Las “Niñas”

Baldomero Lillo


Cuento


Las hebras plateadas de los cabellos, las arrugas del rostro y los cuerpos secos y angulosos eran señales indicadoras de que las dos nuevas locatarias de la pieza número cinco habían pasado los cincuenta años.

Por eso no fue pequeño el asombro que produjo en el conventillo la inesperada respuesta dada por una de ellas a la ocupante del número seis, al expresarle ésta la edad probable que le calculaba.

—¡Jesús, qué disparate ha dicho usted! Delfina, que es la mayor, no ha cumplido treinta y cinco, ¡y yo voy a tener cincuenta!

Y sus ojillos de miope, relampagueantes de cólera, expresaban tal indignación que su interlocutora, intimidada, se alejó mascullando entre dientes:

—¡Vaya, esta vieja está loca o me cree tonta!

Desde ese día se las llamó, irónicamente, las “Niñas”.

Los habitantes del conventillo que, hasta entonces, habían mirado con cierta indiferencia a las hermanas, comenzaron, después de este incidente, a observarlas con curiosidad, vigilando sus pasos, atentos a sorprender un hecho o detalle que, a modo de rendija, les permitiera escudriñar en sus vidas.

En tanto, Matilde y Delfina, no percatándose de este espionaje o desdeñándolo, pasaban el tiempo entregadas a sus quehaceres.

La principal ocupación de ambas era tejer encajes a crochet, y como al parecer carecían de parientes y amigos, se las veía siempre solas, sentadas la una frente a la otra, junto a la puerta de la habitación. Esta reserva y el despego de desabrimiento con que respondían a todo avance amistoso, les atrajo la ojeriza de sus vecinas. En un principio, éstas se limitaron a lanzarles al paso palabras de doble sentido que, poco a poco, se transformaron en sangrientas burlas. La inocente y ridícula manía de las ancianas de disminuirse la edad, les daba un tema inagotable. Doña Margarita, una gorda mujerona, cruzó un día el patio con las faldas alzadas encima de las rodillas. De todas partes brotaron risas y gritos:

—¡Por Dios, señora, bájese los vestidos!

Y la aludida, mirando provocativamente a las hermanas, contestó:

—¿Por qué los he de bajar cuando todavía no he cumplido los quince?

A estas indirectas respondieron las ofendidas con un silencio despreciativo; pero como las bromas se iban haciendo más y más hirientes, cambiaron de táctica y comenzaron, de pronto, a contestar vigorosamente los ataques. Y lo hicieron en tal forma, usando un vocabulario tan enérgico y expresivo, que la más deslenguada de las agresoras se quedó afónica de sorpresa ante el diluvio de epítetos injuriosos que dejaban escapar los delgados labios de las “Niñas”. De pie, ambas en el umbral de la puerta, agitando en el aire las sarmentosas manos, lanzaban con voz aguda y chillona un turbión de palabras soeces que ninguna réplica lograba silenciar.

Rotas las hostilidades, el espionaje de que eran objeto las hermanas se tornó activísimo, pues las comadres querían conocer a toda costa los antecedentes de aquéllas para utilizarlos en la contienda. Pero las tejedoras, cansadas de sorprender a las que furtivamente escuchaban y miraban al interior de su cuarto, por el agujero de la llave, habían tomado sus precauciones para frustrar los intentos de las novedosas.

¿Quiénes serán? ¿Qué habían sido? ¿De dónde venían? Estas preguntas, siempre sin respuesta, dábanles temas a las desairadas comadres para múltiples comentarios. En una cosa estaban todas conformes: que el señorío de que alardeaban las hermanas no podía tomarse en serio, pues las señoras de verdad no usan ciertas palabras.

¿Pero los catres con perillas doradas y los trajes de excelente tela que, a pesar del uso, parecían nuevos?

¡Bah! Sin duda habían sido sirvientes de casa grande y eso era regalo de los patrones.

Y el orgulloso aislamiento, para ellas incomprensible, en que se mantenían las hermanas, les hería profundamente, pues él venía a romper esa tradición de igualdad que la vida en común del conventillo impone a todos sus ocupantes. Aguijoneadas por el despecho, no perdían ocasión de molestar a las ancianas que, a su vez, parecían esmerarse en no quedar en condiciones de inferioridad en esa puja de improperios. Por las tardes, terminados sus quehaceres, las locatarias del conventillo salían a las puertas de sus viviendas y entablaban entre sí diálogos para comentar las noticias del día. Después de discutir el último chisme o escándalo que circulaba en el pueblo, la conversación recaía invariablemente en las encajeras. Jamás asunto alguno les había interesado tanto, y la extraña conducta de las hermanas, cuyo móvil trataban inútilmente de descubrir, les daba asidero para las más fantásticas suposiciones.

