estábamos alegres y el capitán más que ninguno, pues el patrón de la lancha que remolcábamos era nada menos que Marcos, su querido Marcos que de pie en la popa, doblegando entre sus manos como un junco la larga bayona, obligaba a la pesada mole a seguir la estela que iba dejando en las azules aguas la hélice del remolcador.
Marcos, hijo único del capitán, era también un amigo nuestro, un alegre y simpático camarada. Nunca el proverbio “de tal palo tal astilla” había tenido en aquellos dos seres tan completa confirmación; semejantes en lo físico y en lo moral, era aquel hijo el retrato de su padre, contando el mozo dos años más que yo, que tenía en ese entonces veintiuno cumplidos.
Deliciosa fue aquella travesía. Bordeamos la isla por el lado sur y, a mediodía, habíamos fondeado en la ensenada, término de nuestro viaje. Descargada la lancha, después de una faena pesada y laboriosa, esperamos el nuevo cargamento que, debido a no sé qué imprevista dificultad, no estaba aún listo para proceder a su embarque, cosa que puso de malísimo humor al capitán. A la verdad, sobrábale razón para disgustarse; pues el tiempo, tan hermoso por la mañana, cambió, al caer la tarde, súbitamente. Un nordeste que refrescaba por instantes picaba el mar azotándolo con violentísimas ráfagas, y fuera de la caleta arremolinábanse las olas en torbellinos espumosos. El cielo de un gris de pizarra, cubierto por nubes muy bajas que acortaban considerablemente el horizonte, tenía un aspecto amenazador. En breve la lluvia empezó a caer. Fuertes chaparrones nos obligaron a enfundarnos en nuestros impermeables, mientras comentábamos la intempestiva borrasca. Aunque la calma del océano y el enrarecimiento del aire nos hicieran aquella mañana presentir un cambio de tiempo, estábamos, sin embargo, muy lejos de esperar semejante mudanza. Si no fuese por el apremio del transatlántico y las perentorias órdenes recibidas, hubiéramos esperado, al abrigo de la caleta, que amainara la violencia del temporal.
Llegó por fin el ansiado cargamento y procedimos a embarcarlo a toda prisa, mas aun cuando todos trabajamos con ahínco para apresurar la operación, ésta terminó al anochecer, en un crepúsculo muy corto. Inmediatamente dejamos el fondeadero con el remolque: la enorme y pesada lancha en cuya popa y bancos distinguíamos las siluetas del patrón y de los cuatro remeros, destacándose como masas borrosas a través de la lluvia y los copos de espuma que arrebataba el viento huracanado de las crestas de las olas.
Todo marchó bien al principio, mientras estuvimos al abrigo de los acantilados de la isla; pero cambió completamente en cuanto enfilamos el canal para internarnos en el golfo. Una racha de lluvia y granizo nos azotó por la proa y se llevó la lona del toldo que pasó rozándome por encima de la cabeza como alas de un gigantesco petrel, el pájaro mensajero de la tempestad.
A una voz del capitán, asido a la rueda del timón, yo y el timonel corrimos hacia las escotillas de la cámara y de la máquina y extendimos sobre ellas las gruesas lonas embreadas, tapándolas herméticamente.
Apenas había vuelto a ocupar mi sitio junto al guardacable, cuando una luz blanquecina brilló por la proa y una masa de agua se estrelló contra mis piernas impetuosamente. Asido a la barra resistí el choque de aquella ola, a la cual siguieron otras dos con intervalos de pocos segundos. Por un instante creí que todo había terminado, pero la voz del capitán que gritaba aproximándose a la bocina de mando: “¡Avante a toda fuerza!” me hizo ver que aún estábamos a flote.
El casco entero del “San Jorge” vibró y rechinó sordamente. La hélice había doblado sus revoluciones y los chasquidos del cable del remolque nos indicaron que el andar era sensiblemente más rápido. Durante un tiempo que me pareció larguísimo, la situación se sostuvo sin agravarse. Aunque la marejada era siempre muy dura, no habíamos vuelto a embarcar olas como las que nos asaltaron a la salida del canal y el “San Jorge”, lanzado a toda máquina, manteníase bravamente en la dirección que nos marcaban los destellos del faro desde lo alto del promontorio que domina la entrada del puerto.
Pero esta calma relativa, esta tregua del viento y del océano, cesó cuando, según nuestros cálculos, estábamos en mitad del golfo. La furia de los elementos desencadenados asumió esta vez tales proporciones, que nadie a bordo del “San Jorge” dudó un instante sobre el resultado final de la travesía.
El capitán y el timonel, asidos a la rueda del timón, mantenían el rumbo enfilando el nordeste que amenazaba convertirse en huracán. En la proa, un relámpago continuo nos indicaba que el enfurecido oleaje aumentaba en intensidad fatigando al barquichuelo, que se enderezaba a cada guiñada con gran trabajo. Parecía que navegábamos entre dos aguas, y el peligro de irnos por ojo era cada vez más inminente.
De pronto la voz del capitán llegó a mis oídos por encima del fragor de la borrasca:
—¡Antonio, vigila el cable de remolque!
—Sí, capitán, —le contesté; pero una racha furiosa me cortó la palabra obligándome a volver la cabeza. La linterna colgada detrás de la chimenea arrojaba un débil resplandor sobre la cubierta del “San Jorge”, iluminando vagamente las siluetas del capitán y del timonel. Todo lo demás, a proa y popa, estaba sumergido en las más profundas tinieblas y de la lancha separada del remolcador por veinte brazas, que era la longitud de la espía, sólo percibíase esa pálida fosforescencia que despiden las olas al chocar contra un obstáculo en la oscuridad. Pero los chasquidos del tirante cable indicaban claramente que el remolque seguía nuestras aguas y aunque no podíamos verlo sentíamos que estaba ahí, muy próximo a nosotros, envuelto en las sombras cada vez más densas de la medianoche.
De pronto, entre el fragoroso estruendo de la borrasca, me pareció oír un ruido sordo y persistente por el lado de estribor. El capitán y el timonel debieron también percibirlo, porque a la luz de la linterna vi que se volvían a la derecha y se quedaban inmóviles, escuchando, al parecer, el extraño ruido con grandísima atención. Transcurrieron así algunos minutos y aquellas sordas detonaciones semejantes a truenos lejanos fueron creciendo y aumentando hasta tal punto, que ya la duda no fue posible: el “San Jorge” derivaba hacia los bajíos de la Punta de Lavapié.
El estrépito de las olas rodando sobre el temible y peligroso banco ahogó muy pronto con su resonante y pavoroso acento todas las demás voces de la tempestad.
No sé qué pensarían mis compañeros, pero yo, asaltado por una idea repentina, dije en voz baja, temerosamente.
—El remolque es nuestra perdición.
En ese preciso instante rasgó las tinieblas un relámpago vivísimo, alzándose unánimemente en el remolcador y en la lancha un grito de angustia:
—¡El banco, el banco!
Cada cual había visto, al producirse la descarga eléctrica, destacarse una superficie blanquecina salpicada de puntos oscuros a tres o cuatro cables del costado de estribor del “San Jorge”. Los comentarios eran inútiles. Todos comprendíamos perfectamente lo que había pasado. La gran superficie que la lancha semidescargada oponía al viento no sólo disminuía la marcha del remolcador, sino que también llegaba hasta anularla por completo. Desde que salimos del canal no habíamos avanzado gran cosa, siendo arrastrados por la corriente hacia el banco que creíamos a algunas millas de distancia. En balde la hélice multiplicaba sus revoluciones para impulsamos adelante. La fuerza del viento era más poderosa que la máquina, y derivábamos lentamente hacia el bajío cuya proximidad ponía en nuestros corazones un temeroso espanto. Sólo una cosa nos restaba que hacer para salvarnos: cortar sin perder un minuto el cable del remolque y abandonar la lancha a su suerte. Virar en redondo para acercarnos a Marcos y sus compañeros era zozobrar infaliblemente apenas las olas nos cogiesen por el flanco. Para nuestro capitán el dilema era terrible: o perecíamos todos o salvaba su buque enviando a su hijo a una desastrosa muerte.
Este pensamiento prodújome tal conmoción que olvidando mis propias angustias sólo pensé en la horrible lucha que debía librarse en el corazón de aquel padre tan cariñoso y amante. Desde mi puesto, junto al guardacable, percibía su ancha silueta destacarse de un modo confuso a los débiles resplandores de la linterna. Aferrado a la barandilla trataba de adivinar por sus actitudes, si, además de esa alternativa, él veía otra que fuese nuestra salvación. ¡Quién sabe si una audaz maniobra, un auxilio inesperado o la caída brusca del nordeste pusiese un feliz término a nuestras angustias! Mas, toda maniobra que no fuese mantener la proa al viento era una insensatez y de ahí, de las tinieblas, ninguna ayuda podía venir. En cuanto a que aminorase la violencia de la borrasca, nada, ni el más leve signo hacíalo presagiar. Por el contrario, recrudecía cada vez más la furia de la tormenta. El estampido del trueno mezclaba su redoble atronador al bramido de las rompientes; y el relámpago desgarrando las nubes amenazaba incendiar el cielo. A la luz enceguecedora de las descargas eléctricas vi cómo el banco parecía venir a nuestro encuentro. Algunos instantes más y el “San Jorge” y la lancha se irían dando tumbos por encima de aquella vorágine.
Entonces, dominando el ensordecedor estrépito, se oyó la voz atronadora del capitán que decía junto a la bocina de mando:
—¡Cargar las válvulas!
Una trepidación sorda me anunció un momento después que la orden se había cumplido. La hélice debía girar vertiginosamente, porque el casco del remolcador gemía como si fuera a disgregarse. Yo veía al capitán revolverse en su sitio y adivinaba su infinita desesperación al ver que todos sus esfuerzos no harían sino retardar por algunos minutos la catástrofe.
De improviso se alzó la escotilla de la máquina y asomó por el hueco la cabeza del maquinista. Una ráfaga le arrebató la gorra y arremolinó la nevada cabellera sobre su frente. Asido al pasamanos permaneció un instante inmóvil, mientras rasgaba las tinieblas un deslumbrador relámpago. Una ojeada le bastó para darse cuenta de la situación, y esforzando la voz por encima de aquella infernal baraúnda, gritó:
—¡Capitán, nos vamos sobre el banco!
El capitán no contestó, y si lo hizo su réplica no llegó a mis oídos. Transcurrió así un minuto de expectación que me pareció inacabable, un minuto que el maquinista empleó, sin duda, en buscar un medio de evitar la inminencia del desastre. Pero el resultado de este examen debió serle tan pavoroso que, a la luz de la linterna suspendida encima de su cabeza, vi que su rostro se demudaba y adquiría una expresión de indecible espanto al clavar sus ojos en el viejo camarada a quien el conflicto entre su amor de padre y el deber imperioso de salvar la nave confiada a su honradez, mantenía anonadado, loco de dolor, junto a la rueda del gobernalle.
Pasaron algunos segundos: el maquinista avanzó algunos pasos agarrado a la barandilla y se puso a hablar, esforzando la voz, de una manera enérgica. Mas, era tal el fragor de la borrasca que sólo llegaron hasta mí palabras sueltas y frases vagas e incoherentes… resignación… voluntad de Dios… honor… deber…
Sólo el fin de la arenga percibílo completo:
—Mi vida nada importa, pero no puede usted, capitán, hacer morir a estos muchachos.
El anciano se refería a mí, al timonel y al fogonero, cuya cabeza asomábase de vez en cuando por la abertura de la escotilla.
No pude saber si el capitán respondió o no al llamamiento de su viejo amigo, porque el mugido de las olas que barrían el barco se mezcló en ese instante al retumbo violento de un trueno. Creí llegada mi última hora, de un momento a otro íbamos a tocar fondo, y empezaba a balbucear una plegaria cuando una voz, que reconocí ser la de Marcos, se alzó en las tinieblas por parte de popa. Aunque muy debilitadas, oí distintamente estas palabras:
—¡Padre, cortad el cable, pronto, pronto!
Un frío estremecimiento me sacudió de pies a cabeza.
Estábamos al final de la batalla e íbamos a ser tumbados y tragados por la hirviente sima dentro de un instante. La figura de Marcos se me apareció como la de un héroe. Perdida toda esperanza, la entereza que demostraba en aquel trance hizo acudir las lágrimas a mis ojos. ¡Valeroso amigo, ya no nos veremos más!
El “San Jorge”, asaltado por las olas furiosas, empezó a bailar una infernal zarabanda. Como un gozquecillo entre los dientes de un alano, era sacudido de proa a popa y de babor a estribor con una violencia formidable. Cuando la hélice giraba en el vacío rechinaba el barco de tal modo, que parecía que todo él iba a disgregarse en mil pedazos.
Cegado por la lluvia que caía torrencialmente, me mantenía asido al guardacable, cuando la voz estentórea del maquinista me hirió como el rayo:
—¡Antonio, coge el hacha!
Me volví hacia la rueda del timón y una masa confusa que ahí se agitaba me sacó de mi estupor. Más bien adiviné que vi en aquel grupo al capitán y al anciano debatiéndose a brazo partido sobre la cubierta. De súbito vislumbré al maquinista que, desembarazado de su adversario, se abalanza hacia popa exclamando:
—¡Antonio, un hachazo a ese cable, vivo, vivo!
Me agaché de un modo casi inconsciente, y alzando la tapa del cajoncillo de herramientas aferré el hacha por el mango, mas, cuando me preparaba con el brazo en alto a descargar el golpe, la luz de un relámpago mostrándome en esa actitud acusadora, reveló mi propósito a los tripulantes del remolque. Escuché un furioso clamoreo:
—¡Cortan el cable, cortan el cable! ¡Asesinos! ¡Malditos! ¡No, no…!
Entretanto yo, espoleado por aquellos gritos y ansioso por concluir de una vez, descargaba sobre el cable furibundos tajos, hasta que, de pronto, algo semejante a un tentáculo con un sordo chasquido, se enroscó en mis piernas y me arrojó de bruces sobre la cubierta. Me enderecé en el momento que el maquinista desaparecía por la escotilla, después de gritar al timonel:
—¡Proa al faro, muchacho!
Busqué con la vista al capitán y distinguí su silueta junto al guardacable. Bastóle un segundo para dar con el cortado trozo de la espía y lanzando un grito desgarrador: “¡Marcos, Marcos!”, se apoyó sobre la borda, balanceándose en el vacío. Tuve apenas tiempo de asirle por una pierna y arrebatándolo al abismo rodamos juntos sobre la cubierta entablando una lucha desesperada entre las tinieblas. Forcejeábamos en silencio: él para desasirse, yo para mantenerlo quieto. En otras circunstancias el capitán me hubiera aventado como una pluma, pero estaba herido y la pérdida de sangre debilitaba sus fuerzas. En su combate con el maquinista su cabeza debió chocar contra algún hierro, porque creí sentir varias veces que un líquido tibio, al juntarse nuestros rostros, goteaba de su cabellera. De súbito cesó de debatirse y con las espaldas apoyadas en la borda quedamos un instante inmóviles. De repente empezó a gemir:
—Antonio, hijo mío, déjame que vaya a reunirme con mi Marcos.
Y como yo estallara en sollozos, exaltándose por grados prosiguió:
—¡Malvado, sentí los hachazos, pero no fue el cable… ¿oyes?, lo que cortó el filo de tu hacha: no, no…; fue el cuello de él, su cuello lo que cortaste, verdugo! ¡Ah, tienes las manos teñidas de sangre…! ¡Quítate, no me manches, asesino!
Sentí un furioso rechinar de dientes y se me echó encima lanzando feroces alaridos:
—¡Ahora te toca a ti…! ¡Al banco, al banco!
La locura había devuelto al capitán sus fuerzas y haciéndome perder pie me lanzó en el aire como una paja. Tuve durante un segundo la visión de la muerte, fatal e inevitable, cuando una ola abordando por la proa al “San Jorge” se precipitó hacia la popa como una avalancha, derribándonos y arrastrándonos a lo largo de la cubierta.
Mis manos al caer tropezaron con algo duro y cilíndrico y me aferré a ello con la desesperación. Cuando aquel torbellino hubo pasado, me encontré asido con ambas manos al trozo de cable de remolque; en cuanto al capitán, había desaparecido.
En ese instante se abrió la puerta de la cámara y asomó por ella el piloto del “Delfín”.
—Capitán —dijo—, ya la marea toca a la pleamar. ¿Levamos ancla?
El capitán hizo un signo de asentimiento y todos nos pusimos de pie. Había llegado el instante de volver a tierra y mientras nos aproximábamos a la escala para descender al bote, nuestro amigo nos dijo:
—Lo demás de la historia carece de interés. El “San Jorge” se salvó, y yo, al día siguiente, me embarcaba como grumete a bordo del “Delfín”. Han pasado ya quince años… Ahora soy su capitán.
El vagabundo
En medio del ávido silencio del auditorio alzóse evocadora, grave y lenta, la voz monótona del vagabundo:
—…Me acuerdo como si fuera hoy; era un día así como éste; el sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela debajo de la ramada. Mi madre, que andaba atareadísima aquella mañana, me había gritado ya tres veces, desde la puerta de la cocina: “¡Pascual, tráeme unas astillas secas para encender el horno!”
Yo, empecatado en el juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:
—Ya voy, madre, ya voy.
Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba… De repente, cuando con la redondela en la mano ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en la espalda un golpe y un escozor como si me hubiesen arrimado a los lomos un hierro ardiendo. Di un bufido y ciego de rabia, como la bestia que tira una coz, solté un revés con todas mis fuerzas…
Oí un grito, una nube me pasó por la vista y vislumbré a mi madre, que sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me decía con una voz que me heló hasta la médula de los huesos:
—¡Maldito seas, hijo maldito!
Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo como si me hubiese partido un rayo… Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.
Mientras los campesinos se estrechaban en torno del banco ansiosos de contemplar de cerca el prodigio, el viejo habíase desabrochado la blusa y puesto al descubierto el pecho hundido, descarnado, con la terrosa piel pegada a los huesos. Y ahí, justamente debajo de la tetilla derecha, veíase la mano, una mano pálida, con dedos largos y uñas descomunales adherida por la palma a esa parte del cuerpo como si estuviese soldada o cosida con él.
Un murmullo temeroso partió del grupo y voces ahogadas profirieron:
—¡Pobrecito!
—¡Qué castigo, mi Dios!
—¡Qué ejemplo, Jesús bendito!
El vagabundo esperó que los murmullos y las exclamaciones se extinguiesen y luego continuó:
—Una noche se me apareció, en sueños, Nuestro Señor, y me ordenó que me fuera por el mundo para que mi castigo, confundiendo a los incrédulos, sirviese de ejemplo a los malos hijos.
Los padres y las madres clavaron en los rostros confusos de sus juveniles retoños una mirada que parecía decir:
—¿Han oído? ¡Esto es para ustedes! ¿Olvidarán la leccioncita?
El silencio tenía algo de religioso y de solemne cuando el viejo prosiguió:
—Honra a tu padre y a tu madre dice la ley de Dios, y yo les encarezco, mis hijos, que nunca, jamás, desobedezcan a sus mayores. Sean siempre dóciles y sumisos y alcanzarán la felicidad en este mundo y la gloria eterna en el otro.
—¡Amén! —dijeron muchas voces trémulas por la emoción.
La ramada bajo la cual se cobijaba el vagabundo era la prolongación de un pajizo rancho, morada de uno de los más ancianos vaqueros del fundo. A cincuenta metros estaba la carretera, a la que daba acceso una puerta de trancas cuyas varas, corridas de un lado, descansaban por una de sus extremidades en el suelo, dejando un paso estrecho que un caballo podía salvar con un pequeño salto. El terreno sobre el cual se alzaba la choza, era llano y estaba cerrado por una ligera empalizada de ramas secas. En lo alto el sol fulguraba intensamente derramando sus blancos resplandores sobre los campos sumidos en el letargo de la quietud y el sopor.
El mendigo, sentado en el banco junto al cual los campesinos van depositando en silencio sus limosnas, murmura con trémula y cascada voz:
—¡Dios y la Santísima Virgen se lo paguen, hermano!
De pronto, en el camino, frente a la puerta de trancas, aparecen dos jinetes magníficamente montados. Uno tras otro salvan el obstáculo y avanzan en derechura hacia la ramada. Todas las lenguas enmudecen a la vista del patrón y de su hijo que hablan, al parecer, acaloradamente.
Los labriegos se miran y se hacen guiños con aire malicioso. Están hartos de aquellas escenas y cuchichean con maligna sonrisa:
—El viejo halló la horma de su zapato.
—La halló, la halló.
Cállanse de nuevo para oír las voces destempladas de los jinetes, que habiendo refrenado sus cabalgaduras gesticulan con tono áspero de disputa.
Don Simón, el hacendado, es un hombre de sesenta años, alto, corpulento, de mirada viva y penetrante. Lleva la barba afeitada y su cano y retorcido bigote, que la cólera eriza, deja ver una boca de labios delgados, adusta e imperiosa. Su historia es breve y concisa. Simple vaquero en su juventud, a fuerza de paciencia y perseverancia alcanzó los empleos de capataz, mayordomo y, por último, administrador de una magnífica hacienda. Muy hábil, trabajador infatigable, hizo prosperar de tal modo los intereses del propietario que éste lo hizo su socio dándole una crecida participación en las ganancias. A la muerte de su bienhechor adquirió con sus economías un pequeño fundo en los alrededores, fundo que ensanchó merced a compras sucesivas hasta hacer de él una propiedad valiosísima. Viudo hacía mucho tiempo, sólo tenía aquel hijo. Contaba el mozo veintidós años. De estatura mediana, bien conformado, poseía un semblante expresivo, franco y abierto. Su carácter, como el de su padre, era muy irritable y arrebatado, mas en su corazón había un gran fondo de bondad.
Los campesinos le querían entrañablemente y eran a menudo los encubridores y cómplices de sus calaveradas. Ávido de placeres y de libertad y jinete espléndido, era fanático por las carreras de caballo. Contábase el caso muy reciente de haber regresado un día a casa, en ancas del caballejo de un inquilino, sin poncho, sin faja y sin espuelas: todas esas prendas, incluso el caballo y la montura, habíalas apostado y perdido en unas famosas carreras en las Playas de la Marisma. Esta conducta del mozo, su ligereza, su ninguna afección al trabajo y su rebeldía a los consejos paternales, exasperaban y llenaban de amargura el corazón del hacendado. Todo lo había intentado para enderezar aquel arbolillo que era carne de su carne y su único heredero para quien había acumulado esa fortuna, cuya conservación imponíale a sus años tan durísimas fatigas. En su afán de hacer de él un campesino, un hombre de trabajo, un continuador de su obra, no quiso enviarle a la ciudad para recibir una educación cualquiera. Desdeñaba, además, profundamente, esa sabiduría que conceptuaba inútil, superflua y aun perjudicial. Con la lectura y la escritura y un poco de aritmética y contabilidad había de sobra para abrirse camino en la vida. Él no había pasado de allí y pocos podían vanagloriarse de haber alcanzado una prosperidad como la suya. Consecuente con los principios que habían sido la norma de toda su vida, todo su sistema de educación descansaba en la severidad y el rigor. Este proceder le enajenó, poco a poco, el afecto de su hijo, quien llegó a mirarle, a veces, como un enemigo a cuyo despotismo era lícito oponer la astucia, la hipocresía y el engaño. Cuando el niño se hizo hombre, esta oposición de caracteres se acentuó y cavó entre ellos un abismo. “Son el agua y el aceite”, decían los campesinos, y así era la verdad. Nada podía juntarles y todo les separaba. Es un perdido, un vagabundo, decía el hacendado, cuya infancia y juventud pasadas en la servidumbre y cuya vida ulterior, opresora y cruel para los demás, habían endurecido de tal modo su corazón, que no podía comprender la esencia de aquella naturaleza tan distinta de la suya. La aversión del mozo por el trabajo continuado, su desapego por el dinero, su debilidad para con los inferiores eran para don Simón otros tantos delitos imperdonables. Y redoblaba las amonestaciones y las amenazas, sin obtener más que una sumisión efímera que el anuncio de una fiesta, de unas carreras, echaba pronto a rodar.
Los jinetes habían puesto nuevamente sus caballos al paso y sus voces sonaban claras y distintas en el silencio que reinaba en la ramada.
—Te digo que no irás…
—Padre, sólo voy a ver correr la yegua overa. En seguida me vuelvo… Se lo juro a usted.
—Tú debías estar enterado, desde hace tiempo, que cuando ordeno alguna cosa, no me vuelvo atrás. Déjate, pues, de majaderías. En la aparta de los novillos podrás correr todo lo que te dé la gana.
Los inquilinos cuchichean en voz baja:
—¿Que hay carreras en la Marisma?
—Sí, la del mulato con la yegua overa. Don Isidrito está muy interesado porque don Cucho le ha ofrecido la mitad de la apuesta si jinetea la potranca y gana la carrera.
Padre e hijo se detienen delante de la vara donde están atados una veintena de caballos y el hacendado, después de recorrer con una mirada aquellos rostros cohibidos que se desvían temerosos, dijo al dueño del rancho, que se había adelantado hacia él, sombrero en mano:
—Jerónimo, vas a ir con todos los que están aquí al potrero de la Aguada para rodear los novillos y encerrarlos en el corral. Nosotros, y miró de soslayo a su hijo, vamos a ir al cerco de los Pidenes y a la vuelta haremos la aparta de la novillada de dos años. ¡Cuidado con corretearme demasiado las reses!
El labriego inclinó la cabeza y murmuró un quedo y humilde:
—Está bien, señor.
Un sonoro tintineo de espuelas siguió a la orden, y los campesinos empezaron a desfilar unos tras otros por ambos lados de la ramada para ir a tomar sus cabalgaduras.
De pronto, en el hueco que dejaran, el hacendado percibió al vagabundo inmóvil sobre el banco, teniendo junto a sí el montoncillo de las limosnas. Clavó sobre él una mirada furibunda y con voz vibrante profirió:
—¿Qué hace aquí este viejo pícaro?
Ninguna voz se alzó para responder. Don Simón paseó su fiera mirada interrogadora por aquellas cabezas que se bajaban obstinadamente y prosiguió:
—¡Yo no sé qué gentes son ustedes! Siempre están llorando hambres y miserias, pero en cuanto aparece por aquí uno de estos holgazanes, que los embauca con cuentos absurdos, ya están desvalijando la casa para regalarlo y festejarlo como si fuera un enviado del cielo.
Desde un rincón partió una vocecilla cascada:
—Pero, señor, ¿es un pecado, acaso, la caridad con los pobres?
—Es que esto no es caridad, es despilfarro, complicidad; así es como se fomenta el vicio y la holgazanería…
Hablaba atropelladamente, con el rostro rojo de ira, y
volviéndose hacia el anciano inquilino, le dijo:
—A ver, Jerónimo, despégale la mano a ese farsante.
El interpelado alzó la cabeza y miró aterrorizado a don Simón. Era tan cómica la expresión de aquella fisonomía desfigurada por el espanto, que el hacendado estuvo a punto de soltar la risa. “Este idiota, pensó, cree que si hace lo que le mando se abrirá la tierra para tragárselo”.
No insistió en repetirle la orden y se dirigió a los demás:
—Ya que Jerónimo se ha tullido de repente y hasta ha perdido el habla, vaya uno de ustedes: tú, Pedro; tú, Nicolás; tú, Lorenzo —y fue pronunciando así varios nombres. Pero al parecer, a todos habíales ocurrido el mismo fenómeno, pues ninguno se movió ni contestó.
Aquella resistencia produjo, más que cólera, asombro y admiración en el hacendado. ¡Cómo! ¿Hasta ese extremo llegaba la ciega credulidad de esas gentes que se atrevían a arrostrar su enojo antes que poner sus manos en el mentiroso viejo? Y más que nunca se afirmó en su resolución de sacarlos de su engaño, haciéndoles ver la falsedad de aquella historia ridícula.
Paseó una última mirada por aquellas cabezas que se abatían en silencio, hoscas y hurañas, y ordenó imperioso:
—Isidro, apéate y desenmascara a ese bribón.
El mozo lo miró extrañado y balbuceó con un tono de viva repugnancia:
—Padre, téngale lástima, perdónelo por esta vez.
La cólera, amortiguada un instante, resurgió en el hacendado, furiosa:
—¿Tú, también tú?
El joven, desentendiéndose de este vibrante apostrofe, prosiguió suplicante:
—¡Déjelo usted, padre, es tan viejito! ¡No me obligue a cometer una mala acción!
—¿Qué es lo que llamas una mala acción? ¡Dilo, dilo pronto!
—Violentar a este viejito, padre, avergonzarlo descubriéndole sus carnes… Además, no creo que por una inocente mentira…
—¡Inocente mentira, inocente mentira…? ¿A esta criminal superchería llamas inocente mentira…? Lo que me parece a la verdad mentira es tener un hijo como tú —vociferó frenético don Simón, y enarbolando la pesada chicotera, avanzó resueltamente sobre el mozo.
Este, viendo en los ojos de su padre la intención manifiesta de agredirlo, se desmontó prontamente y penetró bajo la ramada, decidido a cumplir la odiosa orden con toda la blandura y suavidad posibles.
De pronto, aquella misma voz cascada y senil se alzó de nuevo en su rincón sombrío:
—Padre nuestro que estás en los cielos…
Don Simón, que había recobrado en parte la serenidad, dijo con tono de zumba:
—¡Ah, le van a rezar las letanías por si muere en la operación! Pero, ¿le perdonarán allá arriba?
La voz interrumpió el rezo para decir:
—Ya está perdonado.
Don Simón, muy divertido, preguntó:
—¿Cómo lo sabe usted, abuela?
—Porque ya está aquí el Anticristo que lo ha de crucificar.
El hacendado dio un respingo en la silla y vociferó a gritos:
—¡Vieja imbécil, piara de brutos! ¿Conque soy el Anticristo? ¿El Anticristo?
Y mientras repetía el ominoso epíteto, se revolvía en la montura buscando en torno a alguien en quien descargar el peso de la ira que lo ahogaba. Pero no vio sino rostros inclinados y ojos que miraban fijamente el suelo. Volvióse nuevamente hacia el fondo de la ramada y exclamó:
—¡Isidro! ¿Hasta cuándo esperas? ¡Acabemos de una vez!
El vagabundo, que desde la llegada del patrón no había despegado los labios, guardando una inmovilidad absoluta, cuando el mozo estuvo a su lado empezó a gemir plañideramente:
—¡Don Isidrito, apiádese de este pobre viejo! Yo lo conozco a usted de mediano…, no me maltrate. ¡Hágalo por la señorita, su mamá, esa santa que nos mira desde el cielo! Yo he rezado mucho, muchísimo por ella y por usted. ¡Ay, mi amito, mi niño Dios, por las llagas de Nuestro Señor, defiéndame de su padre, favorézcame por amor de Dios!
En el corazón del joven aquellos clamores repercutieron dolorosamente. Experimentaba por el viejo una profunda piedad. Quiso tentar un último esfuerzo para aplacar la cólera de su padre, pero las últimas palabras de éste, reiterándole el imperioso mandato, vencieron sus escrúpulos y resignado alargó la mano hacia el pecho del vagabundo, quien sin dejar de gemir rechazó aquel ademán con su huesuda diestra. Esto se repitió varias veces hasta que el mozo cogió con la suya, robusta y poderosa, aquella mano obstinada y terca. El viejo, con una fuerza increíble para sus años, trató de libertar su muñeca de aquellas tenazas, se recogió como una araña y se deslizó al suelo, forcejeando con tal desesperación, con tanta maña y destreza, que el mozo hubo de soltarle sin haber logrado su intento. El joven, cuyos dientes estaban apretados, cambió de táctica. Alargó los brazos y alzando al mendigo del suelo lo tendió de espalda sobre el asiento. Pero aquel cuerpo decrépito, aquel brazo y aquellas piernas semejantes a secos y quebradizos sarmientos, se agitaron con tales sacudidas que, tumbándose el banco, ambos luchadores rodaron por el suelo con gran estruendo. Se oyó una rabiosa blasfemia y un puño alzándose airado, cayó sobre la faz del vagabundo, que se tornó roja bajo una oleada de sangre que brotó de su boca y de su nariz, y manchó sus sucias greñas, sus bigotes y su barba.
Instantáneamente cesó el viejo de gemir y debatirse, y el mozo, desabrochándole la blusa, desprendió de su sitio la famosa mano sin gran trabajo.
Don Simón se desmontó precipitadamente y acudió presuroso junto al mendigo, diciendo a sus servidores:
—¡Vengan, vengan todos!
Al empezar la refriega, las mujeres habían huido hacia el interior del rancho lanzando histéricos sollozos, y los campesinos, volviendo la espalda a la ramada, mostrábanse atareadísimos recorriendo los arreos de sus cabalgaduras.
Mientras el hacendado se inclina sobre el vagabundo, que, extenuado por la lucha, no hace el menor movimiento, el mozo, de pie, cejijunto y huraño, mira hacia la carretera. En su combate con el viejo algo se ha roto y desvanecido en lo más recóndito de su corazón. Basta mirarlo para conocer que no es el mismo. Si los campesinos se hubiesen vuelto hacia él, de seguro que habrían visto que una súbita y total transformación se había operado en el “Niño”, como entre ellos lo llamaban. Parecía haber envejecido de repente diez años y su mirada dura y brillante y el desdeñoso pliegue de la boca demostraban que el padre había recobrado su hijo, cegándose en sus almas el abismo que los separaba.
Entre ambos el viejo yacía de espalda con los ojos entornados; sus brazos estaban extendidos a lo largo del cuerpo y en su pecho desnudo veíase un trozo de piel descolorida. Era el sitio en que apoyaba durante tantos años la mano, la sacrílega mano con que hiriera el rostro de aquella que le llevó en sus entrañas.
Don Simón examinó largamente aquel miembro, cuyo cutis delicado, casi blanco y sus largas uñas lo llenaron de admiración. De repente se enderezó y preguntó triunfalmente:
—¡Qué hay! ¿Te convenciste de que todo no era más que una mentira?
—Completamente, padre; tenía usted mucha razón.
El hacendado se quedó estupefacto, gozoso. No eran sólo las palabras sino el tono en que fueron dichas lo que le sorprendía y llenaba de satisfacción. Aquel acento enérgico no era ya del muchacho taimado y voluntarioso que tanto lo hiciera sufrir, sino el de un hombre razonable que reconocía al fin sus errores y enderezaba sus pasos por la senda del deber. ¡Admirable influencia de la justicia y la verdad! Un ciego había abierto los ojos; faltaban los otros, ¿dónde se habían metido?
Don Simón avanzó hacia la esquina de la ramada y rugió con amenazador acento:
—¡Aquí todos!
Los campesinos, que se habían echado sobre la hierba formando pequeños grupos, se alzaron del suelo perezosamente, y viendo que el patrón los contemplaba de hito en hito, echaron a andar hacia la ramada con una lentitud y una cachaza tan desesperante, que el hacendado palideció de coraje ante aquella deliberada y testaruda negligencia.
En ese momento resonó el galope de muchos caballos y una magnífica cabalgata cruzó por la carretera. A través de la nube de polvo viéronse brillar un instante los lujosos arreos de los jinetes y de los corceles.
Una voz viril y poderosa se elevó desde el camino:
—¡Isidro, te esperamos en la Marisma; esta tarde corre la yegua overa!
El mozo dijo resueltamente a espaldas de don Simón:
—Padre, yo no voy a la aparta.
El hacendado se volvió hosco con la mirada centelleante:
—¿Qué dices?
—Que tengo que ir allá… adonde le dije.
Don Simón alargó la diestra y cogiendo al joven por la abertura de la manta, lo zarandeó rudamente, aturdiéndolo con sus gritos:
—¡Que tienes que ir! ¿A dónde? ¿A las carreras…? Dilo de una vez. Repítelo.
Y la frase desafiadora, irreparable, salió de los labios trémulos del mozo:
—¡Voy adonde me da la gana!
Aún vibraban estas palabras cuando la diestra del hacendado cayó sobre la mejilla izquierda del rebelde, que trocó instantáneamente su palidez cadavérica en una escarlata vivísima…
Los campesinos que llegaban se detuvieron en seco. El hijo había enlazado al padre por la cintura y echándole diestramente la zancadilla lo tumbó en tierra boca arriba. Cayó el mozo encima, pero, alzándose presuroso, se precipitó sobre su caballo, un retinto magnífico, y se lanzó a toda rienda hacia la puerta de trancas.
El hacendado, de pie, la diestra en alto, los ojos inyectados de sangre, cárdena la convulsa faz, lanzó entonces, con acento de una sonoridad extraña, el fatal anatema:
—¡Maldito seas, hijo maldito!
Al oírlo el mozo hizo un movimiento en la montura como para mirar hacia atrás, y el nervioso bruto, desviado por aquella leve inclinación del jinete, saltó oblicuamente, yendo a chocar con sus patas delanteras en la vara superior. Retembló la tierra con el golpe y una densa nube de polvo se elevó desde el camino frente a la puerta de trancas. Los labriegos saltaron sobre sus caballos y corrieron a escape en socorro del caído; pero, antes de que hubiesen recorrido la mitad de la distancia, el retinto, que se había alzado tembloroso sobre sus patas, lanzando un resoplido de espanto, emprendió una vertiginosa carrera por la calzada desierta. De la montura pendía algo informe como un pájaro cuyas alas abiertas fuesen azotando el suelo…
Voces espantadas resbalaron en el aire inmóvil:
—¡Santo Dios, se le enredó la espuela en el lazo!
Mientras los campesinos corren a rienda suelta tras el desbocado animal, que les lleva una larga delantera, don Simón, sentado en el suelo, da manotadas al aire queriendo coger algo invisible que gira a su derredor. De vez en cuando dice con tono de infantil alborozo, mientras entreabre su cerrada diestra con gran cuidado:
—¡Ven, Isidro, mira, ya lo atrapé!
Pero, en la mano nada hay, y, tendiéndose de espalda bajo la ramada, con los ojos entornados, quédase inmóvil, tratando de percibir el toque misterioso que ha cesado de repente. Una idea le obsesiona: ¡Cómo y cuándo se apagó en su corazón el tañido de aquel cascabel que, a pesar de su pequeñez, vibra tan poderosamente en los corazones inexpertos! De pronto todo se aclaró en su espíritu. El insidioso tañido se extinguió en su corazón el día en que empuñó en sus manos el látigo de capataz. Es verdad que sus voces eran ya muy débiles y apagadas, pues siempre resistió con entereza sus pérfidas insinuaciones encaminadas a apartarle de la soñada meta de la fortuna y del poder. Arrojado de allí, vengativo y malévolo, fue a buscar un albergue en el corazón de su mujer, donde reinó como soberano absoluto. ¡Ah, cómo le hizo sufrir, a él, emancipado de toda sensiblería, aquella naturaleza débil, crédula y enfermiza! Muerta la esposa, el cascabel, obstinado y rencoroso, se anidó en el corazón de su hijo. Encontró allí un terreno bien preparado para extender su diabólica influencia, influencia que se mantuviera en ese reducto propicio quizás hasta cuando si el mozo, desoyendo por primera vez el maligno repique, no hubiese castigado como se merecía al mendigo, descargando el puño sobre su hipócrita y mentirosa faz. Libre quedó al instante del huésped maldito. Mas, a partir de ahí, perdíase su huella. ¿Dónde se había metido? Durante un momento los dientes del hacendado rechinaron furiosos ante su impotencia para descubrir el asilo del detestado enemigo. Hacía poco que le pareció oírle repicar burlonamente en torno de él, mas debió ser aquello una ilusión de sus sentidos. ¡Ah, si pudiera atraparle, si pudiera atraparle!
De repente se estremeció y entreabriendo lentamente sus cerrados párpados, vio inclinado sobre su rostro el pálido semblante del vagabundo. Apenas pudo reprimir un grito de victorioso júbilo: el cascabel estaba dentro del corazón del mendigo y repicaba con inusitado brío su perturbadora melopea. Si hubiese alguna duda sobre su presencia, allí estaban para desvanecerla los ojos húmedos del viejo que le miraban como jamás, nadie, le había mirado nunca. Mientras enderezaba su poderoso busto, su diestra se deslizó con disimulo bajo la faja que ceñía su cintura.
Algunas mujeres que habían penetrado bajo la ramada huyeron lanzando espantosos alaridos. En el suelo, tendido de espaldas, yacía el vagabundo con el pecho abierto, desangrándose por una horrible herida. A su lado, de rodillas, estaba el hacendado machacando sobre la piedra de moler la sangrienta entraña. Mientras esgrimía el trozo de granito destinado a triturar el grano, canturreaba apaciblemente:
—De balde chillas, cascabel del diablo…, te voy a reducir a polvo, a polvo impalpable que esparciré a los cuatro vientos…
Un galope precipitado resuena en la carretera. Precede a la cabalgata un jinete en un caballo blanco de espuma. Es Isidro, el hijo del hacendado. Rota la hebilla de la espuela se desprendió el mozo de la montura y rodó en el polvo que amortiguó considerablemente la violencia de la caída. Al trasponer la puerta de trancas un coro de voces femeninas se alzó clamoroso:
—Milagro, milagro, si es el niño, don Isidrito… ¡Alabado sea Dios!
En el conventillo
Entre dos hileras de cuartos, cuyo aspecto sórdido denotaba la desidia o la avaricia del propietario, extendíase un espacio de quince metros de ancho por cuarenta de largo, cruzado por alambres y cordeles que sostenían pinzas de ropa de todas formas y colores.
Separadas entre sí por delgados tabiques, las habitaciones carecían de ventanas y sólo tenían una puerta, cuya parte alta ostentaba algunos agujeros para dar paso al aire del exterior.
Obreros y jornaleros ocupaban estos cuartos. En el más grande, con frente a la calle tenía su habitación la portera o mayordoma, encargada de las importantes funciones de cobrar los alquileres, de dar el desahucio a los reacios en el pago y a los que no le rindiesen el acatamiento debido a su alta investidura de representante del propietario.
En una mañana de agosto, fría y nebulosa, mujeres y niños desarrapados asomábanse a las puertas de las habitaciones. Afuera, en el patio, algunas lavanderas inclinadas sobre sus artesas batían la ropa en el agua jabonosa con los brazos desnudos, amoratados por el frio.
De pronto, de una de las piezas salió corriendo y dando chillidos una muchachita de seis a siete años seguida de cerca por una mujer que le gritaba llena de cólera:
—¡Párate chiquilla, no te digo que te pares!
Pero la pequeña, avispada y ágil, se le escabullía fácilmente entre las artesas, barriles, tinas y otros artefactos que llenaban el patio.
Cuando se convenció que la persecución resultaba inútil, la abandonó y se entró al cuarto, no sin antes conminar a la fugitiva:
—No van a ser palos los que te voy a dar cuando te pille, bribona.
La aludida, contorsionando la morena cara, hizole una serie de muecas para significarle que le importaba un ardite la amenaza.
La pieza donde penetrara la mujer estaba llena de trastos. En el centro alzábase una mesa cubierta con un tapete de hule muy viejo. Junto a la pared destacábanse dos catres de fierro con sus camas, y en el suelo, esparcidos aquí y allá, había baldes con lejía, atados de ropas y ollas y cacharros de toda especie. Cerca de la puerta, en una gran jaula dividida en compartimentos, veíanse varios gallos ingleses de pelea.
Apenas entró en la habitación, Sabina, que así se llamaba la mujer, reanudó la tarea del planchado que había interrumpido para castigar a ese demonio de Berta, que le tenía requemada la sangre con sus fechorías. Pero unos gritos articulados y rabiosos, que estallaron a su espalda, la obligaron a volverse y proferir con airado tono:
—Aída, ¿qué le están haciendo a la niña?
—Nada mamita, es ella que no quiere tomar.
En el suelo, sentadas en un saco había dos chicas. La mayor, de nueve años, de ojos grises, pequeños y vivaces, y de redonda y morena cara, tenía a su derecha, sobre un cajón, una taza de leche, de la cual daba cucharadas a la más pequeña, quien, de cuando en cuando, sin causa aparente, rechazaba el alimento, dando manotadas y lanzando gritos de impaciencia y rabia.
La madre, cada vez que esta escena se repetía, no dejaba de observar:
—Estará muy caliente la leche. Enfríala un poco más.
Aída seguía al pie de la letra estas instrucciones. Soplaba en el tiesto y en la cuchara y, antes de dar el líquido, probábalo previamente y aquí, en este detalle que para la mujer pasaba inadvertido, estaba el por qué de las rabietas de la pequeñuela, pues la leche a consecuencia de esta maniobra llegaba a su boca hambrienta disminuida en la mitad, y a veces sólo unas cuantas gotas contenía la cucharilla que ella veía salir rebosante de la taza.
Este fraude, que no podía evitar ni delatar, provocaba las desesperadas protestas de la criatura que, aunque había cumplido los tres años, apenas podía balbucir una que otra palabra. Un raquitismo atroz había hecho presa en su endeble cuerpecillo, que sólo podía moverse arrastrándose por el suelo, sin que los esfuerzos de la madre para hacerla andar diesen resultados, atribuyendo en su ignorancia esta debilidad del organismo a una voluntaria terquedad de la chica.
Por eso, cuando alguien preguntaba:
—¡Vaya! ¿Todavía no anda la Anita?
Ella contestaba invariablemente:
—Si es que no quiere andar esta chiquilla.
—¿No estará tullida, vecina?
—¡No, si usted la viera cómo patalea cuando se enoja! Entonces nadita de tullida que está, pero en cuanto la paran pone las piernas como una lana. Es costumbre que ha agarrado esta pícara. A fuerza de chicote se la tengo que quitar.
Estas palabras, y el tono en que eran pronunciadas, dejaban transparentar una especie de rencor contra la criatura que, a pesar de su edad, daba tanto trabajo como una guagua de meses.
Era Sabina, la lavandera, una mujer joven, veintiocho años a lo sumo, muy morena, de mediana estatura, facciones marchitas y ojos pardos de mirada triste. Trabajadora infatigable, se le veía desde el alba entregada a sus quehaceres. Su marido, de oficio panadero, a pesar de que ganaba cuarenta o más pesos semanales, sólo destinaba a su familia una parte insignificante de su salario.
A consecuencia de esto, la madre y los hijos, tres varones y otras tantas hembras, pasaban una vida de estrechez y de miseria que el trabajo de la mujer apenas podía atenuar.
Cuando Onofre, el marido, no se embriagaba, la familia disfrutaba de cierta relativa holgura. Con los dos pesos, que eran su contribución diaria, había en su casa para matar el hambre. Pero estos períodos de tranquilidad no eran de mucha duración, y cualquier día el mayor de los chicos, que iba por las mañanas a esperar a su padre y traer la provisión de pan, se presentaba en el cuarto con las manos vacías y pronunciaba la frase sacramental:
—Mi taitita anda tomando...
Desde ese momento la madre tenía que multiplicar sus tareas, trabajar de día y de noche en labores extraordinarias y disminuir su propia alimentación para satisfacer el apetito voraz de esas bocas hambrientas que la acosaban sin cesar con la cantinela:
—Mamita, quiero pan, deme pan, mamita.
La tarea del planchado tocaba a su término. La ropa, caliente aún por el contacto de la plancha, formaba un montón encima de la cama de la cual partió, de pronto, el débil llanto de un niño. Algunas piezas se habían deslizado hasta tocarle el rostro, despertándolo con su áspero roce.
En ese instante se dibujó en el umbral de la puerta la alta silueta de un hombre. Dio una ojeada por el cuarto y preguntó:
—¿Dónde está Daniel?
Antes que la mujer respondiese, un niño de doce años, delgado, de semblante moreno y despierto, penetró apresuradamente en el cuarto y dijo con cierta entonación temerosa:
—Aquí estoy, taitita.
La voz varonil interrogó:
—¿Le diste de comer a los gallos?
—Si, taitita.
—¿Agua?
—Agua también.
En tanto hacía las preguntas, examinaba atentamente a las aves, palpándoles el buche, para comprobar si, en realidad, habían comido y bebido, pues en una ocasión sorprendió al chico en flagrante delito de mentira.
Esta vez la inspección pareció dejarlo satisfecho, y mientras Daniel se deslizaba hacia fuera mirando de soslayo a su padre, éste fue a sentarse junto a los reñidores, observando con profundo interés sus idas y venidas dentro de la jaula.
De treinta y cinco años, alto, de complexión robusta, era el panadero un hombre apático y silencioso. Cuando se embriagaba, esta característica parecía acentuarse, y sólo los gallos, su pasión favorita, lograban ponerle locuaz.
Muy ignorante, el problema educacional de los hijos no le preocupaba en manera alguna. Procurarles el alimento y el vestido era ya por sí sola una carga demasiado grande y de la cual se libertaba con una frecuencia amenazadora.
Los chicos, abandonados a sí mismos, crecían como plantas bravías, sin que nada contrarrestase los atávicos impulsos de sus almas infantiles, indisciplinadas y precoces. Los mayores vivían en la calle y sólo venían a casa a dormir. La indiferencia del padre y los crueles castigos que de él recibían, casi siempre desproporcionados con relación a la falta cometida, habían debilitado en ellos el afecto filial. El temor era el sentimiento dominante cuando estaban en su presencia y de la que procuraban huir cada vez que les era posible.
Por lo que toca a la madre, ocupada constantemente en sus quehaceres, muy poca atención podía prestarles. Además su espíritu inculto, lleno de supersticiones y absurdos prejuicios, hacia de ella una perversa educadora. Al revés de su marido, su acción represiva ante las barrabasadas de sus chicos se limitaba a lanzar gritos y proferir amenazas que no se realizaban, con lo cual su autoridad era poco menos que nula. Los rapaces, seguros de la impunidad, contestaban con burlas y aun con insultos a las reprimendas.
Por algunos minutos reinó el silencio en el cuarto. El chico había vuelto a dormirse y la pequeña Anita, apoyándose en las manos, se arrastraba sobre las baldosas del piso acercándose a la mujer que, con el rostro encendido, continuaba su labor sin darse un momento de reposo.
De súbito se precipitó en la pieza, como una tromba, Berta, a quien su hermano Ricardo, un pillete de ocho años, perseguía con un manojo de hierbas. El rapaz, al divisar a su padre se detuvo en seco, y girando sobre sus talones emprendió veloz carrera hacia la calle.
La chica lloraba dando voces;
—¡Mamita, Ricardo me ortigó las piernas!
Onofre se levantó y miró hacia afuera, pero ya el hechor había desaparecido. Sabina soltó la plancha y se acercó a la pequeña, preguntándole:
—¿Por qué ha sido, qué le hiciste tú?
—Nada. Estábamos jugando. Yo era la gallina clueca y para que no me levantara del nido me ortigó las piernas.
—¿Y cómo se le ocurrió esa maldad a ese negro pícaro?
—Es que Pablo dijo que la señora Ignacia les ortigaba la pechuga a las gallinas de ella.
Sabina a pesar de su enojo no pudo menos que sonreírse.
—Déjalo, en cuanto lo pille le voy a ortigar la rabadilla con el chicote.
Luego, acordándose de la escena ocurrida entre ambas, y en tanto le frotaba las morenas y enronchadas piernecillas con un trapo empapado en vinagre, le susurró quedamente:
—Eso te pasa por mala. ¿No ves como Dios te castiga por desobediente?
Pero la chica, atenuado ya el escozor de las picaduras, no la escuchaba, impaciente por reunirse a la turba que alborotaba el patio con sus gritos, lo que hizo apenas la curación hubo terminado.
Después de un instante de silencio, la mujer lo interrumpió para decir:
—Onofre, Ricardo anda descalzo y David luego estará lo mismo. Yo estoy endeudada en el almacén. Sin zapatos no pueden ir a la escuela, porque no los admiten. Si tú no le compras...
La voz de su marido, breve e irónica, le cortó la palabra:
—Tú crees que yo estoy sellando plata.
—No sellarás, pero ganas bastante y lo que das es una miseria.
—Demasiado doy.
—Es que más gastas en diversiones. La otra semana, en la pelea del gallo giro, perdiste cincuenta pesos.
—Mentira, no perdí un centavo porque me cubrí a tiempo.
La mujer contestó, incrédula:
—Siempre dices lo mismo, pero la plata que pones a los gallos no la vuelves a ver más.
—Y aunque así fuese... ¿No soy dueño de gastarla y botarla si se me antoja?
—Claro, como nada te importan la mujer ni los hijos.
—Mira, puedes hablar lo que quieras, pero hay otros que dan menos y nadie les mete bulla por eso.
—Porque la esclava que tienen aguanta todo. Si es para la casa, un centavo les duele, pero para divertirse entonces la plata no vale nada.
Onofre por toda respuesta se puso de pie y abandonó la habitación con el rostro ensombrecido por el enojo.
Sabina lo vio alejarse descorazonada y aunque la experiencia le había demostrado la inutilidad de sus quejas, no podía resignarse y abstenerse de formularlas. Desde tiempo atrás la deficiente cooperación del marido iba haciendo más y más precaria la situación del hogar. A la escasez de alimentos añadíase la carencia de ropas y de calzado. Los chicos, desnudos de pie y pierna, apenas tenían con qué abrigarse y sufrían crueles torturas a causa del frío. Como la madre sólo podía atenuar en parte estas privaciones, la lucha tornábase para ella cada vez más angustiosa. Sin embargo, con ese obstinado y silencioso heroísmo de las mujeres de su clase, su valeroso espíritu no desmayaba en la lucha desigual que sostenía contra la miseria.
Concluida la faena del planchado, Sabina tomó al pequeño para amamantarlo, y mientras el chico exprimía el seno con desgano, la madre contemplaba afligida la carita morena y demacrada. Aunque tenía diez meses, representaba menos de seis. El médico del dispensario había diagnosticado una infección intestinal; mas, las vecinas y comadres, disintiendo de esta opinión, habían resuelto que la enfermedad del infante era un empacho, y toda la farmacopea popular, disparatada y absurda, se puso en práctica para curarlo de la afección. Saturado de unturas y ahíto de infusiones, el niño agonizaba días y semanas aferrándose a la vida con la formidable vitalidad de la raza. Y aquella existencia, lucecilla vacilante que amenazaba extinguirse a cada momento, era motivo de grave preocupación para la madre, quien, sin confesárselo, allá en lo intimo de su pensamiento deseaba que la muerte terminase su obra, lo cual sería para ella una liberación.
Después de colocar al pequeñuelo en la cama, Sabina reanudó sus quehaceres, poniendo un poco de orden en el cuarto, trabajo que tuvo que interrumpir para atender a la tullida que, siguiendo una costumbre en ella inveterada, se llenaba la boca de tierra que extraía de un agujero de la pared. Diole algunas palmadas y la apartó de allí. La chica, a quien el castigo arrancara desaforados gritos, se calló de improviso. Había encontrado en el suelo un recipiente con almidón y azul de Prusia, y se embadurnaba con la mezcla la cabeza y el rostro. La madre acudió de nuevo y dobló la dosis de cachetes y pellizcos. ¡Señor, qué criatura, cuánto daba quehacer!
Y acercándose a la puerta, llamó a Aída, y le ordenó, señalándole a la pequeña:
—Llévatela, entreténla por ahí, no dejes que coma tierra.
La grandullona recibió el mandato de malísima gana, y exteriorizó su descontento tomando a la chica de un brazo y sacudiéndola con aspereza, mientras le decía con enojo:
—¡Párate, mañosa!
Pero como viese que su madre se acercaba en actitud amenazante, huyó con la pequeña en los brazos, profiriendo vengativa:
—¡Voy a tirarte a la acequia, chiquilla del diablo!
Sabina aprovechó esos momentos de tranquilidad para dar fin a los preparativos de la merienda, pues la hora de mediodía estaba ya cerca. En tanto que afanosa fregaba cucharas y platos, los chicos habían invadido el cuarto y rondaban en torno de la olla que borboteaba en el brasero.
La ausencia del padre les había puesto alegres, y dando tregua a sus perpetuas rencillas, reían y bromeaban con gran compostura, sin pelearse.
Cuando el potaje fue retirado del fuego y puesto encima de la mesa, un gran silencio reinó en la estancia. Por algunos instantes sólo se oyó el rumor de las cucharas, chocando con los platos. Daniel y Ricardo comían de pie, afirmados en la mesa, y Aída y Berta, sentadas en el suelo con las piernas cruzadas.
En el extremo de la misma, Sabina, con Anita en los brazos, sorbía en silencio el humeante caldo, del que participaba también la pequeña. Una idea la obsesionaba: ¿Se pondría Onofre a beber? Desde luego, su ausencia no era tranquilizadora, y casi se arrepentía de haber promovido el incidente que lo disgustara. Pero también, si nada decía, si no se quejaba, él podía traducir ese silencio como una tácita aprobación de su conducta, lo cual empeoraría su situación.
Por lo demás, ella sabía que su marido no era malo. Nunca la había maltratado. Eran los amigos, los compañeros, los que lo arrastraban al vicio y al desorden.
La vista del plato vacío que Berta le alargaba cortó el hilo de sus pensamientos.
En tanto lo llenaba de nuevo, decía admirada:
—Qué chiquita ésta. No se demoró ni un Jesús en tomarse el caldo.
La chica sonreía, mostrando los blanquísimos dientes, y empinándose en los desnudos pies, pidió presurosa:
—Carne, también.
—No, la carne la voy a repartir después.
Los demás también repitieron, y cuando el caldo se hubo agotado, Sabina dividió la carne en trozos, reservándose para ella el más pequeño.
Todos, con excepción de Berta, comían con gran parsimonia, prolongando el placer, pues la carne era para ellos un manjar siempre escaso y del que muchas veces carecían en absoluto.
Aída, que masticaba con delicia, vio de pronto entrar en su plato una mano chiquita, sucia, negrísima, y antes que pudiera impedirlo, el pedazo, su precioso pedazo, desapareció como un relámpago. Lanzó un chillido de desesperación y se precipitó sobre la ladrona, a quien alcanzó en el umbral de la puerta, comenzando entre ambas un pugilato encarnizado, con acompañamiento de gritos feroces.
Daniel y Ricardo separaron con gran trabajo a las combatientes, y mientras Aída lloraba pugnando por desasirse y reanudar la batalla, la autora del conflicto, de pie, con las manos por detrás, erguíase impávida en medio del cuarto. A la pregunta que Sabina le hizo respecto a la carne robada, contestó relamiéndose, con los negros ojillos relampagueantes de satisfacción:
—Me lo tragué.
Y en seguida, para atenuar la importancia del hecho, agregó:
—Si era bien chiquitito. Una pizca así.
Y alzaba la diestra mostrando el pulgar y el índice separados por un espacio pequeñísimo.
Aída la contradijo gimoteando:
—No es cierto. Lo había probado no más cuando me lo quitó.
Y la morenilla no habría puesto fin a sus lamentaciones si Sabina no le hubiese cedido el trozo que se había reservado para ella, con gran enojo de Daniel, pues veía a su madre por culpa de esas tragonas quedarse sin comer.
Entretanto Anita se había dormido en el regazo de la madre, quien contemplaba con tristeza su cuerpecillo deforme y sus torcidas piernecillas. Poco a poco la fue invadiendo un sentimiento de honda melancolía, y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas que rodaban por la inclinada faz, unas tras otra, silenciosas. Lo que la apenaba era ver a la criatura tan inerme, tan indefensa, y el convencimiento de que tal vez la parálisis de sus miembros inferiores fuese ya algo sin remedio, definitivo.
De pronto, una especie de cloqueo ahogado se oyó en la pieza. Eran Berta y Aída, que, con las manos en la boca, trataban de contener la risa que les retozaba en el cuerpo.
La ausencia de sollozos y gemidos las hacía ver, en aquel mudo dolor, una especie de pantomima risible, que procuraban imitar exagerando el gesto doloroso con cómica gravedad.
No pudiendo reprimirse abandonaron el cuarto, fulminadas por la mirada iracunda de Daniel, quien, al revés de sus hermanas, tenía los ojos empañados y el corazón oprimido. Ese callado sufrimiento le producía una penosa impresión.
Su alma infantil conservaba un fondo de buenas cualidades que el ambiente envenenado y corruptor que lo rodeaba no había logrado extirpar aún. Observador atento y sagaz, tenía de los asuntos de la vida una experiencia superior a sus pocos años. Se daba cuenta con bastante exactitud de la situación creada al hogar por la casi deserción del padre, para quien, sin embargo, no tenía reproches. En el fondo, secretamente, lo admiraba. Desde pequeño, viendo y oyendo lo que pasaba a su alrededor, se había formado el concepto de que el varón, por ley natural, estaba exento de trabas y obligaciones. Que el padre gastara el dinero en divertirse, en el juego, que se embriagase, eso nada significaba porque eran cosas de hombre. Y se estremecía de orgullo al pensar que él también lo era y que haría, a su vez, esas hombradas cuando tuviese edad para ello.
Sin embargo, al ver las tribulaciones de su madre, por la que sentía un gran cariño, lamentábase de no ser más crecido para trabajar, ganar dinero y aliviarle la pesada carga.
La conducta de su primogénito era para Sabina una fuente de consuelo, pues, en realidad, el chico le prestaba una valiosa ayuda.
Cuando en ocasiones, por causa de enfermedad había tenido que guardar cama, él la había reemplazado en casi todos sus quehaceres: iba a las compras, condimentaba los alimentos, cuidaba a los pequeños y, para que el lavado no se atrasase, jabonaba y fregaba la ropa con la pericia de una lavandera experimentada.
Y su alma tosca de niño ineducado tenía rasgos de una delicadeza conmovedora, cuando trataba de arrancar a la madre de sus cavilaciones. Aquella vez, deseoso de poner fin a esa crisis de desaliento, púsose con febril actividad a lavar los utensilios que habían servido en la merienda y a poner en orden objetos diseminados por la pieza, pasando y repasando por delante de la mujer y observándola a hurtadillas.
Este método le daba siempre buenos resultados, pues su ir y venir afanoso concluía por sacar a la lavandera de su ensimismamiento, y como adivinaba el móvil que guiaba al chico, su actitud la enternecía, confortándola al mismo tiempo.
Esta vez como siempre, la maniobra produjo su efecto. Sabina secó sus lágrimas, se levantó y fue a depositar la pequeñuela dormida en el cajón que le servía de lecho.
Luego reanudó el trabajo de colocar la ropa planchada en una gran cesta de mimbre. Daniel, que estaba impaciente por romper el silencio, interrogó:
—¿Ahora vamos a dejar la ropa donde misiá Luchita?
La lavandera hizo un signo de asentimiento y el chico continuó:
—¿Llamo entonces a Ricardo para que me ayude a llevarla?
—No, voy a ir yo. Tengo que hacer unos reclamos por el lavado.
Y examinando el traje que tenía puesto, agregó como hablando consigo misma:
—¡Vaya! ¿Y tendré que ir con este vestido?
—Y el negro, mamita, por...
No terminó la frase. Recordó súbitamente que él mismo, días atrás, había llevado la prenda a la casa de préstamos.
Sabina, viendo su turbación y su gesto apesadumbrado y contrariado a la vez, dijo para consolarle:
—Qué le vamos a hacer, hijo. Si tu padre se acordase de que tiene familia, no pasaríamos estas miserias.
Antes de partir, la lavandera encargó a Ricardo y a las dos pequeñas del cuidado de la casa, recomendándole especialmente el cuidado del enfermito y de la tullida. Cada una de estas instrucciones iba acompañada de las amenazas de rigor: azotes si hacían esto, palos si dejaban de hacer aquello.
Los chicos, poniendo una cara adecuada a las circunstancias, simulaban tomar muy en cuenta estas advertencias y protestaban que se conducirían correctísimamente. Sabina, viéndolos tan bien dispuestos, prometió traerles confites y galletas, lo cual los colmó de júbilo.
Apenas Daniel y su madre, llevando entre ambos la cesta de ropa, hubieron dejado el cuarto, cuando los rapaces comenzaron a discutir la elección del entretenimiento que más los divirtiese. Varios fueron propuestos hasta que, por fin, se aceptó el juego del almacén, que les pareció el más apropiado.
La tabla de planchar, colocada entre dos cajones, hizo las veces de mostrador, tras el cual se arrodilló Aída, la propietaria del negocio, quien comenzó inmediatamente a expender la mercadería: unos cuantos puñados de arena contenida en un tarro de hoja de lata.
Los compradores, Berta y Ricardo, fabricaban ellos mismos su moneda con pedacitos de papel, y las transacciones se efectuaban con el obligado cortejo de regateos de parte de los clientes y con la exaltación de la magnífica calidad de la mercadería por parte de la vendedora.
De improviso cesó el parloteo; Anita, la tullida, que se había despertado, llegó deslizándose sin ruido cerca del mostrador, y cogiendo paquetes listos para la venta, los deshizo entre sus dedos. Aída se levantó rabiosa y, tomándola de un brazo, la arrastró sin cuidarse de sus gritos, hasta el rincón más lejano, donde la dejó para volver a ocupar su sitio. Mas la tregua fue brevísima, pues la chica recorrió en un instante aquella distancia, y amenazó nuevamente la libertad de comercio.
Conducida otra vez al rincón, colocáronle delante, a modo de valla, todas las sillas y bancos que había en el cuarto, pero como la reclusa salvara estos obstáculos, la desolación se pintó en todos los semblantes. Mas la vendedora no se desanimó y puso en práctica un nuevo procedimiento. Tomó a la pequeña en brazos y la llevó junto a la pared, y mostrándole el agujero abierto en ella, comenzó a decirle con mimo y zalamería:
—Coma tierrecita, tome, qué rica está.
Pero Anita, rechazando con obstinación este intento de soborno, forcejeaba por acercarse a la tabla mostrador y tomar parte, a su manera, en el juego que divertía a sus hermanos. Esta terquedad exasperó a Aída, quien preparábase a tomar medidas violentas, cuando Ricardo propuso:
—¿Amarrémosla a la pata del catre?
Y mientras buscaba una cuerda u otra cosa semejante que sirviera para el objeto, su mirada tropezó con la jaula de los gallos, en la que había un compartimiento vacío. Verlo y exclamar triunfante: “Metámosla aquí”, fue todo uno.
A pesar de los gritos de la tullida, la introdujeron en el pequeño espacio cerrando y sujetando fuertemente, en seguida, la puertecilla.
Ante los chillidos de la prisionera, los gallos de los compartimentos vecinos comenzaron a lanzar gritos estridentes y a dar terribles aletazos, enloquecidos por el terror, formando tal batahola entre ellos y la pequeña, que los autores se asustaron de su obra y quisieron deshacer lo hecho. Pero al tratar de abrir el compartimiento, la aldaba que lo sujetaba se negó a funcionar, y cuando Ricardo iba hacia el patio, en busca de una piedra para golpearla, retrocedió, diciendo trémulo de espanto:
—¡Mi taitita!
Despavorido, permaneció un instante indeciso, pero al oír el rumor de los pasos que se acercaban, dio un salto hacia la puerta y desapareció por ella como una exhalación.
Segundos después penetraba Onofre en el cuarto y el estupor que le produjo la escena lo dejó un momento paralizado. Pero luego, presa de una violenta cólera, se acercó a la jaula y extrajo de ella a la pequeña, a quien con ademán brusco depositó en el suelo. Suprimida la causa que las inquietaba, las aves comenzaron a tranquilizarse. El panadero las observaba pálido de coraje. Con las plumas arrancadas, las crestas llenas de sangre y el pico abierto, jadeantes, presentaban un lastimoso aspecto.
Onofre, cuyo furor iba en aumento, se encaró con Berta, que atareadísima detrás del mostrador hacía y deshacía paquetes sin que, al parecer, se diese cuenta de la tragedia y le preguntó con voz tonante:
—¿Quién puso a la Anita en la jaula?
La chica contestó al punto:
—Ricardo y la Aída fueron. Ricardo se arrancó y la Aída está debajo catre.
Y para comprobar la denuncia se acercó al lecho y miró debajo:
—Aquí, bien al rincón está, taitita.
Con voz iracunda, dando patadas en el suelo, el panadero ordenó a la culpable que abandonara el escondite, amenazándola con un castigo severísimo. Como la chica no obedeciera, ordenó con imperio:
—Berta, alcánzame un palo.
La chica salió corriendo y volvió casi inmediatamente arrastrando por un extremo un largo bambú.
—Tome taitita, picanéela con esto.
Onofre intentó servirse de la vara, pero la molestia que para él significaba tener que inclinarse hasta el ras del suelo, lo hizo desistir. Soltó el bambú, diciendo:
—Dale tú, Berta.
La morenilla, sorprendida agradablemente, preguntó gozosa:
—¿La picaneo yo, taitita?
—Si, y atrácale fuerte hasta que salga de ahí esa condenada.
No podía habérsele dado a la chica una tarea más de su gusto. Puesta en cuclillas, con el bambú asido por un extremo, comenzó a dirigir furibundas estocadas debajo de la cama.
Mas un fuerte tirón le arrebató la caña y antes que pudiera esquivarlo, recibió en el pecho un puntazo que la arrojó de espaldas con violencia. El choque de la cabeza en el pavimento le arrancó un alarido penetrante.
El padre, que estaba junto a la jaula, examinando uno de los gallos, acudió, diciendo malhumorado:
—¿Qué ha sido, por qué gritas?
—Fue la Aída, me pegó aquí.
