Malvavisco

Baldomero Lillo


Cuento


¡Cómo me burlé yo siempre de aquel palurdo! Del simplísimo Malvavisco como le llamábamos los campesinos. Su verdadero nombre era Benito. Vaquero de un fundo colindante, tuvo un día la desgracia de que al enlazar un novillo a la carrera, enroscárasele en el dedo del corazón, de la mano derecha, un espiral de lazo que le arrancó las dos primeras falanges. Enconada la herida, estuvo a punto de perder la mano y aun el brazo, salvándose de este peligro gracias a una cierta infusión de malvavisco. A fuerza de ensalzar la bondad y excelencia de la maravillosa planta, y de repetir incansablemente su nombre, quedóle éste por apodo.

Desde un principio, y en cuanto trabamos conocimiento, fuimos grandes amigos, pues Malvavisco era un gran cazador a quien acompañé varias veces en sus excursiones cinegéticas. Mas, un día mi malhadada inclinación a la broma me privó de este agradable pasatiempo. Como esta aventura metió gran ruido en ambos fundos, quiero relatarla aquí detalladamente.

Nos encontrábamos, una mañana, en un extenso y arenoso sembrado de pequeños matorrales cazando torcazas. Los resultados eran casi nulos, pues las aves mostrábanse desconfiadas, costando gran trabajo aproximárseles. Varias veces había pedido a Malvavisco me prestase Bocanegra, su famosa escopeta, para tentar fortuna disparando un tirito por mi cuenta. Pero se había negado a ello tercamente, lo cual me tenía de pésimo humor y dispuesto a cualquiera diablura. La ocasión de vengarme de su egoísta proceder llegó de improviso. En el momento en que tras un disparo soltó el cazador la escopeta para correr en pos de la torcaza herida, me acerqué cauteloso a Bocanegra y vacié en el cañón un puñado de arena, huyendo en seguida a todo correr por entre la maleza.

Un instante después, al ver a Malvavisco que recogía el arma y se preparaba a cargarla, temblé de que descubriera la jugarreta. Entonces, para distraerle, salí del matorral en donde estaba emboscado y le silbé, haciéndole, al mismo tiempo, señas apremiantes de que se apresurase, dándole a entender que podía hacerse un magnífico tiro desde el sitio en que me encontraba. Como era de suponer cayó en el garlito. Dando al olvido sus habituales precauciones, cargó el arma con febril impaciencia, corriendo en seguida a reunírseme precipitadamente. La casualidad me ayudó una vez más, pues en el instante en que llegaba desalado, una bandada de torcazas acababa de posarse en el matorral cercano. Verlas el cazador y agazaparse preparando la escopeta fue todo uno. Con el dedo en el gatillo y los ojos brillantes de homicida codicia examinó un instante las aves, y luego, apoyándose en las rodillas y en los codos, comenzó a arrastrarse silencioso entre las yerbas altas.

Yo me había tendido en tierra, y apenas podía contener las irresistibles ganas de reír que me asaltaban al observar el cuidado exquisito que ponía, en sus menores movimientos, Malvavisco para asegurar aquel tiro posible.

Por fin después de un sinnúmero de ojeos y detenciones le vi echarse la escopeta a la cara y disparar... Como era lógico sólo el fulminante prendió. Las torcazas asustadas por el ruido del rastrillazo levantaron el vuelo alejándose presurosas.

La sorpresa de Malvavisco fue inmensa. ¿Cómo Bocanegra no daba fuego? ¡Inaudito e inexplicable suceso! Atónito examinaba el arma dándole vuelta entre sus manos sin atreverse a mirarme, todo avergonzado y lleno de confusión. Alzó el gatillo, extrajo el quemado fulminante y, vaciando en la palma de la mano un poco de pólvora, cebó la chimenea con cuidado después de introducir en ella un largo alfiler.