—¿Por qué no quieren relacionarse con la gente honrada? ¿No es esto muy sospechoso? —vociferaba el mayor número, mientras la minoría reducida a una sola persona balbucía débilmente:

—Son unas pobres viejas chifladas que no saben lo que hacen.

Una tarde en que se discutía con gran apasionamiento el carácter belicoso de las “Niñas”, se acercó al conventillo doña Margarita, la lavandera del número cuatro, para comunicarles algo nuevo que había descubierto.

—Me parece —dijo— que estas pobres padecen hambre, y, tal vez, por eso tienen tan mal genio. Tengo esa idea porque esta mañana, al descuido y de pasadita, levanté la tapa de la olla que tenían puesta en el brasero, delante de la puerta, y lo que vi, nadando en el agua, fueron algunas papas y cebollas y unos pedacitos de carne del tamaño de un dedal. Con tan poco alimento no es raro que tengan la cabeza trastornada.

Estas palabras produjeron sensación en el auditorio. Para todas las presentes, pasar hambre era lo más terrible que podía ocurrirle a un ser humano, y la sola posibilidad de que tal miseria existiese allí mismo, delante de sus ojos, apaciguó, en gran parte, el rencor que sentían contra las hermanas.

—Infelices —pensaban— no tienen qué comer mientras que nosotras nadamos en la abundancia.

En el acto, aprovechando la ocasión, todas a porfía se empeñaron en dar a conocer el régimen alimenticio que reinaba en sus hogares. Y aunque cualquiera de las que allí estaban podía decir sin equivocarse en lo más mínimo, la clase y el número de bocados que engullía su vecina, era de ver la seriedad con que oían los fantásticos menús que detallaba cada una.

Esta exposición del bienestar general, obrando por contraste, acentuó en el grupo los sentimientos de benevolencia que comenzaban a invadirlo.

Y conociéndolo así, la lavandera volvió a decir:

—Es cierto que son antipáticas y pesadas de sangre, pero también debemos considerar que están cargadas de años y no tienen amparo ninguno. Hay que tener caridad y disculparles algo siquiera su mal carácter.

Sólo una de las presentes se mostró recalcitrante:

—Yo —dijo— no creo que estén necesitadas. Si así fuese no serían tan soberbias. Desde luego la debilidad no la tienen en la lengua. En cuanto a favorecerlas, les declaro que ni un vaso de agua recibirían de mi mano.

Cambiáronse entre las circunstantes algunas sonrisas. Adivinaban la causa de esa actitud tan poco caritativa. Antes del arribo de las “Niñas”, la rencorosa era la más temible camorrista que había en el conventillo. Nadie podía medirse con ella. En todas las refriegas que provocaba salía siempre victoriosa. Envanecida por tantos triunfos y segura del éxito, embistió un día contra la recién llegada, pero el resultado de su acometida fue una derrota espantosa.

Desde entonces alimentó en su pecho un rencor inextinguible contra las hermanas, sentimiento en que las demás no la acompañaban. Por el contrario, celebraron con secreto regocijo la humillación de aquel perdonavidas con faldas cuyas impertinencias habían tenido tantas veces que soportar.

Transcurrieron muchos días, y aunque todo el mundo en el conventillo estaba convencido de que los medios de subsistencia de las ancianas eran cada vez más precarios, nadie intentaba acercarse a ellas y llevarles algún socorro. La explicación de este hecho estaba en la intratable terquedad de las hermanas. No era fácil abordar a personas que parecían estar siempre hoscas y malhumoradas.

Sin embargo, doña Margarita, desentendiéndose de todo prejuicio y olvidando viejos agravios, se decidió un día a obsequiarlas con algunos comestibles para lo cual comenzó por sacrificar un hermoso gallo.

La noticia del suceso se esparció rápidamente y produjo gran expectación en el conventillo, pues las opiniones estaban divididas respecto a la actitud que asumirían las interesadas.

