Relatos Populares

Baldomero Lillo


Cuentos, colección



Sub sole

Sentada en la mullida arena y mientras el pequeño acallaba el hambre chupando ávido el robusto seno, Cipriana con los ojos húmedos y brillantes por la excitación de la marcha abarcó de una ojeada la líquida llanura del mar.

Por algunos instantes olvidó la penosa travesía de los arenales ante el mágico panorama que se desenvolvía ante su vista. Las aguas, en las que se reflejaba la celeste bóveda, eran de un azul profundo. La tranquilidad del aire y la quietud de la bajamar daban al océano la apariencia de un vasto estanque diáfano e inmóvil. Ni una ola ni una arruga sobre su terso cristal. Allá en el fondo, en la linea del horizonte, el velamen de un barco interrumpía apenas la soledad augusta de las calladas ondas.

Cipriana, tras un breve descanso, se puso de pie. Aún tenía que recorrer un largo trecho para llegar al sitio adonde se dirigía. A su derecha, un elevado promontorio que se internaba en el mar mostraba sus escarpadas laderas desnudas de vegetación, y a su izquierda, una dilatada playa de fina y blanca arena se extendía hasta un oscuro cordón de cerros que se alzaba hacia el oriente. La joven, pendiente de la diestra el cesto de mimbre y cobijando al niño que dormía bajo los pliegues de su rebozo de lana, cuyos chillones matices escarlata y verde resaltaban intensamente en el gris monótono de las dunas, bajó con lentitud por la arenosa falda de un terreno firme, ligeramente humedecido, en el que los pies de la mariscadora dejaban apenas una leve huella. Ni un ser humano se distinguía en cuanto alcanzaba la mirada. Mientras algunas gaviotas revoloteaban en la blanca cinta de espuma, producida por la tenue resaca, enormes alcatraces con las alas abiertas e inmóviles resbalaban, unos tras otros, como cometas suspendidas por un hilo invisible, sobre las dormidas aguas. Sus siluetas fantásticas alargábanse desmesuradamente por encima de las dunas y, en seguida, doblando el promontorio, iban a perderse en alta mar.

Después de media hora de marcha, la mariscadora se encontró delante de gruesos bloques de piedra que le cerraban el paso. En ese sitio la playa se estrechaba y concluía por desaparecer bajo grandes planchones de rocas basálticas, cortadas por profundas grietas. Cipriana salvó ágilmente el obstáculo, torció hacia la izquierda y se halló, de improviso, en una diminuta caleta abierta entre los altos paredones de una profunda quebrada.

La playa reaparecía allí otra vez, pero muy corta y angosta. La arena de oro pálido se extendía como un tapiz finísimo en derredor del sombrío semicírculo que limitaba la ensenada.

La primera diligencia de la madre fue buscar un sitio al abrigo de los rayos del sol donde colocar la criatura, lo que encontró bien pronto en la sombra que proyectaba un enorme peñasco cuyos flancos, húmedos aún, conservaban la huella indeleble del zarpazo de las olas.

Elegido el punto que le pareció más seco y distante de la orilla del agua, desprendió de los hombros el amplio rebozo y arregló con él un blando lecho al dormido pequeñuelo, acostándolo en aquel nido improvisado con amorosa solicitud para no despertarle.

Muy desarrollado para sus diez meses, el niño era blanco y rollizo, con grandes ojos velados en ese instante por sus párpados de rosa finos y transparentes.

La madre permaneció algunos minutos como en éxtasis devorando con la mirada aquel bello y gracioso semblante. Morena, de regular estatura, de negra y abundosa cabellera, la joven no tenía nada de hermoso. Sus facciones toscas, de lineas vulgares, carecían de atractivo. La boca grande, de labios gruesos, poseía una dentadura de campesina: blanca y recia; y los ojos pardos, un tanto humildes, eran pequeños, sin expresión. Pero cuando aquel rostro se volvía hacia la criatura, las lineas se suavizaban, las pupilas adquirían un brillo de intensidad apasionada y el conjunto resultaba agradable, dulce y simpático.

El sol, muy alto sobre el horizonte, inundaba de luz aquel rincón de belleza incomparable. Los flancos de la cortadura desaparecían bajo la enmarañada red de arbustos y plantas trepadoras. Dominando el leve zumbido de los insectos y el blando arrullo del oleaje entre las piedras, resonaba a intervalos, en la espesura, el melancólico grito del pitío.

La calma del océano, la inmovilidad del aire y la placidez del ciclo tenían algo de la dulzura que se retrataba en la faz del pequeñuelo y resplandecía en las pupilas de la madre, subyugada a pesar suyo, por la magia irresistible de aquel cuadro.

Vuelta hacia la ribera, examinaba la pequeña playa delante de la cual se extendía una vasta plataforma de piedra que se internaba una cincuentena de metros dentro del mar. La superficie de la roca era lisa y bruñida, cortada por innumerables grietas tapizadas de musgos y diversas especies de plantas marinas.

Cipriana se descalzó los gruesos zapatos, suspendió en torno de la cintura la falda de percal descolorido, y cogiendo la cesta, atravesó la enjuta playa y avanzó por encima de las peñas húmedas y resbaladizas, inclinándose a cada instante para examinar las hendiduras que encontraba al paso. Toda clase de mariscos llenaban esos agujeros. La joven, con ayuda de un pequeño gancho de hierro, desprendía de la piedra los moluscos y los arrojaba en su canasto. De cuando en cuando, interrumpía la tarea y echaba una rápida mirada a la criatura que continuaba durmiendo sosegadamente.

El océano asemejábase a una vasta laguna de turquesa líquida. Aunque hacía ya tiempo que la hora de la baja mar había pasado, la marea subía con tanta lentitud que sólo un ojo ejercitado podía percibir cómo la parte visible de la roca disminuía insensiblemente. Las aguas se escurrían cada vez con más fuerza y en mayor volumen a lo largo de las cortaduras.

La mariscadora continuaba su faena sin apresurarse. El sitio le era familiar, y, dada la hora, tenía tiempo de sobra para abandonar la plataforma antes que desapareciera bajo las olas.

El canasto se llenaba con rapidez. Entre las hojas transparentes del luche destacábanse los tonos grises de los caracoles, el blanco mate de las tacas y el verde viscoso de los chapes. Cipriana con el cuerpo inclinado, la cesta en una mano y el gancho en la otra, iba y venía con absoluta seguridad en aquel suelo escurridizo. El apretado corpiño dejaba ver el nacimiento del cuello redondo y moreno de la mariscadora, cuyos ojos escudriñaban con vivacidad las rendijas, descubriendo el marisco y arrancándolo de la áspera superficie de la piedra. De vez en cuando se enderezaba para recoger sobre la nuca las negrísimas crenchas de sus cabellos. Y su talle vasto y desgarbado de campesina destacábase entonces sobre las amplias caderas con lineas vigorosas, no exentas de gallardía y esbeltez. El cálido beso del sol coloreaba sus gruesas mejillas, y el aire oxigenado que aspiraba a plenos pulmones hacía bullir en sus venas su sangre joven de moza robusta en la primavera de la vida.

El tiempo pasaba, la marea subía lentamente invadiendo poco a poco las partes bajas de la plataforma, cuando de pronto Cipriana, que iba de un lado para otro afanosa en su tarea, se detuvo y miró con atención dentro de una hendidura. Luego se enderezó y dio un paso hacia adelante; pero casi inmediatamente giró sobre sí misma y volvió a detenerse en el mismo sitio. Lo que cautivaba su atención, obligándola a volver atrás, era la concha de un caracol que yacía en el fondo de una pequeña abertura. Aunque diminuto, de forma extraña, parecía más grande visto a través del agua cristalina.

Cipriana se puso de rodillas e introdujo la diestra en el hueco, pero sin éxito, pues la rendija era demasiado estrecha y apenas tocó con la punta de los dedos el nacarado objeto. Aquel contacto no hizo sino avivar su deseo. Retiró la mano y tuvo otro segundo de vacilación, mas el recuerdo de su hijo le sugirió el pensamiento de que sería aquello un lindo juguete para el chico y no le costaría nada.

Y el tinte rosa pálido del caracol con sus tonos irisados tan hermosos destacábase tan suavemente en aquel estuche de verde y aterciopelado musgo que, haciendo una nueva tentativa, salvó el obstáculo y cogió la preciosa concha. Trató de retirar la mano y no pudo conseguirlo. En balde hizo vigorosos esfuerzos para zafarse. Todos resultaban inútiles: estaba cogida en una trampa. La conformación de la grieta y lo viscoso de sus bordes habían permitido con dificultad el deslizamiento del puño a través de la estrecha garganta que, ciñéndole ahora la muñeca como un brazalete, impedía salir a la mano endurecida por el trabajo.

En un principio Cipriana sólo experimentó una leve contrariedad que se fue transformando en una cólera sorda, a medida que transcurría el tiempo en infructuosos esfuerzos. Luego una angustia vaga, una inquietud creciente fue apoderándose de su ánimo. El corazón precipitó sus latidos y un sudor helado le humedeció las sienes. De pronto la sangre se paralizó en sus venas, las pupilas se agrandaron y un temblor nervioso sacudió sus miembros. Con ojos y rostro desencajados por el espanto, había visto delante de ella una linea blanca, movible, que avanzó un corto trecho sobre la playa y retrocedió luego con rapidez: era la espuma de una ola. Y la aterradora imagen de su hijo, arrastrado y envuelto en el flujo de la marea, se presentó clara y nítida a su imaginación. Lanzó un penetrante alarido, que devolvieron los ecos de la quebrada, resbaló sobre las aguas y se desvaneció mar adentro en la líquida inmensidad.

Arrodillada sobre la piedra se debatió algunos minutos furiosamente. Bajo la tensión de sus músculos sus articulaciones crujían y se dislocaban, sembrando con sus gritos el espanto en la población alada que buscaba su alimento en las proximidades de la caleta: gaviotas, cuervos, golondrinas de mar, alzaron el vuelo y se alejaron presurosos bajo el radiante resplandor del sol.

El aspecto de la mujer era terrible: las ropas empapadas en sudor se habían pegado a la piel; la destrenzada cabellera le ocultaba en parte el rostro atrozmente desfigurado; las mejillas se habían hundido y los ojos despedían un fulgor extraordinario. Había cesado de gritar y miraba con fijeza el pequeño envoltorio que yacía en la playa, tratando de calcular lo que las olas tardarían en llegar hasta él. Esto no se hacía esperar mucho, pues la marea precipitaba ya su marcha ascendente y muy pronto la plataforma sobresalió algunos centímetros sobre las aguas.

El océano, hasta entonces tranquilo, empezaba a hinchar su torso, y espasmódicas sacudidas estremecían sus espaldas relucientes. Curvas ligeras, leves ondulaciones interrumpían por todas partes la azul y tersa superficie, Un oleaje suave, con acariciador y rítmico susurro, comenzó a azotar los flancos de la roca y a depositar en la arena albos copos de espuma que bajo los ardientes rayos del sol tomaban los tonos cambiantes del nácar y del arco iris.

En la escondida ensenada flotaba un ambiente de paz y serenidad absolutas. El aire tibio, impregnado de las acres emanaciones salinas, dejaba percibir a través de la quietud de sus ondas el leve chasquido del agua entre las rocas, el zumbido de los insectos y el grito lejano de los halcones de mar.

La joven, quebrantada por los terribles esfuerzos hechos para levantarse, giró en torno sus miradas imploradoras y no encontró ni en la tierra ni en las aguas un ser viviente que pudiera prestarle auxilio. En vano clamó a los suyos, a la autora de sus días, al padre de su hijo, que allá detrás de las dunas aguardaba su regreso en el rancho humilde y miserable.

Ninguna voz contestó a la suya, y entonces dirigió su vista hacia lo alto y el amor maternal arrancó de su alma inculta y ruda, torturada por la angustia, frases y plegarias de elocuencia desgarradora:

—¡Dios mío, apiádate de mi hijo; sálvalo; socórrelo...! ¡Perdón para mi hijito, Señor! ¡Virgen Santa, defiéndelo...! ¡Toma mi vida; no se la quites a él! ¡Madre mía, permite que saque la mano para ponerlo más allá... ! ¡Un momento, un ratito no más...! ¡Te juro volver otra vez aquí...! ¡Dejaré que las aguas me traguen; que mi cuerpo se haga pedazos en estas piedras; no me moveré y moriré bendiciéndote! ¡Virgen Santa, ataja la mar; sujeta las olas; no consientas que muera desesperada...! ¡Misericordia, Señor! ¡Piedad, Dios mío! ¡Óyeme, Virgen Santísima! ¡Escúchame, madre mía!

Arriba la celeste pupila continuaba inmóvil, sin una sombra, sin una contracción, diáfana e insondable como el espacio infinito.

La primera ola que invadió la plataforma arrancó a la madre un último grito de loca desesperación. Después sólo brotaron de su garganta sonidos roncos, apagados, como estertores de moribundo.

La frialdad del agua devolvió a Cipriana sus energías, y la lucha para zafarse de la grieta comenzó otra vez más furiosa y desesperada que antes. Sus violentas sacudidas y el roce de la carne contra la piedra habían hinchado los músculos, y la argolla de granito que la aprisionaba pareció estrecharse en torno de la muñeca.

La masa líquida, subiendo incesantemente, concluyó por cubrir la plataforma. Sólo la parte superior del busto de la mujer arrodillada sobresalió por encima del agua. A partir de ese instante los progresos de la marea fueron tan rápidos que muy pronto el oleaje alcanzó muy cerca del sitio en que yacía la criatura. Transcurrieron aún algunos minutos y el momento inevitable al fin llegó. Una ola, alargando su elástica zarpa, rebalsó el punto donde dormía el pequeñuelo, quien, al sentir el frío contacto de aquel baño brusco, despertó, se retorció como un gusano y lanzó un penetrante chillido.

Para que nada faltase a su martirio, la joven no perdía un detalle de la escena. Al sentir aquel grito que desgarró las fibras más hondas de sus entrañas, una ráfaga de locura fulguró en sus extraviadas pupilas, y así como la alimaña cogida en el lazo corta con los dientes el miembro prisionero, con la hambrienta boca presta a morder se inclinó sobre la piedra; pero aun ese recurso le estaba vedado; el agua que la cubría hasta el pecho obligábala a mantener la cabeza en alto.

En la playa las olas iban y venían alegres, retozonas, envolviendo en sus pliegues juguetonamente al rapazuelo. Habíanle despojado de los burdos pañales, y el cuerpecillo regordete, sin más traje que la blanca camisilla, rodaba entre la espuma agitando desesperadamente las piernas y brazos diminutos. Su tersa y delicada piel, herida por los rayos del sol, relucía, abrillantada por el choque del agua y el roce áspero e interminable sobre la arena.

Cipriana con el cuello estirado, los ojos fuera de las órbitas, miraba aquello estremecida por una suprema convulsión. Y en el paroxismo del dolor, su razón estalló de pronto. Todo desapareció ante su vista. La luz de su espíritu azotada por una racha formidable se extinguió, y mientras la energía y el vigor aniquilados en un instante cesaban de sostener el cuerpo en aquella postura, la cabeza se hundió en el agua, un leve remolino agitó las ondas y algunas burbujas aparecieron en la superficie tranquila de la pleamar.

Juguete de las olas, el niño lanzaba en la ribera vagidos. cada vez más tardos y más débiles, que el océano, como una nodriza cariñosa, se esforzaba en acallar, redoblando sus abrazos, modulando sus más dulces canciones, poniéndolo ya boca abajo o boca arriba, y trasladándolo de un lado para otro, siempre solícito e infatigable.

Por último los loros cesaron: el pequeñuelo había vuelto a dormirse y aunque su carita estaba amoratada, los ojos y la boca llenos de arena, su sueño era apacible; pero tan profundo que, cuando la marejada lo arrastró mar adentro y lo depositó en el fondo, no se despertó ya más.

Y mientras el cielo azul extendía su cóncavo dosel sobre la tierra y sobre las aguas, tálamos donde la muerte y la vida se enlazan perpetuamente, el infinito dolor de la madre que, dividido entre las almas, hubiera puesto taciturnos a todos los hombres, no empañó con la más leve sombra la divina armonía de aquel cuadro palpitante de vida, de dulzura, de paz y amor.

Malvavisco

¡Cómo me burlé yo siempre de aquel palurdo! Del simplísimo Malvavisco como le llamábamos los campesinos. Su verdadero nombre era Benito. Vaquero de un fundo colindante, tuvo un día la desgracia de que al enlazar un novillo a la carrera, enroscárasele en el dedo del corazón, de la mano derecha, un espiral de lazo que le arrancó las dos primeras falanges. Enconada la herida, estuvo a punto de perder la mano y aun el brazo, salvándose de este peligro gracias a una cierta infusión de malvavisco. A fuerza de ensalzar la bondad y excelencia de la maravillosa planta, y de repetir incansablemente su nombre, quedóle éste por apodo.

Desde un principio, y en cuanto trabamos conocimiento, fuimos grandes amigos, pues Malvavisco era un gran cazador a quien acompañé varias veces en sus excursiones cinegéticas. Mas, un día mi malhadada inclinación a la broma me privó de este agradable pasatiempo. Como esta aventura metió gran ruido en ambos fundos, quiero relatarla aquí detalladamente.

Nos encontrábamos, una mañana, en un extenso y arenoso sembrado de pequeños matorrales cazando torcazas. Los resultados eran casi nulos, pues las aves mostrábanse desconfiadas, costando gran trabajo aproximárseles. Varias veces había pedido a Malvavisco me prestase Bocanegra, su famosa escopeta, para tentar fortuna disparando un tirito por mi cuenta. Pero se había negado a ello tercamente, lo cual me tenía de pésimo humor y dispuesto a cualquiera diablura. La ocasión de vengarme de su egoísta proceder llegó de improviso. En el momento en que tras un disparo soltó el cazador la escopeta para correr en pos de la torcaza herida, me acerqué cauteloso a Bocanegra y vacié en el cañón un puñado de arena, huyendo en seguida a todo correr por entre la maleza.

Un instante después, al ver a Malvavisco que recogía el arma y se preparaba a cargarla, temblé de que descubriera la jugarreta. Entonces, para distraerle, salí del matorral en donde estaba emboscado y le silbé, haciéndole, al mismo tiempo, señas apremiantes de que se apresurase, dándole a entender que podía hacerse un magnífico tiro desde el sitio en que me encontraba. Como era de suponer cayó en el garlito. Dando al olvido sus habituales precauciones, cargó el arma con febril impaciencia, corriendo en seguida a reunírseme precipitadamente. La casualidad me ayudó una vez más, pues en el instante en que llegaba desalado, una bandada de torcazas acababa de posarse en el matorral cercano. Verlas el cazador y agazaparse preparando la escopeta fue todo uno. Con el dedo en el gatillo y los ojos brillantes de homicida codicia examinó un instante las aves, y luego, apoyándose en las rodillas y en los codos, comenzó a arrastrarse silencioso entre las yerbas altas.

Yo me había tendido en tierra, y apenas podía contener las irresistibles ganas de reír que me asaltaban al observar el cuidado exquisito que ponía, en sus menores movimientos, Malvavisco para asegurar aquel tiro posible.

Por fin después de un sinnúmero de ojeos y detenciones le vi echarse la escopeta a la cara y disparar... Como era lógico sólo el fulminante prendió. Las torcazas asustadas por el ruido del rastrillazo levantaron el vuelo alejándose presurosas.

La sorpresa de Malvavisco fue inmensa. ¿Cómo Bocanegra no daba fuego? ¡Inaudito e inexplicable suceso! Atónito examinaba el arma dándole vuelta entre sus manos sin atreverse a mirarme, todo avergonzado y lleno de confusión. Alzó el gatillo, extrajo el quemado fulminante y, vaciando en la palma de la mano un poco de pólvora, cebó la chimenea con cuidado después de introducir en ella un largo alfiler.

Apenas había terminado esta delicada operación cuando una bandada de torcazas se abatió con ruidoso aleteo en un bosquecillo a cincuenta metros de distancia. Parecía que las malditas, poco antes tan hurañas y ariscas, querían, a su vez, tomar parte en la fiesta como cómplices de la pesadísima broma, ayudándome en el complot.

Malvavisco, con la escopeta preparada, deslizóse entre la maleza como un reptil. No se hizo esperar el segundo chasco. Un golpe seco, seguido de un brusco batir de alas, me anunció que Bocanegra se obstinaba en enmudecer.

De nuevo tuve que hacer grandes esfuerzos para no soltar la carcajada delante de Malvavisco. Era tal el asombro, la sorpresa y el aturdimiento impresos en su rubicundo semblante que sólo el miedo de delatarme impidió diera rienda suelta a la risa que me ahogaba. Con aire entontecido y estúpido miraba y remiraba el arma, devanándose los sesos para adivinar la causa de aquel intempestivo contratiempo. Y para hacerle más amargo aquel trance, la caza, poco ha escasísima y tímida, cual si fuese sabedora de que Bocanegra, la certera, la infalible, la mortífera Bocanegra, se había convertido de pronto en un instrumento inofensivo, acudía de todas partes con un aire de despreocupación y desafío tan insolente que experimenté un súbito arrepentimiento por mi felonía.

Malvavisco estaba rojo, congestionado por la ira. Las torcazas revoloteaban tan próximas que parecía iban a posarse sobre nuestras cabezas y en la mismísima Bocanegra. Los zorzales, las tencas y las loicas se mostraban tan impávidas que sólo echaban a volar cuando iba a cogerlas con la mano. De pronto, la cólera del cazador estalló furiosa. Acababa de fallarle por décima vez la escopeta y, asiéndola por el cañón, la arrojó con ímpetu sobre una bandada de torcazas que alzaron el vuelo arremolinándose atropelladamente. Bocanegra hendió volteando la alada masa, derribando una docena de las audaces burlonas que quedaron tendidas en la hierba con las alas rotas y debatiéndose en las ansias de la agonía. Me precipité como un rayo a recoger las piezas.

¡Qué magnífico tiro! ¡Jamás Bocanegra en su larga vida de destrucción había realizado una proeza semejante! Y todo con tanta modestia y con tan poquísimo ruido. ¡Ni un grano de pólvora, ni un perdigón, habíanos costado aquella vez llenar el morral tan concienzudamente!

Sin embargo, Malvavisco no desarrugó el ceño y me pareció más bien avergonzado que satisfecho de su hazaña. Sin dirigirnos la palabra emprendimos la vuelta silenciosos. Delante, Malvavisco, volteando entre sus manos la escopeta, abriendo y cerrando el gatillo, introduciéndole el alfiler y soplando en la chimenea, obstinándose en despejar aquella incomprensible incógnita con una terquedad de aragonés... Yo seguía sus pasos un poco atrás con el morral al hombro, y ya bastante inquieto con las consecuencias que para muestra amistad traería el descubrimiento de la broma.

Malvavisco lamentaba amargamente no haber traído el sacatacos. Era para él tan extraordinario el percance que creo se acusaba en secreto de haber invertido, por alguna inconocible distracción, el orden de la carga, echando en el cañón antes que la pólvora los perdigones, chambonada que hería cruelmente su amor propio de cazador avezado y diestro. Para su obtuso magín el descubrimiento de aquel yerro era una humillación intolerable. De aquí su mudez para evitar todo comentario sobre el bochornoso suceso.

Yo, por mi parte, iba también bastante preocupado. Una cuadra antes de llegar al rancho tiré a los pies de Malvavisco el morral y, desoyendo sus instancias para que dividiese el contenido, eché a correr por un sendero de travesía como alma que lleva el diablo.

Pasaron muchos días antes que me atreviese a ponerme delante de Malvavisco. Cuando le veía de lejos torcía riendas y escapaba más que ligero. Pero una mañana me fue imposible eludir el encuentro, y cuál no sería mi sorpresa al contemplar la cara regocijada del campesino y oírle decir bonachonamente:

—¡Patroncito! ¿Qué se había hecho? ¿Cuándo vamos a cazar otra vez?

Lo miré a los ojos, estupefacto, tratando de adivinar la intención oculta que, sin duda, encerraba tan extraña actitud y mi asombro creció cuando, tras una breve pausa, prosiguió con tono convencido:

—No tenga miedo que nos pase lo del otro día. Bocanegra está ahora como un reloj. Se dispara solita. Le saqué la chimenea vieja y le puso una nueva que calza fulminante. Estos no se chingan, patrón, como los otros que por lo medianos no tienen a veces fuerza para prender la pólvora.

Esta inesperada explicación me dejó atónito y proferí aturdidamente:

—¡Cómo! ¿Entonces no fue la arena?

El rostro de Malvavisco expresó la mayor sorpresa:

—¡Arena! ¿Qué arena, patrón? —y cambiando de tono agregó, alborozado—: ¡Ah! Ya caigo. ¿La que tapó el camino de Los Maquis? Hace un mes que no trajino por ahí.

No pude menos que sonreír ante una salida tan estrafalaria que me confirmaba una vez más en la opinión que tenía de la obtusa inteligencia de Malvavisco.

Tranquilizado y alegre corté bruscamente la conversación diciendo, mientras ponía mi caballo al galope:

—Bueno, un día de éstos voy por allá. Hasta luego.

Transcurrieron ocho días y un domingo por la mañana decidí hacer a Malvavisco la visita prometida. Después de ensillar mi mejor caballo me encerré en mi cuarto a ponerme un vistoso traje de huaso; chaqueta corta de paño azul con botonadura de nácar, pantalones blancos, de borlón; polainas de charol; espuelas de plata con grandes y sonoras rodajas de acero. En derredor de la cintura una faja de seda carmesí, y pendiente de los hombros un fino poncho de lana, con rayas verdes en fondo morado. Cuando ya vestido me fui a tomar de la percha el ancho sombrero de paja, no pude contener una mueca de disgusto. Aquella prenda, bastante ajada, desentonaba muy desagradablemente con lo demás de mi atavío. Sin querer, mi pensamiento voló hacia la caja que contenía un precioso tonguito plomo que, junto con su traje de amazona, recibiera mi tía, de la ciudad, el día anterior.

Yo me lo había puesto por broma y todos dijeron que me sentaba a las mil maravillas, prometiendo su dueña regalármelo pasadas las vacaciones.

En un instante tomé mi partido. Entré furtivamente en el cuarto contiguo al dormitorio de mi señora tía, que aún no se había levantado, cogí el sombrero, me lo puse debajo del poncho y bajé al corral. Monté en seguida al caballo y salí tranquilamente al camino. Cuando estuve seguro de que nadie me veía, me quité el guarapón de paja, que tiré en un matorral, y me puse el tongo gris perla, partiendo a escape en demanda de la casa de Malvavisco.

Yo, aunque no quería confesármelo, tenia motivos especiales para parecer ese día galán y apuesto hasta donde fuera posible. En la tarde del sábado había sabido la grata noticia del regreso de Jovita, la hija única de Malvavisco, ausente algunas semanas de la casa paterna. De catorce a quince años, muy morena, poseía la chica una graciosa boca, blancos dientes y unos hermosos ojos llenos de travesura. Su presencia me había turbado siempre. A pesar de mis esfuerzos para demostrar superioridad y desplante delante de ella, sentíame avergonzado y cohibido, con las mejillas como brasas, oyendo resonar a cada instante las burlonas carcajadas que le arrancaban mi palabra balbuciente y ademanes torpes y desmañados. En vano quería sobreponerme a mi cortedad, furioso de que una zafia campesinilla me subyugase de tal suerte. Experimentaba, a veces, al oír sus risas locas, deseos vehementes de abofetearla, pero una mirada dulce, una palabra cariñosa de la traviesa chiquilla bastaban para desarmar mi cólera, convirtiéndome en un babieca obediente a sus caprichos como un esclavo.