Apenas había terminado esta delicada operación cuando una bandada de torcazas se abatió con ruidoso aleteo en un bosquecillo a cincuenta metros de distancia. Parecía que las malditas, poco antes tan hurañas y ariscas, querían, a su vez, tomar parte en la fiesta como cómplices de la pesadísima broma, ayudándome en el complot.

Malvavisco, con la escopeta preparada, deslizóse entre la maleza como un reptil. No se hizo esperar el segundo chasco. Un golpe seco, seguido de un brusco batir de alas, me anunció que Bocanegra se obstinaba en enmudecer.

De nuevo tuve que hacer grandes esfuerzos para no soltar la carcajada delante de Malvavisco. Era tal el asombro, la sorpresa y el aturdimiento impresos en su rubicundo semblante que sólo el miedo de delatarme impidió diera rienda suelta a la risa que me ahogaba. Con aire entontecido y estúpido miraba y remiraba el arma, devanándose los sesos para adivinar la causa de aquel intempestivo contratiempo. Y para hacerle más amargo aquel trance, la caza, poco ha escasísima y tímida, cual si fuese sabedora de que Bocanegra, la certera, la infalible, la mortífera Bocanegra, se había convertido de pronto en un instrumento inofensivo, acudía de todas partes con un aire de despreocupación y desafío tan insolente que experimenté un súbito arrepentimiento por mi felonía.

Malvavisco estaba rojo, congestionado por la ira. Las torcazas revoloteaban tan próximas que parecía iban a posarse sobre nuestras cabezas y en la mismísima Bocanegra. Los zorzales, las tencas y las loicas se mostraban tan impávidas que sólo echaban a volar cuando iba a cogerlas con la mano. De pronto, la cólera del cazador estalló furiosa. Acababa de fallarle por décima vez la escopeta y, asiéndola por el cañón, la arrojó con ímpetu sobre una bandada de torcazas que alzaron el vuelo arremolinándose atropelladamente. Bocanegra hendió volteando la alada masa, derribando una docena de las audaces burlonas que quedaron tendidas en la hierba con las alas rotas y debatiéndose en las ansias de la agonía. Me precipité como un rayo a recoger las piezas.

¡Qué magnífico tiro! ¡Jamás Bocanegra en su larga vida de destrucción había realizado una proeza semejante! Y todo con tanta modestia y con tan poquísimo ruido. ¡Ni un grano de pólvora, ni un perdigón, habíanos costado aquella vez llenar el morral tan concienzudamente!

Sin embargo, Malvavisco no desarrugó el ceño y me pareció más bien avergonzado que satisfecho de su hazaña. Sin dirigirnos la palabra emprendimos la vuelta silenciosos. Delante, Malvavisco, volteando entre sus manos la escopeta, abriendo y cerrando el gatillo, introduciéndole el alfiler y soplando en la chimenea, obstinándose en despejar aquella incomprensible incógnita con una terquedad de aragonés... Yo seguía sus pasos un poco atrás con el morral al hombro, y ya bastante inquieto con las consecuencias que para muestra amistad traería el descubrimiento de la broma.

Malvavisco lamentaba amargamente no haber traído el sacatacos. Era para él tan extraordinario el percance que creo se acusaba en secreto de haber invertido, por alguna inconocible distracción, el orden de la carga, echando en el cañón antes que la pólvora los perdigones, chambonada que hería cruelmente su amor propio de cazador avezado y diestro. Para su obtuso magín el descubrimiento de aquel yerro era una humillación intolerable. De aquí su mudez para evitar todo comentario sobre el bochornoso suceso.

Yo, por mi parte, iba también bastante preocupado. Una cuadra antes de llegar al rancho tiré a los pies de Malvavisco el morral y, desoyendo sus instancias para que dividiese el contenido, eché a correr por un sendero de travesía como alma que lleva el diablo.

Pasaron muchos días antes que me atreviese a ponerme delante de Malvavisco. Cuando le veía de lejos torcía riendas y escapaba más que ligero. Pero una mañana me fue imposible eludir el encuentro, y cuál no sería mi sorpresa al contemplar la cara regocijada del campesino y oírle decir bonachonamente:

—¡Patroncito! ¿Qué se había hecho? ¿Cuándo vamos a cazar otra vez?