Las que creían que la obsequiante no sufriría un desaire, se fundaban en que la situación de las hermanas era en extremo crítica. Matilde, la menor, estaba enferma, y hacia varios días que no abandonaba el lecho. Además, se sabía positivamente que Delfina, a pesar de que pasaba el día entero en la calle, no podía vender sus encajes, lo que les había impedido pagar ese mes el canon de arriendo de la pieza.

Las pesimistas oían estas razones meneando la cabeza:

—¡Quién sabe! —decían— no se puede juzgar a esas personas como al común de la gente.

Y cuando por fin la caritativa matrona salió para dirigirse al cuarto de las hermanas, llevando en la diestra un plato cubierto con un paño blanco, todas las miradas siguieron ávidamente sus pasos deseosas de no perder un solo detalle de lo que iba a pasar. La portadora, confiada en la magnificencia del regalo, marchaba con rostro sonriente, segura de ser recibida en palmas por aquellas a quien iba a favorecer.

Los testigos de esta escena la vieron detenerse en la temida puerta y cuando principiaba a pronunciar el breve discurso que llevaba preparado, retumbó en el silencio la voz furiosa de Delfina:

—¡Señora, llévese su comistrajo! ¡Gracias a Dios todavía no estamos para pedir limosna!

La ofendida permaneció un instante inmóvil, muda, anonadada, por la brutalidad del rechazo. Sus mofletudas y rojas mejillas palidecieron para recobrar en breve el color de la púrpura y tal vez hubiera caído en tierra presa de un ataque apoplético, si su lengua, paralizada por la sorpresa, no se hubiera desatado de pronto para dejar salir cual válvula de escape la tremenda furia que la ahogaba. Con lentos pasos y deteniéndose a cada momento para lanzar las más atroces injurias, la obesa matrona regresó a su habitación bajo las miradas irónicamente burlonas de las vecinas. Su vanidad sufrió un rudo golpe con aquel fracaso, pues en su generoso impulso la caridad había entrado en dosis pequeñísimas. Su principal propósito había sido ganar una sonora victoria conquistando, antes que alguien se le adelantara, la confianza de las encajeras.

Contra lo que era de esperarse, este incidente no aumentó la animosidad de las demás locatarias hacia las “Niñas”, pues, a juicio de las comadres, doña Margarita era demasiado fachendosa y las humillaba refiriéndoles grandezas que, aunque imaginarias, resultaban al cabo insoportables por su repetición fastidiosa.

Iba a finalizar el otoño; los días eran fríos, nebulosos, y cuando salía el sol, sus rayos apenas tenían calor para fundir la escarcha que por las mañanas cubría los tejados con una capa blanquísima.

En el conventillo, las encajeras persistían como siempre en su actitud de huraño retraimiento a pesar de que la situación había empeorado considerablemente, pues las ventas de tejidos eran muy escasas y los encargos disminuían de un modo alarmante. La causa era sin duda lo imperfecto de la labor, porque los años, además de entorpecerles los dedos para manejar el crochet, habíanles acortado considerablemente la vista. Vino a corroborar esta suposición una frase lanzada por una compradora descontenta:

—Estos vejestorios —protestó— ya no tejen sino que enredan el hilo.

Vagamente al principio, con más precisión después, comenzó, de pronto, a susurrarse en el conventillo la especie de que la unión entre las hermanas no era tan estrecha como antes. Decían las que propalaban la noticia que habían oído en el número cinco rumores de disputa, y aun llanto y gritos de rabia.

Esta vez, las comadres estaban en lo cierto, pues la armonía entre las hermanas había sufrido un serio quebranto. La miseria, por una parte, y la enfermedad de Matilde, por la otra, habían sin duda motivado este cambio en su fraternal afecto. La falta de alimento y medicinas dio origen a los primeros disgustos, exaltando las quejas y recriminaciones de la enferma que, exasperada por las réplicas un tanto vivas de su hermana, terminó por acusar a ésta de ser la responsable de la ruina en que se veían envueltas.

Delfina rechazó el cargo con indignación, diciendo que si había culpa, ésta debía dividirse entre ambas por igual, pues juntas, de común acuerdo, habían realizado el acto que Matilde quería achacar a ella sola.

Estas escenas se repetían casi diariamente, y siempre el punto principal de la controversia giraba alrededor de aquel hecho cuya única responsabilidad rehusaban aceptar tenazmente una y otra.

