Una tarde, en casa de un amigo, conocí a la señorita Teresa, joven de dieciocho años, de figura simpática y atrayente. Parecía muy tímida, y la expresión de su moreno y agraciado rostro y de sus pardos y rasgados ojos, sombreados por largas pestañas, era grave y melancólica.
A primera vista en su persona no se notaba nada extraordinario, pero después de algún tiempo, el más mediano observador podía advertir en ella algo extraño que llamaba poderosamente la atención. Sin que nada, al parecer, lo motivase, quedábase, de pronto, inmóvil y silenciosa, ensombrecido el rostro y la vaga mirada perdida en el vacío. Otras veces, un grito, un rumor cualquiera, la caída de un objeto en el suelo, bastaba para que, incorporándose bruscamente, mirase en torno con azoramiento, cual si un peligro desconocido le amenazase.
La impresión que estas raras actitudes dejaban en el ánimo del espectador, era que se estaba en presencia de alguien que había recibido una gran conmoción física o moral, cuyos efectos, perdurando todavía en su sistema nervioso, producían esas reacciones ya muy débiles y atenuadas por la acción sedante del tiempo.
Cuando comuniqué a mi amigo estas reflexiones me contestó:
—No te extrañe lo que has visto. Esta pobre niña recibió hace algunos meses un golpe terrible que perturbó su razón, la que ha ido recobrando poco a poco. Ahora está fuera de peligro. La causa que le produjo ese trastorno fue un crimen que se cometió el año pasado, y en el cual perdieron la vida los dueños de un pequeño negocio situado en las vecindades de S. Los asesinados, marido y mujer, eran los padres de esta muchacha, y ella escapó apenas de correr a misma suerte gracias a que pudo huir y ocultarse a tiempo
Tú que eres tan apasionado a las historias de bandidos, tienes aquí un caso interesantísimo, pero es indispensable que oigas el relato de boca de la misma protagonista, lo que me encargo conseguir de ella, pues ya no la impresiona como antes el recuerdo de ese suceso.
—Momentos después, la joven, accediendo a los ruegos de mi amigo, nos relataba en la siguiente forma su desgracia:
—…El modesto negocio que mis padres atendían y que les daba para vivir con cierta holgura, estaba situado en el cruce de dos caminos de gran tráfico y a cinco o seis cuadras de la población de S.
Ya una vez la casa había sido asaltada, contentándose los forajidos con robar y saquear, dejando al retirarse amarrados a los moradores. Yo, estaba entonces interna en un colegio de la ciudad, sólo vine a tener noticias del suceso un mes después,
Este acontecimiento obligó a mi padre a tomar algunas precauciones; hizo reforzar las puertas y ventanas y adquirió armas para defenderse. También procuró evitar que hubiese mucho dinero en casa. Apenas se reunía alguna suma, tomaba el tren e iba a depositarla a algún banco en la ciudad de F. De esta manera, ocultando el monto y giro de sus negocios, quería desvanecer la fama de hombre adinerado que la gente le atribuía.
Por fin, después de permanecer cuatro años en el colegio salí de él para acompañar y ayudar a mis padres en sus quehaceres y negocios. Nuestra vida era por demás sosegada y tranquila y no salíamos de casa sino los domingos, yo y mi madre, a oír misa en la Iglesia del pueblo. Rara vez recibíamos visitas, y cuando éstas llegaban eran casi siempre jóvenes de la localidad que, paseando a caballo por los alrededores, se detenían en nuestra casa para beber algún refresco. Uno de estos mozos pasó a ser un asiduo visitante. Se llamaba Luis, tenía veintitrés años y era primo de un regidor de la municipalidad. Mis padres, gentes sencillas, lo recibían muy bien, conquistados por su carácter afable y sus modales comedidos e insinuantes.
Su actitud para conmigo era discreta y respetuosa y, halagada por sus afecciones, recibía sus homenajes con vanidosa complacencia. Sin embargo, y a pesar del placer que a su lado sentía, creo que sólo experimentaba por él una sincera amistad. Tal vez influía su físico en ese resultado, pues, aunque muy blanco y rubio, afeábale el rostro, que parecía dividir en dos, una gran nariz encorvada y prominente, En sus conversaciones era muy ameno, salpicándolas con anécdotas y graciosas ocurrencias que nos hacían reír de buena gana. Nos hablaba a veces, también, de sus amigos, tres mozos de más o menos su edad que eran sus compañeros inseparables. Mas, como estos jóvenes, pertenecientes a familias acomodadas del pueblo, tenían fama de calaveras incorregibles, mis padres no los veían con agrado y lamentaban que un joven tan cumplido como Luis cultivase esas peligrosas amistades.