Lo miré a los ojos, estupefacto, tratando de adivinar la intención oculta que, sin duda, encerraba tan extraña actitud y mi asombro creció cuando, tras una breve pausa, prosiguió con tono convencido:

—No tenga miedo que nos pase lo del otro día. Bocanegra está ahora como un reloj. Se dispara solita. Le saqué la chimenea vieja y le puso una nueva que calza fulminante. Estos no se chingan, patrón, como los otros que por lo medianos no tienen a veces fuerza para prender la pólvora.

Esta inesperada explicación me dejó atónito y proferí aturdidamente:

—¡Cómo! ¿Entonces no fue la arena?

El rostro de Malvavisco expresó la mayor sorpresa:

—¡Arena! ¿Qué arena, patrón? —y cambiando de tono agregó, alborozado—: ¡Ah! Ya caigo. ¿La que tapó el camino de Los Maquis? Hace un mes que no trajino por ahí.

No pude menos que sonreír ante una salida tan estrafalaria que me confirmaba una vez más en la opinión que tenía de la obtusa inteligencia de Malvavisco.

Tranquilizado y alegre corté bruscamente la conversación diciendo, mientras ponía mi caballo al galope:

—Bueno, un día de éstos voy por allá. Hasta luego.

Transcurrieron ocho días y un domingo por la mañana decidí hacer a Malvavisco la visita prometida. Después de ensillar mi mejor caballo me encerré en mi cuarto a ponerme un vistoso traje de huaso; chaqueta corta de paño azul con botonadura de nácar, pantalones blancos, de borlón; polainas de charol; espuelas de plata con grandes y sonoras rodajas de acero. En derredor de la cintura una faja de seda carmesí, y pendiente de los hombros un fino poncho de lana, con rayas verdes en fondo morado. Cuando ya vestido me fui a tomar de la percha el ancho sombrero de paja, no pude contener una mueca de disgusto. Aquella prenda, bastante ajada, desentonaba muy desagradablemente con lo demás de mi atavío. Sin querer, mi pensamiento voló hacia la caja que contenía un precioso tonguito plomo que, junto con su traje de amazona, recibiera mi tía, de la ciudad, el día anterior.

Yo me lo había puesto por broma y todos dijeron que me sentaba a las mil maravillas, prometiendo su dueña regalármelo pasadas las vacaciones.

En un instante tomé mi partido. Entré furtivamente en el cuarto contiguo al dormitorio de mi señora tía, que aún no se había levantado, cogí el sombrero, me lo puse debajo del poncho y bajé al corral. Monté en seguida al caballo y salí tranquilamente al camino. Cuando estuve seguro de que nadie me veía, me quité el guarapón de paja, que tiré en un matorral, y me puse el tongo gris perla, partiendo a escape en demanda de la casa de Malvavisco.

Yo, aunque no quería confesármelo, tenia motivos especiales para parecer ese día galán y apuesto hasta donde fuera posible. En la tarde del sábado había sabido la grata noticia del regreso de Jovita, la hija única de Malvavisco, ausente algunas semanas de la casa paterna. De catorce a quince años, muy morena, poseía la chica una graciosa boca, blancos dientes y unos hermosos ojos llenos de travesura. Su presencia me había turbado siempre. A pesar de mis esfuerzos para demostrar superioridad y desplante delante de ella, sentíame avergonzado y cohibido, con las mejillas como brasas, oyendo resonar a cada instante las burlonas carcajadas que le arrancaban mi palabra balbuciente y ademanes torpes y desmañados. En vano quería sobreponerme a mi cortedad, furioso de que una zafia campesinilla me subyugase de tal suerte. Experimentaba, a veces, al oír sus risas locas, deseos vehementes de abofetearla, pero una mirada dulce, una palabra cariñosa de la traviesa chiquilla bastaban para desarmar mi cólera, convirtiéndome en un babieca obediente a sus caprichos como un esclavo.

