Páginas del Salitre

Baldomero Lillo


Cuento, conferencia



El obrero chileno en la pampa salitrera

(Conferencia inédita)


La gran huelga de Iquique en 1907 y la horrorosa matanza de obreros que le puso fin, despertaron en mi ánimo el deseo de conocer las regiones de la pampa salitrera para relatar después las impresiones que su vista me sugiriera en forma de cuentos o de novela.

Hace ya algún tiempo que efectué este viaje del cual me he aprovechado para escribir un libro que publicaré dentro de poco.

Estas páginas son un extracto de ese trabajo en el cual he tratado de reproducir, lo más fielmente posible, las características y modalidades de esa vida que, hoy por hoy, es única en el mundo.

Como es lógico, he dedicado la mayor atención a describir las condiciones de vida y de trabajo del operario chileno. Esto es un problema de vital importancia que exige para el bienestar futuro de la República una inmediata solución.

Por el clima, la índole especialísima de sus faenas, el régimen patronal, la preponderancia del elemento extranjero y la nulidad de la acción gubernativa, la tierra del salitre, abrasada por el sol del trópico, es una hoguera voraz que consume las mejores energías de la raza.

Menos mal si acaso este sacrificio tuviese su compensación, pero todos sabemos que descontando lo que percibe el Estado por derechos aduaneros y algunos proveedores nacionales por ciertos artículos, la casi totalidad de los valores que produce la elaboración del nitrato salen fuera del país.

El alcoholismo, la tuberculosis, las enfermedades venéreas, los accidentes del trabajo y el desgaste físico de un esfuerzo muscular excesivo abren honda brecha en las filas de los obreros, y entonces, como generales que piden refuerzos para llenar las bajas después de una batalla, los salitreros envían al sur sus agentes de enganche que reclutan con el incentivo de los grandes jornales lo más granado de nuestra juventud obrera y campesina.

Si se hubiese cuidado de llevar una estadística de estos enganches asombraría verdaderamente el número de hombres arrebatados a las labores del campo y de la industria, pues es un hecho perfectamente comprobado que, en general, son muy pocos los que regresan al terruño después de estar en el norte.

Los salarios con que se remuneran algunas faenas, que en gran parte resultan para el trabajador puramente nominales, y el espíritu aventurero y batallador de la raza hacen que muy pronto los recién llegados se habitúen a la existencia dura y monótona del desierto.

Por ser tan conocidas en todos sus detalles las faenas de extracción y elaboración del salitre sólo me referiré aquí a las que se ejecutan a destajo o a trato, que son las más importantes: a saber, la del particular o calichero, y la del desripiador, que son las más duras y penosas, y las mejor remuneradas de toda la pampa.

Basta observar por un instante al particular dentro del rajo o zanja esgrimiendo los pesados machos, maza de acero de 25 libras con las cuales se tritura el caliche, para aquilatar lo rudo de su tarea. Los rayos del sol caen sobre él encendidos y fulgurantes, envolviéndolo en una atmósfera de fuego. Ahogado y cegado por el polvo, cubierto de sudor y acosado por una sed rabiosa, lucha contra la fatiga y soporta durante diez horas la brutal jornada.

Y tan penosas como éstas, en general, son las demás faenas a destajo o trato tales como las del barretero, chancador, desripiador, etc., que nuestros obreros según su costumbre realizan intensivamente no soltando las herramientas sino cuando el organismo ha llegado a su último límite de extenuación y agotamfento físicos.

Pero todos los que han tenido oportunidad de ver los trabajos de una Oficina Salitrera están contestes en asegurar que la tarea más dura es la que lleva a cabo el desripiador en los cachuchos. Estos son grandes fondos de hierro dentro de los cuales se introduce una cuadrilla de cuatro hombres para expulsar los ripios o residuos sólidos que quedan en el interior después de vaciado el caldo proveniente de la lixiviación del caliche.

Todas las condiciones desfavorables se han reunido aquí para hacer este trabajo penoso en extremo para el obrero, pues además del pequeño espacio en que tiene que operar y el esfuerzo considerable que le exige su tarea, la elevadísima temperatura del interior y las espesas nubes de venenosos vapores que se desprenden de los ripios, dificultan enormemente su labor.

Semidesnudos, sin más traje que un pantalón de lienzo, es un espectáculo doloroso ver a estos jóvenes atletas agitarse en contorsiones de epilépticos mientras ejecutan su inhumana tarea.

Conviene anotar un dato importante: los desripiadores son en su totalidad chilenos, lo que si habla muy alto de las cualidades de empuje y resistencia de la raza demuestra también el estado de atraso e ignorancia en que yacen nuestros compatriotas, pues una dosis pequeña de cultura les haría ver que el trabajo en esa forma es un atentado a la salud y a la vida. Es un hecho conocido que el desripiador, cuando una pulmonía no acaba con él sorpresivamente, sólo resiste dos o tres años una labor que bien puede calificarse de salvaje, pasando después a engrosar el ejército de los impedidos, de los inválidos, de los derrotados en las luchas del trabajo.

Y aquí salta un detalle importante que afecta al porvenir de nuestras clases obreras. Si se considera al operario chileno desde el punto de duración como máquina de trabajo, resulta en condiciones de inferioridad respecto al trabajador extranjero. Es muy frecuente encontrar en la pampa compatriotas nuestros que representan cincuenta años de edad y no tienen sino treinta. Entre los varios factores que determinan este prematuro envejecimiento debemos anotar el hábito de trabajar intensivamente, sin atender a la más elemental regla de higiene y sin suspender la tarea hasta que las fuerzas se agoten por completo.

Los patrones, conocedores de estas características, favorecen en cuanto pueden la tendencia de nuestros obreros a trabajar a destajo o a trato; pues ello resulta en extremo beneficioso para sus intereses ya que un particular, un barretero, un desripiador, un canchador, ejecutan la labor de dos o tres hombres pagados a jornal y en una misma cantidad de tiempo.

Mucho caudal se ha hecho de los elevados salarios que se pagan en las salitreras, pero poco se ha dicho y se dice de las dificultades que el trabajador tiene que vencer para alcanzar ese resultado. Si se mide la cantidad de trabajo de un calichero u otro operario a trato y el salario que esta labor representa, resulta que el precio es una cantidad irrisoria comparada con la suma de esfuerzos que ha tenido que emplear para realizarla.

Además los patrones han arreglado las condiciones de la faena a trato en tal forma, que el trabajador para lograr el jornal que ambiciona, que rara vez excede de seis pesos diarios, tiene que mantener durante diez horas consecutivas lo menos, un tren de trabajo forzado que sólo su organismo de hierro puede soportar.

Pero las fuerzas humanas tienen su límite y este desmedido gasto de energías musculares concluye por minar a la larga la constitución más robusta. De ahí que el debilitamiento de nuestros obreros empiece a menudo a una edad temprana, como es la de 30 a 35 años.

Este hecho es un factor importantísimo en el problema de nuestra despoblación, porque, gastando el obrero en su juventud todo el caudal de sus fuerzas físicas las consecuencias son desastrosas para la conservación de la raza, que espíritus observadores declaran que hoy por hoy se encuentra en un periodo de franca decadencia.

Algo más podría agregarse a lo expuesto sobre las condiciones desfavorables que hacen tan penosas las labores de la región salitrera, pero la necesidad de mostrar otros aspectos de la vida del trabajador no lo permite.


* * *


Los que estamos habituados al espléndido paisaje de nuestros campos, sentimos una opresora angustia al ver por vez primera la desolada llanura de Tarapacá.

Por dondequiera que se tienda la mirada, el desierto aparece a nuestros ojos, árido, desnudo, desprovisto en absoluto de vegetación. Ni un arbolillo, ni una planta, ni un ave, ni un insecto, nada que signifique vida animal o vegetal descubre la vista ansiosa en aquella tierra muerta. Y para hacer más rudo el contraste, un sol implacable que no empañan nubes ni vapores envía desde lo alto torbellinos de fuego devorador.