Cuando venía a vernos, lo recibíamos en el comedor que era la pieza más confortable de la casa. Estaba comunicada con el almacén por una mampara de vidrios, y en la pared opuesta abríase una ventana que daba al huerto. Mientras yo me ocupaba en tejer o bordar, él se sentaba en el alféizar de la ventana y, apoyando la espalda y la cabeza en el marco, iniciaba sus charlas en la forma ligera y agradable de siempre.
Un domingo, ya cerrada la noche, bajé a la cocina situada como a diez metros de la casa y frente a la pieza del comedor. Esa tarde, él nos había acompañado en la comida y, terminada ésta, había ido como de costumbre a sentarse en la ventana que permanecía abierta, pues la temperatura en esa época, a principios del verano, era muy suave y agradable. La luz de la lámpara, que colgaba del techo de la habitación, hacía destacarse en la blanca pared de la cocina el hueco iluminado de la ventana, recortándose en él, con gran relieve, la oscura silueta de nuestro amigo. Al verla, una idea súbita se apoderó de mí. Me aproximé a la muralla y con un pedazo de carbón y tracé el contorno de aquel perfil. En seguida, mostrándolo a su dueño, le dije, conteniendo apenas la risa:
—Luis, mire, ¿qué le parece el retrato que le acabo de hacer?
Él, después de examinar un instante aquella obra maestra, me contestó sonriente:
—Bonito, muy bonito, sólo la nariz le quedó un poquito larga.
—Pero, si la tiene así, presumido —exclamé lanzando una carcajada.
Un día, a mediados de octubre, mi padre nos comunicó su decisión de trasladarse a la ciudad, con el objeto de retirar del banco dos mil pesos que destinaba para cubrir el valor de un sitio que había comprado en el pueblo. Pensaba efectuar el viaje a la mañana siguiente, pues el vendedor acababa de avisarle que la respectiva escritura de compraventa estaba lista en la notaría, faltando sólo estampar las firmas para finiquitar el negocio.
Como lo había resuelto, el día señalado, después de recomendarnos el mayor sigilo sobre el motivo del viaje, mi padre partió hacia la estación para tomar el tren de las ocho de la mañana que debía conducirlo a la ciudad.
Esa misma tarde entre la una y las dos, llegó a casa nuestro amigo Luis y, mientras conversábamos en el comedor, ocupando él su sitio habitual en la ventana, me dijo de pronto:
—Divisé esta mañana a don Pedro en la estación, cuando tomaba el tren.
Hizo una pequeña pausa y agregó sonriendo:
—¿Quiere que adivine a lo que va?
Y sin darme tiempo para responder continuó:
—A buscar la plata para pagar el sitio, ¿no es cierto? Pero no se admire que lo sepa, porque ayer estuve en la notaría y vi la escritura lista para la firma. Además mi amigo Teodoro, el escribiente, me dijo que don José Manuel le había mandado un recado a don Pedro comunicándole esta circunstancia.
—Es verdad lo que dice, le contesté, pero, por favor, no se lo cuente a nadie, porque no se imagina Ud. el miedo que pasamos cuando hay dinero en casa. En fin, como mi padre regresa hoy, esa cantidad estará aquí sólo esta noche, pues mañana irá al pueblo a firmar la escritura y quedaremos libres de este compromiso.
—Comprendo —me observó— la inquietud de Uds.; pero don Pedro tendrá armas, estará prevenido.
Lo interrumpí para decirle:
—Después del robo que le hicieron hace dos años, tenía siempre una escopeta cargada a la cabecera de la cama y no se quitaba el revólver del bolsillo, pero ahora la escopeta está arrumbada en el desván y el revólver metido en un cajón de la cómoda. Creo que ni siquiera está cargado.
Él no me contestó. Parecía distraído y miraba hacia afuera por la ventana. De pronto, se puso de pie y se despidió diciendo:
—Me voy, ando cumpliendo unos encargos de mi primo, y sólo he pasado a saludarlas.
Por un instante quise comunicar a mi madre nuestra conversación, pero conociendo lo miedosa y aprensiva que era, decidí guardar silencio, pues estaba segura que no dormiría esa noche pensando en que tal vez otros, además de Luis, conocían el secreto descubierto por nuestro amigo.
Al anochecer llegó mi padre, y como la larga caminata desde la estación y sus trajines en la ciudad lo habían fatigado, apenas terminó la comida abandonó el comedor, diciendo que esa noche convenía cerrar el almacén más temprano que de costumbre.
