La Propina

Baldomero Lillo


Cuento


Echó una mirada de desesperación a la esfera del reloj y abandonando el mostrador irrumpió en su cuarto como una tromba. El tren salía a las cinco en punto y tenía, por consiguiente, los minutos precisos para prepararse. Lavado y perfumado con nerviosos movimientos, se puso camisa de batista, la corbata de raso y vistió en seguida el flamante frac que el sastre le entregara la semana anterior. Echó una última mirada al espejo, se abotonó el saco de viaje y, encasquetándose el sombrero de pelo, en cuatro brincos se encontró en la calle. Sólo disponía de media hora para llegar a la estación situada en las afueras de la polvorosa villa. Mientras corría por la acera miraba ansiosamente delante de sí. Mas la suerte parecía sonreírle, pues al doblar la bocacalle encontró un coche al cual subió gritando mientras cerraba la portezuela.

—¡Arrea de firme que voy a tomar el tren de cinco!

El auriga que era un gigantón descarnado y seco contestó:

—Apurada está la cosa, patrón, vamos muy retrasados.

—¡Cinco pesos de propina si llegas a tiempo!

Un diluvio de fustazos y el arranque repentino del coche anunciaron al pasajero que las mágicas palabras no habían caído en el vacío. Recostado en los cojines metió la diestra en uno de los bolsillos del amplio saco de brin extrayendo de él una elegante esquela con cantos dorados. Leyó y releyó varias veces la invitación en la cual su nombre Octaviano Pioquinto de las Mercedes de Palomares, aparecía con todas sus letras trazadas al parecer por una mano femenil. Una nota decía al pie: “Se bailará”.

Mientras el coche corre envuelto en una nube de polvo, el impaciente viajero no cesa de gritar, adhiriéndose con pies y manos a los desvencijados asientos:

—¡Más a prisa, hombre, más a prisa!

De Palomares, primer dependiente de la Camelia Roja, es un bizarro mozo de rostro moreno, aventajada estatura y cuerpo esbelto y elegante. Era el favorito de la clientela femenina de la villa, que no quería ser atendida sino por él, con gran desconsuelo de los demás horteras que no podían conformarse con ésta, para ellos, injustificada preferencia. Muy listo, con su sonrisa de caramelo y su labia insinuante, meliflua y almibarada, hacía prodigios detrás del mostrador. Muchas veces su sutileza de manos era notada por las compradoras que se contentaban con decir: ¡Qué descarado ladrón... pero roba con tanta gracia!

Una tarde entró en la tienda una de las más importantes parroquianas de la Camelia Roja, la linajuda doña Petronila de los Arroyos, acompañada de su hija, la linda Conchita, pimpollo de veintidós primaveras. Residentes en el pueblecillo cercano, habían tomado el ferrocarril con el objeto de hacer algunas compras, pues estaba ya muy próximo el día del santo de la niña que se celebraba con grandes festejos.

El principal destinó para atender a tan rumbosa cliente al imprescindible de Palomares, quien hizo aquella vez tal derroche de sonrisas y genuflexiones, tomó posturas tan distinguidas y desplegó tal cúmulo de habilidades horteriles, que la majestuosa dama, prendada de la distinción y finura de aquel buen mozo, dijo a su hija estas palabras, que cayeron en la tienda como una bomba:

—Conchita, no te olvides de enviar al señor de Palomares una invitación para que honre con su presencia nuestra modesta tertulia.

La niña sonrió graciosamente, y lanzando una picaresca mirada al favorecido contestó:

—No mamá, no me olvidaré.

Después de acompañar a las señoras hasta el coche de posta que las aguardaba, y colocar en el interior del vehículo los paquetes de las compras, de Palomares ocupó su sitio detrás del mostrador con el rostro resplandeciente de felicidad ¡Qué triunfo el suyo! ¡Asistir a tan aristocrática recepción y codearse con personalidades tan importantes como el Alcalde, el Subdelegado y el Veterinario!

A partir de ese día la prosopopeya del hermoso dependiente creció como la espuma. Los horteras, sus camaradas, consumidos por la envidia, veíanlo de continuo ensayar graciosas actitudes, sonrisas y reverencias delante de los vidrios de la mampara que dividía la trastienda. Al andar imprimía al talle un rítmico balanceo y sus pies resbalaban con compás de vals y de polka sobre las tablas mal unidas del pavimento.