En este yermo páramo, aisladas unas de otras se alzan las oficinas salitreras que, miradas a la distancia, parecen con sus altas y humeantes chimeneas y sus alargadas construcciones, inmóviles y grandes transatlánticos.

En general, y salvo su mayor o menor importancia, las Oficinas son entre sí muy semejantes. Sus diversos departamentos están distribuidos en tres grupos.

El primero y más importante lo forman las maquinarias y demás instalaciones donde se elabora el salitre; el segundo lo componen las oficinas de la administración, casas de los jefes y empleados, pulpería, fonda y bodegas; el tercero es el campamento, o sea las construcciones destinadas para viviendas de los obreros.

Separado cien o más metros de las otras instalaciones, el campamento es en casi todas las Oficinas una serie de viviendas construidas de un modo tan simple y rudimentario, que una ruca araucana, comparada con ellas, es un prodigio de confort y comodidad. Los muros, techumbres, paredes divisorias de estas habitaciones están formadas de planchas de hierro galvanizado sujetas por armaduras de madera. El piso es de tierra salitrosa y el techo tiene la altura suficiente para que un hombre de regular estatura pueda estar de pie. Carecen de ventanas, y la luz exterior penetra por la única puerta que da a una callejuela que es al mismo tiempo patio, corral y depósito de basuras.

Nada más triste y misérrimo que el interior de estas viviendas. Obscuras, sin ventilación, parecen más bien cubil de bestias bravías que moradas de seres humanos.

Un matrimonio y su familia ocupa dos piezas: una sirve de comedor, de cocina, de lavandería, de gallinero, etc., la otra es el dormitorio. En cuanto al mobiliario, todo es allí de una extrema miseria, ni siquiera existe lo indispensable.

Tal es en general, y salvo raras y honrosas excepciones, la morada, el hogar, el sitio de refugio y de descanso que tras una tarea aniquiladora ofrece la Oficina a sus operarios.

Diariamente los obreros a trato que trabajan a cielo descubierto en la pampa suspenden sus labores a las tres o tres y media de la tarde. A esa hora los rayos del sol son tan ardientes y han caldeado de tal modo la tierra y el aire, que proseguir la faena en esas condiciones es poco menos que imposible. Los barreteros y particulares abandonan entonces sus agujeros y se arrastran más bien que caminan hacia el campamento. Y llegados allí se encuentran que su vivienda es un respiradero del infierno, pues las planchas de zinc que forman el techo y las paredes, recalentadas por el sol, elevan la temperatura del interior a límites increíbles. Añádase a esto los olores nauseabundos que salen de los rincones donde se amontonan basuras y desperdicios, y se tendrá un cuadro bien poco halagüeño del hogar obrero en la pampa salitrera.

Después de guardar las herramientas y quitarse el polvo del traje, el obrero sale de su casa y se dirige a la fonda, en la que permanece hasta la noche entregado a sus pasiones favoritas: el juego y el alcohol.

Al día siguiente, a las tres o cuatro de la mañana, está otra vez en la pampa ejecutando su pesada tarea. Y así transcurre un día y otro hasta que una enfermedad de las muchas que lo acechan o un accidente del trabajo, como ser la explosión prematura de un tiro o un trozo de costra que cae sobre él desde lo alto, o la inmersión en el caldo hirviente de un cachucho, concluyen con su mísera existencia.

Para un observador superficial, para un moralista colocado fuera del medio donde actúan nuestros obreros, nada hay más censurable, extraño e incomprensible que su conducta después del trabajo. En vez de ir a reponerse de sus fatigas al seno del hogar, rodeado de su mujer y de sus hijos, ese vicioso incorregible prefiere la fonda o un rincón cualquiera donde pueda beber y embriagarse.

Pero para el que observa tomando en cuenta todos los factores que determinan este estado de cosas, lo extraño y anormal sería que el trabajador de la pampa fuese temperante. Desde luego no hay nada, absolutamente nada, que lo induzca a la temperancia, ni siquiera el ejemplo de sus patrones, pues si el obrero se embriaga con alcohol desnaturalizado, cuyo sabor disfraza un poco de anís o de menta, ellos lo hacen con whisky de veinte pesos la botella. Y si hombres relativamente cultos, que disfrutan del más refinado confort, que no están sujetos a fatigas físicas, no pueden sustraerse al consumo de bebidas espirituosas, mucho menos puede hacerlo el obrero ignorante y analfabeto que después del trabajo queda extenuado y aniquilado por el cansancio y cuya morada es una inmunda pocilga.

Fatalmente, irremisiblemente, el obrero busca en el alcohol, no el tósigo que le haga olvidar sus miserias, sino el cordial que restaure sus fuerzas y el estimulante que entone su ánimo decaído. Y es para él tan necesario este estimulante, que si las bebidas alcohólicas se suprimiesen en la pampa sin cambiar sus actuales condiciones de vida y de trabajo, los trabajadores emigrarían en masa sin que bastase a detenerlos el alza de los salarios y aunque los jornales se duplicasen o triplicasen.

Los patrones conocen perfectamente esta circunstancia, y como son en casi su totalidad extranjeros, para quienes la conservación de la raza y el porvenir de las clases obreras de este país son tópicos que no les interesan, sólo atienden a que el capital que administran rinda las más altas utilidades.

Consecuentes con este principio, en vez de dificultar el consumo del alcohol lo facilitan, expendiéndolo sin tasa en sus fondas y pulperías. Si al menos cuidasen de la calidad de las bebidas atenuarían siquiera en parte los males del alcoholismo, pero el incentivo del lucro hace que en muchas pulperías se fabriquen licores cuya base es el alcohol desnaturalizado.

Si las condiciones de trabajo, habitaciones antihigiénicas y alcoholismo hacen tan sombrío el cuadro de la vida obrera del norte, esas circunstancias desfavorables no son las únicas que recargan con sus negras tintas esa pintura siniestra.

Hace pocos días, en este mismo recinto, un distinguido profesor dio una conferencia acerca de la mortalidad infantil y los medios de combatirla.

Si esta mortalidad es enorme en nuestras ciudades, en la pampa salitrera alcanza proporciones aterradoras. Más del sesenta por ciento de las criaturas que nacen perecen en el período de la lactancia. Aunque la causa principal es la inadecuada alimentación y la ignorancia de las madres, hay otros factores que contribuyen a aumentarla.

En lo que se refiere a la alimentación, voy a apuntar un hecho que revela el criterio con que se dictan algunas leyes en nuestro país. Como en el desierto la leche es un artículo que no existe, sólo se conoce la “condensada”, que viene del extranjero. La clase obrera hace un enorme consumo de esta preparación empleándola las madres para alimentar a sus hijos.

Pues bien, un día los trabajadores supieron con la sorpresa y desagrado consiguientes, que la leche condensada había subido cincuenta por ciento de precio. Esta alza trajo, naturalmente, la restricción del consumo, lo que vino a privar a los niños de un alimento irremplazable. La consecuencia inmediata fue un aumento de la mortalidad infantil.

Lo que había motivado esta alza era una ley dictada por el Congreso que aumentaba los derechos de aduana del producto extranjero para favorecer una fábrica de leche condensada establecida en Rancagua. La leche de esta fábrica, por su mala calidad, no tuvo aceptación en el norte.

A esto llaman nuestros legisladores protección a la industria nacional, sin tomar en cuenta que gravar lo que consumen las clases desvalidas equivale, en el fondo, a restringir los brazos aptos para el trabajo, sin los cuales no hay ni puede haber industria posible.

Otra de las causas que influyen poderosamente en la mortalidad infantil, además de la mala alimentación, alcoholismo e ignorancia de los progenitores, son las habitaciones.

Construidas, como ya se ha dicho, con planchas de hierro, alcanzan a veces en el día temperaturas mayores de cuarenta grados para descender por la noche a cero grado o menos. Estos desniveles de calor y frio tan considerables y que se suceden con intervalos de pocas horas, son mortíferos para los niños. Los débiles y enfermos perecen sin remedio.

Es tan vasto, tan complicado lo que entraña el problema obrero del norte, que sólo he podido señalar en esta conferencia algunos de sus puntos más salientes.