Los sucesos que motivaban la polémica habían ocurrido tres años atrás, cuando las hermanas residían en un pequeño lugarejo perdido entre los campos que riegan las turbias aguas del Maipo. De condición humilde, y habiendo quedado huérfanas a una temprana edad, ganábanse el pan vendiendo aves, verduras y frutas. Desde muchachas se habían hecho notar por su carácter arisco y poco sociable. Tal vez el duro trabajo y la vida errabunda a lo largo de los caminos serían las causales generadoras de ese genio huraño y desapacible, y el amor de ambas por la soledad. Una de sus rarezas, la de considerarse jóvenes cuando todo en ellas denotaba lo contrario, divertía a todo el mundo proporcionando a los bromistas un motivo constante para sus burlas.

Eran ya ancianas y sus fuerzas comenzaban a decaer cuando el fallecimiento de un lejano pariente vino a sacarlas de la pobreza en que vivían.

El muerto, capataz de un fundo vecino, dejó, además de algunos ahorros en dinero, una casita en el pueblo y un minúsculo pedazo de terreno en los alrededores del mismo. Por una de esas casualidades del azar resultaron las hermanas las únicas herederas del difunto.

Este cambio de fortuna las tornó orgullosas y, olvidándose del inmediato ayer, trataron con desprecio a sus iguales de la víspera. Para ellas, vivir en casa de tejas significaba poseer una enorme superioridad sobre la gentuza que se cobijaba bajo los pajizos techos de los ranchos.

Mientras los lugareños acogían burlescamente las pretensiones señoriles de las hermanas, éstas empezaron a recibir las visitas de algunos notables del pueblo, lo cual vino a desequilibrar aún más aquellos cerebros debilitados por la edad y las privaciones de una vida durísima. Los primeros en llegar fueron el maestro de escuela y el oficial del registro civil.

A éstos siguieron luego el receptor, el comandante de policía y el subdelegado. Y todos estos personajes, huasos ladinos y socarrones, habían husmeado que existía allí un filón que explotar. No se equivocaron en sus cálculos, pues las hermanas, halagadas por el insigne honor que se les hacía, despoblaron el gallinero para festejar con comidas y cenas a los visitantes.

Los interesados en que la mina no se brocease, y conocedores del lado flaco de las solteronas, pagaban su hospitalidad tratándolas con el más exagerado respeto y cortesía. La cerril incultura y la manía de grandeza de las hermanas les impedían descubrir la confabulación de que eran víctimas, y tomando en serio los burlescos homenajes los aceptaban con infantil ingenuidad.

Mas estaba sin duda escrito que tanta felicidad no podía ser duradera, pues un buen día, un suceso, al parecer insignificante, cambió el curso de los acontecimientos. Ese suceso fue el arribo al pueblecillo de una nueva preceptora, en reemplazo de la vieja maestra, que había obtenido su jubilación. La recién llegada era joven y hermosa, y vestía con elegancia.

Sus trajes, sus sombreros y sus cintajos produjeron gran efecto entre los campesinos. Pero lo que extremó la curiosidad y la admiración fue el piano de la profesora, instrumento desconocido, que por primera vez hacía su entrada en la población.

Dos o tres semanas después del cambio de maestra, los encopetados amigos de las hermanas empezaron a distanciar sus visitas hasta interrumpirlas por completo. El primero que dejó de ir fue el subdelegado, lo siguieron el maestro de escuela y el comandante de policía y, por último, finalizaron la defección el receptor y el oficial del registro civil.

No les costó mucho trabajo a las interesadas encontrar la causa de este desbande y una noche, delante de la casa de la preceptora, identificaron por la voz a cada uno de los desertores. Todos parecían estar muy alegres y en los intervalos en que el piano callaba, se les oía charlar y reír con gran algazara.

Ante la evidencia de lo que estimaban un complot trabado en su contra, una rabia sin límites les acometió, decidiendo incontinenti tomar venganza y castigar a la intrusa a cuyas malas artes debían sin duda alguna tan afrentoso desaire. Y cuando obsesionadas por este pensamiento, pasaban el día y la noche ideando un medio de tomar un sonado desquite, un nuevo incidente vino a colmar su ya furibundo enojo. Un domingo, al entrar a la iglesia, vieron su sitio predilecto cerca del púlpito ocupado por la preceptora.