Mientras galopaba por la carretera, mi pensamiento volaba delante de mí. Un soplo de orgullo henchía mi pecho al considerar mi gentil apostura, que imaginaba asaz seductora e irresistible. ¡Qué pasmo para los palurdos! Debía producirles mi presencia, a buen seguro, una impresión de gallardía y elegancia nunca vista. Así me lo fue confirmando la actitud de los viandantes a lo largo del camino. En cuanto encontraba un huaso y fijaba en mí sus ojos, veía inmediatamente alargársele la boca hasta las orejas, contestando apenas y ahogado por repentina tosecilla, el saludo protector que yo le dispensaba.

Pero, por satisfactorio que este mudo homenaje fuera para mi vanidad, no puede compararse a la sensación que produjo mi llegada donde Malvavisco. Apenas me desmonté en el corredor del pajizo rancho, todo el mundo se precipitó a mi encuentro con un entusiasmo y una algazara tal de gritos y carcajadas, que me sentí grandemente lisonjeado por el efecto que producía en aquella buena gente mi elegancia y distinción.

—A ver —me decía Jovita sofocada de risa—, póngase de frente, de perfil, dése ahora vuelta para mirarlo por detrás. ¡Ja, ja! Con manta y con tarro. ¡Ahora sí que es de veras Josecito debajo del mate!

Y tanto me zarandeaba y tironeaba de un lado para otro que casi perdí el sentido, mareado por aquel éxito estupendo, colosal. Luego empezaron todos a gritar:

—¡Remojo, remojo, que nos dé remojo! —y, arrebatándome el sombrero lo hicieron circular de mano en mano hasta que llegó a las de Malvavisco, quien lo examinó con grande atención, lo olió, lo miró por dentro, diciendo en seguida:

—Parece un pájaro desplumado. ¡Qué bonito blanco para Bocanegra!

La estúpida frase produjo una gran hilaridad.

—¡Ya está —gritó entusiasmada Jovita—, póngalo de blanco, pero que no se lo saque don Serafincito de la cabeza!

Al oír esto me amostacé un poco, mas era tan hechicero aquel semblante, tan picaresca la expresión de esos pardos y risueños ojos que, como todos, me eché también a reír estúpidamente.

Malvavisco, cuyo rostro estaba rubicundo, pues hallábase algo bebido, se acercó muy alegre con los ojillos brillantes como ascuas y me propuso a quemarropa, señalándome con la diestra en dirección al huerto:

—Hagamos una cosa, patrón. Ponga usted su sombrero en aquel peral, y yo cuelgo el mío en ese manzano. En seguida cargamos a Bocanegra y ¡pim, pam! Usted al mío y yo al suyo, les soltamos un tiro a cada uno para probar la puntería.

Era tan absurda y estúpida la proposición, que miré al campesino con lástima. ¡El pobre estaba borracho perdido! Mas, como insistiera en su estrafalario propósito, le contesté:

—Si es por ensayar el pulso, tiremos a otro blanco. A una gallina, por ejemplo.

—No, no, a su tarrito y mi chupalla es muchísimo más divertido. Voy a buscar a Bocanegra.

Esta insistencia de borracho prodújome cierta inquietud y pensé, aunque vagamente, en la retirada. Pero, en ese instante salió Jovita de la habitación en que acababa de entrar Malvavisco y, llegándose donde yo estaba, me dijo queda y misteriosamente:

—Digale que bueno don Serafincito; pero con la condición de que sea usted el que cargue la escopeta. No le vaya por Dios a echar pólvora, sino que ataconéela con papeles. Para que él no malicie yo lo voy a llamar de la cocina. Hágalo por mí, don Serafincito, mire que le tengo tanto miedo a los tiros que me voy a caer muerta de susto si mi padre se sale con la suya.

Embargado por una extraña y dulcísima sensación clavé en el rostro encantador de Jovita una mirada tal de sumisión que ella, sonriendo de una manera picaresca, dijo, mientras me daba un suave pellizco en el brazo:

—¡Pícaro y qué habilidoso es! —y escapó soltando una argentina carcajada.