Ellos bastan, sin embargo, para demostrar que la ignorancia y atraso de nuestros trabajadores son el principal factor de su miseria física, moral e intelectual.

Por lo tanto, elevar aunque sea en cantidad mínima el nivel de la cultura del pueblo, es la obra más necesaria que debemos emprender para el progreso futuro de la patria.

La calichera

De pie, apoyado en el mango de la pala, Luis Olave contempla el torso desnudo de su compañero. Bajo la cobriza piel, impregnada de sudor y de polvo, dibújanse los salientes omóplatos y las vértebras de la espina dorsal.

El vigor de los delgados brazos, que voltean en el aire, cual si fuese un juguete, el martillo de veinticinco libras, lo llena de asombro. Desde el amanecer, cinco largas horas han transcurrido, durante las cuales sólo a breves intervalos el calichero ha interrumpido su labor. Olave lo ha secundado empeñosamente, para demostrar que, aunque novicio, el trabajo no lo amilana. Sin embargo, ha necesitado de todas sus fuerzas y del aguijón de la vanidad, para no declararse vencido.

A medida que el sol se levanta en el horizonte, sus rayos son cada vez más ardientes. Del suelo revuelto y calcinado del páramo, sube un hálito de fuego. El calor abrasa la piel y reseca las fauces, y como el esfuerzo muscular determina una transpiración excesiva, la necesidad de beber es imperiosa. A cada momento el jarro de hojalata, retirado de su abrigo debajo de una costra, es aplicado a los labios sedientos. A pesar de la precaución de mantener el tiesto dentro de una media de lana humedecida, el agua está tibia, a lo que se añade un marcado sabor aceitoso. La sed se aplaca sólo momentáneamente y luego retorna rabiosa, inextinguible, torturadora.

Mozo de veintitrés años, de constitución atlética, Olave llegó del sur la víspera con un numeroso grupo de enganchados para las salitreras del interior. En el trayecto hizo conocimiento con algunos obreros de la Oficina, que venían de regreso del puerto, y decidió quedarse con ellos en ese punto. En la tarde del mismo día, en la fonda, sus amigos lo presentaron a un particular que necesitaba un compañero. El trato quedó hecho en seguida, con una facilidad y llaneza que le encantó. Su camarada lo llevó ante el fondista, quien se comprometió a darle alojamiento y comida por una suma que al mozo, acostumbrado a la vida del sur, le pareció enorme.

Conforme a lo convenido, a las cuatro de la mañana Olave salía de su alojamiento y no había dado una docena de pasos, cuando divisó al calichero que venía en su busca.

—Buenos días, compañero —fue el cordial saludo que ambos cambiaron al reconocerse.

Por todas partes se veían grupos de obreros que se dirigían a sus labores. Aunque el sol no había salido, las luces del alba eran suficientes para apreciar en todos sus detalles el panorama de la región. Por el Oriente los contrafuertes de la cordillera destacaban sus masas oscuras en la claridad naciente del día, y por el Norte, Sur y Occidente, extendíase hasta el confín del horizonte, ligeramente brumoso, un llano ondulado por pequeñas colinas de un tinte gris y cruzado en todas direcciones por rayas blanquecinas.

En la dilatada extensión, se destacaban las construcciones de varias Oficinas. De las más cercanas se distinguían las siluetas de los aparatos elaboradores, los edificios de la Administración y los campamentos. Y por sobre todo esto veíase la alta chimenea de la casa de máquinas, empenachada de humo.

Olave y su camarada seguían un angosto sendero que bordeaba profundas zanjas, montones de costra, agujeros y excavaciones innumerables. A derecha e izquierda, delante y detrás, el suelo, hasta donde alcanzaba la vista, estaba acribillado de grietas. La tierra aparecía revuelta y removida en tal forma, y tan profundamente, como si un arado gigantesco la hubiese roto en todas direcciones. Y en esta superficie semejante a la de un mar tempestuoso, súbitamente petrificado, todo estaba muerto: la vista más penetrante no podía distinguir ni un ave, ni un insecto, ni la más insignificante brizna de yerba, mi el más leve signo de vegetación.

Para Olave, acostumbrado a los verdes campos del sur, el aspecto del paisaje nada tenía de atrayente. La naturaleza salvaje y hostil del desierto, comenzaba a pesar en su ánimo. Una sensación, mezcla de desaliento, de tristeza y de soledad, reemplazaba sus entusiasmos de la víspera.

Su camarada, que había caminado hasta entonces silencioso a su lado y que lo observaba, de cuando en cuando, a hurtadillas, le dijo de pronto:

—Compañero, parece que no le gusta la pampa.

Olave, sacado bruscamente de sus reflexiones, titubeó un instante en responder:

—Si, la verdad —dijo—, me gusta poco.

—A todos los que llegan del sur les pasa lo mismo. Algunos se vuelven, pero los más se quedan y se acostumbran tanto que ya no pueden trabajar en otra parte.

—Yo no puedo decir si me quedaré o no. Me enganché porque tenía ganas de conocer el norte. ¡Tanto se habla por allá que aquí se gana la plata a puñados!

El calichero sonrió.

—¡Bah! Los agentes del enganche prometen este mundo y el otro, pero no resultan las cosas como ellos las pintan. Es cierto que se gana más, pero también es cierto que se gasta más y se trabaja más.

Ascendían en ese momento una pequeña colina. Una vez en lo alto, el obrero, sin detenerse, señaló con la diestra delante de él:

—Allí está la calichera.

Olave clavó la vista en el punto indicado y distinguió un enorme y confuso montón de costras.

—La troné yo mismo hace dos meses —continuó su acompañante—. El caliche es de buena ley, pero ahora la veta se está adelgazando mucho. Luego vamos a tener que tronar otra.

Algunos minutos más transcurrieron y por fin se encontraron en el sitio señalado. Este era una excavación de más de tres metros de ancho por doce o catorce de largo y de una profundidad media de un metro cincuenta centímetros. Cerca de un extremo había un espacio despejado: era la cancha para limpiar y triturar el caliche.

Mientras Olave, sentado al borde de la zanja, contemplaba el desolado paisaje, el calichero se ocupaba en extraer de sus escondrijos las herramientas, martillos, barretas y palas que iba depositando en la cancha.

Cuando hubo terminado, fue a sentarse junto al mozo y empezó a darle algunas explicaciones sobre el trabajo que iban a ejecutar. En breves frases le detalló los diversos procedimientos para extraer y limpiar el caliche y dejarlo listo en el acopio para su acarreo a las máquinas chancadoras.

—Esto es muy fácil, compañero —concluyó—, y Ud., que acaba de llegar, en una semana sabrá tanto como yo, que estoy en la pampa no sé cuántos años.

Olave comenzó la tarea con gran empeño. El aire fresco del amanecer estimulaba sus energías. Vestía como su camarada un holgada blusa de género blanco y pantalones de diablo-fuerte. De regular estatura, bien conformado, todo denotaba en él salud y fuerza. Su agraciado y moreno rostro y sus pardos ojos, de mirada franca y leal, predisponían desde luego en su favor. En cambio su compañero seco y anguloso, de semblante duro, de ojos pequeños y vivaces, era a primera vista poco simpático. Pero muy pronto esta mala impresión desaparecía ante sus calmosos modales y la seriedad y mesura de todos sus actos. Por su aspecto, parecía haber pasado de los cincuenta años. Sin embargo no había cumplido aún los cuarenta. El clima, el trabajo y el alcohol lo habían envejecido prematuramente.

La operación de triturar el caliche sólo requiere fuerza de puños. Olave, con ayuda de un grueso martillo de diez o doce libras de peso, comenzó con gran empeño la tarea. Había que romper los trozos de mineral en menudos pedazos para ser fácilmente manejados por la pala, con la cual eran lanzados al acopio, en el que había ya algunas carretadas.