Mientras galopaba por la carretera, mi pensamiento volaba delante de mí. Un soplo de orgullo henchía mi pecho al considerar mi gentil apostura, que imaginaba asaz seductora e irresistible. ¡Qué pasmo para los palurdos! Debía producirles mi presencia, a buen seguro, una impresión de gallardía y elegancia nunca vista. Así me lo fue confirmando la actitud de los viandantes a lo largo del camino. En cuanto encontraba un huaso y fijaba en mí sus ojos, veía inmediatamente alargársele la boca hasta las orejas, contestando apenas y ahogado por repentina tosecilla, el saludo protector que yo le dispensaba.

Pero, por satisfactorio que este mudo homenaje fuera para mi vanidad, no puede compararse a la sensación que produjo mi llegada donde Malvavisco. Apenas me desmonté en el corredor del pajizo rancho, todo el mundo se precipitó a mi encuentro con un entusiasmo y una algazara tal de gritos y carcajadas, que me sentí grandemente lisonjeado por el efecto que producía en aquella buena gente mi elegancia y distinción.

—A ver —me decía Jovita sofocada de risa—, póngase de frente, de perfil, dése ahora vuelta para mirarlo por detrás. ¡Ja, ja! Con manta y con tarro. ¡Ahora sí que es de veras Josecito debajo del mate!

Y tanto me zarandeaba y tironeaba de un lado para otro que casi perdí el sentido, mareado por aquel éxito estupendo, colosal. Luego empezaron todos a gritar:

—¡Remojo, remojo, que nos dé remojo! —y, arrebatándome el sombrero lo hicieron circular de mano en mano hasta que llegó a las de Malvavisco, quien lo examinó con grande atención, lo olió, lo miró por dentro, diciendo en seguida:

—Parece un pájaro desplumado. ¡Qué bonito blanco para Bocanegra!

La estúpida frase produjo una gran hilaridad.

—¡Ya está —gritó entusiasmada Jovita—, póngalo de blanco, pero que no se lo saque don Serafincito de la cabeza!

Al oír esto me amostacé un poco, mas era tan hechicero aquel semblante, tan picaresca la expresión de esos pardos y risueños ojos que, como todos, me eché también a reír estúpidamente.

Malvavisco, cuyo rostro estaba rubicundo, pues hallábase algo bebido, se acercó muy alegre con los ojillos brillantes como ascuas y me propuso a quemarropa, señalándome con la diestra en dirección al huerto:

—Hagamos una cosa, patrón. Ponga usted su sombrero en aquel peral, y yo cuelgo el mío en ese manzano. En seguida cargamos a Bocanegra y ¡pim, pam! Usted al mío y yo al suyo, les soltamos un tiro a cada uno para probar la puntería.

Era tan absurda y estúpida la proposición, que miré al campesino con lástima. ¡El pobre estaba borracho perdido! Mas, como insistiera en su estrafalario propósito, le contesté:

—Si es por ensayar el pulso, tiremos a otro blanco. A una gallina, por ejemplo.

—No, no, a su tarrito y mi chupalla es muchísimo más divertido. Voy a buscar a Bocanegra.

Esta insistencia de borracho prodújome cierta inquietud y pensé, aunque vagamente, en la retirada. Pero, en ese instante salió Jovita de la habitación en que acababa de entrar Malvavisco y, llegándose donde yo estaba, me dijo queda y misteriosamente:

—Digale que bueno don Serafincito; pero con la condición de que sea usted el que cargue la escopeta. No le vaya por Dios a echar pólvora, sino que ataconéela con papeles. Para que él no malicie yo lo voy a llamar de la cocina. Hágalo por mí, don Serafincito, mire que le tengo tanto miedo a los tiros que me voy a caer muerta de susto si mi padre se sale con la suya.

Embargado por una extraña y dulcísima sensación clavé en el rostro encantador de Jovita una mirada tal de sumisión que ella, sonriendo de una manera picaresca, dijo, mientras me daba un suave pellizco en el brazo:

—¡Pícaro y qué habilidoso es! —y escapó soltando una argentina carcajada.

Inflado como un pavo, me erguí lleno de orgullo. ¡Qué inteligente era aquella chiquilla! ¡Cómo había penetrado de que yo no era ningún papanatas sino un muchacho listo, capaz de jugársela al mismísimo lucero del alba!

Apenas se había apartado Jovita cuando apareció Malvavisco con la escopeta en una mano y el cuerno de pólvora y la bolsa de perdigones en la otra. El pobre tontín estaba bastante chispo, lo cual facilitábame la tarea de hacerle pasar gato por liebre.

Ni por un instante dudé en seguir el maquiavélico consejo de la muchacha. Además, esta secreta complicidad de ambos inundábame el corazón de una alegría cuyo desborde apenas podía contener.

Sin vacilar me planté delante de Malvavisco y le dijo en tono resuelto, apoderándome al mismo tiempo de Bocanegra.

—Ya está, acepto el desafío; pero yo cargo la escopeta.

Malvavisco pareció un instante indeciso y creí iba a protestar de esta imposición, cuando la voz de Jovita resonó dentro de la cocina:

—¡Padre, venga un ratito!

Aquel llamado decidió la cuestión.

—Bueno, patroncito. Aquí están las prevenciones; cargue y taconee de firme, que yo vuelvo en un Jesús.

Sin perder un segundo introduje en el cañón del arma una gran parte del contenido de la bolsa de perdigones, asegurando aquella metralla con un gran taco de papel. Requerí en seguida el gatillo y vi que el fulminante estaba ya puesto y listo para disparar.

Seguro ya de que Bocanegra, a menos de que se sirviesen de ella como de una maza, era tan poco temible como un mango de escoba o un azadón, me encaminé al peral y suspendí entre sus ramas el precioso tongo plomo por el cual, antes que consentir le rozase siquiera un proyectil de miga de pan, estaba dispuesto a dejarme desollar vivo.

Apenas acababa esta operación, Malvavisco y tras él Jovita salieron de la cocina, viniendo ambos a mi encuentro. Mientras el padre colgaba del manzano el grasiento cucho, la hija díjome, clavando en los míos sus risueños ojos, que me turbaban sin saber por qué:

—No malicia ni jota. ¡Es tan lerdo el pobrecito! ¿No le echó pizca de pólvora, verdad ...? ¡Ay, siempre tengo miedo! ¿No dicen que el Malo carga las armas? ¡Por Dios, no vaya a tirar muy fuerte el gatillo!

—Jovita, aunque lo tirase con roldana le aseguro que...

Malvavisco interrumpió el coloquio con su gangoso vozarrón:

—Patroncito, ya están los blancos. ¿Quién tira primero?

Jovita me apuntó en voz baja:

—Usted, don Serafincito, pero de aquí, del corredor.

Esta última frase me hizo sonreír. ¡Pobre chica, creía de buena fe que el Diablo cargaba las escopetas! Y para demostrarle lo vana que era para mí aquella aprensión, respondí a Malvavisco:

—Yo seré el primero, pero midamos veinte pasos.

—Fijese bien, patrón. Á veinte trancos no va a quedar ni la huincha del tarro de su merced.

—No importa, hombre; trae acá la escopeta —le respondí.

Medida la distancia, con gran prosopopeya, mirando de reojo a Jovita que con las manos bajo el delantal sonreía a mi lado muy serena, me eché la escopeta a la cara, apunté y disparé. Como estaba previsto, Bocanegra no dio fuego. Con gran extrañeza de mi parte Malvavisco se limitó a decir sonriendo estúpidamente:

—Se le chingó, patrón, ahora me toca a mí.

Y apoderándose de la escopeta alzó el gatillo y reemplazó el inútil fulminante por otro que sacó del bolsillo del pantalón. Al apoyar la culata en el hombro, Jovita lanzó un chillido y escapó con las manos en las orejas. Yo, que era un lince, comprendí que la chica quería salvar su responsabilidad y alejar de ella toda sospecha representando una comedia que, en rigor, debiera haber empezado a ejecutar un ratito antes.

De pronto, Malvavisco cuya borrachera parecía haberse desvanecido, y que apuntaba con gran cuidado, bajó de súbito el arma y empezó a trazar a lo largo del cañón un sinnúmero de cruces, mascullando palabras ininteligibles. Como yo le interrogase con una mirada llena de sorpresa, me dijo, apuntando de nuevo en dirección al peral:

—Es la oración de Santa Tecla, patroncito, por si acaso el Malo quiere jugármela convirtiendo la pólvora en un puñado de arena.

Una horrible sospecha cruzó como un rayo por mi cerebro. Experimenté un sobresalto y quise abalanzar me hacia adelante, pero ya era tarde: estalló una violenta detonación: Malvavisco giró sobre sí mismo y estuyo a punto de ser derribado por el culatazo. Clavado en el sitio, con los ojos desencajados, contemplaba yo el espantoso desastre. ¡Jamás olvidaré visión tan horrenda! En medio de un torbellino de hojas y de partículas de corteza triturada, flotaba una especie de plumón finísimo, algo semejante a lo que se desprende de un gato que muda el pelo cuando se le sacude la piel a latigazos. En el centro de aquel vórtice, prendida de una rama, agitábase con lúgubre vaivén una orla de luto; era la cinta, único resto de aquel preciosísimo artefacto destinado a coronar la gentil testa de mi tía vestida de amazona. Trémulo y convulso comprendí de un golpe la artera y cobarde maquinación de que era víctima. A la carga de la escopeta, efectuada de antemano por aquellos pérfidos traidores, había agregado yo, inocente de mí, media libra de perdigones, ignorando, además, que el primer fulminante estuviese inutilizado. Todo esto lo vi claro, clarísimo, y ciego de rabia apreté los puños y me lancé sobre Malvavisco. Mas, de súbito, zumbáronme los oídos, faltó el suelo bajo mis pies y hubiera caído en tierra si por un enérgico impulso de voluntad no hubiese vencido aquel pasajero desfallecimiento.

Repuesto ya, busqué en mi excitado cerebro una palabra, una frase que concentrara todo mi odio, todo mi desprecio para fulminar con ella a ese palurdo y a su aborrecible hija. Creí haberla encontrado y abrí la boca para pronunciarla, pero en ese instante mis ojos furibundos tropezaron con los de Jovita, luminosos, acariciadores, que me lanzaban una tan tupida lluvia de inflamados y amorosos dardos, que la tremenda imprecación que asomaba ya a mis labios se transformó en el más inesperado de los anatemas:

—¡Jovita...! —alcancé a decir con quejumbroso y desmayado acento y un torrente de lágrimas se agolpó a mis ojos. Y ¡oh, misterio inexplicable! Esas lágrimas, las primeras que me hacía verter el desencanto de amor, eran a la vez dulces y amargas.

Jovita vino a mí presurosa y me dijo humildemente y contrita:

—¡Don Serafincito, perdóneme...! ¡Mi padre estaba tan ofendido!

Y luego, con voz queda, apasionada y dulcísima, agregó:

—No llore más, aguárdeme mañana en el cruce de Los Maitenes.

Me quedé extático, deslumbrado, y, enjugándome los ojos con la manga de la chaqueta, vi desaparecer a la chica en un ángulo del corredor. El mundo entero desapareció de mi vista. Creí haber crecido de repente un palmo, y sin hacer caso de Malvavisco que me ofrecía a grandes voces su guarapón de los días de fiesta, monté sobre el rabicano y emprendí un vertiginoso galope a través de los campos, con la cabeza descubierta, viendo flotar delante de mí la mágica visión de dos ojos húmedos y entornados, y de una boca pequeña y fresca que buscaba la mía murmurando la frase encantada que enciende las mejillas núbiles y tiñe de rosa y púrpura los ortos y los ocasos.

En el conventillo

Entre dos hileras de cuartos, cuyo aspecto sórdido denotaba la desidia o la avaricia del propietario, extendíase un espacio de quince metros de ancho por cuarenta de largo, cruzado por alambres y cordeles que sostenían pinzas de ropa de todas formas y colores.

Separadas entre sí por delgados tabiques, las habitaciones carecían de ventanas y sólo tenían una puerta, cuya parte alta ostentaba algunos agujeros para dar paso al aire del exterior.

Obreros y jornaleros ocupaban estos cuartos. En el más grande, con frente a la calle tenía su habitación la portera o mayordoma, encargada de las importantes funciones de cobrar los alquileres, de dar el desahucio a los reacios en el pago y a los que no le rindiesen el acatamiento debido a su alta investidura de representante del propietario.

En una mañana de agosto, fría y nebulosa, mujeres y niños desarrapados asomábanse a las puertas de las habitaciones. Afuera, en el patio, algunas lavanderas inclinadas sobre sus artesas batían la ropa en el agua jabonosa con los brazos desnudos, amoratados por el frio.

De pronto, de una de las piezas salió corriendo y dando chillidos una muchachita de seis a siete años seguida de cerca por una mujer que le gritaba llena de cólera:

—¡Párate chiquilla, no te digo que te pares!

Pero la pequeña, avispada y ágil, se le escabullía fácilmente entre las artesas, barriles, tinas y otros artefactos que llenaban el patio.

Cuando se convenció que la persecución resultaba inútil, la abandonó y se entró al cuarto, no sin antes conminar a la fugitiva:

—No van a ser palos los que te voy a dar cuando te pille, bribona.

La aludida, contorsionando la morena cara, hizole una serie de muecas para significarle que le importaba un ardite la amenaza.

La pieza donde penetrara la mujer estaba llena de trastos. En el centro alzábase una mesa cubierta con un tapete de hule muy viejo. Junto a la pared destacábanse dos catres de fierro con sus camas, y en el suelo, esparcidos aquí y allá, había baldes con lejía, atados de ropas y ollas y cacharros de toda especie. Cerca de la puerta, en una gran jaula dividida en compartimentos, veíanse varios gallos ingleses de pelea.

Apenas entró en la habitación, Sabina, que así se llamaba la mujer, reanudó la tarea del planchado que había interrumpido para castigar a ese demonio de Berta, que le tenía requemada la sangre con sus fechorías. Pero unos gritos articulados y rabiosos, que estallaron a su espalda, la obligaron a volverse y proferir con airado tono:

—Aída, ¿qué le están haciendo a la niña?

—Nada mamita, es ella que no quiere tomar.

En el suelo, sentadas en un saco había dos chicas. La mayor, de nueve años, de ojos grises, pequeños y vivaces, y de redonda y morena cara, tenía a su derecha, sobre un cajón, una taza de leche, de la cual daba cucharadas a la más pequeña, quien, de cuando en cuando, sin causa aparente, rechazaba el alimento, dando manotadas y lanzando gritos de impaciencia y rabia.

La madre, cada vez que esta escena se repetía, no dejaba de observar:

—Estará muy caliente la leche. Enfríala un poco más.

Aída seguía al pie de la letra estas instrucciones. Soplaba en el tiesto y en la cuchara y, antes de dar el líquido, probábalo previamente y aquí, en este detalle que para la mujer pasaba inadvertido, estaba el por qué de las rabietas de la pequeñuela, pues la leche a consecuencia de esta maniobra llegaba a su boca hambrienta disminuida en la mitad, y a veces sólo unas cuantas gotas contenía la cucharilla que ella veía salir rebosante de la taza.

Este fraude, que no podía evitar ni delatar, provocaba las desesperadas protestas de la criatura que, aunque había cumplido los tres años, apenas podía balbucir una que otra palabra. Un raquitismo atroz había hecho presa en su endeble cuerpecillo, que sólo podía moverse arrastrándose por el suelo, sin que los esfuerzos de la madre para hacerla andar diesen resultados, atribuyendo en su ignorancia esta debilidad del organismo a una voluntaria terquedad de la chica.

Por eso, cuando alguien preguntaba:

—¡Vaya! ¿Todavía no anda la Anita?

Ella contestaba invariablemente:

—Si es que no quiere andar esta chiquilla.

—¿No estará tullida, vecina?

—¡No, si usted la viera cómo patalea cuando se enoja! Entonces nadita de tullida que está, pero en cuanto la paran pone las piernas como una lana. Es costumbre que ha agarrado esta pícara. A fuerza de chicote se la tengo que quitar.

Estas palabras, y el tono en que eran pronunciadas, dejaban transparentar una especie de rencor contra la criatura que, a pesar de su edad, daba tanto trabajo como una guagua de meses.

Era Sabina, la lavandera, una mujer joven, veintiocho años a lo sumo, muy morena, de mediana estatura, facciones marchitas y ojos pardos de mirada triste. Trabajadora infatigable, se le veía desde el alba entregada a sus quehaceres. Su marido, de oficio panadero, a pesar de que ganaba cuarenta o más pesos semanales, sólo destinaba a su familia una parte insignificante de su salario.

A consecuencia de esto, la madre y los hijos, tres varones y otras tantas hembras, pasaban una vida de estrechez y de miseria que el trabajo de la mujer apenas podía atenuar.

Cuando Onofre, el marido, no se embriagaba, la familia disfrutaba de cierta relativa holgura. Con los dos pesos, que eran su contribución diaria, había en su casa para matar el hambre. Pero estos períodos de tranquilidad no eran de mucha duración, y cualquier día el mayor de los chicos, que iba por las mañanas a esperar a su padre y traer la provisión de pan, se presentaba en el cuarto con las manos vacías y pronunciaba la frase sacramental:

—Mi taitita anda tomando...

Desde ese momento la madre tenía que multiplicar sus tareas, trabajar de día y de noche en labores extraordinarias y disminuir su propia alimentación para satisfacer el apetito voraz de esas bocas hambrientas que la acosaban sin cesar con la cantinela:

—Mamita, quiero pan, deme pan, mamita.

La tarea del planchado tocaba a su término. La ropa, caliente aún por el contacto de la plancha, formaba un montón encima de la cama de la cual partió, de pronto, el débil llanto de un niño. Algunas piezas se habían deslizado hasta tocarle el rostro, despertándolo con su áspero roce.

En ese instante se dibujó en el umbral de la puerta la alta silueta de un hombre. Dio una ojeada por el cuarto y preguntó:

—¿Dónde está Daniel?

Antes que la mujer respondiese, un niño de doce años, delgado, de semblante moreno y despierto, penetró apresuradamente en el cuarto y dijo con cierta entonación temerosa:

—Aquí estoy, taitita.

La voz varonil interrogó:

—¿Le diste de comer a los gallos?

—Si, taitita.

—¿Agua?

—Agua también.

En tanto hacía las preguntas, examinaba atentamente a las aves, palpándoles el buche, para comprobar si, en realidad, habían comido y bebido, pues en una ocasión sorprendió al chico en flagrante delito de mentira.

Esta vez la inspección pareció dejarlo satisfecho, y mientras Daniel se deslizaba hacia fuera mirando de soslayo a su padre, éste fue a sentarse junto a los reñidores, observando con profundo interés sus idas y venidas dentro de la jaula.

De treinta y cinco años, alto, de complexión robusta, era el panadero un hombre apático y silencioso. Cuando se embriagaba, esta característica parecía acentuarse, y sólo los gallos, su pasión favorita, lograban ponerle locuaz.

Muy ignorante, el problema educacional de los hijos no le preocupaba en manera alguna. Procurarles el alimento y el vestido era ya por sí sola una carga demasiado grande y de la cual se libertaba con una frecuencia amenazadora.

Los chicos, abandonados a sí mismos, crecían como plantas bravías, sin que nada contrarrestase los atávicos impulsos de sus almas infantiles, indisciplinadas y precoces. Los mayores vivían en la calle y sólo venían a casa a dormir. La indiferencia del padre y los crueles castigos que de él recibían, casi siempre desproporcionados con relación a la falta cometida, habían debilitado en ellos el afecto filial. El temor era el sentimiento dominante cuando estaban en su presencia y de la que procuraban huir cada vez que les era posible.

Por lo que toca a la madre, ocupada constantemente en sus quehaceres, muy poca atención podía prestarles. Además su espíritu inculto, lleno de supersticiones y absurdos prejuicios, hacia de ella una perversa educadora. Al revés de su marido, su acción represiva ante las barrabasadas de sus chicos se limitaba a lanzar gritos y proferir amenazas que no se realizaban, con lo cual su autoridad era poco menos que nula. Los rapaces, seguros de la impunidad, contestaban con burlas y aun con insultos a las reprimendas.

Por algunos minutos reinó el silencio en el cuarto. El chico había vuelto a dormirse y la pequeña Anita, apoyándose en las manos, se arrastraba sobre las baldosas del piso acercándose a la mujer que, con el rostro encendido, continuaba su labor sin darse un momento de reposo.

De súbito se precipitó en la pieza, como una tromba, Berta, a quien su hermano Ricardo, un pillete de ocho años, perseguía con un manojo de hierbas. El rapaz, al divisar a su padre se detuvo en seco, y girando sobre sus talones emprendió veloz carrera hacia la calle.

La chica lloraba dando voces;

—¡Mamita, Ricardo me ortigó las piernas!

Onofre se levantó y miró hacia afuera, pero ya el hechor había desaparecido. Sabina soltó la plancha y se acercó a la pequeña, preguntándole:

—¿Por qué ha sido, qué le hiciste tú?

—Nada. Estábamos jugando. Yo era la gallina clueca y para que no me levantara del nido me ortigó las piernas.

—¿Y cómo se le ocurrió esa maldad a ese negro pícaro?

—Es que Pablo dijo que la señora Ignacia les ortigaba la pechuga a las gallinas de ella.

Sabina a pesar de su enojo no pudo menos que sonreírse.

—Déjalo, en cuanto lo pille le voy a ortigar la rabadilla con el chicote.

Luego, acordándose de la escena ocurrida entre ambas, y en tanto le frotaba las morenas y enronchadas piernecillas con un trapo empapado en vinagre, le susurró quedamente:

—Eso te pasa por mala. ¿No ves como Dios te castiga por desobediente?

Pero la chica, atenuado ya el escozor de las picaduras, no la escuchaba, impaciente por reunirse a la turba que alborotaba el patio con sus gritos, lo que hizo apenas la curación hubo terminado.

Después de un instante de silencio, la mujer lo interrumpió para decir:

—Onofre, Ricardo anda descalzo y David luego estará lo mismo. Yo estoy endeudada en el almacén. Sin zapatos no pueden ir a la escuela, porque no los admiten. Si tú no le compras...

La voz de su marido, breve e irónica, le cortó la palabra:

—Tú crees que yo estoy sellando plata.

—No sellarás, pero ganas bastante y lo que das es una miseria.

—Demasiado doy.

—Es que más gastas en diversiones. La otra semana, en la pelea del gallo giro, perdiste cincuenta pesos.

—Mentira, no perdí un centavo porque me cubrí a tiempo.

La mujer contestó, incrédula:

—Siempre dices lo mismo, pero la plata que pones a los gallos no la vuelves a ver más.

—Y aunque así fuese... ¿No soy dueño de gastarla y botarla si se me antoja?

—Claro, como nada te importan la mujer ni los hijos.

—Mira, puedes hablar lo que quieras, pero hay otros que dan menos y nadie les mete bulla por eso.

—Porque la esclava que tienen aguanta todo. Si es para la casa, un centavo les duele, pero para divertirse entonces la plata no vale nada.

Onofre por toda respuesta se puso de pie y abandonó la habitación con el rostro ensombrecido por el enojo.

Sabina lo vio alejarse descorazonada y aunque la experiencia le había demostrado la inutilidad de sus quejas, no podía resignarse y abstenerse de formularlas. Desde tiempo atrás la deficiente cooperación del marido iba haciendo más y más precaria la situación del hogar. A la escasez de alimentos añadíase la carencia de ropas y de calzado. Los chicos, desnudos de pie y pierna, apenas tenían con qué abrigarse y sufrían crueles torturas a causa del frío. Como la madre sólo podía atenuar en parte estas privaciones, la lucha tornábase para ella cada vez más angustiosa. Sin embargo, con ese obstinado y silencioso heroísmo de las mujeres de su clase, su valeroso espíritu no desmayaba en la lucha desigual que sostenía contra la miseria.

Concluida la faena del planchado, Sabina tomó al pequeño para amamantarlo, y mientras el chico exprimía el seno con desgano, la madre contemplaba afligida la carita morena y demacrada. Aunque tenía diez meses, representaba menos de seis. El médico del dispensario había diagnosticado una infección intestinal; mas, las vecinas y comadres, disintiendo de esta opinión, habían resuelto que la enfermedad del infante era un empacho, y toda la farmacopea popular, disparatada y absurda, se puso en práctica para curarlo de la afección. Saturado de unturas y ahíto de infusiones, el niño agonizaba días y semanas aferrándose a la vida con la formidable vitalidad de la raza. Y aquella existencia, lucecilla vacilante que amenazaba extinguirse a cada momento, era motivo de grave preocupación para la madre, quien, sin confesárselo, allá en lo intimo de su pensamiento deseaba que la muerte terminase su obra, lo cual sería para ella una liberación.

Después de colocar al pequeñuelo en la cama, Sabina reanudó sus quehaceres, poniendo un poco de orden en el cuarto, trabajo que tuvo que interrumpir para atender a la tullida que, siguiendo una costumbre en ella inveterada, se llenaba la boca de tierra que extraía de un agujero de la pared. Diole algunas palmadas y la apartó de allí. La chica, a quien el castigo arrancara desaforados gritos, se calló de improviso. Había encontrado en el suelo un recipiente con almidón y azul de Prusia, y se embadurnaba con la mezcla la cabeza y el rostro. La madre acudió de nuevo y dobló la dosis de cachetes y pellizcos. ¡Señor, qué criatura, cuánto daba quehacer!

Y acercándose a la puerta, llamó a Aída, y le ordenó, señalándole a la pequeña:

—Llévatela, entreténla por ahí, no dejes que coma tierra.

La grandullona recibió el mandato de malísima gana, y exteriorizó su descontento tomando a la chica de un brazo y sacudiéndola con aspereza, mientras le decía con enojo:

—¡Párate, mañosa!

Pero como viese que su madre se acercaba en actitud amenazante, huyó con la pequeña en los brazos, profiriendo vengativa:

—¡Voy a tirarte a la acequia, chiquilla del diablo!

Sabina aprovechó esos momentos de tranquilidad para dar fin a los preparativos de la merienda, pues la hora de mediodía estaba ya cerca. En tanto que afanosa fregaba cucharas y platos, los chicos habían invadido el cuarto y rondaban en torno de la olla que borboteaba en el brasero.

La ausencia del padre les había puesto alegres, y dando tregua a sus perpetuas rencillas, reían y bromeaban con gran compostura, sin pelearse.

Cuando el potaje fue retirado del fuego y puesto encima de la mesa, un gran silencio reinó en la estancia. Por algunos instantes sólo se oyó el rumor de las cucharas, chocando con los platos. Daniel y Ricardo comían de pie, afirmados en la mesa, y Aída y Berta, sentadas en el suelo con las piernas cruzadas.

En el extremo de la misma, Sabina, con Anita en los brazos, sorbía en silencio el humeante caldo, del que participaba también la pequeña. Una idea la obsesionaba: ¿Se pondría Onofre a beber? Desde luego, su ausencia no era tranquilizadora, y casi se arrepentía de haber promovido el incidente que lo disgustara. Pero también, si nada decía, si no se quejaba, él podía traducir ese silencio como una tácita aprobación de su conducta, lo cual empeoraría su situación.

Por lo demás, ella sabía que su marido no era malo. Nunca la había maltratado. Eran los amigos, los compañeros, los que lo arrastraban al vicio y al desorden.

La vista del plato vacío que Berta le alargaba cortó el hilo de sus pensamientos.

En tanto lo llenaba de nuevo, decía admirada:

—Qué chiquita ésta. No se demoró ni un Jesús en tomarse el caldo.

La chica sonreía, mostrando los blanquísimos dientes, y empinándose en los desnudos pies, pidió presurosa:

—Carne, también.

—No, la carne la voy a repartir después.

Los demás también repitieron, y cuando el caldo se hubo agotado, Sabina dividió la carne en trozos, reservándose para ella el más pequeño.

Todos, con excepción de Berta, comían con gran parsimonia, prolongando el placer, pues la carne era para ellos un manjar siempre escaso y del que muchas veces carecían en absoluto.

