Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…
Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.
En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.
Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.
Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.
En una mañana de enero, en tanto que la máquina lanzaba sus jadeantes estertores y las blancas volutas del vapor se desvanecían en el aire tibio convirtiéndose en lluvia finísima, un hombre subía por el camino en dirección a la mina. Era de elevada estatura y por su traje, cubierto por el polvo rojo de la carretera, parecía más bien un campesino que un obrero. Un saco atado con una correa pendía de sus espaldas y su mano derecha empuñaba un grueso bastón, con el que tanteaba el terreno delante de sí.
Muy en breve aquel desconocido se encontró en la plataforma de la mina, donde pidió lo llevaran a presencia del capataz. Éste, que en ese instante se dirigía al pozo de bajada, se detuvo sorprendido ante el inválido visitante.
—Amigo —díjole—, yo soy el que buscas, ¿quién eres y qué es lo que deseas?
—Me llamo Juan Fariña, y quiero trabajar en la mina —fue la breve contestación del interpelado.
Los presentes se miraron y sonrieron.
—¿Y de qué deseas ocuparte? —prosiguió en tono un tanto burlón el capataz.
—De barretero —respondió tranquilamente el ciego.
Un murmullo partió del grupo de obreros que rodeaban el borde del pique y algunas carcajadas comprimidas estallaron.
—Camarada —dijo el capataz, contemplando la férrea musculatura del postulante—, sin duda no será la fuerza lo que te haga falta, pero para ser barretero hay que tener buen ojo y un ciego como tú no servirá para el caso.
—Nada veo —repuso—, pero tengo buenas manos y no me asusta ningún trabajo.
—Quedas aceptado —dijo el capataz, después de un instante de vacilación—, un ciego que no pide limosna y desea trabajar merece ser bien acogido; puedes empezar cuando gustes.
—Mañana a primera hora estaré aquí —respondió el original personaje y se alejó pasando con la cabeza erguida y las blancas pupilas fijas en el vacío por entre la turba de obreros que contemplaban admirados sus anchos hombros y su musculoso cuerpo de atleta.
En la mañana del día siguiente, Juan Fariña, con la blusa y pantalón del minero, una pequeña cesta con la merienda en una mano y el bastón en la otra, penetraba en la jaula en compañía de un capataz y varios trabajadores. Todos cubríanse la cabeza con la tradicional gorra de cuero y en todas ellas, excepto en la del ciego, sujetas a la visera brillaban encendidas pequeñas lámparas de aceite.
A una señal del jefe, la jaula se hundió súbitamente en el abismo negro del que subía un vaho ligero que se condensaba en cristalinas gotas a lo largo de los flexibles cables de acero.
Terminado el descenso se internaron en la mina, siguiendo los oscuros corredores por los que el ciego caminaba con la seguridad de un minero experimentado. Sus acompañantes admiraban aquella especie de instinto que le hacía adivinar los obstáculos y evitarlos con pasmosa sagacidad. Su bastón era una antena que se movía ágilmente en todas direcciones, tocando las paredes, el suelo y la techumbre de las galerías, que a medida que avanzaba se inclinaba más y más obligándolo a encorvar su alta estatura y a rozar con sus espaldas las escabrosidades de la roca.
En breve abandonaron las galerías de arrastre y penetraron en las canteras donde se extrae el material. Arrastrándose en algunos sitios sobre las manos y las rodillas, internáronse en aquellos estrechos túneles, subiendo y bajando rapidísimas pendientes. Por todas partes se oía un golpear incesante: al ruido sordo del pico mordiendo el venero, mezclábase el son más claro del martillo sobre la barrena. A veces una violenta imprecación rasgaba aquel ambiente irrespirable, impregnado de humo y de polvo de carbón; quejidos hondos y un resople continuo de bestias fatigadas salían de aquellos agujeros en medio de las tinieblas, en las que aparecían y desaparecían las luces fugitivas de las lámparas como fuegos fatuos en las sombras de la noche.
Después de media hora de penosa marcha se detuvieron ante una pequeña excavación abierta en la vena. De forma rectangular, muy baja y angosta, medía apenas un metro de alto, y en sus negras paredes, heridas por los rayos mortecinos de las lámparas, las agudas aristas del carbón tomaban tintes azulados y brillantes.
Después de escuchar silencioso las indicaciones del capataz, el nuevo obrero penetró resueltamente en la estrecha abertura y muy luego su fatigosa respiración y el golpe seco y repetido del acero se confundieron con el sordo rumor que llenaba las galerías, los chiflones y las lóbregas revueltas.
Desde aquel día quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose muy luego la reputación de obrero inteligente y valeroso. La deferencia con que era tratado por los jefes y su carácter huraño y retraído le enajenaron las simpatías de sus camaradas, quienes no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo. Aquello no era natural y debía encerrar algún misterio.