El trabajo que se había reservado su camarada era más complicado y requería cierta práctica, pues gran parte del mineral estaba adherido a la costra y había que separarlo empleando ya el combo o la dinamita. Sirviéndose de la barreta como palanca, el calichero volteaba los enormes trozos de costra hasta dejarlos en postura conveniente. Luego tomaba un martillo y comenzaba a desprender el caliche. Según la adherencia fuese más o menos tenaz, empleaba el martillo conveniente hasta llegar al de veinticinco libras, el más grande de todos. Cuando el combo no daba resultado, se apelaba a la dinamita para dividir los trozos demasiado grandes.

La huelga

De pie, mientras descansa apoyado en el mango de la pala, Luis Olave contempla el torso desnudo de su compañero. Bajo la cobriza piel cubierta de sudor y de polvo, dibújanse los salientes omóplatos y las vértebras de la espina dorsal.

Un sentimiento, mezcla confusa de piedad, disgusto y admiración, embarga por algunos instantes el espíritu del mozo, que no alcanza a comprender cómo aquel cuerpo esquelético puede soportar una tarea que se prolonga desde hace cinco horas sin interrupción.

Dentro de la calichera, especie de zanja de dos metros de profundidad, el calor arrecia por momentos. De vez en cuando bocanadas de aire que parecen escapadas de un horno caliente penetran en la excavación y abrasan los pulmones de los obreros con su hálito de fuego.

A pesar de su indomable energía, Olave se siente desfallecer. Bañado en sudor, resecos los labios, abrasadas las fauces, experimenta un deseo irresistible de saltar fuera de aquella zanja que le parece un respiradero del infierno. Pero el ejemplo de su camarada le devuelve de nuevo a la pala, y prosigue amontonando en el acopio el caliche triturado.

Por fin, ve Olave que la maza de acero de veinticinco libras de peso que maneja su camarada, ha cesado de voltear en el aire. La faena de la mañana ha terminado, y el calichero, fijando una mirada en su joven amigo, le dice entre sonriente e irónico:

—¡Hace calorcito, eh!

Olave no contesta. Aniquilado, deshecho, salta trabajosamente fuera de la calichera y tiende a su alrededor una mirada ansiosa en busca de alguna sombra donde cobijarse. Una ojeada lo convence de lo vano de su empeño. En torno de él el suelo calcinado de la pampa no presenta ningún obstáculo que intercepte los rayos del sol que de lo alto del cielo gris acribilla el espacio con el torbellino de sus dardos de fuego.

La voz del calichero resuena otra vez en el silencio.

—Vamos andando, compañero, que son ya más de las diez y nos esperan para almorzar.

El joven echa a andar maquinalmente, siguiendo los pasos de su camarada. Durante media hora, abrumados por la fatiga y la elevadísima temperatura, caminaron bordeando las calicheras abandonadas y siguiendo las huellas de las carretas en dirección al campamento.

A medida que el sol elevábase al cenit, el calor hacíase intolerable. Del caldeado suelo alzábase un polvo sutil que flotaba envolviendo las siluetas de los obreros y dejando tras de ellos una especie de estela blanquecina suspendida en la atmósfera sinuosa.

Cuando estuvieron en la oficina, ambos amigos se separaron, encaminándose el calichero a su habitación, en tanto que Olave penetraba en la fonda, una sala baja, larga y angosta, llena de trabajadores que comían y bebían sentados delante de pequeñas mesas alineadas a lo largo de las paredes. En el testero de la sala estaba la cantina, y detrás del mesón, un hombre y una mujer atendían a los parroquianos.

Olave, torturado por una sed intensísima, se acercó al mostrador y pidió de beber. La mujer se le acercó solicita y a cada pedido que hacía el joven se sonreía y meneaba negativamente la cabeza y entre extrañada y burlona, declaró que no había sino licores, vino y cerveza, y que para beber horchata, sorbetes y bebidas gaseosas había que bajar al puerto.

Para el mozo, enemigo de las bebidas espirituosas, la noticia fue en extremo desagradable, y tuvo que resignarse a beber cerveza, pues el agua recalentada que había bebido en la calichera, era un brebaje que además de no quitar la sed, era nocivo a la salud por las sales en disolución que contenía y que le daban un sabor acre y amargo.

Concluido el frugal almuerzo, Olave, sentado junto a una mesa en un extremo de la sala, se puso a observar lo que pasaba delante de él. La fonda estaba a esa hora extraordinariamente animada. Alrededor de las mesas había veinte o treinta hombres, jóvenes en su mayor parte. Algunos reían y bromeaban con las mujeres encargadas del servicio, y otros, más graves, conversaban de asuntos concernientes al trabajo. De vez en cuando algunos se alejaban de sus asientos y aproximándose al mesón, bebían un postrer vaso de vino y abandonaban en seguida la sala. Otros que llegaban ocupaban los sitios vacíos, y las charlas se reanudaban de una mesa a otra, cruzándose preguntas y respuestas, algunas de las cuales arrancaban, a veces, grandes risotadas al auditorio.

Durante una hora, Olave, medio amodorrado por el calor, contempló aquel espectáculo con cierto disgusto no exento de tristeza al ver el enorme consumo de vino que hacía cada uno de aquellos obreros. Aunque llegado el día anterior, lo poco que había visto en la tierra del salitre había dejado una triste impresión en su ánimo. Por un lado el clima opresor, implacable y feroz del desierto, y por otro un trabajo bestial, embrutecedor, y agregábase el alcoholismo que convertía aquellos cerebros en blanda pasta para la explotación capitalista. Todo estaba, pues, allí, confabulado para mantener a esos hombres sumidos en la miseria física, intelectual y moral en que yacían. Y su propósito de estudiar y conocer a fondo aquella vida, aquellas faenas únicas en el mundo, se acentuó una vez más en su espíritu. Conocidos los factores del complicado problema, podía buscarse la solución en caso que la tuviese.


* * *


Desembarcado apenas una semana, en Iquique, su primer cuidado había sido ponerse al habla con dos amigos con los cuales mantenía correspondencia desde el sur. Uno de ellos residía en el puerto y el otro se encontraba a la sazón en la pampa. El primero lo puso al corriente de los usos y costumbres de la pampa, haciéndole saber que en las salitreras se ejercía por los jefes una especial vigilancia sobre los obreros, arrojándose infatigablemente fuera de las oficinas a todo aquel que por su mentalidad tuviese algún prestigio entre sus compañeros y se diese cuenta y protestase de los abusos de los patrones. Llamábaseles agitadores y se les perseguía con encarnizamiento.

Conocedor de esos detalles, había obrado con gran prudencia a su llegada a la oficina, prudencia que se había acentuado al saber que el camarada que buscaba había tenido una semana antes que abandonar la oficina por un altercado con un jefe.

Como nadie supo decirle a qué punto se trasladó aquel amigo, decidió, en tanto lo averiguaba, quedarse en la oficina y trabajar en ella para irse imponiendo prácticamente de aquella vida, como era su propósito. Las dificultades de la empresa eran para su carácter aventurero un incentivo más.

Su plan, aunque vago y confuso, era en primer lugar despertar en los obreros ideas de asociación a fin de establecer sociedades de socorros mutuos, de instrucción y recreo para habituarlos a la sobriedad y la continencia.

No se le ocultaba lo difícil de la tarea, pero habituado a la lucha los obstáculos no le arredraban. Huérfano desde muy joven, ingresó como cajista a una imprenta de la capital. La obligada lectura delante de las cajas de composición despertó en él el deseo de instruirse, y se entregó con ardor a leer cuanto impreso caía en sus manos. De sentimientos generosos, lleno de entusiasmo, los libros de Gorki, Tolstói, Marx y Kropotkin hacen de él un anarquista furibundo. En unión con otros compañeros se dedicaron a propagar doctrinas socialistas y anarquistas entre las masas trabajadoras. Perseguido, encarcelado, sufrió toda clase de vejaciones.

