La Trampa

Baldomero Lillo


Cuento


Una mañana de junio, un tanto fría y brumosa, Luis Rivera, el arrendatario de “El Laurel”, y su amigo el teniente de ingenieros Antonio del Solar tomaban desayuno y conversaban alegremente en es amplio y vetusto comedor de las viejas casas del fundo. Jóvenes de veinticinco a veintiséis años, el militar y el hacendado se conocían desde los tiempos del colegio, lo que había afirmado y hecho inalterable su amistad. Del Solar, cuyo regimiento estaba de guarnición en el vecino pueblo de N., hacía frecuentes excursiones a la hacienda, pues era apasionado por la caza. La tarde anterior, con gran contento de Rivera, a quien su visita distraía en su forzada soledad, había llegado decidido a pasar dos días en el fundo dedicado a su deporte favorito.

De pronto y cuando la charla de los dos amigos era más animada, resonó en el patio el rápido galope de un caballo, y un momento después un estrepitoso ruido de espuelas se aproximó a la puerta del comedor, apareciendo en el umbral la figura de Joaquín, el viejo mayordomo, con el grueso poncho pendiente de los hombros y las enormes polainas de cuero que le cubrían las piernas hasta más arriba de las rodillas. Sombrero en mano, avanzó algunos pasos y se detuvo con ademán respetuoso delante de los jóvenes. El hacendado dejó sobre el platillo la taza de café humeante y preguntó, en tono afable, a su servidor:

—¿Qué hay, Joaquín; tiene algo que decirme?

Con voz que tembló ligeramente, contestó el anciano:

—Si, señor, y es una mala noticia la que tengo que darle. Anoche descueraron en el potrero de Los Sauces a otro animal.

El rostro de Rivera enrojeció visiblemente, y el viejo, viendo que nada decía, agregó:

—A la vaca overa, la Manchada, le tocó, su merced.

El mozo golpeó con el puño en la mesa y se puso de pie violentamente, en tanto exclamaba lleno de cólera:

—¿Cómo, la Manchada, dices, y por qué estaba esa vaca en Los Sauces, quién la puso ahí?

—Es que la sacaron del potrerillo, su merced, y la llevaron para matarla allá.

El joven se dejó caer sobre la silla, miró a su amigo, y dijo para excusar su arrebato:

—Es una yaca fina, Antonio. La compré en la feria, hace poco, en mil pesos.

Luego, volviéndose al campesino, interrogó:

—¿Y cómo la sacaron del potrerillo?

—Corrieron los tranqueros en el rincón que da para Los Sauces, su merced.

—¿Y Agustín no sintió nada, no ladraron los perros?

—Dice que no, señor.

—Bueno, como ya sabes lo que hay que hacer, puedes retirarte.

Cuando el viejo iba a traspasar el umbral de la puerta una nueva pregunta lo detuvo:

—¿Qué se llevaron?

—El cuero, su merced, un pedazo de lomo y la lengua.

—Lo de siempre —dijo Rivera, mirando a su amigo, y después de una pausa agregó—: Estas pérdidas de animales me desalientan, Antonio. Créeme que muchas veces he tenido el pensamiento de rescindir el contrato de arriendo del fundo y abandonar estos campos malditos, plagados de cuatreros. El año pasado me descueraron ocho animales, y en los cinco meses de éste, con el de anoche, se enteran cuatro.

Del Solar, que no había despegado los labios, dijo entonces, fijando en el rostro tostado y enérgico de su amigo sus ojos azules serenos y penetrantes:

—¿Y tú qué has hecho para defenderte de esta plaga?

—Todo lo que he podido. He organizado rondas nocturnas por los potreros, y yo mismo tomo parte en ellas las más de las veces; he ofrecido 200 pesos por una denuncia; tuve aquí, durante dos semanas disfrazado de huaso, a un agente de la secreta, y total, nada; nada he podido descubrir por más que me he devanado los sesos ideando planes para sorprender a esos bandidos.

—¿Y la policía; qué ha hecho la policía?