Esta nueva fechoría enfureció al panadero, quien apoderándose del bambú iba a emplearlo contra la delincuente, cuando una voz conocida lo llamó desde la puerta.
El visitante era un amigo, gallero de oficio, que venía a proponerle algo relativo a la profesión. Onofre olvidó en el acto lo que tenía entre manos para atender a su compañero.
La conferencia que celebraron junto a las aves no fue de mucha duración, pues, transcurridos algunos minutos, abandonaron la pieza, llevando cada cual un gallo debajo del brazo.
Apenas el panadero y su amigo se hubieron marchado, Aída abandonó su refugio debajo de la cama y se encaminó al almacén, del que se había adueñado la tullida, y en el cual sólo encontró destrozos: los paquetes deshechos y la arena esparcida por el suelo. Propinó a la criatura algunos golpes y quitó la tabla, dejándola arrimada al muro.
Ricardo reapareció en ese instante y sus primeras palabras fueron para inquirir noticias. Aída le refirió brevemente lo que había pasado y, en seguida, ambos, con amenazas y promesas, comprometieron a Berta a guardar silencio, a fin de que la madre ignorase lo sucedido.
Cuando Sabina estuvo de regreso, su primera mirada fue para el pequeñuelo, quien continuaba durmiendo con aquel sueño pesado y letárgico que, desde días atrás, la tenía intranquila. Luego, después de hacer algunas preguntas sobre lo que había pasado en su ausencia, preguntas que Ricardo y Aída contestaron ponderando el buen comportamiento de todos, les repartió los confites y galletas prometidos.
Berta, como premio de su discreción, recibió de sus hermanos una galleta y una pastilla, que devoró incontinenti, y acercándose en seguida a su madre, comenzó a decir, señalando la parte posterior de la cabeza:
—Mamita, tengo un bulto aquí atrás.
Ricardo y Aída le dirigieron miradas furiosas, pero ella continuó quejándose, hasta que Sabina, palpando con la diestra el chichón, preguntó alarmada:
—¿Cómo te hiciste esto?
—La Aída me botó.
Y a pesar de la enérgica negativa de los inculpados, de sus gritos y de sus amenazas, hizo el temido denuncio: el encierro de Anita en la jaula de los gallos. La mujer, como siempre, se desató en vociferaciones y denuestos contra los culpables, quienes, cuidándose de mantenerse a la distancia, buscaban el modo de vengar aquella traición, castigando a la delatora, lo que al fin hicieron, en las mismas marices de la madre. Mientras Ricardo se acercó por la derecha, Aída se aproximó por la izquierda, y con increíble ligereza cada uno suministró un soberbio mojicón a la morenilla, dejándola bañada en lágrimas y berreando estrepitosamente.
La lavandera salió en persecución de los agresores, y regresó al poco rato sin siquiera haberlos visto, tan bien se habían escondido.
La noticia de que Onofre había estado en el cuarto, tranquilizó un tanto a Sabina, pues esa visita indicaba que se le había pasado el enojo y tal vez vendría a la noche a dormir.
Un poco confortada por esta esperanza, comenzó a preparar la tarea del nuevo lavado, trabajo en que se ocupó toda la tarde hasta la puesta del sol.
No pasó mucho tiempo sin que Ricardo y Aída se presentasen a pedir pan. Y al dirigirse a la madre, el tono que empleaban no era ni moderado ni humilde, sino más bien agresivo y regañón:
—Mamita, quiero pan. Deme pan, mamita.
La lavandera, agotada física y moralmente, concluía por ceder a sus exigencias, diciendo:
—Tomen demonios, cómanselo todo.
Cuando llegó la noche, la familia, con excepción del padre, se encontró reunida en el cuarto. Los chicos después de alborotar y pelearse, fatigados y un tanto hambrientos, pues el pan se había acabado temprano, fueron uno por uno retirándose a dormir. Todos, menos Anita que tenía su cama en un cajón, reposaban en un mismo lecho. Daniel y Ricardo se acostaban en un extremo y en el otro Aída y Berta, quienes no se desnudaban como los primeros, y dormían con la ropa puesta.
Sabina, cansada de esperar a su marido, se entregó también al reposo. Una doble inquietud la poseía: esa ausencia, que era para ella bien reveladora, y el estado del pequeño, que parecía haberse agravado considerablemente en las últimas horas del atardecer.
Cuando comenzaba a conciliar el sueño, la despertaron algunos golpes aplicados en la puerta. Se levantó y abrió. El que llegaba, borracho perdido, era Onofre, acompañado de su amigo, el gallero, pues apenas podía mantenerse en pie. Con ímprobo trabajo la lavandera lo desnudó y acostó y, al final de esta tarea, se encontró tan fatigada que, en breve, dormía profundamente al lado del ebrio y con el rostro de la criatura apoyado en el desnudo seno.
Antes del alba despertó sobresaltada bajo la impresión de un frio extraño en su carne. Se sentó en la cama y encendió la vela, pudiendo comprobar a su resplandor, que el pequeño estaba muerto, bien muerto.
Sin una lágrima, sin un gemido, contempló largamente aquel semblante que antes animaba la vida y que ahora aparecía tan quieto, tan tranquilo. Como los ojos estuvieran entreabiertos, frotando con el índice hizo descender los párpados hasta cubrir las inmóviles pupilas. Luego apagó la luz, y en la estancia, sumida en las tinieblas, se oyó el leve rumor de unos sollozos que, bien pronto, los ronquidos del borracho ahogaron con su triunfal orquestación.
En la rueda
En el fondo del patio, en un espacio descubierto bajo un toldo de durazneros y perales en flor, estaba la rueda. Componíase de una valla circular de tres y medio metros de diámetro hecha con duelas de barriles viejos. En el suelo, cuidadosamente enarenado, había dos hermosos gallos sujetos por una de sus patas a una argolla incrustada en la barrera y, en derredor de ésta, sentados los de la primera fila y de pie los de la segunda, estrechábase un centenar de individuos. Muchachos de dieciséis años, mozos imberbes, hombres de edad madura y viejos encorvados y temblorosos, observaban con avidez los detalles preliminares de la riña. Cada una de las condiciones del desafío: el monto de la apuesta, el número de careos, la operación del peso, provocaba alegatos interminables que concluían a veces en vociferaciones y denuestos.
Por fin, las partes contrarias se pusieron de acuerdo, y mientras el juez ocupaba su sitio, los dos gallos contendores: el Cenizo y el Clavel, sostenidos en el aire por sus dueños, fueron objeto de un último y minucioso examen. Picos y alas, pies y plumas, todo fue cuidadosamente registrado y escudriñado. Los espolones requirieron una atención especial. Reforzados en su base con un anillo de cuero y raspados delicadamente con la hoja de un cortaplumas, quedaron convertidos en agujas sutilísimas.
Terminados los preparativos el juez de la cancha ocupó su asiento: un banco más elevado que los demás. Tenía delante un marco de madera con dos alambres horizontales que sostenían, atravesados por el centro, pequeños discos de corcho: eran los tantos para anotar las caídas y los careos.
Contados los discos, el juez golpeó encima de la barrera para llamar la atención, y luego, dirigiéndose a los galleros, hízoles un ademán con la diestra.
Soltados a un tiempo los dos campeones, una sacudida conmovió la rueda: las cabezas se abatieron con un movimiento rápido y todos los ojos claváronse en los emplumados paladines que, frente a frente, rectos sobre sus patas, con la cresta encendida, el plumaje erizado y la pupila llameante, avanzaron el uno sobre el otro, deteniéndose a cada paso para lanzar a voz en cuello una vibrante clarinada.
El furor bélico de que parecían poseídos entusiasmó a los concurrentes y las apuestas se cruzaron con viveza de un lado a otro de la cancha. Por algunos momentos sólo se oyó:
—¡Doy ocho a cuatro en el Clavel!
—¡Va!
—¡Doblo en el Cenizo!
—¡Va!
—¡Doy a veinte!
—¡Doy a cuarenta!
—¡Va!
Y estas voces incesantemente repetidas eran acompañadas por el tintineo sonoro de las monedas pasando de una mano a otra, entre frases y vocablos de un tecnicismo especial.
La voz estentórea del juez, imponiendo silencio, hizo cesar bruscamente el tumulto.
Entretanto, los campeones, después de observarse ora de frente, ora de flanco, se habían acercado lenta y cautelosamente. Doblados sobre los muslos, con las alas entreabiertas, el cuello extendido, rozando casi el suelo, permanecieron un instante en actitud de acecho. Las plumas del cuello, erizadas en forma de abanico, semejaban una rodela tras de la cual se escudaba el nervioso y palpitante cuerpo.
De súbito, como dos imanes que se aproximan demasiado, desapareció la distancia: se oyó un ruido breve y seco y algunas plumas remontando la valla hendieron el aire en distintas direcciones. La lucha a muerte estaba entablada. Durante este primer período de la riña, el espectáculo era verdaderamente hermoso y fascinador.
La luz del sol, filtrándose a través del florido ramaje que, como un dosel blanco y rosa, cubría la arena del combate, transformaba en destello de piedras preciosas el metálico reflejo de las plumas tornasoladas.
Ni la vista más penetrante podía percibir las estocadas, los quites y contragolpes de aquellos diestros esgrimidores.
De súbito un viejo gallero, interrumpiendo el profundo silencio, exclamó:
—¡Clavado el Clavel!
Empezaba otra faz de la pelea. El cansancio de los combatientes era ya visible. Jadeantes, las alas caídas, el pico entreabierto, atacábanse con extremada violencia. Todas las miradas iban de la mancha roja que en el albo plumaje del Clavel crecía y se ensanchaba por instantes, al espolón derecho de su enemigo, tinto en sangre en toda su longitud. Mientras los técnicos clasificaban el golpe y los partidarios del Cenizo daban muestras inequívocas de alegría, una voz jubilosa partió del bando contrario:
—¡Clavado el Cenizo!
El espolón había penetrado en la cabeza, encima del ojo, y el gallo, aturdido por la violencia del golpe y cegado por la sangre que borbotaba de la herida, se tambaleaba sobre sus patas, próximo a desplomarse a los pies de su victorioso rival.
El Clavel, ensoberbecido con la ventaja, procuraba a toda costa rematar el triunfo. Mientras el acerado pico desgarraba y arrancaba a pedazos la piel de la cabeza y cuello, sus patas armadas de los terribles espolones descargaban una granizada de golpes sobre el enemigo inerme.
Sus partidarios, locos de entusiasmo, lo animaban con la voz y con el gesto
—¡Acábalo, Clavelito!
—¡Apágale los faroles!
—¡Otro como ese!
Mas, el Cenizo, a pesar de aquel torbellino que caía sobre él, se recobraba rápidamente. Lleno de sangre, acribillado de heridas, hacía de nuevo frente a su fatigadísimo adversario, y muy pronto el brío y la pujanza con que reanudó la batalla parecieron inclinar decididamente la balanza en su favor.
Este cambio produjo otro entorno de la rueda. Mientras unos rostros se ensombrecían, los demás se iluminaban. El gallo que ya se consideraba vencido, volvía por su fama, haciendo renacer la esperanza en sus desalentados apostadores, quienes lanzaron un grito de victoria cuando alguien advirtió:
—¡Se le apagó una luz al Clavel!
La última etapa de la riña se aproximaba.
El blanco plumaje del Clavel había tomado un matiz indefinible, la cabeza estaba hinchada y negra y en el sitio del ojo izquierdo veíase un agujero sangriento. Ya la lucha no tenía ese aspecto atrayente y pintoresco de hace poco. Las brillantes armaduras de los paladines, tan lisas y bruñidas al empezar el torneo, estaban ahora rotas y desordenadas, cubiertas de una viscosa capa de lodo y sangre. Mas, el furibundo ardor de que estaban poseídos, no decrecía un instante.
Sosteniéndose a duras penas sobre sus patas y trazando con la extremidad de las alas surcos en la arena, asaltábanse con sin igual encarnizamiento. Estrellábanse contra la valla enrojeciéndola con su sangre y rodaban a cada choque en el polvo sin darse un segundo de tregua. Ciegos de coraje buscaban para herir los sitios vulnerables: el ojo y la nuca. Y despojada casi de la piel, la cabeza era una llaga viva, monstruosa, repugnante.
La pelea, indecisa, se eternizaba, cuando de súbito un grito ronco, extraño, brotó de la garganta del Clavel. Su contrario acababa de clavarle el espolón en el cerebro. Dio algunos pasos desatentado y cayó de bruces. Durante un minuto, presa de violentas convulsiones, azotó el aire con las alas, saltando y rebotando dentro de la rueda como una pelota. Poco a poco los movimientos fueron menos bruscos, y cuando todos esperaban que quedase inmóvil, como muerto en la arena, el caído se enderezó, mas sus patas se negaron a sostenerlo y cayó de nuevo para volver a levantarse un segundo después.
Aquella increíble vitalidad que iba a ser, tal vez causa de que se prolongase indefinidamente la pelea, produjo manifestaciones de desagrado entre los que aguardaban se desocupase la cancha para concertar nuevas riñas, y uno más impaciente que los demás, dijo en voz alta:
—¡Pobre Clavel, levántelo, ya ha hecho lo que ha podido!
El dueño del ave aludida saltó de su asiento como un resorte. Era un muchacho delgado y pálido. Con acento tembloroso por la cólera, mostrando los puños al autor de la indicación, dejó escapar un torrente de palabras.
¿Cómo, había allí alguien que lo creía capaz de levantar el gallo antes de finalizar la riña? ¡Seguro que no era del oficio! Porque si lo fuese, debía saber que un gallero que se estima sólo levanta sus gallos cuando están muertos. ¡Vaya con los gallinas que se asustan de una gota de sangre! Si no querían ver lástima, debían quedarse en sus casas y no venir a avergonzar con sus jeremiadas a los de la profesión.
Varios intervinieron amistosamente para cortar la disputa, la que cesó del todo cuando el juez, en uso de sus atribuciones, viendo que los gallos no se atacaban, pronunció con voz enérgica la palabra reglamentaria:
—¡Careo!
En el centro de la cancha, separados por cincuenta centímetros escasos, había dos trozos de madera colocados del modo que cada uno de ellos tuviese una de sus caras al nivel del suelo.
Según el reglamento, dada la señal por el juez, los gallos debían ser parados encima de estos maderos. Si ambos hacían allí ademán de acometerse, se anotaba un careo. Llegados a los veinticinco, la riña era declarada tabla. Mas, si alguno de los contendores no devolvía el ataque, se marcaba una caída, siendo necesarias cinco para que se le declarase vencido.
Colocados los gallos encima de las tablas, la pelea se reanudó muchas veces. El Cenizo, más descansado, llevaba sobre su contendor una manifiesta ventaja, y todos sus esfuerzos tendían a arrancarle el ojo único que le quedaba. El Clavel, incapaz de mantenerse en pie, sólo contestaba a la furiosa saña de su enemigo con débiles picotazos. Y cuando el vencedor se fatigaba cesando de hostigar a su contrario, se oía resonar acto continuo la voz breve e imperiosa del juez:
—¡Careo!
Y la escena de las tablas se repetía siempre la misma, con iguales detalles. De un lado el agotamiento absoluto, la pasividad, la inercia casi, y del otro la agresión encarnizada, sin tregua, ferocísima.
Los partidarios del Cenizo, gozosos, seguros ya del triunfo, no le escatimaban los aplausos, los consejos ni los vítores.
—¡Apúntale bien!
—¡Déjalo a oscuras!
—¡Ciérrale el tragaluz!
—¡Quiébrale la otra lámpara!
Mientras los victoriosos daban rienda suelta a su alegría, los derrotados guardaban un silencio sombrío. Lo que más les mortificaba, no era la pérdida de las apuestas, sino las fanfarronadas proferidas al concertarse la riña, fanfarronadas que los contrarios les recordaban comentándolas con dichos y punzantes burlas.
Y allá, en el fondo de sus almas, lastimadas en su orgullo de profesionales por aquel contraste, sentían un secreto goce, cuando el implacable Cenizo laceraba con una nueva herida el cuerpo exangüe del malhadado favorito. Si alguien en ese momento hubiese propuesto cesar su martirio, de seguro le habrían abofeteado.
Los careos se sucedían unos a otros, sin que aún se hubiera anotado una caída. El Clavel no dejaba una sola vez de contestar en las tablas con un picotazo el ataque de su enemigo; pero a esto se limitaba su acometividad, pues sus patas torpes y vacilantes no lo sostenían, y si lograba a veces enderezarse a medias, tumbábase, en seguida, sobre algunos de sus flancos. Y allí en el suelo, en la arena empapada de sangre, sin que pudiese devolverlos, su adversario lo acribillaba a picotazos y golpes hasta que, agotadas las fuerzas, quedábase, a su vez, inmóvil, jadeante, con el sangriento pico apoyado en el roto plumaje del moribundo.
La voz del juez resonaba, entonces, y los galleros cogiendo a los gladiadores, los ponían de nuevo frente a frente en medio de la cancha. Como si estrujasen una esponja, la sangre se escurría por entre sus dedos y teñía sus manos hasta las muñecas.
Aquella inaudita resistencia empezó a alarmar a los gananciosos. ¿Sería tabla la riña? Tres horas duraba ya el combate, la tarde caía visiblemente y sólo quince careos señalaba el marcador.
¡Maldito gallo, qué duro era de pelar!
Por fin dejó de responder en las tablas. Estaba ciego, casi sin plumas y no conservaba en las venas una gota de sangre. Llegó a los veinticuatro careos, uno más y anulaba el triunfo de su rival. Junto con marcar la quinta caída, el juez se puso de pie y proclamó con solemnidad su fallo:
—¡Perdió el Clavel!
Mientras los gananciosos rodeaban solícitos al vencedor, el dueño del gallo vencido lo cogió de las patas y, vivo aún, lo lanzó con fuerza lejos de la cancha. Cruzó como un proyectil por entre el florido ramaje y fue a estrellarse contra el tronco de un peral, cuyas ramas, sacudidas por el choque, dejaron caer sobre esa carne palpitante una lluvia de blancos y aterciopelados pétalos.
De la rueda partió un rumor sordo de aletazos seguido de un alegre vocerío… Empezaba una nueva riña.
Era él solo
Esa mañana, mientras Gabriel, arrodillado frente a la puerta de la cocina, frota los cubiertos de metal blanco, se le ocurre de pronto el proyecto muchas veces acariciado de huir, de ganar el monte que rodea al pueblo para dirigirse, en seguida, en busca de sus hermanas. Desde hace tiempo, el pensamiento de reunirse a las pequeñas, de verlas y de hablarlas, es su preocupación más constante. ¿Qué suerte les habrá cabido? ¿Serán más felices que él? Y se esfuerza por creerlo así, porque la sola idea de que tengan también que sufrir penalidades como las suyas, lo acongoja indeciblemente.
Mas, como siempre le acontece, las dificultades de la empresa se le presentan con tales caracteres que se descorazona, conceptuándola irrealizable. ¡Residen tan lejos las pobrecillas, y él carece de dinero y de libertad para emprender el viaje!
Un abatimiento profundo se apodera de su ánimo. ¡Nunca podrá vencer esos obstáculos! Y acometido, de pronto, por una de esas crisis de desesperación que le asaltan de cuando en cuando, quédase algunos instantes inmóvil, con el rostro ensombrecido, llena de tristeza el alma.
De súbito, los sones bulliciosos de una charanga atruenan la desierta calle. Es la murga de unos saltimbanquis que recorre el pueblo, invitando a los vecinos a la función de la noche. La música pasa y se aleja escoltada por la chiquillería, cuyas voces y gritos sobresalen por encima de las notas agudas del clarinete.
Al oír aquel ruido, parecióle a Gabriela que despertaba de un profundo sueño. Animáronse con una llama fugaz sus pupilas y su marchito semblante se coloreó débilmente. En un momento, se halló transportado a los tiempos no muy lejanos en que él también corría tras de los payasos; y el cuadro de su feliz hogar, con sus cariñosos padres y sus graciosas hermanas, presentándosele vívido y tangible, evocó en su espíritu un enjambre de recuerdos que le traspasaron el corazón como otros tantos puñales.
Una niebla densa empañó sus ojos, y apretando con fuerza las mandíbulas para ahogar un gemido pronto a escapársele, se tendió boca abajo en el duro suelo. Con la frente apoyada en los cruzados brazos y el cuerpecillo rígido extendido en el pavimento, hacía esfuerzos sobrehumanos para reprimir los sollozos que, en oleadas incontenibles, pugnaban por romper la barrera que les oponían los convulsos labios.
Un paso callado resonó en el corredor, y casi al mismo tiempo, una voz femenina profirió colérica:
—¡Mira, tú te has propuesto quemarme la sangre! ¡Ya es hora de almorzar y todavía no está puesta la mesa! ¿Qué haces aquí botado en el suelo?
Gabriel, que se había incorporado rápido, con el semblante enrojecido, inundado de lágrimas, se volvió hacia la puerta y al ver la amenazadora figura del ama, de pie en el umbral, cogió presuroso el cepillo y la tiza, y con los ojos bajos reanudó en silencio la tarea.
—¿Que no oyes, bribonazo, lo que te pregunto? ¿Por qué llorabas? Di; responde.
Un vivo rubor cubrió las mejillas del pequeño, y con voz trémula balbuceó suave y dolorosamente, sin alzar la vista del suelo:
—No sé, ama señora; tenía pena.
—¡Ah, con que tenías pena! y por eso el fuego está casi apagado y el servicio a medio limpiar —y acentuando la ironía burlona de sus palabras, la dama prosiguió—: Para esa pícara pena ando trayendo aquí un remedio santo, infalible. En un Jesús, vas a sanar de la enfermedad.
Y diciendo y haciendo, sacó de debajo del delantal un pesado chicote y con la soltura y el garbo de una añeja práctica lo enarboló por encima de su cabeza.
Pero el ruido de un aldabonazo en la puerta de calle detuvo en el aire la diestra flageladora. Precipitadamente el ama volvió las disciplinas a su sitio bajo el delantal y abandonó la cocina, murmurando entre dientes con reconcentrada ira:
—¡Espera, ya me la pagarás!
En el pequeño comedor, sentada a la cabecera de la mesa, doña Benigna, teniendo a su derecha a su vecina y comadre doña Encarnación Retamales y a su izquierda a su anciano tío, un solterón de humor agrio y displicente, hace con amabilidad los honores de dueña de casa. Su voz melosa tiene inflexiones acariciantes cuando se dirige a Gabriel que va y viene trayendo los manjares.
Esta simulación no engaña al huérfano, que sabe demasiado que tales blanduras le serán descontadas más tarde con creces por el implacable chicote. Con los brazos arremangados y un blanco delantal anudado al cuello, se desliza, con los pies descalzos, sin el menor ruido, en torno de la mesa.
El ama, vestida con su invariable traje de merino negro, peinada y acicalada con esmero, muéstrase alegre y decidora, en tanto que doña Encarnación, menuda y regordeta, embutida en un pomposo vestido de colores vivos y chillones, apenas habla, muy inquieta con el indócil resorte de su dentadura postiza que se obstina en jugarle una mala pasada. El anciano, grueso, corpulento, de ancho rostro abotagado y purpúreo, come parcamente con gran disgusto de su sobrina, que le reconviene con voz meliflua:
—¡Vaya, qué desganado está hoy, tío; apenas prueba lo que le sirvo! Gabriel, hijito, no se quede dormido, quite estos platos.
Por las ventanas que dan al patio penetra a raudales la luz del mediodía, y en la pieza la atmósfera impregnada del olor de las viandas es calurosa, sofocante.
Terminado el almuerzo, y habiéndose ido el anciano a dormir su acostumbrada siesta, doña Benigna y su comadre pusiéronse a charlar de sobremesa, explotando, con sabia erudición, el tema inagotable de la chismografía provinciana.
Cuando el pequeño, después de alzar el mantel, se hubo marchado a la cocina, doña Encarnación preguntó con indiferencia:
—¿Qué es lo que tiene este niño? Anda tan encogido, tan callado. ¿Estará enfermo, comadre?
Doña Benigna respondió con viveza:
—No, no está enfermo. Es que denantes lo reprendí, y como tiene tan mal carácter, todavía le dura la taima —y cambiando súbitamente de tono, agregó, lanzando un profundo suspiro—: ¡Ah, no se imagina usted lo que me hace sufrir este chiquillo! En el poco tiempo que lo tengo en casa me ha hecho salir canas verdes...
—Pesada cruz es hacerse cargo de hijos ajenos. También a mí me hablaron para que adoptase a una de las mujercitas hermanas de este niño. Ahora me alegro de no haberme dejado convencer, porque me habría pasado lo que a usted, comadre. A estas criaturas les viene esa soberbia de familia. El padre era una pólvora. ¡Pobrecito! Dios lo tenga en su santa guarda; pero creo, y él me pedone, que educó muy mal a sus hijos. Los tenía tan regalones y consentidos que, según dicen, no les pegó nunca. Yo, en su lugar, llevaría a este niño a la Casa de Huérfanos, porque ¿qué obligación tiene usted de atormentarse por una persona que no es de su sangre?
—Es verdad que prometí enseñarlo y educarlo, y yo soy esclava de mi palabra. A la verdad, una no tiene peor enemigo que su buen corazón.
Al pronunciar la última frase, doña Benigna sintió que un nudo le oprimía la garganta, y, experimentando de pronto la necesidad imperiosa de ser compadecida y consolada, pintó con los más negros colores el cuadro de su vida, cruelmente amargada con la conducta de la perversa criatura que en mala hora acogió en su hogar. Minuciosamente relató las contrariedades que ese monstruo de ingratitud le proporcionaba con su rebeldía y soberbia en cada minuto de su existencia. Desmañado y torpe, todo lo hacía al revés: rompía la vajilla, salaba la sopa, ahumaba la leche y confundía las cosas más simples. Al principio, cuando lo recogió, la había hecho pasar muchas vergüenzas, diciéndole, delante de las visitas, mamá, en vez de ama señora como se lo tenía mandado expresa y terminantemente.
Estaba siempre atrasado en el almuerzo, en la comida, en el aseo de las piezas. De noche era un triunfo conseguir que no se durmiese antes de las once, hora en que el anciano tío acostumbraba a recogerse y como el pobrecito, gracias a su reumatismo, no podía desvestirse solo, necesitaba forzosamente de la ayuda del huérfano que cumplía esta obligación de malísima gana. Y así como era menester apelar al chicote para mantenerlo despierto pasadas las oraciones, no era menos reñida la pelea que había que librar por la mañana para que se levantase a encender fuego y preparar el desayuno. En fin, según la desconsolada dama, no era una calamidad sino una plaga de calamidades, la que se le había metido en casa con el muchacho. Y eso que ella, como buena enseñadora, no le dejaba pasar ninguna... Cometida la falta, castigábala incontinenti; mas era tal la soberbia de que hacía alarde el terco incorregible, que muchas veces lo había azotado con todas sus fuerzas sin lograr que exhalase un ¡ay! ni una queja. A cada golpe se iba poniendo más y más pálido, hasta quedarse blanco como un papel. Y eso era todo. ¡Criatura más emperrada no había visto ni esperaba ver otra igual en el resto de su vida!
Doña Encarnación, con las gruesas mejillas arreboladas y los ojos húmedos por la emoción que le producía el inmerecido infortunio de su queridísima vecina y comadre, interrumpíala a cada instante para decir, entre ahogadas exclamaciones de estupor y cólera:
—¡Jesús, qué pícaro! ¡En mis manos, hijita, había de caer!
Y cuando doña Benigna hubo concluido, la abrazó efusivamente, susurrándole entre besos y lágrimas.
—¡Qué paciencia de santa! Voy a rezarle a la Virgen para que los ángeles le alivianen esta cruz, ¡pobrecita mártir!
En la cocina se ve a Gabriel ir y venir con sus pasos menudos y silenciosos. Las paredes ennegrecidas de hollín subrayan la anémica palidez de aquel rostro, del cual desaparecieran hace tiempo las rosas de la alegría y la salud.
Aunque su estatura —tiene doce años— es inferior a la que corresponde a un niño de desarrollo normal, el conjunto de su cuerpo es armonioso y todo él predispone desde el primer instante en su favor.
Sin embargo, hay algo que choca en este semblante de expresión tan suave, tímida y dulce. Los ojos pardos, agrandados por azuladas ojeras, tienen un mirar medroso, azorado, inquieto. Y de su faz infantil, de sus apagadas pupilas, de su boca sin sonrisas, parece exhalarse perennemente una callada protesta, un llamamiento mudo y desesperado de socorro que nadie oye y que no llega nunca.
El barrido y limpieza del piso y el aseo de la vajilla han concluido. Sobre una tabla adosada al muro la batería de cocina destácase bruñida y reluciente, y las pirámides de platos lucen sobre la mesa su inmaculada blancura.
El pequeño, después de pasear una mirada por todos los rincones para ver si todo está en orden, coge de encima de la mesa un trozo de jabón y una jofaina y sale al patio, en el cual, frente a la puerta hay una enorme cuba llena de agua. Extrae una cantidad del líquido y, arrodillándose en el suelo, procede a lavarse manos y rostro.
Al lado de la cocina, que es la última de la serie, hay una fila de pequeñas habitaciones y, en ángulo recto con éstas, dos salas y un pasadizo que dan a la calle. Un corredor con baldosas de ladrillo rojo rodea en toda su extensión el edificio bastante antiguo y deteriorado por el tiempo.
Es la hora de la siesta y el hermoso sol de diciembre ilumina el patio con su blanca y cegadora luz.
Sentado en el corredor, con las manos en las rodillas y apoyado el busto en uno de los pilares, Gabriel recibe la ardiente caricia del astro, quieto e inmóvil, como el poste que le sirve de sostén.
Su cabeza rapada, sus pies desnudos y el traje de burda tela que viste, demuestran a las claras la especie de servidumbre a que está sujeto.
Ningún ruido viene de afuera a turbar la serena paz de este apacible rincón. Sólo el zumbido de alguna abeja o de una libélula, al alzar el vuelo desde el pequeño jardincillo, en el centro del patio, interrumpe, de cuando en cuando, este silencioso recogimiento.
Poco a poco, bajo la influencia enervadora del ambiente, los ojos del pequeño, que contemplaban absortos con nostalgia de ave enjaulada el anchuroso espacio del cielo, comenzaron a entornarse. Sobrecogido de sueño, los párpados, arrastrados por el peso de las largas pestañas, fueron cayendo lentamente sobre las oscuras pupilas hasta cubrirlas por completo.
De pronto, en el interior de una de las piezas, una voz aguda profirió imperiosa:
—¡Gabriel!
Un estremecimiento sacudió al dormido; sus ojos pugnaron por abrirse; pero continuó inmóvil.
—¡Gabriel! —repite de nuevo la voz con acento de impaciencia y cólera.
Esta vez el pequeño despierta sobresaltado, se levanta de un brinco y corre presuroso al dormitorio de doña Benigna.
Delante de un peinador con cubierta de mármol, el ama está terminando su minucioso tocado. Su rostro, que refleja la luna del espejo, ostenta un marcado sello de dureza e impasibilidad. El cutis, muy blanco, aparece ajado y lleno de manchas y, bajo las escasas cejas, los ojos pardos, pequeños, brillan penetrantes, fríos y escudriñadores. La barbilla saliente, la boca grande, de labios delgados, y la aguileña nariz, acentúan en su fisonomía los rasgos de un carácter imperioso e irritable.
A pesar de que ha pasado de los cuarenta años, en sus negros y lisos cabellos no blanquea una sola cana. Gruesa, de regular estatura, sus movimientos son vivos, ágiles y revelan gran energía y resolución.
Viuda a los treinta años, sin hijos, muy devota, jamás la infancia ha despertado en ella simpatía alguna a pesar de lo cual goza en el pueblo de una reputación de amiga de la niñez que la enorgullece en extremo.
Mientras extiende por sus mejillas una fina capa de colorete, no cesa de regañar al huérfano que, tímido y cohibido, permanece silencioso en el umbral de la puerta.
—¡No he visto sordera como la tuya; cada vez que te llamo, casi echo abajo la casa a gritos! ¡Un día agarro el picafuego de la chimenea y te agujereo esas orejas de paila que tienes!
En el dormitorio, además del peinador y del lecho, un amplio catre de hierro con adornos de bronce, hay una cómoda con enchapaduras y un ropero de nogal. Una vieja alfombra con matices descoloridos cubre el piso y en los muros, tapizados de papel azul celeste, se ven numerosas imágenes de santos. A la cabecera del lecho, y encima de la fotografía del difunto esposo, cuelga pendiente de un clavo, un pequeño crucifijo de marfil.
Doña Benigna, mientras arregla los pliegues del manto delante del espejo, instruye a Gabriel sobre lo que debe hacer durante su ausencia.
—Oye, escucha bien lo que te voy a decir. Después que hayas tendido las camas y arreglado los dormitorios, barres las piezas, el comedor y el patio. En seguida, te pones a partir leña y a acarrear agua del pozo para cambiar la de la vasija, llenándola bien a fin de que no se reseque con el sol. A las cuatro, prendes fuego en la cocina y pones a calentar agua en la tetera y en la cacerola grande. Después pelas las papas y tuestas un poco de café para la comida. Ya sabes que el tío es muy delicado y exigente. No lo vayas pues a quemar como el otro día. ¿Has entendido lo que te he dicho?
—Sí, ama señora.
Antes de salir, echó la dama una última mirada al espejo; y después de contemplarse de frente y de perfil, abandonó el cuarto y se encaminó hacia el pasadizo.
Ya en el corredor, se detuvo y tomando una actitud imponente se dirigió al huérfano con acento conminatorio, remarcando con el índice en alto cada una de sus palabras.
—¡Cuidadito con que te duermas y dejes de hacer algo de lo que te he mandado! ¡Y no me vengas con disculpas: que te faltó el tiempo; que te olvidaste; que te dolía la cabeza! a mí no me la pegas, haciéndote el enfermo. Te aseguro que ni muerto te libras, porque soy capaz de resucitarte a chicotazos. Con que ya sabes: nada de lloriqueos ni disculpas. ¿Has oído?
—Sí, ama señora.
Frente a la mampara se volvió para hacer una última recomendación.
—Ten cerradas las puertas. No vaya a entrar el gato y rompa alguna cosa encima del aparador.
Cuando se hubo apagado el rumor de los pasos en el asfalto de la acera, Gabriel, que estaba en pie, en medio del dormitorio, paseó una mirada en torno, mientras repasaba mentalmente las órdenes que acababa de recibir.
Como el tío estaba también ausente, hallábase solo y prisionero en la casa, porque doña Benigna no se olvidaba jamás, al salir, de echar doble vuelta a la cerradura de la puerta de calle.
Por un instante el huérfano experimentó un deseo irresistible de tenderse en la cama y satisfacer aquella imperiosa necesidad de sueño que lo atormentaba. Pero, la vista de las disciplinas, tiradas sobre la alfombra, le dio fuerzas para vencer la peligrosa tentación.
Con semblante resignado, se dirigió a la puerta situada a su derecha y penetró al dormitorio del anciano. La habitación estaba muy oscura y apenas se distinguía la imprecisa silueta del lecho, colocado en el centro del cuarto. El pequeño, que había cerrado tras sí la puerta, avanzó a tientas hacia una de las ventanas y entreabrió uno de los cerrados postigos, apartando a un lado la cortina.
Una viva claridad inundó la pieza, cuyo mobiliario se componía de un ropero, de un lavabo, de un velador y de un raído y amplio sillón de marroquí negro. El pavimento de álamo con guardapolvos de raulí, era muy viejo y estaba agujereado en parte por los ratones.
Gabriel, semioculto por los maderos, mira con atención a través de los cristales la angosta y desierta callejuela. En la acera del frente, en una casa de modesta apariencia, por el hueco de una ventana cuyos bastidores están abiertos, se ve el interior de una pequeña sala en el fondo de la cual se distingue un lecho con colgaduras color rosa.
Por algunos minutos, él no separó su vista de la solitaria habitación, hasta que, haciendo un visible esfuerzo, se apartó de la ventana para comenzar la tarea de arreglar el lecho, poniendo en orden sábanas y cobertores con femenil prolijidad.
Cuando hubo concluido, fatigado por el esfuerzo, se apoyó en el borde de la cama y con los brazos caídos y la cabeza un tanto inclinada, quedóse inmóvil en actitud meditabunda.
Poco a poco su rostro, que reflejaba sus pensamientos, fue adquiriendo una dolorosa expresión de amargura. Los tenaces recuerdos del pasado volvían a asaltarle mostrándole por el contraste de ayer, cuán penoso es el presente y qué sombrío el porvenir.
De nuevo desfilaron por su cerebro, en procesión interminable, los días felices en el hogar y en la escuela, y los de luto y dolor que le siguieron; la trágica muerte del padre, víctima de un accidente en un taller de mecánica, y el fallecimiento de la madre que, incapaz de soportar las fatigas de un trabajo excesivo, iba a reunirse al amado esposo en el camposanto, dos meses después.
Gabriel parece complacerse en evocar estos crueles sucesos, desmenuzando sus menores detalles. Nada olvida; pasa de un hecho a otro sin detenerse, hasta que el recuerdo de sus hermanas gemelas se fijó en su imaginación. Dos años menores que él, muy vivas y graciosas, las pequeñuelas se le aparecieron en ese instante tales como las viera seis meses atrás.
Y, de repente, la escena de la separación surgió en su espíritu, produciéndole una sensación tan aguda de dolor que para ahuyentarla reunió todas las energías de su voluntad. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la visión se precisó de tal modo en su cerebro, que le fue imposible alejar de su memoria el más insignificante detalle.
...¡Con qué desesperados clamores se abrazaron a su cuello las pequeñas, cuando el tutor nombrado por el juez quiso llevarlas hasta el coche que esperaba a la puerta de la casa mortuoria! Aún le parecía oír sus lamentos y sus desgarradores gritos, al arrancarlas aquél por la fuerza de sus brazos, y ver todavía sus caritas convulsas y despavoridas asomadas a la portezuela del carruaje, llamándole frenéticas: —¡Gabriel!, no nos dejes; ¡ven, Gabriel!
Lanzó un sordo gemido, y en un acceso de desesperación se dejó caer de bruces en el lecho, ocultando en las ropas el rostro bañado en lágrimas y murmurando calladamente entre sollozos:
—¡Papá, papacito, por qué te has muerto! Mamá, ¡dónde estás!
De pronto, se incorporó para mirar un objeto suspendido en la pared, encima del velador.
Después de contemplarlo con atención un instante, apartó de él los llorosos ojos, desalentado. ¡No, nunca se atrevería! Y al recordar los detalles de su primera tentativa, se acentuó en él esta convicción.
Al apoderarse aquella vez del arma, extrayéndola de su estuche de cuero, había obedecido a uno de esos impulsos ciegos e inconscientes que le acometían a veces en sus horas de soledad. Con la angustia del náufrago que se toma de un hierro ardiendo, había él cogido el revólver y apoyado por dos veces la boca del cañón en sus sienes. Recordaba cómo sintiera ceder el gatillo bajo la presión de sus dedos; pero, cuando un pequeñísimo esfuerzo más iba a dejar partir el tiro, una sensación que no podía precisar había paralizado repentinamente sus músculos. No era el temor a la tortura física, ni a la muerte, sino el miedo a la detonación lo que lo había acobardado. ¡Ah! si el tiro partiese sin estruendo, si la bala penetrara silenciosa en su carne, ninguna reflexión lo habría detenido, estaba de ello seguro.
¡Y cómo le sería dulce morir! ¡Era tan desgraciado! ¡Estaba tan solo, tan indefenso contra los crueles rigores del destino! ¡Y nunca un rostro amigo, una voz amable, una mirada compasiva que lo confortara y le diera ánimo para ascender el interminable calvario!
¡Ah, si no hubiese aparecido ella, a pesar de su repugnancia, habría intentado nuevamente acabar de una vez y para siempre una existencia tan misérrima!
Érale inolvidable, pues, aquel instante, cuando al pasar frente a esa ventana, oyó que alguien profería en el interior con acento dulcísimo:
—¡Pobrecita, tanto que le aman!
Alzó la cara y entrevió un níveo rostro y en él dos ojos azules que le miraban con tierna conmiseración.
Aquella, para él, aparición divina, fue como un rayo de luz en las tinieblas de su desesperanza; pero, como salía poco, veíale raramente y cada vez que esto acontecía, era presa de una turbación extraña. Una mezcla de goce, de temblor y de vergüenza inexplicables, le embargaba el ánimo, y su timidez era tal, que un día, al encontrarla en la calle, estuvo a punto de soltar la garrafa de vino que traía en la mano. Un rubor ardiente le abrasó el rostro Y, horrorizado de sí mismo, de su cabeza rapada, de sus pies descalzos, de su vil y sucio traje, regresó a casa con la desolación en el alma.
Pronto tuvo la seguridad absoluta de que ella era también desgraciada Y que, como él, estaba solita en el mundo, sin padres, sin parientes, sin hermanos. Bien a las claras lo decía la expresión melancólica de su semblante, el luto de su traje y aquella canción tan triste que entonaba a veces y cuya melodía se aprendiera él de memoria.
Si, él no era él solo, el único. Allí, a pocos pasos, había alguien que sufría también de su mismo mal y padecía idéntico martirio.
Y este vínculo que la desgracia atara entre ambos, érale tan precioso que su solo recuerdo bastábale a veces para hacerle olvidar por un instante sus acerbas tribulaciones.
A este sentimiento egoísta, agregábanse también otros bien contradictorios y cuya esencia era incapaz de comprender. Una tarde en que le pareció advertir que ella fijaba sus ojos en un muchacho de la vecindad, sintió que le traspasaba el corazón un dolor agudísimo y de naturaleza tan rara, que se llenó de confusión al querer analizar el extraño fenómeno.
Su mayor placer era contemplarla desde allí, sin que ella se advirtiera, a través de los cristales, apartándose bruscamente y cerrando el postigo cuando las azules pupilas se fijaban en esa dirección.
Mientras Gabriel atisba detrás de los maderos el cuarto de su vecina, aparece de pronto en él una graciosa figura.
Es una jovencita de catorce a quince años, vestida con un modesto y elegante traje de cachemira negra. En su rostro de virgen, de líneas purísimas, hay una expresión dulce y serena, sin asomos de melancolía. Rubia, esbelta, de tez de nácar, con ojos azules hermosísimos aparece ante Gabriel, que la mira extático, como una de esas princesas encantadas de que hablan las historias maravillosas de genios y nigromantes.
Apoyada en el balcón, mira distraída la solitaria callejuela, cuando de pronto un rubio muchacho con aspecto de estudiante en vacaciones aparece de improviso a su espalda, y, cogiéndola por la cintura, la alza del suelo y emprende una serie de giros y saltos por la habitación. Ella grita y ríe hasta derramar lágrimas y cuando, por fin, logra desasirse, toma, a su vez, la ofensiva, enlazando con sus níveos brazos el cuello del agresor. Él resiste como puede las sacudidas de ese cuerpo que se enrosca al suyo y ambos ríen como locos.
De pronto, la gentil pugilista cesa en sus juegos y dice a su hermano con tono de alarma:
—Pedro, ¿has oído?
—Sí, parece una puerta que el viento cerró de golpe.
Lo primero que llamó la atención de doña Benigna al regresar a su morada fue el gran silencio que reinaba en la casa y sobre todo en la cocina. Entró en esta última, y su sorpresa, al ver el fuego totalmente apagado, no tuvo límites; pero, muy pronto, el asombro cedió el campo a la cólera, que se despertó en ella iracunda. Salió al patio y gritó temblorosa de ira:
—¡Gabriel!, ¿dónde estás? ¡Gabriel!
Bruscamente se calló y se dirigió en silencio al cuarto del huérfano. Una idea repentina había iluminado su cerebro: el muy flojo, pensó, se ha recostado en la cama y se ha quedado dormido.
Mas, una nueva contrariedad le aguardaba allí, pues el cuarto estaba vacío. Marchó, entonces, hacia el comedor y, al cruzar esa pieza, vio con creciente indignación que no se había hecho en ella el aseo de costumbre. Pero donde su coraje alcanzó el máximum fue al contemplar el desarreglo de su dormitorio. Sus coléricas miradas tropezaron con el chicote, del que se apoderó al punto, encaminándose con él en la diestra a la habitación del tío. Al abrir la puerta, era tal su obsesión de sorprender in fraganti al delincuente, que apenas hizo hincapié en el acre olor que de la sala se desprendía.
Su primera mirada fue para la cama, posándose, en seguida, sus ojos en el sillón en el cual se destacaba, sumida en la vaga penumbra, la silueta del durmiente. Avanzó hacia él en puntillas y cuando estuvo a su lado, descargó sobre la inmóvil figura una lluvia de furiosos chicotazos mientras vociferaba frenética:
—¡Toma, pícaro, flojonazo, bribón!
De repente, su brazo se detuvo en seco; algo líquido que destilaban las disciplinas le había salpicado el rostro y, dando un paso hacia la ventana, abrió los postigos con violencia.
Junto con la claridad que inundó la sala, el semblante de doña Benigna se transformó en la imagen fidelísima del espanto. Sus ojos se abrieron desmesuradamente; flaquearon sus rodillas; la sangre se agolpó al cerebro Y, resbalando en algo viscoso, cayó desvanecida en el pavimento.
Minutos después, un gato de blanco y lustroso pelaje avanza silencioso hacia ese punto del dormitorio y se detiene ante algo húmedo que hay en el piso. Observa atentamente el obstáculo, aproxima a él sus rosadas naricillas y, de súbito, con la irrespetuosidad que caracteriza a los de su raza, salta sobre la espalda inerte de su dueña y de ahí a la repisa de la ventana, donde se arrellana muellemente junto a los cristales.
De vez en cuando, con expresión irónica y desdeñosa, fija sus verdes pupilas en aquel niño de rostro de cera, con la cabeza reclinada en un ángulo del sillón en que está sentado, y en el cuerpo informe y voluminoso del ama, echada de bruces en el suelo, con las rojas disciplinas en la diestra y la cabeza entre esos pies desnudos que cuelgan blancos, rígidos, y debajo de los cuales se extiende un ancho tapiz de púrpura.
Inamible
Ruperto Tapia, alias “El Guarén”, guardián tercero de la policía comunal, de servicio esa mañana en la población, iba y venía por el centro de la bocacalle con el cuerpo erguido y el ademán grave y solemne del funcionario que está penetrado de la importancia del cargo que desempeña.
De treinta y cinco años, regular estatura, grueso, fornido, el guardián Tapia goza de gran prestigio entre sus camaradas. Se le considera un pozo de ciencia, pues tiene en la punta de la lengua todas las ordenanzas y reglamentos policiales, y aun los artículos pertinentes del Código Penal le son familiares. Contribuye a robustecer esta fama de sabiduría su voz grave y campanuda, la entonación dogmática y sentenciosa de sus discursos y la estudiada circunspección y seriedad de todos sus actos. Pero de todas sus cualidades, la más original y característica es el desparpajo pasmoso con que inventa un término cuando el verdadero no acude con la debida oportunidad a sus labios. Y tan eufónicos y pintorescos le resultan estos vocablos, con que enriquece el idioma, que no es fácil arrancarles de la memoria cuando se les ha oído siquiera una vez.
Mientras camina haciendo resonar sus zapatos claveteados sobre las piedras de la calzada, en el moreno y curtido rostro de “El Guarén” se ve una sombra de descontento. Le ha tocado un sector en que el tránsito de vehículos y peatones es casi nulo. Las calles plantadas de árboles, al pie de los cuales se desliza el agua de las acequias, estaban solitarias y va a ser dificilísimo sorprender una infracción, por pequeña que sea. Esto le desazona, pues está empeñado en ponerse en evidencia delante de los jefes como un funcionario celoso en el cumplimiento de sus deberes para lograr esas jinetas de cabo que hace tiempo ambiciona. De pronto, agudos chillidos y risas que estallan resonantes a su espalda lo hacen volverse con presteza. A media cuadra escasa una muchacha de 16 a 17 años corre por la acera perseguida de cerca por un mocetón que lleva en la diestra algo semejante a un latiguillo. “El Guarén” conoce a la pareja. Ella es sirvienta en la casa de la esquina y él es Martín, el carretelero, que regresa de las afueras de la población, donde fue en la mañana a llevar sus caballos para darles un poco de descanso en el potrero. La muchacha, dando gritos y risotadas, llega a la casa donde vive y se entra en ella corriendo. Su perseguidor se detiene un momento delante de la puerta y luego avanza hacia el guardián y le dice sonriente:
—¡Cómo gritaba la picarona, y eso que no alcancé a pasarle por el cogote el bichito ese!
Y levantando la mano en alto mostró una pequeña culebra que tenía asida por la cola, y agregó:
—Está muerta, la pillé al pie del cerro cuando fui a dejar los caballos. Si quieres te la dejo para que te diviertas asustando a las prójimas que pasean por aquí.
Pero “El Guarén”, en vez de coger el reptil que su interlocutor le alargaba, dejó caer su manaza sobre el hombro del carretelero y le intimó.
—Vais a acompañarme al cuartel.
—¡Yo al cuartel! ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Me lleváis preso, entonces? —profirió rojo de indignación y sorpresa el alegre bromista de un minuto antes.
Y el aprehensor, con el tono y ademán solemnes que adoptaba en las grandes circunstancias, le dijo, señalándole el cadáver de la culebra que él conservaba en la diestra:
—Te llevo porque andas con animales —aquí se detuvo, hesitó un instante y luego con gran énfasis prosiguió—: Porque andas con animales inamibles en la vía pública.
Y a pesar de las protestas y súplicas del mozo, quien se había librado del cuerpo del delito, tirándolo al agua de la acequia, el representante de la autoridad se mantuvo inflexible en su determinación.
A la llegada al cuartel, el oficial de guardia, que dormitaba delante de la mesa, los recibió de malísimo humor. En la noche había asistido a una comida dada por un amigo para celebrar el bautizo de una criatura, y la falta de sueño y el efecto que aún persistía del alcohol ingerido durante el curso de la fiesta mantenían embotado su cerebro y embrolladas todas sus ideas. Su cabeza, según el concepto vulgar, era una olla de grillos.
Después de bostezar y revolverse en el asiento, enderezó el busto y lanzando furiosas miradas a los inoportunos cogió la pluma y se dispuso a redactar la anotación correspondiente en el libro de novedades. Luego de estampar los datos concernientes al estado, edad y profesión del detenido, se detuvo e interrogó:
—¿Por qué le arrestó, guardián?
Y el interpelado, con la precisión y prontitud del que está seguro de lo que dice, contestó:
—Por andar con animales inamibles en la vía pública, mi inspector.
Se inclinó sobre el libro, pero volvió a alzar la pluma para preguntar a Tapia lo que aquella palabra, que oía por primera vez, significaba, cuando una reflexión lo detuvo: si el vocablo estaba bien empleado, su ignorancia iba a restarle prestigio ante un subalterno, a quien ya una vez había corregido un error de lenguaje, teniendo más tarde la desagradable sorpresa al comprobar que el equivocado era él. No, a toda costa había que evitar la repetición de un hecho vergonzoso, pues el principio básico de la disciplina se derrumbaría si el inferior tuviese razón contra el superior. Además, como se trataba de un carretelero, la palabra aquella se refería, sin duda, a los caballos del vehículo que su conductor tal vez hacía trabajar en malas condiciones, quién sabe si enfermos o lastimados. Esta interpretación del asunto le pareció satisfactoria y, tranquilizado ya, se dirigió al reo:
—¿Es efectivo eso? ¿Qué dices tú?
—Sí, señor; pero yo no sabía que estaba prohibido.
Esta respuesta, que parecía confirmar la idea de que la palabra estaba bien empleada, terminó con la vacilación del oficial que, concluyendo de escribir, ordenó en seguida al guardián:
—Páselo al calabozo.
Momentos más tarde, reo, aprehensor y oficial se hallaban delante del prefecto de policía. Este funcionario, que acababa de recibir una llamada por teléfono de la gobernación, estaba impaciente por marcharse.
—¿Está hecho el parte? —preguntó.
—Sí, señor —dijo el oficial, y alargó a su superior jerárquico la hoja de papel que tenía en la diestra.
El jefe la leyó en voz alta, y al tropezar con un término desconocido se detuvo para interrogar:
—¿Qué significa esto? —Pero no formuló la pregunta. El temor de aparecer delante de sus subalternos ignorante, le selló los labios. Ante todo había que mirar por el prestigio de la jerarquía. Luego la reflexión de que el parte estaba escrito de puño y letra del oficial de guardia, que no era un novato, sino un hombre entendido en el oficio, lo tranquilizó. Bien seguro estaría de la propiedad del empleo de la palabreja, cuando la estampó ahí con tanta seguridad. Este último argumento le pareció concluyente, y dejando para más tarde la consulta del Diccionario para aclarar el asunto, se encaró con el reo y lo interrogó:
—Y tú, ¿qué dices? ¿Es verdad lo que te imputan?
—Sí, señor Prefecto, es cierto, no lo niego. Pero yo no sabía que estaba prohibido.
E1 jefe se encogió de hombros, y poniendo su firma en el parte, lo entregó al oficial, ordenando:
—Que lo conduzcan al juzgado.
En la sala del juzgado, el juez, un jovencillo imberbe que, por enfermedad del titular, ejercía el cargo en calidad de suplente, después de leer el parte en voz alta, tras un breve instante de meditación, interrogó al reo:
—¿Es verdad lo que aquí se dice? ¿Qué tienes que alegar en tu defensa?
La respuesta del detenido fue igual a las anteriores:
—Sí, usía; es la verdad, pero yo ignoraba que estaba prohibido.
El magistrado hizo un gesto que parecía significar: “Sí, conozco la cantinela; todos dicen lo mismo”. Y, tomando la pluma, escribió dos renglones al pie del parte policial, que en seguida devolvió al guardián, mientras decía, fijando en el reo una severa mirada:
—Veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa.
En el cuartel el oficial de guardia hacía anotaciones en una libreta, cuando “El Guarén” entró en la sala y, acercándose a la mesa, dijo:
—El reo pasó a la cárcel, mi inspector.
—¿Lo condenó el juez?
—Sí; a veinte días de prisión, conmutables en veinte pesos de multa; pero como a la carretela se le quebró un resorte y hace varios días que no puede trabajar en ella, no le va a ser posible pagar la multa. Esta mañana fue a dejar los caballos al potrero.
El estupor y la sorpresa se pintaron en el rostro del oficial.
—Pero si no andaba con la carretela, ¿cómo pudo, entonces, infringir el reglamento del tránsito?
—El tránsito no ha tenido nada que ver con el asunto, mi inspector.
—No es posible, guardián; usted habló de animales…
—Sí, pero de animales inamibles, mi inspector, y usted sabe que los animales inamibles son sólo tres: el sapo, la culebra y la lagartija. Martín trajo del cerro una culebra y con ella andaba asustando a la gente en la vía pública. Mi deber era arrestarlo, y lo arresté.
Eran tales la estupefacción y el aturdimiento del oficial que, sin darse cuenta de lo que decía, balbuceó:
—Inamibles, ¿por qué son inamibles?
El rostro astuto y socarrón de “El Guarén” expresó la mayor extrañeza. Cada vez que inventaba un vocablo, no se consideraba su creador, sino que estimaba de buena fe que esa palabra había existido siempre en el idioma; y si los demás la desconocían, era por pura ignorancia. De aquí la orgullosa suficiencia y el aire de superioridad con que respondió:
—El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector.
Cuando el oficial quedó solo, se desplomó sobre el asiento y alzó las manos con desesperación. Estaba aterrado. Buena la había hecho, aceptando sin examen aquel maldito vocablo, y su consternación subía de punto al evidenciar el fatal encadenamiento que su error había traído consigo. Bien advirtió que su jefe, el Prefecto, estuvo a punto de interrogarlo sobre aquel término; pero no lo hizo, confiando, seguramente, en la competencia del redactor del parte. ¡Dios misericordioso! ¡Qué catástrofe cuando se descubriera el pastel! Y tal vez ya estaría descubierto. Porque en el juzgado, al juez y al secretario debía haberles llamado la atención aquel vocablo que ningún diccionario ostentaba en sus páginas. Pero esto no era nada en comparación de lo que sucedería si el editor del periódico local, “El Dardo”, que siempre estaba atacando a las autoridades, se enterase del hecho. ¡Qué escándalo! ¡Ya le parecía oír el burlesco comentario que haría caer sobre la autoridad policial una montaña de ridículo!
Se había alzado del asiento y se paseaba nervioso por la sala, tratando de encontrar un medio de borrar la torpeza cometida, de la cual se consideraba el único culpable. De pronto se acercó a la mesa, entintó la pluma y en la página abierta del libro de novedades, en la última anotación y encima de la palabra que tan trastornado lo traía, dejó caer una gran mancha de tinta. La extendió con cuidado, y luego contempló su obra con aire satisfecho. Bajo el enorme borrón era imposible ahora descubrir el maldito término, pero esto no era bastante; había que hacer lo mismo con el parte policial. Felizmente, la suerte érale favorable, pues el escribiente del Alcaide era primo suyo, y como el Alcaide estaba enfermo, se hallaba a la sazón solo en la oficina. Sin perder un momento, se trasladó a la cárcel, que estaba a un paso del cuartel, y lo primero que vio encima de la mesa, en sujetapapeles, fue el malhadado parte. Aprovechando la momentánea ausencia de su pariente, que había salido para dar algunas órdenes al personal de guardia, hizo desaparecer bajo una mancha de tinta el término que tan despreocupadamente había puesto en circulación. Un suspiro de alivio salió de su pecho. Estaba conjurado el peligro, el documento era en adelante inofensivo y ninguna mala consecuencia podía derivarse de él.
Mientras iba de vuelta al cuartel, el recuerdo del carretelero lo asaltó y una sombra de disgusto veló su rostro. De pronto se detuvo y murmuró entre dientes:
—Eso es lo que hay que hacer, y todo queda así arreglado.
Entre tanto, el prefecto no había olvidado la extraña palabra estampada en un documento que llevaba su firma y que había aceptado, porque las graves preocupaciones que en ese momento lo embargaban relegaron a segundo término un asunto que consideró en sí mínimo e insignificante. Pero más tarde, un vago temor se apoderó de su ánimo, temor que aumentó considerablemente al ver que el Diccionario no registraba la palabra sospechosa.
Sin perder tiempo, se dirigió donde el oficial de guardia, resuelto a poner en claro aquel asunto. Pero al llegar a la puerta por el pasadizo interior de comunicación, vio entrar en la sala a “El Guarén”, que venía de la cárcel a dar cuenta de la comisión que se le había encomendado. Sin perder una sílaba, oyó la conversación del guardián y del oficial, y el asombro y la cólera lo dejaron mudo e inmóvil, clavado en el pavimento.
Cuando el oficial hubo salido, entró y se dirigió a la mesa para examinar el Libro de Novedades. La mancha de tinta que había hecho desaparecer el odioso vocablo tuvo la rara virtud de calmar la excitación que lo poseía. Comprendió en el acto que su subordinado debía estar en ese momento en la cárcel, repitiendo la misma operación en el maldito papel que en mala hora había firmado. Y como la cuestión era gravísima y exigía una solución inmediata, se propuso comprobar personalmente si el borrón salvador había ya apartado de su cabeza aquella espada de Damocles que la amenazaba.
Al salir de la oficina del Alcaide el rostro del Prefecto estaba tranquilo y sonriente. Ya no había nada que temer; la mala racha había pasado. Al cruzar el vestíbulo divisó tras la verja de hierro un grupo de penados.
Su semblante cambió de expresión y se tornó grave y meditabundo. Todavía queda algo que arreglar en ese desagradable negocio, pensó. Y tal vez el remedio no estaba distante, porque murmuró a media voz:
—Eso es lo que hay que hacer; así queda todo solucionado.
Al llegar a la casa, el juez, que había abandonado el juzgado ese día un poco más temprano que de costumbre, encontró a “El Guarén” delante de la puerta, cuadrado militarmente. Habíanlo designado para el primer turno de punto fijo en la casa del magistrado. Éste, al verle, recordó el extraño vocablo del parte policial, cuyo significado era para él un enigma indescifrable. En el Diccionario no existía y por más que registraba su memoria no hallaba en ella rastro de un término semejante.
Como la curiosidad lo consumía, decidió interrogar diplomáticamente al guardián para inquirir de un modo indirecto algún indicio sobre el asunto. Contestó el saludo del guardián, y le dijo afable y sonriente:
—Lo felicito por su celo en perseguir a los que maltratan a los animales. Hay gentes muy salvajes. Me refiero al carretelero que arrestó usted esta mañana, por andar, sin duda, con los caballos heridos o extenuados.
A medida que el magistrado pronunciaba estas palabras, el rostro de “El Guarén” iba cambiando de expresión. La sonrisa servil y gesto respetuoso desaparecieron y fueron reemplazados por un airecillo impertinente y despectivo. Luego, con un tono irónico bien marcado, hizo una relación exacta de los hechos, repitiendo lo que ya había dicho, en el cuartel, al oficial de guardia.
El juez oyó todo aquello manteniendo a duras penas su seriedad, y al entrar en la casa iba a dar rienda suelta a la risa que le retozaba en el cuerpo, cuando el recuerdo del carretelero, a quien había enviado a la cárcel por un delito imaginario, calmó súbitamente su alegría. Sentado en su escritorio, meditó largo rato profundamente, y de pronto, como si hubiese hallado la solución de un arduo problema, profirió con voz queda:
—Sí, no hay duda, es lo mejor, lo más práctico que se puede hacer en este caso.
En la mañana del día siguiente de su arresto, el carretelero fue conducido a presencia del Alcaide de la cárcel, y este funcionario le mostró tres cartas, en cuyos sobres, escritos a máquina, se leía:
“Señor Alcaide de la Cárcel de… Para entregar a Martín Escobar”. (Éste era el nombre del detenido.)
Rotos los sobres, encontró que cada uno contenía un billete de veinte pesos. Ningún escrito acompañaba el misterioso envío. El Alcaide señaló al detenido el dinero, y le dijo sonriente:
—Tome, amigo, esto es suyo, le pertenece.
El reo cogió dos billetes y dejó el tercero sobre la mesa, profiriendo:
—Ese es para pagar la multa, señor Alcaide.
Un instante después, Martín el carretelero se encontraba en la calle, y decía, mientras contemplaba amorosamente los dos billetes:
—Cuando se me acaben, voy al cerro, pillo un animal inamible, me tropiezo con “El Guarén” y ¡zas! al otro día en el bolsillo tres papelitos iguales a éstos.
Irredención
Cuando los últimos convidados se despidieron, la princesa, recogiendo la falda de su vestido constelado de estrellas, atravesó los desiertos salones y se encaminó a su alcoba, echando, al pasar, una postrer mirada a aquellos sitios donde, por su gracia y hermosura, más que por su simbólico traje, había sido durante algunas horas la reina de la noche.
Sentíase un tanto fatigada, pero, al mismo tiempo, alegre y satisfecha. El baile había resultado suntuosísimo. Todo lo que la gran ciudad ostentaba de más valía: la nobleza de la sangre, del dinero y del talento, desfiló por sus salones, adornados con deslumbradora magnificencia.
Pero la nota sensacional, la que arrancó frases de admiración y de entusiasmo, era la de las flores, de un pálido matiz de aurora, desparramadas con tal profusión por todo el palacio, que parecía una nevada color de rosa caída en los vastos aposentos, cubriendo las consolas, los muebles, los bronces, derramándose sobre los tapices y haciendo desaparecer bajo sus carmenadas plumillas la soberbia cristalería de la mesa del buffet. Guirnaldas de las mismas envolvían las arañas, trazaban caprichosos dibujos en los muros y orlaban los marcos dorados de los espejos. El efecto producido por aquella avalancha de flores rosadas era sencillamente maravilloso y los asistentes al baile no se cansaban de elogiar aquella fantástica ornamentación, cuya idea genial llenaba de orgullo a la hermosa dama que a solas con sus doncellas, que preparaban su tocado nocturno, se complacía en evocar los detalles de la magnífica fiesta.
Sí, aquel pensamiento originalísimo había sido de ella, únicamente de ella, y no podía menos de sonreír al recordar la cara de sorpresa del viejo administrador cuando le dio orden de despojar de sus flores a todos los durazneros en floración que existiesen en sus fincas.
Segura estaba de que el rústico servidor cumpliera el mandato a regañadientes. Pero había obedecido y el éxito superaba a sus esperanzas.
Obsesionada por tan deliciosos recuerdos, se metió en la cama, y ya la doncella abandonaba en puntillas el aposento cuando la voz de su señora la detuvo. Un deseo repentino, un capricho de niño mimado la había acometido de pronto. Quería dormirse respirando la suave fragancia de aquellas flores que tan dulces sensaciones le habían proporcionado. Obedeciendo las órdenes de su ama, la joven derramó encima de los cobertores puñados de aquellos rosados pétalos, y suspendió del crucifijo de plata, colocado a la cabecera del suntuoso lecho, un trozo de guirnalda arrancado de una de las arañas del salón.
La estancia quedó en silencio y poco a poco fue haciéndose más hondo el sopor de la bella durmiente.
De pronto se encontró transportada a una de sus fincas. El cielo estaba azul y un sol de primavera, tibio y risueño, acariciaba los campos. Caminaba por el medio de un bosque de durazneros en flor, envuelta en una atmósfera de efluvios y aromas embriagadores cuando, de súbito, un soplo que parecía brotar de sus labios, tenue al principio, impetuoso después, arrebató las flores y las dispersó a los cuatro vientos. Tuvo miedo y quiso huir, pero los árboles, como espectros vengadores, le cerraron el paso, y fustigándola con su desnudo ramaje, la estrecharon hasta ahogarla con la pesadumbre de su haz inmenso.
Sintió que su alma abandonaba la Tierra y comparecía delante del Tribunal Divino, presa de una angustia y terror infinitos.
Sentado en su trono, bajo un dosel de flamígeros soles, estaba el Supremo, inexorable Juez. A su derecha mostraba sus páginas el libro de la vida y a su izquierda un arcángel sostenía con la diestra la balanza de la justicia.
En el fondo, guardadas por los ángeles con espadas de fuego, estaban las puertas del Purgatorio y del Paraíso y a espalda del arcángel veíase una concavidad negra por la que asomaba, apoyándose en sus garras y alas membranosas, la terrífica figura de Satanás.
Y como si todo estuviese calculado para aumentar sus congojas, el alma de la princesa viose obligada a asistir al juicio de otra que la precediera en aquel trance.
Era ésta la de un asesino y ladrón. Mientras que en el platillo del mal formaban sus crímenes una montaña, en el otro, en el de las buenas acciones, nada había que contrarrestase el peso abrumador de las culpas. Pero la Miseria puso en él una lágrima y un hilo de sus harapos. La Expiación una gota de la sangre derramada en el patíbulo y la Ignorancia, despojándose de su venda, la colocó también en el platillo vacío, el cual salió esta vez de su inmovilidad inclinándose ligeramente.
Satanás, que se preparaba para asir al condenado, hizo una horrible mueca. El alma que contaba por suya era enviada al Purgatorio. Rechinó los dientes, con rabia, y la vibración de sus alas, sacudidas por la ira, atronó las pavorosas concavidades del Averno. Aquel fallo revivió, en el alma angustiada de la princesa, la esperanza. Entre ella y un asesino ladrón, mediaba un abismo. Y esta seguridad se acentuó viendo que, llegado su turno, el arcángel ponía en el platillo de las culpas sólo unas cuantas flores ajadas y descoloridas.
Su terror e inquietud se trocaron entonces en una alegría sin limites, al comprender que aquellas florecillas, cuyo peso podía neutralizar el más levísimo soplo, representaban todo el mal que había desparramado en la Tierra. ¡Cuán severamente se había juzgado! Pero, y ahora estaba cierta, su alma era de las elegidas e iría recta al Paraíso. Y confortada con la visión de la eterna bienaventuranza, evocó la legión innumerable de sus buenas obras. Éstas eran tantas que casi deploró que su culpa fuese tan pequeña, pues le bastaría la más insignificante de sus nobles acciones para inclinar la balanza a su favor. Y ella quería ostentarlas allí todas, para que el divino Juez le asignase el máximum del premio a que era merecedora.
Por eso, cuando fueron amontonándose en el platillo del bien sus actos de piedad religiosa, de caridad y de abnegación, sin que la posición de la balanza se modificase, sólo experimentó un principio de extrañeza, que se convirtió en asombro, viendo que el arcángel remataba su tarea poniendo sobre aquel cúmulo de virtudes, las moles gigantescas de un hospital y de una suntuosa capilla con sus cimientos de piedra, su cruz de hierro fundido y su veleta de latón.
Pero la balanza permaneció inalterable y, de súbito, un espectáculo pavoroso llenó de espanto el alma de la princesa. Satanás, que se reía, abandonó de pronto el escondrijo en que estaba agazapado y como una araña monstruosa se colgó del platillo rebelde, y tras él, aferrándose del rabo y de sus ganchudas patas, se suspendieron todos los diablos y réprobos del Infierno, sin que el peso de aquella cadena, cuyo último eslabón tocaba el fondo del séptimo abismo, lograse marcar la más leve oscilación en el fiel de la balanza inmutable. En el platillo, las flores habían desaparecido y en su lugar veíase una montaña de duraznos en sazón, sobre la cual giraban miríadas de seres, desde el corpúsculo imperceptible hasta el insecto alado de forma perfecta. Abejas zumbadoras, mariposas de alas irisadas, aves de plumajes multicolores revoloteaban en derredor de los frutos, en legiones innumerables y, destacándose por encima de todo, un inmenso follaje que, en forma de cono invertido, se perdía en el infinito.