Aída, que masticaba con delicia, vio de pronto entrar en su plato una mano chiquita, sucia, negrísima, y antes que pudiera impedirlo, el pedazo, su precioso pedazo, desapareció como un relámpago. Lanzó un chillido de desesperación y se precipitó sobre la ladrona, a quien alcanzó en el umbral de la puerta, comenzando entre ambas un pugilato encarnizado, con acompañamiento de gritos feroces.

Daniel y Ricardo separaron con gran trabajo a las combatientes, y mientras Aída lloraba pugnando por desasirse y reanudar la batalla, la autora del conflicto, de pie, con las manos por detrás, erguíase impávida en medio del cuarto. A la pregunta que Sabina le hizo respecto a la carne robada, contestó relamiéndose, con los negros ojillos relampagueantes de satisfacción:

—Me lo tragué.

Y en seguida, para atenuar la importancia del hecho, agregó:

—Si era bien chiquitito. Una pizca así.

Y alzaba la diestra mostrando el pulgar y el índice separados por un espacio pequeñísimo.

Aída la contradijo gimoteando:

—No es cierto. Lo había probado no más cuando me lo quitó.

Y la morenilla no habría puesto fin a sus lamentaciones si Sabina no le hubiese cedido el trozo que se había reservado para ella, con gran enojo de Daniel, pues veía a su madre por culpa de esas tragonas quedarse sin comer.

Entretanto Anita se había dormido en el regazo de la madre, quien contemplaba con tristeza su cuerpecillo deforme y sus torcidas piernecillas. Poco a poco la fue invadiendo un sentimiento de honda melancolía, y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas que rodaban por la inclinada faz, unas tras otra, silenciosas. Lo que la apenaba era ver a la criatura tan inerme, tan indefensa, y el convencimiento de que tal vez la parálisis de sus miembros inferiores fuese ya algo sin remedio, definitivo.

De pronto, una especie de cloqueo ahogado se oyó en la pieza. Eran Berta y Aída, que, con las manos en la boca, trataban de contener la risa que les retozaba en el cuerpo.

La ausencia de sollozos y gemidos las hacía ver, en aquel mudo dolor, una especie de pantomima risible, que procuraban imitar exagerando el gesto doloroso con cómica gravedad.

No pudiendo reprimirse abandonaron el cuarto, fulminadas por la mirada iracunda de Daniel, quien, al revés de sus hermanas, tenía los ojos empañados y el corazón oprimido. Ese callado sufrimiento le producía una penosa impresión.

Su alma infantil conservaba un fondo de buenas cualidades que el ambiente envenenado y corruptor que lo rodeaba no había logrado extirpar aún. Observador atento y sagaz, tenía de los asuntos de la vida una experiencia superior a sus pocos años. Se daba cuenta con bastante exactitud de la situación creada al hogar por la casi deserción del padre, para quien, sin embargo, no tenía reproches. En el fondo, secretamente, lo admiraba. Desde pequeño, viendo y oyendo lo que pasaba a su alrededor, se había formado el concepto de que el varón, por ley natural, estaba exento de trabas y obligaciones. Que el padre gastara el dinero en divertirse, en el juego, que se embriagase, eso nada significaba porque eran cosas de hombre. Y se estremecía de orgullo al pensar que él también lo era y que haría, a su vez, esas hombradas cuando tuviese edad para ello.

Sin embargo, al ver las tribulaciones de su madre, por la que sentía un gran cariño, lamentábase de no ser más crecido para trabajar, ganar dinero y aliviarle la pesada carga.

La conducta de su primogénito era para Sabina una fuente de consuelo, pues, en realidad, el chico le prestaba una valiosa ayuda.

Cuando en ocasiones, por causa de enfermedad había tenido que guardar cama, él la había reemplazado en casi todos sus quehaceres: iba a las compras, condimentaba los alimentos, cuidaba a los pequeños y, para que el lavado no se atrasase, jabonaba y fregaba la ropa con la pericia de una lavandera experimentada.

Y su alma tosca de niño ineducado tenía rasgos de una delicadeza conmovedora, cuando trataba de arrancar a la madre de sus cavilaciones. Aquella vez, deseoso de poner fin a esa crisis de desaliento, púsose con febril actividad a lavar los utensilios que habían servido en la merienda y a poner en orden objetos diseminados por la pieza, pasando y repasando por delante de la mujer y observándola a hurtadillas.

Este método le daba siempre buenos resultados, pues su ir y venir afanoso concluía por sacar a la lavandera de su ensimismamiento, y como adivinaba el móvil que guiaba al chico, su actitud la enternecía, confortándola al mismo tiempo.

Esta vez como siempre, la maniobra produjo su efecto. Sabina secó sus lágrimas, se levantó y fue a depositar la pequeñuela dormida en el cajón que le servía de lecho.

Luego reanudó el trabajo de colocar la ropa planchada en una gran cesta de mimbre. Daniel, que estaba impaciente por romper el silencio, interrogó:

—¿Ahora vamos a dejar la ropa donde misiá Luchita?

La lavandera hizo un signo de asentimiento y el chico continuó:

—¿Llamo entonces a Ricardo para que me ayude a llevarla?

—No, voy a ir yo. Tengo que hacer unos reclamos por el lavado.

Y examinando el traje que tenía puesto, agregó como hablando consigo misma:

—¡Vaya! ¿Y tendré que ir con este vestido?

—Y el negro, mamita, por...

No terminó la frase. Recordó súbitamente que él mismo, días atrás, había llevado la prenda a la casa de préstamos.

Sabina, viendo su turbación y su gesto apesadumbrado y contrariado a la vez, dijo para consolarle:

—Qué le vamos a hacer, hijo. Si tu padre se acordase de que tiene familia, no pasaríamos estas miserias.

Antes de partir, la lavandera encargó a Ricardo y a las dos pequeñas del cuidado de la casa, recomendándole especialmente el cuidado del enfermito y de la tullida. Cada una de estas instrucciones iba acompañada de las amenazas de rigor: azotes si hacían esto, palos si dejaban de hacer aquello.

Los chicos, poniendo una cara adecuada a las circunstancias, simulaban tomar muy en cuenta estas advertencias y protestaban que se conducirían correctísimamente. Sabina, viéndolos tan bien dispuestos, prometió traerles confites y galletas, lo cual los colmó de júbilo.

Apenas Daniel y su madre, llevando entre ambos la cesta de ropa, hubieron dejado el cuarto, cuando los rapaces comenzaron a discutir la elección del entretenimiento que más los divirtiese. Varios fueron propuestos hasta que, por fin, se aceptó el juego del almacén, que les pareció el más apropiado.

La tabla de planchar, colocada entre dos cajones, hizo las veces de mostrador, tras el cual se arrodilló Aída, la propietaria del negocio, quien comenzó inmediatamente a expender la mercadería: unos cuantos puñados de arena contenida en un tarro de hoja de lata.

Los compradores, Berta y Ricardo, fabricaban ellos mismos su moneda con pedacitos de papel, y las transacciones se efectuaban con el obligado cortejo de regateos de parte de los clientes y con la exaltación de la magnífica calidad de la mercadería por parte de la vendedora.

De improviso cesó el parloteo; Anita, la tullida, que se había despertado, llegó deslizándose sin ruido cerca del mostrador, y cogiendo paquetes listos para la venta, los deshizo entre sus dedos. Aída se levantó rabiosa y, tomándola de un brazo, la arrastró sin cuidarse de sus gritos, hasta el rincón más lejano, donde la dejó para volver a ocupar su sitio. Mas la tregua fue brevísima, pues la chica recorrió en un instante aquella distancia, y amenazó nuevamente la libertad de comercio.

Conducida otra vez al rincón, colocáronle delante, a modo de valla, todas las sillas y bancos que había en el cuarto, pero como la reclusa salvara estos obstáculos, la desolación se pintó en todos los semblantes. Mas la vendedora no se desanimó y puso en práctica un nuevo procedimiento. Tomó a la pequeña en brazos y la llevó junto a la pared, y mostrándole el agujero abierto en ella, comenzó a decirle con mimo y zalamería:

—Coma tierrecita, tome, qué rica está.

Pero Anita, rechazando con obstinación este intento de soborno, forcejeaba por acercarse a la tabla mostrador y tomar parte, a su manera, en el juego que divertía a sus hermanos. Esta terquedad exasperó a Aída, quien preparábase a tomar medidas violentas, cuando Ricardo propuso:

—¿Amarrémosla a la pata del catre?

Y mientras buscaba una cuerda u otra cosa semejante que sirviera para el objeto, su mirada tropezó con la jaula de los gallos, en la que había un compartimiento vacío. Verlo y exclamar triunfante: “Metámosla aquí”, fue todo uno.

A pesar de los gritos de la tullida, la introdujeron en el pequeño espacio cerrando y sujetando fuertemente, en seguida, la puertecilla.

Ante los chillidos de la prisionera, los gallos de los compartimentos vecinos comenzaron a lanzar gritos estridentes y a dar terribles aletazos, enloquecidos por el terror, formando tal batahola entre ellos y la pequeña, que los autores se asustaron de su obra y quisieron deshacer lo hecho. Pero al tratar de abrir el compartimiento, la aldaba que lo sujetaba se negó a funcionar, y cuando Ricardo iba hacia el patio, en busca de una piedra para golpearla, retrocedió, diciendo trémulo de espanto:

—¡Mi taitita!

Despavorido, permaneció un instante indeciso, pero al oír el rumor de los pasos que se acercaban, dio un salto hacia la puerta y desapareció por ella como una exhalación.

Segundos después penetraba Onofre en el cuarto y el estupor que le produjo la escena lo dejó un momento paralizado. Pero luego, presa de una violenta cólera, se acercó a la jaula y extrajo de ella a la pequeña, a quien con ademán brusco depositó en el suelo. Suprimida la causa que las inquietaba, las aves comenzaron a tranquilizarse. El panadero las observaba pálido de coraje. Con las plumas arrancadas, las crestas llenas de sangre y el pico abierto, jadeantes, presentaban un lastimoso aspecto.

Onofre, cuyo furor iba en aumento, se encaró con Berta, que atareadísima detrás del mostrador hacía y deshacía paquetes sin que, al parecer, se diese cuenta de la tragedia y le preguntó con voz tonante:

—¿Quién puso a la Anita en la jaula?

La chica contestó al punto:

—Ricardo y la Aída fueron. Ricardo se arrancó y la Aída está debajo catre.

Y para comprobar la denuncia se acercó al lecho y miró debajo:

—Aquí, bien al rincón está, taitita.

Con voz iracunda, dando patadas en el suelo, el panadero ordenó a la culpable que abandonara el escondite, amenazándola con un castigo severísimo. Como la chica no obedeciera, ordenó con imperio:

—Berta, alcánzame un palo.

La chica salió corriendo y volvió casi inmediatamente arrastrando por un extremo un largo bambú.

—Tome taitita, picanéela con esto.

Onofre intentó servirse de la vara, pero la molestia que para él significaba tener que inclinarse hasta el ras del suelo, lo hizo desistir. Soltó el bambú, diciendo:

—Dale tú, Berta.

La morenilla, sorprendida agradablemente, preguntó gozosa:

—¿La picaneo yo, taitita?

—Si, y atrácale fuerte hasta que salga de ahí esa condenada.

No podía habérsele dado a la chica una tarea más de su gusto. Puesta en cuclillas, con el bambú asido por un extremo, comenzó a dirigir furibundas estocadas debajo de la cama.

Mas un fuerte tirón le arrebató la caña y antes que pudiera esquivarlo, recibió en el pecho un puntazo que la arrojó de espaldas con violencia. El choque de la cabeza en el pavimento le arrancó un alarido penetrante.

El padre, que estaba junto a la jaula, examinando uno de los gallos, acudió, diciendo malhumorado:

—¿Qué ha sido, por qué gritas?

—Fue la Aída, me pegó aquí.

Esta nueva fechoría enfureció al panadero, quien apoderándose del bambú iba a emplearlo contra la delincuente, cuando una voz conocida lo llamó desde la puerta.

El visitante era un amigo, gallero de oficio, que venía a proponerle algo relativo a la profesión. Onofre olvidó en el acto lo que tenía entre manos para atender a su compañero.

La conferencia que celebraron junto a las aves no fue de mucha duración, pues, transcurridos algunos minutos, abandonaron la pieza, llevando cada cual un gallo debajo del brazo.

Apenas el panadero y su amigo se hubieron marchado, Aída abandonó su refugio debajo de la cama y se encaminó al almacén, del que se había adueñado la tullida, y en el cual sólo encontró destrozos: los paquetes deshechos y la arena esparcida por el suelo. Propinó a la criatura algunos golpes y quitó la tabla, dejándola arrimada al muro.

Ricardo reapareció en ese instante y sus primeras palabras fueron para inquirir noticias. Aída le refirió brevemente lo que había pasado y, en seguida, ambos, con amenazas y promesas, comprometieron a Berta a guardar silencio, a fin de que la madre ignorase lo sucedido.

Cuando Sabina estuvo de regreso, su primera mirada fue para el pequeñuelo, quien continuaba durmiendo con aquel sueño pesado y letárgico que, desde días atrás, la tenía intranquila. Luego, después de hacer algunas preguntas sobre lo que había pasado en su ausencia, preguntas que Ricardo y Aída contestaron ponderando el buen comportamiento de todos, les repartió los confites y galletas prometidos.

Berta, como premio de su discreción, recibió de sus hermanos una galleta y una pastilla, que devoró incontinenti, y acercándose en seguida a su madre, comenzó a decir, señalando la parte posterior de la cabeza:

—Mamita, tengo un bulto aquí atrás.

Ricardo y Aída le dirigieron miradas furiosas, pero ella continuó quejándose, hasta que Sabina, palpando con la diestra el chichón, preguntó alarmada:

—¿Cómo te hiciste esto?

—La Aída me botó.

Y a pesar de la enérgica negativa de los inculpados, de sus gritos y de sus amenazas, hizo el temido denuncio: el encierro de Anita en la jaula de los gallos. La mujer, como siempre, se desató en vociferaciones y denuestos contra los culpables, quienes, cuidándose de mantenerse a la distancia, buscaban el modo de vengar aquella traición, castigando a la delatora, lo que al fin hicieron, en las mismas marices de la madre. Mientras Ricardo se acercó por la derecha, Aída se aproximó por la izquierda, y con increíble ligereza cada uno suministró un soberbio mojicón a la morenilla, dejándola bañada en lágrimas y berreando estrepitosamente.

La lavandera salió en persecución de los agresores, y regresó al poco rato sin siquiera haberlos visto, tan bien se habían escondido.

La noticia de que Onofre había estado en el cuarto, tranquilizó un tanto a Sabina, pues esa visita indicaba que se le había pasado el enojo y tal vez vendría a la noche a dormir.

Un poco confortada por esta esperanza, comenzó a preparar la tarea del nuevo lavado, trabajo en que se ocupó toda la tarde hasta la puesta del sol.

No pasó mucho tiempo sin que Ricardo y Aída se presentasen a pedir pan. Y al dirigirse a la madre, el tono que empleaban no era ni moderado ni humilde, sino más bien agresivo y regañón:

—Mamita, quiero pan. Deme pan, mamita.

La lavandera, agotada física y moralmente, concluía por ceder a sus exigencias, diciendo:

—Tomen demonios, cómanselo todo.

Cuando llegó la noche, la familia, con excepción del padre, se encontró reunida en el cuarto. Los chicos después de alborotar y pelearse, fatigados y un tanto hambrientos, pues el pan se había acabado temprano, fueron uno por uno retirándose a dormir. Todos, menos Anita que tenía su cama en un cajón, reposaban en un mismo lecho. Daniel y Ricardo se acostaban en un extremo y en el otro Aída y Berta, quienes no se desnudaban como los primeros, y dormían con la ropa puesta.

Sabina, cansada de esperar a su marido, se entregó también al reposo. Una doble inquietud la poseía: esa ausencia, que era para ella bien reveladora, y el estado del pequeño, que parecía haberse agravado considerablemente en las últimas horas del atardecer.

Cuando comenzaba a conciliar el sueño, la despertaron algunos golpes aplicados en la puerta. Se levantó y abrió. El que llegaba, borracho perdido, era Onofre, acompañado de su amigo, el gallero, pues apenas podía mantenerse en pie. Con ímprobo trabajo la lavandera lo desnudó y acostó y, al final de esta tarea, se encontró tan fatigada que, en breve, dormía profundamente al lado del ebrio y con el rostro de la criatura apoyado en el desnudo seno.

Antes del alba despertó sobresaltada bajo la impresión de un frio extraño en su carne. Se sentó en la cama y encendió la vela, pudiendo comprobar a su resplandor, que el pequeño estaba muerto, bien muerto.

Sin una lágrima, sin un gemido, contempló largamente aquel semblante que antes animaba la vida y que ahora aparecía tan quieto, tan tranquilo. Como los ojos estuvieran entreabiertos, frotando con el índice hizo descender los párpados hasta cubrir las inmóviles pupilas. Luego apagó la luz, y en la estancia, sumida en las tinieblas, se oyó el leve rumor de unos sollozos que, bien pronto, los ronquidos del borracho ahogaron con su triunfal orquestación.

La propina

Echó una mirada de desesperación a la esfera del reloj y abandonando el mostrador irrumpió en su cuarto como una tromba. El tren salía a las cinco en punto y tenía, por consiguiente, los minutos precisos para prepararse. Lavado y perfumado con nerviosos movimientos, se puso camisa de batista, la corbata de raso y vistió en seguida el flamante frac que el sastre le entregara la semana anterior. Echó una última mirada al espejo, se abotonó el saco de viaje y, encasquetándose el sombrero de pelo, en cuatro brincos se encontró en la calle. Sólo disponía de media hora para llegar a la estación situada en las afueras de la polvorosa villa. Mientras corría por la acera miraba ansiosamente delante de sí. Mas la suerte parecía sonreírle, pues al doblar la bocacalle encontró un coche al cual subió gritando mientras cerraba la portezuela.

—¡Arrea de firme que voy a tomar el tren de cinco!

El auriga que era un gigantón descarnado y seco contestó:

—Apurada está la cosa, patrón, vamos muy retrasados.

—¡Cinco pesos de propina si llegas a tiempo!

Un diluvio de fustazos y el arranque repentino del coche anunciaron al pasajero que las mágicas palabras no habían caído en el vacío. Recostado en los cojines metió la diestra en uno de los bolsillos del amplio saco de brin extrayendo de él una elegante esquela con cantos dorados. Leyó y releyó varias veces la invitación en la cual su nombre Octaviano Pioquinto de las Mercedes de Palomares, aparecía con todas sus letras trazadas al parecer por una mano femenil. Una nota decía al pie: “Se bailará”.

Mientras el coche corre envuelto en una nube de polvo, el impaciente viajero no cesa de gritar, adhiriéndose con pies y manos a los desvencijados asientos:

—¡Más a prisa, hombre, más a prisa!

De Palomares, primer dependiente de la Camelia Roja, es un bizarro mozo de rostro moreno, aventajada estatura y cuerpo esbelto y elegante. Era el favorito de la clientela femenina de la villa, que no quería ser atendida sino por él, con gran desconsuelo de los demás horteras que no podían conformarse con ésta, para ellos, injustificada preferencia. Muy listo, con su sonrisa de caramelo y su labia insinuante, meliflua y almibarada, hacía prodigios detrás del mostrador. Muchas veces su sutileza de manos era notada por las compradoras que se contentaban con decir: ¡Qué descarado ladrón... pero roba con tanta gracia!

Una tarde entró en la tienda una de las más importantes parroquianas de la Camelia Roja, la linajuda doña Petronila de los Arroyos, acompañada de su hija, la linda Conchita, pimpollo de veintidós primaveras. Residentes en el pueblecillo cercano, habían tomado el ferrocarril con el objeto de hacer algunas compras, pues estaba ya muy próximo el día del santo de la niña que se celebraba con grandes festejos.

El principal destinó para atender a tan rumbosa cliente al imprescindible de Palomares, quien hizo aquella vez tal derroche de sonrisas y genuflexiones, tomó posturas tan distinguidas y desplegó tal cúmulo de habilidades horteriles, que la majestuosa dama, prendada de la distinción y finura de aquel buen mozo, dijo a su hija estas palabras, que cayeron en la tienda como una bomba:

—Conchita, no te olvides de enviar al señor de Palomares una invitación para que honre con su presencia nuestra modesta tertulia.

La niña sonrió graciosamente, y lanzando una picaresca mirada al favorecido contestó:

—No mamá, no me olvidaré.

Después de acompañar a las señoras hasta el coche de posta que las aguardaba, y colocar en el interior del vehículo los paquetes de las compras, de Palomares ocupó su sitio detrás del mostrador con el rostro resplandeciente de felicidad ¡Qué triunfo el suyo! ¡Asistir a tan aristocrática recepción y codearse con personalidades tan importantes como el Alcalde, el Subdelegado y el Veterinario!

A partir de ese día la prosopopeya del hermoso dependiente creció como la espuma. Los horteras, sus camaradas, consumidos por la envidia, veíanlo de continuo ensayar graciosas actitudes, sonrisas y reverencias delante de los vidrios de la mampara que dividía la trastienda. Al andar imprimía al talle un rítmico balanceo y sus pies resbalaban con compás de vals y de polka sobre las tablas mal unidas del pavimento.

Con la venia de su principal, que no podía negar nada a su dependiente, hizo venir a don Tadeo, el sastre remendón que convertía en trajes de irreprochable corte parisiense los géneros apolillados de la tienda, y le encargó la confección inmediata de un frac para asistir a la recepción. El buen hombre cumplió aquel encargo lo mejor que supo y entregó la prenda que era un monumento de arte, dentro del término fijado.

Los días que faltaban para la fiesta se hicieron para Octaviano Pioquinto de las Mercedes, interminables. Cuando aparecía el cartero se abalanzaba sobre él para ver si venía la dichosa invitación. Pero, o se habían olvidado de él o las invitantes habían reconsiderado su acuerdo, porque el caso era que la ansiada esquelita no llegaba. Con lo cual su inquietud y desconcierto llegó a tal extremo que muchas veces midió distraídamente varas de tela de ochenta centímetros en vez de los sesenta y cinco que señalaba como máximo el reglamento de la casa.

Mientras el auriga azotaba despiadadamente los jamelgos, de Palomares zarandeado duramente dentro del coche trata de adivinar a quien de sus camaradas pertenece la mano que ocultó la esquela de invitación debajo de las piezas de percal. Fue una casualidad realmente maravillosa que su diestra tropezara en ella cuando desdoblaba aquellas telas en el mostrador. ¡Ah! raza de envidiosos, como se la pagarían esa misma tarde si acaso perdía el tren. Y a cada instante su voz resuena impaciente:

—¡Azota, hombre, azota!

El coche rueda vertiginosamente y penetra en la estación cuando ya el tren se ha puesto en marcha. Un grito de desesperación parte del interior del vehículo, pero el conductor tuerce riendas y dice al atribulado pasajero:

—No se aflija, patrón. Antes de que llegue a la curva lo alcanzamos.

Los caballos galopan furiosos por el camino paralelo a la línea férrea y toman la delantera al convoy que sube con lentitud la rápida gradiente. De pronto los exhaustos rocines se paran en seco y el cochero baja del pescante, abre la portezuela y dice apresuradamente:

—¡Bájese, patrón, corra, alcáncelo!

De Palomares desciende y va a precipitarse por el hueco de la barrera cuando el auriga le cierra el paso diciéndole:

—¿Y la carrera? ¡Y la propina, patrón!

Mientras se registra febrilmente los bolsillos recuerda que al mudarse de ropa olvidó la cartera y el reloj. Mas como no hay tiempo que perder en vanas explicaciones se despoja del saco de viaje y lanzándolo a las narices del cochero, estupefacto, cruza la barrera como una saeta. En cuatro brincos alcanza los rieles y colero en mano vuela sobre lo vía.

El tren gracias a la pendiente, marcha con velocidad moderada. Los pasajeros han sacado la cabeza por la ventanilla y los del último vagón, con el conductor a la cabeza, se agrupan en la plataforma. Aquella escena parece divertirlos grandemente y Palomares oye sus carcajadas y sus voces de aliento cada vez más sonoras a medida que acorta la distancia:

—¡Corra, corra! ¡Cuidado que lo alcanza!

Esta última frase, que no atina a comprender, le parece algo incoherente, pero rectifica esta suposición al sentirse de improviso sujeto por los faldones del frac, mientras una voz estertorosa y colérica suena a su espalda:

—¡La propina, patrón!

Se vuelve como un rayo, y de un puñetazo bajo la mandíbula tiende en tierra, cuan largo es, al testarudo automedonte. Desembarazado del agresor echa a correr de nuevo y gana rápidamente el terreno perdido. En breve sólo unos metros lo separan del último vagón. Entre las caras risueñas que le miran, de Palomares ve una, encantadora, de mujer. Percibe unos ojos azules y una boquita que ríe con carcajadas cristalinas que son para el retrasado viajero un acicate dulce y poderoso. Un esfuerzo más y podrá contemplar a su sabor a la deliciosa criatura. Pero, mientras en el tren se alza un coro formidable de gritos y carcajadas, siéntese retenido de muevo por las colas del frac, en tanto que aquel abominable: “¡La propina, patrón!” le fustiga los oídos como un latigazo. Gira como una peonza y, ciego de cólera, embiste contra el gigante. Su puño de hierro golpea como una maza el rostro y el pecho del pegajoso acreedor hasta derribarlo semiaturdido. Le envuelve la cabeza en el poncho y abandonando el colero que durante la refriega ha rodado a la cuneta de la vía donde flota en el agua cenagosa, reanuda bravamente su duelo de velocidad con la locomotora que jadea en la gradiente.

Mientras la sangre le zumba en los oídos y el corazón, parece, va a escapársele por la boca, sus piernas de músculos de acero lo llevan como el viento. El tren, próximo a entrar en la curva, ha disminuido notablemente su marcha. Tres minutos más y descenderá vertiginoso por el flanco de la montaña. ¡Ahora o nunca! piensa de Palomares y acumulando todas sus energías hace un esfuerzo supremo. Del último coche, del cual sólo le separan ya algunos pasos parten voces alentadoras entre la que descuella la argentina de la viajera que exclama golpeando sus enguantadas manecitas:

—¡Hurra, hurra!

De Palomares con los ojos inyectados de sangre y la respiración estertorosa, redobla sus bríos. A su espalda y acercándose con rapidez suena un bufido de cerdo asmático, e instintivamente coge los faldones del frac, aquellos malditos apéndices que prolongan de modo tan peligroso la parte posterior de un individuo, y los cruza por delante de la cintura. Los pasajeros han descendido a la pisadera y uno de ellos, que viste traje de franela blanca, cual si se dirigiera a un caballo de carrera lo alienta con guturales gritos agitando la diestra para blandir en ella una imaginaria fusta:

—¡Hop, hop, hop!

De Palomares ve extenderse una niebla delante de sus ojos y todo gira a su derredor: alarga los brazos, y unas manos vigorosas asiéndolo de las muñecas, lo levantan como una pluma, pero los faldones del frac, que su movimiento ha dejado libres, deben ir enrollándose en las ruedas porque una fuerza descomunal amenaza arrancarlo de la pisadera del vagón. Y mientras las manos salvadoras lo sujetan, oye una espantosa gritería:

—¡Suelta! ¡Maldito diablo! ¡Péguele un puntapié!

Un rugido que parece salir de debajo del coche: —¡La propina...! le da la clave del misterio y con un vigoroso sacudón se aligera de la carga.

Mientras le izan en triunfo a la plataforma echa una ojeada sobre la vía y distingue en medio de ella al feroz cochero que agita algo que parece a la distancia dos negras banderolas. Sobrecoge a de Palomares una congoja mortal, y llevándose con presteza las manos a la espalda palpa despavorido la hebilla de los pantalones. Del elegante frac, de aquella prenda acabada y perfecta, sólo queda algo tan desmedrado y exiguo que apenas puede compararse con una chaquetilla de majo o de torero. Aquel desastre lo deja anonadado, y sin oponer resistencia déjase conducir por el pasajero de albo traje y polainas amarillas a un departamento del vagón. En la puerta hay un letrero que dice: Mister Duncan e hija.