Intrigados vigiláronlo estrechamente, escudriñando sus pasos y sus menores acciones. Su pasado fue objeto de una minuciosa pesquisa, que no dio resultado alguno. Nadie sabía quién era ni de dónde venía, y respecto de su ceguera las opiniones estaban divididas. Había quienes aseguraban que aquellas inmóviles pupilas cubiertas de una tela blanquecina arrojaban en la oscuridad destellos fosforescentes como los del gato y que aquel ciego no lo era, sino en pleno día, a la luz del sol. Otros, y eran muy pocos, sostenían lo contrario, y para aclarar el punto sometían al infeliz a las más bárbaras pruebas. Ya era una vagoneta volcada en medio de la vía, que le interceptaba el paso, o un madero atravesado a la altura de su cabeza, contra el cual chocaba violentamente; mientras alambres invisibles se enredaban entre sus piernas y lo derribaban en el lodo negro y viscoso de las galerías.
El tiempo transcurría, y el desconocido obrero apasionaba cada vez más los ánimos dentro de la mina. Extraños rumores empezaron a circular acerca de su trabajo en las canteras de extracción. Todos los días a la salida del sol se hallaba junto al pique listo para bajar y era siempre de los últimos el tomar el ascensor para regresar a su solitaria habitación en la falda de la colina.
Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filón un número de vagonetas superior al mínimum reglamentario. Aquello desconcertaba a los más esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro y consistente y el mejor de ellos jamás había alcanzado un éxito semejante.
Este hecho robusteció en la crédula imaginación de aquellas sencillas gentes la creencia de que Fariña era un ser extraordinario. Contábase de él que sólo iba a la mina a dormir y que un socio cuyo nombre no se atrevían a pronunciar, desprendía de la vena el carbón necesario para completar la tarea del día. Y no era un misterio para nadie que por la noche, cuando quedaba la mina desierta, se oía en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero infatigable, del que se hablaba en voz baja y temerosa, no era sino el Diablo, que vagaba día y noche en las profundidades de la mina, dando golpes misteriosos en las canteras abandonadas, precipitando los desprendimientos de la roca y abriendo paso a través de grietas invisibles a las traidores exhalaciones del grisú.
Dos viejos mineros encargados de vigilar por las noches los corredores de ventilación se habían aproximado cautelosos al sitio de donde partía el insólito rumor, deteniéndose asombrados ante la presencia de un barretero desconocido que en el fondo de la cantera del ciego atacaba furiosamente el bloque negro y quebradizo. Un chorro de grisú encendido que brotaba de una grieta del techo esparcía una claridad de incendio en derredor del fantástico personaje, delante del cual la hulla lanzaba reflejos extraños y sus caprichosas facetas resplandecían como azabache pulimentado ante la llama azulada del temible gas.
Los testigos de aquella escena veían amontonarse el carbón con asombrosa rapidez delante del incógnito y nocturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del innoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una extraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor.
Un terrible estallido atronó la bóveda y una ráfaga de aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente la infernal visión.
A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galería mal ventilada, y desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al aborrecido ciego con el espíritu del mal. A la antipatía que le profesaban los mineros se agregó luego un supersticioso temor y a su paso apartábanse presurosos, persignándose devotamente. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio, y el carretillero encargado del arrastre de las vagonetas se negó a efectuar ese trabajo, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero y carretillero a la vez.
Sea por aquel exceso de trabajo, cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la más robusta constitución, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó de día en día y su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor que contrastaba tan noblemente con la débil contextura de los mineros, esos proscritos del aire y de la luz que llevaban impresa en sus rostros de cera la nostalgia de los campos alumbrados por el sol.
Un decaimiento visible se operaba en él, y los obreros que lo observaban atribuíanlo a que el término del nefando pacto debía de estar próximo y era una verdad no discutida que un suceso extraordinario de que tal vez iban a ser en breve testigos, se preparaba dentro de la mina, dando más fuerza a aquellas suposiciones de la conducta cada vez más extraña del ciego. Se le veía frecuentemente abandonar la cantera y penetrar en las galerías poco frecuentadas, dejando por las noches su vivienda solitaria para vagar como un fantasma por la orilla del mar, y sentándose a veces en las piedras de la ribera pasaba horas tras horas, oyendo el murmullo eterno del oleaje: como un viejo lobo que descansara de sus correrías por el océano.
¿Qué pensaba en esos instantes y qué dolor oculto guardaba su alma cerrada a toda afección? Como el origen de su ceguera, nadie lo supo jamás.