Cuando hubo pasado la ráfaga de las muevas ideas revolucionarias, su clara inteligencia comenzó a orientarse, librándose de las utopías que los libros habían dejado en su espíritu. Examinó con criterio analista los factores del problema, y se convenció que jamás el pueblo, dada su ignorancia y miseria intelectual, saldría por sí solo del abismo de abyección en que se debatía. Para que esto sucediese, la ayuda debía venir de arriba. Pero las clases dirigentes estaban sordas y ciegas y no querían ver ni oír. Había, pues, que apelar a los propios obreros, a los instruidos, a los poquísimos que emancipados del medio opresor podían ayudar a sus camaradas. En unión con otros compañeros, tan entusiastas como él, recorrió los centros fabriles del país, fundando en ellos sociedades de resistencia, mancomunales, centros de lectura y entretenimiento, trabajando en las más variadas faenas. Alto, blanco, rubio, robusto, de carácter alegre, de palabra fácil, se insinuaba prontamente entre los obreros, que le estimaban y le oían con gusto. Este contacto íntimo con el pueblo le dio una gran experiencia en cuestiones sociales. Al palpar de cerca la atroz miseria de las masas proletarias sintió acrecer en su corazón la piedad por los desheredados y avivarse la aversión hacia los explotadores.

Sus deseos de visitar el desierto habíanse por fin realizado, y sus primeras impresiones vinieron a confirmarle cuanto de malo había oído de la región del salitre.

Al comparar los floridos campos del sur con aquel yermo desolado y muerto, le parecía que estaba en otro planeta. Todo lo que veía era para él tan nuevo, tan extraño, que su curiosidad se acentuó por conocer los detalles e interioridades de aquel medio tan nuevo y desconocido.


* * *


La campana de un reloj colgado en la pared dio las doce del día. Olave se levantó y se dirigió al mesón, junto al cual conversaba y bebía un grupo de trabajadores. Entre las miradas curiosas que le dirigían, salió después de pagar el consumo y se encaminó donde el calichero que ya debía de haber almorzado. Fuera de la puerta detúvose un momento y abarcó de una ojeada todo el paisaje. Delante de las máquinas de elaboración, destacábanse hermosas y confortables las casas de la administración y de los empleados, con amplios corredores, con techumbres de cañas. A sesenta metros a la izquierda, alzábase el campamento, morada de los trabajadores. No podía ser más crudo el contraste entre ambas construcciones. Separados por estrechas callejuelas, alzábanse pequeños cuartos con paredes y techumbres de zinc. Olave se internó en una de estas callejuelas, y después de examinar con cuidado las cifras pintadas encima de las puertas se detuvo en el número 30. Una voz, sonó en el interior.

—Adelante, compañero.

El mozo traspuso el umbral y se encontró en una pieza muy baja y estrecha, que era a la vez cocina, comedor, dormitorio y lavandería. Después de ocupar el asiento que el dueño de casa le ofrecía, el joven preguntó:

—¿Y cómo sigue el niño?

La madre, que en ese instante se ocupaba en lavar algunas tazas y platos, contestó sin alzar la cabeza, con resignación:

—Está lo mismo.

Olave permaneció durante algunos minutos silencioso: reflexionaba paseando sus miradas por la habitación miserable. Aquel cuarto, igual a todos los demás del campamento, era pequeño, estrecho. Los muros y el techo estaban formados por planchas de hierro acanalado, sujetas a delgados listones de madera. Nada más primitivo que aquellas construcciones.

Una puerta y una ventana sin vidrios daban a la callejuela. En el fondo se distinguía por el hueco de una puerta otra habitación igual que servía de dormitorio. A esa hora, mediodía, dentro de esa ratonera, el calor era intolerable. Las planchas de hierro de las paredes y techumbres caldeadas por aquel sol tórrido, elevaban la temperatura del interior a extremos increíbles. Del piso de tierra húmeda y salitrosa subía un vaho tenue, nauseabundo con los desperdicios de comida y basuras que había en los rincones. Aunque el espectáculo de la miseria le era familiar, Olave experimentó dentro de aquel infame tugurio una sensación penosa de malestar. Sentado en frente de él, el dueño de casa fumaba silenciosamente un cigarrillo. Flaco, enjuto, de piel curtida, su atezado rostro tenía una expresión de fatiga muy marcada. La mujer, pequeña, un tanto obesa, de rostro moreno, con sus ojos pardos vivos irritados con el humo del hogar, más joven que su marido, el cual, según confesión hecha el día anterior a Olave, contaba cuarenta años, tenía también un aspecto de cansancio bien pronunciado.

El contenido del cuarto demostraba una pobreza suma: una mesa y dos o tres bancos de madera, eran todo el mobiliario. A un lado de la puerta de entrada estaba el hogar, una especie de túmulo formado de bloques de costra.

En la pieza contigua resonó la voz de la mujer:

—Fermín, ¡ven!

El obrero se levantó con lentitud y cruzó en silencio el cuarto. Un minuto después volvió a salir, y dijo a Olave que lo interrogaba con la mirada:

—Está muy malo; creo que no pasará de hoy.

Olave se levantó y penetró a su vez en el cuarto que era más pequeño, con el techo y paredes de planchas de zinc. Unas rendijas dejaban filtrar un poco de luz. En un rincón, sobre un lecho miserable, yacía inmóvil una criatura. Devorado por la fiebre, el pequeño estaba sumido en una especie de sopor. El rostro demacrado, medio cubierto por largos bucles castaños, tenía un tinte hermoso.

Olave miró un instante y preguntó a la madre:

—¿Qué edad tiene?

—Dieciocho meses —fue la respuesta.

—¿Lo ha visto el médico?

—La última vez que lo vio hace quince días.

—¡Quince días! ¿Y por qué?

—Es empacho el que tiene.

Es la enfermedad de todos los niños. En cuanto los destetan, los alimentos inapropiados, la falta de leche, los enferman del intestino. Son muy pocos los que escapan.

—Con éste enterramos seis en el cementerio.

La indiferencia de los padres indigna al principio a Olave, pero después comprendió que ello debía ser así y no de otro modo.

Salió der allí con el corazón acongojado, y no pudiendo soportar aquel espectáculo, abandonó la habitación y fue a esperar a la sombra de un cobertizo que dieran las tres, hora en que debían reanudar las tareas en la calichera.

En la pampa

Son las seis de la mañana. El sol por encima de las quebradas de Aroma y de Camiña esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora.

Bajo el cielo azul, de una pureza y transparencia extraordinarias, la parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado los raros caracteres de una extraña fórmula.

Grietas y estrías profundas recortan y cruzan en todas direcciones la yerma extensión del páramo, donde la luz es rayo que fulmina en el cénit y la sombra témpano que hiela en las tinieblas de la noche.

Todo está inmóvil y muerto en este suelo maldito. En vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hendido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña. Bíblicos campos sembrados de sal, un Jehová vengativo fulminó contra esta tierra un anatema de esterilidad perpetua.

A pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón y su hijo Vicente trabajan desde el amanecer, en la apertura de una calichera.

De pronto Olave se puso de pie y mostrando con la diestra una pequeña nube de polvo que se destacaba en lontananza, dijo a su compañero:

—Ahí viene la carreta.

Fermín miró en la dirección indicada y calculando con la vista la altura del sol dijo con aire satisfecho:

—Si Juan se apura un poco alcanzamos a tronar el tiro antes de almuerzo.

Un largo cuarto de hora transcurrió hasta que la carreta arrastrada por tres vigorosas mulas viniese a detenerse delante de los obreros.

Juan, el conductor, un mocetón fuerte, desmontó de su cabalgadura y ayudado por los dos hombres comenzó a descargar el contenido del vehículo, diez enormes sacos de pólvora, un rollo de guías, dinamitas y algunas herramientas.

Cuando el último saco estuvo en el suelo, por el camino que había venido la carreta apareció un jinete que corría a todo galope.

Momentos después el corrector, un hombre de veinticinco años, de facciones vulgares, de ceño duro y ademán autoritario, detuvo su sudoroso alazán en el sitio que la carreta acababa de abandonar y echó pie a tierra, junto a la abertura circular del barreno que medía cincuenta centímetros de diámetro por dos metros y medio de profundidad.

—¿En qué dirección está la taza? —preguntó.

Fermín dijo:

—De sur a norte.

—¿Qué largo?

—Dos metros por lado.