Lo primero que ve de Palomares al entrar al departamento es a la viajera de los hurras, quien al verlo se pone a reír con aquella risa melodiosa. Muellemente reclinada en los cojines, con sus rizos de oro que se escapan por debajo de una celeste gorrita de jockey, parécele al lindo dependiente la más bella criatura del orbe. Contémplala embobecido y se olvida del frac, del baile de doña Petronila y de Conchita. La miss ríe, y mientras las rosas de sus mejillas se tiñen de vivo carmín, sus ojos azules se llenan de lágrimas. Mister Duncan está loco de alegría. Al fin aquel aborrecible spleen, aquella tristeza que minaba la salud de su hija, haciéndola languidecer de melancolía, ha abandonado la presa que los viajes, las distracciones y toda clase de cuidados no habían podido arrancar durante dos años de lucha al misterioso mal. Quien ha obrado tal prodigio parécele un enviado del cielo y siente por él la más calurosa simpatía. En el arrogante mozo de jarretes, pulmones y puños de acero, que derriba atletas y alcanza los trenes a la carrera, ve el superhombre ideal de la energía y virilidad masculinas.

El tren vuela por el descampado y aunque se detiene en un pueblecito, frente a la casa de la linajuda doña Petronila de los Arroyos, ningún viajero desciende del último coche.

Al día siguiente se recibió en la Camelia Roja un telegrama que produjo en la villa la mayor excitación. El despacho decía así: “Hoy me embarco en el Columbia para dar una vueltecita por el mundo. Saludos.— De Palomares”.

Las “niñas”

Las hebras plateadas de los cabellos, las arrugas del rostro y los cuerpos secos y angulosos eran señales indicadoras de que las dos nuevas locatarias de la pieza número cinco habían pasado los cincuenta años.

Por eso no fue pequeño el asombro que produjo en el conventillo la inesperada respuesta dada por una de ellas a la ocupante del número seis, al expresarle ésta la edad probable que le calculaba.

—¡Jesús, qué disparate ha dicho usted! Delfina, que es la mayor, no ha cumplido treinta y cinco, ¡y yo voy a tener cincuenta!

Y sus ojillos de miope, relampagueantes de cólera, expresaban tal indignación que su interlocutora, intimidada, se alejó mascullando entre dientes:

—¡Vaya, esta vieja está loca o me cree tonta!

Desde ese día se las llamó, irónicamente, las “Niñas”.

Los habitantes del conventillo que, hasta entonces, habían mirado con cierta indiferencia a las hermanas, comenzaron, después de este incidente, a observarlas con curiosidad, vigilando sus pasos, atentos a sorprender un hecho o detalle que, a modo de rendija, les permitiera escudriñar en sus vidas.

En tanto, Matilde y Delfina, no percatándose de este espionaje o desdeñándolo, pasaban el tiempo entregadas a sus quehaceres.

La principal ocupación de ambas era tejer encajes a crochet, y como al parecer carecían de parientes y amigos, se las veía siempre solas, sentadas la una frente a la otra, junto a la puerta de la habitación. Esta reserva y el despego de desabrimiento con que respondían a todo avance amistoso, les atrajo la ojeriza de sus vecinas. En un principio, éstas se limitaron a lanzarles al paso palabras de doble sentido que, poco a poco, se transformaron en sangrientas burlas. La inocente y ridícula manía de las ancianas de disminuirse la edad, les daba un tema inagotable. Doña Margarita, una gorda mujerona, cruzó un día el patio con las faldas alzadas encima de las rodillas. De todas partes brotaron risas y gritos:

—¡Por Dios, señora, bájese los vestidos!

Y la aludida, mirando provocativamente a las hermanas, contestó:

—¿Por qué los he de bajar cuando todavía no he cumplido los quince?

A estas indirectas respondieron las ofendidas con un silencio despreciativo; pero como las bromas se iban haciendo más y más hirientes, cambiaron de táctica y comenzaron, de pronto, a contestar vigorosamente los ataques. Y lo hicieron en tal forma, usando un vocabulario tan enérgico y expresivo, que la más deslenguada de las agresoras se quedó afónica de sorpresa ante el diluvio de epítetos injuriosos que dejaban escapar los delgados labios de las “Niñas”. De pie, ambas en el umbral de la puerta, agitando en el aire las sarmentosas manos, lanzaban con voz aguda y chillona un turbión de palabras soeces que ninguna réplica lograba silenciar.

Rotas las hostilidades, el espionaje de que eran objeto las hermanas se tornó activísimo, pues las comadres querían conocer a toda costa los antecedentes de aquéllas para utilizarlos en la contienda. Pero las tejedoras, cansadas de sorprender a las que furtivamente escuchaban y miraban al interior de su cuarto, por el agujero de la llave, habían tomado sus precauciones para frustrar los intentos de las novedosas.

¿Quiénes serán? ¿Qué habían sido? ¿De dónde venían? Estas preguntas, siempre sin respuesta, dábanles temas a las desairadas comadres para múltiples comentarios. En una cosa estaban todas conformes: que el señorío de que alardeaban las hermanas no podía tomarse en serio, pues las señoras de verdad no usan ciertas palabras.

¿Pero los catres con perillas doradas y los trajes de excelente tela que, a pesar del uso, parecían nuevos?

¡Bah! Sin duda habían sido sirvientes de casa grande y eso era regalo de los patrones.

Y el orgulloso aislamiento, para ellas incomprensible, en que se mantenían las hermanas, les hería profundamente, pues él venía a romper esa tradición de igualdad que la vida en común del conventillo impone a todos sus ocupantes. Aguijoneadas por el despecho, no perdían ocasión de molestar a las ancianas que, a su vez, parecían esmerarse en no quedar en condiciones de inferioridad en esa puja de improperios. Por las tardes, terminados sus quehaceres, las locatarias del conventillo salían a las puertas de sus viviendas y entablaban entre sí diálogos para comentar las noticias del día. Después de discutir el último chisme o escándalo que circulaba en el pueblo, la conversación recaía invariablemente en las encajeras. Jamás asunto alguno les había interesado tanto, y la extraña conducta de las hermanas, cuyo móvil trataban inútilmente de descubrir, les daba asidero para las más fantásticas suposiciones.

—¿Por qué no quieren relacionarse con la gente honrada? ¿No es esto muy sospechoso? —vociferaba el mayor número, mientras la minoría reducida a una sola persona balbucía débilmente:

—Son unas pobres viejas chifladas que no saben lo que hacen.

Una tarde en que se discutía con gran apasionamiento el carácter belicoso de las “Niñas”, se acercó al conventillo doña Margarita, la lavandera del número cuatro, para comunicarles algo nuevo que había descubierto.

—Me parece —dijo— que estas pobres padecen hambre, y, tal vez, por eso tienen tan mal genio. Tengo esa idea porque esta mañana, al descuido y de pasadita, levanté la tapa de la olla que tenían puesta en el brasero, delante de la puerta, y lo que vi, nadando en el agua, fueron algunas papas y cebollas y unos pedacitos de carne del tamaño de un dedal. Con tan poco alimento no es raro que tengan la cabeza trastornada.

Estas palabras produjeron sensación en el auditorio. Para todas las presentes, pasar hambre era lo más terrible que podía ocurrirle a un ser humano, y la sola posibilidad de que tal miseria existiese allí mismo, delante de sus ojos, apaciguó, en gran parte, el rencor que sentían contra las hermanas.

—Infelices —pensaban— no tienen qué comer mientras que nosotras nadamos en la abundancia.

En el acto, aprovechando la ocasión, todas a porfía se empeñaron en dar a conocer el régimen alimenticio que reinaba en sus hogares. Y aunque cualquiera de las que allí estaban podía decir sin equivocarse en lo más mínimo, la clase y el número de bocados que engullía su vecina, era de ver la seriedad con que oían los fantásticos menús que detallaba cada una.

Esta exposición del bienestar general, obrando por contraste, acentuó en el grupo los sentimientos de benevolencia que comenzaban a invadirlo.

Y conociéndolo así, la lavandera volvió a decir:

—Es cierto que son antipáticas y pesadas de sangre, pero también debemos considerar que están cargadas de años y no tienen amparo ninguno. Hay que tener caridad y disculparles algo siquiera su mal carácter.

Sólo una de las presentes se mostró recalcitrante:

—Yo —dijo— no creo que estén necesitadas. Si así fuese no serían tan soberbias. Desde luego la debilidad no la tienen en la lengua. En cuanto a favorecerlas, les declaro que ni un vaso de agua recibirían de mi mano.

Cambiáronse entre las circunstantes algunas sonrisas. Adivinaban la causa de esa actitud tan poco caritativa. Antes del arribo de las “Niñas”, la rencorosa era la más temible camorrista que había en el conventillo. Nadie podía medirse con ella. En todas las refriegas que provocaba salía siempre victoriosa. Envanecida por tantos triunfos y segura del éxito, embistió un día contra la recién llegada, pero el resultado de su acometida fue una derrota espantosa.

Desde entonces alimentó en su pecho un rencor inextinguible contra las hermanas, sentimiento en que las demás no la acompañaban. Por el contrario, celebraron con secreto regocijo la humillación de aquel perdonavidas con faldas cuyas impertinencias habían tenido tantas veces que soportar.

Transcurrieron muchos días, y aunque todo el mundo en el conventillo estaba convencido de que los medios de subsistencia de las ancianas eran cada vez más precarios, nadie intentaba acercarse a ellas y llevarles algún socorro. La explicación de este hecho estaba en la intratable terquedad de las hermanas. No era fácil abordar a personas que parecían estar siempre hoscas y malhumoradas.

Sin embargo, doña Margarita, desentendiéndose de todo prejuicio y olvidando viejos agravios, se decidió un día a obsequiarlas con algunos comestibles para lo cual comenzó por sacrificar un hermoso gallo.

La noticia del suceso se esparció rápidamente y produjo gran expectación en el conventillo, pues las opiniones estaban divididas respecto a la actitud que asumirían las interesadas.

Las que creían que la obsequiante no sufriría un desaire, se fundaban en que la situación de las hermanas era en extremo crítica. Matilde, la menor, estaba enferma, y hacia varios días que no abandonaba el lecho. Además, se sabía positivamente que Delfina, a pesar de que pasaba el día entero en la calle, no podía vender sus encajes, lo que les había impedido pagar ese mes el canon de arriendo de la pieza.

Las pesimistas oían estas razones meneando la cabeza:

—¡Quién sabe! —decían— no se puede juzgar a esas personas como al común de la gente.

Y cuando por fin la caritativa matrona salió para dirigirse al cuarto de las hermanas, llevando en la diestra un plato cubierto con un paño blanco, todas las miradas siguieron ávidamente sus pasos deseosas de no perder un solo detalle de lo que iba a pasar. La portadora, confiada en la magnificencia del regalo, marchaba con rostro sonriente, segura de ser recibida en palmas por aquellas a quien iba a favorecer.

Los testigos de esta escena la vieron detenerse en la temida puerta y cuando principiaba a pronunciar el breve discurso que llevaba preparado, retumbó en el silencio la voz furiosa de Delfina:

—¡Señora, llévese su comistrajo! ¡Gracias a Dios todavía no estamos para pedir limosna!

La ofendida permaneció un instante inmóvil, muda, anonadada, por la brutalidad del rechazo. Sus mofletudas y rojas mejillas palidecieron para recobrar en breve el color de la púrpura y tal vez hubiera caído en tierra presa de un ataque apoplético, si su lengua, paralizada por la sorpresa, no se hubiera desatado de pronto para dejar salir cual válvula de escape la tremenda furia que la ahogaba. Con lentos pasos y deteniéndose a cada momento para lanzar las más atroces injurias, la obesa matrona regresó a su habitación bajo las miradas irónicamente burlonas de las vecinas. Su vanidad sufrió un rudo golpe con aquel fracaso, pues en su generoso impulso la caridad había entrado en dosis pequeñísimas. Su principal propósito había sido ganar una sonora victoria conquistando, antes que alguien se le adelantara, la confianza de las encajeras.

Contra lo que era de esperarse, este incidente no aumentó la animosidad de las demás locatarias hacia las “Niñas”, pues, a juicio de las comadres, doña Margarita era demasiado fachendosa y las humillaba refiriéndoles grandezas que, aunque imaginarias, resultaban al cabo insoportables por su repetición fastidiosa.

Iba a finalizar el otoño; los días eran fríos, nebulosos, y cuando salía el sol, sus rayos apenas tenían calor para fundir la escarcha que por las mañanas cubría los tejados con una capa blanquísima.

En el conventillo, las encajeras persistían como siempre en su actitud de huraño retraimiento a pesar de que la situación había empeorado considerablemente, pues las ventas de tejidos eran muy escasas y los encargos disminuían de un modo alarmante. La causa era sin duda lo imperfecto de la labor, porque los años, además de entorpecerles los dedos para manejar el crochet, habíanles acortado considerablemente la vista. Vino a corroborar esta suposición una frase lanzada por una compradora descontenta:

—Estos vejestorios —protestó— ya no tejen sino que enredan el hilo.

Vagamente al principio, con más precisión después, comenzó, de pronto, a susurrarse en el conventillo la especie de que la unión entre las hermanas no era tan estrecha como antes. Decían las que propalaban la noticia que habían oído en el número cinco rumores de disputa, y aun llanto y gritos de rabia.

Esta vez, las comadres estaban en lo cierto, pues la armonía entre las hermanas había sufrido un serio quebranto. La miseria, por una parte, y la enfermedad de Matilde, por la otra, habían sin duda motivado este cambio en su fraternal afecto. La falta de alimento y medicinas dio origen a los primeros disgustos, exaltando las quejas y recriminaciones de la enferma que, exasperada por las réplicas un tanto vivas de su hermana, terminó por acusar a ésta de ser la responsable de la ruina en que se veían envueltas.

Delfina rechazó el cargo con indignación, diciendo que si había culpa, ésta debía dividirse entre ambas por igual, pues juntas, de común acuerdo, habían realizado el acto que Matilde quería achacar a ella sola.

Estas escenas se repetían casi diariamente, y siempre el punto principal de la controversia giraba alrededor de aquel hecho cuya única responsabilidad rehusaban aceptar tenazmente una y otra.

Los sucesos que motivaban la polémica habían ocurrido tres años atrás, cuando las hermanas residían en un pequeño lugarejo perdido entre los campos que riegan las turbias aguas del Maipo. De condición humilde, y habiendo quedado huérfanas a una temprana edad, ganábanse el pan vendiendo aves, verduras y frutas. Desde muchachas se habían hecho notar por su carácter arisco y poco sociable. Tal vez el duro trabajo y la vida errabunda a lo largo de los caminos serían las causales generadoras de ese genio huraño y desapacible, y el amor de ambas por la soledad. Una de sus rarezas, la de considerarse jóvenes cuando todo en ellas denotaba lo contrario, divertía a todo el mundo proporcionando a los bromistas un motivo constante para sus burlas.

Eran ya ancianas y sus fuerzas comenzaban a decaer cuando el fallecimiento de un lejano pariente vino a sacarlas de la pobreza en que vivían.

El muerto, capataz de un fundo vecino, dejó, además de algunos ahorros en dinero, una casita en el pueblo y un minúsculo pedazo de terreno en los alrededores del mismo. Por una de esas casualidades del azar resultaron las hermanas las únicas herederas del difunto.

Este cambio de fortuna las tornó orgullosas y, olvidándose del inmediato ayer, trataron con desprecio a sus iguales de la víspera. Para ellas, vivir en casa de tejas significaba poseer una enorme superioridad sobre la gentuza que se cobijaba bajo los pajizos techos de los ranchos.

Mientras los lugareños acogían burlescamente las pretensiones señoriles de las hermanas, éstas empezaron a recibir las visitas de algunos notables del pueblo, lo cual vino a desequilibrar aún más aquellos cerebros debilitados por la edad y las privaciones de una vida durísima. Los primeros en llegar fueron el maestro de escuela y el oficial del registro civil.

A éstos siguieron luego el receptor, el comandante de policía y el subdelegado. Y todos estos personajes, huasos ladinos y socarrones, habían husmeado que existía allí un filón que explotar. No se equivocaron en sus cálculos, pues las hermanas, halagadas por el insigne honor que se les hacía, despoblaron el gallinero para festejar con comidas y cenas a los visitantes.

Los interesados en que la mina no se brocease, y conocedores del lado flaco de las solteronas, pagaban su hospitalidad tratándolas con el más exagerado respeto y cortesía. La cerril incultura y la manía de grandeza de las hermanas les impedían descubrir la confabulación de que eran víctimas, y tomando en serio los burlescos homenajes los aceptaban con infantil ingenuidad.

Mas estaba sin duda escrito que tanta felicidad no podía ser duradera, pues un buen día, un suceso, al parecer insignificante, cambió el curso de los acontecimientos. Ese suceso fue el arribo al pueblecillo de una nueva preceptora, en reemplazo de la vieja maestra, que había obtenido su jubilación. La recién llegada era joven y hermosa, y vestía con elegancia.

Sus trajes, sus sombreros y sus cintajos produjeron gran efecto entre los campesinos. Pero lo que extremó la curiosidad y la admiración fue el piano de la profesora, instrumento desconocido, que por primera vez hacía su entrada en la población.

Dos o tres semanas después del cambio de maestra, los encopetados amigos de las hermanas empezaron a distanciar sus visitas hasta interrumpirlas por completo. El primero que dejó de ir fue el subdelegado, lo siguieron el maestro de escuela y el comandante de policía y, por último, finalizaron la defección el receptor y el oficial del registro civil.

No les costó mucho trabajo a las interesadas encontrar la causa de este desbande y una noche, delante de la casa de la preceptora, identificaron por la voz a cada uno de los desertores. Todos parecían estar muy alegres y en los intervalos en que el piano callaba, se les oía charlar y reír con gran algazara.

Ante la evidencia de lo que estimaban un complot trabado en su contra, una rabia sin límites les acometió, decidiendo incontinenti tomar venganza y castigar a la intrusa a cuyas malas artes debían sin duda alguna tan afrentoso desaire. Y cuando obsesionadas por este pensamiento, pasaban el día y la noche ideando un medio de tomar un sonado desquite, un nuevo incidente vino a colmar su ya furibundo enojo. Un domingo, al entrar a la iglesia, vieron su sitio predilecto cerca del púlpito ocupado por la preceptora.

Sin pérdida de tiempo y con destempladas frases reclamaron lo que ellas creían su derecho. La joven, atemorizada, iba a complacerlas cuando el sacristán que pasaba por ahí en esos instantes, tomando la defensa de la institutriz las obligó a desistir de sus pretensiones, amenazándolas con arrojarlas fuera del templo.

Apenas hubo salido la misa se produjo afuera de la capilla un enorme escándalo; eran las hermanas que abalanzándose al encuentro de su enemiga, la persiguieron un gran trecho injuriándola groseramente.

Una hora más tarde, y cuando las agresoras comentaban todavía el acto realizado, recibieron la visita del comandante de policía quien, sin preámbulo alguno y sin saludarlas siquiera, les expresó que si en adelante molestaban en lo más mínimo a la señorita profesora, él se vería obligado a alojarlas en un calabozo de su cuartel; y si esto no se efectuaba por el momento, era por obra de la ofendida cuya generosa intervención había ablandado el rigor de las autoridades.

Sólo cuando el funcionario se hubo marchado vinieron las hermanas a sobreponerse al asombro y consternación que las embargaba. El dolor y la cólera les arrancaron los más violentos apóstrofes contra la intrigante y sus amparadores. Antes que resignarse a sufrir la mordaza que querían imponerles, era mil veces preferible abandonar aquellos lugares donde tales infamias se cometían.

Ellas habían soportado toda clase de agravios y ahora, sólo por decirle cuatro frescas a una desvergonzada, las amenazaban con la cárcel como si se tratase de criminales. Pero no soportarían tal ignominia y se irían lejos, muy lejos, donde nunca jamás oyeran hablar de aquel rincón aborrecido.

Y lo hicieron tal como pensaban, trasladándose al día siguiente a la ciudad vecina para ofrecer en venta la casa y el terreno a una persona que ya les había hecho ofertas en ese sentido. El negocio se realizó rápidamente, pues el comprador, aprovechándose de las circunstancias, obtuvo por un precio irrisorio ambas propiedades.

Algunos días después de haber vendido todo lo que poseían, se encontraban las hermanas en Santiago, ocupando un pequeño departamento de uno de los barrios apartados de la ciudad; mientras les duró el dinero vivieron en relativa tranquilidad, mas, agotado éste, el problema de vivir se tornó para ellas inquietante y amenazador; pronto se vieron obligadas a cambiar el departamento por el cuarto redondo de un conventillo lo que les produjo, dado su carácter insociable, un trastorno completo. Desde el primer día, enredadas en interminables pendencias con los demás locatarios, adquirieron en ellas tal expedición que se hicieron temibles aun para el contendor más aguerrido.

La habilidad de ambas para tejer encajes y miriñaques las libró por el momento de las garras de la miseria, proporcionándoles los medios de ganarse trabajosamente la vida.

Un día, el comerciante que les compraba el artículo les aconsejó que abandonasen la capital para establecerse en uno de los pueblos vecinos donde, a su juicio, los encajes que ellas elaboraban soportarían en mejores condiciones la competencia del similar extranjero.

Encontraron razonable el consejo y lo pusieron en práctica tan pronto como sus recursos les permitieron cubrir los gastos de traslación.

En un principio hallaron en la pequeña ciudad que eligieron para su residencia, algunas facilidades para vender sus tejidos, pero, por desgracia, estas ventajas fueron pasajeras y la situación se tornó otra vez angustiosa y apremiante.

Entre todas sus tribulaciones la más intolerable era el temor de que llegase a su pueblo de origen la noticia de sus penurias. Podían soportar sin quejarse las mayores privaciones, pero el solo pensamiento de que sus enemigos de allá conociesen sus apuros, llenaba sus almas de amargura, rabia y desesperación.

Por último, la enfermedad de Matilde fue el golpe de gracia asestado por la fatalidad a la entereza y estoicismo de las hermanas.

Una tarde que la enferma estaba sola en su cuarto se oyeron salir de él quejas y lamentos plañideros. Como la puerta estaba sólo entornada, las vecinas, que habían acudido presurosas a imponerse de la novedad, pudieron penetrar sin demora en la habitación. En una de las camas, sentada y apoyando sus espaldas en los hierros del catre, estaba Matilde, la menor de las encajeras. Su rostro moreno y demacrado, con los pómulos salientes, denotaba la extenuación de una abstinencia prolongada.

A las preguntas que le dirigieron contestó, con voz débil y quejumbrosa, que, sintiéndose desfallecer por falta de alimentos, había lanzado aquellos gritos en demanda de socorro.

Esta explicación fue recibida por las circunstancias con exclamaciones de dolorosa sorpresa. Y luego, cuando hubo bebido un poco de leche y de caldo que con gran prisa trajéronle en el primer momento las más comedidas, empezaron las improvisadas enfermeras a comentar con acritud el culpable abandono en que se hallaba la paciente. En vano Matilde quiso defender a su hermana a quien iban dirigidas las censuras, pues las indignadas comadres se negaron a aceptar sus explicaciones. Si no tenía los medios para atenderla, ¿por qué no solicitó la ayuda de ellas? Seguramente por soberbia no había cumplido este deber.

La repentina llegada de la ausente puso fin a las murmuraciones. Al ver la pieza invadida por tantas personas, Delfina experimentó un gran sobresalto y avanzó hacia el lecho exclamando:

—Matilde, ¿qué ha pasado, que ha sucedido?

Antes que la interpelada despegase los labios para contestar varias voces profirieron atropelladamente:

—Lo que ha pasado es que si nosotras no venimos tan pronto a favorecerla, se habría muerto de necesidad. Es un crimen abandonar así a una pobrecita enferma.

Al oír estas acusadoras frases, el semblante adusto de la encajera palideció. Sus pequeños ojos de huraño mirar lanzaron rayos de contenida cólera. Durante un minuto una violenta lucha se entabló en su espíritu. ¿Arrojaría a las intrusas que habían invadido sorpresivamente su domicilio o aceptaba, por amor a su hermana, esa intervención que consideraba ignominiosa y ultrajante?

Pero al pensar que había recorrido el pueblo entero sin vender una vara de encajes, toda su energía la abandonó. Sin pronunciar una palabra, con un gesto de inmenso cansancio se sentó en el borde del lecho e inclinando la cabeza se cubrió el rostro con las manos.

Entonces, en el silencio, se alzó la voz débil de la enferma para decir:

—¡Por favor, vayan a traerle algo a mi pobre hermana, porque ella tampoco se ha desayunado hoy!

La capitulación alivió considerablemente la crítica situación de las encajeras, pues las comadres, satisfechas con el triunfo y espoleadas por la vanidad, rivalizaban entre sí para proveerlas de lo necesario.

La enferma, que no podía moverse de la cama, pues además de sus piernas hinchadas el menor esfuerzo le producía ahogos, fue también objeto de solícitos cuidados, pero el extraño mal que la aquejaba resistió victoriosamente la ciencia de las más hábiles curanderas.

Por algún tiempo el entusiasmo caritativo de las comadres se mantuvo sin sufrir alteraciones de importancia, mas, descontado el factor novedad, empezaron poco a poco a notarse síntomas de reacción en la obra piadosa que realizaban, siendo la terca obstinación de las encajeras para ocultar su pasado, causa no pequeña del general descontento. Contribuyó también a acentuar esta mudanza la insólita conducta de las hermanas, que parecían considerar los auxilios que recibían como algo obligatorio y forzoso que nadie podía rehuir.

Cuando por algún motivo tardaba en llegar el diario socorro, Delfina en persona iba de puerta en puerta en su busca, permitiéndose a menudo rechazar lo que no era de su agrado.

Estas extravagancias, que fueron en un principio acogidas risueñamente por las vecinas, concluyeron al fin por hacerles pequeñísima gracia. Está bien, decían, socorrer al necesitado, pero dar limosna a un desagradecido no es caridad sino necedad.

Y consecuentes con este criterio, hubieran abandonado a su suerte a las hermanas, si la enferma, a quien de veras compadecían, no fuese la primera en sufrir los efectos de tal determinación. Sin embargo, aquello que al empezar les pareciera un pequeño sacrificio, comenzaban ya a considerarlo como una carga pesadísima.

—No es posible echarnos encima la obligación de alimentar a dos personas, que, además de ser antipáticas, ni siquiera demuestran ser agradecidas.

Por otra parte Delfina podía sostenerse con su trabajo y, en cuanto a la enferma, su sitio estaba en el hospital.

En tanto las hermanas, recluidas como siempre en su cuarto, estaban muy lejos de presentir la tormenta que las amenazaba, Mientras Matilde, sentada en la cama, permanecía largas horas abstraída y silenciosa, Delfina, ocupando cerca de la puerta su sitio de costumbre, no cesaba de tejer sus encajes. Ningún cambio se había producido en sus hábitos, y sus almas rudas y primitivas, con sus anormales modalidades, se conservaban inalterables sin adaptarse al medio que las rodeaba, acarreándoles sus actos, impulsivos ordinariamente, molestias y disgustos de todo género.

En Delfina esta característica era tan marcada, que doña Margarita expresó un día el sentir general en una frase lapidaria:

—Esta vieja parece una ortiga... Por donde pasa deja el escozor.

La idea de que la enferma debía trasladarse al hospital les pareció a las vecinas la solución más acertada del conflicto que las preocupaba, mas al insinuar la conveniencia de esta medida, las hermanas la rechazaron con horror e indignación.

Este estado de cosas se habría mantenido por mucho tiempo si la intervención de la mayordoma del conventillo no hubiese venido a dar al problema un giro inesperado. Un día que, por enfermedad de uno de sus chicos, se vio obligada a llamar a un médico, aprovechó la ocasión para que el facultativo visitase también a la enferma del número cinco, cuyo estado la tenia inquieta y recelosa. El diagnóstico del doctor después de un atento examen fue que la paciente sufría del corazón, y como el mal estaba ya muy avanzado, la muerte, a su juicio, podía producirse en cualquier momento.