Inflado como un pavo, me erguí lleno de orgullo. ¡Qué inteligente era aquella chiquilla! ¡Cómo había penetrado de que yo no era ningún papanatas sino un muchacho listo, capaz de jugársela al mismísimo lucero del alba!

Apenas se había apartado Jovita cuando apareció Malvavisco con la escopeta en una mano y el cuerno de pólvora y la bolsa de perdigones en la otra. El pobre tontín estaba bastante chispo, lo cual facilitábame la tarea de hacerle pasar gato por liebre.

Ni por un instante dudé en seguir el maquiavélico consejo de la muchacha. Además, esta secreta complicidad de ambos inundábame el corazón de una alegría cuyo desborde apenas podía contener.

Sin vacilar me planté delante de Malvavisco y le dijo en tono resuelto, apoderándome al mismo tiempo de Bocanegra.

—Ya está, acepto el desafío; pero yo cargo la escopeta.

Malvavisco pareció un instante indeciso y creí iba a protestar de esta imposición, cuando la voz de Jovita resonó dentro de la cocina:

—¡Padre, venga un ratito!

Aquel llamado decidió la cuestión.

—Bueno, patroncito. Aquí están las prevenciones; cargue y taconee de firme, que yo vuelvo en un Jesús.

Sin perder un segundo introduje en el cañón del arma una gran parte del contenido de la bolsa de perdigones, asegurando aquella metralla con un gran taco de papel. Requerí en seguida el gatillo y vi que el fulminante estaba ya puesto y listo para disparar.

Seguro ya de que Bocanegra, a menos de que se sirviesen de ella como de una maza, era tan poco temible como un mango de escoba o un azadón, me encaminé al peral y suspendí entre sus ramas el precioso tongo plomo por el cual, antes que consentir le rozase siquiera un proyectil de miga de pan, estaba dispuesto a dejarme desollar vivo.

Apenas acababa esta operación, Malvavisco y tras él Jovita salieron de la cocina, viniendo ambos a mi encuentro. Mientras el padre colgaba del manzano el grasiento cucho, la hija díjome, clavando en los míos sus risueños ojos, que me turbaban sin saber por qué:

—No malicia ni jota. ¡Es tan lerdo el pobrecito! ¿No le echó pizca de pólvora, verdad ...? ¡Ay, siempre tengo miedo! ¿No dicen que el Malo carga las armas? ¡Por Dios, no vaya a tirar muy fuerte el gatillo!

—Jovita, aunque lo tirase con roldana le aseguro que...

Malvavisco interrumpió el coloquio con su gangoso vozarrón:

—Patroncito, ya están los blancos. ¿Quién tira primero?

Jovita me apuntó en voz baja:

—Usted, don Serafincito, pero de aquí, del corredor.

Esta última frase me hizo sonreír. ¡Pobre chica, creía de buena fe que el Diablo cargaba las escopetas! Y para demostrarle lo vana que era para mí aquella aprensión, respondí a Malvavisco:

—Yo seré el primero, pero midamos veinte pasos.

—Fijese bien, patrón. Á veinte trancos no va a quedar ni la huincha del tarro de su merced.

—No importa, hombre; trae acá la escopeta —le respondí.

Medida la distancia, con gran prosopopeya, mirando de reojo a Jovita que con las manos bajo el delantal sonreía a mi lado muy serena, me eché la escopeta a la cara, apunté y disparé. Como estaba previsto, Bocanegra no dio fuego. Con gran extrañeza de mi parte Malvavisco se limitó a decir sonriendo estúpidamente:

—Se le chingó, patrón, ahora me toca a mí.

Y apoderándose de la escopeta alzó el gatillo y reemplazó el inútil fulminante por otro que sacó del bolsillo del pantalón. Al apoyar la culata en el hombro, Jovita lanzó un chillido y escapó con las manos en las orejas. Yo, que era un lince, comprendí que la chica quería salvar su responsabilidad y alejar de ella toda sospecha representando una comedia que, en rigor, debiera haber empezado a ejecutar un ratito antes.