Sin pérdida de tiempo y con destempladas frases reclamaron lo que ellas creían su derecho. La joven, atemorizada, iba a complacerlas cuando el sacristán que pasaba por ahí en esos instantes, tomando la defensa de la institutriz las obligó a desistir de sus pretensiones, amenazándolas con arrojarlas fuera del templo.

Apenas hubo salido la misa se produjo afuera de la capilla un enorme escándalo; eran las hermanas que abalanzándose al encuentro de su enemiga, la persiguieron un gran trecho injuriándola groseramente.

Una hora más tarde, y cuando las agresoras comentaban todavía el acto realizado, recibieron la visita del comandante de policía quien, sin preámbulo alguno y sin saludarlas siquiera, les expresó que si en adelante molestaban en lo más mínimo a la señorita profesora, él se vería obligado a alojarlas en un calabozo de su cuartel; y si esto no se efectuaba por el momento, era por obra de la ofendida cuya generosa intervención había ablandado el rigor de las autoridades.

Sólo cuando el funcionario se hubo marchado vinieron las hermanas a sobreponerse al asombro y consternación que las embargaba. El dolor y la cólera les arrancaron los más violentos apóstrofes contra la intrigante y sus amparadores. Antes que resignarse a sufrir la mordaza que querían imponerles, era mil veces preferible abandonar aquellos lugares donde tales infamias se cometían.

Ellas habían soportado toda clase de agravios y ahora, sólo por decirle cuatro frescas a una desvergonzada, las amenazaban con la cárcel como si se tratase de criminales. Pero no soportarían tal ignominia y se irían lejos, muy lejos, donde nunca jamás oyeran hablar de aquel rincón aborrecido.

Y lo hicieron tal como pensaban, trasladándose al día siguiente a la ciudad vecina para ofrecer en venta la casa y el terreno a una persona que ya les había hecho ofertas en ese sentido. El negocio se realizó rápidamente, pues el comprador, aprovechándose de las circunstancias, obtuvo por un precio irrisorio ambas propiedades.

Algunos días después de haber vendido todo lo que poseían, se encontraban las hermanas en Santiago, ocupando un pequeño departamento de uno de los barrios apartados de la ciudad; mientras les duró el dinero vivieron en relativa tranquilidad, mas, agotado éste, el problema de vivir se tornó para ellas inquietante y amenazador; pronto se vieron obligadas a cambiar el departamento por el cuarto redondo de un conventillo lo que les produjo, dado su carácter insociable, un trastorno completo. Desde el primer día, enredadas en interminables pendencias con los demás locatarios, adquirieron en ellas tal expedición que se hicieron temibles aun para el contendor más aguerrido.

La habilidad de ambas para tejer encajes y miriñaques las libró por el momento de las garras de la miseria, proporcionándoles los medios de ganarse trabajosamente la vida.

Un día, el comerciante que les compraba el artículo les aconsejó que abandonasen la capital para establecerse en uno de los pueblos vecinos donde, a su juicio, los encajes que ellas elaboraban soportarían en mejores condiciones la competencia del similar extranjero.

Encontraron razonable el consejo y lo pusieron en práctica tan pronto como sus recursos les permitieron cubrir los gastos de traslación.

En un principio hallaron en la pequeña ciudad que eligieron para su residencia, algunas facilidades para vender sus tejidos, pero, por desgracia, estas ventajas fueron pasajeras y la situación se tornó otra vez angustiosa y apremiante.

Entre todas sus tribulaciones la más intolerable era el temor de que llegase a su pueblo de origen la noticia de sus penurias. Podían soportar sin quejarse las mayores privaciones, pero el solo pensamiento de que sus enemigos de allá conociesen sus apuros, llenaba sus almas de amargura, rabia y desesperación.

Por último, la enfermedad de Matilde fue el golpe de gracia asestado por la fatalidad a la entereza y estoicismo de las hermanas.

Una tarde que la enferma estaba sola en su cuarto se oyeron salir de él quejas y lamentos plañideros. Como la puerta estaba sólo entornada, las vecinas, que habían acudido presurosas a imponerse de la novedad, pudieron penetrar sin demora en la habitación. En una de las camas, sentada y apoyando sus espaldas en los hierros del catre, estaba Matilde, la menor de las encajeras. Su rostro moreno y demacrado, con los pómulos salientes, denotaba la extenuación de una abstinencia prolongada.

A las preguntas que le dirigieron contestó, con voz débil y quejumbrosa, que, sintiéndose desfallecer por falta de alimentos, había lanzado aquellos gritos en demanda de socorro.