Apenas el médico se hubo marchado, la mayordoma se trasladó al cuarto de las hermanas y, con su tono más autoritario, las hizo saber que al día siguiente debían entregar la pieza. Como el plazo del desahucio, que les notificara en tiempo oportuno, estaba ya vencido, tenía derecho en caso de resistencia a lanzarlas de ahí por la fuerza.

Las encajeras fijaron en la mujer sus azorados ojos, mudas y aterradas ante lo que acababan de oír.

—No tenemos adonde mudarnos —pudo al fin decir Delfina, mientras Matilde agregaba suplicante:

—Señora Ursula, no nos eche, considere lo enferma que estoy.

—Pues precisamente por eso quiero que se vayan —replicó brutalmente la aludida, y poniendo término a la entrevista, concluyó—: Y no hablemos más, mañana sin falta me desocupan la pieza.

Apenas la mayordoma se hubo retirado empezaron a llegar las comadres, atraídas por la novedad del caso. Y cuando con hipócritas frases expresaban su condolencia por lo sucedido, Matilde las interrumpió para decir con el rostro bañado en lágrimas:

—¡Por Dios, por Nuestro Señor, rueguen a la señora Ursula que no nos quite la pieza! Yo sé que me quedan algunos días de vida. Cuando haya muerto vendan el catre y la cama. El colchón es de pura lana y la tela está casi nueva. Compren el cajón, unas cuatro tablas no más, y el resto es para ustedes por las limosnas que me han hecho. Vendan también este pañuelo y esos dos vestidos y entiérrenme con esta ropita vieja que tengo puesta. Pero, por favor, déjenme morir aquí tranquila. No las molestaré mucho tiempo.

Este desesperado ruego conmovió a las circunstantes, y con los ojos húmedos por la emoción, prometieron hacer lo posible para arreglar aquel asunto.

La mayordoma recibió a las mediadoras con su aire más severo e imponente y les expresó que no volvería atrás en lo que había resuelto. No quería que le sucediese otra vez lo del año pasado cuando se murió en el número ocho aquel viejo que, por carecer de deudos, le ocasionó tantos trajines y molestias y aun gastos para velarlo y sepultarlo. Además, misiá Merceditas, la propietaria del conventillo, no se cansaba de recomendarle que no admitiera enfermos, pues si se morían la casa adquiría mala fama.

Y terminó declarando que si la enferma se iba al hospital o a otro lugar cualquiera, ella no tenía inconveniente, a pesar de que le debía dos meses de arriendo, para que Delfina se quedase por algún tiempo más en la habitación.

Cuando Matilde supo por boca de la vecina el fracaso de sus esperanzas, sufrió una violenta crisis de desesperación que en vano trataron de calmar, solícitas y afectuosas, las compasivas mujeres.

De pronto vieron con espantados ojos que el cuerpo de la encajera se desplomaba sobre la cama donde quedó inmóvil, con la cabeza echada atrás y las manos crispadas sobre el pecho.

Se produjo en el cuarto un gran tumulto y las presentes se arremolinaron en torno del catre exclamando entre gemidos:

—¡Ay, Señor, está muerta; ya se murió, pobrecita!

La actitud de Delfina llenó de asombro a las llorosas vecinas. Sin lanzar una queja ni derramar una lágrima se acercó al lecho donde yacía el cuerpo inerte de Matilde, y después de contemplar un instante el rostro de la muerta, lo cubrió con los pliegues de la sábana.

El repentino fallecimiento de la encajera puso a la señora Ursula fuera de sí, y midiendo la desagradable sorpresa que podía acarrearle el suceso, se fustigó con los más duros dicterios por su falta de previsión. Ella, nadie más que ella tenía la culpa. ¿Cómo no notó cuando fue a verla, la semana anterior, que esa maldita vieja tenía ya olor a difunto? ¿Y ahora no era de temer que la propietaria del conventillo le quitase el puesto para dárselo a otra más avisada?

Y cuando cegada por la ira buscaba un medio de salir del paso llegó a la carrera una de las locatarias, gritando sofocada:

—¡Señora Ursula, no ha muerto; está viva; ha sido un ataque no más!

El asombro y la alegría reemplazaron al coraje en el rostro de la mayordoma, y encaminándose a la puerta de calle ordenó a uno de los granujas que jugaban en la acera:

—Pedro, anda a buscar un coche. En el paradero de la esquina debe estar el de Antonio, dile que venga en el acto.

Al penetrar por segunda vez al número cinco, la señora Ursula, después de observar un instante a Matilde que alentaba apenas, sumida en una especie de sopor, se encaró con Delfina y le previno en un tono que no admitía réplica:

—Voy yo misma a llevar a su hermana al hospital para que le den algún remedio. Aquí nada podemos hacer para aliviarla; usted puede ir también con nosotros si lo desea.

La encajera, que estaba sentada cerca de la cama, inmóvil y silenciosa, con la cabeza inclinada sobre el pecho, exhaló un sordo gemido, mas no pronunció una palabra ni hizo el más leve signo de protesta contra una medida que tanto le repugnaba.

La señora Ursula, que conocía el carácter violento de la anciana, y temía encontrar en ella una seria resistencia, aprovechó su actitud pasiva para transportar a la enferma hasta el carruaje que acababa de detenerse frente a la puerta de calle.

En el momento en que el vehículo iba a partir, la mayordoma, asaltada por un súbito escrúpulo, sacó la cabeza fuera de la ventanilla y ordenó:

—Vaya una de ustedes a decirle a Delfina que la estamos esperando.

Momentos después volvió la mensajera diciendo:

—Está encerrada en el cuarto y no contesta a los llamados.

A la mañana siguiente vieron las curiosas comadres que la encajera había reanudado su tarea ocupando como de costumbre su sitio frente a la puerta de la habitación. Parecía más vieja, más encorvada, y sus dedos, torpes e indóciles, ejecutaban la labor con desesperante lentitud. Sólo la ruda aspereza de su carácter no había sufrido cambio alguno, pues si se le dirigía la palabra contestaba con monosílabos y en un tono de marcado mal humor. Un día que su vecina del número cuatro le preguntó si había ido a ver a su hermana, respondió con gran enojo:

—¿Ir yo a verla? ¡Nunca, jamás pondré los pies en el hospital!

La respuesta escandalizó a todo el mundo, pero luego se supo que aquello era un desahogo de la irascible anciana, pues, desmintiéndose a sí misma, iba a ver a la enferma, de vez en cuando, a la casa de salud. Pero hacía estas visitas de un modo furtivo, dando rodeos para que no se enterasen de ello las gentes del conventillo.

Una mañana, un empleado del hospital trajo el aviso de la muerte de la paciente. La mayordoma, presurosa, condujo al mensajero al cuarto de Delfina. Esta, que se encontraba tejiendo delante de la puerta, adivinó en las caras compungidas de los visitantes la fatal noticia y, con el semblante contraído por la angustia, interrogó con apagado acento:

—¿Ha muerto Matilde?

—Si, anoche después de las doce —fue la breve respuesta que recibió.

Un ligero temblor sacudió el cuerpo de la encajera. Soltó el hilo y el crochet y, cubriéndose la cabeza con ambas manos, gimió en un incontenible arranque de infinito desconsuelo:

—¡Y, ahora, qué van a decir en las Pataguas cuando sepan que una de las niñas Mella ha muerto en el hospital!

Sobre el abismo

Regis, después de coger de la larga fila de cestas alineadas junto al muro de la galería una que ostentaba unida al asa un pequeño caracol agujereado, ocupó su sitio entre dos gruesos pilares y se dispuso a satisfacer el voraz apetito que cinco horas de ruda labor habíanle despertado.

Eran las doce del día. Los obreros de aquella sección de la mina iban llegando en pequeños grupos; y las luces de sus lámparas fijas a las viseras de sus gorras, brillaban como extrañas luciérnagas en los negros y tortuosos túneles.

Cada cual, llegado a la fila de cestas, tomaba la que le pertenecía y se retiraba a su rincón a despachar en silencio la merienda.

Durante un largo cuarto de hora sólo se oyó bajo la negra bóveda el sordo chocar de las mandíbulas y el sonoro tintineo de los platos y cucharas manejados por manos rudas e invisibles. De pronto, una voz aislada se dejó oír a la que contestaron muchas otras, estableciéndose animados diálogos en la oscuridad. En un principio, la conversación versó sobre el trabajo, mas, poco a poco, fue ampliándose el campo de la charla. Mientras que en un lado se discutía en voz baja, con gravedad, en otro se bromeaba y se reía celebrándose los dicharachos de los bufones que hacían blanco de sus burlas al más viejo de la cuadrilla, un pobre hombre que siempre llegaba retrasado buscando afanoso su cesta que los bromistas ocultábanle de continuo para gritarle según se aproximaba o no al escondrijo:

—¡Caliente!

—¡Frío, como el agua del río!

—¡Que se chamusca, que se quema don Lupe! —todo esto en medio de grandes risotadas.

Regis, compadecido del viejo que aturdido por la algazara iba y venía infructuosamente, se levantó y puso en sus manos trémulas la cesta desaparecida, lanzando al mismo tiempo un enérgico apóstrofe a los malignos burladores.

Los aludidos contestaron acremente y, por un instante, hubo de un extremo a otro del lóbrego recinto un bombardeo de gruesos vocablos que terminó, después de una frase proferida por una voz burlona, en una carcajada general.

El semblante de Regis, en la obscuridad, y bajo la espesa máscara de polvo de carbón que lo cubría, palideció intensamente y su primer impulso fue abalanzarse sobre el calumniador y castigar como merecía la mentirosa especie que acababa de proferir; pero un rápido pensamiento lo inmovilizó al recordar, de pronto, un diálogo que oyera al pasar esa mañana por delante de una “labor”.

—¿... Con que Ramón tampoco ha bajado hoy?

—¡No puede ser!

—Te digo que sí. Don Pedro preguntó por él en la garita y le dijeron que no había estado a recoger los “tantos”.

Y la sospecha germinó y arraigó en su cerebro con la celeridad del relámpago. ¿Cómo, sería cierto, acaso, lo que le lanzó al rostro tan brutalmente aquel infame? ¿Le engañaría ella con Ramón? Su rostro se contrajo, una sombría llama iluminó sus pupilas y nerviosamente se puso de pie.

Regis era un muchacho de veinte años. De estatura mediana, sus miembros delgados y su pálido semblante denotaban la amarga tristeza de una infancia pasada en lo profundo de los túneles, sin juegos, sin risas, sin aire, sin sol. Enamorado apasionadamente de Delfina, la muchacha más linda y coqueta de todo el contorno, había vencido a numerosos rivales que se disputaban aquella conquista. Uno de los más tenaces y de los últimos en abandonar el campo, había sido Ramón, un mozo de su edad, rival temible, por cierto, porque a su físico atrayente reunía otras cualidades que lo hacían irresistible entre las muchachas.

A pesar de su victoria, Regis vivía desconfiado y receloso, pues su enemigo, despechado por la derrota, habíase jactado públicamente de que tarde o temprano obtendría la revancha.

Solo, en la galería, el obrero trató en vano de tranquilizarse diciéndose que todo aquello no era sino la obra de un envidioso, y que la ausencia de Ramón podía tener origen en una causa muy distinta de la que el calumniador le atribuía, Mas, sus celos despertados tan bruscamente ahogaron estos razonamientos y sólo pensó en abandonar la mina cuanto antes. Tomada esta resolución, y sin cuidarse de la cesta tirada en el suelo, echó a andar presuroso hacia la salida. Mientras caminaba iba elaborando un plan para conseguir le permitieran abandonar el trabajo, cosa en verdad bastante difícil, pues el reglamento de la mina era en este punto terminante.

El único medio sería fingirse enfermo, pero, además de la repugnancia que le inspiraba la mentira, había otro inconveniente: el de ser enviado arriba custodiado por un capataz cuya consigna era llevar a la enfermería a los que alegaban alguna dolencia, donde eran examinados por el médico o el practicante. (Sabia medida adoptada por los jefes contra los perezosos). Y a esto había que agregar la demora consiguiente que le privaría caer de sorpresa sobre los culpables.

Cuando desesperado por estas dificultades buscaba inútilmente la manera de evitarlas, se detuvo de pronto iluminado por una idea salvadora.

Con el entrecejo fruncido permaneció un instante inmóvil y, luego, girando sobre sus talones volvió atrás, desandando el camino recorrido. Marchaba por una amplia galería de arrastre sorteando las invisibles traviesas que sujetaban los delgados carriles de acero. De súbito torció a la derecha y se internó en una “revuelta” estrecha empinada y bajísima. Encorvado hasta tocar con las manos el suelo fangoso, remontó trabajosamente el pasadizo, y se encontró en una galería paralela a la que acababa de abandonar. Era un viejo túnel fuera de servicio que comunicaba con el pique por una abertura situada a treinta metros encima de la entrada de la galería principal.

Después de algunos minutos de marcha se encontró delante del pozo.

De pie en el reborde saliente de la roca, sondeó la negra profundidad, de la que subía un vago murmullo de voces apagadas que indicaban la presencia de obreros en la puerta del corredor. Regis apagó la lámpara para que el reflejo de la luz no lo denunciase, e inclinándose un tanto y alargando la diestra al vacío, pudo tocar con la punta de los dedos uno de los cables niveles a lo largo de los cuales se deslizaba el ascensor. Su plan, aunque audaz y peligroso en extremo, era, sin embargo, facilísimo de ejecutar. Dentro de algunos minutos, terminada la hora de comida, la mina entera reanudaría su labor. Puesta la máquina en movimiento, mientras que el ascensor que estaba ahí, debajo de sus pies, llevaba a lo alto su carga mineral, en el otro, que estaba arriba, descendería el capataz mayor. Como la máquina trabajaría entonces en el mínimo de velocidad, podía, maniobrando con viveza y sangre fría, tomar a su paso por delante de él el ascensor, cogiéndose de una de las barras transversales del aparato. A esa hora estaba seguro de no encontrar arriba a ninguno de los jefes, y su escapada, salvo para unos pocos compañeros, pasaría desapercibida.

Resuelto a llevar a cabo la tentativa y fijados en su cerebro los detalles del procedimiento, esperó, aguzando la vista y el oído, el instante de obrar.

Un débil resplandor brotaba de abajo permitiéndole descubrir la brillante superficie del delgado cable a cuya extremidad hallábase inmóvil el ascensor. De súbito, un ligerísimo rumor partió del pozo. Regis hizo un movimiento y se estremeció. Su oído ejercitado adivinó en aquellas vibraciones las sacudidas del hilo de señales que transmitían a la máquina el aviso de que, abajo, la maniobra para izar estaba lista.

Reteniendo la respiración aguardó con el corazón palpitante. Pasaron algunos segundos y una leve oscilación del cable le anunció que el momento de emprender el viaje aéreo había llegado. Asentó lo más sólidamente que pudo los pies en la saliente de la roca y alargó ambos brazos. No tuvo mucho que aguardar. Surgiendo del abismo vislumbró de un modo confuso la techumbre del ascensor y bruscamente se echó adelante. Sus manos chocaron contra una superficie dura y lisa, resbalaron por ella un corto trecho y, encontrando un obstáculo, hicieron presa de él. Instantáneamente se halló suspendido en el vacío envuelto en tinieblas impenetrables.

Mas el plan no había salido bien del todo, pues, habiendo calculado mal la velocidad del aparato, en vez de asirse de la barra transversal, sus manos sólo alcanzaron a rozar las tablas de la vagoneta, deteniéndose en el borde inferior de la plataforma de la jaula, una especie de riel a cuya pestaña se aferraron sus dedos como tenazas.

En un segundo analizó Regis su situación, y con infinito espanto vio que era desesperada. Sobrecogido de terror, sus cabellos se le erizaron y la voz se le estranguló en la garganta. La conformación de aquella ranura sólo le permitía introducir en ella las dos primeras falanges de sus crispados dedos. Toda la sangre se le agolpó al corazón cuando tras algunos segundos sintió que empezaban a resbalar sobre el metal, a impulso de la violenta tracción de su cuerpo, balanceándose como un péndulo en el abismo. Lanzó un alarido hondo y penetrante, estremeciéndose de angustia y de pavor. Ya bajo la terrible energía desarrollada por sus músculos, incrustóse la carne en el duro hierro soldándose con él; y el ascensor, levando tras sí aquel vívido apéndice, continuó su marcha ascendente, lenta y uniforme, a lo largo del tubo vertical.

Transcurrieron así algunos instantes brevísimos, y Regis, que sentía zumbar la sangre en sus oídos y martillarle el corazón dentro del pecho, empezó a calcular mentalmente la distancia recorrida. ¿A qué altura se encontraba? ¿Cuántos metros faltaríanle aún para alcanzar el brocal? Con los dientes apretados, la faz convulsa, los ojos fuera de las órbitas, sacudido por espasmo de agonía y bañado en frío sudor, parecíale una eternidad cada décimo de segundo.

De súbito a su lado, tocándolo casi, el minero entrevió fugazmente algo informe que caía de lo alto como una piedra. Una luz viva lo deslumbró y le pareció distinguir un rostro pálido con dos grandes ojos muy abiertos brillando siniestramente en la oscuridad. Las dos jaulas al cruzarse, sumando sus contrarias velocidades, señalaron el punto de contacto con un silbido característico, silbido que en el cerebro de Regis retumbó como si los cuatro arcángeles del Apocalipsis le gritaran a la vez: ¡Estás en la mitad del camino! ¡Falta aún un minuto, es decir un siglo, para que el ascensor recorra los ciento cincuenta metros que te separan de la superficie donde está la vida, la salvación! ¡Cada segundo que pasa no hace sino alargar el trayecto que en breve recorrerá tu cuerpo en su vertiginosa caída mortal!

Mas era joven y vigoroso, y su ser entero en la plenitud de la vida se rebeló contra el implacable destino. ¡No, no quería morir! Y a medida que el instante fatal se precipitaba, su espíritu adquiría una potencia de visión extraordinaria. Todos los acontecimientos de su vida desfilaron ante él en un segundo. Y comprendiendo que se aproximaba lo inevitable, que de un momento a otro iba a soltarse y caer, quiso terminar de una vez aquella espantosa agonía. Pero, el recuerdo del puente que obstruía el pozo a más de doscientos metros debajo de él, arrancóle un rugido desesperado de terror. Como si estuviese de pie sobre ellas, veía las gruesas planchas de hierro erizadas de clavos, de rieles y de pernos prontas a recibirle y resistir el espantoso choque de su cuerpo, precipitándose de una altura de doscientos cincuenta metros con la velocidad de una bala de cañón.

De súbito sintió que los dedos de su mano izquierda resbalaban unos tras otros por la dura superficie del metal. El ascensor subió otros veinte metros lento, silencioso, invisible en la oscuridad; y, de pronto, Regis experimentó la horrible sensación de que las yemas de los dedos de su mano derecha se hundían y pasaban a través del hierro como si el metal se hubiese fundido de repente, y se halló, por espacio de un décimo de segundo, inmóvil en el vacío. Acto continuo estalló bajo su cráneo un trueno formidable y una tromba de viento le azotó el rostro y le cortó la respiración.

Medio minuto después, los obreros del brocal del pique extraían de la plataforma suplementaria que se cuelga a veces debajo de la jaula para introducir en la mina objetos voluminosos, a un obrero con la cabellera blanqueada a trechos, los ojos muy abiertos y las pupilas enormemente dilatadas, el cual jamás recobró la razón e ignoró siempre que mientras se creía suspendido sobre un abismo insondable, había a veinte centímetros de la planta de sus pies, una sólida plataforma de roble de dos y media pulgadas de espesor.

Tienda y trastienda

Casi al final de la avenida encontré el número indicado en la hoja impresa que llevaba en el bolsillo. Pasé a la acera de enfrente y examiné la fachada del edificio, en la cual se ostentaba en grandes caracteres un letrero que decía: “El Anzuelo de Plata-Gran tienda y Paquetería-Ventas por mayor y menor”.

No cabía duda, era lo que buscaba. Atravesé la calle, crucé la ancha puerta y avancé tímidamente hacia el mostrador y pregunté al dependiente que, tomándome sin duda por un parroquiano, salía a mi encuentro con la sonrisa en los labios.

—¿Puedo hablar con el jefe de la casa?

El empleado se volvió para mirar a través de una vidriera que había a su espalda y, en seguida, reanudando la tarea de despachar al único cliente que había en el almacén, me dijo:

—El señor Pirayán está en este momento ocupado, pero no tardará en venir.

Me apoyé en el mostrador y esperé.

A pesar de aquel pomposo por mayor y menor y de la hábil y estudiada colocación de las mercaderías en los armazones para llenar los huecos y aparentar una gran existencia, su adquisición no habría arruinado a ningún Rothschild. El Anzuelo de Plata no pasaba de ser un modesto tenducho con un giro insignificante.

Hacía ya algunos minutos que oía distraído la charla del dependiente y del comprador, cuando un rumor de pasos me hizo volverme con presteza. Un hombrecillo rechoncho, calvo, de rostro abotagado y patillas a la española, lanzándome una escrutadora mirada, me interrogó secamente:

—¿Qué se le ofrece?

Comprendí que me hallaba delante del jefe de la casa y, sacándome cortésmente el sombrero, le dije, al mismo tiempo que desplegaba el diario que tenía en la diestra:

—Señor, vengo por este aviso...

Sus ojos se clavaron en los míos y durante algunos segundos me sentí escudriñado y analizado por aquella mirada penetrante. Con voz reposada me contestó:

—Efectivamente necesito un empleado. Pero impongo algunas condiciones... En el aviso usted habrá leído...

—Si, señor —le interrumpí—, aquí tiene certificados y recomendaciones que acreditan mi honorabilidad y competencia.

Los hojeó un instante y luego devolviéndomelos masculló con tono displicente:

—Sí, pero veo que usted sólo ha estado en mercerías, y eso, por muy poco tiempo.

—Es verdad, señor, pero si mi práctica de mostrador es poca, tengo en cambio buena letra, sé algo de contabilidad y, más que todo eso, poseo una gran dosis de entusiasmo para el trabajo. Ninguna tarea me asusta...

Pareció que mis respuestas le hacían reflexionar. Después de breve silencio me dijo:

—Amigo, esta casa, por su antigüedad y la extensión de su giro, en nada cede a las más importantes de esta plaza. Ser empleado de Pirayán y Compañía es un honor difícil de conseguir. El aviso que a usted le trae apareció sólo ayer y ya han venido más de cuarenta pretendientes, de los cuales la mayor parte son gente ya fogueada en el mostrador, veteranos hábiles y no aprendices como usted.

Sentí que la angustia me oprimía el alma. ¡Una decepción más que añadir a las innumerables ya sufridas! Sin embargo me sobrepuse y traté de luchar, resuelto a obtener la plaza a toda costa. Con la vehemencia de que era capaz, le hice ver lo apremiante de mi caso. Forastero, sin relaciones, falto de recursos, hallábame en una situación desesperada. Le propuse que me sometiese a prueba hasta conocer mis aptitudes; que trabajaría sin sueldo; que haría de mozo de cordel si era necesario; rogué, insistí, importuné...

El señor Pirayán me oía en silencio sin quitar de mi rostro su aguda mirada. Por fin, como quien hace una concesión enorme, irguiéndose majestuosamente, me dijo con tono solemne:

—Pues bien, contrariando nuestras prácticas voy a hacer en favor de usted una excepción. Lo tomo con estas condiciones: estará en la tienda todos los días, incluso los domingos, a las siete de la mañana. Hará todos los trabajos que se le encomienden. En la noche se cierra a las nueve, pero no retirarse sino después de haber barrido, puesto en su sitio las mercaderías desarregladas por la venta y renovado el muestrario de las vitrinas.

El domingo cerramos a las doce, pero se aprovecha la tarde en sacudir y dar una nueva colocación a las existencias para variar el aspecto del almacén.

No le fijo por ahora sueldo hasta no conocer sus dotes y capacidad para el trabajo. ¿Le convienen estas condiciones?

Con el corazón henchido de gratitud le respondí:

—¡Cómo no, señor! Las acepto con el mayor gusto. ¿Cuándo debo empezar?

—Ahora mismo, si no tiene inconvenientes.

—Ninguno, señor. Estoy listo.

La primera faena que se me encomendó, a pesar del entusiasmo de que estaba poseído, me produjo cierto estremecimiento que recorrió mi epidermis desagradablemente. Se trataba de lavar algunos centenares de botellas vacías, sin más elemento que una tina, el agua de la llave y una libra de perdigones. Mas, deseoso de demostrar que ningún trabajo me arredraba, me quité el vestón y los puños de la camisa y me puse denodadamente a la tarea. Con los brazos arremangados, las manos ennegrecidas y los pies en el agua, permanecí en aquella execrable faena hasta la hora de comer. Después de la comida que, por su frugalidad era digna de un anacoreta, pasé al almacén. Las luces estaban ya encendidas. Mientras el otro empleado despachaba a algunos parroquianos, el señor Pirayán me hizo una seña para reunirme con él en un extremo del mostrador y ahí, sin preámbulo de ninguna especie, me espetó el siguiente discurso-programa en el que estaban señalados todos los deberes de mi nuevo cargo.

—Ante todo —empezó— exijo de mis empleados en su trato con los clientes una honradez y delicadeza irreprochables. La espléndida prosperidad de nuestra casa es el fruto de la seriedad y rectitud de sus procedimientos. Sin olvidar esta regla invariable, usted debe velar por nuestros intereses más que por los suyos propios. Cuide muy escrupulosamente de no excederse ya sea en la cantidad, peso o medida de lo que se expenda. Cualquier negligencia en este sentido la consideraré como un robo directo, sin circunstancias atenuantes. El exceso en la entrega o el menoscabo en el valor son crímenes de lesa comerciabilidad y, por lo tanto, imperdonables.

Antes de dar un precio, examine al comprador para ver qué lugar le corresponde en la clasificación que ha hecho la casa de todos sus clientes y, según dicho examen, recargará usted el precio sobre el mínimo marcado en el artículo. Esta clasificación hecha por grupos es un poco difícil para los principiantes, pero ya la dominará usted con la práctica.

Cuando le pidan alguna mercadería, jamás muestre usted la de mejor clase. Se debe siempre empezar por la de calidad inferior. No se debe dejar ir ningún comprador con las manos vacías. El lema de la casa es: “vender por la persuasión o la astucia”. Si apurados todos las recursos el cliente se muestra intransigente, se apela a los grandes medios. En esto la casa es una especialidad. Tenemos procedimientos infalibles para obligar a los recalcitrantes. Todo ello lo aprenderá usted a su debido tiempo. Lo que ahora urge es conocer la manera cómo se maneja el metro, cosa que de seguro ni siquiera sospecha.

Me pareció tan absoluta esta afirmación que no pude menos que sonreír disimuladamente.

Notólo, sin duda, porque frunciendo el entrecejo ordenó, poniéndome en las manos un retazo de lienzo:

—Mida usted.

Efectué la operación con escrupulosa exactitud y dije convencido:

—Cinco varas y media.

Tomó la tela y midió a su vez.

—Seis varas y media —exclamó con énfasis, clavándome sus ojillos chispeantes de ironía.

Lo miré embobado y dije aturdido:

—¿Cómo puede ser eso? ¡Imposible! ¡Yo medí exactamente!

—Pues ha medido usted mal, y veo, muy oportunamente por cierto, que no sirve para el oficio. ¡Dar una vara de más en un pedazo tan pequeño es un colmo! Con un empleado como usted íbamos a la quiebra por la posta.

Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Aterrorizado por la perspectiva de una nueva campaña a caza de empleo, balbucí con lágrimas en los ojos:

—Señor, confieso mi torpeza. Indíqueme usted dónde está el error y le aseguro que no caeré en él otra vez.