Y entonces fue cuando resonó la voz terrible:
—¡Mujer, tu culpa es irrescatable! Todo el peso del Infierno no ha podido equilibrarla. Al extirpar el germen, has detenido en su curso la proyección de la vida, cuyo origen es Dios mismo… Ve, pues, con Satán, por toda la eternidad.
Un grito estridente, vibrante, puso en conmoción a la servidumbre del palacio. La doncella, que había acudido la primera, encontró a su señora incorporada en el lecho, presa de violentos espasmos nerviosos. La guirnalda suspendida del crucifijo se había roto y las flores yacían esparcidas en la almohada y cabellera de la dama, lo cual hizo exclamar a media voz a la joven:
—¡Ya lo sabía yo! Dormir con flores es como dormir con muertos. Se tienen pesadillas horribles.
Juan Fariña
Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…
Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.
En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.
Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.
Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.
En una mañana de enero, en tanto que la máquina lanzaba sus jadeantes estertores y las blancas volutas del vapor se desvanecían en el aire tibio convirtiéndose en lluvia finísima, un hombre subía por el camino en dirección a la mina. Era de elevada estatura y por su traje, cubierto por el polvo rojo de la carretera, parecía más bien un campesino que un obrero. Un saco atado con una correa pendía de sus espaldas y su mano derecha empuñaba un grueso bastón, con el que tanteaba el terreno delante de sí.
Muy en breve aquel desconocido se encontró en la plataforma de la mina, donde pidió lo llevaran a presencia del capataz. Éste, que en ese instante se dirigía al pozo de bajada, se detuvo sorprendido ante el inválido visitante.
—Amigo —díjole—, yo soy el que buscas, ¿quién eres y qué es lo que deseas?
—Me llamo Juan Fariña, y quiero trabajar en la mina —fue la breve contestación del interpelado.
Los presentes se miraron y sonrieron.
—¿Y de qué deseas ocuparte? —prosiguió en tono un tanto burlón el capataz.
—De barretero —respondió tranquilamente el ciego.
Un murmullo partió del grupo de obreros que rodeaban el borde del pique y algunas carcajadas comprimidas estallaron.
—Camarada —dijo el capataz, contemplando la férrea musculatura del postulante—, sin duda no será la fuerza lo que te haga falta, pero para ser barretero hay que tener buen ojo y un ciego como tú no servirá para el caso.
—Nada veo —repuso—, pero tengo buenas manos y no me asusta ningún trabajo.
—Quedas aceptado —dijo el capataz, después de un instante de vacilación—, un ciego que no pide limosna y desea trabajar merece ser bien acogido; puedes empezar cuando gustes.
—Mañana a primera hora estaré aquí —respondió el original personaje y se alejó pasando con la cabeza erguida y las blancas pupilas fijas en el vacío por entre la turba de obreros que contemplaban admirados sus anchos hombros y su musculoso cuerpo de atleta.
En la mañana del día siguiente, Juan Fariña, con la blusa y pantalón del minero, una pequeña cesta con la merienda en una mano y el bastón en la otra, penetraba en la jaula en compañía de un capataz y varios trabajadores. Todos cubríanse la cabeza con la tradicional gorra de cuero y en todas ellas, excepto en la del ciego, sujetas a la visera brillaban encendidas pequeñas lámparas de aceite.
A una señal del jefe, la jaula se hundió súbitamente en el abismo negro del que subía un vaho ligero que se condensaba en cristalinas gotas a lo largo de los flexibles cables de acero.
Terminado el descenso se internaron en la mina, siguiendo los oscuros corredores por los que el ciego caminaba con la seguridad de un minero experimentado. Sus acompañantes admiraban aquella especie de instinto que le hacía adivinar los obstáculos y evitarlos con pasmosa sagacidad. Su bastón era una antena que se movía ágilmente en todas direcciones, tocando las paredes, el suelo y la techumbre de las galerías, que a medida que avanzaba se inclinaba más y más obligándolo a encorvar su alta estatura y a rozar con sus espaldas las escabrosidades de la roca.
En breve abandonaron las galerías de arrastre y penetraron en las canteras donde se extrae el material. Arrastrándose en algunos sitios sobre las manos y las rodillas, internáronse en aquellos estrechos túneles, subiendo y bajando rapidísimas pendientes. Por todas partes se oía un golpear incesante: al ruido sordo del pico mordiendo el venero, mezclábase el son más claro del martillo sobre la barrena. A veces una violenta imprecación rasgaba aquel ambiente irrespirable, impregnado de humo y de polvo de carbón; quejidos hondos y un resople continuo de bestias fatigadas salían de aquellos agujeros en medio de las tinieblas, en las que aparecían y desaparecían las luces fugitivas de las lámparas como fuegos fatuos en las sombras de la noche.
Después de media hora de penosa marcha se detuvieron ante una pequeña excavación abierta en la vena. De forma rectangular, muy baja y angosta, medía apenas un metro de alto, y en sus negras paredes, heridas por los rayos mortecinos de las lámparas, las agudas aristas del carbón tomaban tintes azulados y brillantes.
Después de escuchar silencioso las indicaciones del capataz, el nuevo obrero penetró resueltamente en la estrecha abertura y muy luego su fatigosa respiración y el golpe seco y repetido del acero se confundieron con el sordo rumor que llenaba las galerías, los chiflones y las lóbregas revueltas.
Desde aquel día quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose muy luego la reputación de obrero inteligente y valeroso. La deferencia con que era tratado por los jefes y su carácter huraño y retraído le enajenaron las simpatías de sus camaradas, quienes no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo. Aquello no era natural y debía encerrar algún misterio.
Intrigados vigiláronlo estrechamente, escudriñando sus pasos y sus menores acciones. Su pasado fue objeto de una minuciosa pesquisa, que no dio resultado alguno. Nadie sabía quién era ni de dónde venía, y respecto de su ceguera las opiniones estaban divididas. Había quienes aseguraban que aquellas inmóviles pupilas cubiertas de una tela blanquecina arrojaban en la oscuridad destellos fosforescentes como los del gato y que aquel ciego no lo era, sino en pleno día, a la luz del sol. Otros, y eran muy pocos, sostenían lo contrario, y para aclarar el punto sometían al infeliz a las más bárbaras pruebas. Ya era una vagoneta volcada en medio de la vía, que le interceptaba el paso, o un madero atravesado a la altura de su cabeza, contra el cual chocaba violentamente; mientras alambres invisibles se enredaban entre sus piernas y lo derribaban en el lodo negro y viscoso de las galerías.
El tiempo transcurría, y el desconocido obrero apasionaba cada vez más los ánimos dentro de la mina. Extraños rumores empezaron a circular acerca de su trabajo en las canteras de extracción. Todos los días a la salida del sol se hallaba junto al pique listo para bajar y era siempre de los últimos el tomar el ascensor para regresar a su solitaria habitación en la falda de la colina.
Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filón un número de vagonetas superior al mínimum reglamentario. Aquello desconcertaba a los más esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro y consistente y el mejor de ellos jamás había alcanzado un éxito semejante.
Este hecho robusteció en la crédula imaginación de aquellas sencillas gentes la creencia de que Fariña era un ser extraordinario. Contábase de él que sólo iba a la mina a dormir y que un socio cuyo nombre no se atrevían a pronunciar, desprendía de la vena el carbón necesario para completar la tarea del día. Y no era un misterio para nadie que por la noche, cuando quedaba la mina desierta, se oía en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero infatigable, del que se hablaba en voz baja y temerosa, no era sino el Diablo, que vagaba día y noche en las profundidades de la mina, dando golpes misteriosos en las canteras abandonadas, precipitando los desprendimientos de la roca y abriendo paso a través de grietas invisibles a las traidores exhalaciones del grisú.
Dos viejos mineros encargados de vigilar por las noches los corredores de ventilación se habían aproximado cautelosos al sitio de donde partía el insólito rumor, deteniéndose asombrados ante la presencia de un barretero desconocido que en el fondo de la cantera del ciego atacaba furiosamente el bloque negro y quebradizo. Un chorro de grisú encendido que brotaba de una grieta del techo esparcía una claridad de incendio en derredor del fantástico personaje, delante del cual la hulla lanzaba reflejos extraños y sus caprichosas facetas resplandecían como azabache pulimentado ante la llama azulada del temible gas.
Los testigos de aquella escena veían amontonarse el carbón con asombrosa rapidez delante del incógnito y nocturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del innoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una extraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor.
Un terrible estallido atronó la bóveda y una ráfaga de aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente la infernal visión.
A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galería mal ventilada, y desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al aborrecido ciego con el espíritu del mal. A la antipatía que le profesaban los mineros se agregó luego un supersticioso temor y a su paso apartábanse presurosos, persignándose devotamente. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio, y el carretillero encargado del arrastre de las vagonetas se negó a efectuar ese trabajo, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero y carretillero a la vez.
Sea por aquel exceso de trabajo, cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la más robusta constitución, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó de día en día y su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor que contrastaba tan noblemente con la débil contextura de los mineros, esos proscritos del aire y de la luz que llevaban impresa en sus rostros de cera la nostalgia de los campos alumbrados por el sol.
Un decaimiento visible se operaba en él, y los obreros que lo observaban atribuíanlo a que el término del nefando pacto debía de estar próximo y era una verdad no discutida que un suceso extraordinario de que tal vez iban a ser en breve testigos, se preparaba dentro de la mina, dando más fuerza a aquellas suposiciones de la conducta cada vez más extraña del ciego. Se le veía frecuentemente abandonar la cantera y penetrar en las galerías poco frecuentadas, dejando por las noches su vivienda solitaria para vagar como un fantasma por la orilla del mar, y sentándose a veces en las piedras de la ribera pasaba horas tras horas, oyendo el murmullo eterno del oleaje: como un viejo lobo que descansara de sus correrías por el océano.
¿Qué pensaba en esos instantes y qué dolor oculto guardaba su alma cerrada a toda afección? Como el origen de su ceguera, nadie lo supo jamás.
Pronto iba a cumplir un año en la mina, y el misterio de su vida permanecía impenetrable. Entre los varios rumores que circularon acerca de él había uno del que nadie se acordaba ya. Los mineros más antiguos recordaban vagamente que muchos años atrás, víctima de una de las frecuentes explosiones de grisú, pereció en la mina un obrero quedando moribundo un hijo de dieciséis años que lo acompañaba. A consecuencia de aquella desgracia la mujer del infeliz y madre del niño perdió la razón, ignorándose en absoluto el destino del muchacho. Los que recordaban esos hechos creían ver en el rostro de Fariña vestigios de antiguas quemaduras; pero las cosas no pasaron de allí y el misterio subsistió siempre.
Los mineros veían en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad y de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenía pacto con el Diablo no podía esperarse nada bueno, y los alarmistas anunciaban toda clase de males para lo futuro, citándose de él, para apoyar aquellos siniestros presagios, algunas enigmáticas palabras pronunciadas después de un derrumbe que había quitado la vida a varios trabajadores.
—Cuando yo muera, la mina morirá conmigo —había dicho el misterioso ciego.
Para muchos aquella frase encerraba una amenaza y para otros un vaticinio que no tardaría en cumplirse.
En la semana que precedió a la gran catástrofe, Fariña obtuvo la plaza de vigilante nocturno de aquella sección de la mina donde trabajaba, empleo cuyo desempeño le era relativamente fácil, pues la principal tarea consistía en recorrer las compuertas de ventilación.
En la noche del extraordinario suceso se presentó como de costumbre en el pique a la hora reglamentaria: las nueve en punto marcaba el reloj de la máquina cuando penetraba en la jaula y desaparecía en el pozo de bajada.
Era aquel un día festivo y la mina estaba desierta. El tiempo se mostraba tempestuoso, espesas nubes entoldaban el cielo y el viento norte, soplando con violencia en lo alto de la cabría, hacía gemir el maderamen sacudiendo los cables a lo largo de los niveles. El mar estaba agitado y tumultuoso y la resaca elevaba su ronca voz entre los arrecifes de la costa.
El maquinista, con una mano en el regulador y la otra en el freno, seguía con atención la manecilla del indicador. La máquina trabajaba a gran velocidad, pues la tarea estaba reducida a extraer el agua del pozo por medio de grandes cubos suspendidos debajo de las jaulas ascensoras. Y junto al borde del pique un obrero armado de un largo gancho de hierro abría las compuertas colocadas en el fondo de aquellos, las que daban paso al agua que se escurría por el canal de desagüe. Esos dos hombres y el fogonero, que se tostaba en el departamento de las calderas, eran los únicos que a esa hora velaban en la mina.
Fariña, entre tanto, había dejado el ascensor y caminaba por la galería central, esquivando los obstáculos con la soltura peculiar en él.
Frente a la puerta del departamento de los capataces se detuvo, y haciendo saltar la cerradura penetró al interior; cogió de un armario arrimado a la pared cierto número de paquetes pequeños y cilíndricos que sepultó en los bolsillos de su blusa y apoderándose en seguida de un saquete de pólvora y de algunos rollos de guías, abandonó la estancia internándose en las profundidades de la mina.
Marchaba presuroso, deslizándose sin ruido entre las hileras de vagonetas vacías, y pronto dejó a un lado las arterias principales para penetrar en una galería abandonada, que sólo servía de corredor de ventilación.
Ese paraje había sido siempre objeto de vigilancia especial de parte de los ingenieros. Situado debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galería y la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes y operarios desde muchos años atrás. A través de la delgada capa de terreno llegaban hasta aquel sitio los rumores misteriosos del océano, percibiéndose distintamente el ruido de las palas de las hélices que azotaban las olas, pues la galería cortaba oblicuamente la ruta de los vapores que tocaban en el puerto. Considerables trabajos de revestimiento se habían llevado a cabo para evitar que el fondo del mar cediese bajo la presión de las aguas. En el sitio donde las filtraciones eran más copiosas, gruesas vigas que descansaban sobre sólidas pilastras sostenían la techumbre. Junto a uno de estos soportes detúvose Fariña, extrayendo detrás de él una enmohecida barrena de carpintero.
Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros, y con la calma y seguridad del que ejecuta una operación largo tiempo meditada, introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita con su correspondiente guía, formando con aquellas largas mechas, todas de una misma dimensión, un solo haz, cuyas extremidades igualó cuidadosamente; y atándolas en seguida con un bramante, vertió encima del grueso nudo una parte del saquete de pólvora, trazando con el resto un reguero en el piso, de algunos metros de longitud. El principal trabajo estaba terminado, y el autor de aquella obra ignorada y terrible se irguió y alargando el brazo dio en el húmedo techo algunos golpes con la ferrada punta de su bastón como si quisiese calcular el espesor de la roca sobre la que gravitaba la masa movible del océano.
Después de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido y un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo, convirtiéndose de pronto en una intensa llamarada que iluminó los sitios más recónditos de la galería. El siniestro personaje retrocedió entonces una veintena de metros por el camino que había traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor. Delante de él un leve chisporroteo interrumpía apenas aquel silencio de muerte, cuando súbitamente un estampido seco retumbó como un trueno y uno de los pilares cortado en dos voló en astillas bajo la negra bóveda. Segundos después una terrible explosión empujaba violentamente el aire y un enorme montón de maderos destrozados interceptó la galería. Por unos instantes se oyeron los chasquidos de la roca, seguidos de bruscos desprendimientos: primero trozos pequeños que rebotaban sordamente en la derribada mampostería, y después, como el tapón de una botella vacía sumergida en aguas profundas, cedió de un solo golpe la techumbre del túnel: lívidos relámpagos serpentearon un momento en la oscuridad y algo semejante al galope de pesados escuadrones resonó con pavoroso estruendo en los ámbitos de la mina.
Afuera la tempestad desencadenada bramaba con furia, y el viento y el mar confundían sus voces irritadas en un solo sostenido y fragoroso. El maquinista, de pie en la plataforma de la máquina, fijaba una mirada soñolienta en el indicador y en el brocal del pozo, junto al cual el obrero del gancho de hierro ejecutaba su tarea temblando de frío bajo sus húmedas ropas. Ambos habían creído sentir entre el ruido de la borrasca rumores extraños que parecían venir de abajo, del fondo del pique, creyendo ver a veces que los cables perdían su tensión como si el peso que soportaban disminuyese por alguna causa desconocida.
Durante aquellas largas horas los dos hombres fijaban en el cubo que subía una mirada ansiosa con la vana esperanza de ver que el chorro líquido disminuyese o cesase por completo. ¡Cuán ajenos estaban de que el agua que se escurría por la ladera del monte y se mezclaba con la del mar no hacía sino volver a su depósito de origen!
Hacia el amanecer disminuyó la fuerza de la tempestad y el obrero que se hallaba junto al pozo sintió de pronto en el canal de desagüe fuertes golpes, como si algo viviente se agitase en él. Acercóse al sitio de donde partía aquel ruido extraordinario y se quedó perplejo, mudo de estupor, a la vista de un objeto que parecía lanzar relámpagos, y que azotaba violentamente junto a la rejilla del canal. Tomó con presteza un candil colgado en una de las vigas de la cabria y su sorpresa se convirtió en espanto: lo que saltaba allí dentro era un pez vivo, una corvina de plateado vientre.
Entre tanto el maquinista se impacientaba esperando las señales reglamentarias y sus voces imperiosas dominaban el ruido del viento cada vez más flojo a medida que avanzaba el día.
Por fin, el remiso obrero reapareció en la plataforma, llevando suspendido por la cola el pez que contraía violentamente su viscoso cuerpo. El de la máquina, viendo aquel objeto que se movía en la mano de su compañero, gritó desde lo alto:
—¿Qué pasa, Juan, qué es lo que hay?
—Nada, que estamos achicando el mar —fue la breve la respuesta que hirió sus oídos.
Pasados algunos minutos, el pito de alarma sonaba en la mina por última vez, poniendo en conmoción a sus dormidos moradores, y el vapor, el aliento vital de aquel organismo de hierro, abandonaba para siempre los cilindros y calderas, escapándose por las válvulas abiertas en medio de silbidos estremecedores.
Los trabajadores acudían y se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los ingenieros que por medio de sondajes comprobaban el desastre. De vez en cuando resonaban sordos chasquidos subterráneos producidos por los derrumbes de las obras interiores. El agua de mar llenaba toda la mina y subía por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la excavación.
El nombre de Fariña estaba en todos los labios, y nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe que los libertaba para siempre de aquel presidio donde tantas generaciones habían languidecido en medio de torturas y miserias ignoradas.
* * *
Todos los años en la noche del aniversario del terrible accidente que destruyó uno de los más poderosos establecimientos carboníferos de la comarca, los pescadores de esas riberas refieren que cerca del escarpado promontorio, en la ruta de las naves que tocan en el puerto, cuando suena la primera campanada de las doce de la noche en la torre de la lejana iglesia, fórmase en las salobres ondas un pequeño remolino hirviente y espumoso, surgiendo de aquel embudo la formidable figura del ciego con las pupilas fijas en la mina desolada y muerta.
Junto con la última vibración de la campana se desvanece la temerosa aparición y una mancha de espuma marca el peligroso sitio, del que huyen velozmente las barcas pescadoras por sus ágiles remeros, y ¡ay! de la que se aventure demasiado cerca de aquel Maelstrón en miniatura, pues atraída por una fuerza misteriosa y zarandeada rudamente por las olas, se verá en riesgo inminente de zozobrar.
La ballena
Diez minutos después que el vigía izó en el tope la señal de “ballena a la vista”, la “Delfina” y la “Gaviota”, con sus remeros por banda, surcaban las aguas de la calera entre las exclamaciones de la alegre turba de muchachos y muchachas que ascendían los ásperos flancos del monte para presenciar, desde la altura, los incidentes de la liza.
En la cima del empinado cerro flameaba el trapo rojo, teniendo debajo un gallardete blanco para indicar que el cetáceo encontrábase al poniente. Al pie del mástil, el vigía, un muchacho de rostro moreno curtido por el sol y las brisas marinas, sentado en la menuda hierba, con las manos cruzadas delante de las rodillas, fijaba sus ojos penetrantes en los lejanos e intermitentes surtidores de espuma que la ballena lanzaba sobre la bruñida y esmeraldina superficie del mar.
Las chalupas, describiendo una curva para evitar los arrecifes del Guape, deslizábanse a todo remo en la dirección del occidente que les marcaban la banderola y el gallardete.
Uno a uno, jadeantes, sudorosos, los que componían la falange escaladora del río Tope fueron llegando a la meta. Cansadísimos, con la respiración anhelosa, entrecortada por la fatiga, dejábanse caer sobre la hierba en torno del vigía que continuaba en su actitud inmóvil devorando con la vista aquellos breves penachos blanquecinos.
Desde aquel elevado observatorio descubríase un inmenso panorama, iluminado por el fulgurante sol de octubre, suspendido en el cenit del cielo azulino y diáfano.
Al oriente, entre los oscuros boscajes de sus márgenes, el río Lebu se desliza por su angosto cauce que se ensancha a medida que se acerca a la desembocadura. A la derecha de la barra, una playa en forma de media luna circunscribe la bahía, limitada al norte por la aplanada, larga y reptante Punta de Rumena. Al poniente la anchurosa y cabrilleante extensión del mar dilatábase hasta fundirse en la línea tenuemente gris del horizonte.
A la izquierda de la barra, como una prolongación de la granítica base del Tope, surge próximo a la ribera el desnudo islote del Guape. En su derredor las aguas se agitan, saltan y rebullen espumosas, presas de una rabia frenética. Las rocas negruzcas, pulimentadas y brillantes por el latir ciclópeo y eterno de las olas, muestran sus puntiagudas aristas y sus bruñidos flancos a través de los blancos vapores que, a cada embate de la masa líquida, levántanse y caen sobre el arrecife, cual torbellinos de nieve pulverizada.
A un escaso centenar de cables de las rompientes, una barca, inmóvil sobre sus anclas, destácase solitaria en la desierta bahía donde las olas resbalan muelles y perezosas en la apacibilidad de la calma chicha.
Los ojos del vigía y los de sus acompañantes están fijos en las chalupas que la distancia empequeñece de más en más. Por la dirección rectilínea que llevan, se adivina que el cetáceo es ya visible desde ellas. De pronto el animal, que se movía con lentitud, acelera su marcha, y describiendo un ancho semicírculo corta por la popa en unas cuantos minutos la linea de las embarcaciones, que viran en redondo y siguen la persecución acercándose a la bahía.
Exclamaciones de los espectadores saludan, en la cima del Tope, esta nueva faz del espectáculo. Mozos y mozas se ponen de pie y contemplan ávidos los movimientos de la ballena que cruza veloz las proximidades del Guape y se interna resueltamente en la rada.
De súbito interrumpe el silencio un coro de exclamaciones:
—¡Son dos, son dos!
—El chico es un ballenato —dice el vigia—. ¿Veis como juega con la madre?
—Si, si —repiten todos, y al ver que los marineros de la barca se suben a los mástiles, las muchachas apuntan con ansiedad:
—Con tal que los gringos no las espanten.
—Pues los arponeamos y freímos a ellos —dice un avispado granujilla que es el gracioso de la banda—. Con sólo el capitán hay para un par de barricas de aceite. ¡Tiene una panza!
Grandes risotadas celebran la ocurrencia mientras el autor de ella prueba a encaramarse por el mástil. El cetáceo y su pequeñuelo después de recorrer el contorno de la bahía, desde las rompientes a la barra, seducidos tal vez por la tibieza de las ondas, escogen ese tranquilo rincón para campo de sus juegos, entregándose confiados y retozones a una serie de saltos, volteretas, zambullidas y otras proezas natatorias. La lisa y oscura piel de ambos, abrillantada por el agua y el sol, lanza reflejos de acero empavonado. Y los ojos juveniles y codiciosos que contemplan las dimensiones gigantescas de la madre, calculan mentalmente el espesor de la grasa y los barriles de aceite que una vez derretida producirá.
—Lo primero es no echar las cuentas antes de tiempo —advierte otro—. Los quinientos galones están nadando todavía.
—No será por mucho tiempo —arguye el aludido—. Ahí vienen ya las chalupas.
Todos se vuelven a mirar las balleneras, y voces femeniles profieren:
—La “Delfina” viene adelante.
—¡Cómo reman, Virgen santa!
—Pedro y Santiago miran ahora por acá.
El casco verde con franja blanca de la chalupa nombrada parece volar sobre la tersa superficie marina. Sus doce remeros, ceñido el busto con la rayada camiseta, al aire el poderoso cuello y los musculosos brazos, bogan con empuje rabioso, fustigados por los gritos del patrón que, de pie en la popa, inclinando el cuerpo adelante, gesticula y vocea como un energúmeno:
—¡Hala muchachos, hala, hala!
La segunda chalupa sigue las aguas de la primera a unas cuantas brazas, y lo mismo que en su émula, se rema en ella con encarnizamiento. Un doble motivo los impulsa: acorralar la ballena a la caleta, lo que hará más fácil y menos peligrosa su captura, y que los de tierra sean a la vez testigos de su destreza y de su arrojo.
Con un suspiro de satisfacción saludaron los mozos y las mozas el arribo de las chalupas al costado de estribor de la barca. En el otro, en el de babor, a tres cables de distancia destacábase la enorme mole del cetáceo que parecía dormir tumbado sobre el flanco. No se veía al pequeño.
—¿Y el ballenato, dónde está? —interrogó Rosenda, hermana del vigía.
Este respondió lacónicamente:
—Está mamando debajo de la aleta.
—¡Pobre ballenatito! —dijo la niña—, qué lástima le tengo. No debían matarlo ahora. ¿No es cierto, hermano?
—Si pudiéramos meterlo en una redoma para arponearlo cuando estuviese más crecidito, yo también lo perdonaría, mujer.
Rosenda hizo una mueca y todos soltaron la carcajada.
Al habla las dos chalupas, concertaron en un instante su plan de ataque, que empezaron a poner en práctica avanzando en dirección del cetáceo sigilosamente. Mientras los remos caen en el agua sin producir el más leve ruido, los arponeros requieren los arpones, examinando con cuidado minucioso las distintas partes del instrumento, especie de venablo arrojadizo, compuesto de una delgada varilla de acero de ciento veinte centímetros y de un asta de madera de metro y medio de longitud. En la extremidad, muy aguda y filosa, encajada en una ranura hay una lengüeta movible que, cuando el arpón se hunde en el cuerpo de la ballena, con un sencillo mecanismo de bisagra se abre impidiendo que el hierro sea arrancado de la herida.
El arponero, cuando la ballena está a la vista, es el personaje más importante a bordo de una ballenera. Su edad fluctúa por lo general entre veinticinco y treinta años, y aunque un brazo vigoroso, pulso firme y ojo certero son las cualidades más importantes que requiere de él el oficio, hay otras que no le son menos indispensables, pues calcular la distancia, elegir blanco en la masa carnosa y lanzar el dardo, son actos que en la mayoría de lo casos el arponero debe ejecutar casi simultáneamente.
Además, la responsabilidad que sobre él pesa es enorme, pues como sólo dispone de un arponazo, porque la ballena, tocada o no, no dejará repetir el golpe, si lo yerra no sólo queda deshonrado sino que la ignominia se extiende a la tripulación, siendo todos objeto de la rechifla de chicos y grandes, que no les perdonan lo que ellos consideran un robo hecho al gremio. Como es natural, el arponero toca la mayor parte de esta vengativa hostilidad y por afortunado que sea en lo sucesivo no podrá hacer olvidar su fracaso mientras viva.
Santiago, arponero de la “Delfina”, es un mozo de veinticuatro años, de recia y atlética musculatura. Un arponazo, cuando ambas chalupas eran rivales y trabajaban cada una por su cuenta, lo hizo famoso entre los de la profesión. El hecho pasó del modo siguiente:
Una mañana se avistó una enorme ballena en las proximidades del Guape. Aunque la “Delfina” salió al mar la primera, la rotura de un remo le hizo perder un tiempo precioso que aprovechó para entrársele la “Gaviota”. Cuando el arponero de ésta con el arpón en alto buscaba para herir que la distancia se acortara algunas brazas, Santiago lanzó el suyo, rápido como el rayo, por encima de la chalupa enemiga, con tal acierto que el cetáceo, herido mortalmente, huyó arrastrando tras sí a sus captores y dejando a los de la “Gaviota” con un palmo de narices y petrificados de estupor y de rabia.
Mientras las embarcaciones se deslizan como sombras por el agua, los patrones de ambas observan si se ha escapado algún detalle. En el fondo, debajo de los bancos, brillan las lanzas, especie de cuchillas de hoja ancha de más de un palmo, con las que se remata al animal agonizante. Frente al castillo de proa está la línea, manila de cuatro torcidas, del grosor de un dedo, sin una sola falla en sus doscientas brazas. Enrollada cuidadosamente, está lista para deslizarse tras el arpón cuando éste tire de ella cumplida ya su misión de muerte.
La consigna de Santiago y de su camarada de la “Gaviota” es arponear la ballena y sólo en último caso dar esta preferencia al ballenato. La dura experiencia les ha enseñado que una ballena a la que se ha arponeado la cría, no huye sino que arremete contra las embarcaciones, siendo muy difícil librarse de los golpes de sus aletas y de su cola.
En tanto que las chalupas avanzan sobre el cetáceo inmóvil, un gran silencio reina en la cumbre del Tope. La muchachada con angustiosa expectación contempla el cuadro emocionante, iluminado por los abrasadores dardos del sol. Los arponeros con el arpón fuertemente empuñado, rígidos los músculos, concentran toda su energía en la mirada: sus oscuras pupilas destellan rayos. El patrón y los remeros, con el busto ligeramente inclinado miran delante de sí con grandísima atención, listos para maniobrar con arreglo a las circunstancias en el momento oportuno.
Cuarenta brazas separan aún a las balleneras de su objetivo. A bordo nadie respira; los arponeros lanzan pausadamente los arpones y adelantando el pie izquierdo echan atrás el arma diestra. Pasan dos, tres, cuatro segundos, y de súbito, antes de que arranque el mortífero venablo, el agua se agita en grandes oleadas y la ballena desaparece para aparecer en breve a corta distancia, lanzando al aire sus dos blancos y poderosos surtidores.
Los rostros pálidos y sudorosos de los tripulantes enrojecen de despecho. Hay que empezar de nuevo. La maldita finge dormir. Y algunos juramentos contenidos se escapan de las secas fauces de los más impacientes. Sólo los arponeros conservan su fría impasibilidad. Después de apoyar la punta del arpón sobre la borda, para no fatigar inútilmente el brazo, se vuelven hacia sus camaradas y les imponen silencio con un ademán. A corta distancia, el ballenato nada con flojedad girando aquí y allá sin ánimo de alejarse. Después del gran banquete que acaba de darse, sus movimientos son lentos. Basta de saltos y cabriolas que pueden interrumpir la digestión, puede decirse el pequeño Leviatán mientras rueda a flor de agua.
La madre se acerca también, pero cuida de mantenerse a una respetable distancia. Los pescadores, al ver la prudencia de sus movimientos, piensan que si ha sido perseguida otra vez no será tarea fácil aproximársele y comienzan a sentirse inquietos temiendo ver malogradas sus esperanzas.
No necesitaron de discursos para resolver la cuestión. Una mirada les bastó para decidirse a jugar el todo por el todo, arponeando al ballenato, antes que a la madre y al hijo les diera la humorada de lanzarse mar adentro unas cuantas millas. Antes que suceda tal desastre es necesario arriesgarse y... se arriesgan. Además, la vista de la barca con su tripulación cabalgando sobre las vergas, y la presencia de los amigos y parientes en la ribera y en los cerros, les enardece afirmándolos en su propósito.
Mientras las chalupas maniobran tratando de colocarse entre la madre y el hijo, el pequeño que nadaba a popa de la “Delfina” aparece de pronto por la proa de la “Gaviota”. A Ricardo le bastó un segundo para apuntar y lanzar el arpón, y el animal, herido mortalmente, después de agitarse un instante tiñendo de rojo el mar, se hundió en él a plomo para flotar un rato después con el hierro clavado hasta el mango, inmóvil, rígido.
Apenas arrojado el arpón, Ricardo se armó de una lanza, ejemplo que imitaron cuatro de los tripulantes. Los demás siguieron manejando los remos, haciendo retroceder la chalupa a toda fuerza.
La ballena, en tanto, en el paroxismo del dolor y la rabia, debatíase furiosa en torno del hijo muerto.
Por un momento pareció aplacarse, y de pronto se abalanzó como una tromba sobre la “Gaviota”. El patrón tuvo apenas tiempo de gritar a sus hombres:
—¡Vira a babor! —cuando el monstruo pasó rozándoles.
Dos lanzas se hundieron en sus flancos excitando el frenesí de la bestia, que se volvió para acometer de nuevo con doble furia. Esta vez no salió tan bien librada la “Gaviota”, porque si logró evitar el coletazo que la hubiera reducido a fragmentos, no pudo esquivar la montaña de agua que el formidable apéndice del gigante alzó de pronto y que la abordó por el costado. Sin el gobierno, casi sumergida iba a sucumbir si el cetáceo la acometiera por tercera vez, cuando una nueva proeza de Santiago la salvó. A veinte brazas, el brazo potentísimo del atlético mozo lanzó el arpón que rasgó el aire silbando y fue a clavarse arriba del nacimiento de la aleta dorsal derecha de la ballena que, detenida bruscamente en su avance contra la chalupa náufraga, giró sobre si misma y se hundió en las aguas como una piedra. Pero, en breve reapareció en la superficie a inmediaciones del sitio donde flotaba el cadáver del ballenato, comenzando en torno a él una serie de extrañas evoluciones.
—Se van a enredar las “lineas” —dijo Santiago.
—Ojalá se anuden —respondió el patrón— porque cuando se arranque tiene que remolcar a las dos chalupas y no podrá ir muy lejos.
—¿Pero qué es lo que está haciendo? —interrogó un remero.
—Quiere sacarle el arpón al pequeño.
—No, lo que quiere es tomarlo debajo de la aleta y llevárselo.
—Pedro tiene razón —dijo el arponero—, la madre quiere alejar del peligro a su cría. Tal vez cree que no está muerta.
De improviso los cetáceos desaparecieron y la “línea” empezó a deslizarse pasando por la ranura de proa de la “Delfina”, con vertiginosa celeridad. La polea, calentada por el roce de la cuerda, comenzó a despedir una leve humareda que Santiago hizo cesar arrojándole un cubo de agua.
De pronto, la “línea” que caía casi a plomo comenzó a tenderse horizontalmente. En el acto los remos golpearon el agua y la chalupa siguió la recta trazada por la cuerda para aminorar la violencia del primer tirón.
A una señal de Santiago la tripulación levantó los remos y se agrupó a popa. En el mismo momento la “Delfina” saltó hacia adelante y hundió la proa en el agua, embarcando una gran cantidad del salobre líquido. Mientras los hombres achicaban empeñosos, el patrón exclamó, indicando a la “Gaviota”:
—También los remolcan a ellos. Mejor que mejor, así se cansará más pronto.
El arponero respondió:
—¡Quién sabe si será mejor! La otra “línea” con tantas vueltas y revueltas debe haberse embozado en la asta de mi arpón. Ahora la madre, que siente junto a sí la cría, se imagina, tal vez, que el ballenato huye también. ¡Dios sabe cuándo se detendrá! Puede arrastrarnos diez, veinte y más millas si sus heridas no son mortales.
De pronto el mozo lanzó un tremendo juramento, y pálido como un difunto, exclamó, señalando con la diestra la barca:
—Creo que la maldita ha pasado bajo la quilla de la “Rosa Amelia”.
Todos se incorporaron con los ojos desencajados, lívidos de espanto. Algunos se pusieron a sollozar:
—¡Las “líneas”, vamos a perder las “líneas”.
Santiago desnudó un machete y clavó la vista adelante, resuelto a cortar la cuerda en el último extremo. Segundo a segundo vio erguirse ante su vista el casco de la barca que parecía correr vertiginosamente hacia ellos. El enorme flanco rojo y negro, coronado por los altísimos mástiles aumentaba de tamaño con tal rapidez que, de pronto, vio los semblantes asustados de los marineros y oyó sus voces para que cortaran la cuerda, lo que hizo a treinta brazas, lo suficiente para que el choque no despedazara a la chalupa. La “línea” de la “Gaviota” debido tal vez a las asperezas de la quilla se había cortado a cien brazas del buque.
El desaliento a bordo de las balleneras duró sólo breves instantes. Minutos después ambas seguían a todo remo en persecución del cetáceo que se dirigía hacia el norte, dejando señalada su ruta con una estela sanguinolenta.
La barrena
—Aquellos sí que eran buenos tiempos —dijo el abuelo dirigiéndose a su juvenil auditorio, que lo oía con la boca abierta—. Los cóndores de oro corrían como el agua y no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No había más que dos piques: el Chambeque y el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.
Entonces fue cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hacia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fue al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cabria del pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, y andaban para arriba y para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.
Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:
—Sebastián, ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?
—Veinte, señor —le contesté.
—Escoge de los veinte —me mandó—, diez de los mejores y te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.
Me fui abajo y escogí mis hombres, y antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros y de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.
Mientras los peones desmontaban y terraplenaban y los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrían el motor listo ya para funcionar. Todos metían una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambeque y del Alberto. Allí estaba la flor y nata de toda la mina. Ninguno tenía menos de veinte años ni pasaba de veinticinco.
De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el ingeniero jefe.
Todavía me parece verlo encaramado en una pila de madera echándonos aquel discurso cuyo recuerdo tengo aún en la memoria. Después de afear la conducta de los de Playa Negra, que sin ninguna razón y contra todo derecho querían arrinconarnos contra el cerro para apoderarse del carbón submarino que habíamos sido los primeros en descubrir y en explotar, nos dijo que contaba con nuestro empuje y entusiasmo para el trabajo para impedir aquel despojo que realizado sería la ruina de todos. Luego nos explicó, aunque muy a la ligera, lo que exigía de nosotros. A pesar de su reserva y de lo vago de ciertos detalles, comprendimos que su intención era abrir un pique en el sitio donde estábamos y en seguida una galería paralela a la playa que cortase en cruz la línea que traía la de Playa Negra. Pero, para que tuviese éxito este plan, era necesario llegar al cruce antes que los contrarios. Y aquí estaba lo difícil, porque la distancia que ellos debían andar era menos que la mitad de la que nosotros teníamos que recorrer para ir al mismo punto por debajo del mar.
Al concluir el ingeniero su discurso era tan grande nuestro entusiasmo que pedimos a gritos la orden de empezar el trabajo inmediatamente. Estábamos furiosos contra los de Playa Negra, y algunos propusieron como lo más práctico para cortar la cuestión irnos sobre los intrusos y arrojarlos dentro de su pique con cabria, máquina y todo. El ingeniero apaciguó a los exaltados diciéndoles que la violencia empeoraría la situación aplazando la dificultad indefinidamente. Lo mejor era concluir de una vez y para siempre. Calmados los ánimos, se procedió a dividir a los barreteros en doce cuadrillas de diez hombres cada una que trabajarían una después de otra reemplazándose cada dos horas. Por este medio habría siempre en la faena gente descansada y de refresco.
Echado a la suerte el turno de las cuadrillas, le tocó a la mía el segundo lugar. Nos quedamos aguardando con impaciencia el relevo mientras los demás que tenían número más alto se iban a sus casas para dormir.
¡Aquello sí que era trabajar! Desnudos, con un trapo a la cintura, empuñábamos con tal rabia las piquetas que la tierra, la arcilla y la piedra nos parecían una cosa blanda en la que nos hundíamos como se hunde en la madera podrida una mecha de taladro. El sudor nos corría a chorros y humeábamos como la barra que el herrero retira de la fragua y mete en el enfriadero. Algunos se desmayaban, y cuando el pito del capataz nos indicaba que había concluido el turno, una niebla nos oscurecía la vista y apenas podíamos tenernos en pie.
En la primera semana alcanzamos el nivel del mar. Se pusieron grandes bombas para achicar el agua y seguimos cavando y cavando hasta enterar otra semana. De repente nos mandaron parar. Bajaron los ingenieros con sus instrumentos y después de dos horas más o menos nos marcaron con tiza en la pared donde debíamos abrir la galería. Sin perder minuto empuñamos las herramientas y el trabajo principió con la misma furia que antes. Bajábamos ágiles y frescos y dos horas después salíamos irreconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua y en seguida a casa a dormir. Hubo también algunos accidentes. De improviso caía uno de bruces y ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices y los oídos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva y el trabajo seguía adelante de día y de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.
Era imposible hacer más, pero a los jefes todavía les parecía poco. Andaban con un julepe que se los comía. Y no era para menos porque nosotros que íbamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hacia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacía ya un mes que trabajábamos, cuando una mañana vinieron los ingenieros a hacer una nueva medición de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, medían y volvían a medir, y de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moríamos de curiosidad y deseábamos saber si habíamos ganado o perdido, ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en qué paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro y le pregunté:
—¿Con que ya le tapamos la cancha? —me hizo un gesto que callase, y entonces puse yo también el oído en la pared. Estuve así un rato escuchando con toda mi alma y, de repente, me pareció oír muy lejos unos golpecitos como si alguien estuviese dando papirotes sobre la piedra. Puse más atención, y cuando estuve ya seguro de no equivocarme llamé al capataz y le dije:
—Don Pedro, es aquí donde viene la barrena.
Se acercó y nos pusimos a escuchar juntos. De pronto a la luz de la lámpara vi cómo brillaron los ojos del capataz. Los golpes de combo en la barrena-guía se iban sintiendo cada vez más fuertes. En ese momento llegaron los ingenieros y después de escuchar también con la oreja pegada al muro desenrollaron un plano y se pusieron a trabajar con sus aparatos. Luego marcaron con tiza una cruz en la pared; dieron algunas órdenes al capataz y se marcharon alegres como unas pascuas. Apenas hubieron salido cuando bajó una docena de carpinteros que colocaron a toda prisa una puerta que cerró completamente un espacio de diez metros al fin de la galería. Colgada la puerta en el marco y calafateadas con gran prolijidad sus rendijas, se retiraron los carpinteros y sólo quedamos ahí el capataz mayor y los cabezas de cuadrilla oyendo los golpes dados en la barrena, que al parecer estaba ya muy cerca. Sin embargo, pasaron todavía muchas horas y serían tal vez las tres de la tarde cuando el capataz me dijo: —Ve arriba y avisa que tengan listo el brasero.
Fui a toda prisa a cumplir la orden, y cuando estuve de vuelta se sentía tan claro el ruido de la barrena que calculé que no pasaría media hora sin que la punta asomase por la pared. La galería no tenía en esa parte dos metros de alto y cortaba un manto de tosca azul que no dejaba filtrar una gota de agua, sin embargo de tener el mar encima de nuestras cabezas. Mientras aguardábamos en silencio, no cesábamos de pensar en el cálculo de los ingenieros cuya exactitud nos llenaba de admiración. No sabíamos, todavía, que aprovechándose de la poca vigilancia de los jefes de Playa Negra, dos de los nuestros habían bajado a la mina contraria y anotado su nivel y dirección.
Como ya lo había calculado, no había transcurrido media hora cuando los primeros pedacitos de tosca empezaron a caer de la pared, a metro y medio del suelo. Todos sabíamos lo que esto quería decir y aguardábamos con verdadera ansia que la barrena-guía rompiese la muralla para despuntarla de un martillazo, haciéndoles ver a los contrarios que habían perdido la partida y que nosotros éramos los amos debajo del mar. Combo en mano esperábamos el momento oportuno, cuando don Pedro, el capataz mayor, hizo una seña para que nos apartáramos; y afirmando el hombro izquierdo en el muro se escupió las manos y aguardó con los ojos clavados en la tosca que se levantaba como una ampolla.
Nunca me olvidaré de aquel momento. Todos teníamos la vista fija en el capataz mayor, queriendo adivinar su intento. Alumbrado por las lámparas, parecía uno de esos gigantes de que hablan los cuentos de niños. Tenía seis pies de alto y su cuerpo grueso en proporción, agrandado por el resplandor de las luces, parecía llenar el estrecho recinto. Sus fuerzas eran famosas en toda la mina. Muchas veces lo vi, bromeando, levantar a un hombre en cada mano y sostenerlos en el aire como si fueran guaguas de meses.
Con un pie adelante del otro, la cabeza un poco inclinada, esperaba el instante en que la barrena asomase por el muro. No tuvo mucho tiempo que aguardar. A cada golpe, los pedazos de tosca que caían eran más grandes, hasta que, de pronto, algo brillante salió de la pared, haciendo saltar un grueso planchón. Rápido como el rayo, el capataz le echó la zarpa, y por un instante sentimos cómo crujían sus huesos. De repente se enderezó y se quedó quieto, afirmado en la pared con la cabeza echada atrás y resoplando como el fuelle de una fragua movido a todo vapor. Clavamos los ojos en la muralla y apenas podíamos creer lo que veíamos. Doblada en forma de escuadra, la extremidad de la barrena sobresalía del muro unos cincuenta centímetros y movíase de un lado a otro como el péndulo de un reloj.
El abuelo hizo una pausa y después de tomar entre sus dedos temblorosos el cigarrillo encendido que uno de sus atentos oyentes le alargaba, continuó:
—Lo que me falta que contarles es muy poca cosa. Mientras los de Playa Negra, que no podían adivinar ni remotamente lo que había pasado, achacaban el accidente a un simple atascamiento de su barrena y hacían los esfuerzos imaginables para desatascarla, ensanchando el orificio, nosotros habíamos colocado frente a él un gran brasero de carbón encendido. Luego, el capataz dio orden de que todo el mundo abandonara la galería, quedándonos los dos para terminar los preparativos. Todo quedó listo en un momento. Después de ensayar si la puerta cerraba bien y mientras yo me alejaba prudentemente, don Pedro tomó en sus brazos, como si fuera una pluma, el enorme saco lleno de ají que se había bajado hacía poco, y, desde el umbral lo lanzó sobre las brasas encendidas. Cerró, acto continuo, la hoja de un puntapié, y volviendo las espaldas echó a correr hacia el pozo de salida. Yo, que iba adelante, fui el primero en llegar al ascensor y aunque nos izaron inmediatamente, sentimos al llegar arriba una picazón en la garganta, acompañada de una tos seca insoportable.
No hacía diez minutos que habíamos salido, cuando vimos que algo extraordinario pasaba en la mina enemiga. La campana de alarma empezó a repicar a toda prisa, y algo muy grave debía ser lo que ocurría abajo, porque el toque era desesperado. Como estábamos más alto que ellos, ningún detalle se nos escapaba. Cuando apareció el ascensor, la boca del pique estaba llena de gente. Los que salían eran rodeados y acosados a preguntas, que oíamos perfectamente.
—¿Qué hay, qué pasa?
Pero los pobres diablos no podían contestar, porque una extraña tos los sacudía de pies a cabeza. Entonces prorrumpimos todos en gritos y vivas, que los de Playa Negra contestaban con insultos y blasfemias.
Para terminar, sólo me falta decir que cuantas tentativas hicieron nuestros contrarios para bajar a la mina y reanudar los trabajos, fueron inútiles. Pasaban los días, las semanas y los meses y la imposibilidad era siempre la misma. Apenas el ascensor se hundía en el pique algunos metros, los que iban en él se ponían a gritar que los izaran sin demora y salían medio ahogados, tosiendo desesperadamente.
Era imposible haber ideado una estratagema más eficaz. El humo del ají, encerrado en la galería maestra, se escapaba tan despacio por el orificio de la barrena-guía que amenazaba no concluirse nunca. Y sucedió lo que debía suceder; que el techo de la galería, apuntalado a la ligera, se derrumbó, dando paso al agua del mar.
Seis meses después, la famosa mina de Playa Negra era sólo un pozo de agua salobre que la arena de las dunas iba rellenando lentamente.
La carga
Los sables salen de las vainas con un claro y vibrante chirrido y los soldados de quepis y dormán azules sueltan la rienda de sus caballos y se precipitan contra el formidable enemigo.
¡Oh, los héroes! ¡Oh! los valientes!
¡Con qué coraje esgrimen la cortante hoja sobre las cabezas inermes, sobre los pálidos rostros de las mujeres, las blancas testas de los ancianos y las rizadas cabelleras de los niños!
Nada les detiene. Pasan como un huracán arrollándolo todo bajo los ferrados cascos de sus corceles. El filo de sus sables abate de un golpe los brazos que alzan la callosa mano como un escudo y parte en dos los cráneos que se cobijan bajo la gorra y la chupalla.
¡Y los jefes! ¡Los bizarros oficiales! Vedlos delante de sus valientes, la espada en alto, la mirada centelleante, ebrios de gloria, de heroísmo y de bravura.
¡Qué noble emulación los exalta! Nadie quiere tener una mancha roja de menos en el dormán galoneado.
Y se miran y se observan, tratando de sobrepujarse en aquel torneo heroico.
Las cargas se suceden cada vez más furiosas. Los aceros zigzaguean como una tempestad de rayos sobre las cabezas que se agachan y las espaldas que se esfuman fugitivas. Una mujer va y viene despavorida en busca del pequeñuelo extraviado. Un soldado sable en mano la persigue, la acosa y, de un golpe, la derriba en tierra. Más allá un niño con la cabeza desnuda, lloroso, como una medrosa bestezuela, corre asustado tratando de escabullirse de aquella masa que lo aprieta y lo estruja. Por fin, lo consigue y pasa a la carrera frente a un pelotón de infantes a cuyo frente está un joven oficial con la espada desenvainada, impaciente y nervioso por probar sus bríos en la contienda. Las proezas de sus camaradas inflaman su valor y arde en deseos de distinguirse ante los jefes. Ve al pequeño que huye y corre tras él. Alza el brazo armado y lo descarga sobre la nuca infantil con firme y certero pulso. La víctima, con los brazos extendidos hacia adelante, cae de cara contra la tierra y queda inmóvil en el suelo enarenado.
Y sobre las hojas secas de las encinas, bajo el cielo pálido, brumoso de la tarde, la turba ruge y se enfurece y los sablazos fulguran y caen como recia y tupida granizada.
¡Qué espectáculo tan noble, tan viril, tan elocuente! De un lado la fuerza, la inteligencia armada; del otro el número, la masa inconsciente y torpe.
¡Y qué prodigio tan maravilloso obra en el hombre la disciplina! Esos soldados ayer no más formaban parte de esa multitud anónima y sus manos que hoy empuñan la cuchilla del verdugo, guardan aún las señales indelebles del martillo y de la azada. Bastó sólo el uniforme para que se abriera un abismo entre ese hijo y sus padres, entre el hermano y sus hermanos. El paria, el explotado de ayer sablea hoy y degüella sin misericordia a los que hace poco eran sus iguales y que, en el tugurio o en el rancho, compartían sus trabajos y sufrían su miseria.
Sí, ese jinete que revuelve con tan fiero gesto su cabalgadura entre la multitud tiene también allá, en el suburbio, en un cuartucho miserable, seres queridos, una mujer y unos hijos que mañana cuando sean hombres estarán también ahí entre la turba que vocifera y aúlla. Mientras que otros o tal vez alguno de los mismos acuchillará a sus hermanos, ahogando en su propia sangre sus gritos de rebelión, de justicia y de protesta.
Pero él no delibera, no piensa. La férrea disciplina rompió el lazo de solidaridad con los suyos y ahogó en su corazón todo sentimiento que no sea el de la obediencia pasiva. Ha dejado, pues, de ser un hombre para ser una cosa, una máquina. Y a la voz de mando espolea, arremete, atropella y mata. ¿Por qué? No lo sabe y tal vez no lo sabrá nunca.
La chascuda
La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.
El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él, y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin, no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.
Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar, verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror, que la mayoría se desmayaba con el susto.
El cuerpo del fantasma, con brazos y piernas descomunales, estaba cubierto de un pelaje largo y rojizo. La mitad del rostro era de hombre y la otra mitad era mujer. Pero lo que caracterizaba a la aparición y le había dado el nombre que tenía era su peculiarísima cabellera dividida en dos partes desde la nuca hasta la frente. En el lado derecho que correspondía al rostro de hombre era blanca como la nieve y estaba alisada y peinada cuidadosamente. En cambio, en el lado izquierdo que correspondía al rostro de mujer era negra y enmarañada como chasca de potranca chúcara.
En cuanto el caballo sentía en las ancas aquello que parecía caer de las nubes, se tiraba de espaldas y se ponía a brincar y cocear hasta que el jinete rodaba por el suelo. Otras veces era La Chascuda misma la que lo cogía por el pescuezo y lo arrojaba de la montura. Pasados el susto y el aturdimiento, el viajero se levantaba y seguía tras su espantada bestia, guiado por la luz de la luna, porque acontecía el hecho curioso de que La Chascuda no se presentaba jamás en las noches oscuras. Pero lo más extraño del caso es que los sorprendidos por la aparición eran despojados de un modo misterioso de cuanto dinero u objeto de valor llevaban encima, como ser fajas de seda, frenos y espuelas de plata. ¿Era el fantasma el ladrón o algún caminante que aprovechándose de la pérdida del conocimiento de las víctimas los desvalijaba a mansalva?
Esta última suposición era contradicha por algunos de los robados, quienes aseguraban que mientras estaban tendidos en tierra, paralizados por el terror, sentían, sin que les quedara la menor duda, cómo las manos del fantasma les andaban en los bolsillos. Todos estaban también conformes en proclamar la prodigiosa fuerza de La Chascuda, que los tomaba por el cuello y los sacaba de la montura con una facilidad increíble. Muchos conservaban por algún tiempo, marcadas en la garganta, las huellas de las garras del monstruo. Mas, salvo alguna que otra contusión producida por la caída y la pérdida del portamonedas u otro objeto, los favorecidos por la aparición no tenían otra cosa que referir. Pero una mañana me despertaron a la salida del sol para imponerme de que había un muerto en la Angostura de la Patagua. Hice ensillar mi mejor caballo y me dirigí hacia allá acompañado de un grupo de huasos y del campesino que trajo la noticia, que era hermano del difunto.
Por el camino, el pobre muchacho me fue refiriendo el suceso. Estaba durmiendo, me dijo, cuando lo despertaron el ladrido de los perros y el galope de un caballo que venía a escape por la carretera. Al enfrentar el rancho se detuvo lanzando resoplidos y relinchos. Abrió entonces el ventanillo que daba al camino y distinguió a la luz de la luna un caballo ensillado y sin jinete en el que reconoció inmediatamente al alazán de su hermano. Se vistió a toda prisa temiendo una desgracia y se dirigió al encuentro del animal. Éste, que parecía muy asustado, no lo dejaba aproximarse y sólo con gran trabajo pudo poner pie en el estribo y colocarse sobre la montura, lanzándose en seguida a toda rienda en la dirección traída por la azorada bestia. Un presentimiento le decía que en la Angostura de la Patagua iba a encontrar la razón de por qué el alazán había llegado a casa sin jinete. Y por desgracia este presentimiento se vio muy luego confirmado. En cuanto hubo llegado al declive de la zanja el caballo se negó tenazmente a seguir adelante. Se desmontó, sacó la manea del arzón y la colocó en las patas delanteras del animal. Hecho esto, bajó por la pendiente y lo primero que se presentó a su vista fue el bulto de un hombre tendido de espaldas en el foso. Era Pancho, su hermano menor, que aún no cumplía dieciocho años. Lo tomó en sus brazos y lo sacó afuera para examinarlo a la luz de la luna. Respiraba aún; lo llamó repetidas veces: ¡Pancho! ¡Pancho!, hasta que el joven abrió los ojos y lo reconoció, sin duda, porque le apretó las manos y después de algunos esfuerzos consiguió murmurar débilmente: ¡Fue La Chascuda, hermano! En seguida abrió la boca, lanzó un quejido y expiró. Apenas se convenció de que estaba muerto, montó a caballo y se vino, esa misma noche, a denunciarme lo ocurrido.
Le pregunté si el cadáver presentaba señales de golpes o heridas. Me contestó que nada había visto, pero que al difunto le faltaban las espuelas que eran de plata y la faja de seda de la cintura. Tampoco tenía el portamonedas, en el que debía estar el producto de la venta de unas riendas que había llevado aquella mañana a la población.
Estaba el sol bastante alto cuando llegamos junto al cadáver. Como le dijera el campesino, no tenía en el cuerpo señales de violencia. Se ha muerto de susto, decían mis acompañantes, pero yo tenía otra opinión que un atento examen confirmó plenamente: el desgraciado muchacho, sea a consecuencia de la caída o de otra causa, tenía rota la columna vertebral.
Mientras se improvisaba una parihuela para conducir al muerto, me ocupé en hacer una inspección del terreno. Hasta entonces no había dado grande importancia a las hazañas de La Chascuda, pero esta última había pasado los límites de mi indiferencia al respecto, y estaba decidido a emplear la mayor actividad para descubrir al asesino y castigar de una vez por todas sus innumerables fechorías.
Desde el primer momento me convencí de que aquél era un asunto oscuro muy difícil de desenredar. Yendo de Los Maitenes, es decir, de oriente a poniente, en una extensión de dos leguas, el camino bordeaba la orilla izquierda de la quebrada del Canelo, que sólo se podía cruzar por un puente situado a tres cuartos de legua de la Angostura de la Patagua. Siguiendo desde aquí el curso de las aguas había un vado a una legua de distancia. Exceptuando el vado y el puente, la quebrada era absolutamente infranqueable por otro punto. Todo el terreno recorrido por el camino, hasta muchas cuadras hacia el sur, estaba formado por desnudos lomajes donde no se veían ni un árbol ni un matorral. Sólo en el lugar en que aparecía el fantasma, una escarpada colina en forma de espolón, se avanzaba hacia la quebrada, obligando a la carretera a estrecharse en aquel sitio y a cruzar el foso.
El paraje elegido por La Chascuda para sus asaltos se prestaba admirablemente para una emboscada. No había medio para eludir aquel mal paso. Me asomé al borde de la quebrada y examiné la
viejísima patagua, cuyo copudo ramaje cubría como un toldo el pequeño barranco que cortaba la carretera. Su grueso y nudoso tronco destacábase del flanco de la quebrada a diez metros bajo mis pies. Desde ahí hasta la espesa y verde maraña de las quilas, debajo de las cuales se deslizaba el arroyo (otros treinta metros a lo menos), sólo se veían en el muro liso, cortado a pique, algunos bóquiles y espinos raquíticos. En el lado opuesto de la quebrada la vertiente desaparecía bajo un espeso bosque de robles, de peumos y de arrayanes. El resultado de esta inspección vino a confirmarse en la creencia de que sólo los pájaros podían salvar aquella enorme depresión del terreno. Tenía ya un hecho cierto.
El forajido no podía venir ni huir por ese lado. Para llegar hasta la patagua y para alejarse de ella tenía forzosamente que atravesar un espacio descubierto y liso como la palma de la mano. Nada más fácil entonces que ocultarse en el barranco y echarle la zarpa cuando se presentase a ejercer su lucrativo oficio. Este plan me pareció magnífico y decidí ponerlo en práctica esa misma noche, pero cuando iba a comunicarlo a los que me acompañaban me asaltó una reflexión: ¿No sería conveniente registrar el árbol por si se encontraba un indicio que nos guiase en la pesquisa? La idea era excelente y para realizarla les indiqué se subiesen y escudriñasen entre las ramas. Con sólo ver la expresión de sus caras comprendí que se burlaban de mi proposición. ¿Rastrear a La Chascuda? ¡Seguirle la pista! ¡Sólo a un futre podía ocurrírsele semejante proyecto!
Uno de ellos no pudo resistir y me dijo socarronamente: No piense, patrón, en seguirle el rastro a La Chascuda. Estas son cosas del otro mundo. Lo que hay que hacer es cortar la patagua y rellenar la zanja. Luego no estaría de más rezar algunos credos y desparramar un poco de agua bendita.
La idea de cortar la patagua y rellenar la zanja me pareció felicísima y determiné llevarla a cabo en cuanto nos apoderásemos del malhechor.
La inspección del ramaje y aún del tronco, para ver si había en él un hueco que sirviese de escondite, no dio ningún resultado, lo que acentuó la expresión irónica y triunfante que resplandecía en el rostro de los incrédulos campesinos.
Para abreviar diré a ustedes que, al anochecer, acompañado de seis jinetes elegidos entre los que me parecieron los más valientes e intrépidos del fundo, galopaba en demanda de la Angostura de la Patagua
La noche era oscura y ni un alma encontramos en la solitaria carretera. Al llegar a una pequeña hondonada, a cuatro o cinco cuadras del temido paso, hice alto, ordené echar pie a tierra y expuse a mis acompañantes con toda claridad mi plan. Dos se quedarían ahí al cuidado de los caballos y los otros cuatro marcharían al sitio de la aparición, donde se ocultarían lo mejor que pudiesen en los repliegues del barranco. En seguida yo, caballero en el mulato, fingiéndome un caminante cualquiera cruzaría por debajo de la patagua, y muy torpes debíamos ser, en caso de que se apareciese La Chascuda, para dejarla escapar.
Contra lo que yo esperaba, este magnífico plan no despertó el menor entusiasmo entre mis oyentes. Mudos e inmóviles como postes se quedaron cuando ordené: ¡Vamos, muchachos, entreguen las riendas a Venancio y a José y caminen sin ruido hacia la zanja! Una vez allí agazápense bien en la sombra de la colina y descuélguense por la parte de arriba del barranco. De este modo, si La Chascuda está ya, como me parece, emboscada en la patagua, no podrá verlos, pero podría sentirlos, por lo cual recomiendo la mayor prudencia.
Apenas hube concluido se dejo oír un murmullo de descontento y percibí claramente estas palabras dichas entre dientes: Yo no voy, yo tampoco, ni yo.
Sentí que se me subía la sangre a la cabeza y les dije con voz contenida pero temblorosa de cólera: ¡Cobardes, van a ejecutar inmediatamente mis órdenes! ¡Ay del que desobedezca!
Ninguno se movió. Acostumbrado a que cumplieran mis mandatos al pie de la letra, bastándome a veces fruncir el ceño para que el más osado de ellos se echase a temblar, casi no podía concebir tal desacato, y ciego de rabia empuñé la guasca y empecé a repartir azotes a diestra y siniestra. Cuando cansado bajé el brazo, una voz que conocí ser la de Pedro me dijo: "Patrón, llévenos a donde está la cuadrilla del Cola de Chicharra y aunque seamos uno contra diez no recularemos carta. Una cosa son duendes y ánimas en pena y otra hombres de carne y hueso. Un cristiano no debe ponerse a caza fantasmas. Las cosas del otro mundo son sagradas, patrón, y el que se mete con ellas tienta a Dios, Nuestro Señor, que permite las apariciones".
Me calmé un tanto y traté de convencerlos de lo infundado de sus temores. Mas todo fue completamente inútil. Ni ofrecimientos ni amenazas dieron el menor resultado. La superstición era en ellos más fuerte que las más tentadoras promesas. A todas mis instancias sólo respondían: A caballo, patrón. Rabioso por este contratiempo me empiné en los estribos y les dije con un tono preñado de amenazas: ¡Está bien, hato de cobardes, mañana ajustaremos cuentas! Y volviendo riendas me encaminé resueltamente a la Angostura de la Patagua. Apenas me había alejado un poco cuando oí a mis espaldas la voz suplicante de José, mi sirviente de confianza, que me decía: ¡Patrón, patroncito, vuélvase por Dios! La Chascuda es el diablo mismito. Venancio le vio la otra noche los cuernos y la cola.
Tiré de las riendas y me volví rabioso: ¡Alto aquí, canalla, proferí, al que se venga detrás lo mato como a un perro!
Y prometiéndome hacerles pagar bien cara su deserción emprendí de nuevo la marcha. En ese momento apareció la luna iluminando brillantemente la campiña. Delante de mí, al pie de la escarpada colina vi destacarse las ramas superiores de la patagua. A medida que me acercaba al camino saliendo de la hondonada, el negro follaje del árbol elevábase poco a poco dominando el desolado paisaje. Una reflexión nada grata, por cierto, me asaltó en ese momento. Pensé que si la famosa Chascuda estaba ya al acecho no podía menos que verme desde su observatorio en el sombrío ramaje. Mas mi resolución era irrevocable. Sucediera lo que sucediese yo intentaría la aventura de pasar bajo el siniestro toldo, aunque supiese que el Diablo en persona iba a descolgárseme encima. Aumentaba mi valor la proximidad de mi gente, que estaba seguro acudiría en mi auxilio a la primera señal.
Para mí no había duda de que el nocturno asaltante era algún vecino de los alrededores que se disfrazaba de fantasma para aterrar a las víctimas con la visión de su espantable vestimenta, lo cual le permitía desvalijarlas sin los riesgos que la violencia trae generalmente consigo. Mientras refrenaba la cabalgadura, manteniéndola al paso, iba mentalmente elaborando un plan de ataque y de defensa. Confiado en mis buenas piernas de jinete y en el brioso animal que me conducía, contaba con no dejarme sorprender por la espalda. Descendería al barranco oído alerto y ojo avizor, y al más leve crujido del ramaje clavaría espuelas y cruzaría la zanja como un relámpago. Muy lista debía ser La Chascuda si lograba caer sobre la grupa del caballo como era, según se decía, su modo habitual de acometer. Además del revólver llevaba en el arzón delantero un afilado machete, arma que me parecía la más apropiada para un combate cuerpo a cuerpo con adversario que nos ataca de improviso.
Aunque no soy cobarde, a medida que me acercaba al temido sitio, una extraña angustia me oprimía el pecho; experimentaba una sequedad a la garganta y el corazón me palpitaba con fuerza. Llegado al borde de la barranca y, antes de empezar el descenso, escudriñé el espeso follaje. Por más que miré y remiré nada observé de sospechoso. M una hoja se movía en el árbol. Mas la calma, la soledad y el medroso silencio de aquel paraje embargáronme de tal modo el ánimo, que estuve a punto de torcer riendas y abandonar definitivamente la empresa. Pero esto sólo fue cosa de un segundo. Me afirmé en los estribos, desnudé el machete y, clavando las espuelas en los ijares del caballo, me precipité en la barranca.
De lo que pasó en seguida sólo conservo un recuerdo confuso. Apenas me encontré debajo de la patagua, sentí que un enorme peso caía sobre mis hombros. Antes de que me diera cuenta exacta de la agresión, el mulato se levantó de manos y se tiró de espaldas. Me pareció que mi cabeza chocaba con algo blando y una espesa niebla veló mi vista. Mas no perdí del todo el conocimiento, pues sentí cómo unas manos ágiles me andaban en las ropas y me registraban los bolsillos. De pronto, haciendo un enorme esfuerzo, vencí aquella especie de sopor y me incorporé: un espectáculo extraordinario se presentó a mis ojos. Sobre el borde opuesto del barranco había una extraña y horrible figura en la cual reconocí a La Chascuda tal como me la pintaran los campesinos. Mientras buscaba febrilmente el revólver o el machete, el fantasma se asió de una rama e izándose como un acróbata desapareció entre el follaje.
Permanecí durante algún tiempo inmóvil y aturdido hasta que de pronto un galope furioso me sacó de mi atolondramiento. Eran José, Venancio y los demás que gritaban: ¡Patrón, patrón!
Me levanté de un brinco y salí a su encuentro. Me enterneció la alegría de los pobres muchachos. Me habían creído muerto al ver venir hacia ellos, a revienta cincha, al mulato sin su jinete.
Para abreviar diré a ustedes que hicimos guardia toda la noche junto a la patagua. A pesar del golpe, de la pérdida del revólver, del machete y de la cartera, yo estaba contentísimo. El bandido había sido preso en sus propias redes. Al amanecer arrancaríamos al fantasma de su madriguera, en traje de carácter. Cómo me iba a reír al presentárselo a Venancio cogido de una oreja: Toma, aquí tienes al Diablo que viste la otra noche.
Pueden, pues, imaginarse el desconcierto que se apoderó de mí cuando al salir el sol se registró el árbol y no se encontró en él nada, absolutamente nada, ni siquiera una lagartija. Yo mismo recorrí el tronco de arriba abajo buscando algún hueco, algún escondrijo, alguna trampa, pero tuve que rendirme a la evidencia: La Chascuda se había desvanecido, sin dejar tras sí la menor huella, como un auténtico y legítimo fantasma.
Por vez primera dudé de la percepción de mis sentidos y aun creí que el golpe en la cabeza había perturbado mis facultades. Era tan inverosímil, tan extraordinario lo que me pasaba que, por un instante, temí volverme loco. Y quién sabe hasta dónde hubiesen llegado mi trastorno y desequilibrio de mis ideas si no recibiera ese mismo día aviso de que mi padre estaba gravemente enfermo en la capital de la provincia.
Abandoné precipitadamente el fundo y no regresé a él sino mes y medio después.