Pronto iba a cumplir un año en la mina, y el misterio de su vida permanecía impenetrable. Entre los varios rumores que circularon acerca de él había uno del que nadie se acordaba ya. Los mineros más antiguos recordaban vagamente que muchos años atrás, víctima de una de las frecuentes explosiones de grisú, pereció en la mina un obrero quedando moribundo un hijo de dieciséis años que lo acompañaba. A consecuencia de aquella desgracia la mujer del infeliz y madre del niño perdió la razón, ignorándose en absoluto el destino del muchacho. Los que recordaban esos hechos creían ver en el rostro de Fariña vestigios de antiguas quemaduras; pero las cosas no pasaron de allí y el misterio subsistió siempre.
Los mineros veían en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad y de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenía pacto con el Diablo no podía esperarse nada bueno, y los alarmistas anunciaban toda clase de males para lo futuro, citándose de él, para apoyar aquellos siniestros presagios, algunas enigmáticas palabras pronunciadas después de un derrumbe que había quitado la vida a varios trabajadores.
—Cuando yo muera, la mina morirá conmigo —había dicho el misterioso ciego.
Para muchos aquella frase encerraba una amenaza y para otros un vaticinio que no tardaría en cumplirse.
En la semana que precedió a la gran catástrofe, Fariña obtuvo la plaza de vigilante nocturno de aquella sección de la mina donde trabajaba, empleo cuyo desempeño le era relativamente fácil, pues la principal tarea consistía en recorrer las compuertas de ventilación.
En la noche del extraordinario suceso se presentó como de costumbre en el pique a la hora reglamentaria: las nueve en punto marcaba el reloj de la máquina cuando penetraba en la jaula y desaparecía en el pozo de bajada.
Era aquel un día festivo y la mina estaba desierta. El tiempo se mostraba tempestuoso, espesas nubes entoldaban el cielo y el viento norte, soplando con violencia en lo alto de la cabría, hacía gemir el maderamen sacudiendo los cables a lo largo de los niveles. El mar estaba agitado y tumultuoso y la resaca elevaba su ronca voz entre los arrecifes de la costa.
El maquinista, con una mano en el regulador y la otra en el freno, seguía con atención la manecilla del indicador. La máquina trabajaba a gran velocidad, pues la tarea estaba reducida a extraer el agua del pozo por medio de grandes cubos suspendidos debajo de las jaulas ascensoras. Y junto al borde del pique un obrero armado de un largo gancho de hierro abría las compuertas colocadas en el fondo de aquellos, las que daban paso al agua que se escurría por el canal de desagüe. Esos dos hombres y el fogonero, que se tostaba en el departamento de las calderas, eran los únicos que a esa hora velaban en la mina.
Fariña, entre tanto, había dejado el ascensor y caminaba por la galería central, esquivando los obstáculos con la soltura peculiar en él.
Frente a la puerta del departamento de los capataces se detuvo, y haciendo saltar la cerradura penetró al interior; cogió de un armario arrimado a la pared cierto número de paquetes pequeños y cilíndricos que sepultó en los bolsillos de su blusa y apoderándose en seguida de un saquete de pólvora y de algunos rollos de guías, abandonó la estancia internándose en las profundidades de la mina.
Marchaba presuroso, deslizándose sin ruido entre las hileras de vagonetas vacías, y pronto dejó a un lado las arterias principales para penetrar en una galería abandonada, que sólo servía de corredor de ventilación.
Ese paraje había sido siempre objeto de vigilancia especial de parte de los ingenieros. Situado debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galería y la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes y operarios desde muchos años atrás. A través de la delgada capa de terreno llegaban hasta aquel sitio los rumores misteriosos del océano, percibiéndose distintamente el ruido de las palas de las hélices que azotaban las olas, pues la galería cortaba oblicuamente la ruta de los vapores que tocaban en el puerto. Considerables trabajos de revestimiento se habían llevado a cabo para evitar que el fondo del mar cediese bajo la presión de las aguas. En el sitio donde las filtraciones eran más copiosas, gruesas vigas que descansaban sobre sólidas pilastras sostenían la techumbre. Junto a uno de estos soportes detúvose Fariña, extrayendo detrás de él una enmohecida barrena de carpintero.
Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros, y con la calma y seguridad del que ejecuta una operación largo tiempo meditada, introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita con su correspondiente guía, formando con aquellas largas mechas, todas de una misma dimensión, un solo haz, cuyas extremidades igualó cuidadosamente; y atándolas en seguida con un bramante, vertió encima del grueso nudo una parte del saquete de pólvora, trazando con el resto un reguero en el piso, de algunos metros de longitud. El principal trabajo estaba terminado, y el autor de aquella obra ignorada y terrible se irguió y alargando el brazo dio en el húmedo techo algunos golpes con la ferrada punta de su bastón como si quisiese calcular el espesor de la roca sobre la que gravitaba la masa movible del océano.