Pareció que mi sumisión le ablandaba, porque con tono conciliador me dijo:

—Su error consiste en que al medir no toma usted en cuenta el grueso de los dedos. Para evitarlo hay que correr, cada vez que se mide una vara o un metro, el pulgar y el índice derechos, con que se sujeta la tela, hacia lo ya medido.

—¿Cuánto? —pregunté anhelante.

—Veinte centímetros, más o menos —me respondió, fijando en mi rostro aquella mirada escrutadora que me producía cierto vago malestar.

Lo miré a los ojos fijamente. Empezaba a comprender el honradísimo arte de Mercurio, pero mi principal sostuvo la mirada y añadió negligentemente:

—Cuide, sí, de que el comprador no se aperciba de la maniobra, porque es un egoísta que quiere obtener siempre todas las ventajas... La equidad le es desconocida.

Sin duda, pensé. Pero. ¡Veinte centímetros en cada vara! ¡Qué dedos, Dios mío!

Y aterrado miré los míos para ver si en realidad tenían aquel diámetro descomunal.

Aquella noche mientras, rendido por la fatiga, me desnudaba para tenderme en el lecho, pensaba con temor en el día siguiente, en el cual, tras el mostrador, debía poner en práctica todas las instrucciones de mi respetabilísimo. jefe.

Cuando al día siguiente me presenté al almacén, vi con cierta zozobra que me había retrasado. Apenas puse pie en el umbral de la puerta, percibí detrás del mostrador dos ojos investigadores que me contemplaban severamente. Balbucí una excusa, recibiendo en respuesta un mandato duro y seco:

—Pase a la trastienda y haga lo que le indiqué ayer.

Obedecí, deseoso de borrar con mi diligencia la mala impresión que mi tardanza había producido.

El trabajo que tenía que hacer era pesado y laborioso. Consistía en vaciar el contenido de los estantes para sacudir el polvo y, en seguida, volver a colocar en ellos las mercaderías, clasificándolas por artículos.

Subido en una escalerilla ejecutaba concienzudamente la tarea, cuando de pronto un tragaluz, situado a la altura de mi cabeza, me hizo testigo de una escena curiosísima.

Desde mi observatorio vi cómo el señor Pirayán —abandonando precipitadamente el umbral de la puerta, desde el cual en zapatillas y calado

el gorro observaba el movimiento de la calle— se entraba en la tienda, desierta a esa hora, y se metía debajo del mostrador, agazapándose como un gato puesto en acecho. Antes de que volviera de mi sorpresa, oí el grito de un vendedor que pregonaba:

—¡Huevos, huevos fresquitos!

Cuando estuvo frente a la puerta se detuvo y, a una señal del empleado, avanzó hasta el mostrador, donde colocó la cesta con la mercadería, entablándose inmediatamente el siguiente diálogo:

—¿A cómo la docena?

—A peso, patrón.

—Y por todo ¿cuánto pides?

—No sé, patrón, tendría que contarlos.

—Los compro todos a cincuenta centavos la docena.

Al mismo tiempo que hacia esta oferta, apoderábase sorpresivamente del canasto y lo ponía en el suelo al lado de adentro del mostrador.

—¿Está loco, patrón? ¡Ni robados que fueran!

El dependiente insistía repitiendo.

—¡Cincuenta centavos, con canasto y todo! ¡Los pago en el acto!

Entretanto mi principal, desde su escondite, tomaba delicadamente del cesto de huevos puesto a su alcance los más hermosos, y los metía en su faltriquera.

Mientras yo contemplaba esta escena inverosímil, el dependiente había vuelto a poner encima del mostrador la cesta aligerada de peso, y clamaba iracundo:

—Bueno, hombre, llévatelos; ¡que te paguen el peso los tontos!

El propietario del canasto recuperó su mercancía y salió diciendo socarronamente:

—Será usted un lince, patroncito; le robará los huevos al águila, pero a mí no me mete naide el dedo en la boca.

No volvía de mi asombro. Si no fuera por las carcajadas que resonaban en la tienda como escopetazos, me hubiera parecido un sueño lo visto. Mis ideas se embrollaban. Sentía que algo, que yo creía inconmovible, perdía su base. Hallábame desorientado.

Y por algunos días aquel procedimiento originalísimo de la casa Pirayán y Cía. para avituallarse, me pareció que no armonizaba del todo con su seriedad, honradez, etc., pero no pude menos de convenir en que, ante su economía, resultaba insuperable.

Hacía algunas horas que trabajaba con empeño, cuando oí la voz tonante del jefe que me llamaba. Acudí presuroso. La tienda estaba llena de compradores y jefe y dependiente iban de un lado a otro atareadísimos. Como principiante mi ayuda se limitó por de pronto a despejar el mostrador de la avalancha de especies en él desparramadas. La actividad del señor Pirayán me maravilló.

Su rostro estaba carmesí y sus vivaces ojillos relucían como ascuas. Para todo tenía frases oportunas y dichos agudos que hacían reír. Su labia era inagotable, y su voz meliflua tomaba las más variadas inflexiones, pasando de la cortesía estudiada y pegajosa a la familiaridad más encantadora. Su “mimbre” dorsal parecía próximo a romperse a cada instante. Detenía al comprador descontento, en su retirada hacia la puerta, con un chiste, con una oferta nueva, con una rebaja ventajosa. Pero, sobre todo, lo que causaba mi asombro dejándome a veces estupefacto, eran su aplomo y serenidad para pedir veinte por lo que valía cinco, para jurar con unción arrebatadora que tejidos de algodón o de cáñamo eran de lana, de purísima lana sin mezcla alguna.

Todas esas mercaderías, de la mejor calidad, de la última moda y que casi no costaban nada, eran fabricadas especialmente para la casa. A creer lo que aseguraba, el mundo industrial del planeta tenía el pensamiento fijo en el Anzuelo de Plata, cuyas instrucciones respecto a dibujo y colorido de las telas eran aguardadas con ansia, dando la pauta del buen gusto en el orbe entero. Los fabricantes se disputaban los pedidos de Pirayán y Cía. a cablegrama limpio; lo menos una docena recibíase diariamente.

Cuando alguna cliente encontraba que el lienzo era ordinario y pedía otro de clase superior, profería, dándose una palmada en la frente:

—¡Cabalmente!, acabamos de recibir uno fabricado especialmente para la casa y que, además de ser un cuero, no tiene pizca de goma.

Y tomando la tela desechada, doblábala cuidando de ocultar la marca. Agachábase, en seguida, detrás del mostrador y reaparecía después de un instante con el mismo género y, poniéndolo delante de la compradora, decíale con el convencimiento que da una fe profunda:

—Aquí tiene usted algo muy especial, lo mejor que hay en plaza. Vea usted el ancho, la suavidad y firmeza de este tejido.

Y después de ponderar en todos los tonos las excelencias de la tela, concluía por pedirle el doble de su precio.

Cuando la cliente iba a retirarse llevando por treinta la que no había querido por veinte, frotábase las manos y le decía bonachonamente:

—Da gusto tratar con gente lista, que conoce la mercadería. Señorita, a usted de seguro no le pasarían nunca gato por liebre.

La compradora sonreía satisfecha y se retiraba pavoneándose.

En la fiebre de la venta aturullábame aquella mañana con mandados y órdenes contradictorios. Aturdido por esa tempestad de gritos perdí la cabeza completamente. Los "¡esto no, imbécil”, “aquello de allá, borrico”, “te dije que lo otro, animal!”, llovíanme como granizada.

Por fin la hora del mediodía puso término a aquella vorágine y pude volver a la trastienda con el cuerpo dolorido y el alma más adolorida aún. Pero mi voluntad era inquebrantable. Soportaría todo aquello antes que recorrer otra vez las calles, diario en mano, repitiendo el consabido: “Señor, vengo por el aviso éste...”

Después de almuerzo hubo una novedad. El señor Pirayán tuvo precisión de salir y nos lo comunicó con estas breves palabras:

—Tengo que ir al Banco a depositar el producto de la venta. Les recomiendo la mayor vigilancia y circunspección.

Mas, de súbito, encarándose con el dependiente, le dijo, señalándome con el dedo:

—Vigileme usted a éste. Es un torpe que todo lo hace al revés.

Aunque recomendación y calificativo no me supieron a mieles, tuve un minuto de alegría ante la perspectiva de un momento de descanso que la ausencia de mi principal me iba, sin duda, a proporcionar, pero mi esperanza se desvaneció bien pronto a la vista de la señora de Pirayán que, después de acompañar a su marido hasta la puerta, colocó detrás del mostrador una silla y, sentándose en ella con majestuoso continente, paseó una mirada de soberana por el almacén, diciéndome después de un momento de expectación:

—Venga acá, coja la escoba y barra estos papeles. Es una indecencia como tienen la tienda. ¡Hombres habían de ser!

Enrojecí hasta la raíz de los cabellos, pero doblando la cerviz tomé el mango del infamante utensilio y empecé a repartir escobazos con verdadera furia.

La voz enérgica de la principal me detuvo:

—¡Hombre, qué modo de barrer es ése! ¿Dónde lo ha aprendido usted?

No contesté, y mi silencio pareció exacerbar a la imponente matrona quien, desde el centro de la densa nube de polvo que los escobazos levantaran, continuó apostrofándome con voz digna y severa:

—Cuando se es tan caballero no se debe tomar otra profesión que la de rentista. ¡Enojarse! ¡Vaya con el señor! Sepa usted que aquí, cuando es necesario, no sólo se barre la tienda, sino la acera y el medio de la calle. ¡Jesús, y qué humos gasta el señorito!

Y la ilustre dama hubiera proseguido su filípica si el regreso de su marido no hubiese puesto fin a la escena.

El aspecto del principal llamó mi atención. Parecía hondamente preocupado. Cruzó en silencio el almacén y desapareció en las habitaciones interiores. Su mujer le siguió. Por primera vez desde mi regreso a la casa, yo y mi camarada el dependiente quedábamos solos. Era un muchacho de estatura mediana, bien conformado, de recias espaldas. Tenía el aire de un campesino, simple y astuto a la vez.

Me aproximé deseoso de entablar conversación:

—¿Se fijó usted en el señor Pirayán? Parece le hubiera ocurrido algo desagradable. Malos negocios, sin duda.

Sin mirarme y sin interrumpir la tarea de empaquetar docenas de pañuelos de bolsillo, poniendo entre ocho de una clase cuatro de calidad inferior, pero que por su tamaño y dibujo ofrecían el mismo aspecto que los otros, me contestó:

—¡Quién sabe, no he visto nada!

Y luego, echando una mirada furtiva al interior, me dijo precipitadamente:

—Váyase a trabajar. Me han prohibido hablar con usted.

Lo medí de alto abajo con desprecio y me alejé pensativo. Esas palabras, las primeras que cruzábamos sin testigos, me dejaron una penosa impresión. ¿Quién era aquel compañero, de dónde venia? Lo único que sabía de él era que se llamaba José, don Pepito para los parroquianos. Á pesar de mi falta de experiencia, algo se me alcanzaba de que aquella prohibición era una táctica hábil para que, desconfiando el uno del otro, no fuésemos a caer en la tentación de organizar, tal vez, una alianza ofensiva y defensiva contra el enemigo común, es decir el patrón.

Después de una corta ausencia reapareció tras el mostrador el señor Pirayán, atendiendo a la clientela con su ordinario despejo y verbosidad. Sin embargo, una sombra parecía velar, a veces, su rostro rubicundo. Como si efectuase mentalmente el balance de su activo y pasivo, caía a ratos en una profunda abstracción. ¡Vencimiento! ¡Crédito dudoso! Imposible me hubiera sido adivinar el motivo de su actitud.

Dos días más transcurrieron y mi aprendizaje horteril no avanzaba gran cosa. Ocupando la mayor parte del día en las más penosas tareas, no disponía de bastante tiempo para profundizar el difícil arte de vendedor. Con frecuencia había oído decir que para comerciante me hacía falta algo muy indispensable: la vocación. Y, acaso, era la verdad. Porque si la poseía, ¿a qué atribuir, entonces, ese rubor intempestivo y pueril que me encendía el rostro cuando, bajo la mirada de Argos de mi principal, veíame obligado a decir que lo blanco era negro o lo negro blanco y que lo que valía diez, importaba veinte o costaba treinta? ¡Y luego ese tartamudeo vergonzoso al proclamar el resultado de la medida de un pedazo de tela, bajando la vista sin afrontar la mirada del comprador!

Y esos ímpetus irresistibles que me asaltaban a veces de salvar de un brinco el mostrador y echar a correr detrás de un pobre diablo de parroquiano y decirle poniéndole en la mano algunas monedas:

—¡Tome usted, esto es suyo, me he equivocado de precio!

¡Y mis pesadillas de las noches! Soñé una vez que veía la tienda en sus días de gran movimiento. Mi principal con su gorro y sus zapatillas gesticulaba como un energúmeno. De pronto y sin transición el almacén con sus existencias transformóse en una enorme tela, en el centro de la cual una araña monstruosa atraía, fascinando con el brillo de sus ojos a enjambres de mosquitos que acudían de todos los puntos del horizonte. Todos quedaban aprisionados en la terrible trampa. Y yo mismo, para no enredarme en ella, daba un salto gigantesco, pero faltándome impulso caía en medio de la siniestra malla, en la que, cual otro Gulliver, quedaba sujeto por millares de viscosos hilos. Presa de pavorosa angustia debatíame para romper la formidable red hasta que, de súbito, me encontraba fuera del lecho envuelto en las ropas y tiritando de miedo.

Esto y los nuevos descubrimientos que hacía en el oficio tendían a probarme que era indigno de él. Mas otra visión, más sombría aún, y la esperanza de conquistar una posición, paralizaban mis ímpetus de independencia. Moscas o arañas, me decía, el dilema es inexorable.

Al sexto día de mi permanencia en la casa pensé que era tiempo de saber si el jefe de ella había ya fijado su criterio respecto de mis aptitudes, y si podía abrigar la esperanza de obtener la plaza con sus emolumentos respectivos. Firme en esta resolución, decidí aprovechar la primera oportunidad para tener una explicación sobre este punto con el señor Pirayán. Pero cada vez que me acercaba a él con este objeto, me miraba de un modo tan desconcertante para mi natural timidez que, acobardado, retrocedía, diciéndome: más tarde será. Y transcurrió el día sin que diera ese paso que se me hacía cada vez más difícil.

En la noche, después de cerrado el almacén, mientras renovaba el muestrario de las vitrinas, tuve una idea salvadora. Ahora, pensé, está solo, despachando su correspondencia. Iré a preguntarle si quito las corbatas rojas y pongo en su lugar las azules y, con este pretexto, llevaré la conversación aunque sea por los cabellos al terreno conveniente. Muy imbécil he de ser si no le arranco una contestación definitiva.

Lleno de resolución entré en la trastienda, al fin de la cual había una puerta que comunicaba con un pasadizo que conducía al gabinete de trabajo del principal. Apenas había dado algunos pasos en el corredor cuando el ruido de una animada charla hirió mis oídos. Quise volverme por el mismo camino, pero unas frases tomadas al vuelo claváronme en el piso como si hubiera echado raíces. Conocí en los que hablaban la voz del señor Pirayán y la de un íntimo de la casa. La conversación, amenizada con alegres risas, no tenía trazas de concluir.

Hela aquí tal como la escuché:

Intimo.—¿De modo que no gastas en sueldos, gratificaciones y otras zarandajas?

Principal.—¡Psh! ni un centavo. Cuando tengo necesidad de un empleado, pongo un aviso en el diario. Llegan legiones. El trabajo está en escoger.

Intimo.—¿Pero exigirán algunas seguridades, un compromiso de que sus servicios serán retribuidos?

Principal.—¡Nada de eso! Yo te diré cómo se procede: se elige siempre a los novatos, a los que hacen sus primeras armas. Si son forasteros, mejor.

Intimo.—Pero, entonces habrá que perder tiempo en enseñarles y lo que se gana por un lado se va por el otro. Puede resultar más cara la vaina que el sable.

Principal.—No, no; aguárdate un poco. Elegido el candidato se empieza por rechazar su petición. El insiste, suplica, y por gradaciones hábiles se le obliga a entregarse maniatado como un cordero. Cerrado el trato se le destina por primera providencia a las tareas más humillantes. Hay que matarles los escrúpulos.

Intimo.—Y la dignidad también. ¡Ja! ¡Ja!

Principal.—Conseguido esto se puede hacer de él lo que se quiere.

Intimo.—¡Ya, ya! Pero de todos modos hay que vigilarle, trabajar, en fin, mientras que tomando uno competente y pagándole sueldo, se ahorran molestias y...

Principal.—Si, para que luego nos ponga la soga al cuello extremando sus exigencias.

Intimo.—Pero también los otros las extremarán. Supongo que no querrán siempre trabajar de balde.

Principal.—Sin duda, pero, siguiendo cierta táctica, los resultados de este sistema son espléndidos. Tú sabes que el empleado que llega a dominar el oficio, que conoce todos los secretos, se nos sube a las barbas muy pronto. Tórnase descontentadizo, no trabaja con la decisión que al principio, porque sabe que fuera de la casa encontrará otro puesto, si no mejor igual al menos al que deja. Y esta convicción lo hace poco paciente para sufrir ciertas cosas. En cambio, el principiante, el candidato al empleo se esmera para conquistarlo en hacer nuestro gusto en todo y por todo. Trabaja sin interrupción de la mañana a la noche. No pone jamás objeciones a tareas determinadas. Escoba nueva, en fin, y... no gana sueldo. ¡El ideal, hombre, el ideal!

Intimo.—Pero al fin se ha de cansar y entonces...

Principal.—Sí, sí; pero el caso está previsto. Se tienen siempre dos. Uno, más antiguo, que posee cierta práctica y otro que empieza. Cuando el primero empieza a fastidiarmos se le hacen nuevas promesas y se le detiene por algunos días, los suficientes para que el segundo pueda ya desempeñarse, esto, hay mil medios para deshacerse del intruso. Por ejemplo, se le ofrece una paga ridícula o se le dice: amigo, su trabajo no me gusta, tiene usted un físico desagradable para los clientes, o cualquiera otra cosa por el estilo para que tome el portante.

Despejado el campo, un avisito en el diario (treinta centavos) y hete aquí una nube de postulantes para reemplazar al salido. Y las escobas nuevas substituyen con un éxito y una economía que son una delicia. ¡Convéncete: escobas nuevas, siempre escobas nuevas, ese es el gran desideratum!

Intimo.—Si, pero no darles una gratificación siquiera...

Principal.—¿Y los conocimientos y la experiencia adquiridos, no valen de nada? Si hay algún deudor seguramente no seré yo. Les he descorrido un poquito la cortina que cubre el escenario y ¡cáspita! me parece que la cosa tiene algún valor! ¡Caramba si lo tiene! Si se aprovechan del noviciado, ya tienen hecha su fortuna.

No quise oír más y me alejé de puntillas, cogí mi sombrero y salí a la calle.

¡Qué torbellino de ideas y sensaciones aquella revelación inesperada desató en mi alma! Los más descabellados proyectos de venganza fulguraron en mi cerebro excitado. ¿Pegaría fuego a la casa, publicaría aquella iniquidad a los cuatro vientos, llevaría una queja a los tribunales? Lamentaba no tener el alma de un Ravachol para hacer saltar a los Pirayán y Cía. más allá del sistema planetario.

Mas, el frío de la noche calmó esa fiebre de exterminio. A la ira y el despecho sucedió la calma. El desaliento concluyó por serenarme. Y luego la frase aquella: “les he descorrido un poquito la cortina” me hizo ver que la aventura, aunque desastrosa, era fecunda en enseñanzas. Eso sí que se había alzado el telón un poco bruscamente.

Fijé una última mirada en el Anzuelo de Plata, que seguirían mordiendo quizás cuantos incautos, y eché andar por las calles desiertas obsesionado por esta idea:

—¡Dios mío, cuándo llegaré a ser escoba vieja!

Cambiadores

—Dígame usted, ¿qué cosa es un cambiador?

—Un cambiador, un guardagujas como más propiamente se le llama, es un personaje importantísimo en toda línea ferroviaria.

—¡Vaya, y yo que todavía no he visto a ninguno y eso que viajo casi todas las semanas!

—Pues, yo he visto a muchos, y ya que usted se interesa por conocerlos, voy a hacerle una pintura del cambiador, lo más fielmente que me sea posible.

Mi simpática amiga y compañera de viaje dejó a un lado el libro que narraba un descarrilamiento fantástico, debido a la impericia de un cambiador, y se dispuso a escucharme atentamente.

—Ha de saber usted —comencé, esforzando la voz para dominar el ruido del tren lanzado a todo vapor— que un guardagujas pertenece a un personal escogido y seleccionado escrupulosamente.

Y es muy natural y lógico que así sea, pues la responsabilidad que afecta al telegrafista o jefe de estación, al conductor o maquinista del tren, es enorme, no es menor la que afecta a un guardagujas, con la diferencia de que si los primeros cometen un error puede éste, muchas veces, ser reparado a tiempo; mientras que una omisión, un descuido del cambiador es siempre fatal, irremediable. Un telegrafista puede enmendar el yerro de un telegrama, un jefe de estación dar contraorden a un mandato equivocado, y un maquinista que no ve una señal puede detener, si aún es tiempo, la marcha del tren y evitar un desastre, pero el cambiador, una vez ejecutada la falsa maniobra, no puede volver atrás. Cuando las ruedas del bogue de la locomotora muerden la aguja del desvío, el cambiador, asido a la barra del cambio, es como un artillero que oprime aún el disparador y observa la trayectoria del proyectil.

Por eso, el guardagujas no es un cualquiera, y aunque su trabajo, de una sencillez extrema, no requiere gran instrucción, posee la suficiente para comprender que en sus manos está la vida de los viajeros y que con sólo poner la barra del cambio a la derecha, en vez de hacerlo a la izquierda, puede sembrar la muerte y la destrucción con la celeridad del rayo.

El sueldo que se le paga está en relación con la responsabilidad que gravita sobre él. Vive, pues, modestamente, en una limpia casita cerca de la línea, y sus hijos andan aseados y van a la escuela. Cuando no está de turno cultiva su huertecillo y maneja el serrucho o la garlopa: la taberna le es desconocida. Por eso su cabeza está siempre despejada y ni el alcohol ni la miseria entorpecen sus facultades. Su mirada es segura, jamás vacila al mover las agujas y ni se paralogiza ni se equivoca nunca.

—Con mucho entusiasmo habla usted de los cambiadores. ¿Se les ve desde el tren?

—¡Sí, que se les ve! En cuanto nos aproximemos a una estación, voy a mostrarle alguno, si no vamos con mucha velocidad.

—A propósito de velocidad, ¿quiere decirme usted a qué obedece la rapidez con que pasamos por las estaciones?

—A la confianza que a todos inspira el guardagujas. No hay ejemplo de que un cambiador sea culpable de un accidente, como el que relata el escritorzuelo trasnochado, autor de ese libro.

—Trataré de no desperdiciar la oportunidad de conocer a tan simpático personaje. Pero, y perdone usted mi ignorancia, ¿siempre ha habido cambiadores o guardagujas, como usted los llama? Porque es extraño que nunca me haya fijado en ellos.

—Voy a decirle a usted. Cambiadores ha habido siempre, pero, y por inverosímil que esto parezca, no se le daba antes al oficio la importancia que merecía. Parece mentira, pero así lo aseguran algunos ancianos, de que los cambiadores se reclutaban en un tiempo entre los últimos empleados de la línea férrea. Eran casi siempre inválidos o lisiados que, siendo palanqueros, aceitadores o carrilanos, habían perdido un brazo o una pierna, gente buena si se quiere, pero que por su índole, condición, y la miserable paga que recibían, eran gran parte inhábiles para la delicada tarea que exige, antes de todo, conciencia del deber, serenidad y nervios tranquilos,

Su salario, admírese usted, era de un peso al día. Con eso tenía que comer y vestirse él, su mujer y los hijos. Claro es que con este sistema los accidentes y descarrilamientos eran frecuentísimos. Y yo mismo sé de una catástrofe que me refirió un ex cambiador años atrás. Para que usted se dé cuenta de cómo pasó, voy a relatarle todos los detalles del suceso.

Fue a fines de mes, en esos días tan tristes para los que ganan poco salario, y entre esto se contaba el cambiador y su familia. En el cuarto, una pocilga estrecha y sucia, la mujer, malhumorada siempre por la miseria y el excesivo trabajo, regañaba de día y de noche, mientras los chicos haraposos y hambrientos lloraban pidiendo más. El marido y padre, con una rabia sorda que le mordía el alma, contemplaba ese cuadro y luego se marchaba al trabajo mudo y colérico. No era borracho, pero la tristeza de su hogar, por el que sentía odio adversión, lo impulsaba a veces a la taberna y bebía para olvidar, para aturdirse algunas horas siquiera. En la noche de ese día bebió algunas copas de aguardiente y durmió mal. Tenía la cabeza pesada y la vista torpe, mientras caminaba entre los desvíos ejecutando su trabajo con dejadez. Cuando la campanilla de la estación anunció al expreso, fue a la vía y examinó las agujas. Estaban donde debían estar y dejaban al rápido la vía franca y expedita.

Faltaban ocho minutos para que cruzara el tren y tenía tiempo de descansar. Hacía mucho calor y los párpados pugnaban por caer sobre sus ojos soñolientos. Después de un momento le pareció sentir un pitazo débil y medio se incorporó en el banco. De repente, una trepidación sorda conmovió la casucha. Se levantó asustado, frotándose los ojos. Delante de él, avanzando a toda velocidad, percibió al expreso. Miró hacia el desvío y los cabellos se le erizaron. Dio un salto gigantesco y abalanzándose a la barra la volvió de un golpe. Instantáneamente resonó un grito encima de su cabeza y vio cómo las ruedas embieladas de la locomotora giraban brusca y vertiginosamente en sentido contrario a la marcha del convoy, haciendo bailar sobre los rieles la enorme mole de la máquina que, a pesar de todo, resbaló por el desvío en dirección del otro tren, como un alud que se descuelga de la montaña.

No esperó el choque y, y soltando la barra del cambio, se lanzó como un loco con las manos en los oídos para no oír el estruendo de la colisión a través de los terraplenes, huyendo desesperado. Pero, a pesar de esa precaución, el tremendo crujido del choque lo alcanzó cuando saltaba una zanja y con él los gritos y lamentos de los moribundos.

El infeliz, al despertarse medio soñoliento, creyó ver que la barra del cambio estaba a la derecha, y eso fue todo.

—Vaya qué miedo me ha dado usted con su relato. ¿Dónde sucedió eso?

—En la estación de Tinguiririca, pero…

Algo insólito me cortó la palabra y salí del asiento disparado como por una catapulta. Caí en medio de un montón de maletas y sacos de viaje y, mientras pugnaba por levantarme, oí una horrorosa gritería seguida de lamentos desgarradores.

Cuando después de atravesar a gatas por entre las tablas del despedazado vagón, me encontré en el andén delante de un funcionario que parecía el jefe de estación, lo único que se me ocurrió decir fue:

—¿Cuánto gana el cambiador?

Me miró con los ojos azorados y me contestó:

—Ahora gana la delantera a los que lo persiguen, pero no se aflija usted porque pronto le darán alcance, pues además de ser sordo, es tuerto de un ojo, zunco de un brazo, cojo de una pierna y está borracho como una cuba.

—¡Desgraciado! —exclamé—, entonces es el mismo. —Y mostrando el puño empecé a vocear—: ¡Es el de Tinguiririca, el de Tinguiririca!

El jefe, cada vez más azorado me tomó de un brazo y profirió:

—En Tinguiririca estamos, pero, permítame señor decirle que debe usted haber recibido un golpe que le ha removido los sesos. Déjeme que lo lleve al carro ambulancia…

* * *


Abrí los ojos y lo primero que vi fueron los gruesos caracteres que en la décima página de El Mercurio decían:

“Choque de trenes en Tinguiririca”.