De pronto, Malvavisco cuya borrachera parecía haberse desvanecido, y que apuntaba con gran cuidado, bajó de súbito el arma y empezó a trazar a lo largo del cañón un sinnúmero de cruces, mascullando palabras ininteligibles. Como yo le interrogase con una mirada llena de sorpresa, me dijo, apuntando de nuevo en dirección al peral:

—Es la oración de Santa Tecla, patroncito, por si acaso el Malo quiere jugármela convirtiendo la pólvora en un puñado de arena.

Una horrible sospecha cruzó como un rayo por mi cerebro. Experimenté un sobresalto y quise abalanzar me hacia adelante, pero ya era tarde: estalló una violenta detonación: Malvavisco giró sobre sí mismo y estuyo a punto de ser derribado por el culatazo. Clavado en el sitio, con los ojos desencajados, contemplaba yo el espantoso desastre. ¡Jamás olvidaré visión tan horrenda! En medio de un torbellino de hojas y de partículas de corteza triturada, flotaba una especie de plumón finísimo, algo semejante a lo que se desprende de un gato que muda el pelo cuando se le sacude la piel a latigazos. En el centro de aquel vórtice, prendida de una rama, agitábase con lúgubre vaivén una orla de luto; era la cinta, único resto de aquel preciosísimo artefacto destinado a coronar la gentil testa de mi tía vestida de amazona. Trémulo y convulso comprendí de un golpe la artera y cobarde maquinación de que era víctima. A la carga de la escopeta, efectuada de antemano por aquellos pérfidos traidores, había agregado yo, inocente de mí, media libra de perdigones, ignorando, además, que el primer fulminante estuviese inutilizado. Todo esto lo vi claro, clarísimo, y ciego de rabia apreté los puños y me lancé sobre Malvavisco. Mas, de súbito, zumbáronme los oídos, faltó el suelo bajo mis pies y hubiera caído en tierra si por un enérgico impulso de voluntad no hubiese vencido aquel pasajero desfallecimiento.

Repuesto ya, busqué en mi excitado cerebro una palabra, una frase que concentrara todo mi odio, todo mi desprecio para fulminar con ella a ese palurdo y a su aborrecible hija. Creí haberla encontrado y abrí la boca para pronunciarla, pero en ese instante mis ojos furibundos tropezaron con los de Jovita, luminosos, acariciadores, que me lanzaban una tan tupida lluvia de inflamados y amorosos dardos, que la tremenda imprecación que asomaba ya a mis labios se transformó en el más inesperado de los anatemas:

—¡Jovita...! —alcancé a decir con quejumbroso y desmayado acento y un torrente de lágrimas se agolpó a mis ojos. Y ¡oh, misterio inexplicable! Esas lágrimas, las primeras que me hacía verter el desencanto de amor, eran a la vez dulces y amargas.

Jovita vino a mí presurosa y me dijo humildemente y contrita:

—¡Don Serafincito, perdóneme...! ¡Mi padre estaba tan ofendido!

Y luego, con voz queda, apasionada y dulcísima, agregó:

—No llore más, aguárdeme mañana en el cruce de Los Maitenes.

Me quedé extático, deslumbrado, y, enjugándome los ojos con la manga de la chaqueta, vi desaparecer a la chica en un ángulo del corredor. El mundo entero desapareció de mi vista. Creí haber crecido de repente un palmo, y sin hacer caso de Malvavisco que me ofrecía a grandes voces su guarapón de los días de fiesta, monté sobre el rabicano y emprendí un vertiginoso galope a través de los campos, con la cabeza descubierta, viendo flotar delante de mí la mágica visión de dos ojos húmedos y entornados, y de una boca pequeña y fresca que buscaba la mía murmurando la frase encantada que enciende las mejillas núbiles y tiñe de rosa y púrpura los ortos y los ocasos.


Publicado el 19 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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