Esta explicación fue recibida por las circunstancias con exclamaciones de dolorosa sorpresa. Y luego, cuando hubo bebido un poco de leche y de caldo que con gran prisa trajéronle en el primer momento las más comedidas, empezaron las improvisadas enfermeras a comentar con acritud el culpable abandono en que se hallaba la paciente. En vano Matilde quiso defender a su hermana a quien iban dirigidas las censuras, pues las indignadas comadres se negaron a aceptar sus explicaciones. Si no tenía los medios para atenderla, ¿por qué no solicitó la ayuda de ellas? Seguramente por soberbia no había cumplido este deber.

La repentina llegada de la ausente puso fin a las murmuraciones. Al ver la pieza invadida por tantas personas, Delfina experimentó un gran sobresalto y avanzó hacia el lecho exclamando:

—Matilde, ¿qué ha pasado, que ha sucedido?

Antes que la interpelada despegase los labios para contestar varias voces profirieron atropelladamente:

—Lo que ha pasado es que si nosotras no venimos tan pronto a favorecerla, se habría muerto de necesidad. Es un crimen abandonar así a una pobrecita enferma.

Al oír estas acusadoras frases, el semblante adusto de la encajera palideció. Sus pequeños ojos de huraño mirar lanzaron rayos de contenida cólera. Durante un minuto una violenta lucha se entabló en su espíritu. ¿Arrojaría a las intrusas que habían invadido sorpresivamente su domicilio o aceptaba, por amor a su hermana, esa intervención que consideraba ignominiosa y ultrajante?

Pero al pensar que había recorrido el pueblo entero sin vender una vara de encajes, toda su energía la abandonó. Sin pronunciar una palabra, con un gesto de inmenso cansancio se sentó en el borde del lecho e inclinando la cabeza se cubrió el rostro con las manos.

Entonces, en el silencio, se alzó la voz débil de la enferma para decir:

—¡Por favor, vayan a traerle algo a mi pobre hermana, porque ella tampoco se ha desayunado hoy!

La capitulación alivió considerablemente la crítica situación de las encajeras, pues las comadres, satisfechas con el triunfo y espoleadas por la vanidad, rivalizaban entre sí para proveerlas de lo necesario.

La enferma, que no podía moverse de la cama, pues además de sus piernas hinchadas el menor esfuerzo le producía ahogos, fue también objeto de solícitos cuidados, pero el extraño mal que la aquejaba resistió victoriosamente la ciencia de las más hábiles curanderas.

Por algún tiempo el entusiasmo caritativo de las comadres se mantuvo sin sufrir alteraciones de importancia, mas, descontado el factor novedad, empezaron poco a poco a notarse síntomas de reacción en la obra piadosa que realizaban, siendo la terca obstinación de las encajeras para ocultar su pasado, causa no pequeña del general descontento. Contribuyó también a acentuar esta mudanza la insólita conducta de las hermanas, que parecían considerar los auxilios que recibían como algo obligatorio y forzoso que nadie podía rehuir.

Cuando por algún motivo tardaba en llegar el diario socorro, Delfina en persona iba de puerta en puerta en su busca, permitiéndose a menudo rechazar lo que no era de su agrado.

Estas extravagancias, que fueron en un principio acogidas risueñamente por las vecinas, concluyeron al fin por hacerles pequeñísima gracia. Está bien, decían, socorrer al necesitado, pero dar limosna a un desagradecido no es caridad sino necedad.

Y consecuentes con este criterio, hubieran abandonado a su suerte a las hermanas, si la enferma, a quien de veras compadecían, no fuese la primera en sufrir los efectos de tal determinación. Sin embargo, aquello que al empezar les pareciera un pequeño sacrificio, comenzaban ya a considerarlo como una carga pesadísima.

—No es posible echarnos encima la obligación de alimentar a dos personas, que, además de ser antipáticas, ni siquiera demuestran ser agradecidas.

Por otra parte Delfina podía sostenerse con su trabajo y, en cuanto a la enferma, su sitio estaba en el hospital.