La Chascuda

La historia tal como nos la narró el hacendado es más o menos así: Hacía ya dos años que era juez de distrito en X, empezó nuestro amigo, cuando las hazañas de La Chascuda me obligaron a tomar cartas en el asunto para investigar lo que hubiese de verdad en los fabulosos cuentos que relataban los campesinos acerca del misterioso fantasma que traía aterrorizados a los caminantes que tenían precisión de pasar por la Angostura de la Patagua.

El primer mes pasaron de doce los viajeros que tuvieron que habérselas con él, y este número fue en aumento en el segundo y tercer mes hasta que, por fin, no hubo alma viviente que se atreviese a cruzar sin buena compañía por el sitio de la temerosa aparición. Este estaba situado en la medianía de la carretera que va desde mi hacienda, Los Maitenes, hasta el pueblo de X.

Llamábasele la Angostura de la Patagua porque ahí el camino atravesaba una profunda zanja, cavada por las aguas lluvias al borde mismo de una hondísima quebrada en cuya ladera arraigaba una patagua gigantesca. Las ramas superiores cruzaban por encima de la carretera y cubrían el extremo inferior del foso. Aquel lugar, verdaderamente siniestro y solitario, era el que había elegido La Chascuda para sus apariciones nocturnas. Todos los que la habían visto estaban acordes en la descripción del fantasma y en los relatos que hacían de los detalles del encuentro. Referían que, al llegar a la zanja, un poco antes de pasar por debajo de las ramas de la patagua, el caballo deteníase de improviso, daba bufidos y trataba de encabritarse y que, cuando obligado por el látigo y la espuela descendía al foso, súbitamente se descolgaba del árbol, y caía sobre la grupa del animal, un monstruo espantable cuya vista producía en los jinetes tal terror, que la mayoría se desmayaba con el susto.

El cuerpo del fantasma, con brazos y piernas descomunales, estaba cubierto de un pelaje largo y rojizo. La mitad del rostro era de hombre y la otra mitad era mujer. Pero lo que caracterizaba a la aparición y le había dado el nombre que tenía era su peculiarísima cabellera dividida en dos partes desde la nuca hasta la frente. En el lado derecho que correspondía al rostro de hombre era blanca como la nieve y estaba alisada y peinada cuidadosamente. En cambio, en el lado izquierdo que correspondía al rostro de mujer era negra y enmarañada como chasca de potranca chúcara.

En cuanto el caballo sentía en las ancas aquello que parecía caer de las nubes, se tiraba de espaldas y se ponía a brincar y cocear hasta que el jinete rodaba por el suelo. Otras veces era La Chascuda misma la que lo cogía por el pescuezo y lo arrojaba de la montura. Pasados el susto y el aturdimiento, el viajero se levantaba y seguía tras su espantada bestia, guiado por la luz de la luna, porque acontecía el hecho curioso de que La Chascuda no se presentaba jamás en las noches oscuras. Pero lo más extraño del caso es que los sorprendidos por la aparición eran despojados de un modo misterioso de cuanto dinero u objeto de valor llevaban encima, como ser fajas de seda, frenos y espuelas de plata. ¿Era el fantasma el ladrón o algún caminante que aprovechándose de la pérdida del conocimiento de las víctimas los desvalijaba a mansalva?

Esta última suposición era contradicha por algunos de los robados, quienes aseguraban que mientras estaban tendidos en tierra, paralizados por el terror, sentían, sin que les quedara la menor duda, cómo las manos del fantasma les andaban en los bolsillos. Todos estaban también conformes en proclamar la prodigiosa fuerza de La Chascuda, que los tomaba por el cuello y los sacaba de la montura con una facilidad increíble. Muchos conservaban por algún tiempo, marcadas en la garganta, las huellas de las garras del monstruo. Mas, salvo alguna que otra contusión producida por la caída y la pérdida del portamonedas u otro objeto, los favorecidos por la aparición no tenían otra cosa que referir. Pero una mañana me despertaron a la salida del sol para imponerme de que había un muerto en la Angostura de la Patagua. Hice ensillar mi mejor caballo y me dirigí hacia allá acompañado de un grupo de huasos y del campesino que trajo la noticia, que era hermano del difunto.

Por el camino, el pobre muchacho me fue refiriendo el suceso. Estaba durmiendo, me dijo, cuando lo despertaron el ladrido de los perros y el galope de un caballo que venía a escape por la carretera. Al enfrentar el rancho se detuvo lanzando resoplidos y relinchos. Abrió entonces el ventanillo que daba al camino y distinguió a la luz de la luna un caballo ensillado y sin jinete en el que reconoció inmediatamente al alazán de su hermano. Se vistió a toda prisa temiendo una desgracia y se dirigió al encuentro del animal. Éste, que parecía muy asustado, no lo dejaba aproximarse y sólo con gran trabajo pudo poner pie en el estribo y colocarse sobre la montura, lanzándose en seguida a toda rienda en la dirección traída por la azorada bestia. Un presentimiento le decía que en la Angostura de la Patagua iba a encontrar la razón de por qué el alazán había llegado a casa sin jinete. Y por desgracia este presentimiento se vio muy luego confirmado. En cuanto hubo llegado al declive de la zanja el caballo se negó tenazmente a seguir adelante. Se desmontó, sacó la manea del arzón y la colocó en las patas delanteras del animal. Hecho esto, bajó por la pendiente y lo primero que se presentó a su vista fue el bulto de un hombre tendido de espaldas en el foso. Era Pancho, su hermano menor, que aún no cumplía dieciocho años. Lo tomó en sus brazos y lo sacó afuera para examinarlo a la luz de la luna. Respiraba aún; lo llamó repetidas veces: ¡Pancho! ¡Pancho!, hasta que el joven abrió los ojos y lo reconoció, sin duda, porque le apretó las manos y después de algunos esfuerzos consiguió murmurar débilmente: ¡Fue La Chascuda, hermano! En seguida abrió la boca, lanzó un quejido y expiró. Apenas se convenció de que estaba muerto, montó a caballo y se vino, esa misma noche, a denunciarme lo ocurrido.

Le pregunté si el cadáver presentaba señales de golpes o heridas. Me contestó que nada había visto, pero que al difunto le faltaban las espuelas que eran de plata y la faja de seda de la cintura. Tampoco tenía el portamonedas, en el que debía estar el producto de la venta de unas riendas que había llevado aquella mañana a la población.

Estaba el sol bastante alto cuando llegamos junto al cadáver. Como le dijera el campesino, no tenía en el cuerpo señales de violencia. Se ha muerto de susto, decían mis acompañantes, pero yo tenía otra opinión que un atento examen confirmó plenamente: el desgraciado muchacho, sea a consecuencia de la caída o de otra causa, tenía rota la columna vertebral.

Mientras se improvisaba una parihuela para conducir al muerto, me ocupé en hacer una inspección del terreno. Hasta entonces no había dado grande importancia a las hazañas de La Chascuda, pero esta última había pasado los límites de mi indiferencia al respecto, y estaba decidido a emplear la mayor actividad para descubrir al asesino y castigar de una vez por todas sus innumerables fechorías.

Desde el primer momento me convencí de que aquél era un asunto oscuro muy difícil de desenredar. Yendo de Los Maitenes, es decir, de oriente a poniente, en una extensión de dos leguas, el camino bordeaba la orilla izquierda de la quebrada del Canelo, que sólo se podía cruzar por un puente situado a tres cuartos de legua de la Angostura de la Patagua. Siguiendo desde aquí el curso de las aguas había un vado a una legua de distancia. Exceptuando el vado y el puente, la quebrada era absolutamente infranqueable por otro punto. Todo el terreno recorrido por el camino, hasta muchas cuadras hacia el sur, estaba formado por desnudos lomajes donde no se veían ni un árbol ni un matorral. Sólo en el lugar en que aparecía el fantasma, una escarpada colina en forma de espolón, se avanzaba hacia la quebrada, obligando a la carretera a estrecharse en aquel sitio y a cruzar el foso.

El paraje elegido por La Chascuda para sus asaltos se prestaba admirablemente para una emboscada. No había medio para eludir aquel mal paso. Me asomé al borde de la quebrada y examiné la

viejísima patagua, cuyo copudo ramaje cubría como un toldo el pequeño barranco que cortaba la carretera. Su grueso y nudoso tronco destacábase del flanco de la quebrada a diez metros bajo mis pies. Desde ahí hasta la espesa y verde maraña de las quilas, debajo de las cuales se deslizaba el arroyo (otros treinta metros a lo menos), sólo se veían en el muro liso, cortado a pique, algunos bóquiles y espinos raquíticos. En el lado opuesto de la quebrada la vertiente desaparecía bajo un espeso bosque de robles, de peumos y de arrayanes. El resultado de esta inspección vino a confirmarse en la creencia de que sólo los pájaros podían salvar aquella enorme depresión del terreno. Tenía ya un hecho cierto.

El forajido no podía venir ni huir por ese lado. Para llegar hasta la patagua y para alejarse de ella tenía forzosamente que atravesar un espacio descubierto y liso como la palma de la mano. Nada más fácil entonces que ocultarse en el barranco y echarle la zarpa cuando se presentase a ejercer su lucrativo oficio. Este plan me pareció magnífico y decidí ponerlo en práctica esa misma noche, pero cuando iba a comunicarlo a los que me acompañaban me asaltó una reflexión: ¿No sería conveniente registrar el árbol por si se encontraba un indicio que nos guiase en la pesquisa? La idea era excelente y para realizarla les indiqué se subiesen y escudriñasen entre las ramas. Con sólo ver la expresión de sus caras comprendí que se burlaban de mi proposición. ¿Rastrear a La Chascuda? ¡Seguirle la pista! ¡Sólo a un futre podía ocurrírsele semejante proyecto!

Uno de ellos no pudo resistir y me dijo socarronamente: No piense, patrón, en seguirle el rastro a La Chascuda. Estas son cosas del otro mundo. Lo que hay que hacer es cortar la patagua y rellenar la zanja. Luego no estaría de más rezar algunos credos y desparramar un poco de agua bendita.

La idea de cortar la patagua y rellenar la zanja me pareció felicísima y determiné llevarla a cabo en cuanto nos apoderásemos del malhechor.

La inspección del ramaje y aún del tronco, para ver si había en él un hueco que sirviese de escondite, no dio ningún resultado, lo que acentuó la expresión irónica y triunfante que resplandecía en el rostro de los incrédulos campesinos.

Para abreviar diré a ustedes que, al anochecer, acompañado de seis jinetes elegidos entre los que me parecieron los más valientes e intrépidos del fundo, galopaba en demanda de la Angostura de la Patagua

La noche era oscura y ni un alma encontramos en la solitaria carretera. Al llegar a una pequeña hondonada, a cuatro o cinco cuadras del temido paso, hice alto, ordené echar pie a tierra y expuse a mis acompañantes con toda claridad mi plan. Dos se quedarían ahí al cuidado de los caballos y los otros cuatro marcharían al sitio de la aparición, donde se ocultarían lo mejor que pudiesen en los repliegues del barranco. En seguida yo, caballero en el mulato, fingiéndome un caminante cualquiera cruzaría por debajo de la patagua, y muy torpes debíamos ser, en caso de que se apareciese La Chascuda, para dejarla escapar.

Contra lo que yo esperaba, este magnífico plan no despertó el menor entusiasmo entre mis oyentes. Mudos e inmóviles como postes se quedaron cuando ordené: ¡Vamos, muchachos, entreguen las riendas a Venancio y a José y caminen sin ruido hacia la zanja! Una vez allí agazápense bien en la sombra de la colina y descuélguense por la parte de arriba del barranco. De este modo, si La Chascuda está ya, como me parece, emboscada en la patagua, no podrá verlos, pero podría sentirlos, por lo cual recomiendo la mayor prudencia.

Apenas hube concluido se dejo oír un murmullo de descontento y percibí claramente estas palabras dichas entre dientes: Yo no voy, yo tampoco, ni yo.

Sentí que se me subía la sangre a la cabeza y les dije con voz contenida pero temblorosa de cólera: ¡Cobardes, van a ejecutar inmediatamente mis órdenes! ¡Ay del que desobedezca!

Ninguno se movió. Acostumbrado a que cumplieran mis mandatos al pie de la letra, bastándome a veces fruncir el ceño para que el más osado de ellos se echase a temblar, casi no podía concebir tal desacato, y ciego de rabia empuñé la guasca y empecé a repartir azotes a diestra y siniestra. Cuando cansado bajé el brazo, una voz que conocí ser la de Pedro me dijo: "Patrón, llévenos a donde está la cuadrilla del Cola de Chicharra y aunque seamos uno contra diez no recularemos carta. Una cosa son duendes y ánimas en pena y otra hombres de carne y hueso. Un cristiano no debe ponerse a caza fantasmas. Las cosas del otro mundo son sagradas, patrón, y el que se mete con ellas tienta a Dios, Nuestro Señor, que permite las apariciones".

Me calmé un tanto y traté de convencerlos de lo infundado de sus temores. Mas todo fue completamente inútil. Ni ofrecimientos ni amenazas dieron el menor resultado. La superstición era en ellos más fuerte que las más tentadoras promesas. A todas mis instancias sólo respondían: A caballo, patrón. Rabioso por este contratiempo me empiné en los estribos y les dije con un tono preñado de amenazas: ¡Está bien, hato de cobardes, mañana ajustaremos cuentas! Y volviendo riendas me encaminé resueltamente a la Angostura de la Patagua. Apenas me había alejado un poco cuando oí a mis espaldas la voz suplicante de José, mi sirviente de confianza, que me decía: ¡Patrón, patroncito, vuélvase por Dios! La Chascuda es el diablo mismito. Venancio le vio la otra noche los cuernos y la cola.

Tiré de las riendas y me volví rabioso: ¡Alto aquí, canalla, proferí, al que se venga detrás lo mato como a un perro!

Y prometiéndome hacerles pagar bien cara su deserción emprendí de nuevo la marcha. En ese momento apareció la luna iluminando brillantemente la campiña. Delante de mí, al pie de la escarpada colina vi destacarse las ramas superiores de la patagua. A medida que me acercaba al camino saliendo de la hondonada, el negro follaje del árbol elevábase poco a poco dominando el desolado paisaje. Una reflexión nada grata, por cierto, me asaltó en ese momento. Pensé que si la famosa Chascuda estaba ya al acecho no podía menos que verme desde su observatorio en el sombrío ramaje. Mas mi resolución era irrevocable. Sucediera lo que sucediese yo intentaría la aventura de pasar bajo el siniestro toldo, aunque supiese que el Diablo en persona iba a descolgárseme encima. Aumentaba mi valor la proximidad de mi gente, que estaba seguro acudiría en mi auxilio a la primera señal.

Para mí no había duda de que el nocturno asaltante era algún vecino de los alrededores que se disfrazaba de fantasma para aterrar a las víctimas con la visión de su espantable vestimenta, lo cual le permitía desvalijarlas sin los riesgos que la violencia trae generalmente consigo. Mientras refrenaba la cabalgadura, manteniéndola al paso, iba mentalmente elaborando un plan de ataque y de defensa. Confiado en mis buenas piernas de jinete y en el brioso animal que me conducía, contaba con no dejarme sorprender por la espalda. Descendería al barranco oído alerto y ojo avizor, y al más leve crujido del ramaje clavaría espuelas y cruzaría la zanja como un relámpago. Muy lista debía ser La Chascuda si lograba caer sobre la grupa del caballo como era, según se decía, su modo habitual de acometer. Además del revólver llevaba en el arzón delantero un afilado machete, arma que me parecía la más apropiada para un combate cuerpo a cuerpo con adversario que nos ataca de improviso.

Aunque no soy cobarde, a medida que me acercaba al temido sitio, una extraña angustia me oprimía el pecho; experimentaba una sequedad a la garganta y el corazón me palpitaba con fuerza. Llegado al borde de la barranca y, antes de empezar el descenso, escudriñé el espeso follaje. Por más que miré y remiré nada observé de sospechoso. M una hoja se movía en el árbol. Mas la calma, la soledad y el medroso silencio de aquel paraje embargáronme de tal modo el ánimo, que estuve a punto de torcer riendas y abandonar definitivamente la empresa. Pero esto sólo fue cosa de un segundo. Me afirmé en los estribos, desnudé el machete y, clavando las espuelas en los ijares del caballo, me precipité en la barranca.

De lo que pasó en seguida sólo conservo un recuerdo confuso. Apenas me encontré debajo de la patagua, sentí que un enorme peso caía sobre mis hombros. Antes de que me diera cuenta exacta de la agresión, el mulato se levantó de manos y se tiró de espaldas. Me pareció que mi cabeza chocaba con algo blando y una espesa niebla veló mi vista. Mas no perdí del todo el conocimiento, pues sentí cómo unas manos ágiles me andaban en las ropas y me registraban los bolsillos. De pronto, haciendo un enorme esfuerzo, vencí aquella especie de sopor y me incorporé: un espectáculo extraordinario se presentó a mis ojos. Sobre el borde opuesto del barranco había una extraña y horrible figura en la cual reconocí a La Chascuda tal como me la pintaran los campesinos. Mientras buscaba febrilmente el revólver o el machete, el fantasma se asió de una rama e izándose como un acróbata desapareció entre el follaje.

Permanecí durante algún tiempo inmóvil y aturdido hasta que de pronto un galope furioso me sacó de mi atolondramiento. Eran José, Venancio y los demás que gritaban: ¡Patrón, patrón!

Me levanté de un brinco y salí a su encuentro. Me enterneció la alegría de los pobres muchachos. Me habían creído muerto al ver venir hacia ellos, a revienta cincha, al mulato sin su jinete.

Para abreviar diré a ustedes que hicimos guardia toda la noche junto a la patagua. A pesar del golpe, de la pérdida del revólver, del machete y de la cartera, yo estaba contentísimo. El bandido había sido preso en sus propias redes. Al amanecer arrancaríamos al fantasma de su madriguera, en traje de carácter. Cómo me iba a reír al presentárselo a Venancio cogido de una oreja: Toma, aquí tienes al Diablo que viste la otra noche.

Pueden, pues, imaginarse el desconcierto que se apoderó de mí cuando al salir el sol se registró el árbol y no se encontró en él nada, absolutamente nada, ni siquiera una lagartija. Yo mismo recorrí el tronco de arriba abajo buscando algún hueco, algún escondrijo, alguna trampa, pero tuve que rendirme a la evidencia: La Chascuda se había desvanecido, sin dejar tras sí la menor huella, como un auténtico y legítimo fantasma.

Por vez primera dudé de la percepción de mis sentidos y aun creí que el golpe en la cabeza había perturbado mis facultades. Era tan inverosímil, tan extraordinario lo que me pasaba que, por un instante, temí volverme loco. Y quién sabe hasta dónde hubiesen llegado mi trastorno y desequilibrio de mis ideas si no recibiera ese mismo día aviso de que mi padre estaba gravemente enfermo en la capital de la provincia.

Abandoné precipitadamente el fundo y no regresé a él sino mes y medio después.

En la tarde del día siguiente de mi llegada fueron a avisarme que, mientras trillaba, el caballo de uno de los corredores a la estaca se había dado vuelta aplastando a su jinete, que fue retirado de la era con grandes contusiones internas. El herido quería, según lo expresaron los mensajeros, revelarme un secreto para lo cual había pedido me llamasen sin demora. Cuando llegué, el enfermo parecía muy decaído, pero al verme se reanimó. Sus primeras palabras fueron: ¿Se acuerda de mí, patrón? Lo miré atentamente, y a pesar de lo demudado del semblante reconocí en aquel hombre al hermano del muchacho que vi una mañana muerto en la Angostura de la Patagua.

Hice un signo de asentimiento y el moribundo con voz débil continuó: Lo que tengo que decirle es que hará cosa de un mes vi en unas carreras a un individuo cuya cara me era desconocida. Mientras topeábamos en la vara le divisé en la cintura una faja de seda igual a la de mi hermano. El color era el mismo y hasta tenía la misma mancha negruzca en la flecadura. Mientras más miraba aquella prenda más seguro estaba de no equivocarme. Él debió sin duda sorprender mis miradas, porque desde ese momento empezó a esquivarse de mí, yéndose por otro lado las noticias que me dieron me dejaron muy caviloso y, atando cabos, se me ocurrió de repente una idea que fue como una corazonada. Sin perder tiempo me trasladé a la Angostura de la Patagua para ver si había acertado en mis sospechas. Me encaramé en el árbol, y después de registrar un rato las ramas bajas del lado contrario al camino, encontré lo que buscaba: entre dos ganchos muy juntos había un trozo de bóquil que parecía haber crecido allí, pero me bastó raspar con la uña para descubrir la cabeza de un grueso clavo en uno de sus extremos. Miré delante de mí y todo quedó explicado: frente a la Angostura, en el otro lado de la quebrada, hay como usted sabe un roble cuyas ramas más altas quedan muy cerca de la copa de la patagua. No necesité de más para saber dónde estaba escondido el columpio.

Estas palabras del herido fueron para mí un rayo de luz. Mirélo ansiosamente y él con voz débil prosiguió: Fui a casa, busqué un coligue largo y fuerte y en una de sus puntas aseguré un viejo yatagán que mi hermano tenía siempre en la cabecera de su cama.

Volví en seguida a la patagua y coloqué la quila entre los dos ganchos, apuntando al ramaje del roble. Una rozadura en el bóquil me indicaba el punto preciso donde el columpio venía a chocar con su carga nocturna. Calculé que la punta del yatagán quedase a la altura del estómago y, dando una última mano a las amarras, me marché esperando llegase la noche que casualmente era de luna llena.

Ahora que sabía que La Chascuda no era un espíritu del otro mundo, la idea de la venganza no me dejaba sosegar. Esa tarde la pasé en el campo, y antes de que anocheciera del todo ya estaba yo oculto cerca de la barranca.

En cuanto salió la luna mis ojos se clavaron en el ramaje del roble. Veía perfectamente el claro que había entre los dos árboles y esperaba lo que iba a suceder con el corazón palpitante de miedo y angustia. Poco a poco fue elevándose la luna en el cielo despejado, lleno de estrellas, y empezaba ya a cansarme cuando me pareció oír muy lejos el galope de un caballo en la carretera. Me volví hacia el roble y, en el mismo momento, un gran bulto salió de entre sus ramas y cruzó el claro en dirección a la patagua como un pájaro gigantesco. Fue algo como un relámpago. Oí un grito horrible. Los cabellos se me erizaron y eché a correr desatentado, perseguido por aquel espantoso alarido que, desde aquella noche maldita, no ha cesado de atormentarme.

Al llegar a este punto calló el enfermo y aunque hizo algunos esfuerzos para continuar no pudo conseguirlo: Había entrado en agonía.

Para que ustedes comprendan mejor el relato del moribundo, díjonos nuestro huésped, bueno es que sepan que había sido años atrás descortezador de lingues en la sierra de Nahuelbuta. Su oficio de linguero lo había familiarizado con el puente-columpio que usan los que habitan en los bosques para salvar las quebradas. Un procedimiento sencillo e ingenioso permite fijar automáticamente el columpio en el punto de llegada, quedando listo para el regreso.

Cuando la faja de seda lo hizo fijar la atención en el desconocido, una de las noticias que de él obtuvo fue que también había sido linguero. A este dato revelador había que agregar que había levantado su vivienda frente a la Angostura de la Patagua, en la vertiente opuesta de la Quebrada del Canelo, en una fecha que coincidía con las primeras apariciones del fantasma. Estos hechos y otros de menor importancia, según averigüé después, fueron los que despertaron las sospechas del astuto campesino y lo llevaron a descubrir el misterio.

Para terminar esta larga historia sólo me falta referirles que aquella misma tarde, después de grandes fatigas, atando por sus extremidades una docena de lazos, se consiguió llegar al fondo de la quebrada y extraer el cadáver. Aunque en estado de extrema descomposición, como las malezas lo habían protegido de las aves de rapiña, estaba más o menos intacto. Conservaba su ridícula vestimenta: una especie de túnica de piel de carnero, teñida con anilina roja, y la grosera peluca de crines de caballo, blancos en un lado y negros en el otro, que le habían valido su famoso nombre. Un mohoso yatagán, con un trozo de coligue atado a la empuñadura, atravesaba de parte a parte el enorme cuerpo, por encima de la tercera costilla.

La ballena

Diez minutos después que el vigía izó en el tope la señal de “ballena a la vista”, la “Delfina” y la “Gaviota”, con sus remeros por banda, surcaban las aguas de la calera entre las exclamaciones de la alegre turba de muchachos y muchachas que ascendían los ásperos flancos del monte para presenciar, desde la altura, los incidentes de la liza.

En la cima del empinado cerro flameaba el trapo rojo, teniendo debajo un gallardete blanco para indicar que el cetáceo encontrábase al poniente. Al pie del mástil, el vigía, un muchacho de rostro moreno curtido por el sol y las brisas marinas, sentado en la menuda hierba, con las manos cruzadas delante de las rodillas, fijaba sus ojos penetrantes en los lejanos e intermitentes surtidores de espuma que la ballena lanzaba sobre la bruñida y esmeraldina superficie del mar.

Las chalupas, describiendo una curva para evitar los arrecifes del Guape, deslizábanse a todo remo en la dirección del occidente que les marcaban la banderola y el gallardete.

Uno a uno, jadeantes, sudorosos, los que componían la falange escaladora del río Tope fueron llegando a la meta. Cansadísimos, con la respiración anhelosa, entrecortada por la fatiga, dejábanse caer sobre la hierba en torno del vigía que continuaba en su actitud inmóvil devorando con la vista aquellos breves penachos blanquecinos.

Desde aquel elevado observatorio descubríase un inmenso panorama, iluminado por el fulgurante sol de octubre, suspendido en el cenit del cielo azulino y diáfano.

Al oriente, entre los oscuros boscajes de sus márgenes, el río Lebu se desliza por su angosto cauce que se ensancha a medida que se acerca a la desembocadura. A la derecha de la barra, una playa en forma de media luna circunscribe la bahía, limitada al norte por la aplanada, larga y reptante Punta de Rumena. Al poniente la anchurosa y cabrilleante extensión del mar dilatábase hasta fundirse en la línea tenuemente gris del horizonte.

A la izquierda de la barra, como una prolongación de la granítica base del Tope, surge próximo a la ribera el desnudo islote del Guape. En su derredor las aguas se agitan, saltan y rebullen espumosas, presas de una rabia frenética. Las rocas negruzcas, pulimentadas y brillantes por el latir ciclópeo y eterno de las olas, muestran sus puntiagudas aristas y sus bruñidos flancos a través de los blancos vapores que, a cada embate de la masa líquida, levántanse y caen sobre el arrecife, cual torbellinos de nieve pulverizada.

A un escaso centenar de cables de las rompientes, una barca, inmóvil sobre sus anclas, destácase solitaria en la desierta bahía donde las olas resbalan muelles y perezosas en la apacibilidad de la calma chicha.

Los ojos del vigía y los de sus acompañantes están fijos en las chalupas que la distancia empequeñece de más en más. Por la dirección rectilínea que llevan, se adivina que el cetáceo es ya visible desde ellas. De pronto el animal, que se movía con lentitud, acelera su marcha, y describiendo un ancho semicírculo corta por la popa en unas cuantos minutos la linea de las embarcaciones, que viran en redondo y siguen la persecución acercándose a la bahía.

Exclamaciones de los espectadores saludan, en la cima del Tope, esta nueva faz del espectáculo. Mozos y mozas se ponen de pie y contemplan ávidos los movimientos de la ballena que cruza veloz las proximidades del Guape y se interna resueltamente en la rada.

De súbito interrumpe el silencio un coro de exclamaciones:

—¡Son dos, son dos!

—El chico es un ballenato —dice el vigia—. ¿Veis como juega con la madre?

—Si, si —repiten todos, y al ver que los marineros de la barca se suben a los mástiles, las muchachas apuntan con ansiedad:

—Con tal que los gringos no las espanten.