—Hombre, te diré que al principio, cuando me mataban un animal, lo primero que hacía era montar a caballo y encaminarme al pueblo a denunciar el hecho a la policía. Y no sólo hablaba con el comandante, sino también con el juez y el gobernador. Todos ellos me daban seguridades de que muy pronto caerían los culpables en poder de la justicia, y con estas promesas regresaba al fundo, confiado en que la captura de la banda no tardaría en producirse. Pero cuando vi que el tiempo pasaba y los descueradores, a de nuestra vigilancia, repetían sus atentados, acabé por perder la confianza en la acción policial. Ahora me limito a enviar una carta dando cuenta del suceso y señalando el color y las marcas de la piel de la res sacrificada.

—Bueno, tenemos entonces descartada la policía, pero quedan los propietarios de los fundos vecinos, pues entiendo que también a ellos les habrá tocado su parte, porque los merodeadores no te habrán elegido a ti como única víctima.

—Claro que no, también sufren del mismo mal. A Vargas, a Fernández y a Sandoval, que son los que están más cerca, los han tratado peor que a mí. No hay semana que no les descueren un animal o dos.

—¿Y ellos qué hacen, qué medidas toman?

—Nos hemos reunido varias veces para ponernos de acuerdo en este negocio, pero los medios puestos en práctica para solucionar la cuestión no han dado hasta aquí ningún resultado, Estos bribones son tan astutos, que empezamos a desconfiar de que alguien les pueda echar la mano encima.

Del Solar asintió:

—Debe ser gente muy lista, y ¿cómo proceden?

—De la manera más sencilla. Entran a un potrero, enlazan una res al tronco de un árbol o un poste de la cerca de tranqueros. En seguida, con un cuchillo puntiagudo le dan un golpe en la cerviz. Apenas la víctima, herida en la médula, cae fulminada, le arrancan la piel, cortan un pedazo de carne escogida y se marchan con el botín.

El teniente protestó indignado:

—¡Qué bárbaros! Entonces lo descueran vivo, porque la lesión de la médula que inmoviliza al animal no lo mata inmediatamente.

—Así es, Antonio, y, además, como no despostan ni desangran la res, la carne se echa a perder y hay que venderla por nada. Por el cuero les darán veinte o treinta pesos, y por esa miseria inutilizan, sin provecho para nadie, veinte o treinta veces este valor. Si se llevasen los animales vivos, no sentiríamos tanto su pérdida.

—Pienso lo mismo, Luis. Es doblemente odioso el proceder de esta canalla. Pero, ¿emplean luz, alguna linterna, cómo se las arreglan?

—No, no emplean luz, les basta el tacto, El resplandor de un fósforo o la brasa de un cigarro podría delatarlos.

—Entonces el operador debe ser un matarife de profesión, porque el sitio donde debe herir el cuchillo está entre la primera y segunda vértebra detrás del nacimiento de los cuernos. He visto muchas veces en el matadero hacer esta operación y me admira que sólo con la ayuda del tacto pueda alguien realizarla en la obscuridad. O tiene ojos de gato el sujeto, o es un diestro excepcional en el oficio.

El hacendado contestó:

—Por muy obscura que esté la noche, siempre se ve algo a corta distancia. Además, esta gente está acostumbrada a trabajar en la sombra. Lo que no deja lugar a dudas es que el individuo en cuestión tiene una mano muy práctica, porque la desviación de uno o dos centímetros del sitio preciso haría fracasar la empresa, pues el animal se revolvería furioso y sus bramidos pondrían en alarma a toda la hacienda.

—Y como ellos laboran en el mayor silencio, apelarían en el acto a la fuga, ¿no es verdad?

—Así lo harían, indudablemente.

—Otra cosa se me ocurre, Luis. Esos bellacos deben de tener espías dentro de los fundos. Alguien que les da indicaciones de los animales, del sitio en que se hallan, de las noches en que no hay rondas, etc.

—Creo lo mismo, Antonio, y, por mi parte, he ido eliminando a toda la gente sospechosa que había en el fundo. Igual cosa han hecho mis vecinos. Actualmente tengo un solo individuo que me inspira cierta desconfianza, pero vigilo y lo hago vigilar y en cuanto haya indicios suficientes en su contra lo lanzo fuera también, como a los otros.