Con la venia de su principal, que no podía negar nada a su dependiente, hizo venir a don Tadeo, el sastre remendón que convertía en trajes de irreprochable corte parisiense los géneros apolillados de la tienda, y le encargó la confección inmediata de un frac para asistir a la recepción. El buen hombre cumplió aquel encargo lo mejor que supo y entregó la prenda que era un monumento de arte, dentro del término fijado.

Los días que faltaban para la fiesta se hicieron para Octaviano Pioquinto de las Mercedes, interminables. Cuando aparecía el cartero se abalanzaba sobre él para ver si venía la dichosa invitación. Pero, o se habían olvidado de él o las invitantes habían reconsiderado su acuerdo, porque el caso era que la ansiada esquelita no llegaba. Con lo cual su inquietud y desconcierto llegó a tal extremo que muchas veces midió distraídamente varas de tela de ochenta centímetros en vez de los sesenta y cinco que señalaba como máximo el reglamento de la casa.

Mientras el auriga azotaba despiadadamente los jamelgos, de Palomares zarandeado duramente dentro del coche trata de adivinar a quien de sus camaradas pertenece la mano que ocultó la esquela de invitación debajo de las piezas de percal. Fue una casualidad realmente maravillosa que su diestra tropezara en ella cuando desdoblaba aquellas telas en el mostrador. ¡Ah! raza de envidiosos, como se la pagarían esa misma tarde si acaso perdía el tren. Y a cada instante su voz resuena impaciente:

—¡Azota, hombre, azota!

El coche rueda vertiginosamente y penetra en la estación cuando ya el tren se ha puesto en marcha. Un grito de desesperación parte del interior del vehículo, pero el conductor tuerce riendas y dice al atribulado pasajero:

—No se aflija, patrón. Antes de que llegue a la curva lo alcanzamos.

Los caballos galopan furiosos por el camino paralelo a la línea férrea y toman la delantera al convoy que sube con lentitud la rápida gradiente. De pronto los exhaustos rocines se paran en seco y el cochero baja del pescante, abre la portezuela y dice apresuradamente:

—¡Bájese, patrón, corra, alcáncelo!

De Palomares desciende y va a precipitarse por el hueco de la barrera cuando el auriga le cierra el paso diciéndole:

—¿Y la carrera? ¡Y la propina, patrón!

Mientras se registra febrilmente los bolsillos recuerda que al mudarse de ropa olvidó la cartera y el reloj. Mas como no hay tiempo que perder en vanas explicaciones se despoja del saco de viaje y lanzándolo a las narices del cochero, estupefacto, cruza la barrera como una saeta. En cuatro brincos alcanza los rieles y colero en mano vuela sobre lo vía.

El tren gracias a la pendiente, marcha con velocidad moderada. Los pasajeros han sacado la cabeza por la ventanilla y los del último vagón, con el conductor a la cabeza, se agrupan en la plataforma. Aquella escena parece divertirlos grandemente y Palomares oye sus carcajadas y sus voces de aliento cada vez más sonoras a medida que acorta la distancia:

—¡Corra, corra! ¡Cuidado que lo alcanza!

Esta última frase, que no atina a comprender, le parece algo incoherente, pero rectifica esta suposición al sentirse de improviso sujeto por los faldones del frac, mientras una voz estertorosa y colérica suena a su espalda:

—¡La propina, patrón!

Se vuelve como un rayo, y de un puñetazo bajo la mandíbula tiende en tierra, cuan largo es, al testarudo automedonte. Desembarazado del agresor echa a correr de nuevo y gana rápidamente el terreno perdido. En breve sólo unos metros lo separan del último vagón. Entre las caras risueñas que le miran, de Palomares ve una, encantadora, de mujer. Percibe unos ojos azules y una boquita que ríe con carcajadas cristalinas que son para el retrasado viajero un acicate dulce y poderoso. Un esfuerzo más y podrá contemplar a su sabor a la deliciosa criatura. Pero, mientras en el tren se alza un coro formidable de gritos y carcajadas, siéntese retenido de muevo por las colas del frac, en tanto que aquel abominable: “¡La propina, patrón!” le fustiga los oídos como un latigazo. Gira como una peonza y, ciego de cólera, embiste contra el gigante. Su puño de hierro golpea como una maza el rostro y el pecho del pegajoso acreedor hasta derribarlo semiaturdido. Le envuelve la cabeza en el poncho y abandonando el colero que durante la refriega ha rodado a la cuneta de la vía donde flota en el agua cenagosa, reanuda bravamente su duelo de velocidad con la locomotora que jadea en la gradiente.