En tanto las hermanas, recluidas como siempre en su cuarto, estaban muy lejos de presentir la tormenta que las amenazaba, Mientras Matilde, sentada en la cama, permanecía largas horas abstraída y silenciosa, Delfina, ocupando cerca de la puerta su sitio de costumbre, no cesaba de tejer sus encajes. Ningún cambio se había producido en sus hábitos, y sus almas rudas y primitivas, con sus anormales modalidades, se conservaban inalterables sin adaptarse al medio que las rodeaba, acarreándoles sus actos, impulsivos ordinariamente, molestias y disgustos de todo género.

En Delfina esta característica era tan marcada, que doña Margarita expresó un día el sentir general en una frase lapidaria:

—Esta vieja parece una ortiga... Por donde pasa deja el escozor.

La idea de que la enferma debía trasladarse al hospital les pareció a las vecinas la solución más acertada del conflicto que las preocupaba, mas al insinuar la conveniencia de esta medida, las hermanas la rechazaron con horror e indignación.

Este estado de cosas se habría mantenido por mucho tiempo si la intervención de la mayordoma del conventillo no hubiese venido a dar al problema un giro inesperado. Un día que, por enfermedad de uno de sus chicos, se vio obligada a llamar a un médico, aprovechó la ocasión para que el facultativo visitase también a la enferma del número cinco, cuyo estado la tenia inquieta y recelosa. El diagnóstico del doctor después de un atento examen fue que la paciente sufría del corazón, y como el mal estaba ya muy avanzado, la muerte, a su juicio, podía producirse en cualquier momento.

Apenas el médico se hubo marchado, la mayordoma se trasladó al cuarto de las hermanas y, con su tono más autoritario, las hizo saber que al día siguiente debían entregar la pieza. Como el plazo del desahucio, que les notificara en tiempo oportuno, estaba ya vencido, tenía derecho en caso de resistencia a lanzarlas de ahí por la fuerza.

Las encajeras fijaron en la mujer sus azorados ojos, mudas y aterradas ante lo que acababan de oír.

—No tenemos adonde mudarnos —pudo al fin decir Delfina, mientras Matilde agregaba suplicante:

—Señora Ursula, no nos eche, considere lo enferma que estoy.

—Pues precisamente por eso quiero que se vayan —replicó brutalmente la aludida, y poniendo término a la entrevista, concluyó—: Y no hablemos más, mañana sin falta me desocupan la pieza.

Apenas la mayordoma se hubo retirado empezaron a llegar las comadres, atraídas por la novedad del caso. Y cuando con hipócritas frases expresaban su condolencia por lo sucedido, Matilde las interrumpió para decir con el rostro bañado en lágrimas:

—¡Por Dios, por Nuestro Señor, rueguen a la señora Ursula que no nos quite la pieza! Yo sé que me quedan algunos días de vida. Cuando haya muerto vendan el catre y la cama. El colchón es de pura lana y la tela está casi nueva. Compren el cajón, unas cuatro tablas no más, y el resto es para ustedes por las limosnas que me han hecho. Vendan también este pañuelo y esos dos vestidos y entiérrenme con esta ropita vieja que tengo puesta. Pero, por favor, déjenme morir aquí tranquila. No las molestaré mucho tiempo.

Este desesperado ruego conmovió a las circunstantes, y con los ojos húmedos por la emoción, prometieron hacer lo posible para arreglar aquel asunto.

La mayordoma recibió a las mediadoras con su aire más severo e imponente y les expresó que no volvería atrás en lo que había resuelto. No quería que le sucediese otra vez lo del año pasado cuando se murió en el número ocho aquel viejo que, por carecer de deudos, le ocasionó tantos trajines y molestias y aun gastos para velarlo y sepultarlo. Además, misiá Merceditas, la propietaria del conventillo, no se cansaba de recomendarle que no admitiera enfermos, pues si se morían la casa adquiría mala fama.

Y terminó declarando que si la enferma se iba al hospital o a otro lugar cualquiera, ella no tenía inconveniente, a pesar de que le debía dos meses de arriendo, para que Delfina se quedase por algún tiempo más en la habitación.

Cuando Matilde supo por boca de la vecina el fracaso de sus esperanzas, sufrió una violenta crisis de desesperación que en vano trataron de calmar, solícitas y afectuosas, las compasivas mujeres.

De pronto vieron con espantados ojos que el cuerpo de la encajera se desplomaba sobre la cama donde quedó inmóvil, con la cabeza echada atrás y las manos crispadas sobre el pecho.

Se produjo en el cuarto un gran tumulto y las presentes se arremolinaron en torno del catre exclamando entre gemidos:

—¡Ay, Señor, está muerta; ya se murió, pobrecita!