Después de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido y un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo, convirtiéndose de pronto en una intensa llamarada que iluminó los sitios más recónditos de la galería. El siniestro personaje retrocedió entonces una veintena de metros por el camino que había traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor. Delante de él un leve chisporroteo interrumpía apenas aquel silencio de muerte, cuando súbitamente un estampido seco retumbó como un trueno y uno de los pilares cortado en dos voló en astillas bajo la negra bóveda. Segundos después una terrible explosión empujaba violentamente el aire y un enorme montón de maderos destrozados interceptó la galería. Por unos instantes se oyeron los chasquidos de la roca, seguidos de bruscos desprendimientos: primero trozos pequeños que rebotaban sordamente en la derribada mampostería, y después, como el tapón de una botella vacía sumergida en aguas profundas, cedió de un solo golpe la techumbre del túnel: lívidos relámpagos serpentearon un momento en la oscuridad y algo semejante al galope de pesados escuadrones resonó con pavoroso estruendo en los ámbitos de la mina.
Afuera la tempestad desencadenada bramaba con furia, y el viento y el mar confundían sus voces irritadas en un solo sostenido y fragoroso. El maquinista, de pie en la plataforma de la máquina, fijaba una mirada soñolienta en el indicador y en el brocal del pozo, junto al cual el obrero del gancho de hierro ejecutaba su tarea temblando de frío bajo sus húmedas ropas. Ambos habían creído sentir entre el ruido de la borrasca rumores extraños que parecían venir de abajo, del fondo del pique, creyendo ver a veces que los cables perdían su tensión como si el peso que soportaban disminuyese por alguna causa desconocida.
Durante aquellas largas horas los dos hombres fijaban en el cubo que subía una mirada ansiosa con la vana esperanza de ver que el chorro líquido disminuyese o cesase por completo. ¡Cuán ajenos estaban de que el agua que se escurría por la ladera del monte y se mezclaba con la del mar no hacía sino volver a su depósito de origen!
Hacia el amanecer disminuyó la fuerza de la tempestad y el obrero que se hallaba junto al pozo sintió de pronto en el canal de desagüe fuertes golpes, como si algo viviente se agitase en él. Acercóse al sitio de donde partía aquel ruido extraordinario y se quedó perplejo, mudo de estupor, a la vista de un objeto que parecía lanzar relámpagos, y que azotaba violentamente junto a la rejilla del canal. Tomó con presteza un candil colgado en una de las vigas de la cabria y su sorpresa se convirtió en espanto: lo que saltaba allí dentro era un pez vivo, una corvina de plateado vientre.
Entre tanto el maquinista se impacientaba esperando las señales reglamentarias y sus voces imperiosas dominaban el ruido del viento cada vez más flojo a medida que avanzaba el día.
Por fin, el remiso obrero reapareció en la plataforma, llevando suspendido por la cola el pez que contraía violentamente su viscoso cuerpo. El de la máquina, viendo aquel objeto que se movía en la mano de su compañero, gritó desde lo alto:
—¿Qué pasa, Juan, qué es lo que hay?
—Nada, que estamos achicando el mar —fue la breve la respuesta que hirió sus oídos.
Pasados algunos minutos, el pito de alarma sonaba en la mina por última vez, poniendo en conmoción a sus dormidos moradores, y el vapor, el aliento vital de aquel organismo de hierro, abandonaba para siempre los cilindros y calderas, escapándose por las válvulas abiertas en medio de silbidos estremecedores.
Los trabajadores acudían y se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los ingenieros que por medio de sondajes comprobaban el desastre. De vez en cuando resonaban sordos chasquidos subterráneos producidos por los derrumbes de las obras interiores. El agua de mar llenaba toda la mina y subía por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la excavación.
El nombre de Fariña estaba en todos los labios, y nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe que los libertaba para siempre de aquel presidio donde tantas generaciones habían languidecido en medio de torturas y miserias ignoradas.
* * *
Todos los años en la noche del aniversario del terrible accidente que destruyó uno de los más poderosos establecimientos carboníferos de la comarca, los pescadores de esas riberas refieren que cerca del escarpado promontorio, en la ruta de las naves que tocan en el puerto, cuando suena la primera campanada de las doce de la noche en la torre de la lejana iglesia, fórmase en las salobres ondas un pequeño remolino hirviente y espumoso, surgiendo de aquel embudo la formidable figura del ciego con las pupilas fijas en la mina desolada y muerta.
Junto con la última vibración de la campana se desvanece la temerosa aparición y una mancha de espuma marca el peligroso sitio, del que huyen velozmente las barcas pescadoras por sus ágiles remeros, y ¡ay! de la que se aventure demasiado cerca de aquel Maelstrón en miniatura, pues atraída por una fuerza misteriosa y zarandeada rudamente por las olas, se verá en riesgo inminente de zozobrar.