Acababa yo de alzar el mantel y mientras daba desde la ventana algunas órdenes a Francisca, nuestra vieja cocinera, que las escuchaba en la puerta de la cocina, oí un terrible y angustioso grito de mi madre. Al volver la cabeza divisé, helada por el espanto, a través de la mampara, un grupo de hombres enmascarados que, después de cerrar y atrancar la puerta del almacén, abalanzándose adentro, saltaban el mostrador.
Sin darme cuenta, casi, de lo que hacía, me precipité por la ventana al huerto. Aunque la altura era mediana, la caída fue tan recia que, no pudiendo continuar la huida, sólo pude arrastrarme hasta unos cajones vacíos que se hallaban ahí cerca, arrimados a la pared, y entre los cuales me oculté lo mejor que pude.
Desde mi refugio sentí cómo asesinaban a mis padres. Sus lamentos, sus súplicas, sus gritos de agonía sonaban distintamente en mis oídos, enloqueciéndome de pavor. De pronto, todo quedó en silencio y tras un breve instante escuché el rumor de muebles rotos, de cajones que se abrían y objetos que rodaban por el suelo.
También vi reflejarse en la pared de la cocina, en el hueco iluminado de la ventana, algunas sombras que cruzaban rápidas. Pasaron algunos largos momentos que me parecieron siglos y, súbitamente, junto con un ruido de vasos y de botellas, percibí un apagado murmullo de voces que venía del comedor. Al mismo tiempo mis ojos, que no se apartaban de la mancha luminosa, vieron dibujarse en ella la silueta de un hombre que, sentado en el alféizar de la ventana, apoyando la espalda en el marco, alzaba en la mano un vaso en actitud de beber.
Experimenté algo así como una sacudida eléctrica, y aguardé con infinita angustia que la sombra reflejada en la pared cambiara de posición. Aunque el rostro miraba al interior de la estancia, pude ver que no tenía puesta la careta. Transcurrieron todavía algunos instantes y, luego, la cabeza, haciendo un leve movimiento giratorio, destacó su perfil en la blanca muralla con admirable limpieza y nitidez.
Estuve a punto de lanzar un grito: aquella silueta se adaptaba tan completamente a la que mi mano dibujara un mes atrás, que si alguien en ese instante hubiese repetido la oración, el contorno del nuevo perfil habría caído exactamente sobre el anterior.
Esta visión duró algunos segundos y se repitió dos o tres veces con el mismo resultado. Cada vez que la posición era favorable, el perfil delator se destacaba en la muralla y parecía decirme:
—Mírame bien, soy yo, tu amigo Luis, el narigudo.
Sí, ninguna duda podía caberme, eran él y sus amigos a quienes yo había facilitado, con mis ingenuas revelaciones, la ejecución de su nefando crimen.
Momentos después reinó en la casa un profundo silencio. Los asesinos se habían marchado. Cuando consideré que estaban bastante lejos, abandoné mi escondite y salí al campo por la puerta situada en el fondo del huerto. Gran trabajo nos costó, a mí y a Francisca, a quien encontré metida en una zanja en las inmediaciones, para que algunos vecinos nos acompañasen a ver lo que había sucedido en casa. Cuando entramos en ella lo primero que se presentó a nuestra vista, detrás del mostrador, fueron los cadáveres de mis padres que yacían en el suelo, cosidos a puñaladas y nadando en un mar de sangre.
Desde ese instante mis recuerdos son confusos, existiendo a partir de ahí, en mi memoria, una gran laguna.
He sabido más tarde que al día siguiente del asesinato, se presentó en casa el amigo Luis, inquiriendo de los presentes noticias del crimen y si tenían ya indicios acerca de sus autores. Al oír su voz, yo, que me encontraba en una habitación interior, apartando con brusquedad a las personas que me rodeaban, me precipité a su encuentro. Dicen que avancé hacia él en línea recta, mirándolo con fijeza y sin pronunciar una sola palabra.
Cuando estuve a dos pasos estiré el brazo y apuntándole al rostro con el dedo índice, prorrumpí en una estrepitosa e interminable carcajada. Él, según cuentan los que presenciaron la escena, se puso tan pálido como los muertos que se velaban en la pieza vecina. Y, en silencio, sin disimular su miedo, retrocedió seguido por mí hasta donde estaba su caballo, en el que montó precipitadamente, alejándose al galope por la carretera.
Todo el mundo atribuyó su actitud a la dolorosa impresión que le produjo mi repentina locura, pues la gente de la vecindad, viéndolo llegar tan a menudo a casa, había esparcido por todas partes el rumor de que Luis era mi novio.
Cuando la joven terminó su relación no pude menos que decirle:
—¿Y no ha denunciado Ud. ante la justicia a los asesinos?
Me miró con aire resignado y repuso con lentitud:
—¿Y quién me creería? ¿Quién haría caso de una pobre loca?