En la tarde del día siguiente de mi llegada fueron a avisarme que, mientras trillaba, el caballo de uno de los corredores a la estaca se había dado vuelta aplastando a su jinete, que fue retirado de la era con grandes contusiones internas. El herido quería, según lo expresaron los mensajeros, revelarme un secreto para lo cual había pedido me llamasen sin demora. Cuando llegué, el enfermo parecía muy decaído, pero al verme se reanimó. Sus primeras palabras fueron: ¿Se acuerda de mí, patrón? Lo miré atentamente, y a pesar de lo demudado del semblante reconocí en aquel hombre al hermano del muchacho que vi una mañana muerto en la Angostura de la Patagua.
Hice un signo de asentimiento y el moribundo con voz débil continuó: Lo que tengo que decirle es que hará cosa de un mes vi en unas carreras a un individuo cuya cara me era desconocida. Mientras topeábamos en la vara le divisé en la cintura una faja de seda igual a la de mi hermano. El color era el mismo y hasta tenía la misma mancha negruzca en la flecadura. Mientras más miraba aquella prenda más seguro estaba de no equivocarme. Él debió sin duda sorprender mis miradas, porque desde ese momento empezó a esquivarse de mí, yéndose por otro lado las noticias que me dieron me dejaron muy caviloso y, atando cabos, se me ocurrió de repente una idea que fue como una corazonada. Sin perder tiempo me trasladé a la Angostura de la Patagua para ver si había acertado en mis sospechas. Me encaramé en el árbol, y después de registrar un rato las ramas bajas del lado contrario al camino, encontré lo que buscaba: entre dos ganchos muy juntos había un trozo de bóquil que parecía haber crecido allí, pero me bastó raspar con la uña para descubrir la cabeza de un grueso clavo en uno de sus extremos. Miré delante de mí y todo quedó explicado: frente a la Angostura, en el otro lado de la quebrada, hay como usted sabe un roble cuyas ramas más altas quedan muy cerca de la copa de la patagua. No necesité de más para saber dónde estaba escondido el columpio.
Estas palabras del herido fueron para mí un rayo de luz. Mirélo ansiosamente y él con voz débil prosiguió: Fui a casa, busqué un coligue largo y fuerte y en una de sus puntas aseguré un viejo yatagán que mi hermano tenía siempre en la cabecera de su cama.
Volví en seguida a la patagua y coloqué la quila entre los dos ganchos, apuntando al ramaje del roble. Una rozadura en el bóquil me indicaba el punto preciso donde el columpio venía a chocar con su carga nocturna. Calculé que la punta del yatagán quedase a la altura del estómago y, dando una última mano a las amarras, me marché esperando llegase la noche que casualmente era de luna llena.
Ahora que sabía que La Chascuda no era un espíritu del otro mundo, la idea de la venganza no me dejaba sosegar. Esa tarde la pasé en el campo, y antes de que anocheciera del todo ya estaba yo oculto cerca de la barranca.
En cuanto salió la luna mis ojos se clavaron en el ramaje del roble. Veía perfectamente el claro que había entre los dos árboles y esperaba lo que iba a suceder con el corazón palpitante de miedo y angustia. Poco a poco fue elevándose la luna en el cielo despejado, lleno de estrellas, y empezaba ya a cansarme cuando me pareció oír muy lejos el galope de un caballo en la carretera. Me volví hacia el roble y, en el mismo momento, un gran bulto salió de entre sus ramas y cruzó el claro en dirección a la patagua como un pájaro gigantesco. Fue algo como un relámpago. Oí un grito horrible. Los cabellos se me erizaron y eché a correr desatentado, perseguido por aquel espantoso alarido que, desde aquella noche maldita, no ha cesado de atormentarme.
Al llegar a este punto calló el enfermo y aunque hizo algunos esfuerzos para continuar no pudo conseguirlo: Había entrado en agonía.
Para que ustedes comprendan mejor el relato del moribundo, díjonos nuestro huésped, bueno es que sepan que había sido años atrás descortezador de lingues en la sierra de Nahuelbuta. Su oficio de linguero lo había familiarizado con el puente-columpio que usan los que habitan en los bosques para salvar las quebradas. Un procedimiento sencillo e ingenioso permite fijar automáticamente el columpio en el punto de llegada, quedando listo para el regreso.
Cuando la faja de seda lo hizo fijar la atención en el desconocido, una de las noticias que de él obtuvo fue que también había sido linguero. A este dato revelador había que agregar que había levantado su vivienda frente a la Angostura de la Patagua, en la vertiente opuesta de la Quebrada del Canelo, en una fecha que coincidía con las primeras apariciones del fantasma. Estos hechos y otros de menor importancia, según averigüé después, fueron los que despertaron las sospechas del astuto campesino y lo llevaron a descubrir el misterio.
Para terminar esta larga historia sólo me falta referirles que aquella misma tarde, después de grandes fatigas, atando por sus extremidades una docena de lazos, se consiguió llegar al fondo de la quebrada y extraer el cadáver. Aunque en estado de extrema descomposición, como las malezas lo habían protegido de las aves de rapiña, estaba más o menos intacto. Conservaba su ridícula vestimenta: una especie de túnica de piel de carnero, teñida con anilina roja, y la grosera peluca de crines de caballo, blancos en un lado y negros en el otro, que le habían valido su famoso nombre. Un mohoso yatagán, con un trozo de coligue atado a la empuñadura, atravesaba de parte a parte el enorme cuerpo, por encima de la tercera costilla.
La compuerta número 12
Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.
Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.
El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.
A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:
—Señor, aquí traigo el chico.
Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:
—¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?
—Sí, señor.
—Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.
—Señor —balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica—. Somos seis en casa y uno solo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.
Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.
—Juan —exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado— lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.
Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:
—He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.
Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.
Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.
Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.
La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.
Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.
Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.
Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.
—Aquí es —dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.
Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.
Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.
El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.
Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.
—¡Es la corrida! —exclamaron a un tiempo los dos hombres.
—Pronto, Pablo —dijo el viejo—, a ver cómo cumples tu obligación.
El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.
Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.
Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un “¡vamos!” quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el “¡vamos, padre!”, brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.
Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.
El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.
Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.
Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.
La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.
Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:
—¡Madre! ¡Madre!
Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.
Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.
La cruz de Salomón
Aquella noche, la tercera de la trilla, en un rincón de la extensa ramada construida al lado de la “era”, un grupo de huasos charlaba alegremente alrededor de una mesa llena de vasos y botellas, y alumbrada débilmente por la escasa luz del candil. Aquel grupo pertenecía a los jinetes llamados corredores a la “estaca” y entre todos descollaba la arrogante figura del Cuyanito que, llegado sólo el día anterior, era el héroe de la fiesta. Jinete de primera línea, soberbiamente montado, habíase atraído desde el primer instante todas las miradas por la gallardía de su apostura y su gracejo en el decir. Excitado por el vino, relataba algunas peripecias de su accidentada vida. Él, y lo decía con orgullo, a pesar de su sobrenombre era un chileno a quien cierto asuntillo había obligado a trasponer la cordillera con alguna prisa.
Tres años había permanecido fuera de la patria cuyo nombre había dejado bien puesto en las palpas del otro lado. De ello podía dar fe la piel de su cuerpo acribillada a cicatrices. Al llegar a este punto de la conversación, de su tostado y moreno semblante, de sus pardos y expresivos ojos, brotaron llamaradas de osadía.
Envalentonado con los aplausos y las frecuentes libaciones, poco a poco fue haciéndose más comunicativo, relatando hechos e intimidades que seguramente en otras circunstancias hubiérase guardado de referir.
El corro en derredor de la mesa había engrosado considerablemente cuando, de pronto, alguien insinuó al narrador:
—¡Cuéntenos el asuntito aquel que lo hizo emigrar a la otra banda!
El interpelado pronunció débilmente algunas excusas, pero la misma voz con acento insinuante repitió:
—¡Vaya, déjese de escrúpulos de monja! ¡Aquí estamos entre hombres que saben cómo se contesta a un agravio! ¡Son cosas de la vida…! Por supuesto que habrá por medio alguna chiquilla.
Estas razones doblegaron la resistencia del forastero quien, vaciando de un sorbo un vaso de ponche, exclamó:
—Pues bien, ya que estoy entre caballeros voy a contarles el caso que, como he dicho, pasó tres años atrás y fue también en una trilla…
No mentaré nombre de lugar ni de persona. ¡Se cuenta el milagro, pero no se nombra el santo!
Todos asintieron con la cabeza.
Un gran silencio se hizo en el auditorio y después de un instante la voz musical y cadenciosa del Cuyanito se alzó diciendo:
—Desde el momento que lo vi fue antipático. En el camino me lo presentó un compadre y nos fuimos juntos a la trilla. Nos tocó ser compañeros en algunas corridas, hasta que un estrellón que me dio intencionalmente contra la puerta de la “era”, y al que contesté con un caballazo, nos hizo francamente enemigos. Le tomé una ojeriza a muerte y conocí que él me pagaba con la misma moneda.
Todo el día lo pasábamos corriendo de firme detrás de las yeguas, y al oscurecer, después de la comida, se armó en la ramada una de cantos y palmoteos que alarmó hasta las lechuzas de la montaña.
Yo que estaba un poco alegrillo y en disposición para divertirme, había tomado asiento al lado de una tocadora de guitarra: una morena con ojos de esos que parecen decir, cuando nos emborrachan con sus miradas: ¡Cuidado que te chamuscas, moscardoncito!
Entusiasmado con la muchacha estaba tallándole de lo lindo, cuando, de repente, al volver con un vaso de ponche para obsequiar a la prenda, encontré el asiento ocupado por aquel guapetón de los demonios. Fue tan grande el disgusto que me trabó la lengua de pura rabia, pero pude dominarme y, con buenas palabras, le dije que el sitio ese me pertenecía y que respetara mi derecho. Me contestó con toda insolencia que de ahí no lo movía nadie y que me fuese con la música a otra parte.
Yo, que tenía aún el ponche en la mano, se lo tiré con vaso y todo y se armó la gresca en un santiamén. A decir verdad, confieso que llevé en la batalla la peor parte. Mi enemigo, aunque ya era viejo, era mucho más hombre y de mejores puños. Nos apartaron y lo desafié entonces para fuera de la ramada. Sin decir una palabra me siguió. Las mujeres empezaron a gritar pidiendo que nos atajaran, pero los hombres nos hicieron un cerco, y tirando a un lado el poncho y el sombrero desenvainamos los cuchillos.
Mi compadre, un hombre muy ladino, se metió por medio y dijo que antes de pelear debían ajustarse las condiciones del desafío y que yo, como ofendido, tenía derecho para elegir las que mejor me pareciesen. Ciego de coraje dije que las únicas condiciones eran que se amarrase el pie izquierdo del uno con el pie derecho del otro y, en seguida, se apartase todo el mundo lo más lejos posible. Así se hizo, y con una faja de seda nos sujetaron por los tobillos. Cuando estuvimos bien trabados, mi compadre que nos había pedido los cuchillos para impedir, según dijo, una traición, los puso de nuevo en nuestras manos. Al entregarme el mío me miró a los ojos de un modo raro, conociendo en el acto de apretar la empuñadura que no era la de mi puñal. Y lo mismo debió advertir mi contrario, porque bajó la vista para fijarla en la hoja que relumbraba a la luz de la luna… Levanté el brazo y le clavé el cuchillo en el corazón. Cayó redondo, corté de un tajo la amarra y saltando a mi caballo galopé toda la noche hacia la cordillera, divisando las primeras nieves.
Mi compadre, que me acompañó una parte del camino, me refirió que, sospechando que el arma de mi enemigo tuviese algún maleficio, se le ocurrió aquella astucia del cambio, que me libró de una muerte segura, pues el puñalito ese tenía marcada la cruz de Salomón, contra la cual, como se sabe, no hay quite ni barajo que valga.
Y para corroborar el narrador lo que decía, llevó la diestra a la cintura y extrajo de su vaina un magnífico puñal con mango de cobre cincelado y anillos de plata, el cual pasó de mano en mano en torno de la mesa, examinando cada uno de los oyentes la famosa cruz de Salomón grabada en la hoja (dos H mayúsculas muy juntas).
Uno de los últimos que la tuvo en su poder fue el Abajimo, muchacho de veinte años a lo sumo, delgado y esbelto, de rostro infantil. Llegado de las provincias del norte, tenía en aquellos contornos gran nombradía como fabricante de frenos y espuelas, objetos que cincelaba y plateaba con primor. Retirado de la mesa, nadie había fijado en él la atención, ignorándose si estaba ahí desde un principio o si acababa de llegar.
De pronto, enderezando el mozo su esbelta figura y con el rostro alegre de niño que tropieza con un juguete que creía extraviado, dijo con acento sorprendido y gozoso:
—¡Vaya con la casualidad! Este puñal es trabajo mío. La hoja, de acero de lima vieja, está templada al aceite y puede cortar un pelo en el aire.
Y mientras hablaba iba acercándose al forastero, quien lo veía venir un sí es no es inquieto, pero aquella sonrisa bonachona y aquella ingenua alegría desterraron de su espíritu una naciente sospecha.
Entretanto, el joven, poniéndole el arma a la altura de los ojos decía:
—¡Vaya y qué cosa más rara! Esto que a usted le parece la cruz de Salomón son las iniciales del nombre de mi padre: Honorio Henríquez… ¡a quien mataste a traición, cobarde!
Y, veloz como el rayo, sepultó el puñal en el pecho de su dueño, que rodó bajo la silla sin exhalar un gemido.
La última frase pronunciada con acento iracundo y la acción imprevista que la acompañó, hicieron dar un salto en su silla a los circunstantes, pero, paralizados por la sorpresa que les produjo la terrible escena, no dieron un paso para detener al Abajino, quien, llevando a la diestra el puñal tinto en sangre, abandonó con altivo y fiero continente la ramada. Un momento después, y mientras los del grupo se miraban aún consternados, resonó en el silencio de la campiña dormida, el furioso galope de un caballo que se alejaba a revienta cinchas por el camino de la montaña.
La mano pegada
Por la carretera polvorienta, agobiado por la fatiga y el fulgurante resplandor del sol, marcha don Paico, el viejo vagabundo de la mano pegada. Su huesosa diestra oprime un grueso bastón en que apoya su cuerpo anguloso, descarnado, de cuyos hombros estrechos arranca el largo cuello que se dobla fláccidamente bajo la pesadumbre de la cabeza redonda y pelada como una bola de billar.
Un sombrero de paño terroso, grasiento, de alas colgantes, sumido hasta las orejas, vela a medias el rostro de expresión indefinible, mezcla de astucia y simplicidad, animado por dos ojos lacrimosos que parpadean sin cesar. Una larga manta descolorida y llena de remiendos cae en pesados pliegues hasta cerca de las rodillas, y sus pies descalzos que se arrastran al andar dejan tras de sí un ancho surco en la espesa capa de polvo que cubre el camino.
Junto a él, montado en un caballo alazán de magnífica estampa, va don Simón Antonio, y más atrás, jinetes en ágiles cabalgaduras, siguen al patrón a respetuosa distancia el mayordomo y un vaquero de la hacienda.
La atmósfera es sofocante. El aire está inmóvil y un hálito abrasador parece desprenderse de aquellas tierras chatas y áridas, cortadas en todas direcciones por los tapiales, los setos vivos y los alambrados de los potreros.
Don Simón Antonio con su gran sombrero de pita sujeto por el barbiquejo de seda y su manta de hilo con rayas azules, parece sentir también la influencia enervadora de aquel ambiente. Su ancha y rubicunda faz está húmeda, sudorosa; y sus grises ojillos, de ordinario tan vivaces y chispeantes en la penumbra de sus pobladas cejas hirsutas, miran ahora con vaguedad, adormilados, soñolientos.
Inclinado sobre la montura, sostiene con la mano izquierda las riendas y oprime con la diestra la huasca con mango de bambú y empuñadura de plata, compañera inseparable de su persona y que, como arma de ataque y de defensa o instrumento de suplicio, está siempre pronta a restallar en su puño vigoroso.
De pronto don Simón Antonio sale de su somnolencia, refrena la cabalgadura y, empinándose en los estribos, aplica un latigazo en las piernas del viejo, quien, sorprendido, bambolea y vacila y mira asustado a su alrededor.
El mayordomo y el vaquero al ver las piruetas forzadas del vagabundo sonríen y cuchichean, mientras el amo, enarbolando de nuevo la fusta, grita con su gruesa voz de bajo:
—¡Vamos, aprisa, viejo ladrón!
Don Paico se esfuerza en acelerar el paso. De sus pies sube una nube de polvo que lo ahoga, arrancando de su pecho un ruido bronco, descompasado, de fuelle roto. Su gran nariz corva, filuda, caída verticalmente sobre la boca desdentada, de labios delgados, da un aspecto socarrón y astuto al semblante marchito, sombreado por una escasa barba gris, enmarañada y sucia.
Aquel preso, víctima de las iras de don Simón Antonio, es un viejo mendigo que recorre en los calurosos días del verano los campos y villorios implorando la caridad pública. Su popularidad es inmensa entre los labriegos, quienes no se hartan jamás de oírle relatar la historia de la mano pegada, de aquella mano, la siniestra, que el vagabundo lleva adherida a la carne debajo de la tetilla derecha y que, según es fama, no puede desprenderse de allí, porque a la menor tentativa en ese sentido salta la sangre como si se le rasgara la piel de una cuchillada.
Por eso, cuando en medio de la paz de los campos, bajo el sol que incendia las lomas y agota la hierba en los prados amarillentos, se ve aparecer de improviso en un recodo del camino la encorvada silueta del viejo, los chicos abandonan sus juegos y corren a su encuentro, gritando:
—¡Don Paico, ahí viene don Paico, el de la mano pegada!
Y de todas partes hombres y mujeres acuden presurosos al encuentro del recién llegado. Todos, abuelos y nietos, viejas y jóvenes, esméranse a porfía en agasajar al anciano, ofreciéndole pan, frutas y harina de trigo tostado. Y luego, cuando el caminante ha aplazado el hambre y la sed, nunca falta quien diga con tono de súplica:
—Ahora, don Paico, cuéntenos aquello.
El viejo entorna los ojos y quédase un instante pensativo como para reunir sus recuerdos y, en seguida, buscando la postura más cómoda en el rústico banco, empieza con su voz cascada y monótona, en medio del ávido silencio del auditorio, la invariable narración que cada cual, a fuerza de oírla repetir, se sabe ya de memoria.
—Sí, me acuerdo como si fuera hoy. Era un día así como éste. El sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela, debajo de la ramada. Entonces apenas me apuntaba el bozo y era un mocetón bien plantado, derecho como un huso, un gallito para las buenas mozas.
Aquí el narrador se interrumpía para hacer chasquear la lengua y pasar revista a las caras mofletudas de las muchachas que soltaban el trapo al reír. El viejo dejaba con cómica gravedad que se extinguiera aquella algazara y luego proseguía:
—Mi madre, la pobre vieja, tenía el genio vivo y la mano demasiado pronta para sobarnos las costillas con el palo o el rebenque si no andábamos listos para obedecerla. Aquel día ya dos veces me había gritado desde la puerta de la cocina:
—¡Pascual, tráeme unas astillitas secas para encender el horno!
Yo, cegado por el demonio del juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:
—Ya voy, madre, ya voy.
Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba…
De repente, cuando con el tejo en la mano y el cuerpo agarrado ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en los lomos un golpe y un escozor como si me hubieran arrimado un fierro ardiendo. Di un bufido y, ciego de rabia, como la bestia que tira una vez, solté un revés con la zurda con todas mis fuerzas.
Oí un grito, una nube obscureció la vista y vislumbré a mi madre que, sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me gritaba con una voz que me heló hasta los tuétanos:
—¡Maldito, hijo maldito!
Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo. Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.
El relato terminaba siempre en un silencio profundo. Los circunstantes, con la vista fija en el narrador, escuchaban sus palabras con una unción religiosa y, cuando había concluido, quedábanse suspensos por aquel prodigio, cuya evidencia tenían ahí delante de los ojos.
Las mujeres se persignaban y gemían:
—¡Bendito sea Dios! ¡Pobrecito!
Pasada la primera impresión, desatábanse las lenguas y algunas voces tímidas proferían:
—A ver, don Paico, déjenos ver eso.
Y el corro se arremolinaba, hacíase compacto. Los más bajos empinábanse en las puntas de los pies y los rapaces chillaban asiéndose a los vestidos de sus madres:
—¡A mí, yo también, upa, upa!
Entonces el viejo echaba sobre los pliegues de la manta y entreabriendo la sucia camisa, mostraba a las ávidas miradas el pecho hundido, flaco, con la piel pegada a los huesos. Y ahí, justamente debajo de la tetilla, veíase la mano, una mano pálida con dedos largos y uñas descomunales, adherida por la palma a esa parte del cuerpo como si estuviese soldada o cosida en él.
Luego, para demostrar la solidez de aquella adherencia, cogía con la diestra el miembro paralizado y lo remecía como si tratase de desprenderlo. Y entonces ¡oh prodigio! Como signo visible de la cólera divina, el dorso de la mano se enrojecía y las mujeres espantadas gritaban a coro:
—¡Ay Dios, le sale sangre! ¡Virgen Santísima!
Y todo el mundo se santiguaba.
Don Simón Antonio, a quien exaspera la lenta marcha de su prisionero, lo hostiga a cada instante, haciendo chasquear el látigo y gritando con irritada voz:
—¡Vamos, apúrate, grandísimo bribón!
Es ya la hora del almuerzo y siente un apetito voraz. De vez en cuando se alza sobre los estribos y tiende por encima de las tapias una mirada escrutadora, mirada de amo, satisfecha y desconfiada a la vez. Todas aquellas tierras, hasta donde alcanza la vista, le pertenecen, siendo por ello uno de los propietarios más acaudalados de la comarca.
Aquella mañana recorría como de costumbre sus campos, cuando de repente su vista penetrante distinguió al viejo que atravesaba uno de los potreros, mirando a todas partes con aire inquieto, como un ladrón. Inmediatamente clavó las espuelas al caballo y le cerró el paso dándole orden de seguirlo a las casas del fundo. El mendigo, muy asustado, no hizo observación alguna y se puso a caminar en silencio junto al alazán de don Simón Antonio. Hacía mucho tiempo que el patrón deseaba aquel encuentro, pues en su carácter de juez de aquel distrito, anhelaba hacer un ejemplar escarmiento en la persona de aquel holgazán que explotaba la credulidad de las gentes con aquella ridícula patraña de la mano pegada.
La superchería empleada por el viejo para procurarse el sustento lo llenaba de indignación. Aquel fraude era un robo, un robo inicuo, tanto más odioso cuanto que las víctimas de aquella expoliación eran pobres campesinos, ignorantes y crédulos, que aceptaban de buena fe las burdas invenciones de aquel astuto impostor.
Don Simón Antonio debía su fortuna, parte a su infatigable tesón para atesorar y parte a ciertos manejos que, puestos más de una vez en transparencia, echaron a rodar ciertos rumores sobre su probidad, rumores que, sin quitarle el sueño, lo mortificaban más de lo que hubiera confesado sobre este particular.
Cuando se le designó para juez del aquel distrito rural, vio en el ejercicio del cargo un medio de cerrar la boca a los maldicientes. Mostraría un amor tan grande por la justicia; desplegaría tal ardor para perseguir el mal, que su fama de magistrado íntegro borraría, estaba de ello seguro, los pecadillos que se le achacaban.
Y consecuente con este propósito, se convirtió en un perseguidor implacable de los merodeadores, de los mendigos, de los vagabundos y de cuanto pobre diablo le parecía sospechoso. En su obsesión de ver criminales por todas partes, la falta más leve adquiría a sus ojos las proporciones de un delito cuyo castigo ejecutado por su propia mano revestía a veces caracteres de crueldad salvaje.
La leyenda del viejo, que calificaba de grosera mistificación, exaltaba su cólera y había dado órdenes terminantes a sus servidores para que se apoderasen del criminal y lo condujesen a su presencia. Pero los campesinos, a pesar del miedo al patrón, no se habían atrevido a cumplir sus mandatos, y el vagabundo avisado del peligro había evitado hasta entonces en lo posible acercarse a los dominios del severo e implacable juez.
Un gran terror se había apoderado del ánimo del miserable y caminaba lo más rápidamente que podía, sufriendo sin chistar los latigazos que sacudía sobre sus espaldas el impaciente don Simón Antonio. ¿Qué quería de él aquel terrible señor? A cada grito, a cada golpe se enrojecía, se achicaba, hubiera querido desaparecer debajo de la tierra tragado por aquel polvo en que se hundían fatigosos sus pies desnudos, anchos y deformes.
Y la carretera, limitada a derecha e izquierda por los altos tapiales, se extendía adelante y atrás de la corta comitiva, solitaria, monótona e interminable. Los rayos del sol caían a plomo sobre su calcinada superficie reverberante. En el aire seco, abrasador, el polvo que levantaban los cascos de los caballos flotaba, formando a espaldas de los jinetes una cortina que les ocultaba el camino recorrido.
Por fin, tras un recodo, apareció de improviso la gran verja de hierro que daba entrada a las casas del fundo. Un momento después el mendigo y sus captores estaban en el extenso patio frente a la suntuosa fachada del edificio. Don Simón Antonio entregó su cabalgadura a un palafrenero y dio orden de que se llevase al preso al calabozo. El viejo, hasta entonces, se había dejado conducir dócilmente, callado, sin oponer la más mínima resistencia esperando sin duda que su dulzura y timidez ablandase el corazón de sus aprehensores. Pero, a pesar de todo, en su rostro había una expresión de temor, de azoramiento que, de pronto, a la vista del cepo: una larga barra de hierro con sus correspondientes anillos colocada horizontalmente en un rincón de la celda, se convirtió en un loco terror, y sin poder contenerse gimió, dirigiéndose a son Simón Antonio:
—¿Qué va a hacer conmigo, señor amito?
Por toda respuesta, el hacendado puso su gruesa mano sobre el hombro del viejo y le dijo:
—A ver, quítate la manta.
Don Paico, con el mismo tono lastimero, repuso:
—No puedo, señor, no puedo.
Entonces la formidable diestra se apoyó sobre él y lo derribó cuan largo era en el pavimento. Y mientras se debatía inútilmente para librarse de la terrible presión, oyó que el amo ordenaba:
—Asegúrale los pies.
Cuando se hubo extinguido el claro son de los hierros chocando entre sí, el preso se encontró tendido de espaldas en la dura tierra con las piernas en alto sujetas al cepo por los tobillos. Se le había despojado de la manta y sólo conservaba los pantalones y la vieja camisa.
El patrón, después de enjugarse el sudor que inundaba su rubicundo rostro, se irguió con toda la majestad de su corpulenta persona y empuñando la terrible huasca, empezó el interrogatorio:
—Vas a principiar por decirme desde cuándo engañas a la gente con esa infame superchería de la mano pegada.
El viejo imploró:
—No es engaño, amito, lo juro por las llagas de Nuestro Señor.
Don Simón Antonio rugió con voz estentórea:
—¡Ah, con que no es mentira, bandido, ladrón!
E inclinándose, cogió la camisa del delincuente y se la arrancó en menudos jirones. Los campesinos, que desde cierta distancia contemplaban la escena, se aproximaron algunos pasos con una expresión de miedo y curiosidad. El vagabundo, desnudo hasta la cintura, hacía inútiles esfuerzos para enderezarse. A la escasa claridad que se filtraba por el enrejado de la ventana, su descarnado cuerpo de esqueleto aparecía en toda su horrible miseria fisiológica. Mientras la mano derecha se apoyaba en el suelo, la izquierda permanecía adherida por la palma a la piel rugosa del pecho.
El hacendado, sin hacer caso de las lamentaciones del viejo, asió la mano por la muñeca y tiró de ella brutalmente. El preso exhaló un quejido, hizo un último esfuerzo para incorporarse y luego se quedó quieto, fijando una mirada ansiosa en don Simón Antonio, quien, con sonrisa de triunfo, comprobó que en el sitio donde estaba apoyado aquel miembro no existía ni la más remota señal de adherencia. La piel era ahí más blanca, más suave; eso era todo.
—Ya me lo imaginaba yo —exclamó después de un instante, soltando el brazo que su dueño en vano trató de ocultar a los ávidos ojos que le contemplaban. Y volviendo hacia los labriegos el rostro radiante, gozoso por haber desenmascarado al impostor, les dijo, señalándoles con la diestra el desnudo pecho del mendigo:
—Ya ven ustedes que aquí no hay tal pegadura, ni soldadura ni cosa que se le parezca. Todo no es sino una farsa de este bribón para poder vivir sin trabajar.
Luego dio orden de que se le clavasen en el suelo dos estacas, una a cada lado del prisionero, a las que le sujetó atándole una cuerda por la muñecas. De espaldas, con los brazos abiertos, en la postura del crucificado, el viejo vuelto de su estupor empezó a lanzar ayes lastimeros:
—¡Ay, amito, máteme mejor!
Terminada aquella primera parte de su justiciera obra, don Simón Antonio se encaminó hacia sus habitaciones para almorzar, dejando a su mayordomo la tarea de convocar a los inquilinos para que por sus propios ojos se convenciesen del engaño que por tanto tiempo los hizo víctimas aquel falso inválido vagabundo.
Al toque de la campana, cuyo claro tañido resbalaba por la atmósfera caliginosa a través de los campos, los campesinos acudían en pequeños grupos, cuchicheando entre sí en voz baja y temerosa. Una vez en el calabozo fijaban sus ojos espantados en el preso que continuaba gimiendo con su voz débil y plañidera.
—¡Ay, señor, tengan compasión de este pobre viejo!
Ninguno hablaba, pero en sus rostros curtidos adivinábase la piedad. Y luego aquel aparatoso castigo no los convencía. Pues, que la mano estuviese ahora libre, despegada, para ellos significaba sencillamente que el castigo acarreado por la maldición materna se había cumplido y que la justicia de Dios estaba satisfecha con la penitencia del criminal. Y a sus ojos la doliente figura del viejo apareció circundada por la aureola del santo, del mártir. Contemplaban un instante aquel espectáculo y se retiraban en silencio, llevando en sus corazones una cólera sorda contra el patrón que así desafiaba las iras de Dios.
Terminado el almuerzo, don Simón Antonio apareció de nuevo en el patio, y aproximándose al alazán que un sirviente tenía de la brida, puso el pie en el estribo y se izó trabajosamente sobre la montura. En sus gruesas mejillas rojas por las libaciones y en el brillo de sus ojos reflejábase la excitación producida por el festín. Experimentaba cierta satisfacción por la justicia que tenía entre manos, y no dudaba de que ese asunto iba a tener alguna resonancia, pues no se trataba de vulgares raterías sino de las hazañas de un avezado malhechor que durante años había vaciado los bolsillos de la gente en las mismas narices de la autoridad, y seguramente habría continuado vaciándolos, si él no hubiese estado allí para impedirlo, descubriendo el engaño de que se valía para sus fines el criminal. Convicto y confeso el delincuente, sólo faltaba aplicarle la pena. Don Simón Antonio meditó el punto un momento y dio, en seguida, orden que desatase al preso y lo trajesen a su presencia.
Bajo las miradas compasivas de los labriegos que se apartaban en silencio para darle paso, apareció el viejo con la cabeza inclinada y el semblante demudado por la angustia y el temor. Cuando estuvo a dos pasos del caballo alzó el rostro y gimió:
—¡Perdón, amito, perdón!
Don Simón Antonio paseó una mirada llena de majestad en torno de los circunstantes y luego, con tono grave y campanudo, empezó a hablar.
Como “autoridad constituida, tenía que cumplir un deber penoso”: el de hacer justicia, dar a cada uno lo suyo y castigar a los malvados con todo el rigor de la ley. Ese hombre había, por muchos años, engañado la buena fe de las gentes para arrancarles por medio de una grosera superchería el alimento y el vestido, que le permitían vivir como un zángano sin trabajar. Aquello era un delito, un crimen que él, representante de la justicia, no podía permitir quedarse impune. Había, pues, que hacer un escarmiento en aquel vagabundo, que sirviera de ejemplo y de saludable advertencia a grandes y chicos, sin excepción alguna.
Un silencio profundo siguió a sus palabras, sólo se oía la cantinela doliente del viejo:
—¡Perdón, amigo, perdón!
Luego el rostro de don Simón Antonio se revistió de la gravedad augusta del juez que expide su fallo inapelable. Su voz imponente resonó:
—Vas a abandonar en el acto el distrito de mi jurisdicción. ¡Ay de ti si te encuentro otra vez por estos sitios! Te desollaré vivo.
Hizo una pausa y agregó:
—Pero, antes de que nos separemos, vas a llevar un recuerdo mío.
Y empinándose en sus estribos, enarboló la pesada fusta.
El viejo, que había echado a andar hacia la verja, se vio de repente envuelto en una lluvia tal de rebencazos, que más que grito humano fue un bramido de bestia el que brotó de su garganta. Y mientras el látigo silbaba sobre sus lomos, enroscándose en torno de su cuerpo como una culebra, el paciente caía y se levantaba exhalando sin interrupción el grito ronco:
—¡Perdón, amito, perdón, amito!
Los campesinos presenciaban el castigo callados e inmóviles como estatuas, con las mandíbulas apretadas, mostrando, por entre sus labios temblorosos, los blancos dientes.
Por fin, don Simón Antonio dejó caer el nervado brazo. El viejo, como una rana derrengada, yacía en el suelo, hecho un ovillo, de cara contra la tierra. Su calva blanca, desnuda, brillaba el sol, cuya fulgurante llamarada picaba los curtidos rostros de los campesinos como ascua de fuego.
Faltaba aún un último detalle para que la justicia quedara cumplida, y, a una seña del patrón, el mayordomo y el vaquero alzaron al mendigo, y estirando los brazos se los ataron a lo largo de una vara de madera que le cruzaba la espalda a la altura de los hombros. En seguida el viejo, que convencido, sin duda, de la inutilidad de sus ruegos, no había chistado durante esta operación, echó a andar con la cabeza baja y los brazos en cruz hacia la verja, seguido de las miradas compasivas de los labriegos.
—José —ordenó al vaquero don Simón Antonio—, llévalo por el camino real para que todo el mundo vea a este sinvergüenza y sepan el engaño que andaba haciendo. Una vez fuera del fundo, le sacudes unos rebencazos para que no le den ganas de volver por aquí.
Y mientras el vagabundo continuaba por la carretera su larguísimo calvario, el hacendado se volvió hacia el mayordomo y en voz baja le preguntó:
—¿Vinieron por las vacas esta mañana?
—Sí, señor.
—¿Y no notaron el cambio?
—Nada, señor; venían muy apurados y arrearon no más.
Don Simón Antonio se quedó un momento pensativo, calculando lo que aquellas cuatro vacas tísicas metidas de sorpresa en el piño en cambio de otras sanas, le reportaban de ganancia, además del precio pagado, en vista de la buena calidad de las reses, por el incauto comprador. Y el resultado del cálculo debió ser lisonjero, porque lanzó un gruñido de satisfacción, y hasta se sonrió ligeramente cuando, al dirigir la vista hacia el camino, percibió a través de la reja la cómica y ominosa figura del viejo, avanzando delante del vaquero, con los brazos abiertos, como si fuese tras esas sombras de la justicia y de la misericordia, bajo la irónica mirada del sol.
La mariscadora
(Sub sole)
Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el
hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y
brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la
líquida llanura del mar.
Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la línea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.
Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar.
Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre los altos paredones de una profunda quebrada.
La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.
La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un enorme peñasco cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas.
Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.
Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.
La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundosa cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de líneas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina: blanca y recia, y los ojos pardos, un tanto humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las líneas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático.
El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el blando arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos, en la espesura, el melancólico grito del pitío.
La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del cielo tenían algo de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.
Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se extendía una vasta plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.
Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en un canasto. De cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba durmiendo sosegadamente.
El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la hora de la baja mar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que sólo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.
La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar y, dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.
El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana con el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y su talle vasto y desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con líneas vigorosas, no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en su venas su sangre joven de moza robusta en la primavera de la vida.
El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más grande visto a través del agua cristalina.
Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada.
Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaron inútiles; estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo.
En un principio Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad que se fue transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, la pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto, había visto delante de ella una línea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez; era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.
Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la población alada que buscada su alimento en las proximidades de la caleta; gaviotas, cuervos, golondrinas del mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.
El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían pegado a la piel; la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresalió algunos centímetros sobre las aguas.
El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie. Un oleaje suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los ardientes rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris.
En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio, impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar.
La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de la dunas aguardaba su regreso en el rancho humilde y miserable. Ninguna voz contestó a la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora:
—¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo…! ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo…! ¡Toma mi vida; no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá…! ¡Un momento, un ratito no más…! ¡Te juro volver otra vez aquí…! ¡Te juro volver aquí…! ¡Dejaré que las aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré y moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no consientas que muera desesperada…! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen Santísima! ¡Escúchame, madre mía!
Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito. La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados, como estertores de moribundo.
La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de granito que la aprisionaba pareció estrecharse en torno de la muñeca.
La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Sólo la parte superior del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante los progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable al fin llegó. Una ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto donde dormía el pequeñuelo, quien, al sentir el frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante chillido.
Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena. Al sentir aquel grito que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura fulguró en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña cogida en el lazo corta con los dientes el miembro prisionero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero ese recurso le estaba vedado; el agua que la cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.
En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales, y el cuerpecillo regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.
Cipriana con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello estremecida por una suprema convulsión. Y en el paroxismo del dolor, su razón estalló de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíritu azotada por una racha formidable se extinguió y mientras la energía y el vigor aniquilados en un instante cesaban de sostener el cuerpo en aquella postura, la cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.
Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagidos cada vez más tardos y más débiles que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus abrazos, modulando sus más dulces canciones, poniéndolo ya boca abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado para otro, siempre solícito e infatigable.
Por último los lloros cesaron: el pequeñuelo había vuelto a dormirse y aunque su carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible; pero tan profundo que, cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más.
Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel sobre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taciturnos a todos los hombros, no empañó con la más leve sombra la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y amor.
La propina
Echó una mirada de desesperación a la esfera del reloj y abandonando el mostrador irrumpió en su cuarto como una tromba. El tren salía a las cinco en punto y tenía, por consiguiente, los minutos precisos para prepararse. Lavado y perfumado con nerviosos movimientos, se puso camisa de batista, la corbata de raso y vistió en seguida el flamante frac que el sastre le entregara la semana anterior. Echó una última mirada al espejo, se abotonó el saco de viaje y, encasquetándose el sombrero de pelo, en cuatro brincos se encontró en la calle. Sólo disponía de media hora para llegar a la estación situada en las afueras de la polvorosa villa. Mientras corría por la acera miraba ansiosamente delante de sí. Mas la suerte parecía sonreírle, pues al doblar la bocacalle encontró un coche al cual subió gritando mientras cerraba la portezuela.
—¡Arrea de firme que voy a tomar el tren de cinco!
El auriga que era un gigantón descarnado y seco contestó:
—Apurada está la cosa, patrón, vamos muy retrasados.
—¡Cinco pesos de propina si llegas a tiempo!
Un diluvio de fustazos y el arranque repentino del coche anunciaron al pasajero que las mágicas palabras no habían caído en el vacío. Recostado en los cojines metió la diestra en uno de los bolsillos del amplio saco de brin extrayendo de él una elegante esquela con cantos dorados. Leyó y releyó varias veces la invitación en la cual su nombre Octaviano Pioquinto de las Mercedes de Palomares, aparecía con todas sus letras trazadas al parecer por una mano femenil. Una nota decía al pie: “Se bailará”.
Mientras el coche corre envuelto en una nube de polvo, el impaciente viajero no cesa de gritar, adhiriéndose con pies y manos a los desvencijados asientos:
—¡Más a prisa, hombre, más a prisa!
De Palomares, primer dependiente de la Camelia Roja, es un bizarro mozo de rostro moreno, aventajada estatura y cuerpo esbelto y elegante. Era el favorito de la clientela femenina de la villa, que no quería ser atendida sino por él, con gran desconsuelo de los demás horteras que no podían conformarse con ésta, para ellos, injustificada preferencia. Muy listo, con su sonrisa de caramelo y su labia insinuante, meliflua y almibarada, hacía prodigios detrás del mostrador. Muchas veces su sutileza de manos era notada por las compradoras que se contentaban con decir: ¡Qué descarado ladrón... pero roba con tanta gracia!
Una tarde entró en la tienda una de las más importantes parroquianas de la Camelia Roja, la linajuda doña Petronila de los Arroyos, acompañada de su hija, la linda Conchita, pimpollo de veintidós primaveras. Residentes en el pueblecillo cercano, habían tomado el ferrocarril con el objeto de hacer algunas compras, pues estaba ya muy próximo el día del santo de la niña que se celebraba con grandes festejos.
El principal destinó para atender a tan rumbosa cliente al imprescindible de Palomares, quien hizo aquella vez tal derroche de sonrisas y genuflexiones, tomó posturas tan distinguidas y desplegó tal cúmulo de habilidades horteriles, que la majestuosa dama, prendada de la distinción y finura de aquel buen mozo, dijo a su hija estas palabras, que cayeron en la tienda como una bomba:
—Conchita, no te olvides de enviar al señor de Palomares una invitación para que honre con su presencia nuestra modesta tertulia.
La niña sonrió graciosamente, y lanzando una picaresca mirada al favorecido contestó:
—No mamá, no me olvidaré.
Después de acompañar a las señoras hasta el coche de posta que las aguardaba, y colocar en el interior del vehículo los paquetes de las compras, de Palomares ocupó su sitio detrás del mostrador con el rostro resplandeciente de felicidad ¡Qué triunfo el suyo! ¡Asistir a tan aristocrática recepción y codearse con personalidades tan importantes como el Alcalde, el Subdelegado y el Veterinario!
A partir de ese día la prosopopeya del hermoso dependiente creció como la espuma. Los horteras, sus camaradas, consumidos por la envidia, veíanlo de continuo ensayar graciosas actitudes, sonrisas y reverencias delante de los vidrios de la mampara que dividía la trastienda. Al andar imprimía al talle un rítmico balanceo y sus pies resbalaban con compás de vals y de polka sobre las tablas mal unidas del pavimento.
Con la venia de su principal, que no podía negar nada a su dependiente, hizo venir a don Tadeo, el sastre remendón que convertía en trajes de irreprochable corte parisiense los géneros apolillados de la tienda, y le encargó la confección inmediata de un frac para asistir a la recepción. El buen hombre cumplió aquel encargo lo mejor que supo y entregó la prenda que era un monumento de arte, dentro del término fijado.
Los días que faltaban para la fiesta se hicieron para Octaviano Pioquinto de las Mercedes, interminables. Cuando aparecía el cartero se abalanzaba sobre él para ver si venía la dichosa invitación. Pero, o se habían olvidado de él o las invitantes habían reconsiderado su acuerdo, porque el caso era que la ansiada esquelita no llegaba. Con lo cual su inquietud y desconcierto llegó a tal extremo que muchas veces midió distraídamente varas de tela de ochenta centímetros en vez de los sesenta y cinco que señalaba como máximo el reglamento de la casa.
Mientras el auriga azotaba despiadadamente los jamelgos, de Palomares zarandeado duramente dentro del coche trata de adivinar a quien de sus camaradas pertenece la mano que ocultó la esquela de invitación debajo de las piezas de percal. Fue una casualidad realmente maravillosa que su diestra tropezara en ella cuando desdoblaba aquellas telas en el mostrador. ¡Ah! raza de envidiosos, como se la pagarían esa misma tarde si acaso perdía el tren. Y a cada instante su voz resuena impaciente:
—¡Azota, hombre, azota!
El coche rueda vertiginosamente y penetra en la estación cuando ya el tren se ha puesto en marcha. Un grito de desesperación parte del interior del vehículo, pero el conductor tuerce riendas y dice al atribulado pasajero:
—No se aflija, patrón. Antes de que llegue a la curva lo alcanzamos.
Los caballos galopan furiosos por el camino paralelo a la línea férrea y toman la delantera al convoy que sube con lentitud la rápida gradiente. De pronto los exhaustos rocines se paran en seco y el cochero baja del pescante, abre la portezuela y dice apresuradamente:
—¡Bájese, patrón, corra, alcáncelo!
De Palomares desciende y va a precipitarse por el hueco de la barrera cuando el auriga le cierra el paso diciéndole:
—¿Y la carrera? ¡Y la propina, patrón!
Mientras se registra febrilmente los bolsillos recuerda que al mudarse de ropa olvidó la cartera y el reloj. Mas como no hay tiempo que perder en vanas explicaciones se despoja del saco de viaje y lanzándolo a las narices del cochero, estupefacto, cruza la barrera como una saeta. En cuatro brincos alcanza los rieles y colero en mano vuela sobre lo vía.
El tren gracias a la pendiente, marcha con velocidad moderada. Los pasajeros han sacado la cabeza por la ventanilla y los del último vagón, con el conductor a la cabeza, se agrupan en la plataforma. Aquella escena parece divertirlos grandemente y Palomares oye sus carcajadas y sus voces de aliento cada vez más sonoras a medida que acorta la distancia:
—¡Corra, corra! ¡Cuidado que lo alcanza!
Esta última frase, que no atina a comprender, le parece algo incoherente, pero rectifica esta suposición al sentirse de improviso sujeto por los faldones del frac, mientras una voz estertorosa y colérica suena a su espalda:
—¡La propina, patrón!
Se vuelve como un rayo, y de un puñetazo bajo la mandíbula tiende en tierra, cuan largo es, al testarudo automedonte. Desembarazado del agresor echa a correr de nuevo y gana rápidamente el terreno perdido. En breve sólo unos metros lo separan del último vagón. Entre las caras risueñas que le miran, de Palomares ve una, encantadora, de mujer. Percibe unos ojos azules y una boquita que ríe con carcajadas cristalinas que son para el retrasado viajero un acicate dulce y poderoso. Un esfuerzo más y podrá contemplar a su sabor a la deliciosa criatura. Pero, mientras en el tren se alza un coro formidable de gritos y carcajadas, siéntese retenido de muevo por las colas del frac, en tanto que aquel abominable: “¡La propina, patrón!” le fustiga los oídos como un latigazo. Gira como una peonza y, ciego de cólera, embiste contra el gigante. Su puño de hierro golpea como una maza el rostro y el pecho del pegajoso acreedor hasta derribarlo semiaturdido. Le envuelve la cabeza en el poncho y abandonando el colero que durante la refriega ha rodado a la cuneta de la vía donde flota en el agua cenagosa, reanuda bravamente su duelo de velocidad con la locomotora que jadea en la gradiente.
Mientras la sangre le zumba en los oídos y el corazón, parece, va a escapársele por la boca, sus piernas de músculos de acero lo llevan como el viento. El tren, próximo a entrar en la curva, ha disminuido notablemente su marcha. Tres minutos más y descenderá vertiginoso por el flanco de la montaña. ¡Ahora o nunca! piensa de Palomares y acumulando todas sus energías hace un esfuerzo supremo. Del último coche, del cual sólo le separan ya algunos pasos parten voces alentadoras entre la que descuella la argentina de la viajera que exclama golpeando sus enguantadas manecitas:
—¡Hurra, hurra!
De Palomares con los ojos inyectados de sangre y la respiración estertorosa, redobla sus bríos. A su espalda y acercándose con rapidez suena un bufido de cerdo asmático, e instintivamente coge los faldones del frac, aquellos malditos apéndices que prolongan de modo tan peligroso la parte posterior de un individuo, y los cruza por delante de la cintura. Los pasajeros han descendido a la pisadera y uno de ellos, que viste traje de franela blanca, cual si se dirigiera a un caballo de carrera lo alienta con guturales gritos agitando la diestra para blandir en ella una imaginaria fusta:
—¡Hop, hop, hop!
De Palomares ve extenderse una niebla delante de sus ojos y todo gira a su derredor: alarga los brazos, y unas manos vigorosas asiéndolo de las muñecas, lo levantan como una pluma, pero los faldones del frac, que su movimiento ha dejado libres, deben ir enrollándose en las ruedas porque una fuerza descomunal amenaza arrancarlo de la pisadera del vagón. Y mientras las manos salvadoras lo sujetan, oye una espantosa gritería:
—¡Suelta! ¡Maldito diablo! ¡Péguele un puntapié!
Un rugido que parece salir de debajo del coche: —¡La propina...! le da la clave del misterio y con un vigoroso sacudón se aligera de la carga.
Mientras le izan en triunfo a la plataforma echa una ojeada sobre la vía y distingue en medio de ella al feroz cochero que agita algo que parece a la distancia dos negras banderolas. Sobrecoge a de Palomares una congoja mortal, y llevándose con presteza las manos a la espalda palpa despavorido la hebilla de los pantalones. Del elegante frac, de aquella prenda acabada y perfecta, sólo queda algo tan desmedrado y exiguo que apenas puede compararse con una chaquetilla de majo o de torero. Aquel desastre lo deja anonadado, y sin oponer resistencia déjase conducir por el pasajero de albo traje y polainas amarillas a un departamento del vagón. En la puerta hay un letrero que dice: Mister Duncan e hija.
Lo primero que ve de Palomares al entrar al departamento es a la viajera de los hurras, quien al verlo se pone a reír con aquella risa melodiosa. Muellemente reclinada en los cojines, con sus rizos de oro que se escapan por debajo de una celeste gorrita de jockey, parécele al lindo dependiente la más bella criatura del orbe. Contémplala embobecido y se olvida del frac, del baile de doña Petronila y de Conchita. La miss ríe, y mientras las rosas de sus mejillas se tiñen de vivo carmín, sus ojos azules se llenan de lágrimas. Mister Duncan está loco de alegría. Al fin aquel aborrecible spleen, aquella tristeza que minaba la salud de su hija, haciéndola languidecer de melancolía, ha abandonado la presa que los viajes, las distracciones y toda clase de cuidados no habían podido arrancar durante dos años de lucha al misterioso mal. Quien ha obrado tal prodigio parécele un enviado del cielo y siente por él la más calurosa simpatía. En el arrogante mozo de jarretes, pulmones y puños de acero, que derriba atletas y alcanza los trenes a la carrera, ve el superhombre ideal de la energía y virilidad masculinas.
El tren vuela por el descampado y aunque se detiene en un pueblecito, frente a la casa de la linajuda doña Petronila de los Arroyos, ningún viajero desciende del último coche.
Al día siguiente se recibió en la Camelia Roja un telegrama que produjo en la villa la mayor excitación. El despacho decía así: “Hoy me embarco en el Columbia para dar una vueltecita por el mundo. Saludos.— De Palomares”.
La trampa
Una mañana de junio, un tanto fría y brumosa, Luis Rivera, el arrendatario de “El Laurel”, y su amigo el teniente de ingenieros Antonio del Solar tomaban desayuno y conversaban alegremente en es amplio y vetusto comedor de las viejas casas del fundo. Jóvenes de veinticinco a veintiséis años, el militar y el hacendado se conocían desde los tiempos del colegio, lo que había afirmado y hecho inalterable su amistad. Del Solar, cuyo regimiento estaba de guarnición en el vecino pueblo de N., hacía frecuentes excursiones a la hacienda, pues era apasionado por la caza. La tarde anterior, con gran contento de Rivera, a quien su visita distraía en su forzada soledad, había llegado decidido a pasar dos días en el fundo dedicado a su deporte favorito.
De pronto y cuando la charla de los dos amigos era más animada, resonó en el patio el rápido galope de un caballo, y un momento después un estrepitoso ruido de espuelas se aproximó a la puerta del comedor, apareciendo en el umbral la figura de Joaquín, el viejo mayordomo, con el grueso poncho pendiente de los hombros y las enormes polainas de cuero que le cubrían las piernas hasta más arriba de las rodillas. Sombrero en mano, avanzó algunos pasos y se detuvo con ademán respetuoso delante de los jóvenes. El hacendado dejó sobre el platillo la taza de café humeante y preguntó, en tono afable, a su servidor:
—¿Qué hay, Joaquín; tiene algo que decirme?
Con voz que tembló ligeramente, contestó el anciano:
—Si, señor, y es una mala noticia la que tengo que darle. Anoche descueraron en el potrero de Los Sauces a otro animal.
El rostro de Rivera enrojeció visiblemente, y el viejo, viendo que nada decía, agregó:
—A la vaca overa, la Manchada, le tocó, su merced.
El mozo golpeó con el puño en la mesa y se puso de pie violentamente, en tanto exclamaba lleno de cólera:
—¿Cómo, la Manchada, dices, y por qué estaba esa vaca en Los Sauces, quién la puso ahí?
—Es que la sacaron del potrerillo, su merced, y la llevaron para matarla allá.
El joven se dejó caer sobre la silla, miró a su amigo, y dijo para excusar su arrebato:
—Es una yaca fina, Antonio. La compré en la feria, hace poco, en mil pesos.
Luego, volviéndose al campesino, interrogó:
—¿Y cómo la sacaron del potrerillo?
—Corrieron los tranqueros en el rincón que da para Los Sauces, su merced.
—¿Y Agustín no sintió nada, no ladraron los perros?
—Dice que no, señor.
—Bueno, como ya sabes lo que hay que hacer, puedes retirarte.
Cuando el viejo iba a traspasar el umbral de la puerta una nueva pregunta lo detuvo:
—¿Qué se llevaron?
—El cuero, su merced, un pedazo de lomo y la lengua.
—Lo de siempre —dijo Rivera, mirando a su amigo, y después de una pausa agregó—: Estas pérdidas de animales me desalientan, Antonio. Créeme que muchas veces he tenido el pensamiento de rescindir el contrato de arriendo del fundo y abandonar estos campos malditos, plagados de cuatreros. El año pasado me descueraron ocho animales, y en los cinco meses de éste, con el de anoche, se enteran cuatro.
Del Solar, que no había despegado los labios, dijo entonces, fijando en el rostro tostado y enérgico de su amigo sus ojos azules serenos y penetrantes:
—¿Y tú qué has hecho para defenderte de esta plaga?
—Todo lo que he podido. He organizado rondas nocturnas por los potreros, y yo mismo tomo parte en ellas las más de las veces; he ofrecido 200 pesos por una denuncia; tuve aquí, durante dos semanas disfrazado de huaso, a un agente de la secreta, y total, nada; nada he podido descubrir por más que me he devanado los sesos ideando planes para sorprender a esos bandidos.
—¿Y la policía; qué ha hecho la policía?
—Hombre, te diré que al principio, cuando me mataban un animal, lo primero que hacía era montar a caballo y encaminarme al pueblo a denunciar el hecho a la policía. Y no sólo hablaba con el comandante, sino también con el juez y el gobernador. Todos ellos me daban seguridades de que muy pronto caerían los culpables en poder de la justicia, y con estas promesas regresaba al fundo, confiado en que la captura de la banda no tardaría en producirse. Pero cuando vi que el tiempo pasaba y los descueradores, a de nuestra vigilancia, repetían sus atentados, acabé por perder la confianza en la acción policial. Ahora me limito a enviar una carta dando cuenta del suceso y señalando el color y las marcas de la piel de la res sacrificada.
—Bueno, tenemos entonces descartada la policía, pero quedan los propietarios de los fundos vecinos, pues entiendo que también a ellos les habrá tocado su parte, porque los merodeadores no te habrán elegido a ti como única víctima.
—Claro que no, también sufren del mismo mal. A Vargas, a Fernández y a Sandoval, que son los que están más cerca, los han tratado peor que a mí. No hay semana que no les descueren un animal o dos.
—¿Y ellos qué hacen, qué medidas toman?
—Nos hemos reunido varias veces para ponernos de acuerdo en este negocio, pero los medios puestos en práctica para solucionar la cuestión no han dado hasta aquí ningún resultado, Estos bribones son tan astutos, que empezamos a desconfiar de que alguien les pueda echar la mano encima.
Del Solar asintió:
—Debe ser gente muy lista, y ¿cómo proceden?
—De la manera más sencilla. Entran a un potrero, enlazan una res al tronco de un árbol o un poste de la cerca de tranqueros. En seguida, con un cuchillo puntiagudo le dan un golpe en la cerviz. Apenas la víctima, herida en la médula, cae fulminada, le arrancan la piel, cortan un pedazo de carne escogida y se marchan con el botín.
El teniente protestó indignado:
—¡Qué bárbaros! Entonces lo descueran vivo, porque la lesión de la médula que inmoviliza al animal no lo mata inmediatamente.
—Así es, Antonio, y, además, como no despostan ni desangran la res, la carne se echa a perder y hay que venderla por nada. Por el cuero les darán veinte o treinta pesos, y por esa miseria inutilizan, sin provecho para nadie, veinte o treinta veces este valor. Si se llevasen los animales vivos, no sentiríamos tanto su pérdida.
—Pienso lo mismo, Luis. Es doblemente odioso el proceder de esta canalla. Pero, ¿emplean luz, alguna linterna, cómo se las arreglan?
—No, no emplean luz, les basta el tacto, El resplandor de un fósforo o la brasa de un cigarro podría delatarlos.
—Entonces el operador debe ser un matarife de profesión, porque el sitio donde debe herir el cuchillo está entre la primera y segunda vértebra detrás del nacimiento de los cuernos. He visto muchas veces en el matadero hacer esta operación y me admira que sólo con la ayuda del tacto pueda alguien realizarla en la obscuridad. O tiene ojos de gato el sujeto, o es un diestro excepcional en el oficio.
El hacendado contestó:
—Por muy obscura que esté la noche, siempre se ve algo a corta distancia. Además, esta gente está acostumbrada a trabajar en la sombra. Lo que no deja lugar a dudas es que el individuo en cuestión tiene una mano muy práctica, porque la desviación de uno o dos centímetros del sitio preciso haría fracasar la empresa, pues el animal se revolvería furioso y sus bramidos pondrían en alarma a toda la hacienda.
—Y como ellos laboran en el mayor silencio, apelarían en el acto a la fuga, ¿no es verdad?
—Así lo harían, indudablemente.
—Otra cosa se me ocurre, Luis. Esos bellacos deben de tener espías dentro de los fundos. Alguien que les da indicaciones de los animales, del sitio en que se hallan, de las noches en que no hay rondas, etc.
—Creo lo mismo, Antonio, y, por mi parte, he ido eliminando a toda la gente sospechosa que había en el fundo. Igual cosa han hecho mis vecinos. Actualmente tengo un solo individuo que me inspira cierta desconfianza, pero vigilo y lo hago vigilar y en cuanto haya indicios suficientes en su contra lo lanzo fuera también, como a los otros.
—Me parecen muy bien esas medidas precautorias, Lucho; pero estos huasos son tan ladinos, tan desconfiados, que no es fácil pillarlos en un renuncio.
—Es verdad que son astutos, pero a mí, que hace años que estoy en contacto diario con ellos, no me engañan. Son almas primitivas que cualquiera, con mediano espíritu de observación, puede penetrarlas hasta el fondo.
Del Solar miró sonriendo a su amigo.
—Poco a poco —dijo—, no debe ser tanta esa penetración ni esas almas primitivas tan inocentes cuando se burlan de ti y de tus amigos en un asunto que estoy seguro conocen en sus menores detalles.
Rivera sonrió a su vez y contestó:
—Tienes razón. Cuando se trata de apropiarse de lo ajeno, estos rústicos despliegan una inteligencia superior. Ni al mismo demonio se le ocurrirían las artimañas que ellos emplean para robar y ocultar sus latrocinios.
Durante un cuarto de hora ambos jóvenes prolongaron la sobremesa, conversando sobre el mismo tema. Del Solar, que parecia vivamente interesado en aquel asunto, después de oír con atención a su amigo, se levantó diciendo:
—Se me ha ocurrido una idea, pero tengo que darle muchas vueltas todavía. Cuando la haya rumiado lo suficiente te la comunico. Ahora voy a darle una batida a las torcazas allá en los potreros.
—Precisamente, en el de Los Sauces encontrarás muchas. Todas las mañanas se ven ahí algunas bandadas. Yo —agregó Rivera— no te acompaño porque tengo que repasar algunas cuentas y escribir la cartita de marras al comandante de policía de N.
A la hora del mediodía hallábamse nuevamente el hacendado y su huésped reunidos en el comedor. Mientras almorzaban y después que del Solar hubo relatado una a una sus proezas cinegéticas, la conversación recayó sobre el suceso ocurrido en la noche anterior. El teniente dijo a su amigo que en Los Sauces había visto los restos de la vaca y observado cuidadosamente la herida penetrante de la cerviz, quedando convencido de que su idea podía llevarse a la práctica, pero tenia el inconveniente de ser demasiado cara, pues habría que sacrificar un animal.
—No sólo uno, dos o tres sacrificaría con gusto si pudiera echar el guante a ese canalla —exclamó Rivera con la mirada llameante y el rostro encendido por la ira.
—Entonces, negocio hecho —declaró del Solar—. Pero, vas a permitirme que guarde todavía el secreto. Hay ciertos detalles que es preciso estudiar con detenimiento. Esta tarde regreso al pueblo y cuando todo esté listo vendré a comunicarte la solución del problema. Supongo que la hazaña de anoche no la repetirán tan pronto y pasará algún tiempo antes de que vuelvan a darte otro zarpazo.
—Sí —dijo el hacendado, en tono dubitativo—; tal vez tardarán en venir, aunque no es del todo seguro, porque el año pasado, en una misma semana me mataron dos vacas.
Ocho días después de estos sucesos, el teniente del Solar refrenaba el galope de su caballo y echaba pie a tierra en el patio de las casas del fundo "El Laurel". En el amplio corredor encontró a Rivera, quien lo condujo a la pequeña pieza que le servía de escritorio y en la cual tuvieron una larga conversación a puerta cerrada. Una hora más tarde estaban los dos a caballo y galopaban seguidos de cerca por Joaquín, a través de los potreros de la hacienda. Eran las diez de la mañana y los suaves rayos del un pálido sol, iluminaban el hermoso panorama de los feraces campos. Los terrenos de "El Laurel”, formados por pastosas vegas y suaves lomajes, estaban subdivididos por cercas interminables de tranqueros, cierro que en las campiñas del sur reemplaza a las pircas de piedra y a las tapias de adobón usadas en las regiones central y norte del país.
Después de diez minutos de marcha, los tres jinetes penetraron en un extenso potrero, en el que se veían numerosos bueyes y vacas paciendo la verde y jugosa hierba impregnada aún por el rocío del amanecer. Rivera alargó la diestra y mostrando un grupo de animales, les dijo:
—Estos son bueyes de trabajo, Antonio. Puedes elegir el que gustes.
Del Solar avanzó su caballo y se puso a examinar atentamente a los pacíficos rumiantes. Luego, señalando un hermoso buey rosillo, cuyas astas levantadas hacia arriba indicaban su origen criollo, declaró:
—Este me conviene, ¿Es manso?
Joaquín replicó vivamente:
—Mansito, patrón. El Cordillera es una oveja.
—Arréalo para el potrerillo de los Pidenes.
El sitio elegido era un espacio de terreno de más o menos una cuadra de extensión y cerrado por gruesos tranqueros de pellín. Apenas el buey y sus conductores se encontraron dentro del potrerillo, el militar y el mayordomo echaron pie a tierra y se acercaron al animal.
—Alléguese, no más, patrón —decía el segundo—. Es muy manso; mire, su merced.
Y acariciaba el testuz de la pacifica bestia que no hacía un movimiento para esquivar el contacto de la ruda mano del campesino. El teniente alargó la diestra y hundiendo los dedos en el espeso pelaje del cuello de la res, preguntó al labriego:
—«¿Es aquí donde debe herir el cuchillo, Joaquín?
—Si, su merced; un puntazo ahí cerca de las astas y el animal cae redondo como una piedra.
Del Solar introdujo la mano en el bolsillo de la casaca y extrajo un objeto de forma cilíndrica, que tenía el aspecto de un trozo de coyunda de cuero sin curtir y de unos sesenta centímetros de longitud. En sus extremos asomaban dos finos alambres de cobre. Colocó aquello como una lazada en la base de los cuernos y unió los extremos retorciendo con gran cuidado los alambres que sobresalían en ellos. En seguida, volviendo a meter la mano al bolsillo sacó un pequeño rollo de alambre rojo y acabó de sujetar a las astas aquella especie de anillo después de algunos ensayos para mantenerlo en cierta postura. Luego, dando un paso hacia atrás, contempló con aire satisfecho la obra y dijo a Rivera, que había observado en silencio todos los detalles de la operación:
—¡Qué buen cálculo, Lucho! Ni un centímetro de más ni de menos. Y fíjate cómo cae exactamente en el sitio preciso. Nuestro hombre si no quiere errar el golpe, no tendrá más remedio que apartar el obstáculo.
Y encarándose con el mayordomo, solicitó su parecer:
—Dígame, Joaquín, cuando encuentren el estorbo, ¿cómo procederán? ¿Lo desatarán o no, qué le parece?
—Como trabajan apurados, su merced, no perderán tiempo en desatarlo sino que lo cortarán con el cuchillo.
—Así lo creo yo también —afirmó el teniente, y agregó tras una breve pausa—. Pero, ¿no les llamará la atención, no desconfiarán?
El campesino lo tranquilizó:
—No, patrón; creerán que es un pedazo de coyunda que se le ha puesto al buey como señal.
Mientras caminaban de regreso a las casas, Rivera dio a su subordinado sus últimas instrucciones.
—Vas a decir a todos que el Cordillera tiene la fiebre aftosa y se le ha aislado en el potrerillo para evitar la propagación de la enfermedad. Vigilarás también, con cuidado, para que nadie se acerque a él.
El viejo se inclinó sumiso y murmuró con respeto:
—Está bien, su merced.
Al caer la tarde, llevando el morral repleto de torcazas, del Solar abandonaba el fundo y se despedía de su amigo con estas palabras:
—Está armada la trampa. Ahora paciencia y esperar.
Un domingo por la mañana, en el casino de oficiales y en presencia de varios de sus camaradas, leía del Solar en voz alta una carta que acababa de recibir. El sobre tenía el timbre de la estafeta de correos de N., lugar que el batallón de ingenieros había dejado para trasladarse más al norte, a la ciudad de P., donde se hallaba ahora de guarnición. De puño y letra del arrendatario de “El Laurel”, la misiva decía así:
“Mi querido Antonio: La trampa resultó admirable, y ahora,
gracias a ella, toda la banda de descueradores está en poder de la
justicia. Para que te des cuenta cabal del éxito de tu ingeniosa
inventiva, paso a hacerte un breve relato de los hechos. Como lo
habíamos acordado previamente, procuré que la vigilancia nocturna en el
fundo fuese lo más estricta posible. Al quinto día, con el pretexto de
resguardar otros sitios más peligrosos, ordené que las rondas en el
potrerillo de los Pidenes sólo se hiciesen de noche por medio. El espía
que había en el fundo, y que resultó ser el mismo individuo del que ya
tenía sospechas, debió, sin duda, de comunicar esta noticia a sus
cómplices, porque el jueves pasado, en que no había vigilancia, se
decidieron a dar el golpe. Esa noche me acosté temprano, pues las
continuas vigilias me tenían abrumado y dormía profundamente cuando a
las dos de la mañana me vestí apresuradamente y salí al patio, donde ya
Joaquín me esperaba con los caballos listos. Apenas llegamos al
potrerillo, divisamos la masa del buey caída junto a los tranqueros. Nos
desmontamos y encendimos las linternas de que íbamos provistos, y
después de echar una mirada al animal que yacía inmóvil, con la cabeza
destrozada, empezamos a examinar el terreno a su alrededor, descubriendo
muy luego un rastro de sangre que manchaba la hierba a la orilla de la
cerca. Seguimos esta huella en una grande extensión hasta llegar al
camino real, en donde las pisadas de varios caballos nos revelaron de
que el herido y los acompañantes debían ya encontrarse bastante lejos.
Volvimos sobre nuestros pasos y reanudamos nuestras pesquisas en torno
del difunto Cordillera, tropezando en breve con un saco en cuyo interior
había algunos rollos de cuerdas y varios cuchillos de carnicero.
Acabábamos de examinar este hallazgo, cuando oí la voz de Joaquín que me
decía:
—Patrón, venga a ver lo que hay aquí.
Anduve algunos pasos y a la luz de la linterna pude ver descansando sobre el pasto una mano unida a un trozo de antebrazo que sangraba todavía. Aunque no tengo nada de tímido, la vista de ese humano despojo me produjo un escalofrío de repulsión y de horror. Aquella mano enorme y musculosa oprimía en sus rígidos dedos la empuñadura de una daga de hoja ancha y corta terminada en punta muy aguda.
En el recorte del periódico local que te incluyo encontrarás los detalles de cómo la policía de N. dio con el herido, el cual, según tú presumías, es un antiguo matarife que cambió su trabajo diurno por el nocturno, por estimar este último, sin duda, más lucrativo. Y como ha confesado de plano sus fechorías y denunciado a sus cómplices, ahora toda la banda de descueradores está en lugar seguro, lo que nos permitirá dedicarnos a nuestras labores, libres de los sobresaltos y cuidados de que hemos sido víctimas tanto tiempo”.
Concluida la lectura, una voz preguntó:
—Y la trampa, ¿cómo era la trampa?
Del Solar explicó:
—La trampa era muy sencilla. Se componía de un tubo de caucho endurecido, relleno con doscientos gramos de dinamita. Para darle una apariencia inofensiva, estaba forrado en piel de conejo. Los dispositivos para provocar la explosión eran dos y accionaban por medio de alambres, que sobresalían en los extremos del tubo. Una ligera presión en cualquiera parte de esta especie de aro, colocado a raíz de los cuernos del animal, producía el estallido de la dinamita.