—Me parecen muy bien esas medidas precautorias, Lucho; pero estos huasos son tan ladinos, tan desconfiados, que no es fácil pillarlos en un renuncio.

—Es verdad que son astutos, pero a mí, que hace años que estoy en contacto diario con ellos, no me engañan. Son almas primitivas que cualquiera, con mediano espíritu de observación, puede penetrarlas hasta el fondo.

Del Solar miró sonriendo a su amigo.

—Poco a poco —dijo—, no debe ser tanta esa penetración ni esas almas primitivas tan inocentes cuando se burlan de ti y de tus amigos en un asunto que estoy seguro conocen en sus menores detalles.

Rivera sonrió a su vez y contestó:

—Tienes razón. Cuando se trata de apropiarse de lo ajeno, estos rústicos despliegan una inteligencia superior. Ni al mismo demonio se le ocurrirían las artimañas que ellos emplean para robar y ocultar sus latrocinios.

Durante un cuarto de hora ambos jóvenes prolongaron la sobremesa, conversando sobre el mismo tema. Del Solar, que parecia vivamente interesado en aquel asunto, después de oír con atención a su amigo, se levantó diciendo:

—Se me ha ocurrido una idea, pero tengo que darle muchas vueltas todavía. Cuando la haya rumiado lo suficiente te la comunico. Ahora voy a darle una batida a las torcazas allá en los potreros.

—Precisamente, en el de Los Sauces encontrarás muchas. Todas las mañanas se ven ahí algunas bandadas. Yo —agregó Rivera— no te acompaño porque tengo que repasar algunas cuentas y escribir la cartita de marras al comandante de policía de N.

A la hora del mediodía hallábamse nuevamente el hacendado y su huésped reunidos en el comedor. Mientras almorzaban y después que del Solar hubo relatado una a una sus proezas cinegéticas, la conversación recayó sobre el suceso ocurrido en la noche anterior. El teniente dijo a su amigo que en Los Sauces había visto los restos de la vaca y observado cuidadosamente la herida penetrante de la cerviz, quedando convencido de que su idea podía llevarse a la práctica, pero tenia el inconveniente de ser demasiado cara, pues habría que sacrificar un animal.

—No sólo uno, dos o tres sacrificaría con gusto si pudiera echar el guante a ese canalla —exclamó Rivera con la mirada llameante y el rostro encendido por la ira.

—Entonces, negocio hecho —declaró del Solar—. Pero, vas a permitirme que guarde todavía el secreto. Hay ciertos detalles que es preciso estudiar con detenimiento. Esta tarde regreso al pueblo y cuando todo esté listo vendré a comunicarte la solución del problema. Supongo que la hazaña de anoche no la repetirán tan pronto y pasará algún tiempo antes de que vuelvan a darte otro zarpazo.

—Sí —dijo el hacendado, en tono dubitativo—; tal vez tardarán en venir, aunque no es del todo seguro, porque el año pasado, en una misma semana me mataron dos vacas.

Ocho días después de estos sucesos, el teniente del Solar refrenaba el galope de su caballo y echaba pie a tierra en el patio de las casas del fundo "El Laurel". En el amplio corredor encontró a Rivera, quien lo condujo a la pequeña pieza que le servía de escritorio y en la cual tuvieron una larga conversación a puerta cerrada. Una hora más tarde estaban los dos a caballo y galopaban seguidos de cerca por Joaquín, a través de los potreros de la hacienda. Eran las diez de la mañana y los suaves rayos del un pálido sol, iluminaban el hermoso panorama de los feraces campos. Los terrenos de "El Laurel”, formados por pastosas vegas y suaves lomajes, estaban subdivididos por cercas interminables de tranqueros, cierro que en las campiñas del sur reemplaza a las pircas de piedra y a las tapias de adobón usadas en las regiones central y norte del país.