Mientras la sangre le zumba en los oídos y el corazón, parece, va a escapársele por la boca, sus piernas de músculos de acero lo llevan como el viento. El tren, próximo a entrar en la curva, ha disminuido notablemente su marcha. Tres minutos más y descenderá vertiginoso por el flanco de la montaña. ¡Ahora o nunca! piensa de Palomares y acumulando todas sus energías hace un esfuerzo supremo. Del último coche, del cual sólo le separan ya algunos pasos parten voces alentadoras entre la que descuella la argentina de la viajera que exclama golpeando sus enguantadas manecitas:

—¡Hurra, hurra!

De Palomares con los ojos inyectados de sangre y la respiración estertorosa, redobla sus bríos. A su espalda y acercándose con rapidez suena un bufido de cerdo asmático, e instintivamente coge los faldones del frac, aquellos malditos apéndices que prolongan de modo tan peligroso la parte posterior de un individuo, y los cruza por delante de la cintura. Los pasajeros han descendido a la pisadera y uno de ellos, que viste traje de franela blanca, cual si se dirigiera a un caballo de carrera lo alienta con guturales gritos agitando la diestra para blandir en ella una imaginaria fusta:

—¡Hop, hop, hop!

De Palomares ve extenderse una niebla delante de sus ojos y todo gira a su derredor: alarga los brazos, y unas manos vigorosas asiéndolo de las muñecas, lo levantan como una pluma, pero los faldones del frac, que su movimiento ha dejado libres, deben ir enrollándose en las ruedas porque una fuerza descomunal amenaza arrancarlo de la pisadera del vagón. Y mientras las manos salvadoras lo sujetan, oye una espantosa gritería:

—¡Suelta! ¡Maldito diablo! ¡Péguele un puntapié!

Un rugido que parece salir de debajo del coche: —¡La propina...! le da la clave del misterio y con un vigoroso sacudón se aligera de la carga.

Mientras le izan en triunfo a la plataforma echa una ojeada sobre la vía y distingue en medio de ella al feroz cochero que agita algo que parece a la distancia dos negras banderolas. Sobrecoge a de Palomares una congoja mortal, y llevándose con presteza las manos a la espalda palpa despavorido la hebilla de los pantalones. Del elegante frac, de aquella prenda acabada y perfecta, sólo queda algo tan desmedrado y exiguo que apenas puede compararse con una chaquetilla de majo o de torero. Aquel desastre lo deja anonadado, y sin oponer resistencia déjase conducir por el pasajero de albo traje y polainas amarillas a un departamento del vagón. En la puerta hay un letrero que dice: Mister Duncan e hija.

Lo primero que ve de Palomares al entrar al departamento es a la viajera de los hurras, quien al verlo se pone a reír con aquella risa melodiosa. Muellemente reclinada en los cojines, con sus rizos de oro que se escapan por debajo de una celeste gorrita de jockey, parécele al lindo dependiente la más bella criatura del orbe. Contémplala embobecido y se olvida del frac, del baile de doña Petronila y de Conchita. La miss ríe, y mientras las rosas de sus mejillas se tiñen de vivo carmín, sus ojos azules se llenan de lágrimas. Mister Duncan está loco de alegría. Al fin aquel aborrecible spleen, aquella tristeza que minaba la salud de su hija, haciéndola languidecer de melancolía, ha abandonado la presa que los viajes, las distracciones y toda clase de cuidados no habían podido arrancar durante dos años de lucha al misterioso mal. Quien ha obrado tal prodigio parécele un enviado del cielo y siente por él la más calurosa simpatía. En el arrogante mozo de jarretes, pulmones y puños de acero, que derriba atletas y alcanza los trenes a la carrera, ve el superhombre ideal de la energía y virilidad masculinas.

El tren vuela por el descampado y aunque se detiene en un pueblecito, frente a la casa de la linajuda doña Petronila de los Arroyos, ningún viajero desciende del último coche.

Al día siguiente se recibió en la Camelia Roja un telegrama que produjo en la villa la mayor excitación. El despacho decía así: “Hoy me embarco en el Columbia para dar una vueltecita por el mundo. Saludos.— De Palomares”.


Publicado el 15 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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