La misma voz se volvió a decir:
—Aunque muy ingenioso, me parece un poco salvaje el procedimiento.
Del Solar replicó vivamente:
—Se ve, Enrique, que ignoras lo que es el cuatrerismo, esa vergonzosa y funesta plaga que azota nuestros campos. Si la conocieras como yo, tendrías otra opinión.
El aludido iba a replicar, pero la llegada de dos nuevos oficiales puso fin a la incipiente polémica.
La “Zambullón”
A Osvaldo Marín.
—... “Seguro efectuado ayer. Póliza correo”.
En cuanto hubo don Manuel leído este despacho telegráfico se asomó a la puerta de la oficina y llamó:
—¡Antonio!
—Voy, señor —respondió una voz varonil y unos pasos precipitados resonaron en el corredor.
El patrón clavó un instante sus grises pupilas en la barra, donde se entrechocaban tumultuosas las olas, y ordenó al mozo de atezado semblante que esperaba en el umbral sombrero en mano:
—Ve a buscar a Amador y su gente —y volviendo en seguida a su escritorio se absorbió en la importante tarea de rectificar las sumas del libro de caja a fin de hallar el error de un centavo que le impedía cerrar el balance de fin de mes. Entre tanto, Antonio había descendido la colina y caminaba por la orilla de la laguna en dirección del rancho de Teresa, donde, de seguro, encontraría al que buscaba. Sus cálculos no le engañaban, pues al volver un recodo del sendero lo divisó sentado junto a su novia, bajo la pequeña ramada, afanado en revisar los anzuelos de un espinel. Cuando el mensajero estuvo cerca, Amador interrumpió la tarea para decirle:
—¿Me necesitan allá arriba, no es verdad?
—Y también a Lucho y a Rafael.
El rostro del pescador se ensombreció y exclamó con ira:
—¡Perra suerte! ¡Ese maldito cascarón va a ser nuestra sepultura!
Teresa se levantó airada y, dejando a un lado la costura, profirió con vehemencia:
—¡Pero eso es una maldad! La Zambullón está tan vieja que es tentar a Dios moverla siquiera de su fondeadero. ¿No es así, Antonio?
El interpelado inclinó la cabeza y guardó silencio, haciéndose el desentendido. Como buen rústico sabía callarse y no adelantar opiniones que más tarde le comprometiesen. Fingiendo gran prisa se despidió diciendo a su camarada:
—No te olvides de que a las cuatro comienza a bajar la marea.
Amador y Teresa lo vieron alejarse, silenciosos. De pie, erguidos de cara al sol que lanzaba sobre el lago, las colinas y los prados sus cálidos resplandores, los enamorados hacían una hermosa pareja. El, de aventajada estatura, de tez blanca, rostro franco y abierto, encuadrado en una rizada barba rubia, era un gallardo mozo a quien nada arredraba cuando sobre las cuatro tablas de su barco desafiaba impávido la cólera del océano. Ella también era alta y bien formada, garbosa en el andar, de rostro ligeramente bronceado, con hermosos ojos pardos llenos de fuego y resolución. Amábanse ambos apasionadamente, y no habiendo nada que se opusiera a su mutuo cariño debían casarse para la Pascua.
Faltaban aún tres meses para la fecha fijada, tiempo más que suficiente para que él reuniese el dinero necesario y para que ella preparase su modesto ajuar de boda.
El día anterior el mozo recibió de don Manuel la orden de prepararse para conducir la Zambullón a Valparaiso, donde se la destinaría para depósito de mariscos. Y como le observase respetuosamente el mal estado de la lancha y lo peligroso de una travesía tan larga, el patrón le respondió con severidad que la Zambullón estaba en condiciones de dar la vuelta al mundo sin correr riesgos de ninguna especie. Cuando dio la noticia a Teresa y dejó entrever la repugnancia que le inspiraba el viaje, la joven, cediendo a la vehemencia de su carácter, le pidió con lágrimas en los ojos que se negase a partir. El amo, por muy amo que fuese, no tenía derecho a disponer de la vida de sus servidores. Mas, cuando el mozo le hizo ver que su resistencia le acarrearía la pérdida del empleo que le daba para vivir y mediante el cual iban a realizar sus vivísimos anhelos de ser el uno del otro, a la indignación sucedió una calma resignada y triste, la mente de la moza se pobló de siniestros augurios y rompió a llorar desconsoladamente.
Amador la tranquilizó lo mejor que pudo asegurándole que si se mantenía el buen tiempo y el viento favorable, llegarían al lugar de su destino sanos y salvos. Además, él como ella no quería abandonar aquellos sitios que le recordaban su risueña infancia y donde cada detalle evocaba en su espíritu la dulce historia de su amor y felicidad. Convenía, pues, tener resignación y no quemarse la sangre pensando en eludir lo que no tenía remedio.
La noticia de que la Zambullón iba a hacerse a la mar había reunido junto a la desembocadura del lago a los habitantes del caserío. Todos querían dar al vetusto cascarón el adiós de despedida y demostrar a la tripulación el interés que despertaba en ellos la arriesgada empresa que iban a acometer.
Teresa, en medio del grupo, con los ojos fijos en su novio oía los comentarios que a propósito del viaje hacían los espectadores, disimulando la penosa impresión que algunas frases pesimistas le producían:
—Dicen que todas las cuadernas están podridas —profirió un viejo, dirigiéndose a su vecino.
—Y todo el casco también. Desde la borda hasta la quilla no hay más que parches —respondió el aludido, que era el calafate de la ensenada.
Un robusto mocetón, aprendiz del maestro, corroboró lo dicho sobre el mal estado de la lancha con una frase gráfica:
—¡Si es un puro remiendo! Con la estopa que tiene en la tablazón hay para calafatear una escuadra.
Teresa, cuya secreta angustia habían aumentado considerablemente estas expresiones poco tranquilizadoras, experimentó una dolorosa sacudida al oír a un anciano pescador murmurar con sombrío acento:
—¡Si no se va a pique en la barra será un milagro!
En tanto la Zambullón, desamarrada de la boya, empezaba a deslizarse con suavidad a lo largo del canal. Mientras los bogadores inclinados sobre los bancos movían a compás los pesados remos, el patrón, de pie en la popa, aferrado a la bayona, mantenía la proa de la lancha en la línea de las aguas profundas.
Cuando la embarcación pasó frente a Teresa, Amador clavó la vista en la joven, y como la viese con el pañuelo en los ojos, le gritó con esa alegre despreocupación que era el fondo de su carácter:
—No te aflijas, mujer, todavía no está la carnada en la boca de los jureles.
—¡Orza, orza! —exclamaron enérgicamente algunas voces, y el patrón, interrumpiendo su chancero discurso, se encorvó sobre la bayona, y la lancha, doblando la curva del canal, se deslizó con rapidez hacia la barra.
Teresa descubrió el contristado semblante bañado en lágrimas para fijarlo en la airosa y esbelta silueta del pescador, que apoyado en el flexible madero se aprestaba a la lucha con el furioso oleaje con la sonrisa en los labios.
Un penoso silencio reinó en la ribera. Sólo se oía el golpeteo de los remos en el agua y el llanto contenido de Teresa y de las madres y esposas de los remeros.
La Zambullón seguía su marcha majestuosamente. Su chata proa hendía las aguas en línea recta, distando sólo un centenar de metros de la temible barrera que obstruía la desembocadura del canal.
El tiempo mostrábase bonancible; el sol brillaba en un cielo sin nubes y el mar detrás del banco aparecía tranquilo, rizando apenas su tersa superficie una fresca brisa del sur.
A pesar de esta calma de la naturaleza, una penosa expectación embargaba los ánimos. Cada cual clavaba con inquieta fijeza su mirada ora en la embarcación, ora en las olas gigantescas que se amontonaban en la barra.
¿Cruzaría la Zambullón aquel mal paso sin contratiempos? ¿Resistirían sus vetustos flancos, corroídos por el agua y la carcoma, la colosal embestida? He aquí lo que se preguntaban mentalmente los pescadores. Bien pronto salieron de las dudas. Mientras los remeros con los músculos en tensión se inclinaban sobre los bancos, atentos a las órdenes del patrón, éste, recto sobre sus poderosas piernas y con la ardiente mirada fija delante de la proa, esperaba que llegase el instante de forzar los remos. Este no se hizo esperar mucho. Una ola alta como un muro, de un color verde brillante, avanzó velozmente sobre la lancha. Cuando estaba a veinte brazas de la proa, Amador dio la señal, los remos cayeron con fuerza en el agua; la Zambullón, leyantándose de proa casi verticalmente, mostró con trágica impudicia a los espantados testigos de la escena, hasta lo más oculto de sus interioridades.
Teresa, mortalmente pálida, vio cómo la lancha recobrando casi bruscamente la posición horizontal se alzaba de popa y desaparecía en la sima que dejaba tras de sí la montaña líquida. Este era el momento más peligroso, pues si la embarcación no se enderezaba, cuando llegase la segunda ola zozobraría infaliblemente. De súbito, aplanada la primera mole, apareció a los ojos de los pescadores la Zambullón con los tripulantes en sus puestos listos para afrontar la segunda prueba de la que salieron, gracias a su serenidad y destreza, tan airosos como en la anterior. La tercera ola fue vencida también con facilidad, y la lancha, burlándose de los cálculos pesimistas, flotó libre de todo riesgo detrás del obstáculo que acababan de salvar. Sin perder tiempo, la tripulación plantó el mástil e izó la vela que la brisa del sur infló al instante, impulsando con lentitud el viejo casco hacia el mar.
Por algún tiempo Amador y sus camaradas devolvieron, agitando sus gorras marineras, las manifestaciones de despedida que los de tierra les hacían con sus pañuelos. Luego el grupo de pescadores empezó a dispersarse en dirección de sus habitaciones. Pronto se quedó sola Teresa. Sentada en un montículo de arena permaneció un largo espacio de tiempo con los ojos empañados de lágrimas fijos en la embarcación cuyos contornos borrábanse por instantes. Y allí —en la soledad de la playa, frente al mar siempre espléndido en cada una de sus infinitas fases— la joven se entregó de lleno a sus meditaciones, tratando de inquirir por el pasado y el presente lo que le destinaba el porvenir. El amor que llenaba su alma era el eje alrededor del cual giraban todas sus ideas. Por la primera vez, ante la amenaza que se cernía sobre su novio, comprendió la pasión sin limites que albergaba su corazón. Se reprochó con amargura su falta de energía para disuadir de aquel viaje a su prometido. ¡Qué fútiles le parecían ahora las razones que habían acallado sus temores! Por un instante su exaltada mente, agigantando los riesgos, le mostró como muy próximo lo que tal vez era remoto y problemático. Sobrecogida de angustia, necesitó de toda su voluntad para no abalanzarse al cachucho, única embarcación que había en el fondeadero, y seguir tras la lancha cuya indecisa silueta se perdía en el horizonte. Mas, ante el aspecto bonancible del cielo y del mar, fue serenándose poco a poco. Si en veinticuatro horas no se operaba una mudanza desfavorable, la Zambullón arribaría al puerto con felicidad.
Por fin, bien entrada ya la tarde, habiéndose hecho invisible la lancha, la hermosa novia se levantó, sacudió los pliegues de la falda para desprender la arena y se encaminó con lentos pasos, volviendo de trecho en trecho la cabeza para mirar el mar cabrilleante, bañado por los reflejos del sol poniente.
* * *
Era muy temprano, acababa de mostrarse el sol en el oriente,
cuando Teresa saltó del lecho y descorrió la cortina de la ventana. Sus
ojos escudriñaron ávidamente el cielo sin descubrir por ninguna parte
las señales precursoras de una borrasca. Pero sólo se tranquilizó a
medias, pues notó con desconsuelo que había cambiado el viento. Empezó a
vestirse con premura, ansiosa de ver el mar cuyo rumor más acentuado
que de costumbre la había tenido desvelada gran parte de la noche. Su
anciana madre, que tenía su lecho en la misma habitación, trató de
disuadirla de su propósito, pues podría atrapar a esa hora en la playa
un resfriado. Además, ¿qué objeto tenía atormentarse de ese modo si ya
lo hecho no tenía remedio? La Zambullón estaba lejos y si el
viento le era contrario navegaría a remo, con lo cual el viaje se
alargaría un día o dos. Era un contratiempo, no podía negarse, pero
debían tener paciencia porque así lo habían dispuesto Dios y la Virgen.
La joven oía en silencio los consejos maternales, resuelta siempre a llevar a cabo su determinación, cuando la voz conocida, aguda y vibrante de un pescadorcillo resonó en lo alto de la duna en cuya base estaba la habitación:
—¡Teresa —decía el chico—, la Zambullón se viene a tierra! ¡Corre! ¡Ven a ver!
—¡Dios mío! —gimió la anciana y se incorporó en el lecho, mientras la hija descalza, con las ropas mal prendidas, abría la puerta y se precipitaba fuera como una loca. En cuanto alcanzó la cima de la duna y pudo divisar el mar, lo primero que se presentó a su vista fue la lancha que resistía a fuerza de remos el impulso del viento y de la corriente que la empujaba hacia las peligrosas rompientes del lado norte de la barra, de la cual la separaban aún algunos centenares de brazas. Fatigadísima por la violenta ascensión, Teresa se detuvo un instante para tomar aliento pudiendo abarcar desde aquel observatorio todo el escenario del drama que iba a desarrollarse más tarde ante sus ojos. Aunque el viento que soplaba hacia tierra era moderado, el mar mostraba una faz distinta de la víspera. Un oleaje duro y áspero fatigaba a la embarcación, que sólo una vista penetrante podía percibir cómo derivaba hacia la costa. Pero lo que aterró a la joven fue el espectáculo de la barra. Olas monstruosas derrumbábanse sobre el invisible banco, haciendo peligrosísimo, impracticable casi, el paso para un bote o una chalupa.
Los pescadores, avisados por algunos pilletes a quienes la perspectiva de un naufragio los hacía brincar de gozo, salían atropelladamente de sus chozas y se dirigían a la ribera. Teresa se agregó en la playa al grupo y escuchó las explicaciones que los entendidos daban sobre el regreso de la lancha, que no obedecía a otra causa que la caída del viento en las primeras horas de la noche anterior.
A esto se agregó más tarde la marejada y el viento de proa, que ayudados por la corriente la hicieron desandar el camino recorrido hasta cerca del punto de partida. La braveza del mar atribuíanla a la repercusión de una tempestad lejana. En total, todos estuvieron conformes en que la situación de la Zambullón era bastante crítica si aquel estado de cosas se prolongaba por algunas horas.
Teresa, que había escuchado anhelante, interrumpió la conversación para preguntar con voz temblorosa, pero enérgica, qué se esperaba para no ir en el acto a socorrer a Amador y sus compañeros.
Esta pregunta tan natural dejó a todos perplejos por un momento, pero muy luego empezaron todos a dar su parecer, entablándose una discusión acaloradísima. El acuerdo que resultó de la polémica fue también unánime. Sólo había un medio, uno solo, de prestar auxilio a los camaradas: franquear la barra en una embarcación y tomarlos a su bordo, pues, dado el estado de la barra, la Zambullón se haría pedazos si era cogida por aquellas montañas de agua. Y esto había que realizarlo pronto antes que las manos de los remeros, extenuados por más de catorce horas de brega, dejasen escapar los remos, con lo que la lancha no demoraría un cuarto de hora en hacerse trizas en las rompientes. Para que la empresa no resultase un fracaso había que tripular la Gaviota, la lancha nueva, que por su solidez y dimensiones podía afrontar, trasponer la barra, cerrada como pocas veces se la había visto desde años atrás.
—Todo está muy bien —dijo de pronto la voz tranquila de un viejo pescador—, ¿pero qué dirá don Manuel? Sin su permiso no podemos tomar la Gaviota, a la que quiere como a las niñas de sus ojos.
La observación del viejo apagó instantáneamente el ardor de los mozos que se apresuraban ya a llevar a cabo la idea propuesta. De sobra conocían ellos a don Manuel y más que de sobra sabían que no había entre ellos ninguno bastante osado para ir a llevarle una embajada cuya respuesta traería el embajador en las costillas. ¿Dónde tenían la cabeza para haberse olvidado de este detalle?
Teresa, viendo que callaban y se miraban unos a otros con desaliento, tomó de nuevo la palabra para decir:
—Pues, entonces vamos todos a pedir la Gaviota.
Mas, como el juego de ojeadas continuase, permaneciendo todos inmóviles y mudos, la joven enrojeció súbitamente y con los ojos echando llamas, erguido el cuerpo arrogante y soberbio los apostrofó, diciendo:
—¡Cobardes, yo iré sola! —y empezó a caminar, a correr más bien, en dirección de la casa del amo, situada allá lejos sobre una pequeña eminencia.
Apenas había recorrido un corto trecho oyó que el anciano pescador le gritaba:
—Si dice que sí, pídele una ordencita por escrito.
Esta recomendación, que resultaba singularisima por el hecho de que nadie de los ahí presentes sabía leer, no produjo la menor extrañeza, dado el prestigio que gozaba su autor, que era para todos un hombre más listo que una anguila y que veía debajo del agua.
Como en el grupo se hiciesen comentarios pesimistas acerca del paso que iba a dar la joven, el ladino viejo arguyó:
—¡Quién sabe, la chiquilla tiene la lengua bien suelta y es bonita como un sol! Puede que la oiga. Lo que es a nosotros nos muele a palos.
En tanto que Teresa avanza lo más ligero que le es posible por el pesadísimo médano, subiendo y bajando las pendientes movedizas de las dunas, don Manuel trabaja tranquilamente delante de su pupitre atestado de libros y papeles. Muy madrugador, ha sido de los primeros en avistar la Zambullón que, en vez de avanzar, retrocede como un cangrejo. El aspecto del amo no revela el por qué del respeto demasiado temeroso que le profesan sus servidores. Ni alto ni bajo, bien constituido, la expresión de su rostro es más bien bonachona que adusta. Sus modales son suaves, su palabra insinuante y dulce. Posee una gran dosis de paciencia, no se altera fácilmente, pero cuando monta en cólera no hay quien resista su violencia. Entre todas las cualidades de don Manuel hay una que resalta sobre todas y es el culto que tiene por el comercio, la única carrera que según él debe seguir un hombre de corazón y que en algo se estima en este mundo: ¡Oh el comercio! Es necesario oír el tono con que pronuncia esta exclamación, constantemente en sus labios, para tener la clave de muchas de sus acciones.
Propietario de las tierras que rodean la laguna, era el árbitro y señor de los sencillos pescadores que, además de servir en las lanchas, debían hacer todas las faenas que les encargase el patrón. Recibían puntualmente los salarios convenidos, pues don Manuel era esclavo de su palabra, eso sí que al tratar los ajustes ni el más lince podía impedir que don Manuel se quedase con la parte del león.
Esa mañana el amo parece un poco nervioso. De cuando en cuando se levanta y pluma en mano se acerca a los cristales para mirar el mar. Merced a lo elevado de aquel observatorio, la Zambullón se destaca entre las agitadas olas con toda claridad. Amador está como siempre en la popa y singla para ayudar a los bogadores. Por la pesada lentitud con que caen y suben los remos, se adivina el atroz cansancio que debe agobiar a esos hombres después de tantas horas de rudísima faena. Patrón y remeros tienen el rostro vuelto hacia la playa en espera de una ayuda que tarda en venir. No hacen señales en demanda de auxilio, seguros de que en tierra comprenden demasiado su crítica situación.
Don Manuel, en sus idas y venidas del pupitre a la ventana, analiza y desmenuza la operación mercantil que originó el viaje de la Zambullón.
El negocio, de suyo sencillísimo, es el siguiente: siendo la lancha un cascarón inservible, hizo traspaso de él a su sucursal en el puerto para que se le utilizase ahí como depósito de mariscos. Mas, como él era ante todo un hombre prevenido, ordenó la partida cuando por telegrama de su segundo supo que en caso de siniestro sus intereses quedaban bien resguardados. Avisada oportunamente la compañía de seguros de la salida, ya él nada tenía que ver con la embarcación. Si alguien debía inquietarse por su suerte era, sin duda, la compañía aseguradora, que en caso de naufragio debía desembolsar tres mil quinientos pesos, suma que atenuaría un tanto el dolor de don Manuel por la pérdida de su querida reliquia.
Que el valor material de la Zambullón no excedía de cincuenta pesos era una verdad demostrada, pero ¿qué significaba esto ante su valor moral incalculable? ¡Qué mundo de recuerdos no representaban para don Manuel esas cuatro tablas en los veinticinco años que las tenía delante de los ojos! Hay cosas cuya pérdida no compensa el oro, y éste era el caso de la Zambullón. La suerte de los tripulantes no le inquietaba lo más mínimo. Nadaban como peces y primero que ellos se ahogaría una corvina.
De pronto, unos tímidos golpes sonaron en la puerta. El amo se levantó y fue a abrir, y se encontró con Teresa. La joven, a quien la carrera a través del páramo impedía casi hablar, entró a una seña de don Manuel en el escritorio. Cuando la creyó más serena le preguntó paternalmente:
—Hija, ¿qué es lo que te pasa?
La respuesta fue una explosión de sollozos y de lágrimas que dejó estupefacto a don Manuel.
—Vamos, niña —volvió a interrogar—, ¿se ha muerto tu madre acaso?
—No, señor —contestó entre hipos convulsivos Teresa.
—Y, entonces, ¿qué desgracia puede afligirte tanto?
—Es que dicen —profirió entre sollozos la muchacha— que la Zambullón se viene a tierra si no van a socorrerla antes que baje la marea.
—¡Ah, ya caigo, es por Amador que lloras de ese modo, chiquilla! ¡Vaya, vaya, pero la novia de un pescador debía tener más coraje, mujer! Amador y su gente se mantienen firmes y en cuanto llegue el reflujo se reirán de la corriente y el viento... ¡ya verás!
Hizo una pausa y prosiguió:
—Y aun suponiendo que me equivoque, que en realidad la lancha se venga a tierra, todo se reducirá a un baño, porque Amador nada como un pájaro-niño y los demás no le van en zaga. Confía en mi experiencia, tontuela, no te aflijas, la cosa no es para tanto. Además, quien debiera afligirse y con razón soy yo, porque si resultasen ciertos tus temores perdería una de mis mejores lanchas. Y ya ves: estoy sereno, no me atolondro ni pierdo la cabeza.
—Pero, señor... —alcanzó a decir la joven que había oído con los ojos bajos este largo discurso.
—No hay pero que valga, hija mía. Lo dicho dicho está, y ahora que se te ha pasado el "soponcio” dime a qué has venido. Supongo que no vendrás a pedirme que me tire al agua para ir a salvar a tu prometido de un peligro que para él no es tal peligro, porque en el momento que se le antoje suelta la bayona y en cuatro braceadas está en la playa más fresco que una lechuga.
La moza alzó el rostro enjuto ya de lágrimas y fijó en don Manuel una mirada tan suplicante y dolorida, tan preñada de angustia y de zozobras que se preguntó inquieto e intrigado: ¿Qué diablos será lo que quiere?
Muy luego lo supo. Teresa con frases cortas y temblorosas le expresó los deseos de los pescadores de ir a socorrer a sus compañeros, haciéndoles ver que dada la braveza del mar y la fuerte resaca el mejor nadador del mundo se ahogaría en ese sitio infaliblemente.
Al oir nombrar la Gaviota, don Manuel dio un respingo en la silla y alzándose vivamente profirió iracundo:
—Pero veo que todos han perdido la cabeza... Armar la Gaviota. ¡No faltaba más!
Comenzó a pasearse agitado y nervioso mascullando palabras a media voz:
—¡Badulaques, me la van a pagar!
De repente, al volverse, se encontró con Teresa que, arrodillada en el suelo, retorciendo los torneados brazos con desesperación, le imploraba:
—¡Don Manuel, por amor a Dios, tenga compasión de nosotros! Mire que los pobres ya no tienen fuerzas. Desde ayer, a las cuatro de la tarde, que están remando! ¡Por caridad, señor! Usted es cristiano y no puede dejar que se ahoguen sus trabajadores, sus hijos, porque es usted nuestro padre, don Manuel, el único a quien podemos clamar en la desgracia. ¡Conduélase de ellos, son tan jóvenes, lo pueden servir todavía tantos años!
Don Manuel, sorprendido por la actitud y la vehemencia que la joven ponía en sus súplicas, pudo al fin decir con un tono bastante displicente:
—Bueno, bueno, todo está muy bien, pero ¡levántate! Si no te alzas te tomo de un brazo y te pongo en la puerta.
Ante esta amenaza proferida en tono tan duro y autoritario, Teresa se puso de pie con la vista fija en tierra y el rostro inundado de lágrimas. Don Manuel, recobrando su actitud paternal, suavizado ya del todo, continuó con su voz meliflua sus razonamientos anteriores:
—Es preciso tener calma, hija mía. Yo sería el primero en deplorar un accidente desgraciado, pero, como ya lo tengo dicho, esa contingencia es remotísima. En tanto que si yo cedo a tus lágrimas y a los impulsos de mi buen corazón y doy orden para que se aliste la Gaviota, me haría reo de un delito gravísimo, cual es el de provocar, a pretexto de prevenir un naufragio, bastante dudoso por cierto, una catástrofe mucho mayor. Por que no hay que hacerse ilusiones, la Gaviota no podrá nunca trasponer la barra, cerrada como está, sin quedar en el mejor de los casos con la quilla arriba. En cuanto a esos locos se ahogarían todos irremisiblemente. Y no vayas a creer que el miedo a las pérdidas materiales, por valiosas que sean, influye en mi modo de pensar. No, no es por eso que me niego a autorizar una locura semejante. Si hubiese alguna probabilidad de éxito, por pocas que fuesen, consentiría de la mejor gana; ¿qué más querría yo que salvar la Zambullón? Una lancha, hija, que vale un Perú.
Teresa oía con el corazón angustiado, desolada el alma. ¡Todo estaba perdido! Su experiencia de las cosas de mar era bastante para hacerle ver lo especioso de aquellas razones que su rusticidad le impedía refutar. Conocía de sobra que el amo exageraba los riesgos de la barra, ¿con qué propósito? No podía explicárselo. Sus ideas se embrollaban, desorientada también por la conducta de don Manuel. No era ese el recibimiento que ella había esperado. En vez de modales bruscos, negativas rotundas que hubiesen excitado su combatividad, encontró una acogida que la desarmó. Su fogosa energía que ante el obstáculo se hubiera exaltado hasta la violencia, se deshizo de nuevo en un torrente de lágrimas.
Don Manuel, que buscaba el modo de poner fin a aquella molesta entrevista, tuvo de pronto una idea salvadora. Cogió la pluma, y, trazando rápidamente en una hoja de papel algunas líneas, alargó lo escrito a Teresa diciéndole:
—Este papel es para Pedro, mi capataz de lanchas. En él le ordeno que sin perder tiempo vaya a dar aviso de lo que pasa al capitán de puerto. El es autoridad y puede tomar medidas que yo no puedo poner en práctica. Lo que él disponga eso haremos, sea lo que sea.
La joven estuvo a punto de decir que Pedro, el capataz, había partido en la mañana para las Lomas y que no estaría de regreso hasta el mediodía, pero un pensamiento súbito detuvo las palabras en sus labios y, tomando el papel, abandonó la estancia con una precipitación que hizo exclamar a don Manuel en tanto que lanzaba un suspiro de alivio:
—¡Uf, por fin, creí que no se marchaba nunca!
Llamó, en seguida, a Antonio, y le ordenó que cerrara la verja y no dejase entrar a nadie sin su permiso.
Entre tanto, Teresa había descendido la rampa y atravesaba a la carrera los arenales. Los pescadores, que seguían en la orilla del canal, la vieron de pronto aparecer en lo alto de la duna. Con el pañolón terciado en el pecho, recogidas con una mano las sayas, agitaba, con la diestra en alto, un papel.
—¡La orden, trae la orden! —exclamaron todos entre sorprendidos y gozosos.
Acosada a preguntas pudo al fin la joven balbucir:
—¡La Gaviota, que alisten la Gaviota! —y alargó el papel al anciano pescador que se le había acercado y la miraba fijamente a los ojos. Cogió el viejo con su callosa mano el escrito y examinó atentamente aquellas líneas ininteligibles. En seguida extrajo de su blusa un papel arrugadísimo y desdoblándolo comparó los membretes grabados en las esquinas de ambas hojas: una lancha navegando a velas desplegadas debajo de la cual estaba en gruesos caracteres la firma de la casa.
El examen lo dejó plenamente satisfecho y dijo a los que lo rodeaban:
—Está en regla, niños. Corran y aparejen, ¡todavía es tiempo!
Una docena de mozos se precipitaron al fondeadero y abordaron el cachucho para dirigirse a la lancha. Cuando iban a desatracar de la orilla, Teresa saltó dentro del bote diciendo en tono resuelto:
—Yo voy con ustedes.
Algunos quisieron protestar, pero la mayoría se limitó a encogerse de hombros con indiferencia. Una vez a bordo de la Gaviota empezaron con febril actividad a disponer la maniobra. Mientras unos cogían los remos, otros desamarraban la espía, aprestando al mismo tiempo el larguísimo cable que en los casos arriesgados servía para mantener el contacto con tierra.
En un instante todo quedó listo para zarpar. Los remeros estaban en sus puestos, y el patrón de pie en la popa esperaba se largase la amarra para dar la voz de avante, cuando, de súbito, transponiendo un montecillo de arena apareció, ante los ojos atónitos de los pescadores, la figura gesticulante de don Manuel. Una cólera terrible poseía al amo. Más que con la voz con el ademán intimó a los sorprendidos tripulantes el abandono de la lancha. Un pánico inmenso se apoderó de ellos al comprender por las palabras irritadas que llegaban a sus oídos que habían sido juguetes de la audacia desesperada de Teresa. Sin aguardar la llegada de don Manuel, que corría hacia la orilla con el bastón en alto, saltaron atropelladamente dentro del bote y se alejaron a toda fuerza de remo de la embarcación.
Sólo se quedaron en la Gaviota Teresa y el ayudante del calafate. Este, inclinado en la popa, trataba de anudar nuevamente la espía, cuando, de súbito, sintió que dos manos se apoyaban en su espalda, y de un violento empujón lo arrojaban de cabeza al agua.
Por unos instantes el estupor hizo enmudecer a los espectadores de esta escena, pero recobrándose de pronto empezaron a gritar desesperadamente:
—¡El bote, el bote, la Gaviota se va al garete!
* * *
Durante la noche precedente, las olas embravecidas habían minado
el parapeto de arena, ensanchando considerablemente el canal. La
diferencia de nivel precipitaba las aguas de la laguna con ímpetu
irresistible hacia el océano, y la Gaviota, libre de sus amarras, fue arrastrada por la corriente con progresiva celeridad.
Pasado el primer momento de asombro, todo el mundo se precipitó hacia la curva. Los del bote y el que cayera al agua corrían ya por la orilla del canal para abordar la lancha que, sin gobierno, iba a vararse en el recodo. Mas esas esperanzas salieron fallidas, porque Teresa, que había logrado colocar en su sitio la bayona, manejándola como un hábil patrón desvió la Gaviota del sitio peligroso. Con las pupilas dilatadas, mudos de espanto, el amo y los pescadores vieron cruzar por delante de ellos a la barca, arrastrada por el turbión vertiginoso de las aguas como una flecha. Con el cabello desgreñado, llameante la mirada, semidesnuda, al aire el firme seno y los redondos brazos, destacando en la popa su arrogante figura, la moza, fiera y bravía, fue el blanco de todos los ojos.
A medida que los pescadores recobraban la serenidad sobrecogíales el peso de su vergüenza. Sentíanse culpables de aquel suicidio y comprendían claramente que el acto desesperado de la joven era fruto de su egoísmo y de su cobardía. Por vez primera miraron de frente y sin temor a don Manuel, que con los ojos casi fuera de sus órbitas, mudo e inmóvil como una estatua, contemplaba el tremendo desastre. Y entonces, en sus almas primitivas, la imagen de Teresa asumió proporciones desmesuradas. Ante aquel corazón de mujer inflamado por el amor, sintieron retoñar las rebeldías de su atrofiada voluntad. Si fuera posible alcanzar la lancha, hubieran desobedecido abiertamente al amo para ir en auxilio de la Zambullón. Pero ya era tarde para el arrepentimiento y no les restaba otra cosa que ser espectadores de lo que iba a suceder.
En breves instantes la Gaviota se encontró en medio de la mugidora barra. Pasó un minuto que pareció un siglo durante el cual una cortina de espuma ocultó a la vista de todos la embarcación. Y cuando creían no verla más, reapareció de pronto detrás del hirviente vórtice con la borda sobresaliendo apenas por encima del agua. Teresa, a quien las olas no habían podido arrancar de uno de los bancos a que se había aferrado, pugnaba por ganar nuevamente la cubierta de popa, lo que consiguió después de algunos esfuerzos.
De pronto las miradas de los pescadores dejaron de contemplar la Gaviota para fijarse en la Zambullón, que a toda fuerza de remo se dirigía en línea recta hacia la barra. Por uno de esos frecuentes fenómenos cuyas causas se escapan a menudo a la penetración de los marinos, el océano había experimentado un cambio brusco. El viento era apenas sensible y la marejada decaía visiblemente.
Una gran ansiedad se apoderó de todos. ¿Llegarían a tiempo Salvador y sus compañeros? La Gaviota, que al transponer la barra había embarcado una gran cantidad de agua, presentaba el costado a las olas que al chocar con la bajísima borda lanzaban dentro una parte de su contenido. El hundimiento de la lancha, dadas estas circunstancias, no tardaría en producirse.
Un detalle que las dramáticas escenas precedentes les hicieron olvidar acudió a la memoria de los pescadores. Teresa había tenido la precaución de arrojar a la salida del canal la piedra a la cual estaba atado un extremo del delgado cable cuya longitud excedía de un centenar de metros.
En tanto que con anzuelos, garfios y otros útiles de pesca rastreábase la cuerda, el amo emprendía el regreso por la orilla del lago. Animábale la esperanza de distinguir desde allí la chalupa de la capitanía que debía ya venir de vuelta de su diaria excursión al interior. Si estaba a la vista le haría señales y quién sabe si con su ayuda podía aún salvarse la Gaviota.
Mientras don Manuel corría por la orilla de la laguna cuya superficie se extendía y ensanchaba delante de él, la Zambullón había llegado al costado de la Gaviota a la cual Teresa abandonó en el acto con ayuda de su prometido. En la playa resonó un grito de júbilo cuando la animosa joven saltando por sobre los bancos llegóse a la proa y ató en ella la extremidad del cable que había tenido la precaución de llevar consigo.
El salvataje de la Zambullón fue una cosa rapidísima. Rastreado el cable y desatada la piedra que le servia de ancla, asieron la cuerda medio centenar de manos vigorosas. Luego, aprovechando el momento en que una ola alzaba la lancha sobre su movible dorso, corrieron todos tierra adentro, remolcando el viejo casco que en unos cuantos segundos se encontró en el canal fuera del alcance de la marejada.
Media hora después la Zambullón quedaba atada a la boya en su antiguo fondeadero, en el cual, a pesar de los esfuerzos gastados por los pescadores para desalojar el agua que la invadía por mil partes, se sumergió en el lago, quedando sólo visible del ruinoso casco la parte superior del castillo de proa.
Amador y sus compañeros fueron transportados en brazos de sus camaradas a las habitaciones en un estado tal de extenuación que su vista arrancó ayes y llantos a las mujeres. Habían estado veinte horas al remo y sobrepasado el límite que las fuerzas humanas pueden soportar.
* * *
Don Manuel experimentó aquella noche, al traspasar del Diario
Mayor las operaciones del día, una de esas crueles decepciones que
amargan toda una vida. Fija la mirada en la cuenta Ganancias y Pérdidas,
titubeó un instante con las sienes empapadas en frio sudor. Con el
pulso tembloroso escribió la glosa y estampó los tres mil quinientos
pesos, costo de la Gaviota, en las fatídicas columnas del
Haber, Luego, postrado por el enorme esfuerzo, se echó atrás, apoyándose
en el respaldo de la silla, Y al pensar que el fracaso de aquella
combinación tan hermosa, meditada con tanto cuidado, debíase única y
exclusivamente a la intromisión de una débil muchacha, sufrió un derrame
de bilis que el sabor amargo de aquel cáliz le quedó en la boca y en el
alma por muchos días.
1909.
Las nieves eternas
Para mi querida sobrinita Mariíta Lulo Quezada
Sus recuerdos anteriores eran muy vagos. Blanca plumilla de nieve, revoloteó un día por encima de los enhiestos picachos y los helados ventisqueros, hasta que azotada por una ráfaga quedóse adherida a la arista de una roca, donde el frío horrible la solidificó súbitamente. Allí aprisionada, pasó muchas e interminables horas. Su forzada inmovilidad aburríala extraordinariamente. El paso de las nubes y el vuelo de las águilas llenábanla de envidia, y cuando el sol conseguía romper la masa de vapores que envolvía la montaña, ella implorábale con temblorosa vocecita:
—¡Oh, padre sol, arráncame de esta prisión! ¡Devuélveme la libertad!
Y tanto clamó, que el sol, compadecido, la tocó una mañana con uno de sus rayos al contacto del cual vibraron sus moléculas, y penetrada de un calor dulcísimo perdió su rigidez e inmovilidad, y como una diminuta esfera de diamante, rodó por la pendiente hasta un pequeño arroyuelo, cuyas aguas turbias la envolvieron y arrastraron en su caída vertiginosa por los flancos de la montaña. Rodó así de cascada en cascada, cayendo siempre, hasta que, de pronto, el arroyo hundiéndose en una grieta, se detuvo brusca y repentinamente. Aquella etapa fue larguísima. Sumida en una oscuridad profunda, se deslizaba por el seno de la montaña como a través de un filtro gigantesco…
Por fin, y cuando ya se creía sepultada en las tinieblas para siempre, surgió una mañana en la bóveda de una gruta. Llena de gozo se escurrió a lo largo de una estalactita y suspendida en su extremidad contempló por un instante el sitio en que se encontraba.
Aquella gruta abierta en la roca viva, era de una maravillosa hermosura. Una claridad extraña y fantástica la iluminaba, dando a sus muros tonalidades de pórfido y alabastro: junto a la entrada veíase una pequeña fuente rebosante de agua cristalina.
Aunque todo lo que allí había le pareció deliciosamente bello, nada encontró que pudiera compararse con ella misma. De una transparencia absoluta, atravesada por los rayos de luz reflejaba todos los matices del prisma. Ora semejaba un brillante de purísimas aguas, ora un ópalo, una turquesa, un rubí o un pálido zafiro.
Henchida de orgullo se desprendió de la estalactita y cayó dentro de la fuente.
Un leve roce de alas despertó de pronto los ecos silenciosos de la gruta, y la orgullosa gotita vio cómo algunas avecillas de plumaje negro y blanco se posaban con bulliciosa algarabía en torno de la fuente: era una bandada de golondrinas. Las más pequeñas avanzaron primero. Alargaban su tornasolado cuellecito y bebían con delicia, mientras las mayores, esperando pacientemente su turno, les decían:
—¡Bebed, hartaos, hoy cruzaremos el mar!
Y la peregrina de la montaña veía con asombro que las gotas de agua que la rodeaban, se ofrecían al parecer gozosas a los piquitos glotones que las absorbían unas tras otras, con un glu glu musical y rítmico.
—¡Cómo pueden ser así! —decía—. ¡Morir para que esos feos pajarracos apaguen la sed! ¡Qué necias son!
Y para huir de las sedientas, estrechó sus moléculas y se fue al fondo.
Cuando subió a la superficie, la bandada había ya levantado el vuelo y se destacaba como una mancha en el inmenso azul.
—Van en busca del mar —pensó—. ¿Qué cosa será el mar?
Y el deseo de salir de allí, de vagabundear por el mundo, se apoderó de ella otra vez. Rodeó la fuentecilla buscando una salida, hasta que encontró en la taza de granito una pequeña rasgadura por donde se escurría un hilo de agua. Alegre se abandonó a la corriente que, engrosada sin cesar por las filtraciones de la montaña, concluía por convertirse, al llegar al valle, en un lindo arroyuelo de aguas límpidas y transparentes como el cristal. ¡Qué delicioso era aquel viaje! Las márgenes del arroyo desaparecían bajo un espeso tapiz de flores. Violetas y lirios, juncos y azucenas se empinaban sobre sus tallos para contemplar la corriente y proferían, agitando coquetonamente sus estambres cargados de polen:
—¡Arroyo, la frescura que nos da vida, el matiz de nuestros pétalos y el aroma de nuestros cálices, todo te lo debemos! Deteneos un instante para recibir la ofrenda de vuestras predilectas.
Mas el arroyo, sin dejar de correr, murmuraba:
—No puedo detenerme, la pendiente me empuja. Pero escuchad un consejo. Embebed bien vuestras raíces, porque el sol ha dispersado las nubes e inundará hoy los campos con una lluvia de fuego.
Y las plantas, obedientes al consejo, alargaron por debajo de la tierra sus tentáculos y absorbieron con ansia la fresca linfa.
La fugitiva de la fuente que resbalaba junto al margen, tratando de sobresalir de la superficie para ver mejor el paisaje, se vio de pronto, al rozar una piedra, detenida por una raicilla que asomaba por una hendedura. Una violeta, cuyos pétalos estaban ya mustios, se inclinó sobre su tallo y díjole a la viajera:
—Hace dos días que mis raíces no alcanzan el agua. Mis horas están contadas. Sin un poco de humedad, pereceré hoy sin remedio. Tú me darás la vida, piadosa gotita, y yo en cambio te transformaré en el divino néctar que liban las mariposas o te exhalaré al espacio convertida en un perfume exquisito.
Mas la interpelada, apartándose, le contestó desdeñosamente:
—Guárdate tu néctar y tu perfume. Yo no cederé jamás una sola de mis moléculas. Mi vida vale más que la tuya. ¡Adiós!
Y rodó, deslizándose voluptuosamente, a lo largo de las floridas orillas, evitando todo contacto impuro, sin ponerse al alcance de las raíces ni de las aves, y huyendo de pasar por las branquias de los pececillos que pululaban en los remansos.
De pronto, el cielo, el sol, el paisaje entero desaparecieron de improviso. El arroyo se había hundido otra vez en la tierra y corría entre tinieblas hacia lo desconocido.
Arrastrada por el torrente subterráneo la hija del sol y de la nieve, temerosa de que el choque contra un obstáculo invisible la disgregase, aumentó la cohesión de sus átomos de tal modo que cuando las ondas tumultuosas se apaciguaron, ella estaba intacta y tan aturdida, que no hubiera podido precisar si aquella carrera desenfrenada había durado un minuto o un siglo.
Aunque la oscuridad era profunda, conoció que se encontraba sumergida en una masa de agua más densa que la del arroyo y en la cual ascendía como una burbuja de aire. Una claridad tenue que venía de lo alto y que aumentaba por instantes, iba disipando paulatinamente las sombras. Subía con la rapidez de una saeta. Y antes de que pudiera observar algo de lo que pasaba a su alrededor, se encontró otra vez bajo el cielo iluminado por el sol.
¡Que extraño le pareció aquel paraje! Ni árboles ni colinas ni montañas limitaban la desmedida extensión del horizonte.
Por todas partes, como fundida en un inmenso crisol, una lámina de esmeralda se extendía hasta el más remoto confín.
Mientras la vagabunda del arroyo, perdida en la inmensidad, adormecíase sobre las ondas, una sombra interceptó el sol Era una pequeña avecilla, cuyas alas rozaban casi la llanura líquida. La gota de agua reconoció en el acto, en ella, a una de las golondrinas que bebieron en la fuente de la montaña. El ave la había visto también y, batiendo sus alitas fatigadas, díjole con voz desfalleciente:
—Dios, sin duda, te ha puesto en mi camino. La sed me hostiga y debilita mis fuerzas. Apenas puedo sostenerme en el aire. Rezagada de mis hermanas, mi tumba va a ser el inmenso mar, si tú no dejas que, bebiéndote, refresque mis secas y ardientes fauces. Si consientes, aún puedo alcanzar la orilla donde me aguardan la primavera y la felicidad.
Mas la gota solitaria le contestó:
—Si yo desapareciera, ¿para quién fulguraría el sol y lucirían las estrellas? El Universo no tendrá razón de ser. Tu petición es absurda y ridícula en demasía. Prendado de mi hermosura, el salobre océano me tomó por esposa; ¡soy la reina del mar!
En balde el ave moribunda insistió y suplicó, revoloteando en torno de la inclemente, hasta que por fin, agotadas ya sus fuerzas, se sumergió en las olas. Hizo un supremo esfuerzo y salió del agua, pero sus alas mojadas se negaron a sostenerla, y tras una breve lucha para mantenerse a flote sobre las salobres y traidoras ondas, se hundió en ellas para siempre.
Cuando, hubo desaparecido, la gotita de agua dulce dijo grave y sentenciosamente:
—No tiene más que su merecido. ¡Vaya con la pretensión y petulancia de esa vagabunda bebedora de aire!
El sol, ascendiendo al cénit, derramaba sobre el mar la ardiente irradiación de su hoguera eterna, y la descuidada gotita, que flotaba en la superficie perezosamente, se sintió de improviso abrasada de un calor terrible. Y antes de que pudiera evitarlo, se encontró transformada en un leve jirón de vapor que subía por el aire enrarecido hasta una altura inconmensurable. Allí una corriente de viento le arrastró por encima del océano a un punto donde, descendiendo, volvió a ver otra vez valles, colinas y montañas.
Sumergida en una masa de vapores que con su blanco dosel cubría una dilatada campiña agostada por el calor, oyó cómo de la tierra subía un clamor que llenaba el espacio. Eran las voces gemidoras de las plantas que decían:
—¡Oh, nubes, dadnos de beber! ¡Nos morimos de sed! Mientras el sol nos abrasa y nos devora, nuestras raíces no encuentran en la tierra calcinada un átomo de humedad. Pereceremos infaliblemente, si no desatáis una llovizna siquiera, ¡Nubes del cielo, lloved, lloved!
Y las nubes, llenas de piedad, se condensaron en gotas menudísimas que inundaron con una lluvia copiosa los sedientos campos.
Mas la gota de agua evaporada por el sol, que flotaba también entre la niebla, dijo:
—Es mucho más hermoso errar a la ventura por el cielo azul que mezclarse a la tierra y convertirse en fango. Yo no he nacido para eso.
Y, haciéndose lo más tenue que pudo, dejó debajo las nubes y se remontó muy alto hacia el cénit. Pero, cuando más embelesada estaba contemplando el vasto horizonte, un viento impetuoso, venido del mar, la arrastró hasta la nevada cima de una altísima montaña, y antes de que se diera cuenta de lo que pasaba se encontró bruscamente convertida en una leve plumilla de nieve que descendió sobre la cumbre, donde se solidificó instantáneamente.
Una congoja inexplicable la sobrecogió. Estaba otra vez en el punto de partida y oyó murmurar a su lado:
—¡He aquí que retorna una de las elegidas! Ni en polen ni en rocío ni en perfume despilfarró una sola de sus moléculas. Digna es, pues, de ocupar este sitial excelso. Odiamos las groseras transformaciones y, como símbolo de belleza suprema, nuestra misión es permanecer inmutables e inaccesibles en el espacio y en el tiempo.
Mas la angustiada y doliente prisionera, sin atender a la voz de la montaña, sintiéndose penetrada por un frío horrible, se volvió hacia el sol que estaba en el horizonte y le dijo:
—¡Oh, padre sol! ¡Compadeceos! ¡Devolvedme la libertad!
Pero el sol, que no tenía ahí fuerza ni calor alguno, le contestó:
—Nada puedo contra las nieves eternas. Aunque para ellas la aurora es más diligente y más tardío el ocaso, mis rayos, como el granito que las sustenta, no las fundirán jamás.
Las “niñas”
Las hebras plateadas de los cabellos, las arrugas del rostro y los cuerpos secos y angulosos eran señales indicadoras de que las dos nuevas locatarias de la pieza número cinco habían pasado los cincuenta años.
Por eso no fue pequeño el asombro que produjo en el conventillo la inesperada respuesta dada por una de ellas a la ocupante del número seis, al expresarle ésta la edad probable que le calculaba.
—¡Jesús, qué disparate ha dicho usted! Delfina, que es la mayor, no ha cumplido treinta y cinco, ¡y yo voy a tener cincuenta!
Y sus ojillos de miope, relampagueantes de cólera, expresaban tal indignación que su interlocutora, intimidada, se alejó mascullando entre dientes:
—¡Vaya, esta vieja está loca o me cree tonta!
Desde ese día se las llamó, irónicamente, las “Niñas”.
Los habitantes del conventillo que, hasta entonces, habían mirado con cierta indiferencia a las hermanas, comenzaron, después de este incidente, a observarlas con curiosidad, vigilando sus pasos, atentos a sorprender un hecho o detalle que, a modo de rendija, les permitiera escudriñar en sus vidas.
En tanto, Matilde y Delfina, no percatándose de este espionaje o desdeñándolo, pasaban el tiempo entregadas a sus quehaceres.
La principal ocupación de ambas era tejer encajes a crochet, y como al parecer carecían de parientes y amigos, se las veía siempre solas, sentadas la una frente a la otra, junto a la puerta de la habitación. Esta reserva y el despego de desabrimiento con que respondían a todo avance amistoso, les atrajo la ojeriza de sus vecinas. En un principio, éstas se limitaron a lanzarles al paso palabras de doble sentido que, poco a poco, se transformaron en sangrientas burlas. La inocente y ridícula manía de las ancianas de disminuirse la edad, les daba un tema inagotable. Doña Margarita, una gorda mujerona, cruzó un día el patio con las faldas alzadas encima de las rodillas. De todas partes brotaron risas y gritos:
—¡Por Dios, señora, bájese los vestidos!
Y la aludida, mirando provocativamente a las hermanas, contestó:
—¿Por qué los he de bajar cuando todavía no he cumplido los quince?
A estas indirectas respondieron las ofendidas con un silencio despreciativo; pero como las bromas se iban haciendo más y más hirientes, cambiaron de táctica y comenzaron, de pronto, a contestar vigorosamente los ataques. Y lo hicieron en tal forma, usando un vocabulario tan enérgico y expresivo, que la más deslenguada de las agresoras se quedó afónica de sorpresa ante el diluvio de epítetos injuriosos que dejaban escapar los delgados labios de las “Niñas”. De pie, ambas en el umbral de la puerta, agitando en el aire las sarmentosas manos, lanzaban con voz aguda y chillona un turbión de palabras soeces que ninguna réplica lograba silenciar.
Rotas las hostilidades, el espionaje de que eran objeto las hermanas se tornó activísimo, pues las comadres querían conocer a toda costa los antecedentes de aquéllas para utilizarlos en la contienda. Pero las tejedoras, cansadas de sorprender a las que furtivamente escuchaban y miraban al interior de su cuarto, por el agujero de la llave, habían tomado sus precauciones para frustrar los intentos de las novedosas.
¿Quiénes serán? ¿Qué habían sido? ¿De dónde venían? Estas preguntas, siempre sin respuesta, dábanles temas a las desairadas comadres para múltiples comentarios. En una cosa estaban todas conformes: que el señorío de que alardeaban las hermanas no podía tomarse en serio, pues las señoras de verdad no usan ciertas palabras.
¿Pero los catres con perillas doradas y los trajes de excelente tela que, a pesar del uso, parecían nuevos?
¡Bah! Sin duda habían sido sirvientes de casa grande y eso era regalo de los patrones.
Y el orgulloso aislamiento, para ellas incomprensible, en que se mantenían las hermanas, les hería profundamente, pues él venía a romper esa tradición de igualdad que la vida en común del conventillo impone a todos sus ocupantes. Aguijoneadas por el despecho, no perdían ocasión de molestar a las ancianas que, a su vez, parecían esmerarse en no quedar en condiciones de inferioridad en esa puja de improperios. Por las tardes, terminados sus quehaceres, las locatarias del conventillo salían a las puertas de sus viviendas y entablaban entre sí diálogos para comentar las noticias del día. Después de discutir el último chisme o escándalo que circulaba en el pueblo, la conversación recaía invariablemente en las encajeras. Jamás asunto alguno les había interesado tanto, y la extraña conducta de las hermanas, cuyo móvil trataban inútilmente de descubrir, les daba asidero para las más fantásticas suposiciones.
—¿Por qué no quieren relacionarse con la gente honrada? ¿No es esto muy sospechoso? —vociferaba el mayor número, mientras la minoría reducida a una sola persona balbucía débilmente:
—Son unas pobres viejas chifladas que no saben lo que hacen.
Una tarde en que se discutía con gran apasionamiento el carácter belicoso de las “Niñas”, se acercó al conventillo doña Margarita, la lavandera del número cuatro, para comunicarles algo nuevo que había descubierto.
—Me parece —dijo— que estas pobres padecen hambre, y, tal vez, por eso tienen tan mal genio. Tengo esa idea porque esta mañana, al descuido y de pasadita, levanté la tapa de la olla que tenían puesta en el brasero, delante de la puerta, y lo que vi, nadando en el agua, fueron algunas papas y cebollas y unos pedacitos de carne del tamaño de un dedal. Con tan poco alimento no es raro que tengan la cabeza trastornada.
Estas palabras produjeron sensación en el auditorio. Para todas las presentes, pasar hambre era lo más terrible que podía ocurrirle a un ser humano, y la sola posibilidad de que tal miseria existiese allí mismo, delante de sus ojos, apaciguó, en gran parte, el rencor que sentían contra las hermanas.
—Infelices —pensaban— no tienen qué comer mientras que nosotras nadamos en la abundancia.
En el acto, aprovechando la ocasión, todas a porfía se empeñaron en dar a conocer el régimen alimenticio que reinaba en sus hogares. Y aunque cualquiera de las que allí estaban podía decir sin equivocarse en lo más mínimo, la clase y el número de bocados que engullía su vecina, era de ver la seriedad con que oían los fantásticos menús que detallaba cada una.
Esta exposición del bienestar general, obrando por contraste, acentuó en el grupo los sentimientos de benevolencia que comenzaban a invadirlo.
Y conociéndolo así, la lavandera volvió a decir:
—Es cierto que son antipáticas y pesadas de sangre, pero también debemos considerar que están cargadas de años y no tienen amparo ninguno. Hay que tener caridad y disculparles algo siquiera su mal carácter.
Sólo una de las presentes se mostró recalcitrante:
—Yo —dijo— no creo que estén necesitadas. Si así fuese no serían tan soberbias. Desde luego la debilidad no la tienen en la lengua. En cuanto a favorecerlas, les declaro que ni un vaso de agua recibirían de mi mano.
Cambiáronse entre las circunstantes algunas sonrisas. Adivinaban la causa de esa actitud tan poco caritativa. Antes del arribo de las “Niñas”, la rencorosa era la más temible camorrista que había en el conventillo. Nadie podía medirse con ella. En todas las refriegas que provocaba salía siempre victoriosa. Envanecida por tantos triunfos y segura del éxito, embistió un día contra la recién llegada, pero el resultado de su acometida fue una derrota espantosa.
Desde entonces alimentó en su pecho un rencor inextinguible contra las hermanas, sentimiento en que las demás no la acompañaban. Por el contrario, celebraron con secreto regocijo la humillación de aquel perdonavidas con faldas cuyas impertinencias habían tenido tantas veces que soportar.
Transcurrieron muchos días, y aunque todo el mundo en el conventillo estaba convencido de que los medios de subsistencia de las ancianas eran cada vez más precarios, nadie intentaba acercarse a ellas y llevarles algún socorro. La explicación de este hecho estaba en la intratable terquedad de las hermanas. No era fácil abordar a personas que parecían estar siempre hoscas y malhumoradas.
Sin embargo, doña Margarita, desentendiéndose de todo prejuicio y olvidando viejos agravios, se decidió un día a obsequiarlas con algunos comestibles para lo cual comenzó por sacrificar un hermoso gallo.
La noticia del suceso se esparció rápidamente y produjo gran expectación en el conventillo, pues las opiniones estaban divididas respecto a la actitud que asumirían las interesadas.
Las que creían que la obsequiante no sufriría un desaire, se fundaban en que la situación de las hermanas era en extremo crítica. Matilde, la menor, estaba enferma, y hacia varios días que no abandonaba el lecho. Además, se sabía positivamente que Delfina, a pesar de que pasaba el día entero en la calle, no podía vender sus encajes, lo que les había impedido pagar ese mes el canon de arriendo de la pieza.
Las pesimistas oían estas razones meneando la cabeza:
—¡Quién sabe! —decían— no se puede juzgar a esas personas como al común de la gente.
Y cuando por fin la caritativa matrona salió para dirigirse al cuarto de las hermanas, llevando en la diestra un plato cubierto con un paño blanco, todas las miradas siguieron ávidamente sus pasos deseosas de no perder un solo detalle de lo que iba a pasar. La portadora, confiada en la magnificencia del regalo, marchaba con rostro sonriente, segura de ser recibida en palmas por aquellas a quien iba a favorecer.
Los testigos de esta escena la vieron detenerse en la temida puerta y cuando principiaba a pronunciar el breve discurso que llevaba preparado, retumbó en el silencio la voz furiosa de Delfina:
—¡Señora, llévese su comistrajo! ¡Gracias a Dios todavía no estamos para pedir limosna!
La ofendida permaneció un instante inmóvil, muda, anonadada, por la brutalidad del rechazo. Sus mofletudas y rojas mejillas palidecieron para recobrar en breve el color de la púrpura y tal vez hubiera caído en tierra presa de un ataque apoplético, si su lengua, paralizada por la sorpresa, no se hubiera desatado de pronto para dejar salir cual válvula de escape la tremenda furia que la ahogaba. Con lentos pasos y deteniéndose a cada momento para lanzar las más atroces injurias, la obesa matrona regresó a su habitación bajo las miradas irónicamente burlonas de las vecinas. Su vanidad sufrió un rudo golpe con aquel fracaso, pues en su generoso impulso la caridad había entrado en dosis pequeñísimas. Su principal propósito había sido ganar una sonora victoria conquistando, antes que alguien se le adelantara, la confianza de las encajeras.
Contra lo que era de esperarse, este incidente no aumentó la animosidad de las demás locatarias hacia las “Niñas”, pues, a juicio de las comadres, doña Margarita era demasiado fachendosa y las humillaba refiriéndoles grandezas que, aunque imaginarias, resultaban al cabo insoportables por su repetición fastidiosa.
Iba a finalizar el otoño; los días eran fríos, nebulosos, y cuando salía el sol, sus rayos apenas tenían calor para fundir la escarcha que por las mañanas cubría los tejados con una capa blanquísima.
En el conventillo, las encajeras persistían como siempre en su actitud de huraño retraimiento a pesar de que la situación había empeorado considerablemente, pues las ventas de tejidos eran muy escasas y los encargos disminuían de un modo alarmante. La causa era sin duda lo imperfecto de la labor, porque los años, además de entorpecerles los dedos para manejar el crochet, habíanles acortado considerablemente la vista. Vino a corroborar esta suposición una frase lanzada por una compradora descontenta:
—Estos vejestorios —protestó— ya no tejen sino que enredan el hilo.
Vagamente al principio, con más precisión después, comenzó, de pronto, a susurrarse en el conventillo la especie de que la unión entre las hermanas no era tan estrecha como antes. Decían las que propalaban la noticia que habían oído en el número cinco rumores de disputa, y aun llanto y gritos de rabia.
Esta vez, las comadres estaban en lo cierto, pues la armonía entre las hermanas había sufrido un serio quebranto. La miseria, por una parte, y la enfermedad de Matilde, por la otra, habían sin duda motivado este cambio en su fraternal afecto. La falta de alimento y medicinas dio origen a los primeros disgustos, exaltando las quejas y recriminaciones de la enferma que, exasperada por las réplicas un tanto vivas de su hermana, terminó por acusar a ésta de ser la responsable de la ruina en que se veían envueltas.
Delfina rechazó el cargo con indignación, diciendo que si había culpa, ésta debía dividirse entre ambas por igual, pues juntas, de común acuerdo, habían realizado el acto que Matilde quería achacar a ella sola.
Estas escenas se repetían casi diariamente, y siempre el punto principal de la controversia giraba alrededor de aquel hecho cuya única responsabilidad rehusaban aceptar tenazmente una y otra.
Los sucesos que motivaban la polémica habían ocurrido tres años atrás, cuando las hermanas residían en un pequeño lugarejo perdido entre los campos que riegan las turbias aguas del Maipo. De condición humilde, y habiendo quedado huérfanas a una temprana edad, ganábanse el pan vendiendo aves, verduras y frutas. Desde muchachas se habían hecho notar por su carácter arisco y poco sociable. Tal vez el duro trabajo y la vida errabunda a lo largo de los caminos serían las causales generadoras de ese genio huraño y desapacible, y el amor de ambas por la soledad. Una de sus rarezas, la de considerarse jóvenes cuando todo en ellas denotaba lo contrario, divertía a todo el mundo proporcionando a los bromistas un motivo constante para sus burlas.
Eran ya ancianas y sus fuerzas comenzaban a decaer cuando el fallecimiento de un lejano pariente vino a sacarlas de la pobreza en que vivían.
El muerto, capataz de un fundo vecino, dejó, además de algunos ahorros en dinero, una casita en el pueblo y un minúsculo pedazo de terreno en los alrededores del mismo. Por una de esas casualidades del azar resultaron las hermanas las únicas herederas del difunto.
Este cambio de fortuna las tornó orgullosas y, olvidándose del inmediato ayer, trataron con desprecio a sus iguales de la víspera. Para ellas, vivir en casa de tejas significaba poseer una enorme superioridad sobre la gentuza que se cobijaba bajo los pajizos techos de los ranchos.
Mientras los lugareños acogían burlescamente las pretensiones señoriles de las hermanas, éstas empezaron a recibir las visitas de algunos notables del pueblo, lo cual vino a desequilibrar aún más aquellos cerebros debilitados por la edad y las privaciones de una vida durísima. Los primeros en llegar fueron el maestro de escuela y el oficial del registro civil.
A éstos siguieron luego el receptor, el comandante de policía y el subdelegado. Y todos estos personajes, huasos ladinos y socarrones, habían husmeado que existía allí un filón que explotar. No se equivocaron en sus cálculos, pues las hermanas, halagadas por el insigne honor que se les hacía, despoblaron el gallinero para festejar con comidas y cenas a los visitantes.
Los interesados en que la mina no se brocease, y conocedores del lado flaco de las solteronas, pagaban su hospitalidad tratándolas con el más exagerado respeto y cortesía. La cerril incultura y la manía de grandeza de las hermanas les impedían descubrir la confabulación de que eran víctimas, y tomando en serio los burlescos homenajes los aceptaban con infantil ingenuidad.
Mas estaba sin duda escrito que tanta felicidad no podía ser duradera, pues un buen día, un suceso, al parecer insignificante, cambió el curso de los acontecimientos. Ese suceso fue el arribo al pueblecillo de una nueva preceptora, en reemplazo de la vieja maestra, que había obtenido su jubilación. La recién llegada era joven y hermosa, y vestía con elegancia.
Sus trajes, sus sombreros y sus cintajos produjeron gran efecto entre los campesinos. Pero lo que extremó la curiosidad y la admiración fue el piano de la profesora, instrumento desconocido, que por primera vez hacía su entrada en la población.
Dos o tres semanas después del cambio de maestra, los encopetados amigos de las hermanas empezaron a distanciar sus visitas hasta interrumpirlas por completo. El primero que dejó de ir fue el subdelegado, lo siguieron el maestro de escuela y el comandante de policía y, por último, finalizaron la defección el receptor y el oficial del registro civil.
No les costó mucho trabajo a las interesadas encontrar la causa de este desbande y una noche, delante de la casa de la preceptora, identificaron por la voz a cada uno de los desertores. Todos parecían estar muy alegres y en los intervalos en que el piano callaba, se les oía charlar y reír con gran algazara.
Ante la evidencia de lo que estimaban un complot trabado en su contra, una rabia sin límites les acometió, decidiendo incontinenti tomar venganza y castigar a la intrusa a cuyas malas artes debían sin duda alguna tan afrentoso desaire. Y cuando obsesionadas por este pensamiento, pasaban el día y la noche ideando un medio de tomar un sonado desquite, un nuevo incidente vino a colmar su ya furibundo enojo. Un domingo, al entrar a la iglesia, vieron su sitio predilecto cerca del púlpito ocupado por la preceptora.
Sin pérdida de tiempo y con destempladas frases reclamaron lo que ellas creían su derecho. La joven, atemorizada, iba a complacerlas cuando el sacristán que pasaba por ahí en esos instantes, tomando la defensa de la institutriz las obligó a desistir de sus pretensiones, amenazándolas con arrojarlas fuera del templo.
Apenas hubo salido la misa se produjo afuera de la capilla un enorme escándalo; eran las hermanas que abalanzándose al encuentro de su enemiga, la persiguieron un gran trecho injuriándola groseramente.
Una hora más tarde, y cuando las agresoras comentaban todavía el acto realizado, recibieron la visita del comandante de policía quien, sin preámbulo alguno y sin saludarlas siquiera, les expresó que si en adelante molestaban en lo más mínimo a la señorita profesora, él se vería obligado a alojarlas en un calabozo de su cuartel; y si esto no se efectuaba por el momento, era por obra de la ofendida cuya generosa intervención había ablandado el rigor de las autoridades.
Sólo cuando el funcionario se hubo marchado vinieron las hermanas a sobreponerse al asombro y consternación que las embargaba. El dolor y la cólera les arrancaron los más violentos apóstrofes contra la intrigante y sus amparadores. Antes que resignarse a sufrir la mordaza que querían imponerles, era mil veces preferible abandonar aquellos lugares donde tales infamias se cometían.
Ellas habían soportado toda clase de agravios y ahora, sólo por decirle cuatro frescas a una desvergonzada, las amenazaban con la cárcel como si se tratase de criminales. Pero no soportarían tal ignominia y se irían lejos, muy lejos, donde nunca jamás oyeran hablar de aquel rincón aborrecido.
Y lo hicieron tal como pensaban, trasladándose al día siguiente a la ciudad vecina para ofrecer en venta la casa y el terreno a una persona que ya les había hecho ofertas en ese sentido. El negocio se realizó rápidamente, pues el comprador, aprovechándose de las circunstancias, obtuvo por un precio irrisorio ambas propiedades.
Algunos días después de haber vendido todo lo que poseían, se encontraban las hermanas en Santiago, ocupando un pequeño departamento de uno de los barrios apartados de la ciudad; mientras les duró el dinero vivieron en relativa tranquilidad, mas, agotado éste, el problema de vivir se tornó para ellas inquietante y amenazador; pronto se vieron obligadas a cambiar el departamento por el cuarto redondo de un conventillo lo que les produjo, dado su carácter insociable, un trastorno completo. Desde el primer día, enredadas en interminables pendencias con los demás locatarios, adquirieron en ellas tal expedición que se hicieron temibles aun para el contendor más aguerrido.
La habilidad de ambas para tejer encajes y miriñaques las libró por el momento de las garras de la miseria, proporcionándoles los medios de ganarse trabajosamente la vida.
Un día, el comerciante que les compraba el artículo les aconsejó que abandonasen la capital para establecerse en uno de los pueblos vecinos donde, a su juicio, los encajes que ellas elaboraban soportarían en mejores condiciones la competencia del similar extranjero.
Encontraron razonable el consejo y lo pusieron en práctica tan pronto como sus recursos les permitieron cubrir los gastos de traslación.
En un principio hallaron en la pequeña ciudad que eligieron para su residencia, algunas facilidades para vender sus tejidos, pero, por desgracia, estas ventajas fueron pasajeras y la situación se tornó otra vez angustiosa y apremiante.
Entre todas sus tribulaciones la más intolerable era el temor de que llegase a su pueblo de origen la noticia de sus penurias. Podían soportar sin quejarse las mayores privaciones, pero el solo pensamiento de que sus enemigos de allá conociesen sus apuros, llenaba sus almas de amargura, rabia y desesperación.
Por último, la enfermedad de Matilde fue el golpe de gracia asestado por la fatalidad a la entereza y estoicismo de las hermanas.
Una tarde que la enferma estaba sola en su cuarto se oyeron salir de él quejas y lamentos plañideros. Como la puerta estaba sólo entornada, las vecinas, que habían acudido presurosas a imponerse de la novedad, pudieron penetrar sin demora en la habitación. En una de las camas, sentada y apoyando sus espaldas en los hierros del catre, estaba Matilde, la menor de las encajeras. Su rostro moreno y demacrado, con los pómulos salientes, denotaba la extenuación de una abstinencia prolongada.
A las preguntas que le dirigieron contestó, con voz débil y quejumbrosa, que, sintiéndose desfallecer por falta de alimentos, había lanzado aquellos gritos en demanda de socorro.
Esta explicación fue recibida por las circunstancias con exclamaciones de dolorosa sorpresa. Y luego, cuando hubo bebido un poco de leche y de caldo que con gran prisa trajéronle en el primer momento las más comedidas, empezaron las improvisadas enfermeras a comentar con acritud el culpable abandono en que se hallaba la paciente. En vano Matilde quiso defender a su hermana a quien iban dirigidas las censuras, pues las indignadas comadres se negaron a aceptar sus explicaciones. Si no tenía los medios para atenderla, ¿por qué no solicitó la ayuda de ellas? Seguramente por soberbia no había cumplido este deber.