Después de diez minutos de marcha, los tres jinetes penetraron en un extenso potrero, en el que se veían numerosos bueyes y vacas paciendo la verde y jugosa hierba impregnada aún por el rocío del amanecer. Rivera alargó la diestra y mostrando un grupo de animales, les dijo:

—Estos son bueyes de trabajo, Antonio. Puedes elegir el que gustes.

Del Solar avanzó su caballo y se puso a examinar atentamente a los pacíficos rumiantes. Luego, señalando un hermoso buey rosillo, cuyas astas levantadas hacia arriba indicaban su origen criollo, declaró:

—Este me conviene, ¿Es manso?

Joaquín replicó vivamente:

—Mansito, patrón. El Cordillera es una oveja.

—Arréalo para el potrerillo de los Pidenes.

El sitio elegido era un espacio de terreno de más o menos una cuadra de extensión y cerrado por gruesos tranqueros de pellín. Apenas el buey y sus conductores se encontraron dentro del potrerillo, el militar y el mayordomo echaron pie a tierra y se acercaron al animal.

—Alléguese, no más, patrón —decía el segundo—. Es muy manso; mire, su merced.

Y acariciaba el testuz de la pacifica bestia que no hacía un movimiento para esquivar el contacto de la ruda mano del campesino. El teniente alargó la diestra y hundiendo los dedos en el espeso pelaje del cuello de la res, preguntó al labriego:

—«¿Es aquí donde debe herir el cuchillo, Joaquín?

—Si, su merced; un puntazo ahí cerca de las astas y el animal cae redondo como una piedra.

Del Solar introdujo la mano en el bolsillo de la casaca y extrajo un objeto de forma cilíndrica, que tenía el aspecto de un trozo de coyunda de cuero sin curtir y de unos sesenta centímetros de longitud. En sus extremos asomaban dos finos alambres de cobre. Colocó aquello como una lazada en la base de los cuernos y unió los extremos retorciendo con gran cuidado los alambres que sobresalían en ellos. En seguida, volviendo a meter la mano al bolsillo sacó un pequeño rollo de alambre rojo y acabó de sujetar a las astas aquella especie de anillo después de algunos ensayos para mantenerlo en cierta postura. Luego, dando un paso hacia atrás, contempló con aire satisfecho la obra y dijo a Rivera, que había observado en silencio todos los detalles de la operación:

—¡Qué buen cálculo, Lucho! Ni un centímetro de más ni de menos. Y fíjate cómo cae exactamente en el sitio preciso. Nuestro hombre si no quiere errar el golpe, no tendrá más remedio que apartar el obstáculo.

Y encarándose con el mayordomo, solicitó su parecer:

—Dígame, Joaquín, cuando encuentren el estorbo, ¿cómo procederán? ¿Lo desatarán o no, qué le parece?

—Como trabajan apurados, su merced, no perderán tiempo en desatarlo sino que lo cortarán con el cuchillo.

—Así lo creo yo también —afirmó el teniente, y agregó tras una breve pausa—. Pero, ¿no les llamará la atención, no desconfiarán?

El campesino lo tranquilizó:

—No, patrón; creerán que es un pedazo de coyunda que se le ha puesto al buey como señal.

Mientras caminaban de regreso a las casas, Rivera dio a su subordinado sus últimas instrucciones.

—Vas a decir a todos que el Cordillera tiene la fiebre aftosa y se le ha aislado en el potrerillo para evitar la propagación de la enfermedad. Vigilarás también, con cuidado, para que nadie se acerque a él.

El viejo se inclinó sumiso y murmuró con respeto:

—Está bien, su merced.

Al caer la tarde, llevando el morral repleto de torcazas, del Solar abandonaba el fundo y se despedía de su amigo con estas palabras:

—Está armada la trampa. Ahora paciencia y esperar.