La actitud de Delfina llenó de asombro a las llorosas vecinas. Sin lanzar una queja ni derramar una lágrima se acercó al lecho donde yacía el cuerpo inerte de Matilde, y después de contemplar un instante el rostro de la muerta, lo cubrió con los pliegues de la sábana.

El repentino fallecimiento de la encajera puso a la señora Ursula fuera de sí, y midiendo la desagradable sorpresa que podía acarrearle el suceso, se fustigó con los más duros dicterios por su falta de previsión. Ella, nadie más que ella tenía la culpa. ¿Cómo no notó cuando fue a verla, la semana anterior, que esa maldita vieja tenía ya olor a difunto? ¿Y ahora no era de temer que la propietaria del conventillo le quitase el puesto para dárselo a otra más avisada?

Y cuando cegada por la ira buscaba un medio de salir del paso llegó a la carrera una de las locatarias, gritando sofocada:

—¡Señora Ursula, no ha muerto; está viva; ha sido un ataque no más!

El asombro y la alegría reemplazaron al coraje en el rostro de la mayordoma, y encaminándose a la puerta de calle ordenó a uno de los granujas que jugaban en la acera:

—Pedro, anda a buscar un coche. En el paradero de la esquina debe estar el de Antonio, dile que venga en el acto.

Al penetrar por segunda vez al número cinco, la señora Ursula, después de observar un instante a Matilde que alentaba apenas, sumida en una especie de sopor, se encaró con Delfina y le previno en un tono que no admitía réplica:

—Voy yo misma a llevar a su hermana al hospital para que le den algún remedio. Aquí nada podemos hacer para aliviarla; usted puede ir también con nosotros si lo desea.

La encajera, que estaba sentada cerca de la cama, inmóvil y silenciosa, con la cabeza inclinada sobre el pecho, exhaló un sordo gemido, mas no pronunció una palabra ni hizo el más leve signo de protesta contra una medida que tanto le repugnaba.

La señora Ursula, que conocía el carácter violento de la anciana, y temía encontrar en ella una seria resistencia, aprovechó su actitud pasiva para transportar a la enferma hasta el carruaje que acababa de detenerse frente a la puerta de calle.

En el momento en que el vehículo iba a partir, la mayordoma, asaltada por un súbito escrúpulo, sacó la cabeza fuera de la ventanilla y ordenó:

—Vaya una de ustedes a decirle a Delfina que la estamos esperando.

Momentos después volvió la mensajera diciendo:

—Está encerrada en el cuarto y no contesta a los llamados.

A la mañana siguiente vieron las curiosas comadres que la encajera había reanudado su tarea ocupando como de costumbre su sitio frente a la puerta de la habitación. Parecía más vieja, más encorvada, y sus dedos, torpes e indóciles, ejecutaban la labor con desesperante lentitud. Sólo la ruda aspereza de su carácter no había sufrido cambio alguno, pues si se le dirigía la palabra contestaba con monosílabos y en un tono de marcado mal humor. Un día que su vecina del número cuatro le preguntó si había ido a ver a su hermana, respondió con gran enojo:

—¿Ir yo a verla? ¡Nunca, jamás pondré los pies en el hospital!

La respuesta escandalizó a todo el mundo, pero luego se supo que aquello era un desahogo de la irascible anciana, pues, desmintiéndose a sí misma, iba a ver a la enferma, de vez en cuando, a la casa de salud. Pero hacía estas visitas de un modo furtivo, dando rodeos para que no se enterasen de ello las gentes del conventillo.

Una mañana, un empleado del hospital trajo el aviso de la muerte de la paciente. La mayordoma, presurosa, condujo al mensajero al cuarto de Delfina. Esta, que se encontraba tejiendo delante de la puerta, adivinó en las caras compungidas de los visitantes la fatal noticia y, con el semblante contraído por la angustia, interrogó con apagado acento:

—¿Ha muerto Matilde?

—Si, anoche después de las doce —fue la breve respuesta que recibió.

Un ligero temblor sacudió el cuerpo de la encajera. Soltó el hilo y el crochet y, cubriéndose la cabeza con ambas manos, gimió en un incontenible arranque de infinito desconsuelo:

—¡Y, ahora, qué van a decir en las Pataguas cuando sepan que una de las niñas Mella ha muerto en el hospital!


Publicado el 27 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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