La repentina llegada de la ausente puso fin a las murmuraciones. Al ver la pieza invadida por tantas personas, Delfina experimentó un gran sobresalto y avanzó hacia el lecho exclamando:
—Matilde, ¿qué ha pasado, que ha sucedido?
Antes que la interpelada despegase los labios para contestar varias voces profirieron atropelladamente:
—Lo que ha pasado es que si nosotras no venimos tan pronto a favorecerla, se habría muerto de necesidad. Es un crimen abandonar así a una pobrecita enferma.
Al oír estas acusadoras frases, el semblante adusto de la encajera palideció. Sus pequeños ojos de huraño mirar lanzaron rayos de contenida cólera. Durante un minuto una violenta lucha se entabló en su espíritu. ¿Arrojaría a las intrusas que habían invadido sorpresivamente su domicilio o aceptaba, por amor a su hermana, esa intervención que consideraba ignominiosa y ultrajante?
Pero al pensar que había recorrido el pueblo entero sin vender una vara de encajes, toda su energía la abandonó. Sin pronunciar una palabra, con un gesto de inmenso cansancio se sentó en el borde del lecho e inclinando la cabeza se cubrió el rostro con las manos.
Entonces, en el silencio, se alzó la voz débil de la enferma para decir:
—¡Por favor, vayan a traerle algo a mi pobre hermana, porque ella tampoco se ha desayunado hoy!
La capitulación alivió considerablemente la crítica situación de las encajeras, pues las comadres, satisfechas con el triunfo y espoleadas por la vanidad, rivalizaban entre sí para proveerlas de lo necesario.
La enferma, que no podía moverse de la cama, pues además de sus piernas hinchadas el menor esfuerzo le producía ahogos, fue también objeto de solícitos cuidados, pero el extraño mal que la aquejaba resistió victoriosamente la ciencia de las más hábiles curanderas.
Por algún tiempo el entusiasmo caritativo de las comadres se mantuvo sin sufrir alteraciones de importancia, mas, descontado el factor novedad, empezaron poco a poco a notarse síntomas de reacción en la obra piadosa que realizaban, siendo la terca obstinación de las encajeras para ocultar su pasado, causa no pequeña del general descontento. Contribuyó también a acentuar esta mudanza la insólita conducta de las hermanas, que parecían considerar los auxilios que recibían como algo obligatorio y forzoso que nadie podía rehuir.
Cuando por algún motivo tardaba en llegar el diario socorro, Delfina en persona iba de puerta en puerta en su busca, permitiéndose a menudo rechazar lo que no era de su agrado.
Estas extravagancias, que fueron en un principio acogidas risueñamente por las vecinas, concluyeron al fin por hacerles pequeñísima gracia. Está bien, decían, socorrer al necesitado, pero dar limosna a un desagradecido no es caridad sino necedad.
Y consecuentes con este criterio, hubieran abandonado a su suerte a las hermanas, si la enferma, a quien de veras compadecían, no fuese la primera en sufrir los efectos de tal determinación. Sin embargo, aquello que al empezar les pareciera un pequeño sacrificio, comenzaban ya a considerarlo como una carga pesadísima.
—No es posible echarnos encima la obligación de alimentar a dos personas, que, además de ser antipáticas, ni siquiera demuestran ser agradecidas.
Por otra parte Delfina podía sostenerse con su trabajo y, en cuanto a la enferma, su sitio estaba en el hospital.
En tanto las hermanas, recluidas como siempre en su cuarto, estaban muy lejos de presentir la tormenta que las amenazaba, Mientras Matilde, sentada en la cama, permanecía largas horas abstraída y silenciosa, Delfina, ocupando cerca de la puerta su sitio de costumbre, no cesaba de tejer sus encajes. Ningún cambio se había producido en sus hábitos, y sus almas rudas y primitivas, con sus anormales modalidades, se conservaban inalterables sin adaptarse al medio que las rodeaba, acarreándoles sus actos, impulsivos ordinariamente, molestias y disgustos de todo género.
En Delfina esta característica era tan marcada, que doña Margarita expresó un día el sentir general en una frase lapidaria:
—Esta vieja parece una ortiga... Por donde pasa deja el escozor.
La idea de que la enferma debía trasladarse al hospital les pareció a las vecinas la solución más acertada del conflicto que las preocupaba, mas al insinuar la conveniencia de esta medida, las hermanas la rechazaron con horror e indignación.
Este estado de cosas se habría mantenido por mucho tiempo si la intervención de la mayordoma del conventillo no hubiese venido a dar al problema un giro inesperado. Un día que, por enfermedad de uno de sus chicos, se vio obligada a llamar a un médico, aprovechó la ocasión para que el facultativo visitase también a la enferma del número cinco, cuyo estado la tenia inquieta y recelosa. El diagnóstico del doctor después de un atento examen fue que la paciente sufría del corazón, y como el mal estaba ya muy avanzado, la muerte, a su juicio, podía producirse en cualquier momento.
Apenas el médico se hubo marchado, la mayordoma se trasladó al cuarto de las hermanas y, con su tono más autoritario, las hizo saber que al día siguiente debían entregar la pieza. Como el plazo del desahucio, que les notificara en tiempo oportuno, estaba ya vencido, tenía derecho en caso de resistencia a lanzarlas de ahí por la fuerza.
Las encajeras fijaron en la mujer sus azorados ojos, mudas y aterradas ante lo que acababan de oír.
—No tenemos adonde mudarnos —pudo al fin decir Delfina, mientras Matilde agregaba suplicante:
—Señora Ursula, no nos eche, considere lo enferma que estoy.
—Pues precisamente por eso quiero que se vayan —replicó brutalmente la aludida, y poniendo término a la entrevista, concluyó—: Y no hablemos más, mañana sin falta me desocupan la pieza.
Apenas la mayordoma se hubo retirado empezaron a llegar las comadres, atraídas por la novedad del caso. Y cuando con hipócritas frases expresaban su condolencia por lo sucedido, Matilde las interrumpió para decir con el rostro bañado en lágrimas:
—¡Por Dios, por Nuestro Señor, rueguen a la señora Ursula que no nos quite la pieza! Yo sé que me quedan algunos días de vida. Cuando haya muerto vendan el catre y la cama. El colchón es de pura lana y la tela está casi nueva. Compren el cajón, unas cuatro tablas no más, y el resto es para ustedes por las limosnas que me han hecho. Vendan también este pañuelo y esos dos vestidos y entiérrenme con esta ropita vieja que tengo puesta. Pero, por favor, déjenme morir aquí tranquila. No las molestaré mucho tiempo.
Este desesperado ruego conmovió a las circunstantes, y con los ojos húmedos por la emoción, prometieron hacer lo posible para arreglar aquel asunto.
La mayordoma recibió a las mediadoras con su aire más severo e imponente y les expresó que no volvería atrás en lo que había resuelto. No quería que le sucediese otra vez lo del año pasado cuando se murió en el número ocho aquel viejo que, por carecer de deudos, le ocasionó tantos trajines y molestias y aun gastos para velarlo y sepultarlo. Además, misiá Merceditas, la propietaria del conventillo, no se cansaba de recomendarle que no admitiera enfermos, pues si se morían la casa adquiría mala fama.
Y terminó declarando que si la enferma se iba al hospital o a otro lugar cualquiera, ella no tenía inconveniente, a pesar de que le debía dos meses de arriendo, para que Delfina se quedase por algún tiempo más en la habitación.
Cuando Matilde supo por boca de la vecina el fracaso de sus esperanzas, sufrió una violenta crisis de desesperación que en vano trataron de calmar, solícitas y afectuosas, las compasivas mujeres.
De pronto vieron con espantados ojos que el cuerpo de la encajera se desplomaba sobre la cama donde quedó inmóvil, con la cabeza echada atrás y las manos crispadas sobre el pecho.
Se produjo en el cuarto un gran tumulto y las presentes se arremolinaron en torno del catre exclamando entre gemidos:
—¡Ay, Señor, está muerta; ya se murió, pobrecita!
La actitud de Delfina llenó de asombro a las llorosas vecinas. Sin lanzar una queja ni derramar una lágrima se acercó al lecho donde yacía el cuerpo inerte de Matilde, y después de contemplar un instante el rostro de la muerta, lo cubrió con los pliegues de la sábana.
El repentino fallecimiento de la encajera puso a la señora Ursula fuera de sí, y midiendo la desagradable sorpresa que podía acarrearle el suceso, se fustigó con los más duros dicterios por su falta de previsión. Ella, nadie más que ella tenía la culpa. ¿Cómo no notó cuando fue a verla, la semana anterior, que esa maldita vieja tenía ya olor a difunto? ¿Y ahora no era de temer que la propietaria del conventillo le quitase el puesto para dárselo a otra más avisada?
Y cuando cegada por la ira buscaba un medio de salir del paso llegó a la carrera una de las locatarias, gritando sofocada:
—¡Señora Ursula, no ha muerto; está viva; ha sido un ataque no más!
El asombro y la alegría reemplazaron al coraje en el rostro de la mayordoma, y encaminándose a la puerta de calle ordenó a uno de los granujas que jugaban en la acera:
—Pedro, anda a buscar un coche. En el paradero de la esquina debe estar el de Antonio, dile que venga en el acto.
Al penetrar por segunda vez al número cinco, la señora Ursula, después de observar un instante a Matilde que alentaba apenas, sumida en una especie de sopor, se encaró con Delfina y le previno en un tono que no admitía réplica:
—Voy yo misma a llevar a su hermana al hospital para que le den algún remedio. Aquí nada podemos hacer para aliviarla; usted puede ir también con nosotros si lo desea.
La encajera, que estaba sentada cerca de la cama, inmóvil y silenciosa, con la cabeza inclinada sobre el pecho, exhaló un sordo gemido, mas no pronunció una palabra ni hizo el más leve signo de protesta contra una medida que tanto le repugnaba.
La señora Ursula, que conocía el carácter violento de la anciana, y temía encontrar en ella una seria resistencia, aprovechó su actitud pasiva para transportar a la enferma hasta el carruaje que acababa de detenerse frente a la puerta de calle.
En el momento en que el vehículo iba a partir, la mayordoma, asaltada por un súbito escrúpulo, sacó la cabeza fuera de la ventanilla y ordenó:
—Vaya una de ustedes a decirle a Delfina que la estamos esperando.
Momentos después volvió la mensajera diciendo:
—Está encerrada en el cuarto y no contesta a los llamados.
A la mañana siguiente vieron las curiosas comadres que la encajera había reanudado su tarea ocupando como de costumbre su sitio frente a la puerta de la habitación. Parecía más vieja, más encorvada, y sus dedos, torpes e indóciles, ejecutaban la labor con desesperante lentitud. Sólo la ruda aspereza de su carácter no había sufrido cambio alguno, pues si se le dirigía la palabra contestaba con monosílabos y en un tono de marcado mal humor. Un día que su vecina del número cuatro le preguntó si había ido a ver a su hermana, respondió con gran enojo:
—¿Ir yo a verla? ¡Nunca, jamás pondré los pies en el hospital!
La respuesta escandalizó a todo el mundo, pero luego se supo que aquello era un desahogo de la irascible anciana, pues, desmintiéndose a sí misma, iba a ver a la enferma, de vez en cuando, a la casa de salud. Pero hacía estas visitas de un modo furtivo, dando rodeos para que no se enterasen de ello las gentes del conventillo.
Una mañana, un empleado del hospital trajo el aviso de la muerte de la paciente. La mayordoma, presurosa, condujo al mensajero al cuarto de Delfina. Esta, que se encontraba tejiendo delante de la puerta, adivinó en las caras compungidas de los visitantes la fatal noticia y, con el semblante contraído por la angustia, interrogó con apagado acento:
—¿Ha muerto Matilde?
—Si, anoche después de las doce —fue la breve respuesta que recibió.
Un ligero temblor sacudió el cuerpo de la encajera. Soltó el hilo y el crochet y, cubriéndose la cabeza con ambas manos, gimió en un incontenible arranque de infinito desconsuelo:
—¡Y, ahora, qué van a decir en las Pataguas cuando sepan que una de las niñas Mella ha muerto en el hospital!
Los inválidos
La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornar las vacías y colocarlas en las jaulas.
Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.
A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.
Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.
Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.
En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.
Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio el breve descanso que aquella maniobra les deparaba.
Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que se iban enrollando en el gran tambor, carrete gigantesco de la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro. Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recogida en el centro de su tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante, libre en un momento de sus ligaduras, se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.
Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.
Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en el brioso bruto que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida, iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.
Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes.
Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol.
El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:
—¿Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra!
A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente divina, no germinará jamás.
Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.
Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha, cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.
El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a media voz:
—Adiós, amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve sacudida haría deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte.
Y encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador vencido por el trabajo y la vejez.
El caballo permaneció en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido vaivén de sus orejas y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la transparencia del aire hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refugio contra las luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina de las lámparas de seguridad.
Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados, cegándolo cada vez más; atontado dio algunos pasos hacia adelante, y su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y enderezando las orejas olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida, y nuevos obstáculos se interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabría como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaban a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.
Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no conocía y donde un impenetrable velo rojo le ocultaba los objetos que le eran familiares.
Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hacia el límite del horizonte.
Diamante cojeaba atrozmente y por su vieja y oscura piel corría un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecía complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguirlo los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella.
El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el fláccido cuello del prisionero, impartió una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del estío la evaporaban rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese.
Diamante, acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en ebullición.
Su ceguera no disminuía y sus pupilas contraídas bajo sus párpados sólo percibían aquella intensa llama roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina.
De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió de inmediato un relincho de dolor, y el mísero rocín dando saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le permitían, a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una docena de grandes tábanos de las arenas.
Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse, y convencido de su impotencia estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada.
Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y lanzando de sus alas y coseletes destellos de pedrería hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo cuya nítida transparencia no empañaba el más tenue jirón de la bruma.
Algunas sombras, deslizándose a ras del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose el pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles describían inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.
Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas oscuras: eran rezagados que acudían a todo batir de alas al festín que les esperaba.
Entre tanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros como los esclavos de la ergástula abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacía trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección de las lejanas habitaciones.
El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto se levantó y mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero.
En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía, y allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores, lucían con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.
Malvavisco
¡Cómo me burlé yo siempre de aquel palurdo! Del simplísimo Malvavisco como le llamábamos los campesinos. Su verdadero nombre era Benito. Vaquero de un fundo colindante, tuvo un día la desgracia de que al enlazar un novillo a la carrera, enroscárasele en el dedo del corazón, de la mano derecha, un espiral de lazo que le arrancó las dos primeras falanges. Enconada la herida, estuvo a punto de perder la mano y aun el brazo, salvándose de este peligro gracias a una cierta infusión de malvavisco. A fuerza de ensalzar la bondad y excelencia de la maravillosa planta, y de repetir incansablemente su nombre, quedóle éste por apodo.
Desde un principio, y en cuanto trabamos conocimiento, fuimos grandes amigos, pues Malvavisco era un gran cazador a quien acompañé varias veces en sus excursiones cinegéticas. Mas, un día mi malhadada inclinación a la broma me privó de este agradable pasatiempo. Como esta aventura metió gran ruido en ambos fundos, quiero relatarla aquí detalladamente.
Nos encontrábamos, una mañana, en un extenso y arenoso sembrado de pequeños matorrales cazando torcazas. Los resultados eran casi nulos, pues las aves mostrábanse desconfiadas, costando gran trabajo aproximárseles. Varias veces había pedido a Malvavisco me prestase Bocanegra, su famosa escopeta, para tentar fortuna disparando un tirito por mi cuenta. Pero se había negado a ello tercamente, lo cual me tenía de pésimo humor y dispuesto a cualquiera diablura. La ocasión de vengarme de su egoísta proceder llegó de improviso. En el momento en que tras un disparo soltó el cazador la escopeta para correr en pos de la torcaza herida, me acerqué cauteloso a Bocanegra y vacié en el cañón un puñado de arena, huyendo en seguida a todo correr por entre la maleza.
Un instante después, al ver a Malvavisco que recogía el arma y se preparaba a cargarla, temblé de que descubriera la jugarreta. Entonces, para distraerle, salí del matorral en donde estaba emboscado y le silbé, haciéndole, al mismo tiempo, señas apremiantes de que se apresurase, dándole a entender que podía hacerse un magnífico tiro desde el sitio en que me encontraba. Como era de suponer cayó en el garlito. Dando al olvido sus habituales precauciones, cargó el arma con febril impaciencia, corriendo en seguida a reunírseme precipitadamente. La casualidad me ayudó una vez más, pues en el instante en que llegaba desalado, una bandada de torcazas acababa de posarse en el matorral cercano. Verlas el cazador y agazaparse preparando la escopeta fue todo uno. Con el dedo en el gatillo y los ojos brillantes de homicida codicia examinó un instante las aves, y luego, apoyándose en las rodillas y en los codos, comenzó a arrastrarse silencioso entre las yerbas altas.
Yo me había tendido en tierra, y apenas podía contener las irresistibles ganas de reír que me asaltaban al observar el cuidado exquisito que ponía, en sus menores movimientos, Malvavisco para asegurar aquel tiro posible.
Por fin después de un sinnúmero de ojeos y detenciones le vi echarse la escopeta a la cara y disparar... Como era lógico sólo el fulminante prendió. Las torcazas asustadas por el ruido del rastrillazo levantaron el vuelo alejándose presurosas.
La sorpresa de Malvavisco fue inmensa. ¿Cómo Bocanegra no daba fuego? ¡Inaudito e inexplicable suceso! Atónito examinaba el arma dándole vuelta entre sus manos sin atreverse a mirarme, todo avergonzado y lleno de confusión. Alzó el gatillo, extrajo el quemado fulminante y, vaciando en la palma de la mano un poco de pólvora, cebó la chimenea con cuidado después de introducir en ella un largo alfiler.
Apenas había terminado esta delicada operación cuando una bandada de torcazas se abatió con ruidoso aleteo en un bosquecillo a cincuenta metros de distancia. Parecía que las malditas, poco antes tan hurañas y ariscas, querían, a su vez, tomar parte en la fiesta como cómplices de la pesadísima broma, ayudándome en el complot.
Malvavisco, con la escopeta preparada, deslizóse entre la maleza como un reptil. No se hizo esperar el segundo chasco. Un golpe seco, seguido de un brusco batir de alas, me anunció que Bocanegra se obstinaba en enmudecer.
De nuevo tuve que hacer grandes esfuerzos para no soltar la carcajada delante de Malvavisco. Era tal el asombro, la sorpresa y el aturdimiento impresos en su rubicundo semblante que sólo el miedo de delatarme impidió diera rienda suelta a la risa que me ahogaba. Con aire entontecido y estúpido miraba y remiraba el arma, devanándose los sesos para adivinar la causa de aquel intempestivo contratiempo. Y para hacerle más amargo aquel trance, la caza, poco ha escasísima y tímida, cual si fuese sabedora de que Bocanegra, la certera, la infalible, la mortífera Bocanegra, se había convertido de pronto en un instrumento inofensivo, acudía de todas partes con un aire de despreocupación y desafío tan insolente que experimenté un súbito arrepentimiento por mi felonía.
Malvavisco estaba rojo, congestionado por la ira. Las torcazas revoloteaban tan próximas que parecía iban a posarse sobre nuestras cabezas y en la mismísima Bocanegra. Los zorzales, las tencas y las loicas se mostraban tan impávidas que sólo echaban a volar cuando iba a cogerlas con la mano. De pronto, la cólera del cazador estalló furiosa. Acababa de fallarle por décima vez la escopeta y, asiéndola por el cañón, la arrojó con ímpetu sobre una bandada de torcazas que alzaron el vuelo arremolinándose atropelladamente. Bocanegra hendió volteando la alada masa, derribando una docena de las audaces burlonas que quedaron tendidas en la hierba con las alas rotas y debatiéndose en las ansias de la agonía. Me precipité como un rayo a recoger las piezas.
¡Qué magnífico tiro! ¡Jamás Bocanegra en su larga vida de destrucción había realizado una proeza semejante! Y todo con tanta modestia y con tan poquísimo ruido. ¡Ni un grano de pólvora, ni un perdigón, habíanos costado aquella vez llenar el morral tan concienzudamente!
Sin embargo, Malvavisco no desarrugó el ceño y me pareció más bien avergonzado que satisfecho de su hazaña. Sin dirigirnos la palabra emprendimos la vuelta silenciosos. Delante, Malvavisco, volteando entre sus manos la escopeta, abriendo y cerrando el gatillo, introduciéndole el alfiler y soplando en la chimenea, obstinándose en despejar aquella incomprensible incógnita con una terquedad de aragonés... Yo seguía sus pasos un poco atrás con el morral al hombro, y ya bastante inquieto con las consecuencias que para muestra amistad traería el descubrimiento de la broma.
Malvavisco lamentaba amargamente no haber traído el sacatacos. Era para él tan extraordinario el percance que creo se acusaba en secreto de haber invertido, por alguna inconocible distracción, el orden de la carga, echando en el cañón antes que la pólvora los perdigones, chambonada que hería cruelmente su amor propio de cazador avezado y diestro. Para su obtuso magín el descubrimiento de aquel yerro era una humillación intolerable. De aquí su mudez para evitar todo comentario sobre el bochornoso suceso.
Yo, por mi parte, iba también bastante preocupado. Una cuadra antes de llegar al rancho tiré a los pies de Malvavisco el morral y, desoyendo sus instancias para que dividiese el contenido, eché a correr por un sendero de travesía como alma que lleva el diablo.
Pasaron muchos días antes que me atreviese a ponerme delante de Malvavisco. Cuando le veía de lejos torcía riendas y escapaba más que ligero. Pero una mañana me fue imposible eludir el encuentro, y cuál no sería mi sorpresa al contemplar la cara regocijada del campesino y oírle decir bonachonamente:
—¡Patroncito! ¿Qué se había hecho? ¿Cuándo vamos a cazar otra vez?
Lo miré a los ojos, estupefacto, tratando de adivinar la intención oculta que, sin duda, encerraba tan extraña actitud y mi asombro creció cuando, tras una breve pausa, prosiguió con tono convencido:
—No tenga miedo que nos pase lo del otro día. Bocanegra está ahora como un reloj. Se dispara solita. Le saqué la chimenea vieja y le puso una nueva que calza fulminante. Estos no se chingan, patrón, como los otros que por lo medianos no tienen a veces fuerza para prender la pólvora.
Esta inesperada explicación me dejó atónito y proferí aturdidamente:
—¡Cómo! ¿Entonces no fue la arena?
El rostro de Malvavisco expresó la mayor sorpresa:
—¡Arena! ¿Qué arena, patrón? —y cambiando de tono agregó, alborozado—: ¡Ah! Ya caigo. ¿La que tapó el camino de Los Maquis? Hace un mes que no trajino por ahí.
No pude menos que sonreír ante una salida tan estrafalaria que me confirmaba una vez más en la opinión que tenía de la obtusa inteligencia de Malvavisco.
Tranquilizado y alegre corté bruscamente la conversación diciendo, mientras ponía mi caballo al galope:
—Bueno, un día de éstos voy por allá. Hasta luego.
Transcurrieron ocho días y un domingo por la mañana decidí hacer a Malvavisco la visita prometida. Después de ensillar mi mejor caballo me encerré en mi cuarto a ponerme un vistoso traje de huaso; chaqueta corta de paño azul con botonadura de nácar, pantalones blancos, de borlón; polainas de charol; espuelas de plata con grandes y sonoras rodajas de acero. En derredor de la cintura una faja de seda carmesí, y pendiente de los hombros un fino poncho de lana, con rayas verdes en fondo morado. Cuando ya vestido me fui a tomar de la percha el ancho sombrero de paja, no pude contener una mueca de disgusto. Aquella prenda, bastante ajada, desentonaba muy desagradablemente con lo demás de mi atavío. Sin querer, mi pensamiento voló hacia la caja que contenía un precioso tonguito plomo que, junto con su traje de amazona, recibiera mi tía, de la ciudad, el día anterior.
Yo me lo había puesto por broma y todos dijeron que me sentaba a las mil maravillas, prometiendo su dueña regalármelo pasadas las vacaciones.
En un instante tomé mi partido. Entré furtivamente en el cuarto contiguo al dormitorio de mi señora tía, que aún no se había levantado, cogí el sombrero, me lo puse debajo del poncho y bajé al corral. Monté en seguida al caballo y salí tranquilamente al camino. Cuando estuve seguro de que nadie me veía, me quité el guarapón de paja, que tiré en un matorral, y me puse el tongo gris perla, partiendo a escape en demanda de la casa de Malvavisco.
Yo, aunque no quería confesármelo, tenia motivos especiales para parecer ese día galán y apuesto hasta donde fuera posible. En la tarde del sábado había sabido la grata noticia del regreso de Jovita, la hija única de Malvavisco, ausente algunas semanas de la casa paterna. De catorce a quince años, muy morena, poseía la chica una graciosa boca, blancos dientes y unos hermosos ojos llenos de travesura. Su presencia me había turbado siempre. A pesar de mis esfuerzos para demostrar superioridad y desplante delante de ella, sentíame avergonzado y cohibido, con las mejillas como brasas, oyendo resonar a cada instante las burlonas carcajadas que le arrancaban mi palabra balbuciente y ademanes torpes y desmañados. En vano quería sobreponerme a mi cortedad, furioso de que una zafia campesinilla me subyugase de tal suerte. Experimentaba, a veces, al oír sus risas locas, deseos vehementes de abofetearla, pero una mirada dulce, una palabra cariñosa de la traviesa chiquilla bastaban para desarmar mi cólera, convirtiéndome en un babieca obediente a sus caprichos como un esclavo.
Mientras galopaba por la carretera, mi pensamiento volaba delante de mí. Un soplo de orgullo henchía mi pecho al considerar mi gentil apostura, que imaginaba asaz seductora e irresistible. ¡Qué pasmo para los palurdos! Debía producirles mi presencia, a buen seguro, una impresión de gallardía y elegancia nunca vista. Así me lo fue confirmando la actitud de los viandantes a lo largo del camino. En cuanto encontraba un huaso y fijaba en mí sus ojos, veía inmediatamente alargársele la boca hasta las orejas, contestando apenas y ahogado por repentina tosecilla, el saludo protector que yo le dispensaba.
Pero, por satisfactorio que este mudo homenaje fuera para mi vanidad, no puede compararse a la sensación que produjo mi llegada donde Malvavisco. Apenas me desmonté en el corredor del pajizo rancho, todo el mundo se precipitó a mi encuentro con un entusiasmo y una algazara tal de gritos y carcajadas, que me sentí grandemente lisonjeado por el efecto que producía en aquella buena gente mi elegancia y distinción.
—A ver —me decía Jovita sofocada de risa—, póngase de frente, de perfil, dése ahora vuelta para mirarlo por detrás. ¡Ja, ja! Con manta y con tarro. ¡Ahora sí que es de veras Josecito debajo del mate!
Y tanto me zarandeaba y tironeaba de un lado para otro que casi perdí el sentido, mareado por aquel éxito estupendo, colosal. Luego empezaron todos a gritar:
—¡Remojo, remojo, que nos dé remojo! —y, arrebatándome el sombrero lo hicieron circular de mano en mano hasta que llegó a las de Malvavisco, quien lo examinó con grande atención, lo olió, lo miró por dentro, diciendo en seguida:
—Parece un pájaro desplumado. ¡Qué bonito blanco para Bocanegra!
La estúpida frase produjo una gran hilaridad.
—¡Ya está —gritó entusiasmada Jovita—, póngalo de blanco, pero que no se lo saque don Serafincito de la cabeza!
Al oír esto me amostacé un poco, mas era tan hechicero aquel semblante, tan picaresca la expresión de esos pardos y risueños ojos que, como todos, me eché también a reír estúpidamente.
Malvavisco, cuyo rostro estaba rubicundo, pues hallábase algo bebido, se acercó muy alegre con los ojillos brillantes como ascuas y me propuso a quemarropa, señalándome con la diestra en dirección al huerto:
—Hagamos una cosa, patrón. Ponga usted su sombrero en aquel peral, y yo cuelgo el mío en ese manzano. En seguida cargamos a Bocanegra y ¡pim, pam! Usted al mío y yo al suyo, les soltamos un tiro a cada uno para probar la puntería.
Era tan absurda y estúpida la proposición, que miré al campesino con lástima. ¡El pobre estaba borracho perdido! Mas, como insistiera en su estrafalario propósito, le contesté:
—Si es por ensayar el pulso, tiremos a otro blanco. A una gallina, por ejemplo.
—No, no, a su tarrito y mi chupalla es muchísimo más divertido. Voy a buscar a Bocanegra.
Esta insistencia de borracho prodújome cierta inquietud y pensé, aunque vagamente, en la retirada. Pero, en ese instante salió Jovita de la habitación en que acababa de entrar Malvavisco y, llegándose donde yo estaba, me dijo queda y misteriosamente:
—Digale que bueno don Serafincito; pero con la condición de que sea usted el que cargue la escopeta. No le vaya por Dios a echar pólvora, sino que ataconéela con papeles. Para que él no malicie yo lo voy a llamar de la cocina. Hágalo por mí, don Serafincito, mire que le tengo tanto miedo a los tiros que me voy a caer muerta de susto si mi padre se sale con la suya.
Embargado por una extraña y dulcísima sensación clavé en el rostro encantador de Jovita una mirada tal de sumisión que ella, sonriendo de una manera picaresca, dijo, mientras me daba un suave pellizco en el brazo:
—¡Pícaro y qué habilidoso es! —y escapó soltando una argentina carcajada.
Inflado como un pavo, me erguí lleno de orgullo. ¡Qué inteligente era aquella chiquilla! ¡Cómo había penetrado de que yo no era ningún papanatas sino un muchacho listo, capaz de jugársela al mismísimo lucero del alba!
Apenas se había apartado Jovita cuando apareció Malvavisco con la escopeta en una mano y el cuerno de pólvora y la bolsa de perdigones en la otra. El pobre tontín estaba bastante chispo, lo cual facilitábame la tarea de hacerle pasar gato por liebre.
Ni por un instante dudé en seguir el maquiavélico consejo de la muchacha. Además, esta secreta complicidad de ambos inundábame el corazón de una alegría cuyo desborde apenas podía contener.
Sin vacilar me planté delante de Malvavisco y le dijo en tono resuelto, apoderándome al mismo tiempo de Bocanegra.
—Ya está, acepto el desafío; pero yo cargo la escopeta.
Malvavisco pareció un instante indeciso y creí iba a protestar de esta imposición, cuando la voz de Jovita resonó dentro de la cocina:
—¡Padre, venga un ratito!
Aquel llamado decidió la cuestión.
—Bueno, patroncito. Aquí están las prevenciones; cargue y taconee de firme, que yo vuelvo en un Jesús.
Sin perder un segundo introduje en el cañón del arma una gran parte del contenido de la bolsa de perdigones, asegurando aquella metralla con un gran taco de papel. Requerí en seguida el gatillo y vi que el fulminante estaba ya puesto y listo para disparar.
Seguro ya de que Bocanegra, a menos de que se sirviesen de ella como de una maza, era tan poco temible como un mango de escoba o un azadón, me encaminé al peral y suspendí entre sus ramas el precioso tongo plomo por el cual, antes que consentir le rozase siquiera un proyectil de miga de pan, estaba dispuesto a dejarme desollar vivo.
Apenas acababa esta operación, Malvavisco y tras él Jovita salieron de la cocina, viniendo ambos a mi encuentro. Mientras el padre colgaba del manzano el grasiento cucho, la hija díjome, clavando en los míos sus risueños ojos, que me turbaban sin saber por qué:
—No malicia ni jota. ¡Es tan lerdo el pobrecito! ¿No le echó pizca de pólvora, verdad ...? ¡Ay, siempre tengo miedo! ¿No dicen que el Malo carga las armas? ¡Por Dios, no vaya a tirar muy fuerte el gatillo!
—Jovita, aunque lo tirase con roldana le aseguro que...
Malvavisco interrumpió el coloquio con su gangoso vozarrón:
—Patroncito, ya están los blancos. ¿Quién tira primero?
Jovita me apuntó en voz baja:
—Usted, don Serafincito, pero de aquí, del corredor.
Esta última frase me hizo sonreír. ¡Pobre chica, creía de buena fe que el Diablo cargaba las escopetas! Y para demostrarle lo vana que era para mí aquella aprensión, respondí a Malvavisco:
—Yo seré el primero, pero midamos veinte pasos.
—Fijese bien, patrón. Á veinte trancos no va a quedar ni la huincha del tarro de su merced.
—No importa, hombre; trae acá la escopeta —le respondí.
Medida la distancia, con gran prosopopeya, mirando de reojo a Jovita que con las manos bajo el delantal sonreía a mi lado muy serena, me eché la escopeta a la cara, apunté y disparé. Como estaba previsto, Bocanegra no dio fuego. Con gran extrañeza de mi parte Malvavisco se limitó a decir sonriendo estúpidamente:
—Se le chingó, patrón, ahora me toca a mí.
Y apoderándose de la escopeta alzó el gatillo y reemplazó el inútil fulminante por otro que sacó del bolsillo del pantalón. Al apoyar la culata en el hombro, Jovita lanzó un chillido y escapó con las manos en las orejas. Yo, que era un lince, comprendí que la chica quería salvar su responsabilidad y alejar de ella toda sospecha representando una comedia que, en rigor, debiera haber empezado a ejecutar un ratito antes.
De pronto, Malvavisco cuya borrachera parecía haberse desvanecido, y que apuntaba con gran cuidado, bajó de súbito el arma y empezó a trazar a lo largo del cañón un sinnúmero de cruces, mascullando palabras ininteligibles. Como yo le interrogase con una mirada llena de sorpresa, me dijo, apuntando de nuevo en dirección al peral:
—Es la oración de Santa Tecla, patroncito, por si acaso el Malo quiere jugármela convirtiendo la pólvora en un puñado de arena.
Una horrible sospecha cruzó como un rayo por mi cerebro. Experimenté un sobresalto y quise abalanzar me hacia adelante, pero ya era tarde: estalló una violenta detonación: Malvavisco giró sobre sí mismo y estuyo a punto de ser derribado por el culatazo. Clavado en el sitio, con los ojos desencajados, contemplaba yo el espantoso desastre. ¡Jamás olvidaré visión tan horrenda! En medio de un torbellino de hojas y de partículas de corteza triturada, flotaba una especie de plumón finísimo, algo semejante a lo que se desprende de un gato que muda el pelo cuando se le sacude la piel a latigazos. En el centro de aquel vórtice, prendida de una rama, agitábase con lúgubre vaivén una orla de luto; era la cinta, único resto de aquel preciosísimo artefacto destinado a coronar la gentil testa de mi tía vestida de amazona. Trémulo y convulso comprendí de un golpe la artera y cobarde maquinación de que era víctima. A la carga de la escopeta, efectuada de antemano por aquellos pérfidos traidores, había agregado yo, inocente de mí, media libra de perdigones, ignorando, además, que el primer fulminante estuviese inutilizado. Todo esto lo vi claro, clarísimo, y ciego de rabia apreté los puños y me lancé sobre Malvavisco. Mas, de súbito, zumbáronme los oídos, faltó el suelo bajo mis pies y hubiera caído en tierra si por un enérgico impulso de voluntad no hubiese vencido aquel pasajero desfallecimiento.
Repuesto ya, busqué en mi excitado cerebro una palabra, una frase que concentrara todo mi odio, todo mi desprecio para fulminar con ella a ese palurdo y a su aborrecible hija. Creí haberla encontrado y abrí la boca para pronunciarla, pero en ese instante mis ojos furibundos tropezaron con los de Jovita, luminosos, acariciadores, que me lanzaban una tan tupida lluvia de inflamados y amorosos dardos, que la tremenda imprecación que asomaba ya a mis labios se transformó en el más inesperado de los anatemas:
—¡Jovita...! —alcancé a decir con quejumbroso y desmayado acento y un torrente de lágrimas se agolpó a mis ojos. Y ¡oh, misterio inexplicable! Esas lágrimas, las primeras que me hacía verter el desencanto de amor, eran a la vez dulces y amargas.
Jovita vino a mí presurosa y me dijo humildemente y contrita:
—¡Don Serafincito, perdóneme...! ¡Mi padre estaba tan ofendido!
Y luego, con voz queda, apasionada y dulcísima, agregó:
—No llore más, aguárdeme mañana en el cruce de Los Maitenes.
Me quedé extático, deslumbrado, y, enjugándome los ojos con la manga de la chaqueta, vi desaparecer a la chica en un ángulo del corredor. El mundo entero desapareció de mi vista. Creí haber crecido de repente un palmo, y sin hacer caso de Malvavisco que me ofrecía a grandes voces su guarapón de los días de fiesta, monté sobre el rabicano y emprendí un vertiginoso galope a través de los campos, con la cabeza descubierta, viendo flotar delante de mí la mágica visión de dos ojos húmedos y entornados, y de una boca pequeña y fresca que buscaba la mía murmurando la frase encantada que enciende las mejillas núbiles y tiñe de rosa y púrpura los ortos y los ocasos.
Mis vecinos
Muy jóvenes, de una edad casi, el marcado aire de familia de los cuatro parecía indicar un parentesco muy próximo: hermanos, tal yez, aunque esto nunca lo supe de cierto.
La casa que habitaban, enfrente de la mía, ostentaba encima del ancho portón un enorme letrero con caracteres dorados que decía: “La Montaña de Oro-Gran Fábrica de Biombos y Telones”.
A pesar de nuestra vecindad apenas nos conocíamos, y de la vida de los cuatro hermanos, primos o socios solamente, muy pocos datos podría suministrar, pues raras veces se asomaban a la puerta de calle, permaneciendo desde la mañana hasta la noche recluidos en el interior de las habitaciones.
Sin embargo, estoy cierto de que uno de ellos, no sé cuál, era casado, porque lo encontré un día, al doblar la esquina, acompañado de su mujer y de cinco niños pequeños. Pero, también debían serlo, seguramente, los demás, pues había en la casa otras tres damas, madre cada una de media docena de rapaces que a veces, burlando la forzada reclusión en que se les tenía, se escapaban a la calle como una bandada de diablillos, atronando el barrio con sus gritos, peleándose unos con otros y lanzando pedradas que hacían apurar el paso a los transeúntes, asombrados por aquella repentina irrupción de pilletes rubios los unos, morenos los otros, con faldas los menos y pantalón corto los más. Eran de ver entonces los apuros de las mamás para reducir a la revoltosa prole. ¡Qué de gritos, qué de carreras tras el bullidor enjambre! Cuando la última cabeza rubia o morena trasponía el umbral de la mampara, la calle recobraba bruscamente su silencio adusto de vía aislada y distante del centro de la ciudad.
Eran, pues, cuatro familias con un total de treinta miembros a lo menos las que moraban en aquella casa, todos los cuales parecían disfrutar de una envidiable salud, según lo demostraba la montaña de comestibles que entregaban ahí diariamente los proveedores.
Recién llegado al barrio, los singulares hábitos de mis vecinos despertaron mi curiosidad. Á pesar de la aparatosa muestra y de las bruñidas planchas de bronce que decoraban el majestuoso portón, ningún signo de actividad advertíase en el establecimiento. No se veía acudir a los clientes ni despacharse mercadería. Y la mampara que daba acceso al interior permanecía siempre obstinadamente cerrada.
Sólo cuando un vendedor ambulante lanzaba un grito desde la acera, abríase la barnizada hoja y asomaba por el hueco un rostro femenino que con un discreto ¡pst! atraía la atención del comerciante quien, después de vender parte o el todo de su mercancía, se retiraba asaz satisfecho del negocio que acababa de efectuar.
Sin embargo, vi a alguno que con la cesta vacía en el brazo quedábase parado delante de la puerta observando con atención la fachada, la muestra, las planchas de bronce, y luego se alejaba a pasos cortos con aire pensativo y como recapacitando. Sin duda, me decía, echan sus cuentas y avaloran sus ganancias. El examen del local es seguramente para recordar la residencia de tan magníficos parroquianos. Y entre las rarezas de mis vecinos, esas escenas con los mercaderes ambulantes llamaron poderosamente mi atención. Apenas el grito de uno de éstos resonaba en la calle, entreabríase la mampara y asomaba el rostro de mujer lanzando el discreto y consabido ¡pst! Si el comerciante era algo gordo o había ya pasado delante de la puerta, abríase un poco más la hoja y daba paso a una avispada mujercita de ocho o nueve años quien corriendo detrás del distraído lo hacía volver con sus agudas voces:
—¡Casero, venga usted!
Y no había medio de que un vendedor de aves, pescado, frutas, etc., pasase inadvertido para mis incógnitos y vigilantes vecinos. Pasmábame a veces las múltiples y variadísimas compras que a cada instante se hacían en aquella casa. Será hotel, pensaba, bodega, depósito de víveres, casa de consignación. ¿Habrá ahí dentro alguna sala de banquete permanente, o los que me parecen modestos industriales son una legión de Gargantúas disfrazados de enanos?
Una mañana entreabrí el postigo de la ventana para observar el estado del tiempo, borrascoso desde la noche anterior. Lo primero que vi a través de la lluvia, fue la fachada de la casa de enfrente con su llamativa muestra y sus letreros rimbombantes. El portón estaba abierto y, de pie en el umbral, mis cuatro vecinos que, según me pareció, acababan de levantarse. Calzados con alpargatas de cáñamo, abotonados hasta el cuello los verdosos chaquets, sus vientres voluminosos se destacaban sobre sus gruesas y cortas piernas como otros tantos globos aerostáticos. Pensé en el consumo de vituallas que me parecía tan excesivo y mi extrañeza en este punto se modificó notablemente.
—¿Qué bien cebados están! —no pude menos que murmurar. Y sus rostros apopléticos, con repugnantes papadas, sus cuellos de un diámetro mayor que el de la cabeza, sus espaldas, sus hombros, sus brazos con bíceps hinchados, enormes, daban a sus cuerpos pletóricos una apariencia tan pesada y grotesca que hacía pensar involuntariamente: de seguro que no será la anemia la que hará presa en estos delicados organismos...
Mientras aprovechaba esta ocasión de examinar a mis singulares vecinos, una burra, conducida por dos ancianos, se detuvo delante de la puerta. En tanto que el viejo, el marido sin duda, sujetaba el cabestro, la mujer ordeñaba al animal cuyo largo pelaje adherido a la piel dejaba escurrir el agua que caía torrencialmente.
De repente, observando la curiosa escena, me asaltó este pensamiento: debe haber en la casa un niño enfermo, una guagua de meses. Y empezaba a sentirme conmovido, tratando de adivinar cuál de los cuatro era el padre del presunto enfermito, cuando la anciana se aproximó a la puerta llevando en la diestra un vaso lleno de blanca y espumosa leche. Ese es, dije, al percibir que lo cogía el primero de la derecha, mas al ver que se llevaba el vaso a la boca, agregué: ahora la prueba y, en seguida, se la lleva corriendo a su pequeñín. ¡Oh, excelente padre, qué bueno y cariñoso ha de ser! Pero mi sorpresa se trocó en indignación viendo cómo devolvía el vaso vacío y se quedaba imperturbable en el sitio, enjugándose los labios con el dorso de la mano.
Me quedé perplejo. No comprendía absolutamente nada y menos comprendía aún, observando que los restantes de mis simpáticos vecinos seguían las aguas de su predecesor, bebiéndose cada uno un vaso de aquella leche, destinada en general a los débiles y convalecientes.
Erguidos en el umbral aguardaban la repetición, es decir, el segundo vaso, con tan cómica gravedad, que tuve que esforzarme para no reír. Mas la pollina, un escuálido animalejo, convencida, sin duda, de que dejarse exprimir de ese modo en desmedro de su borriquillo, que protestaba de aquel despojo lanzando plañideros rebuznos, era una burrada muy grande, se puso a tirar coces con tales bríos que hubo que suspender la operación.
Aquel episodio estuvo a punto de hacerme saltar la carcajada, pero la vista de los miserables vejetes ahogó la risa en mis labios. Calados por la lluvia que caía sin interrupción, ambos esforzábanse en sujetar a la borrica, que coceaba y tiraba del ronzal, queriendo marcharse a toda costa. Bajo las ropas empapadas por el agua, marcábanse las angulosas líneas de sus fláccidos y esqueléticos cuerpos. El espectáculo era lamentable, y así deben haberlo estimado mis vecinos porque, volviendo la espalda, traspusieron la mampara que se cerró tras ellos herméticamente.
El sábado en la mañana un espectáculo extraño me detuvo en la puerta de mi vivienda. En el pasadizo de la casa del frente, en la acera y en el medio de la calle había un compacto grupo de personas que discutían acaloradamente. Mi primera impresión fue que esa gente eran los operarios de la “Montaña de Oro” que se habían declarado en huelga, pidiendo aumento de jornales. Pero la cesta y el blanco delantal que ostentaban los unos, y la fusta y espuelas que esgrimían y calzaban los otros, desvanecieron esta primera suposición. La rezongadora turba, y lo indicaban muy claramente su indumentaria y sus destempladas voces de corneta, no estaba compuesto por obreros, sino por proveedores y mercaderes ambulantes.
Había ahí de todo: vendedores de aves, de pescado, de frutas; repartidores de vino, de leche; carniceros y panaderos. Parecían grandemente excitados. Hablaban a gritos, gesticulaban amenazantes, mostrando los puños a la vetusta fachada. Los más audaces se habían internado en el pasadizo y daban golpes en la mampara con la apremiante insistencia de quienes conocen el derecho que les asiste para ser exigentes y aun importunos.
El silencio que reinaba en la Fábrica de Biombos y de Telones me sorprendió. ¿Se habrían mudado de casa mis vecinos? Pero el portón estaba abierto, la muestra en su sitio, y el aspecto que presentaba el establecimiento era el mismo que de costumbre. Y mientras intrigado por estos sucesos trataba de comprender el por qué de aquella baraúnda, se abrió repentinamente una de las puertas laterales del pasadizo y apareció bajo el dintel la imponente figura de uno de mis vecinos. Indicó con la diestra la salida y profirió con voz tonante:
—¡Fuera de aquí, insolentes!
Mas, como la orden no fuera obedecida con la presteza que el tono requería, cogió por el cuello a uno de los reacios y dándole un vigoroso empellón, lo lanzó como una pluma al medio de la calle. Esta muestra de energía calmó como por encanto la belicosidad de los más exaltados, y nadie se atrevió ya a traspasar el umbral del inviolable portón. Durante un momento miráronse a la cara desconcertados, luego resonó un sordo murmullo y el grupo iba sin duda a tomar su actitud agresiva cuando, abriéndose la mampara, salió del interior la avispada muchachita de ocho o doce años, la misma que echaba a correr tras los vendedores ambulantes cuando éstos, al pasar delante de la casa, no acudían al primer llamado.
Desde donde me encontraba no podía verla. Su minúscula personita desaparecía tras el compacto grupo que obstruía la puerta de calle: pero, en cambio, oía su aflautada vocecilla que parecía pedir a aquellos señores algo que éstos se negaban a conceder. A cada momento se la interrumpía con dichos y frases como éstas:
—¡No dejo un litro de leche más si no me pagan la de la semana pasada!
—¡Y yo no entrego nada si no me cancelan la carne del otro mes!
—Págueme, primero, el pan atrasado y después hablaremos.
—Yo vengo por la cuentecita de los pollos y las gallinas. Son tres docenas sin contar el pavo y los tres capones.
—Yo no estoy para esperar más. Si no me arregla en el “auto” seis congrios y las ocho corvinas, los demando y los echo al diario.
—¿Y las perdices? ¿Qué hay de las perdices? ¿Hasta cuándo embroman? Quiero mi plata ahora mismito. Son quince pesos y siete reales.
—Dígale también de los huevos, de las veinte docenitas que me están debiendo.
—¿Y la fruta? ¡No se olvide de la fruta! Uno es pobre y necesita lo suyo.
—Yo cobro la verdura. Hace más de un mes que me tiene hostigado la cancioncita: mañana, casero, mañana sin falta le doy su plata.
Todos hablaban atropelladamente ahogando la voz de la pequeña que trataba, al parecer, de convencerlos de que en tanto se les satisfacían los créditos pendientes, debían suministrar las provisiones para el consumo del día. Pero las voces de:
—¡No, no!
—¡Gracias!
—No estamos para la cartera.
—Yo no espero más.
—Ni yo tampoco —iban de momento en momento aumentando considerablemente su diapasón, cuando de súbito un coche americano arrastrado por una pareja de fogosos caballos se detuvo delante de la Fábrica y fue a atracar al borde de la acera. En el mismo instante, atraído sin duda por el golpear de los ferrados cascos, se presentó en la puerta de calle el irascible dueño de casa, entablándose entre él y la persona que ocupaba el coche el siguiente diálogo:
Vecino.—¿Qué lo trae por acá, mi señor don Pablo?
Don Pablo.—El placer de darle una buena noticia.
Vecino.—¿Qué será?
Don Pablo.—Comunicarle que nuestra casa acepta la propuesta de los mil biombos y los paga al contado, con la condición de que se le vendan otros mil al mismo precio.
Vecino.—Imposible, don Pablo. No podemos complacer a ustedes en este punto... Tenemos compromisos con otras casas para entregar cien biombos a la semana... Será para el mes que viene.
Don Pablo.—(Alargando un papel por la ventanilla). ¡Qué le hemos de hacer! Esperaremos. Aquí tiene usted una letra por cinco mil pesos pagaderos a la vista en el Banco Chile. Es nuestra primer remesa por
esta compra.
Vecino.—(Con dignidad, haciendo un ademán negativo). ¡Pero esto es incorrecto, aún no les hemos remitido la mercadería!
Don Pablo.—No importa. Esas formalidades no rezan con una Casa como la de ustedes. Además (con una sonrisa, aludiendo a los que escuchan) aquí hay bastantes testigos.
Vecino.—(Cogiendo el papel con displicencia). Como usted quiera. Abonaremos los cinco mil y en el acto voy a dar por teléfono, a nuestra bodega, las órdenes del caso. Dentro de una hora tendrán ustedes los biombos en su poder.
Don Pablo.—(Sacando la cabeza por la ventanilla en tanto que el coche se aleja). No corre tanta prisa. Hasta luego, mi señor don Pablo.
Mientras el carruaje desaparece en la esquina de la calle, el portador de la letra vuelve la espalda y entra en la habitación de donde ha salido, pero ha dejado acaso la puerta abierta, porque oigo perfectamente a través de la calle esta conversación.
—¡Juan!
—¡Señor!
—En cuanto sean las once váyase al Banco y deposite estos cinco mil pesos.
—Bien, señor.
Pausa de algunos segundos.
—¡Juan!
—¡Señor!
—¡También tráigame mil pesos en sencillo! Se los da a (aquí un nombre se me escapa) para que pague a toda esa gente la miseria que dicen se les debe.
—Bien, señor.
Era de ver lo cómico del cambio, desde la llegada del coche, que se había operado en la actitud de los descontentadizos comerciantes. ¡Cambio que se acentuó con la escena final en el interior de la casa! Ni una sombra quedaba en sus desconfiados rostros, de la pasada tormenta. La seguridad de ser pagados les devolvió instantáneamente el buen humor, y su solicitud para atender a los pedidos que se les hacían, por la entreabierta mampara, sólo podía compararse con su obstinada y terca negativa de poco antes.
Eran las ocho de la mañana cuando la calle quedó libre. Sólo quedaba frente a la Fábrica, en actitud de tímida espera, una anciana andrajosa, en la que reconocí a la propietaria de la burra de leche. Sin duda la viejecilla formaba también parte del meeting de “ingleses” que se acababa de disolver.
De pronto, y cuando miraba distraído a lo largo de la calle, las dos grandes hojas del portón, empujadas por manos invisibles, se cerraron silenciosamente. En ese instante el ruido de un coche resonó en el empedrado. El carruaje, el mismo que estuviera un rato antes, conducía también a la misma persona, al espléndido don Pablo, según pude ver a través de la ventanilla. Apenas el auriga refrenó los caballos, se abrió la portezuela y saltó sobre el asfalto el pasajero, desapareciendo como una sombra por la puerta, que acababa de entreabrirse y que se cerró tras él con un gran estrépito de trancas y cerrojos.
Mas, por breve que fue esa aparición y desaparición, tuve tiempo de reconocer en el comprador de biombos a uno de mis vecinos, cómicamente disfrazado con anteojos, peluca rubia y sombrero de pelo.
En tanto que yo buscaba la explicación de esta comedia, el cochero, desde el pescante, se desgañitaba gritando:
—¡Patrón, no sea sinvergüenza, págueme la carrera!
Páginas del salitre
El obrero chileno en la pampa salitrera
(Conferencia inédita)
La gran huelga de Iquique en 1907 y la horrorosa matanza de
obreros que le puso fin, despertaron en mi ánimo el deseo de conocer las
regiones de la pampa salitrera para relatar después las impresiones que
su vista me sugiriera en forma de cuentos o de novela.
Hace ya algún tiempo que efectué este viaje del cual me he aprovechado para escribir un libro que publicaré dentro de poco.
Estas páginas son un extracto de ese trabajo en el cual he tratado de reproducir, lo más fielmente posible, las características y modalidades de esa vida que, hoy por hoy, es única en el mundo.
Como es lógico, he dedicado la mayor atención a describir las condiciones de vida y de trabajo del operario chileno. Esto es un problema de vital importancia que exige para el bienestar futuro de la República una inmediata solución.
Por el clima, la índole especialísima de sus faenas, el régimen patronal, la preponderancia del elemento extranjero y la nulidad de la acción gubernativa, la tierra del salitre, abrasada por el sol del trópico, es una hoguera voraz que consume las mejores energías de la raza.
Menos mal si acaso este sacrificio tuviese su compensación, pero todos sabemos que descontando lo que percibe el Estado por derechos aduaneros y algunos proveedores nacionales por ciertos artículos, la casi totalidad de los valores que produce la elaboración del nitrato salen fuera del país.
El alcoholismo, la tuberculosis, las enfermedades venéreas, los accidentes del trabajo y el desgaste físico de un esfuerzo muscular excesivo abren honda brecha en las filas de los obreros, y entonces, como generales que piden refuerzos para llenar las bajas después de una batalla, los salitreros envían al sur sus agentes de enganche que reclutan con el incentivo de los grandes jornales lo más granado de nuestra juventud obrera y campesina.
Si se hubiese cuidado de llevar una estadística de estos enganches asombraría verdaderamente el número de hombres arrebatados a las labores del campo y de la industria, pues es un hecho perfectamente comprobado que, en general, son muy pocos los que regresan al terruño después de estar en el norte.
Los salarios con que se remuneran algunas faenas, que en gran parte resultan para el trabajador puramente nominales, y el espíritu aventurero y batallador de la raza hacen que muy pronto los recién llegados se habitúen a la existencia dura y monótona del desierto.
Por ser tan conocidas en todos sus detalles las faenas de extracción y elaboración del salitre sólo me referiré aquí a las que se ejecutan a destajo o a trato, que son las más importantes: a saber, la del particular o calichero, y la del desripiador, que son las más duras y penosas, y las mejor remuneradas de toda la pampa.
Basta observar por un instante al particular dentro del rajo o zanja esgrimiendo los pesados machos, maza de acero de 25 libras con las cuales se tritura el caliche, para aquilatar lo rudo de su tarea. Los rayos del sol caen sobre él encendidos y fulgurantes, envolviéndolo en una atmósfera de fuego. Ahogado y cegado por el polvo, cubierto de sudor y acosado por una sed rabiosa, lucha contra la fatiga y soporta durante diez horas la brutal jornada.
Y tan penosas como éstas, en general, son las demás faenas a destajo o trato tales como las del barretero, chancador, desripiador, etc., que nuestros obreros según su costumbre realizan intensivamente no soltando las herramientas sino cuando el organismo ha llegado a su último límite de extenuación y agotamfento físicos.
Pero todos los que han tenido oportunidad de ver los trabajos de una Oficina Salitrera están contestes en asegurar que la tarea más dura es la que lleva a cabo el desripiador en los cachuchos. Estos son grandes fondos de hierro dentro de los cuales se introduce una cuadrilla de cuatro hombres para expulsar los ripios o residuos sólidos que quedan en el interior después de vaciado el caldo proveniente de la lixiviación del caliche.
Todas las condiciones desfavorables se han reunido aquí para hacer este trabajo penoso en extremo para el obrero, pues además del pequeño espacio en que tiene que operar y el esfuerzo considerable que le exige su tarea, la elevadísima temperatura del interior y las espesas nubes de venenosos vapores que se desprenden de los ripios, dificultan enormemente su labor.
Semidesnudos, sin más traje que un pantalón de lienzo, es un espectáculo doloroso ver a estos jóvenes atletas agitarse en contorsiones de epilépticos mientras ejecutan su inhumana tarea.
Conviene anotar un dato importante: los desripiadores son en su totalidad chilenos, lo que si habla muy alto de las cualidades de empuje y resistencia de la raza demuestra también el estado de atraso e ignorancia en que yacen nuestros compatriotas, pues una dosis pequeña de cultura les haría ver que el trabajo en esa forma es un atentado a la salud y a la vida. Es un hecho conocido que el desripiador, cuando una pulmonía no acaba con él sorpresivamente, sólo resiste dos o tres años una labor que bien puede calificarse de salvaje, pasando después a engrosar el ejército de los impedidos, de los inválidos, de los derrotados en las luchas del trabajo.
Y aquí salta un detalle importante que afecta al porvenir de nuestras clases obreras. Si se considera al operario chileno desde el punto de duración como máquina de trabajo, resulta en condiciones de inferioridad respecto al trabajador extranjero. Es muy frecuente encontrar en la pampa compatriotas nuestros que representan cincuenta años de edad y no tienen sino treinta. Entre los varios factores que determinan este prematuro envejecimiento debemos anotar el hábito de trabajar intensivamente, sin atender a la más elemental regla de higiene y sin suspender la tarea hasta que las fuerzas se agoten por completo.
Los patrones, conocedores de estas características, favorecen en cuanto pueden la tendencia de nuestros obreros a trabajar a destajo o a trato; pues ello resulta en extremo beneficioso para sus intereses ya que un particular, un barretero, un desripiador, un canchador, ejecutan la labor de dos o tres hombres pagados a jornal y en una misma cantidad de tiempo.
Mucho caudal se ha hecho de los elevados salarios que se pagan en las salitreras, pero poco se ha dicho y se dice de las dificultades que el trabajador tiene que vencer para alcanzar ese resultado. Si se mide la cantidad de trabajo de un calichero u otro operario a trato y el salario que esta labor representa, resulta que el precio es una cantidad irrisoria comparada con la suma de esfuerzos que ha tenido que emplear para realizarla.
Además los patrones han arreglado las condiciones de la faena a trato en tal forma, que el trabajador para lograr el jornal que ambiciona, que rara vez excede de seis pesos diarios, tiene que mantener durante diez horas consecutivas lo menos, un tren de trabajo forzado que sólo su organismo de hierro puede soportar.
Pero las fuerzas humanas tienen su límite y este desmedido gasto de energías musculares concluye por minar a la larga la constitución más robusta. De ahí que el debilitamiento de nuestros obreros empiece a menudo a una edad temprana, como es la de 30 a 35 años.
Este hecho es un factor importantísimo en el problema de nuestra despoblación, porque, gastando el obrero en su juventud todo el caudal de sus fuerzas físicas las consecuencias son desastrosas para la conservación de la raza, que espíritus observadores declaran que hoy por hoy se encuentra en un periodo de franca decadencia.
Algo más podría agregarse a lo expuesto sobre las condiciones desfavorables que hacen tan penosas las labores de la región salitrera, pero la necesidad de mostrar otros aspectos de la vida del trabajador no lo permite.
* * *
Los que estamos habituados al espléndido paisaje de nuestros
campos, sentimos una opresora angustia al ver por vez primera la
desolada llanura de Tarapacá.
Por dondequiera que se tienda la mirada, el desierto aparece a nuestros ojos, árido, desnudo, desprovisto en absoluto de vegetación. Ni un arbolillo, ni una planta, ni un ave, ni un insecto, nada que signifique vida animal o vegetal descubre la vista ansiosa en aquella tierra muerta. Y para hacer más rudo el contraste, un sol implacable que no empañan nubes ni vapores envía desde lo alto torbellinos de fuego devorador.
En este yermo páramo, aisladas unas de otras se alzan las oficinas salitreras que, miradas a la distancia, parecen con sus altas y humeantes chimeneas y sus alargadas construcciones, inmóviles y grandes transatlánticos.
En general, y salvo su mayor o menor importancia, las Oficinas son entre sí muy semejantes. Sus diversos departamentos están distribuidos en tres grupos.
El primero y más importante lo forman las maquinarias y demás instalaciones donde se elabora el salitre; el segundo lo componen las oficinas de la administración, casas de los jefes y empleados, pulpería, fonda y bodegas; el tercero es el campamento, o sea las construcciones destinadas para viviendas de los obreros.
Separado cien o más metros de las otras instalaciones, el campamento es en casi todas las Oficinas una serie de viviendas construidas de un modo tan simple y rudimentario, que una ruca araucana, comparada con ellas, es un prodigio de confort y comodidad. Los muros, techumbres, paredes divisorias de estas habitaciones están formadas de planchas de hierro galvanizado sujetas por armaduras de madera. El piso es de tierra salitrosa y el techo tiene la altura suficiente para que un hombre de regular estatura pueda estar de pie. Carecen de ventanas, y la luz exterior penetra por la única puerta que da a una callejuela que es al mismo tiempo patio, corral y depósito de basuras.
Nada más triste y misérrimo que el interior de estas viviendas. Obscuras, sin ventilación, parecen más bien cubil de bestias bravías que moradas de seres humanos.
Un matrimonio y su familia ocupa dos piezas: una sirve de comedor, de cocina, de lavandería, de gallinero, etc., la otra es el dormitorio. En cuanto al mobiliario, todo es allí de una extrema miseria, ni siquiera existe lo indispensable.
Tal es en general, y salvo raras y honrosas excepciones, la morada, el hogar, el sitio de refugio y de descanso que tras una tarea aniquiladora ofrece la Oficina a sus operarios.
Diariamente los obreros a trato que trabajan a cielo descubierto en la pampa suspenden sus labores a las tres o tres y media de la tarde. A esa hora los rayos del sol son tan ardientes y han caldeado de tal modo la tierra y el aire, que proseguir la faena en esas condiciones es poco menos que imposible. Los barreteros y particulares abandonan entonces sus agujeros y se arrastran más bien que caminan hacia el campamento. Y llegados allí se encuentran que su vivienda es un respiradero del infierno, pues las planchas de zinc que forman el techo y las paredes, recalentadas por el sol, elevan la temperatura del interior a límites increíbles. Añádase a esto los olores nauseabundos que salen de los rincones donde se amontonan basuras y desperdicios, y se tendrá un cuadro bien poco halagüeño del hogar obrero en la pampa salitrera.
Después de guardar las herramientas y quitarse el polvo del traje, el obrero sale de su casa y se dirige a la fonda, en la que permanece hasta la noche entregado a sus pasiones favoritas: el juego y el alcohol.
Al día siguiente, a las tres o cuatro de la mañana, está otra vez en la pampa ejecutando su pesada tarea. Y así transcurre un día y otro hasta que una enfermedad de las muchas que lo acechan o un accidente del trabajo, como ser la explosión prematura de un tiro o un trozo de costra que cae sobre él desde lo alto, o la inmersión en el caldo hirviente de un cachucho, concluyen con su mísera existencia.
Para un observador superficial, para un moralista colocado fuera del medio donde actúan nuestros obreros, nada hay más censurable, extraño e incomprensible que su conducta después del trabajo. En vez de ir a reponerse de sus fatigas al seno del hogar, rodeado de su mujer y de sus hijos, ese vicioso incorregible prefiere la fonda o un rincón cualquiera donde pueda beber y embriagarse.
Pero para el que observa tomando en cuenta todos los factores que determinan este estado de cosas, lo extraño y anormal sería que el trabajador de la pampa fuese temperante. Desde luego no hay nada, absolutamente nada, que lo induzca a la temperancia, ni siquiera el ejemplo de sus patrones, pues si el obrero se embriaga con alcohol desnaturalizado, cuyo sabor disfraza un poco de anís o de menta, ellos lo hacen con whisky de veinte pesos la botella. Y si hombres relativamente cultos, que disfrutan del más refinado confort, que no están sujetos a fatigas físicas, no pueden sustraerse al consumo de bebidas espirituosas, mucho menos puede hacerlo el obrero ignorante y analfabeto que después del trabajo queda extenuado y aniquilado por el cansancio y cuya morada es una inmunda pocilga.
Fatalmente, irremisiblemente, el obrero busca en el alcohol, no el tósigo que le haga olvidar sus miserias, sino el cordial que restaure sus fuerzas y el estimulante que entone su ánimo decaído. Y es para él tan necesario este estimulante, que si las bebidas alcohólicas se suprimiesen en la pampa sin cambiar sus actuales condiciones de vida y de trabajo, los trabajadores emigrarían en masa sin que bastase a detenerlos el alza de los salarios y aunque los jornales se duplicasen o triplicasen.
Los patrones conocen perfectamente esta circunstancia, y como son en casi su totalidad extranjeros, para quienes la conservación de la raza y el porvenir de las clases obreras de este país son tópicos que no les interesan, sólo atienden a que el capital que administran rinda las más altas utilidades.
Consecuentes con este principio, en vez de dificultar el consumo del alcohol lo facilitan, expendiéndolo sin tasa en sus fondas y pulperías. Si al menos cuidasen de la calidad de las bebidas atenuarían siquiera en parte los males del alcoholismo, pero el incentivo del lucro hace que en muchas pulperías se fabriquen licores cuya base es el alcohol desnaturalizado.
Si las condiciones de trabajo, habitaciones antihigiénicas y alcoholismo hacen tan sombrío el cuadro de la vida obrera del norte, esas circunstancias desfavorables no son las únicas que recargan con sus negras tintas esa pintura siniestra.
Hace pocos días, en este mismo recinto, un distinguido profesor dio una conferencia acerca de la mortalidad infantil y los medios de combatirla.
Si esta mortalidad es enorme en nuestras ciudades, en la pampa salitrera alcanza proporciones aterradoras. Más del sesenta por ciento de las criaturas que nacen perecen en el período de la lactancia. Aunque la causa principal es la inadecuada alimentación y la ignorancia de las madres, hay otros factores que contribuyen a aumentarla.
En lo que se refiere a la alimentación, voy a apuntar un hecho que revela el criterio con que se dictan algunas leyes en nuestro país. Como en el desierto la leche es un artículo que no existe, sólo se conoce la “condensada”, que viene del extranjero. La clase obrera hace un enorme consumo de esta preparación empleándola las madres para alimentar a sus hijos.
Pues bien, un día los trabajadores supieron con la sorpresa y desagrado consiguientes, que la leche condensada había subido cincuenta por ciento de precio. Esta alza trajo, naturalmente, la restricción del consumo, lo que vino a privar a los niños de un alimento irremplazable. La consecuencia inmediata fue un aumento de la mortalidad infantil.
Lo que había motivado esta alza era una ley dictada por el Congreso que aumentaba los derechos de aduana del producto extranjero para favorecer una fábrica de leche condensada establecida en Rancagua. La leche de esta fábrica, por su mala calidad, no tuvo aceptación en el norte.
A esto llaman nuestros legisladores protección a la industria nacional, sin tomar en cuenta que gravar lo que consumen las clases desvalidas equivale, en el fondo, a restringir los brazos aptos para el trabajo, sin los cuales no hay ni puede haber industria posible.
Otra de las causas que influyen poderosamente en la mortalidad infantil, además de la mala alimentación, alcoholismo e ignorancia de los progenitores, son las habitaciones.
Construidas, como ya se ha dicho, con planchas de hierro, alcanzan a veces en el día temperaturas mayores de cuarenta grados para descender por la noche a cero grado o menos. Estos desniveles de calor y frio tan considerables y que se suceden con intervalos de pocas horas, son mortíferos para los niños. Los débiles y enfermos perecen sin remedio.
Es tan vasto, tan complicado lo que entraña el problema obrero del norte, que sólo he podido señalar en esta conferencia algunos de sus puntos más salientes.
Ellos bastan, sin embargo, para demostrar que la ignorancia y atraso de nuestros trabajadores son el principal factor de su miseria física, moral e intelectual.
Por lo tanto, elevar aunque sea en cantidad mínima el nivel de la cultura del pueblo, es la obra más necesaria que debemos emprender para el progreso futuro de la patria.
La calichera
De pie, apoyado en el mango de la pala, Luis Olave contempla el torso desnudo de su compañero. Bajo la cobriza piel, impregnada de sudor y de polvo, dibújanse los salientes omóplatos y las vértebras de la espina dorsal.
El vigor de los delgados brazos, que voltean en el aire, cual si fuese un juguete, el martillo de veinticinco libras, lo llena de asombro. Desde el amanecer, cinco largas horas han transcurrido, durante las cuales sólo a breves intervalos el calichero ha interrumpido su labor. Olave lo ha secundado empeñosamente, para demostrar que, aunque novicio, el trabajo no lo amilana. Sin embargo, ha necesitado de todas sus fuerzas y del aguijón de la vanidad, para no declararse vencido.