Un domingo por la mañana, en el casino de oficiales y en presencia de varios de sus camaradas, leía del Solar en voz alta una carta que acababa de recibir. El sobre tenía el timbre de la estafeta de correos de N., lugar que el batallón de ingenieros había dejado para trasladarse más al norte, a la ciudad de P., donde se hallaba ahora de guarnición. De puño y letra del arrendatario de “El Laurel”, la misiva decía así:


“Mi querido Antonio: La trampa resultó admirable, y ahora, gracias a ella, toda la banda de descueradores está en poder de la justicia. Para que te des cuenta cabal del éxito de tu ingeniosa inventiva, paso a hacerte un breve relato de los hechos. Como lo habíamos acordado previamente, procuré que la vigilancia nocturna en el fundo fuese lo más estricta posible. Al quinto día, con el pretexto de resguardar otros sitios más peligrosos, ordené que las rondas en el potrerillo de los Pidenes sólo se hiciesen de noche por medio. El espía que había en el fundo, y que resultó ser el mismo individuo del que ya tenía sospechas, debió, sin duda, de comunicar esta noticia a sus cómplices, porque el jueves pasado, en que no había vigilancia, se decidieron a dar el golpe. Esa noche me acosté temprano, pues las continuas vigilias me tenían abrumado y dormía profundamente cuando a las dos de la mañana me vestí apresuradamente y salí al patio, donde ya Joaquín me esperaba con los caballos listos. Apenas llegamos al potrerillo, divisamos la masa del buey caída junto a los tranqueros. Nos desmontamos y encendimos las linternas de que íbamos provistos, y después de echar una mirada al animal que yacía inmóvil, con la cabeza destrozada, empezamos a examinar el terreno a su alrededor, descubriendo muy luego un rastro de sangre que manchaba la hierba a la orilla de la cerca. Seguimos esta huella en una grande extensión hasta llegar al camino real, en donde las pisadas de varios caballos nos revelaron de que el herido y los acompañantes debían ya encontrarse bastante lejos. Volvimos sobre nuestros pasos y reanudamos nuestras pesquisas en torno del difunto Cordillera, tropezando en breve con un saco en cuyo interior había algunos rollos de cuerdas y varios cuchillos de carnicero. Acabábamos de examinar este hallazgo, cuando oí la voz de Joaquín que me decía:

—Patrón, venga a ver lo que hay aquí.

Anduve algunos pasos y a la luz de la linterna pude ver descansando sobre el pasto una mano unida a un trozo de antebrazo que sangraba todavía. Aunque no tengo nada de tímido, la vista de ese humano despojo me produjo un escalofrío de repulsión y de horror. Aquella mano enorme y musculosa oprimía en sus rígidos dedos la empuñadura de una daga de hoja ancha y corta terminada en punta muy aguda.

En el recorte del periódico local que te incluyo encontrarás los detalles de cómo la policía de N. dio con el herido, el cual, según tú presumías, es un antiguo matarife que cambió su trabajo diurno por el nocturno, por estimar este último, sin duda, más lucrativo. Y como ha confesado de plano sus fechorías y denunciado a sus cómplices, ahora toda la banda de descueradores está en lugar seguro, lo que nos permitirá dedicarnos a nuestras labores, libres de los sobresaltos y cuidados de que hemos sido víctimas tanto tiempo”.


Concluida la lectura, una voz preguntó:

—Y la trampa, ¿cómo era la trampa?

Del Solar explicó:

—La trampa era muy sencilla. Se componía de un tubo de caucho endurecido, relleno con doscientos gramos de dinamita. Para darle una apariencia inofensiva, estaba forrado en piel de conejo. Los dispositivos para provocar la explosión eran dos y accionaban por medio de alambres, que sobresalían en los extremos del tubo. Una ligera presión en cualquiera parte de esta especie de aro, colocado a raíz de los cuernos del animal, producía el estallido de la dinamita.

La misma voz se volvió a decir:

—Aunque muy ingenioso, me parece un poco salvaje el procedimiento.

Del Solar replicó vivamente:

—Se ve, Enrique, que ignoras lo que es el cuatrerismo, esa vergonzosa y funesta plaga que azota nuestros campos. Si la conocieras como yo, tendrías otra opinión.

El aludido iba a replicar, pero la llegada de dos nuevos oficiales puso fin a la incipiente polémica.


Publicado el 10 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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