Pareció satisfecho de la respuesta y sacando del bolsillo interior del paletó una libreta, trazó en ella con lápiz algunas líneas y en seguida preguntó al más joven de los obreros:

—¿Cómo te llamas?

—Luis Olave.

—¿Y tú?

—Fermín Pavez.

Hechas las anotaciones, guardó el libro y montó de nuevo a caballo y encarándose con el más anciano le dijo, señalando a Olave:

—Como este mozo es todavía poco vaqueano en estos trabajos, tú eres responsable de cualquier accidente que aquí suceda. Antes de poner la guía aprieten bien la pólvora para que no se arrebate el tiro. El diario, dos pesos, les corre desde hoy.

Pavez se encogió de hombros y murmuró entre dientes:

—¡Responsables ... siempre la misma canción!

Luego, sin pérdida de tiempo pusieron mano a la tarea de cargar el tiro vaciando uno a uno en el orificio del barreno los sacos de pólvora.

Cuando hubieron vaciado el quinto, Fermín tomó una barreta y procedió a ejecutar la tarea recomendada por el corrector de apretar la carga.

Olave viendo al obrero introducir la barra de acero en la negra masa del explosivo y revolverlo furiosamente con la herramienta, dio un salto atrás, lleno de estupor por la temeraria imprudencia de aquella maniobra.

Fermín lo miró con sorna y le dijo burlón.

—Tiene miedo chamuscarse, compañero.

El mozo contestó:

—Pero, ¿no ve, compañero, el peligro de que se encienda la pólvora?

Esta operación debía hacerse con un trozo de madera.

El obrero se encogió de hombros y no contestó.

Desplazada la pólvora en la base y vaciados los cinco sacos restantes, Fermín, en tanto que Olave se retiraba a prudente distancia, introdujo de nuevo la barreta en la carga removiéndola en uno y otro sentido con la tranquilidad del que maneja el batido dentro de la chocolatera.

El joven le contemplaba angustiado, lleno de estupor ante aquella inconsciencia y desprecio del peligro llevada hasta ese extremo, y experimentó un gran alivio cuando la temeraria operación estuvo terminada. Se acercó, entonces, al barreno que los veinte quintales de pólvora, perfectamente desplazados, dejaban libre en toda su longitud, enteramente libre.

Faltaba solamente colocar la mecha y atacar el cañón del tiro, lo que hicieron en seguida sujetando la guía a un trozo de costra que arrojaron dentro de la abertura, y dejando afuera las dos extremidades rellenaron el hueco con tierra, apisonándola fuertemente con la barreta.

Cuando esta última operación estuvo terminada, Olave sacó de un bolsillo del interior de la blusa un reloj de tapas de acero y miró la hora; eran las ocho de la mañana y la intensidad de la irradiación solar había aumentado de un modo notable. La atmósfera era pesada y sofocante y los cuerpos de ambos estaban empapados en sudor. Olave, abrasado por la sed, cogió la cantimplora de hoja de lata y la llevó a sus labios, pero al punto la apartó con disgusto. A pesar de la precaución que había tomado de dejarla a la sombra, bajo un bloque de costra, el agua que contenía el jarro estaba recalentada y le pareció un brebaje insoportable. Además, aquel líquido contenía en disolución diversas sales que le daban un sabor acre y amargo. Concluidos todos los preparativos para tronar el tiro, ambos obreros se pusieron a buscar un refugio para ponerse a cubierto de los efectos de la explosión, el que encontraron a cien metros de ahí en el fondo de una calichera abandonada a la cual trasportaron útiles y herramientas.

La longitud de las mechas era de diez metros cada una y la tarea de encenderlas fue cosa de un instante. En tanto que su camarada mantenía unidas cuidadosamente ambas extremidades, Olave aproximaba a ellas la brasa de su cigarrillo. Al punto brotó allí un ligero chisporroteo, visto el cual por el mozo echó a correr desaforadamente hacia la calichera. Su camarada le imitó sólo cuando se convenció de que las dos mechas estaban encendidas.

Desde su escondite, protegidos por un enorme bloque de costra, podían percibir el montoncillo de tierra proveniente de la excavación del barreno. Olave, reloj en mano, contaba los minutos... uno... dos... tres. Cesó de mirar la esfera y esperó, clavados los ojos en el punto de mira para no perder ni un detalle de lo que iba a ocurrir. Pasaron diez... veinte segundos y de pronto trepidó la parda tierra de la pampa, brotó una colosal humareda con tintes rojos y azules, junto con una nube oscura en forma de cono puntiagudo que se elevó a una inmensa altura. Un estampido bronco, apagado retumbó en el espacio.

Olave quiso abandonar el escondite, pero su camarada lo retuvo de un brazo y le hizo ocultar la cabeza bajo la costra, en tanto que le decía:

—Cuidado con el bautismo, compañero.

El aviso no podía ser más oportuno, pues en el mismo instante algo como un gran aerolito cayó con horrible violencia delante de ellos y se deshizo en fragmentos, cubriéndolos de tierra. Algunos sordos estallidos se oyeron en otros puntos. De nuevo el joven quiso asomar la cabeza pero su camarada lo retuvo nuevamente diciéndole:

—Estos son los grandes, luego vienen los chicos que son los peores.

—Y al punto, confirmando lo que el obrero decía, una lluvia de pequeños pedruscos acribilló la tierra. Durante un largo minuto ambos se mantuvieron agazapados oyendo caer los pedruscos hasta que por fin se restableció el silencio solemne del desierto.

Pasado el peligro, ambos se encaminaron al sitio de la explosión conduciendo las herramientas.

En un espacio de muchos metros cuadrados la tierra había sido removida, agrietada por mil partes. En el centro mostrábase un surco de algunos metros de largo y tres o cuatro de ancho, por dos de profundidad. Enormes trozos de costras arrancados y dados vuelta formaban murallas a lo largo de esta zanja.

Fermín y su camarada detuviéronse en el borde a examinar los resultados del polvorazo.

El viejo parecía satisfecho y dijo a su camarada:

—Buen trabajo ha hecho el tirito, compañero. Ahora nos toca a nosotros. Lo primero es hacer la cancha para el acopio.

Sin detenerse un momento, ambos pusieron manos a la obra, amontonando en un extremo de la zanja la tierra y costras, formando al mismo tiempo, para que no se desmoronase el montón, un parapeto o muro hecho de costras. Durante una hora, sin cambiar apenas una que otra palabra, trabajaron con empeño en la construcción de la cancha, pero la obra avanzaba con lentitud, pues había que vencer dificultades enormes.

Otra hora más transcurrió y el trabajo de cancha estaba recién esbozado.

La huelga

Son las 6 de la mañana. El sol por encima de los contrafuertes andinos esparce sobre la pampa una claridad deslumbradora.

Bajo el cielo azul de una pureza y transparencia extraordinarias, la parda superficie del desierto osténtase desnuda como una inmensa pizarra en la que un lápiz gigantesco hubiese trazado, repitiéndolos al infinito, los blancos caracteres de una misma fórmula.

Son los rajos de las calicheras.

Anchas grietas recortan y cruzan en todas direcciones la yerma extensión del páramo donde el bochorno del día y el frío glacial de la noche han sellado un pacto eterno de confabulación y hostilidad a la vida.

Bíblico campo sembrado de sal, en vano la pólvora y la dinamita han abierto en él, con sus rejas flamígeras, innumerables surcos, y hundido y desgarrado por mil partes su infecunda entraña.

La ausencia absoluta de toda vegetación da a la tierra convulsionada el aspecto de un negro mar embravecido, súbitamente petrificado.

Un silencio solemne reina en la pampa, que sólo interrumpen de tarde en tarde, la sorda y lejana detonación de un tiro o los gritos desaforados y rabiosos de los carreteros.

Á pocos pasos de la polvorosa huella, por la que van y vienen las carretas transportadoras de los acopios, los particulares Luis Olave y Fermín Pavez, el barretero Simón Araya y su hijo Vicente se ocupan desde el amanecer en la apertura de una calichera.