A medida que el sol se levanta en el horizonte, sus rayos son cada vez más ardientes. Del suelo revuelto y calcinado del páramo, sube un hálito de fuego. El calor abrasa la piel y reseca las fauces, y como el esfuerzo muscular determina una transpiración excesiva, la necesidad de beber es imperiosa. A cada momento el jarro de hojalata, retirado de su abrigo debajo de una costra, es aplicado a los labios sedientos. A pesar de la precaución de mantener el tiesto dentro de una media de lana humedecida, el agua está tibia, a lo que se añade un marcado sabor aceitoso. La sed se aplaca sólo momentáneamente y luego retorna rabiosa, inextinguible, torturadora.
Mozo de veintitrés años, de constitución atlética, Olave llegó del sur la víspera con un numeroso grupo de enganchados para las salitreras del interior. En el trayecto hizo conocimiento con algunos obreros de la Oficina, que venían de regreso del puerto, y decidió quedarse con ellos en ese punto. En la tarde del mismo día, en la fonda, sus amigos lo presentaron a un particular que necesitaba un compañero. El trato quedó hecho en seguida, con una facilidad y llaneza que le encantó. Su camarada lo llevó ante el fondista, quien se comprometió a darle alojamiento y comida por una suma que al mozo, acostumbrado a la vida del sur, le pareció enorme.
Conforme a lo convenido, a las cuatro de la mañana Olave salía de su alojamiento y no había dado una docena de pasos, cuando divisó al calichero que venía en su busca.
—Buenos días, compañero —fue el cordial saludo que ambos cambiaron al reconocerse.
Por todas partes se veían grupos de obreros que se dirigían a sus labores. Aunque el sol no había salido, las luces del alba eran suficientes para apreciar en todos sus detalles el panorama de la región. Por el Oriente los contrafuertes de la cordillera destacaban sus masas oscuras en la claridad naciente del día, y por el Norte, Sur y Occidente, extendíase hasta el confín del horizonte, ligeramente brumoso, un llano ondulado por pequeñas colinas de un tinte gris y cruzado en todas direcciones por rayas blanquecinas.
En la dilatada extensión, se destacaban las construcciones de varias Oficinas. De las más cercanas se distinguían las siluetas de los aparatos elaboradores, los edificios de la Administración y los campamentos. Y por sobre todo esto veíase la alta chimenea de la casa de máquinas, empenachada de humo.
Olave y su camarada seguían un angosto sendero que bordeaba profundas zanjas, montones de costra, agujeros y excavaciones innumerables. A derecha e izquierda, delante y detrás, el suelo, hasta donde alcanzaba la vista, estaba acribillado de grietas. La tierra aparecía revuelta y removida en tal forma, y tan profundamente, como si un arado gigantesco la hubiese roto en todas direcciones. Y en esta superficie semejante a la de un mar tempestuoso, súbitamente petrificado, todo estaba muerto: la vista más penetrante no podía distinguir ni un ave, ni un insecto, ni la más insignificante brizna de yerba, mi el más leve signo de vegetación.
Para Olave, acostumbrado a los verdes campos del sur, el aspecto del paisaje nada tenía de atrayente. La naturaleza salvaje y hostil del desierto, comenzaba a pesar en su ánimo. Una sensación, mezcla de desaliento, de tristeza y de soledad, reemplazaba sus entusiasmos de la víspera.
Su camarada, que había caminado hasta entonces silencioso a su lado y que lo observaba, de cuando en cuando, a hurtadillas, le dijo de pronto:
—Compañero, parece que no le gusta la pampa.
Olave, sacado bruscamente de sus reflexiones, titubeó un instante en responder:
—Si, la verdad —dijo—, me gusta poco.
—A todos los que llegan del sur les pasa lo mismo. Algunos se vuelven, pero los más se quedan y se acostumbran tanto que ya no pueden trabajar en otra parte.
—Yo no puedo decir si me quedaré o no. Me enganché porque tenía ganas de conocer el norte. ¡Tanto se habla por allá que aquí se gana la plata a puñados!
El calichero sonrió.
—¡Bah! Los agentes del enganche prometen este mundo y el otro, pero no resultan las cosas como ellos las pintan. Es cierto que se gana más, pero también es cierto que se gasta más y se trabaja más.
Ascendían en ese momento una pequeña colina. Una vez en lo alto, el obrero, sin detenerse, señaló con la diestra delante de él:
—Allí está la calichera.
Olave clavó la vista en el punto indicado y distinguió un enorme y confuso montón de costras.
—La troné yo mismo hace dos meses —continuó su acompañante—. El caliche es de buena ley, pero ahora la veta se está adelgazando mucho. Luego vamos a tener que tronar otra.
Algunos minutos más transcurrieron y por fin se encontraron en el sitio señalado. Este era una excavación de más de tres metros de ancho por doce o catorce de largo y de una profundidad media de un metro cincuenta centímetros. Cerca de un extremo había un espacio despejado: era la cancha para limpiar y triturar el caliche.
Mientras Olave, sentado al borde de la zanja, contemplaba el desolado paisaje, el calichero se ocupaba en extraer de sus escondrijos las herramientas, martillos, barretas y palas que iba depositando en la cancha.
Cuando hubo terminado, fue a sentarse junto al mozo y empezó a darle algunas explicaciones sobre el trabajo que iban a ejecutar. En breves frases le detalló los diversos procedimientos para extraer y limpiar el caliche y dejarlo listo en el acopio para su acarreo a las máquinas chancadoras.
—Esto es muy fácil, compañero —concluyó—, y Ud., que acaba de llegar, en una semana sabrá tanto como yo, que estoy en la pampa no sé cuántos años.
Olave comenzó la tarea con gran empeño. El aire fresco del amanecer estimulaba sus energías. Vestía como su camarada un holgada blusa de género blanco y pantalones de diablo-fuerte. De regular estatura, bien conformado, todo denotaba en él salud y fuerza. Su agraciado y moreno rostro y sus pardos ojos, de mirada franca y leal, predisponían desde luego en su favor. En cambio su compañero seco y anguloso, de semblante duro, de ojos pequeños y vivaces, era a primera vista poco simpático. Pero muy pronto esta mala impresión desaparecía ante sus calmosos modales y la seriedad y mesura de todos sus actos. Por su aspecto, parecía haber pasado de los cincuenta años. Sin embargo no había cumplido aún los cuarenta. El clima, el trabajo y el alcohol lo habían envejecido prematuramente.
La operación de triturar el caliche sólo requiere fuerza de puños. Olave, con ayuda de un grueso martillo de diez o doce libras de peso, comenzó con gran empeño la tarea. Había que romper los trozos de mineral en menudos pedazos para ser fácilmente manejados por la pala, con la cual eran lanzados al acopio, en el que había ya algunas carretadas.
El trabajo que se había reservado su camarada era más complicado y requería cierta práctica, pues gran parte del mineral estaba adherido a la costra y había que separarlo empleando ya el combo o la dinamita. Sirviéndose de la barreta como palanca, el calichero volteaba los enormes trozos de costra hasta dejarlos en postura conveniente. Luego tomaba un martillo y comenzaba a desprender el caliche. Según la adherencia fuese más o menos tenaz, empleaba el martillo conveniente hasta llegar al de veinticinco libras, el más grande de todos. Cuando el combo no daba resultado, se apelaba a la dinamita para dividir los trozos demasiado grandes.
La huelga
De pie, mientras descansa apoyado en el mango de la pala, Luis Olave contempla el torso desnudo de su compañero. Bajo la cobriza piel cubierta de sudor y de polvo, dibújanse los salientes omóplatos y las vértebras de la espina dorsal.
Un sentimiento, mezcla confusa de piedad, disgusto y admiración, embarga por algunos instantes el espíritu del mozo, que no alcanza a comprender cómo aquel cuerpo esquelético puede soportar una tarea que se prolonga desde hace cinco horas sin interrupción.
Dentro de la calichera, especie de zanja de dos metros de profundidad, el calor arrecia por momentos. De vez en cuando bocanadas de aire que parecen escapadas de un horno caliente penetran en la excavación y abrasan los pulmones de los obreros con su hálito de fuego.
A pesar de su indomable energía, Olave se siente desfallecer. Bañado en sudor, resecos los labios, abrasadas las fauces, experimenta un deseo irresistible de saltar fuera de aquella zanja que le parece un respiradero del infierno. Pero el ejemplo de su camarada le devuelve de nuevo a la pala, y prosigue amontonando en el acopio el caliche triturado.
Por fin, ve Olave que la maza de acero de veinticinco libras de peso que maneja su camarada, ha cesado de voltear en el aire. La faena de la mañana ha terminado, y el calichero, fijando una mirada en su joven amigo, le dice entre sonriente e irónico:
—¡Hace calorcito, eh!
Olave no contesta. Aniquilado, deshecho, salta trabajosamente fuera de la calichera y tiende a su alrededor una mirada ansiosa en busca de alguna sombra donde cobijarse. Una ojeada lo convence de lo vano de su empeño. En torno de él el suelo calcinado de la pampa no presenta ningún obstáculo que intercepte los rayos del sol que de lo alto del cielo gris acribilla el espacio con el torbellino de sus dardos de fuego.
La voz del calichero resuena otra vez en el silencio.
—Vamos andando, compañero, que son ya más de las diez y nos esperan para almorzar.
El joven echa a andar maquinalmente, siguiendo los pasos de su camarada. Durante media hora, abrumados por la fatiga y la elevadísima temperatura, caminaron bordeando las calicheras abandonadas y siguiendo las huellas de las carretas en dirección al campamento.
A medida que el sol elevábase al cenit, el calor hacíase intolerable. Del caldeado suelo alzábase un polvo sutil que flotaba envolviendo las siluetas de los obreros y dejando tras de ellos una especie de estela blanquecina suspendida en la atmósfera sinuosa.
Cuando estuvieron en la oficina, ambos amigos se separaron, encaminándose el calichero a su habitación, en tanto que Olave penetraba en la fonda, una sala baja, larga y angosta, llena de trabajadores que comían y bebían sentados delante de pequeñas mesas alineadas a lo largo de las paredes. En el testero de la sala estaba la cantina, y detrás del mesón, un hombre y una mujer atendían a los parroquianos.
Olave, torturado por una sed intensísima, se acercó al mostrador y pidió de beber. La mujer se le acercó solicita y a cada pedido que hacía el joven se sonreía y meneaba negativamente la cabeza y entre extrañada y burlona, declaró que no había sino licores, vino y cerveza, y que para beber horchata, sorbetes y bebidas gaseosas había que bajar al puerto.
Para el mozo, enemigo de las bebidas espirituosas, la noticia fue en extremo desagradable, y tuvo que resignarse a beber cerveza, pues el agua recalentada que había bebido en la calichera, era un brebaje que además de no quitar la sed, era nocivo a la salud por las sales en disolución que contenía y que le daban un sabor acre y amargo.
Concluido el frugal almuerzo, Olave, sentado junto a una mesa en un extremo de la sala, se puso a observar lo que pasaba delante de él. La fonda estaba a esa hora extraordinariamente animada. Alrededor de las mesas había veinte o treinta hombres, jóvenes en su mayor parte. Algunos reían y bromeaban con las mujeres encargadas del servicio, y otros, más graves, conversaban de asuntos concernientes al trabajo. De vez en cuando algunos se alejaban de sus asientos y aproximándose al mesón, bebían un postrer vaso de vino y abandonaban en seguida la sala. Otros que llegaban ocupaban los sitios vacíos, y las charlas se reanudaban de una mesa a otra, cruzándose preguntas y respuestas, algunas de las cuales arrancaban, a veces, grandes risotadas al auditorio.
Durante una hora, Olave, medio amodorrado por el calor, contempló aquel espectáculo con cierto disgusto no exento de tristeza al ver el enorme consumo de vino que hacía cada uno de aquellos obreros. Aunque llegado el día anterior, lo poco que había visto en la tierra del salitre había dejado una triste impresión en su ánimo. Por un lado el clima opresor, implacable y feroz del desierto, y por otro un trabajo bestial, embrutecedor, y agregábase el alcoholismo que convertía aquellos cerebros en blanda pasta para la explotación capitalista. Todo estaba, pues, allí, confabulado para mantener a esos hombres sumidos en la miseria física, intelectual y moral en que yacían. Y su propósito de estudiar y conocer a fondo aquella vida, aquellas faenas únicas en el mundo, se acentuó una vez más en su espíritu. Conocidos los factores del complicado problema, podía buscarse la solución en caso que la tuviese.
* * *
Desembarcado apenas una semana, en Iquique, su primer cuidado
había sido ponerse al habla con dos amigos con los cuales mantenía
correspondencia desde el sur. Uno de ellos residía en el puerto y el
otro se encontraba a la sazón en la pampa. El primero lo puso al
corriente de los usos y costumbres de la pampa, haciéndole saber que en
las salitreras se ejercía por los jefes una especial vigilancia sobre
los obreros, arrojándose infatigablemente fuera de las oficinas a todo
aquel que por su mentalidad tuviese algún prestigio entre sus compañeros
y se diese cuenta y protestase de los abusos de los patrones.
Llamábaseles agitadores y se les perseguía con encarnizamiento.
Conocedor de esos detalles, había obrado con gran prudencia a su llegada a la oficina, prudencia que se había acentuado al saber que el camarada que buscaba había tenido una semana antes que abandonar la oficina por un altercado con un jefe.
Como nadie supo decirle a qué punto se trasladó aquel amigo, decidió, en tanto lo averiguaba, quedarse en la oficina y trabajar en ella para irse imponiendo prácticamente de aquella vida, como era su propósito. Las dificultades de la empresa eran para su carácter aventurero un incentivo más.
Su plan, aunque vago y confuso, era en primer lugar despertar en los obreros ideas de asociación a fin de establecer sociedades de socorros mutuos, de instrucción y recreo para habituarlos a la sobriedad y la continencia.
No se le ocultaba lo difícil de la tarea, pero habituado a la lucha los obstáculos no le arredraban. Huérfano desde muy joven, ingresó como cajista a una imprenta de la capital. La obligada lectura delante de las cajas de composición despertó en él el deseo de instruirse, y se entregó con ardor a leer cuanto impreso caía en sus manos. De sentimientos generosos, lleno de entusiasmo, los libros de Gorki, Tolstói, Marx y Kropotkin hacen de él un anarquista furibundo. En unión con otros compañeros se dedicaron a propagar doctrinas socialistas y anarquistas entre las masas trabajadoras. Perseguido, encarcelado, sufrió toda clase de vejaciones.
Cuando hubo pasado la ráfaga de las muevas ideas revolucionarias, su clara inteligencia comenzó a orientarse, librándose de las utopías que los libros habían dejado en su espíritu. Examinó con criterio analista los factores del problema, y se convenció que jamás el pueblo, dada su ignorancia y miseria intelectual, saldría por sí solo del abismo de abyección en que se debatía. Para que esto sucediese, la ayuda debía venir de arriba. Pero las clases dirigentes estaban sordas y ciegas y no querían ver ni oír. Había, pues, que apelar a los propios obreros, a los instruidos, a los poquísimos que emancipados del medio opresor podían ayudar a sus camaradas. En unión con otros compañeros, tan entusiastas como él, recorrió los centros fabriles del país, fundando en ellos sociedades de resistencia, mancomunales, centros de lectura y entretenimiento, trabajando en las más variadas faenas. Alto, blanco, rubio, robusto, de carácter alegre, de palabra fácil, se insinuaba prontamente entre los obreros, que le estimaban y le oían con gusto. Este contacto íntimo con el pueblo le dio una gran experiencia en cuestiones sociales. Al palpar de cerca la atroz miseria de las masas proletarias sintió acrecer en su corazón la piedad por los desheredados y avivarse la aversión hacia los explotadores.
Sus deseos de visitar el desierto habíanse por fin realizado, y sus primeras impresiones vinieron a confirmarle cuanto de malo había oído de la región del salitre.
Al comparar los floridos campos del sur con aquel yermo desolado y muerto, le parecía que estaba en otro planeta. Todo lo que veía era para él tan nuevo, tan extraño, que su curiosidad se acentuó por conocer los detalles e interioridades de aquel medio tan nuevo y desconocido.
* * *
La campana de un reloj colgado en la pared dio las doce del día.
Olave se levantó y se dirigió al mesón, junto al cual conversaba y bebía
un grupo de trabajadores. Entre las miradas curiosas que le dirigían,
salió después de pagar el consumo y se encaminó donde el calichero que
ya debía de haber almorzado. Fuera de la puerta detúvose un momento y
abarcó de una ojeada todo el paisaje. Delante de las máquinas de
elaboración, destacábanse hermosas y confortables las casas de la
administración y de los empleados, con amplios corredores, con
techumbres de cañas. A sesenta metros a la izquierda, alzábase el
campamento, morada de los trabajadores. No podía ser más crudo el
contraste entre ambas construcciones. Separados por estrechas
callejuelas, alzábanse pequeños cuartos con paredes y techumbres de
zinc. Olave se internó en una de estas callejuelas, y después de
examinar con cuidado las cifras pintadas encima de las puertas se detuvo
en el número 30. Una voz, sonó en el interior.
—Adelante, compañero.
El mozo traspuso el umbral y se encontró en una pieza muy baja y estrecha, que era a la vez cocina, comedor, dormitorio y lavandería. Después de ocupar el asiento que el dueño de casa le ofrecía, el joven preguntó:
—¿Y cómo sigue el niño?
La madre, que en ese instante se ocupaba en lavar algunas tazas y platos, contestó sin alzar la cabeza, con resignación:
—Está lo mismo.
Olave permaneció durante algunos minutos silencioso: reflexionaba paseando sus miradas por la habitación miserable. Aquel cuarto, igual a todos los demás del campamento, era pequeño, estrecho. Los muros y el techo estaban formados por planchas de hierro acanalado, sujetas a delgados listones de madera. Nada más primitivo que aquellas construcciones.
Una puerta y una ventana sin vidrios daban a la callejuela. En el fondo se distinguía por el hueco de una puerta otra habitación igual que servía de dormitorio. A esa hora, mediodía, dentro de esa ratonera, el calor era intolerable. Las planchas de hierro de las paredes y techumbres caldeadas por aquel sol tórrido, elevaban la temperatura del interior a extremos increíbles. Del piso de tierra húmeda y salitrosa subía un vaho tenue, nauseabundo con los desperdicios de comida y basuras que había en los rincones. Aunque el espectáculo de la miseria le era familiar, Olave experimentó dentro de aquel infame tugurio una sensación penosa de malestar. Sentado en frente de él, el dueño de casa fumaba silenciosamente un cigarrillo. Flaco, enjuto, de piel curtida, su atezado rostro tenía una expresión de fatiga muy marcada. La mujer, pequeña, un tanto obesa, de rostro moreno, con sus ojos pardos vivos irritados con el humo del hogar, más joven que su marido, el cual, según confesión hecha el día anterior a Olave, contaba cuarenta años, tenía también un aspecto de cansancio bien pronunciado.
El contenido del cuarto demostraba una pobreza suma: una mesa y dos o tres bancos de madera, eran todo el mobiliario. A un lado de la puerta de entrada estaba el hogar, una especie de túmulo formado de bloques de costra.
En la pieza contigua resonó la voz de la mujer:
—Fermín, ¡ven!
El obrero se levantó con lentitud y cruzó en silencio el cuarto. Un minuto después volvió a salir, y dijo a Olave que lo interrogaba con la mirada:
—Está muy malo; creo que no pasará de hoy.
Olave se levantó y penetró a su vez en el cuarto que era más pequeño, con el techo y paredes de planchas de zinc. Unas rendijas dejaban filtrar un poco de luz. En un rincón, sobre un lecho miserable, yacía inmóvil una criatura. Devorado por la fiebre, el pequeño estaba sumido en una especie de sopor. El rostro demacrado, medio cubierto por largos bucles castaños, tenía un tinte hermoso.
Olave miró un instante y preguntó a la madre:
—¿Qué edad tiene?
—Dieciocho meses —fue la respuesta.
—¿Lo ha visto el médico?
—La última vez que lo vio hace quince días.
—¡Quince días! ¿Y por qué?
—Es empacho el que tiene.
Es la enfermedad de todos los niños. En cuanto los destetan, los alimentos inapropiados, la falta de leche, los enferman del intestino. Son muy pocos los que escapan.
—Con éste enterramos seis en el cementerio.
La indiferencia de los padres indigna al principio a Olave, pero después comprendió que ello debía ser así y no de otro modo.
Salió der allí con el corazón acongojado, y no pudiendo soportar aquel espectáculo, abandonó la habitación y fue a esperar a la sombra de un cobertizo que dieran las tres, hora en que debían reanudar las tareas en la calichera.
En la pampa
Son las seis de la mañana. El sol por encima de las quebradas de Aroma y de Camiña esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora.
Bajo el cielo azul, de una pureza y transparencia extraordinarias, la parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado los raros caracteres de una extraña fórmula.
Grietas y estrías profundas recortan y cruzan en todas direcciones la yerma extensión del páramo, donde la luz es rayo que fulmina en el cénit y la sombra témpano que hiela en las tinieblas de la noche.
Todo está inmóvil y muerto en este suelo maldito. En vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hendido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña. Bíblicos campos sembrados de sal, un Jehová vengativo fulminó contra esta tierra un anatema de esterilidad perpetua.
A pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón y su hijo Vicente trabajan desde el amanecer, en la apertura de una calichera.
De pronto Olave se puso de pie y mostrando con la diestra una pequeña nube de polvo que se destacaba en lontananza, dijo a su compañero:
—Ahí viene la carreta.
Fermín miró en la dirección indicada y calculando con la vista la altura del sol dijo con aire satisfecho:
—Si Juan se apura un poco alcanzamos a tronar el tiro antes de almuerzo.
Un largo cuarto de hora transcurrió hasta que la carreta arrastrada por tres vigorosas mulas viniese a detenerse delante de los obreros.
Juan, el conductor, un mocetón fuerte, desmontó de su cabalgadura y ayudado por los dos hombres comenzó a descargar el contenido del vehículo, diez enormes sacos de pólvora, un rollo de guías, dinamitas y algunas herramientas.
Cuando el último saco estuvo en el suelo, por el camino que había venido la carreta apareció un jinete que corría a todo galope.
Momentos después el corrector, un hombre de veinticinco años, de facciones vulgares, de ceño duro y ademán autoritario, detuvo su sudoroso alazán en el sitio que la carreta acababa de abandonar y echó pie a tierra, junto a la abertura circular del barreno que medía cincuenta centímetros de diámetro por dos metros y medio de profundidad.
—¿En qué dirección está la taza? —preguntó.
Fermín dijo:
—De sur a norte.
—¿Qué largo?
—Dos metros por lado.
Pareció satisfecho de la respuesta y sacando del bolsillo interior del paletó una libreta, trazó en ella con lápiz algunas líneas y en seguida preguntó al más joven de los obreros:
—¿Cómo te llamas?
—Luis Olave.
—¿Y tú?
—Fermín Pavez.
Hechas las anotaciones, guardó el libro y montó de nuevo a caballo y encarándose con el más anciano le dijo, señalando a Olave:
—Como este mozo es todavía poco vaqueano en estos trabajos, tú eres responsable de cualquier accidente que aquí suceda. Antes de poner la guía aprieten bien la pólvora para que no se arrebate el tiro. El diario, dos pesos, les corre desde hoy.
Pavez se encogió de hombros y murmuró entre dientes:
—¡Responsables ... siempre la misma canción!
Luego, sin pérdida de tiempo pusieron mano a la tarea de cargar el tiro vaciando uno a uno en el orificio del barreno los sacos de pólvora.
Cuando hubieron vaciado el quinto, Fermín tomó una barreta y procedió a ejecutar la tarea recomendada por el corrector de apretar la carga.
Olave viendo al obrero introducir la barra de acero en la negra masa del explosivo y revolverlo furiosamente con la herramienta, dio un salto atrás, lleno de estupor por la temeraria imprudencia de aquella maniobra.
Fermín lo miró con sorna y le dijo burlón.
—Tiene miedo chamuscarse, compañero.
El mozo contestó:
—Pero, ¿no ve, compañero, el peligro de que se encienda la pólvora?
Esta operación debía hacerse con un trozo de madera.
El obrero se encogió de hombros y no contestó.
Desplazada la pólvora en la base y vaciados los cinco sacos restantes, Fermín, en tanto que Olave se retiraba a prudente distancia, introdujo de nuevo la barreta en la carga removiéndola en uno y otro sentido con la tranquilidad del que maneja el batido dentro de la chocolatera.
El joven le contemplaba angustiado, lleno de estupor ante aquella inconsciencia y desprecio del peligro llevada hasta ese extremo, y experimentó un gran alivio cuando la temeraria operación estuvo terminada. Se acercó, entonces, al barreno que los veinte quintales de pólvora, perfectamente desplazados, dejaban libre en toda su longitud, enteramente libre.
Faltaba solamente colocar la mecha y atacar el cañón del tiro, lo que hicieron en seguida sujetando la guía a un trozo de costra que arrojaron dentro de la abertura, y dejando afuera las dos extremidades rellenaron el hueco con tierra, apisonándola fuertemente con la barreta.
Cuando esta última operación estuvo terminada, Olave sacó de un bolsillo del interior de la blusa un reloj de tapas de acero y miró la hora; eran las ocho de la mañana y la intensidad de la irradiación solar había aumentado de un modo notable. La atmósfera era pesada y sofocante y los cuerpos de ambos estaban empapados en sudor. Olave, abrasado por la sed, cogió la cantimplora de hoja de lata y la llevó a sus labios, pero al punto la apartó con disgusto. A pesar de la precaución que había tomado de dejarla a la sombra, bajo un bloque de costra, el agua que contenía el jarro estaba recalentada y le pareció un brebaje insoportable. Además, aquel líquido contenía en disolución diversas sales que le daban un sabor acre y amargo. Concluidos todos los preparativos para tronar el tiro, ambos obreros se pusieron a buscar un refugio para ponerse a cubierto de los efectos de la explosión, el que encontraron a cien metros de ahí en el fondo de una calichera abandonada a la cual trasportaron útiles y herramientas.
La longitud de las mechas era de diez metros cada una y la tarea de encenderlas fue cosa de un instante. En tanto que su camarada mantenía unidas cuidadosamente ambas extremidades, Olave aproximaba a ellas la brasa de su cigarrillo. Al punto brotó allí un ligero chisporroteo, visto el cual por el mozo echó a correr desaforadamente hacia la calichera. Su camarada le imitó sólo cuando se convenció de que las dos mechas estaban encendidas.
Desde su escondite, protegidos por un enorme bloque de costra, podían percibir el montoncillo de tierra proveniente de la excavación del barreno. Olave, reloj en mano, contaba los minutos... uno... dos... tres. Cesó de mirar la esfera y esperó, clavados los ojos en el punto de mira para no perder ni un detalle de lo que iba a ocurrir. Pasaron diez... veinte segundos y de pronto trepidó la parda tierra de la pampa, brotó una colosal humareda con tintes rojos y azules, junto con una nube oscura en forma de cono puntiagudo que se elevó a una inmensa altura. Un estampido bronco, apagado retumbó en el espacio.
Olave quiso abandonar el escondite, pero su camarada lo retuvo de un brazo y le hizo ocultar la cabeza bajo la costra, en tanto que le decía:
—Cuidado con el bautismo, compañero.
El aviso no podía ser más oportuno, pues en el mismo instante algo como un gran aerolito cayó con horrible violencia delante de ellos y se deshizo en fragmentos, cubriéndolos de tierra. Algunos sordos estallidos se oyeron en otros puntos. De nuevo el joven quiso asomar la cabeza pero su camarada lo retuvo nuevamente diciéndole:
—Estos son los grandes, luego vienen los chicos que son los peores.
—Y al punto, confirmando lo que el obrero decía, una lluvia de pequeños pedruscos acribilló la tierra. Durante un largo minuto ambos se mantuvieron agazapados oyendo caer los pedruscos hasta que por fin se restableció el silencio solemne del desierto.
Pasado el peligro, ambos se encaminaron al sitio de la explosión conduciendo las herramientas.
En un espacio de muchos metros cuadrados la tierra había sido removida, agrietada por mil partes. En el centro mostrábase un surco de algunos metros de largo y tres o cuatro de ancho, por dos de profundidad. Enormes trozos de costras arrancados y dados vuelta formaban murallas a lo largo de esta zanja.
Fermín y su camarada detuviéronse en el borde a examinar los resultados del polvorazo.
El viejo parecía satisfecho y dijo a su camarada:
—Buen trabajo ha hecho el tirito, compañero. Ahora nos toca a nosotros. Lo primero es hacer la cancha para el acopio.
Sin detenerse un momento, ambos pusieron manos a la obra, amontonando en un extremo de la zanja la tierra y costras, formando al mismo tiempo, para que no se desmoronase el montón, un parapeto o muro hecho de costras. Durante una hora, sin cambiar apenas una que otra palabra, trabajaron con empeño en la construcción de la cancha, pero la obra avanzaba con lentitud, pues había que vencer dificultades enormes.
Otra hora más transcurrió y el trabajo de cancha estaba recién esbozado.
La huelga
Son las 6 de la mañana. El sol por encima de los contrafuertes andinos esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora.
Bajo el cielo azul de una pureza y transparencia extraordinarias, la parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado, repitiéndolos al infinito, los blancos caracteres de una misma fórmula.
Son los rajos de las calicheras.
Anchas grietas recortan y cruzan en todas direcciones la yerma extensión del páramo donde el bochorno del día y el frío glacial de la noche han sellado un pacto eterno de confabulación y hostilidad a la vida.
Bíblico campo sembrado de sal, en vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hundido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña.
La ausencia absoluta de toda vegetación da a la tierra convulsionada el aspecto de un negro mar embravecido, súbitamente petrificado.
Un silencio solemne reina en la pampa, que sólo interrumpen de tarde en tarde, la sorda y lejana detonación de un tiro o los gritos desaforados y rabiosos de los carreteros.
Á pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón Araya y su hijo Vicente se ocupan desde el amanecer en la apertura de una calichera.
Vestidos con el traje de rigor: blusas y pantalones de tela blanca, trabajan con ahínco a fin de aprovechar la favorable temperatura de la mañana. En tanto que los dos primeros aprietan las cargas de pólvora, Simón y Vicente finiquitan la destazadura del último barreno.
Con los pesados machos, los particulares o calicheros golpean rudamente los atacadores de madera de sauce, encima de los tacos de chuca y costra, a fin de asegurar la mayor eficacia del tiro.
La tarea avanza lentamente y se hace más penosa a medida que el sol se levanta en el horizonte por sobre la brumosa serranía del oriente. Poco a poco, con la gloriosa irradiación del astro aumenta y crece el bochorno del día. Sobre la tierra caldeada el aire tiembla y produce fantásticos espejismos, que cambian de forma y se desvanecen en las lejanías grises y cenicientas.
Hacia el oriente, a varios centenares de metros, se alzan las opacas y chatas construcciones de las oficinas, sobre las cuales se destacan perfilándose, rectas en el horizonte, las negras y humeantes chimeneas de la máquina.
En tanto que los particulares voltean en el aire sin descanso los pesados martillos, el barretero Simón, echado de bruces en el suelo, vigila la tarea del destazador metido cabeza abajo dentro del agujero circular del barreno.
Para mantener al muchacho a la altura conveniente tiénelo su padre asido por los tobillos, lo que le permite oír la respiración anhelosa del pequeño, que falto de aire y sofocado por el polvo, sufre mortales congojas en aquella posición invertida.
De pronto, Olave, que concluida su tarea se ha aproximado y mira con atención dentro del orificio, ve que los desnudos y hermosos piececillos se crispan convulsivamente entre las rudas manos del obreros el cual, incorporándose con prontitud extrae fuera de aquel embudo el cuerpo diminuto de un rapazuelo de 8 años.
Blanco de polvo, los ojos inyectados en sangre y la cara congestionada, el pequeño era presa de un violento acceso de tos.
El barretero murmuró furioso:
—¡Maldito diablo! No aguanta ni tres minutos. En esta taza vamos a enterar el día.
Olave, que inclinado sobre el niño limpiaba con su pañuelo el menudo rostro cubierto de sudor y tierra, reconvino amistosamente a su camarada:
—Simón, el chico está resfriado y es inhumano hacerlo trabajar así. ¿No es cierto, Vicente, que sentiste frío esta mañana cuando salimos del campamento?
El pequeño, con los ojos llenos de lágrimas, contestó mirando a su padre:
—No, es el polvillo de la chuca que cae de arriba y me pica la garganta... Eso es lo que me hace toser.
Olave, que sentía crecer la piedad que le inspiraba la criatura, propuso a sus camaradas tronar los dos tiros que tenían listos y dejar la carga y la explosión del tercero para el día siguiente.
Pero ambos le objetaron al punto que el rajo resultaría entonces demasiado corto. Para trabajar con comodidad necesitaban que la calichera tuviese una longitud de diez metros, lo que únicamente conseguirían explotando los tres tiros a la vez.
Las razones aducidas por los obreros eran irrefutables, y Olave hubo de resignarse, mal de su grado, a no insistir en su proposición.
A una seña de su parte, acababa de extraer con la cuchara los últimos residuos de coba depositados en la taza, el chico se aproximó a la abertura y, empuñando con la diestra la pequeña y acerada barra cortada en bisel, que el obrero le alargaba, se introdujo cabeza abajo en el angosto cañón del tiro.
Olave, ahogando un sentimiento de protesta y conmiseración, apartó con disgusto la mirada de aquel espectáculo y pasando junto a Fermín, que seguía atacando la carga del segundo tiro, fue a sentarse a pocos pasos de distancia en un bloque de costra. Paseó una mirada vaga por el tétrico y desolado paisaje sintiendo su ánimo embargado por una indefinible y honda sensación de malestar. Para su generoso espíritu sediento de justicia, la vida miserable de tantos millones de hombres embrutecidos por crueles faenas en una naturaleza hostil, era un manantial inagotable de sufrimientos a la vez que un acicate para persistir en la obra en que estaba empeñado.
Conocer a fondo la causa generadora de tantas miserias era el propósito que le hacia soportar la penosa vida que llevaba hacía un mes en la tierra del salitre. Muy joven, pues sólo contaba 26 años, Olave llevaba desde tiempo atrás una vida azarosa y aventurera. Paladín de las nuevas ideas de reivindicaciones obreras, había tomado una parte activa en las luchas que contra el capital iniciaron las masas proletarias.
Huérfano, de condición humilde, había profesado los más diversos oficios hasta obtener una plaza de cajista en una imprenta. La influencia del medio, la lectura de ciertos libros y el contacto con ciertas compañías hicieron de él un anarquista furibundo. Sin embargo, muy pronto su espíritu observador y equilibrado reaccionó, y comenzó a ver cuánto había falso y utópico en ciertas teorías. Conocedor de la mentalidad del pueblo, del profundo abismo de ignorancia, vicios y miserias en que se halla sumergido, aquella evolución de su espíritu se acentuó y la revolución social y la suplantación de los de arriba por los de abajo, le parecieron en el momento actual tan lejanas e imposibles como invertir la carrera del sol. Sin embargo, esta comprensión del problema no lo desanimó, y orientado por su buen sentido se entregó de lleno a la obra de propagar entre los trabajadores ideas de unión y de asociación.
Durante dos años, secundado por otros camaradas, dedicó todas sus energías a la obra de sacar de su modorra secular a las masas, haciéndolas entrever un cambio en su condición. Sin desanimarse nunca, soportando con paciencia las persecuciones de arriba y los ataques de los de abajo, de los mismos a quienes procuraba favorecer, tuvo la satisfacción que sus esfuerzos no eran perdidos.
Poco a poco el pueblo comenzaba a despertar de su letargo y en los centros fabriles de Santiago y Valparaíso aparecieron junto con las cooperativas, las mancomunales y sociedades de resistencia, las primeras hojas impresas redactadas por obreros. El movimiento inicial estaba dado, y seguro de que no se detendría Olave pensó entonces trasladarse a la región salitrera de la que las frecuentes huelgas de trabajadores tenían preocupado al gobierno del país.
Diversas circunstancias impidieron a Olave realizar estos propósitos hasta el día en que un enganche se lo permitió.
En las cuatro semanas transcurridas desde su arribo a la pampa había recorrido varias oficinas a fin de imponerse de las diversas fases de esa vida y de esa faena únicas en el mundo. Pronto tuvo que convencerse que sólo la magnitud de esas oficinas las diferenciaba y que las características de todas ellas eran las mismas con pequeños detalles que no alteraban la uniformidad del conjunto. Esta circunstancia lo decidió a quedarse en Santa Clotilde, aceptando la proposición que le hiciera Pavez el día anterior, para explotar juntos una calichera. Cerrado el trato, a las 5 de la mañana daban ambos principio a la tarea de cargar los tiros ya preparados, operación que había terminado antes que la destazadura del tercer barreno estuviese lista.
En tanto que Pavez igualaba la longitud de las guías y las ataba con un bramante, Olave desde su sitio seguía los movimientos del barreno. Cada tres o cuatro minutos Simón extraía tirándolo por los pies al pequeño Vicente, que tras un breve descanso volvía a introducirse en el hueco como un reptil que se mete en su madriguera.
La brutal faena de la criatura despertaba en Olave amargos rencores que un tiempo le dominaron. Entristecíale profundamente la inconsciencia de aquel padre que como tantos otros entregaba, a cambio de algunas monedas, a sus pequeñuelos a la voraz explotación capitalista, que los deformaba prematuramente y no reparaba en medios.
Por eso experimentó un gran alivio cuando el obrero llamó a Fermín una vez terminada la taza.
Olave se levantó y se aproximó a su vez para examinar el trabajo. El cañón del tiro, de un diámetro inferior a cuarenta centímetros, atravesaba las capas de chuca, costra, caliche, congelo, y terminaba en la coba, don- de el destazador lo había ensanchado considerablemente practicando una cavidad circular capaz de contener dos quintales de pólvora.
Fermín después de un breve examen se declaró satisfecho, y procedió en el acto a efectuar la carga. Desenvolvió un rollo de guía y cortó con cortaplumas un trozo de diez metros de longitud. En seguida dobló la mecha por la mitad y sujetó en este punto un pedazo de costra, el que arrojó dentro del agujero, dejando afuera sus dos extremidades. Acto continuo ayudado por Olave arrastró un enorme saco de pólvora que yacía a corta distancia hasta el borde de la abertura, dentro de la cual vaciaron gran parte de su contenido. Luego y a pesar de las protestas de Olave comenzó el calichero a desplazar el explosivo dentro de la taza valiéndose para ello de una barreta de acero en vez del mango de madera de la cuchara.
Fermín y Simón y aun el pequeño Vicente se reían del estupor de Olave ante aquella temeridad. ¡Vaya con el nuevo y qué valiente era!
A pesar de sus burlas, el mozo se apartó a prudente distancia temiendo que el roce del acero en las asperezas del terreno encendiese la chispa que determinase la deflagración de la pólvora.
Aquel desprecio por la vida, detalle que había comprobado en la pampa, era para Olave un síntoma revelador de hasta qué punto alcanzaba la miseria de aquellos que habían modificado en la existencia una de las leyes fundamentales de la naturaleza: el instinto de conservación.
A pesar de los dolorosos accidentes producidos, habían adoptado los obreros aquel medio por el más rápido, sin cuidarse para nada de sus consecuencias.
Pronto con aquel medio expeditivo el desplazamiento de la pólvora quedó terminado, Y Olave cogió el macho, el atacador, y se acercó para ayudar a Fermín que arrojaba dentro del tiro pequeños trozos de costra y chuca para formar el primer taco.
Cuando la delicada y laboriosa operación de atacar el tiro estuvo terminada, el barretero y su hijo estaban ya muy lejos.
Los tres tiros en linea recta y a igual distancia unos de otros dejaban sobresalir en la superficie las seis largas mechas todas iguales en longitud. A fin de encenderlas todas a la vez, unió Fermín las extremidades de las guías con un bramante y colocó el haz así formado encima de un montoncillo de pólvora que había reservado al efecto y lo esparció en forma de reguero.
Antes de encender el fósforo que debía prender el reguero de pólvora, los particulares recogieron las herramientas y las apartaron, luego miraron a su alrededor para asegurarse de la soledad del sitio. Convencido que no había alma viviente en las proximidades, Fermín, en tanto que Olave corría a ocultarse en los desmontes cercanos, prendió la pólvora. Al punto una gran llamarada se alzó del montoncillo y las seis mechas libres del nudo empezaron a retorcerse como serpientes y sólo cuando Pavez vio que todas estaban encendidas se alejó a su vez corriendo dando grandes voces, al grito de: ¡Fuego!
Agazapado debajo de un enorme bloque de costra, Olave miraba con atención la leve humareda de las mechas. Transcurrió un largo minuto y sobrevino la explosión que hizo estremecerse el suelo, y con sordo mugido se abrió la tierra y vomitó hacia arriba, entre rojas llamaradas, masas oscuras envueltas en una espesa humareda amarillenta. Segundos después una granizada de proyectiles acribilló el suelo. Olave, advertido por su camarada, se mantuvo quieto en su escondite, pues los trozos pequeños son proyectados a veces a una inmensa altura, lo que retarda su caída largos minutos, después de producido el estallido. Estos pedruscos que atraviesan las capas de aire con la velocidad de una bala, han ocasionado numerosos accidentes. Grande fue pues su inquietud al ver a Fermín desafiando impávido aquella metralla celeste caminando tranquilamente hacia la calichera.
Olave esperó un minuto todavía y se acercó a su compañero.
En el sitio donde se habían clavado los barrenos había ahora una ancha grieta de dos metros de profundidad. A los lados el terreno aparecía removido, volcado en partes y dado vuelta como los labios de una herida.
Dividida en grandes bloques y pequeños fragmentos, la masa volada cubría una gran extensión de cuarenta metros cuadrados, dejando al centro el rajo.
Olave fue el primero que rompió el silencio;
—¿Qué tal, compañero? —preguntó.
El interpelado respondió sin entusiasmo:
—Así, así... Mejor hubiera sido si este tiro —y señaló el último—, no se hubiera casi arrebatado, pero —agregó—, ya no tiene remedio. Otra vez apretaremos mejor el taco. —Olave no contestó, miraba a la distancia una pequeña nube de humo que se movía en dirección a ellos con rapidez. Fermín, que también la había visto, dijo sencillamente:
—Es el corrector, vamos a buscar las herramientas.
En ese momento una carreta cargada de caliche arrastrada por poderosas mulas pasaba hundiendo la llanta de las ruedas sobre las huellas. El conductor, montado sobre el animal de la izquierda, fustigaba el tiro con violencia. Al ver a los calicheros, les gritó, señalando con el látigo algunos trozos de costra esparcidos por el camino:
—Limpien la huella, pedazos de brutos.
Olave se detuvo indignado por la grosería de aquel lenguaje, pero se calmó al punto al ver a Fermín que en tanto apartaba de la huella los obstáculos, devolvía a su contrincante insulto por insulto. La granizada de improperios que salía de sus bocas contrastaba con la risueña expresión de sus semblantes. Cumplían con una costumbre generalizada en la pampa.
Minutos después el corrector, de pie en el borde del rajo, hacía anotaciones en una libreta.
Era un hombre de 35 años, de pequeña estatura, de anchas espaldas, de rostro moreno, curtido por el aire y el sol del desierto. Altanero y despótico, los obreros le temían y le odiaban por su carácter autoritario.
Vestido de un traje de dril blanco con polainas especiales, cubría su cabeza con un ancho sombrero de pita. Después de examinar con gran atención el manto de caliche que la explosión había dejado al descubierto, interrogó brevemente:
—¿Quién de Uds. va a dirigir el trabajo?
—Yo —dijo Fermín, y agregó dirigiéndose a Olave—, el compañero es nuevo en la pampa.
El jefe lanzó sobre el mozo una mirada penetrante y trazó en seguida algunas líneas en su libreta y desgarrando la hoja la pasó a Pavez, diciéndole:
—El diario y el caliche que pasen a la rampla se anotarán en su libreta.
El obrero tomó el papel y después de pasar rápidamente por él la vista lo guardó en su bolsillo del pantalón en tanto le decía:
—Bueno, don Daniel, pero no se olvide que la carretada es a cinco pesos. Así la tratamos ayer.
El corrector se inclinó y recogió un trozo de caliche, lo dio vuelta entre sus manos, con atención desprendió un pedacito y lo puso en contacto con la lengua. Escupió en seguida, y dijo:
—Si la ley no baja, mantengo lo dicho —y poniéndose la libreta en el bolsillo se acercó al caballo, montó y se alejó al trote levantando una nube de polvo.
Fermín hizo una mueca y murmuró con rabia:
—Lo mismo de siempre, si la ley no baja... ya bajará en cuanto les acomode.
Olave le arguyó:
—Pero si la ley baja es fácil comprobarlo.
Fermín lo miró con lástima:
—Vaya, compañero, cómo se conoce que Ud. es nuevo por estos mundos. ¿Qué diría de mí si yo le asegurara que en estos mismos momentos son las doce de la noche?
Olave se sonrió y le contestó:
—Sencillamente que Ud. estaba ciego o loco.
—Pero trataría Ud. de convencerme de mi engaño.
—Me guardaría muy bien de hacerlo.
—Pues lo mismo hacemos nosotros, callar y aguantar el despojo cuando después de pasar la lengua por el caliche nos dicen que está salado.
Luego, sin perder un momento, los particulares dieron principio a la tarea preliminar del desmonte. Empleando las barretas como palancas, daban vueltas los bloques de costra voluminosos, apartando a la derecha la masa volada y a la izquierda el caliche entremezclado en el terreno.
En aquel breve espacio, a dos metros de profundidad, la tarea es penosísima.
A las mueve de la mañana la pampa entera es...
Pesquisa trágica
Una tarde, al finalizar el verano último, mientras conversábamos con un amigo, cómodamente arrellanados en un escaño de la solitaria plaza del pueblo, un hombre vestido con la característica indumentaria del huaso: sombrero alón, zapatos de taco alto, pantalones bombachos y amplio poncho de vicuña, vino a sentarse no lejos del sitio donde nos encontrábamos. Muy joven, de elevada estatura, su rostro, hermoso por la corrección de sus líneas, estaba, exceptuando el fino y rubio bigote, cuidadosamente afeitado. Sin embargo, a pesar de su belleza varonil aquel semblante no despertaba, al contemplarlo, simpatía alguna. Había en su expresión y en el mirar solapado de sus verdes ojos, algo falso y repulsivo que no predisponía en su favor.
Mi acompañante, al verme absorto en la contemplación del desconocido, me preguntó en voz baja:
—Te llama la atención el sujeto, ¿no es verdad?
—Si —repuse—, arrogante es el mozo, pero no quisiera encontrarme con él sin testigos en un camino solitario.
—Tal vez no andes descaminado en tu apreciación, porque las historias que se cuentan de él no tienen nada de edificantes.
—¿Tú lo conoces, entonces?
—Si, y voy a relatarte un acto que se le atribuye y que lo pinta de cuerpo entero.
Y ahí, bajo los frondosos árboles del paseo, mi amigo me refirió la siguiente historia que voy a tratar de reproducir con la mayor exactitud posible.
—...Hace más o menos un año, este buenmozo era comandante de policía en la comuna rural de M. El puesto lo debía a un influyente político, gran elector, y dueño de un valioso fundo en el distrito. Hijo de una muchacha campesina y de padre desconocido, había llegado al mundo en las tierras del magnate, quien, desde pequeño, lo había tomado bajo su protección. Después de terminar sus estudios de primeras letras en la escuela del pueblo, pasó a ocupar un puesto en la servidumbre del fundo, conquistándose con el correr de los años la confianza de su poderoso padrino. En la hacienda fue siempre el terror de los débiles y los pequeños, pues, vengativo y cruel con los hombres y los animales, miraba el sufrimiento ajeno con fría impasibilidad. En época de elecciones era un elemento valiosísimo, porque para raspar un acta, hacer un tutti, asaltar una mesa o secuestrar un vocal, tenía aptitudes sobresalientes. Con estos méritos, nadie extrañó, por tanto, en M., que a raíz de su triunfo en la última campaña electoral, el senador X. obtuviese para su protegido el puesto de comandante de policía de la comuna, que se encontraba vacante.
Se cuenta que al comunicarle al mozo la grata nueva, el personaje le dirigió más o menos este breve discurso:
—Mi amigo, más de un trajín me ha costado conseguir su nombramiento, pero ahora que está Ud. ungido con el cargo, procure mantenerse en él con maña y prudencia. Los adversarios son poderosos y estarán alertas sobre lo bueno y lo malo que Ud. haga o deje de hacer. Convendría muchísimo que tomase gran interés en investigar los delitos que se cometan para desmentir con una pesquisa feliz a los que propalan que en cuestiones policiales Ud. ignora el A B C del oficio.
El flamante funcionario oyó con gran atención estos consejos y prometió seguirlos al pie de la letra.
Como en todos los pueblos pequeños, en M. había dos bandos, que se odiaban y hostilizaban mutuamente. Afiliado al más numeroso, que era el que dominaba, el comandante, siguiendo las advertencias de su padrino, procuró que su conducta funcionaria fuera, en apariencias, lo más correcta posible. Era ambicioso y no quería vegetar en aquel lugarejo, y como contaba con una protección poderosa, podía muy bien, con poco que pusiera de su parte, ascender rápidamente en la carrera. Por eso ansiaba con impaciencia que un hecho delictuoso importante le diese la ocasión de probar a los que dudaban de su capacidad, que estaban equivocados en sus apreciaciones respecto a sus dotes de polizonte.
Por fin, un día, después de algunos meses de infructuosa espera, sus deseos se vieron cumplidos, pues el suceso tanto tiempo aguardado acababa de producirse. Se trataba del asesinato de un individuo semi-idiota y epiléptico, apodado el Trompa, popularísimo en el pueblo. El cadáver, con graves lesiones en la cabeza y en el cuerpo, fue encontrado en el fondo de un barranco, al borde del camino real. Apenas el comandante supo la noticia, montó a caballo y partió a escape al teatro del crimen, regresando poco después a su cuartel, seguido de cuatro labriegos, que conducían al hombro, en unas parihuelas improvisadas, el cuerpo de la víctima. El rostro del señor comandante resplandecía de satisfacción, pues estaba sobre la pista del asesino, en cuya persecución había puesto a sus más sagaces subordinados.
Como él había previsto, la captura se efectuó con toda felicidad, y a mediodía se encontraba el reo, un muchacho de unos veinte años apenas, en presencia del jefe de policía, quien le dio a conocer la causa de su aprehensión y las pruebas que había de su culpabilidad.
Estas pruebas eran habérsele visto la noche anterior en compañía del occiso, en un despacho de bebidas situado muy cerca del sitio donde se encontró el cadáver. El dueño del negocio aseguraba que, después de beber algunas copas, se habían marchado juntos, oyendo momentos más tarde el rumor de una fuerte disputa, al que siguió en breve un profundo silencio.
El acusado reconoció la efectividad de estos hechos, pero negó rotundamente haber dado muerte al Trompa, de quien se había separado a raíz de una riña de palabras originada por la excitación del licor, agregando que sólo al ser detenido por la policía vino a conocer el trágico fin de su acompañante de la noche.
Estas explicaciones no encontraron acogida favorable en el ánimo del señor comandante, quien, convencidísimo de que tenía delante al asesino, continuó el interrogatorio con creciente energía decidido a arrancarle la verdad, costase lo que costase, al taimado delincuente. Después de agotar, sin éxito, los medios persuasivos, las promesas y las amenazas, puso en práctica procedimientos más eficaces para vencer la terca obstinación del precoz homicida.
En uno de los calabozos interiores del cuartel, al abrigo de los espesos muros, el reo fue sometido a las más refinadas y crueles torturas por un sargento y un cabo, especialistas ambos habilidosísimos en la aplicación de tormentos que no dejaban el más leve rastro delator en el cuerpo del paciente. Varias veces, vencido por el sufrimiento, el reo se declaró autor del delito; mas, apenas los verdugos interrumpían su tarea volvía a proclamar su inocencia:
—¡Señor comandante, no me atormente más, no he sido yo, lo juro por Nuestro Señor!
Pero estas alternativas de confesión y negación parecíanle odiosas burlas al señor comandante, cada vez más exasperado por la tenacidad y testarudez de aquel muchacho que amenazaba defraudarle en la gloria de esa pesquisa, en la cual cifraba tan gratas esperanzas.
Mas, al fin, mal de su grado, tuvo que suspender el tormento, pues el preso había caído en una postración nerviosa tal, que el síncope parecía inminente. El sargento y el cabo apartáronse del sujeto, y después de consultarse ambos en voz baja, el primero advirtió a su superior:
—Mi comandante, dejémoslo descansar porque si seguimos trabajándolo, se nos puede quedar entre las manos.
A pesar de su cólera, el jefe juzgó prudente seguir el consejo de sus satélites y abandonó el calabozo, no sin lanzar antes una última amenaza al reo:
—Si, cuando vuelva, sigues negando, haré que te cuelguen de la lengua. A ver si así largas la verdad, ¡canalla, bandido!
En seguida, como la hora de comer estaba próxima, se encaminó a la casa donde tenía su hospedaje. En la comida sus compañeros de mesa le pidieron noticias y detalles del crimen, que era el tema de todas las conversaciones en el pueblo. Contestó, con modesta naturalidad, que aquel asunto estaba ya finiquitado. Era cierto que la pesquisa le había costado algunos trajines y que la tarea de desenmascarar al asesino no fue obra de un momento, pero el resultado feliz de la investigación compensaba con creces esas molestias, que, por lo demás, eran gajes del oficio.
El auditorio recibió este relato con vivas muestras de aprobación, haciéndose luego por los comensales los comentarios más lisonjeros por la rápida y acertada actuación del comandante en aquel asunto. El editor del periódico semanal El Faro, que ocupaba también un asiento en la mesa, manifestó, entre generales aplausos, que se hacía un deber de tratar editorialmente aquel suceso en el próximo número de esa hoja periodística.
La comida, en la que hubo numerosos brindis, terminó entrada la noche, y el comandante, en tanto caminaba hacia el cuartel, fue rememorando los detalles de la manifestación que acababan de hacerle sus amigos y admiradores. La perspectiva de ver su nombre en letras de molde halagábale en extremo, llenando su espíritu de intima satisfacción. Gozábase imaginando la sorpresa de su protector, cuando recibiese el ejemplar del periódico, que él oportunamente haría llegar a sus manos. Y lleno de confianza en el porvenir, veíase ya escalando rápido los ascensos. De comandante de policía rural pasaría a prefecto de departamento, quedando habilitado, a partir de ahí, para aspirar a la prefectura de una capital de provincia.
A esta altura se encontraba en sus sueños de grandeza el señor comandante, cuando el recuerdo del preso cortó en seco el hilo de sus lucubraciones. El autor del delito negaba haberlo cometido, y este detalle, que había olvidado, se le aparecía ahora como algo gravísimo, capaz de echar por tierra el andamiaje sustentador del triunfo que tan públicamente y sin reservas acababa de adjudicarse.
Porque era seguro, absolutamente seguro, de que los adversarios, al conocer esta circunstancia, se pondrían de parte del reo y se valdrían de toda clase de medios para ampararlo, buscando un hábil tinterillo, o quizás un abogado, que se encargase de su defensa. En estas condiciones, su brillante actuación en el crimen corría el peligro de quedar de hecho anulada, con lo cual los hosannas de la victoria podían trocarse en la rechifla de la derrota.
El comandante, hondamente preocupado por estas pesimistas reflexiones, acortó el paso y se puso a cavilar en la manera de obtener la confesión inmediata del reo, única salida que tenía aquella embarazosa situación. Y obsesionado por esta idea, apenas llegó al cuartel se fue en derechura al calabozo del preso, a quien encontró en el mismo estado de ánimo en que lo dejara dos horas antes. A todas sus solicitaciones, amenazas y denuestos, respondía gimiendo con desesperación:
— Señor, soy inocente, lo juro, no he sido yo!
El rostro del señor comandante se fue ensombreciendo más y más. Había suspendido el interrogatorio y se paseaba a lo largo del calabozo, abstraído, al parecer, en honda meditación. De pronto se detuvo frente al sargento y su compañero, que esperaban silenciosos sus órdenes, y preguntó:
—El cadáver, ¿dónde está?
—En el cuarto de los arneses, mi comandante.
—Bueno, vayan a buscarlo, yo los espero aquí.
Un instante después, iluminado por un candil de parafina, el muerto estaba extendido de espalda en el piso de la celda y, apartado el saco que lo cubría, apareció en todo su horrible aspecto el rostro deforme del idiota con las hirsutas barbas y las greñas en desorden, cubiertas de una espesa capa de lodo y sangre.
El comandante contempló impasible los repugnantes despojos, y luego dio algunas órdenes que el sargento y el cabo pusieron en ejecución, apoderándose del reo y colocándolo boca abajo, a viva fuerza, encima del difunto.
A pesar de la desesperada resistencia que opuso el acusado y de sus clamorosos gritos, quedó en breve estrechamente unido al cadáver, sujeto por fuertes ligaduras que aprisionaban sus miembros desde los pies hasta los hombros. El pecho del vivo se apoyaba en el pecho del muerto, y sus rostros quedaban tan cerca el uno del otro, que resultaban inútiles los esfuerzos del preso para evitar aquella cara, cuyo frío y viscoso contacto le producía un espantoso y alucinado terror.
Después de apagar el candil y cerrar la puerta de la celda cuya llave se puso el jefe en el bolsillo, ordenó a sus subordinados que cuidasen de que nadie se aproximara al calabozo, agregando que él volvería más tarde para ver el resultado de aquella prueba, en la que cifraba grandes esperanzas.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, el jefe de la policía hizo su aparición en el cuartel. Parecía un tanto inquieto y contrariado, pues la noche anterior había encontrado en la calle a un grupo de amigos, quienes lo invitaron a una fiestecilla preparada en su obsequio con el objeto, según le expresaron, de festejar su feliz estreno en la carrera policial. Con la música, el baile y la cena y las numerosas libaciones, se olvidó por completo del negocio que tenía entre manos, y sólo en la mañana, al despertarse, bastante tarde, por cierto, recordó aquella molesta circunstancia.
Mientras se dirigía al interior, preguntó al sargento y al cabo que lo acompañaban si habían notado algo extraordinario en la celda del prisionero. Los aludidos, que ni siquiera se habían acercado a la prisión, contestaron que nada anormal habían percibido. Un tanto tranquilizado por esta respuesta, el comandante sacó la llave del bolsillo de la casaca, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta del calabozo.
Apenas la brillante claridad del día iluminó el obscuro recinto, el jefe lanzó una exclamación sorda y retrocedió un paso, horrorizado. Lo mismo hicieron sus acólitos, que se habían detenido en el umbral. Lo que motivaba esta actitud era el espectáculo sorprendente que tenía delante. En el centro de la celda, tendido de espaldas sobre las baldosas, yacía inmóvil el reo, con los ojos fuera de las órbitas, el rostro violáceo y parte de la lengua asomada entre los blancos dientes. Encima, agazapado, con las manos apoyadas en el pecho del preso, estaba el idiota, quien, al ver a los presentes, se puso a gemir, y señalando las cuerdas que sujetaban sus piernas y las del prisionero, pidió a gritos lo desatasen, lo que el sargento y el cabo ejecutaron maquinalmente, aterrados y sobrecogidos por el estupor que aquel suceso inaudito les producía.
Mi amigo, al llegar a esta parte de su relato, lo interrumpió para encender un cigarro, y después de una corta pausa, lo reanudó diciendo:
—Lo que me falta que decir para terminar esta historia se adivina fácilmente. El idiota, después de disputar con su camarada y separándose de él en la carretera, fue acometido de súbito por un ataque de epilepsia, el cual, a causa, tal vez del alcohol que había ingerido, revistió una forma violentísima. Presa de terribles convulsiones, rodó desde el camino al fondo del barranco, donde al chocar con los guijarros se infirió las heridas que hicieron creer, a la mañana siguiente, a los que lo encontraron, que había sido ultimado a pedradas por su acompañante en esa noche trágica.
En realidad no estaba más que aletargado, condición en que quedaba siempre después de las frecuentes crisis de la enfermedad que lo aquejaba. Aquella vez, a consecuencia, sin duda, de las lesiones que recibiera en la caída, el letargo se prolongó por muchas horas, y cuando en la noche, en el calabozo, recobró el conocimiento y se encontró debajo de alguien que lo oprimía con el peso de su cuerpo, tomó a ese alguien como un enemigo. El dolor de las heridas contribuyó a robustecer esta impresión en su cerebro perturbado.
La lucha con el preso fue muy corta, pues los verdugos, por su refinamiento de crueldad, habían dejado al presunto muerto los brazos libres, atándole flojamente las muñecas a la espalda del prisionero, quien, imposibilitado para defenderse, sucumbió estrangulado por las manos del idiota, que le asieron por la garganta y se la oprimieron hasta producir la muerte por asfixia.
A pesar de los esfuerzos del comandante para evitarlo, la noticia del suceso se divulgó en el pueblo levantando un escándalo enorme. Y las consecuencias del hecho hubiesen, tal vez, tomado para el jefe policial un giro desagradable, si el senador X., interviniendo oportunamente, no hubiese conseguido de las autoridades le echase tierra al asunto, sin otra sanción para el culpable que la renuncia inmediata de su puesto.
Cuando el narrador terminó su historia, el héroe de ella abandonó el asiento y se alejó lanzándonos al paso una mirada rápida e inquisitorial. Por un momento vimos destacarse su alta silueta en la sombrosa avenida y oímos el rumor de sus pisadas en la suave quietud del atardecer.
1919.
Quilapán
Quilapán, tendido con indolencia delante de su rancho, sobre la hierba muelle de su heredad, contempla con mirada soñadora el lejano monte, el cielo azul, la plateada serpiente del río que, ocultándose a trechos en el ramaje oscuro de las barrancas, reaparece más allá, bajo el pórtico sombrío, cual una novia sale del templo, envuelta en el blanco velo de la niebla matutina.
Con los codos en el suelo y el cobrizo y ancho rostro en las palmas de las manos, piensa, sueña. En su nebulosa alma de salvaje flotan vagos recuerdos de tradiciones, de leyendas lejanas que evocan en su espíritu la borrosa visión de la raza, dueña única de la tierra, cuya libre y dilatada extensión no interrumpían entonces fosos, cercados ni carreteras.
Una sombra de tristeza apaga el brillo de sus pupilas y entenebrece la expresión melancólica de su semblante. Del cuantioso patrimonio de sus antepasados sólo le queda la mezquina porción de aquella loma: diez cuadras de terreno enclavado en la extensísima hacienda, como un islote en medio del océano.
Y luego, a la vista de la cerca derruida, de las hierbas y malezas que cubren la hijuela, acuden a su memoria los incidentes y escaramuzas de la guerra que sostiene con el patrón, el opulento dueño del fundo, para conservar aquel último resto de la heredad de sus mayores.
¡Qué asaltos ha tenido que resistir! ¡Cuántos medios de seducción, qué de intrigas y de asechanzas para arrancarle una promesa de venta!
Pero todo se ha estrellado en su tenaz negativa para deshacerse de ese pedazo de tierra en que vio la luz, donde el sol a la hora de la siesta tuesta la curtida piel, y desde el cual la vista descubre tan bellos y vastos horizontes.
¡Vender, enajenar…! ¡Eso, nunca! Pues, mientras el dinero se va sin dejar rastro, la tierra es eterna, jamás nos abandona. Como madre amorosa nos sustenta sobre sí en la vida y abre sus entrañas para recibirnos en ellas cuando se llega la muerte.
Y aquel asedio de que era víctima no hacía sino acrecentar su cariño por el terruño cuya posesión le era más cara que sus mujeres, que sus hijos, que su existencia misma.
A su espalda álzase la desamparada choza, en cuyo interior dos mujeres envueltas en viejos chamales atizan la llama vacilante del hogar. Los vagidos de la criatura dominan las sordas crepitaciones de la chamiza seca, y afuera, en una esquina del rancho, un niño de diez años, vestido a la usanza indígena, se entretiene en tirar del rabo y las orejas a un escuálido mastín que, con las patas estiradas, tendido de flanco, dormita al sol.
La mañana avanza. Mientras las mujeres trabajan con ahínco en las faenas domésticas y el chico corretea con el descarnado Pillán, el padre sigue echado sobre la hierba, absorto en una muda contemplación. Sus ojos se fijan de cuando en cuando en la lejana casa del fundo, cuya roja techumbre asoma allá abajo por entre el ramaje de los sauces y las amarillentas copas de los álamos. Un poco a la derecha, en el patio cerrado con gruesos tranqueros, se ve un numeroso grupo de jinetes. Los plateados estribos y las complicadas cinceladuras de los bocados y las espuelas brillan como ascuas en la intensa claridad del día.
En medio del grupo, montado en un caballo tordillo, está el patrón. Sin saber por qué, Quilapán experimenta cierta vaga inquietud a la vista de esos jinetes, inquietud que se acentúa viendo que se ponen en movimiento y, apartándose de la carretera, marchan en derechura hacia él. Y su recelo sube de punto cuando su vista de águila distingue en el arzón de las monturas las hachas de monte, cuyos filos anchos y rectos lanzan relámpagos a la luz del sol.
De súbito la expresión de su rostro cambió bruscamente. Sus pómulos se enrojecieron y sus recias mandíbulas se entrechocaron con un castañeteo de furor. Con la mirada llameante recogió su elástico cuerpo y de un salto se puso de pie.
Entretanto la cabalgata, unos veinte jinetes, se acerca rápidamente a la hijuela de Quilapán. Don Cosme, el patrón, galopa a la cabeza del grupo. A su lado va José, el mayordomo. Ambos hablan en voz baja, confidencialmente. El amo soporta bastante bien sus cincuenta años cumplidos. Muy corpulento, de abdomen prominente, posee una fuerza hercúlea y es un jinete consumado, diestro en el manejo del lazo como el más hábil de sus vaqueros.
Hijo de campesino, heredó de sus padres una pequeña hijuela en el centro de una reducción de indígenas. Como todo propietario blanco, creía sinceramente que apoderarse de las tierras de esos bárbaros que, en su indolencia, no sabían siquiera cultivar ni defender, era una obra meritoria en pro de la civilización. Tenaz e incansable, habilísimo en procedimientos para el logro de sus fines, su heredad creció y se ensanchó hasta convertirse en una de las más importantes de todo el distrito. Quilapán, inquieto y receloso, vio de día en día aproximarse a su choza los alambrados del señor, preguntándose dónde se detendrían, cuando un desgraciado incidente que le atrajo el enojo de un elevado funcionario judicial, impidió a don Cosme dar fin a su empresa. Obligado, por prudencia, a parlamentar con el vecino, agotó los recursos de su sutilísimo ingenio para adquirir de un modo o de otro la mísera hijuela. Mas el terco propietario, encerrado en una negativa obstinada, desoyó todas sus proposiciones. Este contratiempo llenó de amargura el alma del hacendado, pues consideraba que aquel pedazo de tierra enclavado dentro de las suyas era un lunar, algo así como una afrenta para la magnífica propiedad. Todas las mañanas, al saltar del lecho, lo primero que hería su vista tras los cristales de la ventana era la odiosa techumbre del rancho, destacándose negra y desafiante en medio de la rubia y dilatada sementera extendida como un áureo tapiz más allá de los feraces campos. Crispaba entonces los puños y palidecía de coraje, profiriendo en contra del indio terribles amenazas.
Pero un día, don Cosme recibió una noticia que lo llenó de alborozo. Aquel funcionario judicial desafecto a su persona, acababa de ser trasladado a otra parte y en su lugar se había nombrado a un antiguo camarada, con el cual había hecho en otro tiempo negocios un tanto difíciles.
Don Cosme, después de frotarse las manos de gusto, se acercó a la ventana y mostrando el puño al odiado rancho, exclamó:
—¡Ahora sí que te ajustaré las cuentas, perro salvaje!
Lo que Quilapán ignora esa mañana, viendo aproximarse la hostil cabalgata, es que su enemigo regresó a la hacienda la tarde anterior trayendo en su cartera una copia de la escritura de venta que le hacía dueño del codiciado lote de terreno. Dos rayas en forma de cruz trazadas al pie del documento eran la firma del vendedor, firma que con toda llaneza estampó el indígena Colipí, previo el pago de una botella de aguardiente.
Cuando derribada la cerca a caballazos, el hacendado y su gente se acercaron al rancho, el indígena y su familia formaban un apretado haz en el hueco de la puerta. De pie en el umbral, con el fiero rostro lívido de coraje, Quilapán los miró avanzar sin despegar los labios.
Los jinetes se detuvieron formados en semicírculo, dejando al centro a don Cosme, quien haciendo adelantar unos pasos al hermoso tordillo, dijo a su mayordomo.
—Lea usted, José.
El viejo servidor, aquietando su brioso caballo con un sonoro ¡chits!, sacó de bajo de la manta un papel cuidadosamente doblado, y desplegándolo, leyó con voz gangosa y torpe una escritura de compraventa.