Vestidos con el traje de rigor: blusas y pantalones de tela blanca, trabajan con ahínco a fin de aprovechar la favorable temperatura de la mañana. En tanto que los dos primeros aprietan las cargas de pólvora, Simón y Vicente finiquitan la destazadura del último barreno.

Con los pesados machos, los particulares o calicheros golpean rudamente los atacadores de madera de sauce, encima de los tacos de chuca y costra, a fin de asegurar la mayor eficacia del tiro.

La tarea avanza lentamente y se hace más penosa a medida que el sol se levanta en el horizonte por sobre la brumosa serranía del oriente. Poco a poco, con la gloriosa irradiación del astro aumenta y crece el bochorno del día. Sobre la tierra caldeada el aire tiembla y produce fantásticos espejismos, que cambian de forma y se desvanecen en las lejanías grises y cenicientas.

Hacia el oriente, a varios centenares de metros, se alzan las opacas y chatas construcciones de las oficinas, sobre las cuales se destacan perfilándose, rectas en el horizonte, las negras y humeantes chimeneas de la máquina.

En tanto que los particulares voltean en el aire sin descanso los pesados martillos, el barretero Simón, echado de bruces en el suelo, vigila la tarea del destazador metido cabeza abajo dentro del agujero circular del barreno.

Para mantener al muchacho a la altura conveniente tiénelo su padre asido por los tobillos, lo que le permite oír la respiración anhelosa del pequeño, que falto de aire y sofocado por el polvo, sufre mortales congojas en aquella posición invertida.

De pronto, Olave, que concluida su tarea se ha aproximado y mira con atención dentro del orificio, ve que los desnudos y hermosos piececillos se crispan convulsivamente entre las rudas manos del obreros el cual, incorporándose con prontitud extrae fuera de aquel embudo el cuerpo diminuto de un rapazuelo de 8 años.

Blanco de polvo, los ojos inyectados en sangre y la cara congestionada, el pequeño era presa de un violento acceso de tos.

El barretero murmuró furioso:

—¡Maldito diablo! No aguanta ni tres minutos. En esta taza vamos a enterar el día.

Olave, que inclinado sobre el niño limpiaba con su pañuelo el menudo rostro cubierto de sudor y tierra, reconvino amistosamente a su camarada:

—Simón, el chico está resfriado y es inhumano hacerlo trabajar así. ¿No es cierto, Vicente, que sentiste frío esta mañana cuando salimos del campamento?

El pequeño, con los ojos llenos de lágrimas, contestó mirando a su padre:

—No, es el polvillo de la chuca que cae de arriba y me pica la garganta... Eso es lo que me hace toser.

Olave, que sentía crecer la piedad que le inspiraba la criatura, propuso a sus camaradas tronar los dos tiros que tenían listos y dejar la carga y la explosión del tercero para el día siguiente.

Pero ambos le objetaron al punto que el rajo resultaría entonces demasiado corto. Para trabajar con comodidad necesitaban que la calichera tuviese una longitud de diez metros, lo que únicamente conseguirían explotando los tres tiros a la vez.

Las razones aducidas por los obreros eran irrefutables, y Olave hubo de resignarse, mal de su grado, a no insistir en su proposición.

A una seña de su parte, acababa de extraer con la cuchara los últimos residuos de coba depositados en la taza, el chico se aproximó a la abertura y, empuñando con la diestra la pequeña y acerada barra cortada en bisel, que el obrero le alargaba, se introdujo cabeza abajo en el angosto cañón del tiro.

Olave, ahogando un sentimiento de protesta y conmiseración, apartó con disgusto la mirada de aquel espectáculo y pasando junto a Fermín, que seguía atacando la carga del segundo tiro, fue a sentarse a pocos pasos de distancia en un bloque de costra. Paseó una mirada vaga por el tétrico y desolado paisaje sintiendo su ánimo embargado por una indefinible y honda sensación de malestar. Para su generoso espíritu sediento de justicia, la vida miserable de tantos millones de hombres embrutecidos por crueles faenas en una naturaleza hostil, era un manantial inagotable de sufrimientos a la vez que un acicate para persistir en la obra en que estaba empeñado.

Conocer a fondo la causa generadora de tantas miserias era el propósito que le hacia soportar la penosa vida que llevaba hacía un mes en la tierra del salitre. Muy joven, pues sólo contaba 26 años, Olave llevaba desde tiempo atrás una vida azarosa y aventurera. Paladín de las nuevas ideas de reivindicaciones obreras, había tomado una parte activa en las luchas que contra el capital iniciaron las masas proletarias.

Huérfano, de condición humilde, había profesado los más diversos oficios hasta obtener una plaza de cajista en una imprenta. La influencia del medio, la lectura de ciertos libros y el contacto con ciertas compañías hicieron de él un anarquista furibundo. Sin embargo, muy pronto su espíritu observador y equilibrado reaccionó, y comenzó a ver cuánto había falso y utópico en ciertas teorías. Conocedor de la mentalidad del pueblo, del profundo abismo de ignorancia, vicios y miserias en que se halla sumergido, aquella evolución de su espíritu se acentuó y la revolución social y la suplantación de los de arriba por los de abajo, le parecieron en el momento actual tan lejanas e imposibles como invertir la carrera del sol. Sin embargo, esta comprensión del problema no lo desanimó, y orientado por su buen sentido se entregó de lleno a la obra de propagar entre los trabajadores ideas de unión y de asociación.

Durante dos años, secundado por otros camaradas, dedicó todas sus energías a la obra de sacar de su modorra secular a las masas, haciéndolas entrever un cambio en su condición. Sin desanimarse nunca, soportando con paciencia las persecuciones de arriba y los ataques de los de abajo, de los mismos a quienes procuraba favorecer, tuvo la satisfacción que sus esfuerzos no eran perdidos.

Poco a poco el pueblo comenzaba a despertar de su letargo y en los centros fabriles de Santiago y Valparaíso aparecieron junto con las cooperativas, las mancomunales y sociedades de resistencia, las primeras hojas impresas redactadas por obreros. El movimiento inicial estaba dado, y seguro de que no se detendría Olave pensó entonces trasladarse a la región salitrera de la que las frecuentes huelgas de trabajadores tenían preocupado al gobierno del país.

Diversas circunstancias impidieron a Olave realizar estos propósitos hasta el día en que un enganche se lo permitió.

En las cuatro semanas transcurridas desde su arribo a la pampa había recorrido varias oficinas a fin de imponerse de las diversas fases de esa vida y de esa faena únicas en el mundo. Pronto tuvo que convencerse que sólo la magnitud de esas oficinas las diferenciaba y que las características de todas ellas eran las mismas con pequeños detalles que no alteraban la uniformidad del conjunto. Esta circunstancia lo decidió a quedarse en Santa Clotilde, aceptando la proposición que le hiciera Pavez el día anterior, para explotar juntos una calichera. Cerrado el trato, a las 5 de la mañana daban ambos principio a la tarea de cargar los tiros ya preparados, operación que había terminado antes que la destazadura del tercer barreno estuviese lista.

En tanto que Pavez igualaba la longitud de las guías y las ataba con un bramante, Olave desde su sitio seguía los movimientos del barreno. Cada tres o cuatro minutos Simón extraía tirándolo por los pies al pequeño Vicente, que tras un breve descanso volvía a introducirse en el hueco como un reptil que se mete en su madriguera.

La brutal faena de la criatura despertaba en Olave amargos rencores que un tiempo le dominaron. Entristecíale profundamente la inconsciencia de aquel padre que como tantos otros entregaba, a cambio de algunas monedas, a sus pequeñuelos a la voraz explotación capitalista, que los deformaba prematuramente y no reparaba en medios.

Por eso experimentó un gran alivio cuando el obrero llamó a Fermín una vez terminada la taza.

Olave se levantó y se aproximó a su vez para examinar el trabajo. El cañón del tiro, de un diámetro inferior a cuarenta centímetros, atravesaba las capas de chuca, costra, caliche, congelo, y terminaba en la coba, don- de el destazador lo había ensanchado considerablemente practicando una cavidad circular capaz de contener dos quintales de pólvora.

Fermín después de un breve examen se declaró satisfecho, y procedió en el acto a efectuar la carga. Desenvolvió un rollo de guía y cortó con cortaplumas un trozo de diez metros de longitud. En seguida dobló la mecha por la mitad y sujetó en este punto un pedazo de costra, el que arrojó dentro del agujero, dejando afuera sus dos extremidades. Acto continuo ayudado por Olave arrastró un enorme saco de pólvora que yacía a corta distancia hasta el borde de la abertura, dentro de la cual vaciaron gran parte de su contenido. Luego y a pesar de las protestas de Olave comenzó el calichero a desplazar el explosivo dentro de la taza valiéndose para ello de una barreta de acero en vez del mango de madera de la cuchara.

Fermín y Simón y aun el pequeño Vicente se reían del estupor de Olave ante aquella temeridad. ¡Vaya con el nuevo y qué valiente era!

A pesar de sus burlas, el mozo se apartó a prudente distancia temiendo que el roce del acero en las asperezas del terreno encendiese la chispa que determinase la deflagración de la pólvora.

Aquel desprecio por la vida, detalle que había comprobado en la pampa, era para Olave un síntoma revelador de hasta qué punto alcanzaba la miseria de aquellos que habían modificado en la existencia una de las leyes fundamentales de la naturaleza: el instinto de conservación.

A pesar de los dolorosos accidentes producidos, habían adoptado los obreros aquel medio por el más rápido, sin cuidarse para nada de sus consecuencias.

Pronto con aquel medio expeditivo el desplazamiento de la pólvora quedó terminado, Y Olave cogió el macho, el atacador, y se acercó para ayudar a Fermín que arrojaba dentro del tiro pequeños trozos de costra y chuca para formar el primer taco.

Cuando la delicada y laboriosa operación de atacar el tiro estuvo terminada, el barretero y su hijo estaban ya muy lejos.

Los tres tiros en linea recta y a igual distancia unos de otros dejaban sobresalir en la superficie las seis largas mechas todas iguales en longitud. A fin de encenderlas todas a la vez, unió Fermín las extremidades de las guías con un bramante y colocó el haz así formado encima de un montoncillo de pólvora que había reservado al efecto y lo esparció en forma de reguero.

Antes de encender el fósforo que debía prender el reguero de pólvora, los particulares recogieron las herramientas y las apartaron, luego miraron a su alrededor para asegurarse de la soledad del sitio. Convencido que no había alma viviente en las proximidades, Fermín, en tanto que Olave corría a ocultarse en los desmontes cercanos, prendió la pólvora. Al punto una gran llamarada se alzó del montoncillo y las seis mechas libres del nudo empezaron a retorcerse como serpientes y sólo cuando Pavez vio que todas estaban encendidas se alejó a su vez corriendo dando grandes voces, al grito de: ¡Fuego!

Agazapado debajo de un enorme bloque de costra, Olave miraba con atención la leve humareda de las mechas. Transcurrió un largo minuto y sobrevino la explosión que hizo estremecerse el suelo, y con sordo mugido se abrió la tierra y vomitó hacia arriba, entre rojas llamaradas, masas oscuras envueltas en una espesa humareda amarillenta. Segundos después una granizada de proyectiles acribilló el suelo. Olave, advertido por su camarada, se mantuvo quieto en su escondite, pues los trozos pequeños son proyectados a veces a una inmensa altura, lo que retarda su caída largos minutos, después de producido el estallido. Estos pedruscos que atraviesan las capas de aire con la velocidad de una bala, han ocasionado numerosos accidentes. Grande fue pues su inquietud al ver a Fermín desafiando impávido aquella metralla celeste caminando tranquilamente hacia la calichera.

Olave esperó un minuto todavía y se acercó a su compañero.

En el sitio donde se habían clavado los barrenos había ahora una ancha grieta de dos metros de profundidad. A los lados el terreno aparecía removido, volcado en partes y dado vuelta como los labios de una herida.

Dividida en grandes bloques y pequeños fragmentos, la masa volada cubría una gran extensión de cuarenta metros cuadrados, dejando al centro el rajo.

Olave fue el primero que rompió el silencio;

—¿Qué tal, compañero? —preguntó.

El interpelado respondió sin entusiasmo:

—Así, así... Mejor hubiera sido si este tiro —y señaló el último—, no se hubiera casi arrebatado, pero —agregó—, ya no tiene remedio. Otra vez apretaremos mejor el taco. —Olave no contestó, miraba a la distancia una pequeña nube de humo que se movía en dirección a ellos con rapidez. Fermín, que también la había visto, dijo sencillamente:

—Es el corrector, vamos a buscar las herramientas.

En ese momento una carreta cargada de caliche arrastrada por poderosas mulas pasaba hundiendo la llanta de las ruedas sobre las huellas. El conductor, montado sobre el animal de la izquierda, fustigaba el tiro con violencia. Al ver a los calicheros, les gritó, señalando con el látigo algunos trozos de costra esparcidos por el camino:

—Limpien la huella, pedazos de brutos.

Olave se detuvo indignado por la grosería de aquel lenguaje, pero se calmó al punto al ver a Fermín que en tanto apartaba de la huella los obstáculos, devolvía a su contrincante insulto por insulto. La granizada de improperios que salía de sus bocas contrastaba con la risueña expresión de sus semblantes. Cumplían con una costumbre generalizada en la pampa.

Minutos después el corrector, de pie en el borde del rajo, hacía anotaciones en una libreta.

Era un hombre de 35 años, de pequeña estatura, de anchas espaldas, de rostro moreno, curtido por el aire y el sol del desierto. Altanero y despótico, los obreros le temían y le odiaban por su carácter autoritario.

Vestido de un traje de dril blanco con polainas especiales, cubría su cabeza con un ancho sombrero de pita. Después de examinar con gran atención el manto de caliche que la explosión había dejado al descubierto, interrogó brevemente:

—¿Quién de Uds. va a dirigir el trabajo?

—Yo —dijo Fermín, y agregó dirigiéndose a Olave—, el compañero es nuevo en la pampa.

El jefe lanzó sobre el mozo una mirada penetrante y trazó en seguida algunas líneas en su libreta y desgarrando la hoja la pasó a Pavez, diciéndole:

—El diario y el caliche que pasen a la rampla se anotarán en su libreta.

El obrero tomó el papel y después de pasar rápidamente por él la vista lo guardó en su bolsillo del pantalón en tanto le decía:

—Bueno, don Daniel, pero no se olvide que la carretada es a cinco pesos. Así la tratamos ayer.

El corrector se inclinó y recogió un trozo de caliche, lo dio vuelta entre sus manos, con atención desprendió un pedacito y lo puso en contacto con la lengua. Escupió en seguida, y dijo:

—Si la ley no baja, mantengo lo dicho —y poniéndose la libreta en el bolsillo se acercó al caballo, montó y se alejó al trote levantando una nube de polvo.

Fermín hizo una mueca y murmuró con rabia:

—Lo mismo de siempre, si la ley no baja... ya bajará en cuanto les acomode.

Olave le arguyó:

—Pero si la ley baja es fácil comprobarlo.

Fermín lo miró con lástima:

—Vaya, compañero, cómo se conoce que Ud. es nuevo por estos mundos. ¿Qué diría de mí si yo le asegurara que en estos mismos momentos son las doce de la noche?

Olave se sonrió y le contestó:

—Sencillamente que Ud. estaba ciego o loco.

—Pero trataría Ud. de convencerme de mi engaño.

—Me guardaría muy bien de hacerlo.

—Pues lo mismo hacemos nosotros, callar y aguantar el despojo cuando después de pasar la lengua por el caliche nos dicen que está salado.

Luego, sin perder un momento, los particulares dieron principio a la tarea preliminar del desmonte. Empleando las barretas como palancas, daban vueltas los bloques de costra voluminosos, apartando a la derecha la masa volada y a la izquierda el caliche entremezclado en el terreno.

En aquel breve espacio, a dos metros de profundidad, la tarea es penosísima.

A las mueve de la mañana la pampa entera es...

 

Publicado el 1 de octubre de 2023 por Edu Robsy.
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