Mientras el campesino leía, don Cosme saboreaba con íntima fruición su venganza, y murmuraba entre dientes sin apartar la vista del sañudo rostro que tenía delante.
—¡Al fin me las pagas todas, canalla!
Quilapán oyó la lectura del documento sin comprender nada. Sólo una idea penetró en su obtuso cerebro: que le amenazaba un peligro y había que conjurarlo.
Por eso, cuando don Cosme gritó a los suyos, señalándoles el rancho:
—Muchachos, desmóntense y échenme abajo esa basura —de los ojos del indio brotaron dos centellas. Dio un paso atrás y con un rápido movimiento se despojó del pesado poncho. Un segundo después plantábase, lanza en mano, delante de la puerta. Su bronceado cuerpo desnudo hasta la cintura, sus nervudos brazos con músculos tirantes como cuerdas, su poderoso pecho y sus anchos hombros sobre los cuales se alzaba echada atrás la descubierta cabeza con la faz convulsa por la cólera, formaban un conjunto tal de firmeza y resolución que los acometedores quedáronse en suspenso un instante contemplándolo recelosos, amedrentados por la fiereza de su ademán.
Pero aquella indecisión duró muy poco, los que llevaban las hachas echaron pie a tierra y aproximándose al rancho empezaron en el acto su tarea demoledora.
El plan de los asaltantes era abrir brecha en los muros de la choza para atacar por detrás a aquel testarudo y apoderándose de él y de los suyos derribar en seguida la vivienda. A los primeros hachazos la endeble construcción se estremeció toda entera. El barro de las paredes desprendíase en grandes trozos que rebotaban en el suelo, levantando nubes de polvo. Las mujeres, que hasta entonces habían permanecido inactivas, al ver aquella catástrofe, se armaron con los tizones del hogar y lanzando aullidos de rabia se aprestaron a la defensa, guardando las espaldas a su dueño y señor. Hasta el pequeño Pancho, empuñando la vara de roble que en los días de juego era su caballo de batalla, azuzaba con sus gritos a Pillán, el cobarde Pillán que, con el rabo entre las piernas, acurrucado en un rincón, se limitaba a ladrar sin moverse del sitio. Lo que lo hacía tan cauto era que divisaba allá, por entre las patas de los caballos, al formidable Plutón, el enorme perro de presa de don Cosme.
Entretanto, Quilapán, armado de lanza, un largo colihue con un mohoso hierro en la punta, parecía haber echado raíces en el suelo. La fiereza de su actitud y llamarada que brotaba de sus ojos dábanle el aspecto iracundo de aquel Caupolicán, su antepasado legendario.
Pero cuando don Cosme repetía por tercera y cuarta vez a sus inquilinos acobardados:
—¡Vamos, hombres, acérquense, no tengan miedo de ese espantajo! —el indio, distendiendo de improviso sus férreos jarretes, dio un salto hacia adelante y con la cabeza baja, lanza en ristre, se precipitó sobre su enemigo. Fue tan rápida la agresión, que ni el amo ni los servidores tuvieron tiempo de evitarla; mas el brioso caballo que montaba el hacendado, viendo venir aquel alud, se encabritó levantándose bruscamente de manos. Aquel movimiento salvó a don Cosme. El golpe que le estaba destinado hirió al animal en la base del cuello, donde el hierro se hundió en toda su longitud, rompiéndose el asta con un ruido seco.
El bruto retrocedió algunos pasos, dobló los cuartos traseros y se tumbó de flanco. Los campesinos se precipitaron en auxilio del patrón y lo liberaron del peso que oprimía su pierna derecha. Atontado por la recia caída, permaneció algunos minutos junto al caballo moribundo, recostado contra la montura, casi sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor.
Mientras el animal en los estertores de la agonía azota la cabeza en la ensangrentada hierba, Quilapán, después de una terrible lucha, agobiado por el número, ha sido derribado y maniatado sólidamente.
Las mujeres que se habían lanzado a la refriega repartiendo mordiscos y arañazos entre los agresores, abandonaron el campo al oír que alguien gritaba:
—¡Fuera los chamales! ¡Desnúdenlas, desnúdenlas!
Aquella amenaza que la mujer indígena teme más que a la muerte, manteníalas alejadas a cierta distancia, pero no cesaban de vociferar, como poseídas, toda clase de conjuros y maldiciones.
Pasada la primera impresión, los que manejaban las hachas habían reanudado vigorosamente la tarea. Cortado el maderamen que lo sostenía, el rancho se había hundido y el fuego del hogar comunicándose a la pajiza techumbre convirtió en breves instantes en una hoguera la inflamable construcción.
Tras el derrumbamiento de la choza vino una escena que divirtió grandemente a los campesinos. Pillán, que había permanecido oculto en su rincón; al oír el estruendo de la caída salió disparado de su escondite y se lanzó al campo seguido de cerca por Plutón, que le iba velozmente a los alcances. Mas, acorralado por los jinetes, hubo el fugitivo de volver sobre sus pasos. Durante algunos momentos pudo escapar de su perseguidor, hasta que de un salto se refugió encima de un grueso tronco. Plutón, viéndose burlado, empezó a brincar en torno, lo cual visto por el pequeño, enarbolando en alto la vara, corrió lleno de coraje a defender al camarada de sus juegos infantiles. El dogo, sorprendido por aquella brusca acometida, se revolvió contra el niño y lo derribó en tierra rompiéndole un brazo de una dentellada. Algunos jinetes se precipitaron en su socorro, pero antes de que llegase aquel auxilio, Pillán, el escuálido Pillán, abandonando su refugio donde hacía un instante estaba despavorido y tembloroso, cayó sobre Plutón y lo aferró de una oreja.
Mientras la madre se llevaba a su hijo tratando de acallar con sus besos sus desesperados gritos de dolor, la pelea de los canes absorbió por completo la atención de los labriegos. El corpulento dogo agitaba con furia la enorme cabeza para coger a su adversario, lo que era imposible conseguir a pesar de sus rabiosos esfuerzos. Pillán, que comprendía lo ventajoso de su situación, apretaba las mandíbulas como tenazas. De pronto, la oreja, como una tela que se rasga, se desprendió en parte, dejando en los colmillos del mastín un jirón sangriento. La lucha concluyó en un segundo; Plutón, rápido como el rayo, asió por la garganta a su enemigo y lo sacudió en el aire como un pingajo. La escena perdió desde ese instante todo interés y los campesinos se diseminaron para dar remate a la faena que allí los había llevado. Mientras unos activaban el fuego para que las llamas consumiesen los últimos restos del rancho, otros derribaban las cercas y borraban todo vestigio del límite divisorio.
Don Cosme, a quien el dolor del miembro magullado impedía moverse, permanecía sentado sobre la hierba. Habíase despojado de la charolada polaina y friccionábase suavemente con ambas manos la parte dolorida, lanzando de cuando en cuando sordos rugidos de dolor. Delante de él yacía el blanco cuerpo del caballo con el cuello estirado y las patas rígidas. A su derecha destacábase Quilapán y más allá, próximo al tronco, veíase un inmóvil grupo: junto al cadáver de Pillán, la silueta del dogo sentado sobre sus cuartos traseros, observando atentamente a su víctima, listo para ahogar en su principio todo conato de resurrección.
Cuando la demolición de la cerca estuvo terminada, los inquilinos se aproximaron al caballo y empezaron a despojarlo de sus arreos. El amo contemplaba la operación con lágrimas en los ojos. Un río de sangre se había escapado de la honda herida, y el hermoso animal, inmóvil sobre uno de sus costados, provocaba en los labriegos exclamaciones de lástima, acompañadas con una serie de frases que eran un panegírico de las cualidades del difunto:
—¡Qué buen caballo era el tordillo!
—¡Qué dócil!
—¡Qué buena rienda!
—¡Y pensar que, si no fuera por él, tendríamos tal vez que cargar luto por el patrón!
A estas últimas palabras, don Cosme se puso de pie y ordenó a su mayordomo:
—José, tráeme tu caballo.
Todos los ojos estaban húmedos cuando el patrón, ayudado de su servidor, subió en su nueva cabalgadura. Una vez que se hubo afirmado en los estribos desabrochó el lazo trenzado que colgaba del arzón de la montura y tirando parte del rollo a los pies de un joven vaquero, le dijo, indicándole con un gesto a Quilapán:
—¡Antonio, ponle el lazo!
El muchacho cogió la extremidad de la cuerda y se acercó al preso y cuando se inclinaba para cumplir la orden le asaltó una duda.
Se detuvo y preguntó resueltamente:
—¿Del pescuezo, patrón?
—No, de los pies.
Pero apenas pronunciadas estas palabras, don Cosme recogió la soga. Acababa de ocurrírsele una nueva idea.
Preparó rápidamente una estrecha lazada y cuando estuvo lista ordenó con energía:
—¡Desátenlo!
Con cierta extrañeza se acogió aquel mandato que dos de los campesinos cumplieron en un instante, y Quilapán, libre de las ligaduras, se enderezó como un resorte. Con los brazos cruzados sobre el pecho paseó en torno su mirada desafiante, torva, cargada de odio, de desprecio, de rencor.
Buscó el sitio donde había existido el rancho y a la vista de la delgada columna de humo que subía del montón de cenizas, último vestigio de la habitación, su salvaje furor estalló de nuevo y, como un relámpago, se abalanzó sobre una de las hachas que había ahí cerca: pero don Cosme, que acechaba aquel instante, le lanzó de través la certera lazada que le cogió ambos pies a la altura de los tobillos.
Detenido por el violento tirón que lo echó de bruces sobre la hierba, Quilapán se sintió arrastrado súbitamente por el áspero suelo con progresiva velocidad.
El terreno, con ligeras ondulaciones, cubierto de malezas en las cuales el cuerpo del indio abría un ancho surco, se extendía libremente hasta la carretera.
Adelante galopaba don Cosme, guiando con la diestra la tirante cuerda, y más atrás, en dos filas, cerraba la marcha la escolta de campesinos. El sol, muy alto en el horizonte, lanzaba sobre las campiñas la blanca irradiación de su antorcha deslumbradora. A espalda de los jinetes un clamoreo lejano indicaba la presencia de las mujeres que con sus hijos a cuestas corrían en pos de la comitiva.
Quilapán, echado sobre el vientre, había sentido desde un principio la extraña sensación de que la tierra, su amada tierra, huía de él, resbalando en una vertiginosa carrera bajo su cuerpo, arañándole al pasar y desgarrando con crueles zarpazos sus carnes de reprobo. Entonces, enloquecido, había hincado sus uñas en el suelo, tratando de retener a la fugitiva. Sus manos crispadas arrancaban puñados de hierba y sus dedos dejaban largos surcos en la tierra húmeda. Mas todo era inútil; mientras los campos huían cada vez más de prisa, su rostro y su busto azotado por los tallos flexibles de los hierbales se iban convirtiendo en una llaga sangrienta. De pronto sus ojos cesaron de ver, sus manos de asir los obstáculos y se abandonó, como un tronco insensible a aquella fuerza que lo arrancaba tan brutalmente de sus lares y a la cual no le era dado resistir.
De vez en cuando interrumpía el silencio una batahola de gritos:
—¡Suelta, Plutón: déjalo!
Era el dogo que, excitado por la carrera, se abalanzaba sobre aquella masa sanguinolenta y clavaba en ella sus colmillos con rápidas dentelladas.
Don Cosme detuvo bruscamente su cabalgadura y se volvió. Estaban en el polvoroso camino inundado de sol. Uno de los jinetes echó pie a tierra y desabrochó la soga quedándose un instante con la vista fija en el inmóvil cuerpo de Quilapán.
El patrón, que enrollaba tranquilamente el lazo, viendo aquella actitud del labriego, con tono irónico preguntó:
—¿Qué hay, Pedro, está muerto?
El interpelado se enderezó y repuso con tono zumbón:
—¡Qué muerto, señor! Estos demonios tienen siete vidas como los gatos.
La voz del mayordomo resonó:
—Registra si tiene alguna herida.
—No tiene nada. Apenas unas cuantas rasmilladuras. Pero, como los novillos bravos que se emperran al sentir el lazo, ahora se está haciendo el muerto. Ya verá usted que en cuanto lo dejemos solo se levanta y dispara como un venado.
Luego, para probar sus argumentos, cambiando de tono agregó resueltamente:
—¿Quiere su merced que lo haga pararse a rebencazos?
Don Cosme, que había concluido de enrollar el lazo, quiso dar una lección de clemencia a sus servidores. Dada la magnitud del crimen, el castigo le parecía insignificante; pero se propuso demostrarles que llegado el caso, él, a pesar de su severa rectitud, sabía ser también noble, generoso y magnánimo.
Contempló por un momento el inanimado cuerpo del indio y con tono conciliador dijo al mozo que aguardaba con el látigo en la mano:
—Déjalo, por ahora. Aturdido, como está, no sentiría los azotes.
Y torciendo riendas avanzó al galope por la dilatada y rojiza cinta de la carretera.
Durante algunos días, Quilapán, como un fantasma, vagó por los alrededores. Don Cosme había dado orden a sus inquilinos de arrojarlo a latigazos si tenía la osadía de penetrar en la hacienda, pero aquella ocasión no se había presentado, pues el indígena se mantenía siempre fuera de los límites prohibidos. Veíasele a toda hora tendido en la hierba o acurrucado bajo un árbol con el rostro vuelto en dirección de la loma, de aquella tierra que era suya y en la que no podía asentar el pie.
Una mañana, al clarear el alba, apenas don Cosme había abandonado el lecho, le anunciaron la presencia de su mayordomo, a quien hizo pasar inmediatamente a su despacho. En el semblante del viejo servidor había una expresión de júbilo mal disimulada. Se acercó al hacendado y murmuró algunas palabras en voz baja.
A la primera frase don Cosme se irguió bruscamente y con los ojos chispeantes interrogó:
—¿Estás seguro?
—Sí, señor, segurísimo, no le quepa a usted duda.
Algunos momentos después, el amo y el servidor galopaban a rienda suelta por los potreros cambiando entre sí frases rápidas:
—¿De modo que está muerto?
—Y bien muerto, señor. Cuando lo divisé creí que estuviese dormido… Le ajusté unos cuantos rebencazos y, como no se meneaba, me bajé.
Lo primero que se presentó a la vista de don Cosme al ascender la loma fue el montón de tierra que cubría la fosa del caballo, lo que hizo revivir en él su odio rencoroso por el matador. Después de echar una ojeada a aquel túmulo en cuya superficie asomaban ya los vigorosos tallos de la hierba y donde innumerables gusanos trazaban blanquecinos y viscosos surcos, avanzó al paso de la cabalgadura hacia el sitio donde había existido el rancho. Sobre los calcinados escombros, encima de la ceniza, estaba boca abajo el cadáver de Quilapán. Con los brazos abiertos parecía asirse de aquel suelo en una desesperada toma de posesión.
A una señal del hacendado, el mayordomo echó pie a tierra, y cogiendo por una mano al muerto lo tumbó boca arriba, mientras decía convencido:
—Es seguro, señor, que se ha dejado morir de hambre. ¡Son tan soberbios estos perros infieles!
Don Cosme apartó con disgusto la vista del cadáver y pasó una mirada distraída sobre el luminoso panorama de los campos, que despertaban rasgando con bostezos soñolientos la brumosa envoltura del amanecer. Por entre las desgarraduras y jirones de la niebla surgían los valles, las praderas, el combado perfil de las lomas y las líneas negras y sinuosas de las barrancas.
Erguido sobre la montura examinó en torno largamente el horizonte, sin que una sola vez viera alzarse en la soledad de la campiña el cono ominoso de las rucas aborígenes. Su poderoso pecho aspiró con fuerza el aire embalsamado que subía de las vegas. Había extirpado de la tierra la raza maldecida y su semblante se encendió de júbilo.
De pronto resonó en el silencio la voz cascada del mayordomo:
—Señor, ¿qué hacemos con esto?
Y don Cosme, con tono apacible e impregnado de una serena dulzura que el viejo servidor no le había oído nunca, contestó:
—Cava un hoyo y tira esa carroña adentro… ¡Servirá para abonar la tierra!
Sobre el abismo
Regis, después de coger de la larga fila de cestas alineadas junto al muro de la galería una que ostentaba unida al asa un pequeño caracol agujereado, ocupó su sitio entre dos gruesos pilares y se dispuso a satisfacer el voraz apetito que cinco horas de ruda labor habíanle despertado.
Eran las doce del día. Los obreros de aquella sección de la mina iban llegando en pequeños grupos; y las luces de sus lámparas fijas a las viseras de sus gorras, brillaban como extrañas luciérnagas en los negros y tortuosos túneles.
Cada cual, llegado a la fila de cestas, tomaba la que le pertenecía y se retiraba a su rincón a despachar en silencio la merienda.
Durante un largo cuarto de hora sólo se oyó bajo la negra bóveda el sordo chocar de las mandíbulas y el sonoro tintineo de los platos y cucharas manejados por manos rudas e invisibles. De pronto, una voz aislada se dejó oír a la que contestaron muchas otras, estableciéndose animados diálogos en la oscuridad. En un principio, la conversación versó sobre el trabajo, mas, poco a poco, fue ampliándose el campo de la charla. Mientras que en un lado se discutía en voz baja, con gravedad, en otro se bromeaba y se reía celebrándose los dicharachos de los bufones que hacían blanco de sus burlas al más viejo de la cuadrilla, un pobre hombre que siempre llegaba retrasado buscando afanoso su cesta que los bromistas ocultábanle de continuo para gritarle según se aproximaba o no al escondrijo:
—¡Caliente!
—¡Frío, como el agua del río!
—¡Que se chamusca, que se quema don Lupe! —todo esto en medio de grandes risotadas.
Regis, compadecido del viejo que aturdido por la algazara iba y venía infructuosamente, se levantó y puso en sus manos trémulas la cesta desaparecida, lanzando al mismo tiempo un enérgico apóstrofe a los malignos burladores.
Los aludidos contestaron acremente y, por un instante, hubo de un extremo a otro del lóbrego recinto un bombardeo de gruesos vocablos que terminó, después de una frase proferida por una voz burlona, en una carcajada general.
El semblante de Regis, en la obscuridad, y bajo la espesa máscara de polvo de carbón que lo cubría, palideció intensamente y su primer impulso fue abalanzarse sobre el calumniador y castigar como merecía la mentirosa especie que acababa de proferir; pero un rápido pensamiento lo inmovilizó al recordar, de pronto, un diálogo que oyera al pasar esa mañana por delante de una “labor”.
—¿... Con que Ramón tampoco ha bajado hoy?
—¡No puede ser!
—Te digo que sí. Don Pedro preguntó por él en la garita y le dijeron que no había estado a recoger los “tantos”.
Y la sospecha germinó y arraigó en su cerebro con la celeridad del relámpago. ¿Cómo, sería cierto, acaso, lo que le lanzó al rostro tan brutalmente aquel infame? ¿Le engañaría ella con Ramón? Su rostro se contrajo, una sombría llama iluminó sus pupilas y nerviosamente se puso de pie.
Regis era un muchacho de veinte años. De estatura mediana, sus miembros delgados y su pálido semblante denotaban la amarga tristeza de una infancia pasada en lo profundo de los túneles, sin juegos, sin risas, sin aire, sin sol. Enamorado apasionadamente de Delfina, la muchacha más linda y coqueta de todo el contorno, había vencido a numerosos rivales que se disputaban aquella conquista. Uno de los más tenaces y de los últimos en abandonar el campo, había sido Ramón, un mozo de su edad, rival temible, por cierto, porque a su físico atrayente reunía otras cualidades que lo hacían irresistible entre las muchachas.
A pesar de su victoria, Regis vivía desconfiado y receloso, pues su enemigo, despechado por la derrota, habíase jactado públicamente de que tarde o temprano obtendría la revancha.
Solo, en la galería, el obrero trató en vano de tranquilizarse diciéndose que todo aquello no era sino la obra de un envidioso, y que la ausencia de Ramón podía tener origen en una causa muy distinta de la que el calumniador le atribuía, Mas, sus celos despertados tan bruscamente ahogaron estos razonamientos y sólo pensó en abandonar la mina cuanto antes. Tomada esta resolución, y sin cuidarse de la cesta tirada en el suelo, echó a andar presuroso hacia la salida. Mientras caminaba iba elaborando un plan para conseguir le permitieran abandonar el trabajo, cosa en verdad bastante difícil, pues el reglamento de la mina era en este punto terminante.
El único medio sería fingirse enfermo, pero, además de la repugnancia que le inspiraba la mentira, había otro inconveniente: el de ser enviado arriba custodiado por un capataz cuya consigna era llevar a la enfermería a los que alegaban alguna dolencia, donde eran examinados por el médico o el practicante. (Sabia medida adoptada por los jefes contra los perezosos). Y a esto había que agregar la demora consiguiente que le privaría caer de sorpresa sobre los culpables.
Cuando desesperado por estas dificultades buscaba inútilmente la manera de evitarlas, se detuvo de pronto iluminado por una idea salvadora.
Con el entrecejo fruncido permaneció un instante inmóvil y, luego, girando sobre sus talones volvió atrás, desandando el camino recorrido. Marchaba por una amplia galería de arrastre sorteando las invisibles traviesas que sujetaban los delgados carriles de acero. De súbito torció a la derecha y se internó en una “revuelta” estrecha empinada y bajísima. Encorvado hasta tocar con las manos el suelo fangoso, remontó trabajosamente el pasadizo, y se encontró en una galería paralela a la que acababa de abandonar. Era un viejo túnel fuera de servicio que comunicaba con el pique por una abertura situada a treinta metros encima de la entrada de la galería principal.
Después de algunos minutos de marcha se encontró delante del pozo.
De pie en el reborde saliente de la roca, sondeó la negra profundidad, de la que subía un vago murmullo de voces apagadas que indicaban la presencia de obreros en la puerta del corredor. Regis apagó la lámpara para que el reflejo de la luz no lo denunciase, e inclinándose un tanto y alargando la diestra al vacío, pudo tocar con la punta de los dedos uno de los cables niveles a lo largo de los cuales se deslizaba el ascensor. Su plan, aunque audaz y peligroso en extremo, era, sin embargo, facilísimo de ejecutar. Dentro de algunos minutos, terminada la hora de comida, la mina entera reanudaría su labor. Puesta la máquina en movimiento, mientras que el ascensor que estaba ahí, debajo de sus pies, llevaba a lo alto su carga mineral, en el otro, que estaba arriba, descendería el capataz mayor. Como la máquina trabajaría entonces en el mínimo de velocidad, podía, maniobrando con viveza y sangre fría, tomar a su paso por delante de él el ascensor, cogiéndose de una de las barras transversales del aparato. A esa hora estaba seguro de no encontrar arriba a ninguno de los jefes, y su escapada, salvo para unos pocos compañeros, pasaría desapercibida.
Resuelto a llevar a cabo la tentativa y fijados en su cerebro los detalles del procedimiento, esperó, aguzando la vista y el oído, el instante de obrar.
Un débil resplandor brotaba de abajo permitiéndole descubrir la brillante superficie del delgado cable a cuya extremidad hallábase inmóvil el ascensor. De súbito, un ligerísimo rumor partió del pozo. Regis hizo un movimiento y se estremeció. Su oído ejercitado adivinó en aquellas vibraciones las sacudidas del hilo de señales que transmitían a la máquina el aviso de que, abajo, la maniobra para izar estaba lista.
Reteniendo la respiración aguardó con el corazón palpitante. Pasaron algunos segundos y una leve oscilación del cable le anunció que el momento de emprender el viaje aéreo había llegado. Asentó lo más sólidamente que pudo los pies en la saliente de la roca y alargó ambos brazos. No tuvo mucho que aguardar. Surgiendo del abismo vislumbró de un modo confuso la techumbre del ascensor y bruscamente se echó adelante. Sus manos chocaron contra una superficie dura y lisa, resbalaron por ella un corto trecho y, encontrando un obstáculo, hicieron presa de él. Instantáneamente se halló suspendido en el vacío envuelto en tinieblas impenetrables.
Mas el plan no había salido bien del todo, pues, habiendo calculado mal la velocidad del aparato, en vez de asirse de la barra transversal, sus manos sólo alcanzaron a rozar las tablas de la vagoneta, deteniéndose en el borde inferior de la plataforma de la jaula, una especie de riel a cuya pestaña se aferraron sus dedos como tenazas.
En un segundo analizó Regis su situación, y con infinito espanto vio que era desesperada. Sobrecogido de terror, sus cabellos se le erizaron y la voz se le estranguló en la garganta. La conformación de aquella ranura sólo le permitía introducir en ella las dos primeras falanges de sus crispados dedos. Toda la sangre se le agolpó al corazón cuando tras algunos segundos sintió que empezaban a resbalar sobre el metal, a impulso de la violenta tracción de su cuerpo, balanceándose como un péndulo en el abismo. Lanzó un alarido hondo y penetrante, estremeciéndose de angustia y de pavor. Ya bajo la terrible energía desarrollada por sus músculos, incrustóse la carne en el duro hierro soldándose con él; y el ascensor, levando tras sí aquel vívido apéndice, continuó su marcha ascendente, lenta y uniforme, a lo largo del tubo vertical.
Transcurrieron así algunos instantes brevísimos, y Regis, que sentía zumbar la sangre en sus oídos y martillarle el corazón dentro del pecho, empezó a calcular mentalmente la distancia recorrida. ¿A qué altura se encontraba? ¿Cuántos metros faltaríanle aún para alcanzar el brocal? Con los dientes apretados, la faz convulsa, los ojos fuera de las órbitas, sacudido por espasmo de agonía y bañado en frío sudor, parecíale una eternidad cada décimo de segundo.
De súbito a su lado, tocándolo casi, el minero entrevió fugazmente algo informe que caía de lo alto como una piedra. Una luz viva lo deslumbró y le pareció distinguir un rostro pálido con dos grandes ojos muy abiertos brillando siniestramente en la oscuridad. Las dos jaulas al cruzarse, sumando sus contrarias velocidades, señalaron el punto de contacto con un silbido característico, silbido que en el cerebro de Regis retumbó como si los cuatro arcángeles del Apocalipsis le gritaran a la vez: ¡Estás en la mitad del camino! ¡Falta aún un minuto, es decir un siglo, para que el ascensor recorra los ciento cincuenta metros que te separan de la superficie donde está la vida, la salvación! ¡Cada segundo que pasa no hace sino alargar el trayecto que en breve recorrerá tu cuerpo en su vertiginosa caída mortal!
Mas era joven y vigoroso, y su ser entero en la plenitud de la vida se rebeló contra el implacable destino. ¡No, no quería morir! Y a medida que el instante fatal se precipitaba, su espíritu adquiría una potencia de visión extraordinaria. Todos los acontecimientos de su vida desfilaron ante él en un segundo. Y comprendiendo que se aproximaba lo inevitable, que de un momento a otro iba a soltarse y caer, quiso terminar de una vez aquella espantosa agonía. Pero, el recuerdo del puente que obstruía el pozo a más de doscientos metros debajo de él, arrancóle un rugido desesperado de terror. Como si estuviese de pie sobre ellas, veía las gruesas planchas de hierro erizadas de clavos, de rieles y de pernos prontas a recibirle y resistir el espantoso choque de su cuerpo, precipitándose de una altura de doscientos cincuenta metros con la velocidad de una bala de cañón.
De súbito sintió que los dedos de su mano izquierda resbalaban unos tras otros por la dura superficie del metal. El ascensor subió otros veinte metros lento, silencioso, invisible en la oscuridad; y, de pronto, Regis experimentó la horrible sensación de que las yemas de los dedos de su mano derecha se hundían y pasaban a través del hierro como si el metal se hubiese fundido de repente, y se halló, por espacio de un décimo de segundo, inmóvil en el vacío. Acto continuo estalló bajo su cráneo un trueno formidable y una tromba de viento le azotó el rostro y le cortó la respiración.
Medio minuto después, los obreros del brocal del pique extraían de la plataforma suplementaria que se cuelga a veces debajo de la jaula para introducir en la mina objetos voluminosos, a un obrero con la cabellera blanqueada a trechos, los ojos muy abiertos y las pupilas enormemente dilatadas, el cual jamás recobró la razón e ignoró siempre que mientras se creía suspendido sobre un abismo insondable, había a veinte centímetros de la planta de sus pies, una sólida plataforma de roble de dos y media pulgadas de espesor.
Tienda y trastienda
Casi al final de la avenida encontré el número indicado en la hoja impresa que llevaba en el bolsillo. Pasé a la acera de enfrente y examiné la fachada del edificio, en la cual se ostentaba en grandes caracteres un letrero que decía: “El Anzuelo de Plata-Gran tienda y Paquetería-Ventas por mayor y menor”.
No cabía duda, era lo que buscaba. Atravesé la calle, crucé la ancha puerta y avancé tímidamente hacia el mostrador y pregunté al dependiente que, tomándome sin duda por un parroquiano, salía a mi encuentro con la sonrisa en los labios.
—¿Puedo hablar con el jefe de la casa?
El empleado se volvió para mirar a través de una vidriera que había a su espalda y, en seguida, reanudando la tarea de despachar al único cliente que había en el almacén, me dijo:
—El señor Pirayán está en este momento ocupado, pero no tardará en venir.
Me apoyé en el mostrador y esperé.
A pesar de aquel pomposo por mayor y menor y de la hábil y estudiada colocación de las mercaderías en los armazones para llenar los huecos y aparentar una gran existencia, su adquisición no habría arruinado a ningún Rothschild. El Anzuelo de Plata no pasaba de ser un modesto tenducho con un giro insignificante.
Hacía ya algunos minutos que oía distraído la charla del dependiente y del comprador, cuando un rumor de pasos me hizo volverme con presteza. Un hombrecillo rechoncho, calvo, de rostro abotagado y patillas a la española, lanzándome una escrutadora mirada, me interrogó secamente:
—¿Qué se le ofrece?
Comprendí que me hallaba delante del jefe de la casa y, sacándome cortésmente el sombrero, le dije, al mismo tiempo que desplegaba el diario que tenía en la diestra:
—Señor, vengo por este aviso...
Sus ojos se clavaron en los míos y durante algunos segundos me sentí escudriñado y analizado por aquella mirada penetrante. Con voz reposada me contestó:
—Efectivamente necesito un empleado. Pero impongo algunas condiciones... En el aviso usted habrá leído...
—Si, señor —le interrumpí—, aquí tiene certificados y recomendaciones que acreditan mi honorabilidad y competencia.
Los hojeó un instante y luego devolviéndomelos masculló con tono displicente:
—Sí, pero veo que usted sólo ha estado en mercerías, y eso, por muy poco tiempo.
—Es verdad, señor, pero si mi práctica de mostrador es poca, tengo en cambio buena letra, sé algo de contabilidad y, más que todo eso, poseo una gran dosis de entusiasmo para el trabajo. Ninguna tarea me asusta...
Pareció que mis respuestas le hacían reflexionar. Después de breve silencio me dijo:
—Amigo, esta casa, por su antigüedad y la extensión de su giro, en nada cede a las más importantes de esta plaza. Ser empleado de Pirayán y Compañía es un honor difícil de conseguir. El aviso que a usted le trae apareció sólo ayer y ya han venido más de cuarenta pretendientes, de los cuales la mayor parte son gente ya fogueada en el mostrador, veteranos hábiles y no aprendices como usted.
Sentí que la angustia me oprimía el alma. ¡Una decepción más que añadir a las innumerables ya sufridas! Sin embargo me sobrepuse y traté de luchar, resuelto a obtener la plaza a toda costa. Con la vehemencia de que era capaz, le hice ver lo apremiante de mi caso. Forastero, sin relaciones, falto de recursos, hallábame en una situación desesperada. Le propuse que me sometiese a prueba hasta conocer mis aptitudes; que trabajaría sin sueldo; que haría de mozo de cordel si era necesario; rogué, insistí, importuné...
El señor Pirayán me oía en silencio sin quitar de mi rostro su aguda mirada. Por fin, como quien hace una concesión enorme, irguiéndose majestuosamente, me dijo con tono solemne:
—Pues bien, contrariando nuestras prácticas voy a hacer en favor de usted una excepción. Lo tomo con estas condiciones: estará en la tienda todos los días, incluso los domingos, a las siete de la mañana. Hará todos los trabajos que se le encomienden. En la noche se cierra a las nueve, pero no retirarse sino después de haber barrido, puesto en su sitio las mercaderías desarregladas por la venta y renovado el muestrario de las vitrinas.
El domingo cerramos a las doce, pero se aprovecha la tarde en sacudir y dar una nueva colocación a las existencias para variar el aspecto del almacén.
No le fijo por ahora sueldo hasta no conocer sus dotes y capacidad para el trabajo. ¿Le convienen estas condiciones?
Con el corazón henchido de gratitud le respondí:
—¡Cómo no, señor! Las acepto con el mayor gusto. ¿Cuándo debo empezar?
—Ahora mismo, si no tiene inconvenientes.
—Ninguno, señor. Estoy listo.
La primera faena que se me encomendó, a pesar del entusiasmo de que estaba poseído, me produjo cierto estremecimiento que recorrió mi epidermis desagradablemente. Se trataba de lavar algunos centenares de botellas vacías, sin más elemento que una tina, el agua de la llave y una libra de perdigones. Mas, deseoso de demostrar que ningún trabajo me arredraba, me quité el vestón y los puños de la camisa y me puse denodadamente a la tarea. Con los brazos arremangados, las manos ennegrecidas y los pies en el agua, permanecí en aquella execrable faena hasta la hora de comer. Después de la comida que, por su frugalidad era digna de un anacoreta, pasé al almacén. Las luces estaban ya encendidas. Mientras el otro empleado despachaba a algunos parroquianos, el señor Pirayán me hizo una seña para reunirme con él en un extremo del mostrador y ahí, sin preámbulo de ninguna especie, me espetó el siguiente discurso-programa en el que estaban señalados todos los deberes de mi nuevo cargo.
—Ante todo —empezó— exijo de mis empleados en su trato con los clientes una honradez y delicadeza irreprochables. La espléndida prosperidad de nuestra casa es el fruto de la seriedad y rectitud de sus procedimientos. Sin olvidar esta regla invariable, usted debe velar por nuestros intereses más que por los suyos propios. Cuide muy escrupulosamente de no excederse ya sea en la cantidad, peso o medida de lo que se expenda. Cualquier negligencia en este sentido la consideraré como un robo directo, sin circunstancias atenuantes. El exceso en la entrega o el menoscabo en el valor son crímenes de lesa comerciabilidad y, por lo tanto, imperdonables.
Antes de dar un precio, examine al comprador para ver qué lugar le corresponde en la clasificación que ha hecho la casa de todos sus clientes y, según dicho examen, recargará usted el precio sobre el mínimo marcado en el artículo. Esta clasificación hecha por grupos es un poco difícil para los principiantes, pero ya la dominará usted con la práctica.
Cuando le pidan alguna mercadería, jamás muestre usted la de mejor clase. Se debe siempre empezar por la de calidad inferior. No se debe dejar ir ningún comprador con las manos vacías. El lema de la casa es: “vender por la persuasión o la astucia”. Si apurados todos las recursos el cliente se muestra intransigente, se apela a los grandes medios. En esto la casa es una especialidad. Tenemos procedimientos infalibles para obligar a los recalcitrantes. Todo ello lo aprenderá usted a su debido tiempo. Lo que ahora urge es conocer la manera cómo se maneja el metro, cosa que de seguro ni siquiera sospecha.
Me pareció tan absoluta esta afirmación que no pude menos que sonreír disimuladamente.
Notólo, sin duda, porque frunciendo el entrecejo ordenó, poniéndome en las manos un retazo de lienzo:
—Mida usted.
Efectué la operación con escrupulosa exactitud y dije convencido:
—Cinco varas y media.
Tomó la tela y midió a su vez.
—Seis varas y media —exclamó con énfasis, clavándome sus ojillos chispeantes de ironía.
Lo miré embobado y dije aturdido:
—¿Cómo puede ser eso? ¡Imposible! ¡Yo medí exactamente!
—Pues ha medido usted mal, y veo, muy oportunamente por cierto, que no sirve para el oficio. ¡Dar una vara de más en un pedazo tan pequeño es un colmo! Con un empleado como usted íbamos a la quiebra por la posta.
Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Aterrorizado por la perspectiva de una nueva campaña a caza de empleo, balbucí con lágrimas en los ojos:
—Señor, confieso mi torpeza. Indíqueme usted dónde está el error y le aseguro que no caeré en él otra vez.
Pareció que mi sumisión le ablandaba, porque con tono conciliador me dijo:
—Su error consiste en que al medir no toma usted en cuenta el grueso de los dedos. Para evitarlo hay que correr, cada vez que se mide una vara o un metro, el pulgar y el índice derechos, con que se sujeta la tela, hacia lo ya medido.
—¿Cuánto? —pregunté anhelante.
—Veinte centímetros, más o menos —me respondió, fijando en mi rostro aquella mirada escrutadora que me producía cierto vago malestar.
Lo miré a los ojos fijamente. Empezaba a comprender el honradísimo arte de Mercurio, pero mi principal sostuvo la mirada y añadió negligentemente:
—Cuide, sí, de que el comprador no se aperciba de la maniobra, porque es un egoísta que quiere obtener siempre todas las ventajas... La equidad le es desconocida.
Sin duda, pensé. Pero. ¡Veinte centímetros en cada vara! ¡Qué dedos, Dios mío!
Y aterrado miré los míos para ver si en realidad tenían aquel diámetro descomunal.
Aquella noche mientras, rendido por la fatiga, me desnudaba para tenderme en el lecho, pensaba con temor en el día siguiente, en el cual, tras el mostrador, debía poner en práctica todas las instrucciones de mi respetabilísimo. jefe.
Cuando al día siguiente me presenté al almacén, vi con cierta zozobra que me había retrasado. Apenas puse pie en el umbral de la puerta, percibí detrás del mostrador dos ojos investigadores que me contemplaban severamente. Balbucí una excusa, recibiendo en respuesta un mandato duro y seco:
—Pase a la trastienda y haga lo que le indiqué ayer.
Obedecí, deseoso de borrar con mi diligencia la mala impresión que mi tardanza había producido.
El trabajo que tenía que hacer era pesado y laborioso. Consistía en vaciar el contenido de los estantes para sacudir el polvo y, en seguida, volver a colocar en ellos las mercaderías, clasificándolas por artículos.
Subido en una escalerilla ejecutaba concienzudamente la tarea, cuando de pronto un tragaluz, situado a la altura de mi cabeza, me hizo testigo de una escena curiosísima.
Desde mi observatorio vi cómo el señor Pirayán —abandonando precipitadamente el umbral de la puerta, desde el cual en zapatillas y calado
el gorro observaba el movimiento de la calle— se entraba en la tienda, desierta a esa hora, y se metía debajo del mostrador, agazapándose como un gato puesto en acecho. Antes de que volviera de mi sorpresa, oí el grito de un vendedor que pregonaba:
—¡Huevos, huevos fresquitos!
Cuando estuvo frente a la puerta se detuvo y, a una señal del empleado, avanzó hasta el mostrador, donde colocó la cesta con la mercadería, entablándose inmediatamente el siguiente diálogo:
—¿A cómo la docena?
—A peso, patrón.
—Y por todo ¿cuánto pides?
—No sé, patrón, tendría que contarlos.
—Los compro todos a cincuenta centavos la docena.
Al mismo tiempo que hacia esta oferta, apoderábase sorpresivamente del canasto y lo ponía en el suelo al lado de adentro del mostrador.
—¿Está loco, patrón? ¡Ni robados que fueran!
El dependiente insistía repitiendo.
—¡Cincuenta centavos, con canasto y todo! ¡Los pago en el acto!
Entretanto mi principal, desde su escondite, tomaba delicadamente del cesto de huevos puesto a su alcance los más hermosos, y los metía en su faltriquera.
Mientras yo contemplaba esta escena inverosímil, el dependiente había vuelto a poner encima del mostrador la cesta aligerada de peso, y clamaba iracundo:
—Bueno, hombre, llévatelos; ¡que te paguen el peso los tontos!
El propietario del canasto recuperó su mercancía y salió diciendo socarronamente:
—Será usted un lince, patroncito; le robará los huevos al águila, pero a mí no me mete naide el dedo en la boca.
No volvía de mi asombro. Si no fuera por las carcajadas que resonaban en la tienda como escopetazos, me hubiera parecido un sueño lo visto. Mis ideas se embrollaban. Sentía que algo, que yo creía inconmovible, perdía su base. Hallábame desorientado.
Y por algunos días aquel procedimiento originalísimo de la casa Pirayán y Cía. para avituallarse, me pareció que no armonizaba del todo con su seriedad, honradez, etc., pero no pude menos de convenir en que, ante su economía, resultaba insuperable.
Hacía algunas horas que trabajaba con empeño, cuando oí la voz tonante del jefe que me llamaba. Acudí presuroso. La tienda estaba llena de compradores y jefe y dependiente iban de un lado a otro atareadísimos. Como principiante mi ayuda se limitó por de pronto a despejar el mostrador de la avalancha de especies en él desparramadas. La actividad del señor Pirayán me maravilló.
Su rostro estaba carmesí y sus vivaces ojillos relucían como ascuas. Para todo tenía frases oportunas y dichos agudos que hacían reír. Su labia era inagotable, y su voz meliflua tomaba las más variadas inflexiones, pasando de la cortesía estudiada y pegajosa a la familiaridad más encantadora. Su “mimbre” dorsal parecía próximo a romperse a cada instante. Detenía al comprador descontento, en su retirada hacia la puerta, con un chiste, con una oferta nueva, con una rebaja ventajosa. Pero, sobre todo, lo que causaba mi asombro dejándome a veces estupefacto, eran su aplomo y serenidad para pedir veinte por lo que valía cinco, para jurar con unción arrebatadora que tejidos de algodón o de cáñamo eran de lana, de purísima lana sin mezcla alguna.
Todas esas mercaderías, de la mejor calidad, de la última moda y que casi no costaban nada, eran fabricadas especialmente para la casa. A creer lo que aseguraba, el mundo industrial del planeta tenía el pensamiento fijo en el Anzuelo de Plata, cuyas instrucciones respecto a dibujo y colorido de las telas eran aguardadas con ansia, dando la pauta del buen gusto en el orbe entero. Los fabricantes se disputaban los pedidos de Pirayán y Cía. a cablegrama limpio; lo menos una docena recibíase diariamente.
Cuando alguna cliente encontraba que el lienzo era ordinario y pedía otro de clase superior, profería, dándose una palmada en la frente:
—¡Cabalmente!, acabamos de recibir uno fabricado especialmente para la casa y que, además de ser un cuero, no tiene pizca de goma.
Y tomando la tela desechada, doblábala cuidando de ocultar la marca. Agachábase, en seguida, detrás del mostrador y reaparecía después de un instante con el mismo género y, poniéndolo delante de la compradora, decíale con el convencimiento que da una fe profunda:
—Aquí tiene usted algo muy especial, lo mejor que hay en plaza. Vea usted el ancho, la suavidad y firmeza de este tejido.
Y después de ponderar en todos los tonos las excelencias de la tela, concluía por pedirle el doble de su precio.
Cuando la cliente iba a retirarse llevando por treinta la que no había querido por veinte, frotábase las manos y le decía bonachonamente:
—Da gusto tratar con gente lista, que conoce la mercadería. Señorita, a usted de seguro no le pasarían nunca gato por liebre.
La compradora sonreía satisfecha y se retiraba pavoneándose.
En la fiebre de la venta aturullábame aquella mañana con mandados y órdenes contradictorios. Aturdido por esa tempestad de gritos perdí la cabeza completamente. Los "¡esto no, imbécil”, “aquello de allá, borrico”, “te dije que lo otro, animal!”, llovíanme como granizada.
Por fin la hora del mediodía puso término a aquella vorágine y pude volver a la trastienda con el cuerpo dolorido y el alma más adolorida aún. Pero mi voluntad era inquebrantable. Soportaría todo aquello antes que recorrer otra vez las calles, diario en mano, repitiendo el consabido: “Señor, vengo por el aviso éste...”
Después de almuerzo hubo una novedad. El señor Pirayán tuvo precisión de salir y nos lo comunicó con estas breves palabras:
—Tengo que ir al Banco a depositar el producto de la venta. Les recomiendo la mayor vigilancia y circunspección.
Mas, de súbito, encarándose con el dependiente, le dijo, señalándome con el dedo:
—Vigileme usted a éste. Es un torpe que todo lo hace al revés.
Aunque recomendación y calificativo no me supieron a mieles, tuve un minuto de alegría ante la perspectiva de un momento de descanso que la ausencia de mi principal me iba, sin duda, a proporcionar, pero mi esperanza se desvaneció bien pronto a la vista de la señora de Pirayán que, después de acompañar a su marido hasta la puerta, colocó detrás del mostrador una silla y, sentándose en ella con majestuoso continente, paseó una mirada de soberana por el almacén, diciéndome después de un momento de expectación:
—Venga acá, coja la escoba y barra estos papeles. Es una indecencia como tienen la tienda. ¡Hombres habían de ser!
Enrojecí hasta la raíz de los cabellos, pero doblando la cerviz tomé el mango del infamante utensilio y empecé a repartir escobazos con verdadera furia.
La voz enérgica de la principal me detuvo:
—¡Hombre, qué modo de barrer es ése! ¿Dónde lo ha aprendido usted?
No contesté, y mi silencio pareció exacerbar a la imponente matrona quien, desde el centro de la densa nube de polvo que los escobazos levantaran, continuó apostrofándome con voz digna y severa:
—Cuando se es tan caballero no se debe tomar otra profesión que la de rentista. ¡Enojarse! ¡Vaya con el señor! Sepa usted que aquí, cuando es necesario, no sólo se barre la tienda, sino la acera y el medio de la calle. ¡Jesús, y qué humos gasta el señorito!
Y la ilustre dama hubiera proseguido su filípica si el regreso de su marido no hubiese puesto fin a la escena.
El aspecto del principal llamó mi atención. Parecía hondamente preocupado. Cruzó en silencio el almacén y desapareció en las habitaciones interiores. Su mujer le siguió. Por primera vez desde mi regreso a la casa, yo y mi camarada el dependiente quedábamos solos. Era un muchacho de estatura mediana, bien conformado, de recias espaldas. Tenía el aire de un campesino, simple y astuto a la vez.
Me aproximé deseoso de entablar conversación:
—¿Se fijó usted en el señor Pirayán? Parece le hubiera ocurrido algo desagradable. Malos negocios, sin duda.
Sin mirarme y sin interrumpir la tarea de empaquetar docenas de pañuelos de bolsillo, poniendo entre ocho de una clase cuatro de calidad inferior, pero que por su tamaño y dibujo ofrecían el mismo aspecto que los otros, me contestó:
—¡Quién sabe, no he visto nada!
Y luego, echando una mirada furtiva al interior, me dijo precipitadamente:
—Váyase a trabajar. Me han prohibido hablar con usted.
Lo medí de alto abajo con desprecio y me alejé pensativo. Esas palabras, las primeras que cruzábamos sin testigos, me dejaron una penosa impresión. ¿Quién era aquel compañero, de dónde venia? Lo único que sabía de él era que se llamaba José, don Pepito para los parroquianos. Á pesar de mi falta de experiencia, algo se me alcanzaba de que aquella prohibición era una táctica hábil para que, desconfiando el uno del otro, no fuésemos a caer en la tentación de organizar, tal vez, una alianza ofensiva y defensiva contra el enemigo común, es decir el patrón.
Después de una corta ausencia reapareció tras el mostrador el señor Pirayán, atendiendo a la clientela con su ordinario despejo y verbosidad. Sin embargo, una sombra parecía velar, a veces, su rostro rubicundo. Como si efectuase mentalmente el balance de su activo y pasivo, caía a ratos en una profunda abstracción. ¡Vencimiento! ¡Crédito dudoso! Imposible me hubiera sido adivinar el motivo de su actitud.
Dos días más transcurrieron y mi aprendizaje horteril no avanzaba gran cosa. Ocupando la mayor parte del día en las más penosas tareas, no disponía de bastante tiempo para profundizar el difícil arte de vendedor. Con frecuencia había oído decir que para comerciante me hacía falta algo muy indispensable: la vocación. Y, acaso, era la verdad. Porque si la poseía, ¿a qué atribuir, entonces, ese rubor intempestivo y pueril que me encendía el rostro cuando, bajo la mirada de Argos de mi principal, veíame obligado a decir que lo blanco era negro o lo negro blanco y que lo que valía diez, importaba veinte o costaba treinta? ¡Y luego ese tartamudeo vergonzoso al proclamar el resultado de la medida de un pedazo de tela, bajando la vista sin afrontar la mirada del comprador!
Y esos ímpetus irresistibles que me asaltaban a veces de salvar de un brinco el mostrador y echar a correr detrás de un pobre diablo de parroquiano y decirle poniéndole en la mano algunas monedas:
—¡Tome usted, esto es suyo, me he equivocado de precio!
¡Y mis pesadillas de las noches! Soñé una vez que veía la tienda en sus días de gran movimiento. Mi principal con su gorro y sus zapatillas gesticulaba como un energúmeno. De pronto y sin transición el almacén con sus existencias transformóse en una enorme tela, en el centro de la cual una araña monstruosa atraía, fascinando con el brillo de sus ojos a enjambres de mosquitos que acudían de todos los puntos del horizonte. Todos quedaban aprisionados en la terrible trampa. Y yo mismo, para no enredarme en ella, daba un salto gigantesco, pero faltándome impulso caía en medio de la siniestra malla, en la que, cual otro Gulliver, quedaba sujeto por millares de viscosos hilos. Presa de pavorosa angustia debatíame para romper la formidable red hasta que, de súbito, me encontraba fuera del lecho envuelto en las ropas y tiritando de miedo.
Esto y los nuevos descubrimientos que hacía en el oficio tendían a probarme que era indigno de él. Mas otra visión, más sombría aún, y la esperanza de conquistar una posición, paralizaban mis ímpetus de independencia. Moscas o arañas, me decía, el dilema es inexorable.
Al sexto día de mi permanencia en la casa pensé que era tiempo de saber si el jefe de ella había ya fijado su criterio respecto de mis aptitudes, y si podía abrigar la esperanza de obtener la plaza con sus emolumentos respectivos. Firme en esta resolución, decidí aprovechar la primera oportunidad para tener una explicación sobre este punto con el señor Pirayán. Pero cada vez que me acercaba a él con este objeto, me miraba de un modo tan desconcertante para mi natural timidez que, acobardado, retrocedía, diciéndome: más tarde será. Y transcurrió el día sin que diera ese paso que se me hacía cada vez más difícil.
En la noche, después de cerrado el almacén, mientras renovaba el muestrario de las vitrinas, tuve una idea salvadora. Ahora, pensé, está solo, despachando su correspondencia. Iré a preguntarle si quito las corbatas rojas y pongo en su lugar las azules y, con este pretexto, llevaré la conversación aunque sea por los cabellos al terreno conveniente. Muy imbécil he de ser si no le arranco una contestación definitiva.
Lleno de resolución entré en la trastienda, al fin de la cual había una puerta que comunicaba con un pasadizo que conducía al gabinete de trabajo del principal. Apenas había dado algunos pasos en el corredor cuando el ruido de una animada charla hirió mis oídos. Quise volverme por el mismo camino, pero unas frases tomadas al vuelo claváronme en el piso como si hubiera echado raíces. Conocí en los que hablaban la voz del señor Pirayán y la de un íntimo de la casa. La conversación, amenizada con alegres risas, no tenía trazas de concluir.
Hela aquí tal como la escuché:
Intimo.—¿De modo que no gastas en sueldos, gratificaciones y otras zarandajas?
Principal.—¡Psh! ni un centavo. Cuando tengo necesidad de un empleado, pongo un aviso en el diario. Llegan legiones. El trabajo está en escoger.
Intimo.—¿Pero exigirán algunas seguridades, un compromiso de que sus servicios serán retribuidos?
Principal.—¡Nada de eso! Yo te diré cómo se procede: se elige siempre a los novatos, a los que hacen sus primeras armas. Si son forasteros, mejor.
Intimo.—Pero, entonces habrá que perder tiempo en enseñarles y lo que se gana por un lado se va por el otro. Puede resultar más cara la vaina que el sable.
Principal.—No, no; aguárdate un poco. Elegido el candidato se empieza por rechazar su petición. El insiste, suplica, y por gradaciones hábiles se le obliga a entregarse maniatado como un cordero. Cerrado el trato se le destina por primera providencia a las tareas más humillantes. Hay que matarles los escrúpulos.
Intimo.—Y la dignidad también. ¡Ja! ¡Ja!
Principal.—Conseguido esto se puede hacer de él lo que se quiere.
Intimo.—¡Ya, ya! Pero de todos modos hay que vigilarle, trabajar, en fin, mientras que tomando uno competente y pagándole sueldo, se ahorran molestias y...
Principal.—Si, para que luego nos ponga la soga al cuello extremando sus exigencias.
Intimo.—Pero también los otros las extremarán. Supongo que no querrán siempre trabajar de balde.
Principal.—Sin duda, pero, siguiendo cierta táctica, los resultados de este sistema son espléndidos. Tú sabes que el empleado que llega a dominar el oficio, que conoce todos los secretos, se nos sube a las barbas muy pronto. Tórnase descontentadizo, no trabaja con la decisión que al principio, porque sabe que fuera de la casa encontrará otro puesto, si no mejor igual al menos al que deja. Y esta convicción lo hace poco paciente para sufrir ciertas cosas. En cambio, el principiante, el candidato al empleo se esmera para conquistarlo en hacer nuestro gusto en todo y por todo. Trabaja sin interrupción de la mañana a la noche. No pone jamás objeciones a tareas determinadas. Escoba nueva, en fin, y... no gana sueldo. ¡El ideal, hombre, el ideal!
Intimo.—Pero al fin se ha de cansar y entonces...
Principal.—Sí, sí; pero el caso está previsto. Se tienen siempre dos. Uno, más antiguo, que posee cierta práctica y otro que empieza. Cuando el primero empieza a fastidiarmos se le hacen nuevas promesas y se le detiene por algunos días, los suficientes para que el segundo pueda ya desempeñarse, esto, hay mil medios para deshacerse del intruso. Por ejemplo, se le ofrece una paga ridícula o se le dice: amigo, su trabajo no me gusta, tiene usted un físico desagradable para los clientes, o cualquiera otra cosa por el estilo para que tome el portante.
Despejado el campo, un avisito en el diario (treinta centavos) y hete aquí una nube de postulantes para reemplazar al salido. Y las escobas nuevas substituyen con un éxito y una economía que son una delicia. ¡Convéncete: escobas nuevas, siempre escobas nuevas, ese es el gran desideratum!
Intimo.—Si, pero no darles una gratificación siquiera...
Principal.—¿Y los conocimientos y la experiencia adquiridos, no valen de nada? Si hay algún deudor seguramente no seré yo. Les he descorrido un poquito la cortina que cubre el escenario y ¡cáspita! me parece que la cosa tiene algún valor! ¡Caramba si lo tiene! Si se aprovechan del noviciado, ya tienen hecha su fortuna.
No quise oír más y me alejé de puntillas, cogí mi sombrero y salí a la calle.
¡Qué torbellino de ideas y sensaciones aquella revelación inesperada desató en mi alma! Los más descabellados proyectos de venganza fulguraron en mi cerebro excitado. ¿Pegaría fuego a la casa, publicaría aquella iniquidad a los cuatro vientos, llevaría una queja a los tribunales? Lamentaba no tener el alma de un Ravachol para hacer saltar a los Pirayán y Cía. más allá del sistema planetario.
Mas, el frío de la noche calmó esa fiebre de exterminio. A la ira y el despecho sucedió la calma. El desaliento concluyó por serenarme. Y luego la frase aquella: “les he descorrido un poquito la cortina” me hizo ver que la aventura, aunque desastrosa, era fecunda en enseñanzas. Eso sí que se había alzado el telón un poco bruscamente.
Fijé una última mirada en el Anzuelo de Plata, que seguirían mordiendo quizás cuantos incautos, y eché andar por las calles desiertas obsesionado por esta idea:
—¡Dios mío, cuándo llegaré a ser escoba vieja!
Víspera de difuntos
Por la calleja triste y solitaria pasan ráfagas zumbadoras. El polvo se arremolina y penetra en las habitaciones por los cristales rotos y a través de los tableros de las puertas desvencijadas.
El crepúsculo envuelve con su parda penumbra tejados y muros y un ruido lejano, profundo, llena el espacio entre una y otra racha: es la voz inconfundible del mar.
En la tiendecilla de pompas fúnebres, detrás del mostrador, con el rostro apoyado en las palmas de las manos, la propietaria parece abstraída en hondas meditaciones. Delante de ella, una mujer de negras ropas, con la cabeza cubierta por el manto, habla con voz que resuena en el silencio con la tristeza cadenciosa de una plegaria o una confesión.
Entre ambas hay algunas coronas y cruces de papel pintado.
La voz monótona murmura:
—…Después de mirarme un largo rato con aquellos ojos claros empañados ya por la agonía, asiéndome de una mano se incorporó en el lecho, y me dijo con un acento que no olvidaré nunca: “¡Prométeme que no la desampararás! ¡Júrame, por la salvación de tu alma, que serás para ella como una madre, y que velarás por su inocencia y por su suerte como lo haría yo misma!”
La abracé llorando, y le prometí y juré lo que quiso.
(Una ráfaga de viento sacude la ancha puerta, lanzan los goznes un chirrido agudo y la voz plañidera continúa:)
—Cumplía apenas los doce años, era rubia, blanca, con ojos azules tan cándidos, tan dulces, como los de la virgencita que tengo en el altar. Hacendosa, diligente, adivinaba mis deseos. Nunca podía reprocharle cosa alguna y, sin embargo, la maltrataba. De las palabras duras, poco a poco, insensiblemente, pasé a los golpes, y un odio feroz contra ella y contra todo lo que provenía de ella, se anidó en mi corazón.
Su humildad, su llanto, la tímida expresión de sus ojos tan resignada y suplicante, me exasperaba. Fuera de mí, cogíala a veces por los cabellos y la arrastraba por el cuarto, azotándola contra las paredes y contra los muebles hasta quedarme sin aliento.
Y luego, cuando en silencio, con los ojos llorosos, veíala ir y venir colocando en su sitio las sillas derribadas por el suelo, sentía el corazón como un puño. Un no sé qué de angustia y de dolor, de ternura y de arrepentimiento subía de lo más hondo de mi ser y formaba un nudo en mi garganta. Experimentaba entonces unos deseos irresistibles de llorar a gritos, de pedirle perdón de rodillas, de cogerla en mis brazos y comérmela a caricias.
(Unos pasos apresurados cruzan delante de la puerta. La narradora se volvió a medias y su perfil agudo salió un instante de la sombra para eclipsarse en seguida.)
—…La enfermedad —aquí la voz se hizo opaca y temblorosa— me postraba a veces por muchos días en la cama. ¡Era de ver entonces sus cuidados para atenderme! ¡Con qué amorosa solicitud ayudábame a cambiar de postura! Como una madre con su hijo, rodeábame el cuello con sus delgados bracitos para que pudiese incorporarme.
Siempre silenciosa acudía a todo, iba a la compra, encendía el fuego, preparaba el alimento. De noche, a un movimiento brusco, a un quejido que se me escapara, ya estaba ella junto a mí, preguntándome con su vocecita de ángel:
—¿Me llamas, mamá; necesitas algo?
Rechazábala con suavidad, pero sin hablar. No quería que el eco de mi voz delatase la emoción que me embargaba. Y ahí, en la oscuridad de esas largas noches, sin sueño, asaltábame tenaz y torcedor el remordimiento. El perjurio cometido, lo abominable de mi conducta, aparecíaseme en toda su horrenda desnudez. Mordía las sábanas para ahogar los sollozos, invocaba a la muerta, pedíale perdón y hacía protestas ardientes de enmienda, conminándome, en caso de no cumplirlas, con las torturas eternas que Dios destina a los réprobos.
(La vendedora, sin cambiar de postura, oía sin desplegar los labios, con el inmóvil rostro iluminado por la claridad tenue e indecisa del crepúsculo.)
—Mas la luz del alba —prosigue la enlutada— y la vista de aquella cara pálida, cuyos ojos me miraban con timidez de perrillo castigado, daban al traste con todos aquellos propósitos. ¡Cómo disimulas, hipócrita!, pensaba. ¡Te alegran mis sufrimientos, lo adivino, lo leo en tus ojos! Y en vano trataba de resistir al extraño y misterioso poder que me impelía a esos actos feroces de crueldad, que una vez satisfechos me horrorizaban.
Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura. Y su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura.
—¡Cómo la odiaba entonces, Dios mío, cómo!
(En la tienda desierta las sombras invaden los rincones, borrando los contornos de los objetos. La negra silueta de la mujer se agigantaba y su tono adquirió lúgubres inflexiones.)
—Fue a entradas de invierno. Empezó a toser. En sus mejillas aparecieron dos manchas rojas y sus ojos azules adquirieron un brillo extraño, febril. Veíala tiritar de continuo y pensaba que era necesario cambiar sus ligeros vestidos por otros más adecuados a la estación. Pero no lo hacía… y el tiempo era cada vez más crudo… apenas se veía el sol.
(La narradora hizo una pausa, un gemido ahogado brotó de su garganta, y luego continuó:)
—Hacía ya tiempo que había apagado la luz. El golpeteo de la lluvia y el bramido del viento, que soplaba afuera huracanado, teníanme desvelada. En el lecho abrigado y caliente, aquella música producíame una dulce voluptuosidad. De pronto, el estallido de un acceso de tos me sacó de aquella somnolencia, crispáronse mis nervios y aguardé ansiosa que el ruido insoportable cesara.
Mas, terminado un acceso, empezaba otro más violento y prolongado. Me refugié bajo los cobertores, metí la cabeza debajo de la almohada; todo inútil. Aquella tos, seca, vibrante, resonaba en mis oídos con un martilleo ensordecedor.
No pude resistir más y me senté en la cama y, con voz que la cólera debía de hacer terrible, le grité:
—¡Calla, cállate, miserable!
Un rumor comprimido me contestó. Entendí que trataba de ahogar los accesos, cubriéndose la boca con las manos y las ropas, pero la tos triunfaba siempre.
No supe cómo salté al suelo y cuando mis pies tropezaron con el jergón, me incliné y busqué a tientas en la oscuridad aquella larga y dorada cabellera y, asiéndola con ambas manos, tiré de ella con furia. Cuando estuvimos junto a la puerta comprendió, sin duda, mi intento, porque por primera vez trató de hacer resistencia y procurando desasirse clamó con indecible espanto:
—¡No, no, perdón, perdón!
Mas yo había descorrido el cerrojo… Una ráfaga de viento y agua penetró por el hueco, y me azotó el rostro con violencia.
Aferrada a mis piernas, imploraba con desgarrador acento:
—¡No, no, mamá, mamá!
Reuní mis fuerzas y la lancé afuera y, cerrando en seguida, me volví al lecho estremecida de terror.
(La propietaria escuchaba atenta y muda, y sus ojos se animaban, bajo el arco de sus cejas, cuando la voz opaca y velada disminuía su diapasón.)
—Mucho tiempo permaneció junto a la puerta lanzando desesperados lamentos, interrumpidos a cada instante por los accesos de tos. Me parecía, a veces, percibir entre el ruido del viento y de la lluvia, que ahogaba sus gritos, el temblor de sus miembros y el castañeteo de sus dientes.
Poco a poco sus voces de:
—¡Ábreme, mamá, mamacita; tengo miedo, mamá! —fueron debilitándose, hasta que, por fin, cesaron por completo.
Yo pensé: se ha ido al cobertizo, al fondo del patio, único sitio donde podía resguardarse de la lluvia, y la voz del remordimiento se alzó acusadora y terrible en lo más hondo de la conciencia:
—¡La maldición de Dios —me gritaba— va a caer sobre ti…! ¡La estás matando…! ¡Levántate y ábrele…! ¡Aún es tiempo!
Cien veces intenté descender del lecho, pero una fuerza incontrastable me retenía en él, atormentada y delirante.
¡Qué horrible noche, Dios mío!
(Algo como un sollozo convulsivo siguió a estas palabras. Hubo algunos segundos de silencio y luego la voz más cansada, más doliente, prosiguió:)
Una gran claridad iluminaba la pieza cuando desperté. Me volví hacia la ventana y vi a través de los cristales el cielo azul. La borrasca había pasado y el día se mostraba esplendoroso, lleno de sol. Sentí el cuerpo adolorido, enervado por la fatiga; la cabeza parecíame que pesaba sobre los hombros como una masa enorme. Las ideas brotaban del cerebro torpes, como oscurecidas por una bruma. Trataba de recordar algo, y no podía. De pronto, la vista del jergón vacío que estaba en el rincón del cuarto, despejó mi memoria y me reveló de un golpe lo sucedido.
Sentí que algo opresor se anudaba a mi garganta y una idea horrible me perforó el cerebro, como un hierro candente.
Y estremecida de espanto, sin poder contener el choque de mis dientes, más bien me arrastré que anduve hacia la puerta; pero, cuando ponía la mano en el cerrojo, un horror invencible me detuvo. De súbito mi cuerpo se dobló como un arco y tuve la rápida visión de una caída. Cuando volví estaba tendida de espaldas en el pavimento. Tenía los miembros magullados, el rostro y las manos llenos de sangre.
Me levanté y abrí… Falta de apoyo, se desplomó hacia adentro. Hecha un ovillo, con las piernas encogidas, las manos cruzadas y la barba apoyada en el pecho, parecía dormir. En la camisa veíanse grandes manchas rojas. La despojé de ella y la puse desnuda sobre mi lecho. ¡Dios mío, más blanco que las sábanas, qué miserable me pareció aquel cuerpecillo, qué descarnado: era sólo piel y huesos!
Cruzábanlo infinitas líneas y trazos oscuros. Demasiado sabía yo el origen de aquellas huellas, ¡pero nunca imaginé que hubiera tantas!
Poco a poco fue reanimándose, hasta que, por fin, entreabrió los ojos y los fijó en los míos. Por la expresión de la mirada y el movimiento de los labios, adiviné que quería decirme algo. Me incliné hasta tocar su rostro y, después de escuchar un rato, percibí un susurro casi imperceptible:
—¡La he visto! ¿Sabes? ¡Qué contenta estoy! ¡Ya no me abandonará más, nunca más!
(La ventolina parecía decrecer y el ruido del mar sonaba más claro y distinto, entre los tardíos intervalos de las ráfagas.)
—Le tomó el pulso y la miró largamente (gime la voz).
Lo acompañé hasta el umbral y volví otra vez junto a ella. Las palabras hemorragia… ha perdido mucha sangre… morirá antes de la noche, me sonaban en los oídos como algo lejano, que no me interesaba en manera alguna. Ya no sentía esa inquietud y angustia de todos los instantes. Experimentaba una gran tranquilidad de ánimo. Todo ha acabado, me decía y pensé en los preparativos del funeral. Abrí el baúl y extraje de su fondo la mortaja destinada para servirme a mí misma. Y, sentándome a la cabecera, púseme inmediatamente a la tarea de deshacer las costuras para disminuirla de tamaño.
Más blanca que un cirio, con los ojos cerrados, yacía de espaldas respirando trabajosamente. Nunca, como entonces, me pareció más grande la semejanza. Los mismos cabellos, el mismo óvalo del rostro y la misma boca pequeña, con la contracción dolorosa en los labios. Va a reunirse con ella, pensé ¡Qué felices son! Y convencida de que su sombra estaba ahí, a mi lado, junto a ella, proferí:
—¡He cumplido mi juramento, ahí la tienes, te la devuelvo como la recibí, pura, sin mancha, santificada por el martirio!
Estallé en sollozos. Una desolación inmensa, una amargura sin límites llenó mi alma. Entreví con espanto la soledad que me aguardaba. La locura se apoderó de mí, me arranqué los cabellos, di gritos atroces, maldije del destino… De súbito me calmé: me miraba. Cogí la mortaja y, con voz rencorosa de odio, díjele, mientras se la ponía delante de los ojos:
—Mira, ¿qué te parece el vestido que te estoy haciendo? ¡Qué bien te sentará! ¡Y qué confortable y abrigador es! ¡Cómo te calentará cuando estés debajo de tierra; dentro de la fosa que ya está cavando para ti el enterrador!
Mas ella nada me contestaba. Asustada, sin duda, de ese horrible traje gris, se había puesto de cara a la pared. En vano le grité:
—¡Ah! ¡Testaruda, te obstinas en no ver! Te abriré los ojos por la fuerza.
Y echándole la mortaja encima, la tomé de un brazo y la volví de un tirón: estaba muerta.
(Afuera el viento sopla con brío. Un remolino de polvo penetra por la puerta, invade la tienda, oscureciéndola casi por completo. Y apagada por el ruido de las ráfagas, se oye aún por un instante resonar la voz:)
—Mañana es día de difuntos y, como siempre, su tumba ostentará las flores más frescas y las más hermosas coronas.
En la tienda, las sombras lo envuelven todo. La propietaria, con el rostro en las palmas de las manos, apoyada en el mostrador, como una sombra también, permanece inmóvil. El viento zumba, sacude las coronas y modula una lúgubre cantinela, que acompañan con su frufrú de cosas muertas los pétalos de tela y de papel pintado:
—¡Mañana es día de difuntos!