—Pues los arponeamos y freímos a ellos —dice un avispado granujilla que es el gracioso de la banda—. Con sólo el capitán hay para un par de barricas de aceite. ¡Tiene una panza!

Grandes risotadas celebran la ocurrencia mientras el autor de ella prueba a encaramarse por el mástil. El cetáceo y su pequeñuelo después de recorrer el contorno de la bahía, desde las rompientes a la barra, seducidos tal vez por la tibieza de las ondas, escogen ese tranquilo rincón para campo de sus juegos, entregándose confiados y retozones a una serie de saltos, volteretas, zambullidas y otras proezas natatorias. La lisa y oscura piel de ambos, abrillantada por el agua y el sol, lanza reflejos de acero empavonado. Y los ojos juveniles y codiciosos que contemplan las dimensiones gigantescas de la madre, calculan mentalmente el espesor de la grasa y los barriles de aceite que una vez derretida producirá.

—Lo primero es no echar las cuentas antes de tiempo —advierte otro—. Los quinientos galones están nadando todavía.

—No será por mucho tiempo —arguye el aludido—. Ahí vienen ya las chalupas.

Todos se vuelven a mirar las balleneras, y voces femeniles profieren:

—La “Delfina” viene adelante.

—¡Cómo reman, Virgen santa!

—Pedro y Santiago miran ahora por acá.

El casco verde con franja blanca de la chalupa nombrada parece volar sobre la tersa superficie marina. Sus doce remeros, ceñido el busto con la rayada camiseta, al aire el poderoso cuello y los musculosos brazos, bogan con empuje rabioso, fustigados por los gritos del patrón que, de pie en la popa, inclinando el cuerpo adelante, gesticula y vocea como un energúmeno:

—¡Hala muchachos, hala, hala!

La segunda chalupa sigue las aguas de la primera a unas cuantas brazas, y lo mismo que en su émula, se rema en ella con encarnizamiento. Un doble motivo los impulsa: acorralar la ballena a la caleta, lo que hará más fácil y menos peligrosa su captura, y que los de tierra sean a la vez testigos de su destreza y de su arrojo.

Con un suspiro de satisfacción saludaron los mozos y las mozas el arribo de las chalupas al costado de estribor de la barca. En el otro, en el de babor, a tres cables de distancia destacábase la enorme mole del cetáceo que parecía dormir tumbado sobre el flanco. No se veía al pequeño.

—¿Y el ballenato, dónde está? —interrogó Rosenda, hermana del vigía.

Este respondió lacónicamente:

—Está mamando debajo de la aleta.

—¡Pobre ballenatito! —dijo la niña—, qué lástima le tengo. No debían matarlo ahora. ¿No es cierto, hermano?

—Si pudiéramos meterlo en una redoma para arponearlo cuando estuviese más crecidito, yo también lo perdonaría, mujer.

Rosenda hizo una mueca y todos soltaron la carcajada.

Al habla las dos chalupas, concertaron en un instante su plan de ataque, que empezaron a poner en práctica avanzando en dirección del cetáceo sigilosamente. Mientras los remos caen en el agua sin producir el más leve ruido, los arponeros requieren los arpones, examinando con cuidado minucioso las distintas partes del instrumento, especie de venablo arrojadizo, compuesto de una delgada varilla de acero de ciento veinte centímetros y de un asta de madera de metro y medio de longitud. En la extremidad, muy aguda y filosa, encajada en una ranura hay una lengüeta movible que, cuando el arpón se hunde en el cuerpo de la ballena, con un sencillo mecanismo de bisagra se abre impidiendo que el hierro sea arrancado de la herida.

El arponero, cuando la ballena está a la vista, es el personaje más importante a bordo de una ballenera. Su edad fluctúa por lo general entre veinticinco y treinta años, y aunque un brazo vigoroso, pulso firme y ojo certero son las cualidades más importantes que requiere de él el oficio, hay otras que no le son menos indispensables, pues calcular la distancia, elegir blanco en la masa carnosa y lanzar el dardo, son actos que en la mayoría de lo casos el arponero debe ejecutar casi simultáneamente.

Además, la responsabilidad que sobre él pesa es enorme, pues como sólo dispone de un arponazo, porque la ballena, tocada o no, no dejará repetir el golpe, si lo yerra no sólo queda deshonrado sino que la ignominia se extiende a la tripulación, siendo todos objeto de la rechifla de chicos y grandes, que no les perdonan lo que ellos consideran un robo hecho al gremio. Como es natural, el arponero toca la mayor parte de esta vengativa hostilidad y por afortunado que sea en lo sucesivo no podrá hacer olvidar su fracaso mientras viva.

Santiago, arponero de la “Delfina”, es un mozo de veinticuatro años, de recia y atlética musculatura. Un arponazo, cuando ambas chalupas eran rivales y trabajaban cada una por su cuenta, lo hizo famoso entre los de la profesión. El hecho pasó del modo siguiente:

Una mañana se avistó una enorme ballena en las proximidades del Guape. Aunque la “Delfina” salió al mar la primera, la rotura de un remo le hizo perder un tiempo precioso que aprovechó para entrársele la “Gaviota”. Cuando el arponero de ésta con el arpón en alto buscaba para herir que la distancia se acortara algunas brazas, Santiago lanzó el suyo, rápido como el rayo, por encima de la chalupa enemiga, con tal acierto que el cetáceo, herido mortalmente, huyó arrastrando tras sí a sus captores y dejando a los de la “Gaviota” con un palmo de narices y petrificados de estupor y de rabia.

Mientras las embarcaciones se deslizan como sombras por el agua, los patrones de ambas observan si se ha escapado algún detalle. En el fondo, debajo de los bancos, brillan las lanzas, especie de cuchillas de hoja ancha de más de un palmo, con las que se remata al animal agonizante. Frente al castillo de proa está la línea, manila de cuatro torcidas, del grosor de un dedo, sin una sola falla en sus doscientas brazas. Enrollada cuidadosamente, está lista para deslizarse tras el arpón cuando éste tire de ella cumplida ya su misión de muerte.

La consigna de Santiago y de su camarada de la “Gaviota” es arponear la ballena y sólo en último caso dar esta preferencia al ballenato. La dura experiencia les ha enseñado que una ballena a la que se ha arponeado la cría, no huye sino que arremete contra las embarcaciones, siendo muy difícil librarse de los golpes de sus aletas y de su cola.

En tanto que las chalupas avanzan sobre el cetáceo inmóvil, un gran silencio reina en la cumbre del Tope. La muchachada con angustiosa expectación contempla el cuadro emocionante, iluminado por los abrasadores dardos del sol. Los arponeros con el arpón fuertemente empuñado, rígidos los músculos, concentran toda su energía en la mirada: sus oscuras pupilas destellan rayos. El patrón y los remeros, con el busto ligeramente inclinado miran delante de sí con grandísima atención, listos para maniobrar con arreglo a las circunstancias en el momento oportuno.

Cuarenta brazas separan aún a las balleneras de su objetivo. A bordo nadie respira; los arponeros lanzan pausadamente los arpones y adelantando el pie izquierdo echan atrás el arma diestra. Pasan dos, tres, cuatro segundos, y de súbito, antes de que arranque el mortífero venablo, el agua se agita en grandes oleadas y la ballena desaparece para aparecer en breve a corta distancia, lanzando al aire sus dos blancos y poderosos surtidores.

Los rostros pálidos y sudorosos de los tripulantes enrojecen de despecho. Hay que empezar de nuevo. La maldita finge dormir. Y algunos juramentos contenidos se escapan de las secas fauces de los más impacientes. Sólo los arponeros conservan su fría impasibilidad. Después de apoyar la punta del arpón sobre la borda, para no fatigar inútilmente el brazo, se vuelven hacia sus camaradas y les imponen silencio con un ademán. A corta distancia, el ballenato nada con flojedad girando aquí y allá sin ánimo de alejarse. Después del gran banquete que acaba de darse, sus movimientos son lentos. Basta de saltos y cabriolas que pueden interrumpir la digestión, puede decirse el pequeño Leviatán mientras rueda a flor de agua.

La madre se acerca también, pero cuida de mantenerse a una respetable distancia. Los pescadores, al ver la prudencia de sus movimientos, piensan que si ha sido perseguida otra vez no será tarea fácil aproximársele y comienzan a sentirse inquietos temiendo ver malogradas sus esperanzas.

No necesitaron de discursos para resolver la cuestión. Una mirada les bastó para decidirse a jugar el todo por el todo, arponeando al ballenato, antes que a la madre y al hijo les diera la humorada de lanzarse mar adentro unas cuantas millas. Antes que suceda tal desastre es necesario arriesgarse y... se arriesgan. Además, la vista de la barca con su tripulación cabalgando sobre las vergas, y la presencia de los amigos y parientes en la ribera y en los cerros, les enardece afirmándolos en su propósito.

Mientras las chalupas maniobran tratando de colocarse entre la madre y el hijo, el pequeño que nadaba a popa de la “Delfina” aparece de pronto por la proa de la “Gaviota”. A Ricardo le bastó un segundo para apuntar y lanzar el arpón, y el animal, herido mortalmente, después de agitarse un instante tiñendo de rojo el mar, se hundió en él a plomo para flotar un rato después con el hierro clavado hasta el mango, inmóvil, rígido.

Apenas arrojado el arpón, Ricardo se armó de una lanza, ejemplo que imitaron cuatro de los tripulantes. Los demás siguieron manejando los remos, haciendo retroceder la chalupa a toda fuerza.

La ballena, en tanto, en el paroxismo del dolor y la rabia, debatíase furiosa en torno del hijo muerto.

Por un momento pareció aplacarse, y de pronto se abalanzó como una tromba sobre la “Gaviota”. El patrón tuvo apenas tiempo de gritar a sus hombres:

—¡Vira a babor! —cuando el monstruo pasó rozándoles.

Dos lanzas se hundieron en sus flancos excitando el frenesí de la bestia, que se volvió para acometer de nuevo con doble furia. Esta vez no salió tan bien librada la “Gaviota”, porque si logró evitar el coletazo que la hubiera reducido a fragmentos, no pudo esquivar la montaña de agua que el formidable apéndice del gigante alzó de pronto y que la abordó por el costado. Sin el gobierno, casi sumergida iba a sucumbir si el cetáceo la acometiera por tercera vez, cuando una nueva proeza de Santiago la salvó. A veinte brazas, el brazo potentísimo del atlético mozo lanzó el arpón que rasgó el aire silbando y fue a clavarse arriba del nacimiento de la aleta dorsal derecha de la ballena que, detenida bruscamente en su avance contra la chalupa náufraga, giró sobre si misma y se hundió en las aguas como una piedra. Pero, en breve reapareció en la superficie a inmediaciones del sitio donde flotaba el cadáver del ballenato, comenzando en torno a él una serie de extrañas evoluciones.

—Se van a enredar las “lineas” —dijo Santiago.

—Ojalá se anuden —respondió el patrón— porque cuando se arranque tiene que remolcar a las dos chalupas y no podrá ir muy lejos.

—¿Pero qué es lo que está haciendo? —interrogó un remero.

—Quiere sacarle el arpón al pequeño.

—No, lo que quiere es tomarlo debajo de la aleta y llevárselo.

—Pedro tiene razón —dijo el arponero—, la madre quiere alejar del peligro a su cría. Tal vez cree que no está muerta.

De improviso los cetáceos desaparecieron y la “línea” empezó a deslizarse pasando por la ranura de proa de la “Delfina”, con vertiginosa celeridad. La polea, calentada por el roce de la cuerda, comenzó a despedir una leve humareda que Santiago hizo cesar arrojándole un cubo de agua.

De pronto, la “línea” que caía casi a plomo comenzó a tenderse horizontalmente. En el acto los remos golpearon el agua y la chalupa siguió la recta trazada por la cuerda para aminorar la violencia del primer tirón.

A una señal de Santiago la tripulación levantó los remos y se agrupó a popa. En el mismo momento la “Delfina” saltó hacia adelante y hundió la proa en el agua, embarcando una gran cantidad del salobre líquido. Mientras los hombres achicaban empeñosos, el patrón exclamó, indicando a la “Gaviota”:

—También los remolcan a ellos. Mejor que mejor, así se cansará más pronto.

El arponero respondió:

—¡Quién sabe si será mejor! La otra “línea” con tantas vueltas y revueltas debe haberse embozado en la asta de mi arpón. Ahora la madre, que siente junto a sí la cría, se imagina, tal vez, que el ballenato huye también. ¡Dios sabe cuándo se detendrá! Puede arrastrarnos diez, veinte y más millas si sus heridas no son mortales.

De pronto el mozo lanzó un tremendo juramento, y pálido como un difunto, exclamó, señalando con la diestra la barca:

—Creo que la maldita ha pasado bajo la quilla de la “Rosa Amelia”.

Todos se incorporaron con los ojos desencajados, lívidos de espanto. Algunos se pusieron a sollozar:

—¡Las “líneas”, vamos a perder las “líneas”.

Santiago desnudó un machete y clavó la vista adelante, resuelto a cortar la cuerda en el último extremo. Segundo a segundo vio erguirse ante su vista el casco de la barca que parecía correr vertiginosamente hacia ellos. El enorme flanco rojo y negro, coronado por los altísimos mástiles aumentaba de tamaño con tal rapidez que, de pronto, vio los semblantes asustados de los marineros y oyó sus voces para que cortaran la cuerda, lo que hizo a treinta brazas, lo suficiente para que el choque no despedazara a la chalupa. La “línea” de la “Gaviota” debido tal vez a las asperezas de la quilla se había cortado a cien brazas del buque.

El desaliento a bordo de las balleneras duró sólo breves instantes. Minutos después ambas seguían a todo remo en persecución del cetáceo que se dirigía hacia el norte, dejando señalada su ruta con una estela sanguinolenta.

Mis vecinos

Muy jóvenes, de una edad casi, el marcado aire de familia de los cuatro parecía indicar un parentesco muy próximo: hermanos, tal yez, aunque esto nunca lo supe de cierto.

La casa que habitaban, enfrente de la mía, ostentaba encima del ancho portón un enorme letrero con caracteres dorados que decía: “La Montaña de Oro-Gran Fábrica de Biombos y Telones”.

A pesar de nuestra vecindad apenas nos conocíamos, y de la vida de los cuatro hermanos, primos o socios solamente, muy pocos datos podría suministrar, pues raras veces se asomaban a la puerta de calle, permaneciendo desde la mañana hasta la noche recluidos en el interior de las habitaciones.

Sin embargo, estoy cierto de que uno de ellos, no sé cuál, era casado, porque lo encontré un día, al doblar la esquina, acompañado de su mujer y de cinco niños pequeños. Pero, también debían serlo, seguramente, los demás, pues había en la casa otras tres damas, madre cada una de media docena de rapaces que a veces, burlando la forzada reclusión en que se les tenía, se escapaban a la calle como una bandada de diablillos, atronando el barrio con sus gritos, peleándose unos con otros y lanzando pedradas que hacían apurar el paso a los transeúntes, asombrados por aquella repentina irrupción de pilletes rubios los unos, morenos los otros, con faldas los menos y pantalón corto los más. Eran de ver entonces los apuros de las mamás para reducir a la revoltosa prole. ¡Qué de gritos, qué de carreras tras el bullidor enjambre! Cuando la última cabeza rubia o morena trasponía el umbral de la mampara, la calle recobraba bruscamente su silencio adusto de vía aislada y distante del centro de la ciudad.

Eran, pues, cuatro familias con un total de treinta miembros a lo menos las que moraban en aquella casa, todos los cuales parecían disfrutar de una envidiable salud, según lo demostraba la montaña de comestibles que entregaban ahí diariamente los proveedores.

Recién llegado al barrio, los singulares hábitos de mis vecinos despertaron mi curiosidad. Á pesar de la aparatosa muestra y de las bruñidas planchas de bronce que decoraban el majestuoso portón, ningún signo de actividad advertíase en el establecimiento. No se veía acudir a los clientes ni despacharse mercadería. Y la mampara que daba acceso al interior permanecía siempre obstinadamente cerrada.

Sólo cuando un vendedor ambulante lanzaba un grito desde la acera, abríase la barnizada hoja y asomaba por el hueco un rostro femenino que con un discreto ¡pst! atraía la atención del comerciante quien, después de vender parte o el todo de su mercancía, se retiraba asaz satisfecho del negocio que acababa de efectuar.

Sin embargo, vi a alguno que con la cesta vacía en el brazo quedábase parado delante de la puerta observando con atención la fachada, la muestra, las planchas de bronce, y luego se alejaba a pasos cortos con aire pensativo y como recapacitando. Sin duda, me decía, echan sus cuentas y avaloran sus ganancias. El examen del local es seguramente para recordar la residencia de tan magníficos parroquianos. Y entre las rarezas de mis vecinos, esas escenas con los mercaderes ambulantes llamaron poderosamente mi atención. Apenas el grito de uno de éstos resonaba en la calle, entreabríase la mampara y asomaba el rostro de mujer lanzando el discreto y consabido ¡pst! Si el comerciante era algo gordo o había ya pasado delante de la puerta, abríase un poco más la hoja y daba paso a una avispada mujercita de ocho o nueve años quien corriendo detrás del distraído lo hacía volver con sus agudas voces:

—¡Casero, venga usted!

Y no había medio de que un vendedor de aves, pescado, frutas, etc., pasase inadvertido para mis incógnitos y vigilantes vecinos. Pasmábame a veces las múltiples y variadísimas compras que a cada instante se hacían en aquella casa. Será hotel, pensaba, bodega, depósito de víveres, casa de consignación. ¿Habrá ahí dentro alguna sala de banquete permanente, o los que me parecen modestos industriales son una legión de Gargantúas disfrazados de enanos?

Una mañana entreabrí el postigo de la ventana para observar el estado del tiempo, borrascoso desde la noche anterior. Lo primero que vi a través de la lluvia, fue la fachada de la casa de enfrente con su llamativa muestra y sus letreros rimbombantes. El portón estaba abierto y, de pie en el umbral, mis cuatro vecinos que, según me pareció, acababan de levantarse. Calzados con alpargatas de cáñamo, abotonados hasta el cuello los verdosos chaquets, sus vientres voluminosos se destacaban sobre sus gruesas y cortas piernas como otros tantos globos aerostáticos. Pensé en el consumo de vituallas que me parecía tan excesivo y mi extrañeza en este punto se modificó notablemente.

—¿Qué bien cebados están! —no pude menos que murmurar. Y sus rostros apopléticos, con repugnantes papadas, sus cuellos de un diámetro mayor que el de la cabeza, sus espaldas, sus hombros, sus brazos con bíceps hinchados, enormes, daban a sus cuerpos pletóricos una apariencia tan pesada y grotesca que hacía pensar involuntariamente: de seguro que no será la anemia la que hará presa en estos delicados organismos...

Mientras aprovechaba esta ocasión de examinar a mis singulares vecinos, una burra, conducida por dos ancianos, se detuvo delante de la puerta. En tanto que el viejo, el marido sin duda, sujetaba el cabestro, la mujer ordeñaba al animal cuyo largo pelaje adherido a la piel dejaba escurrir el agua que caía torrencialmente.

De repente, observando la curiosa escena, me asaltó este pensamiento: debe haber en la casa un niño enfermo, una guagua de meses. Y empezaba a sentirme conmovido, tratando de adivinar cuál de los cuatro era el padre del presunto enfermito, cuando la anciana se aproximó a la puerta llevando en la diestra un vaso lleno de blanca y espumosa leche. Ese es, dije, al percibir que lo cogía el primero de la derecha, mas al ver que se llevaba el vaso a la boca, agregué: ahora la prueba y, en seguida, se la lleva corriendo a su pequeñín. ¡Oh, excelente padre, qué bueno y cariñoso ha de ser! Pero mi sorpresa se trocó en indignación viendo cómo devolvía el vaso vacío y se quedaba imperturbable en el sitio, enjugándose los labios con el dorso de la mano.

Me quedé perplejo. No comprendía absolutamente nada y menos comprendía aún, observando que los restantes de mis simpáticos vecinos seguían las aguas de su predecesor, bebiéndose cada uno un vaso de aquella leche, destinada en general a los débiles y convalecientes.

Erguidos en el umbral aguardaban la repetición, es decir, el segundo vaso, con tan cómica gravedad, que tuve que esforzarme para no reír. Mas la pollina, un escuálido animalejo, convencida, sin duda, de que dejarse exprimir de ese modo en desmedro de su borriquillo, que protestaba de aquel despojo lanzando plañideros rebuznos, era una burrada muy grande, se puso a tirar coces con tales bríos que hubo que suspender la operación.

Aquel episodio estuvo a punto de hacerme saltar la carcajada, pero la vista de los miserables vejetes ahogó la risa en mis labios. Calados por la lluvia que caía sin interrupción, ambos esforzábanse en sujetar a la borrica, que coceaba y tiraba del ronzal, queriendo marcharse a toda costa. Bajo las ropas empapadas por el agua, marcábanse las angulosas líneas de sus fláccidos y esqueléticos cuerpos. El espectáculo era lamentable, y así deben haberlo estimado mis vecinos porque, volviendo la espalda, traspusieron la mampara que se cerró tras ellos herméticamente.

El sábado en la mañana un espectáculo extraño me detuvo en la puerta de mi vivienda. En el pasadizo de la casa del frente, en la acera y en el medio de la calle había un compacto grupo de personas que discutían acaloradamente. Mi primera impresión fue que esa gente eran los operarios de la “Montaña de Oro” que se habían declarado en huelga, pidiendo aumento de jornales. Pero la cesta y el blanco delantal que ostentaban los unos, y la fusta y espuelas que esgrimían y calzaban los otros, desvanecieron esta primera suposición. La rezongadora turba, y lo indicaban muy claramente su indumentaria y sus destempladas voces de corneta, no estaba compuesto por obreros, sino por proveedores y mercaderes ambulantes.

Había ahí de todo: vendedores de aves, de pescado, de frutas; repartidores de vino, de leche; carniceros y panaderos. Parecían grandemente excitados. Hablaban a gritos, gesticulaban amenazantes, mostrando los puños a la vetusta fachada. Los más audaces se habían internado en el pasadizo y daban golpes en la mampara con la apremiante insistencia de quienes conocen el derecho que les asiste para ser exigentes y aun importunos.

El silencio que reinaba en la Fábrica de Biombos y de Telones me sorprendió. ¿Se habrían mudado de casa mis vecinos? Pero el portón estaba abierto, la muestra en su sitio, y el aspecto que presentaba el establecimiento era el mismo que de costumbre. Y mientras intrigado por estos sucesos trataba de comprender el por qué de aquella baraúnda, se abrió repentinamente una de las puertas laterales del pasadizo y apareció bajo el dintel la imponente figura de uno de mis vecinos. Indicó con la diestra la salida y profirió con voz tonante:

—¡Fuera de aquí, insolentes!

Mas, como la orden no fuera obedecida con la presteza que el tono requería, cogió por el cuello a uno de los reacios y dándole un vigoroso empellón, lo lanzó como una pluma al medio de la calle. Esta muestra de energía calmó como por encanto la belicosidad de los más exaltados, y nadie se atrevió ya a traspasar el umbral del inviolable portón. Durante un momento miráronse a la cara desconcertados, luego resonó un sordo murmullo y el grupo iba sin duda a tomar su actitud agresiva cuando, abriéndose la mampara, salió del interior la avispada muchachita de ocho o doce años, la misma que echaba a correr tras los vendedores ambulantes cuando éstos, al pasar delante de la casa, no acudían al primer llamado.

Desde donde me encontraba no podía verla. Su minúscula personita desaparecía tras el compacto grupo que obstruía la puerta de calle: pero, en cambio, oía su aflautada vocecilla que parecía pedir a aquellos señores algo que éstos se negaban a conceder. A cada momento se la interrumpía con dichos y frases como éstas:

—¡No dejo un litro de leche más si no me pagan la de la semana pasada!

—¡Y yo no entrego nada si no me cancelan la carne del otro mes!

—Págueme, primero, el pan atrasado y después hablaremos.

—Yo vengo por la cuentecita de los pollos y las gallinas. Son tres docenas sin contar el pavo y los tres capones.

—Yo no estoy para esperar más. Si no me arregla en el “auto” seis congrios y las ocho corvinas, los demando y los echo al diario.

—¿Y las perdices? ¿Qué hay de las perdices? ¿Hasta cuándo embroman? Quiero mi plata ahora mismito. Son quince pesos y siete reales.

—Dígale también de los huevos, de las veinte docenitas que me están debiendo.

—¿Y la fruta? ¡No se olvide de la fruta! Uno es pobre y necesita lo suyo.

—Yo cobro la verdura. Hace más de un mes que me tiene hostigado la cancioncita: mañana, casero, mañana sin falta le doy su plata.

Todos hablaban atropelladamente ahogando la voz de la pequeña que trataba, al parecer, de convencerlos de que en tanto se les satisfacían los créditos pendientes, debían suministrar las provisiones para el consumo del día. Pero las voces de:

—¡No, no!

—¡Gracias!

—No estamos para la cartera.

—Yo no espero más.

—Ni yo tampoco —iban de momento en momento aumentando considerablemente su diapasón, cuando de súbito un coche americano arrastrado por una pareja de fogosos caballos se detuvo delante de la Fábrica y fue a atracar al borde de la acera. En el mismo instante, atraído sin duda por el golpear de los ferrados cascos, se presentó en la puerta de calle el irascible dueño de casa, entablándose entre él y la persona que ocupaba el coche el siguiente diálogo:

Vecino.—¿Qué lo trae por acá, mi señor don Pablo?

Don Pablo.—El placer de darle una buena noticia.

Vecino.—¿Qué será?

Don Pablo.—Comunicarle que nuestra casa acepta la propuesta de los mil biombos y los paga al contado, con la condición de que se le vendan otros mil al mismo precio.

Vecino.—Imposible, don Pablo. No podemos complacer a ustedes en este punto... Tenemos compromisos con otras casas para entregar cien biombos a la semana... Será para el mes que viene.

Don Pablo.—(Alargando un papel por la ventanilla). ¡Qué le hemos de hacer! Esperaremos. Aquí tiene usted una letra por cinco mil pesos pagaderos a la vista en el Banco Chile. Es nuestra primer remesa por

esta compra.

Vecino.—(Con dignidad, haciendo un ademán negativo). ¡Pero esto es incorrecto, aún no les hemos remitido la mercadería!

Don Pablo.—No importa. Esas formalidades no rezan con una Casa como la de ustedes. Además (con una sonrisa, aludiendo a los que escuchan) aquí hay bastantes testigos.

Vecino.—(Cogiendo el papel con displicencia). Como usted quiera. Abonaremos los cinco mil y en el acto voy a dar por teléfono, a nuestra bodega, las órdenes del caso. Dentro de una hora tendrán ustedes los biombos en su poder.

Don Pablo.—(Sacando la cabeza por la ventanilla en tanto que el coche se aleja). No corre tanta prisa. Hasta luego, mi señor don Pablo.

Mientras el carruaje desaparece en la esquina de la calle, el portador de la letra vuelve la espalda y entra en la habitación de donde ha salido, pero ha dejado acaso la puerta abierta, porque oigo perfectamente a través de la calle esta conversación.

—¡Juan!

—¡Señor!

—En cuanto sean las once váyase al Banco y deposite estos cinco mil pesos.

—Bien, señor.

Pausa de algunos segundos.

—¡Juan!

—¡Señor!

—¡También tráigame mil pesos en sencillo! Se los da a (aquí un nombre se me escapa) para que pague a toda esa gente la miseria que dicen se les debe.

—Bien, señor.

Era de ver lo cómico del cambio, desde la llegada del coche, que se había operado en la actitud de los descontentadizos comerciantes. ¡Cambio que se acentuó con la escena final en el interior de la casa! Ni una sombra quedaba en sus desconfiados rostros, de la pasada tormenta. La seguridad de ser pagados les devolvió instantáneamente el buen humor, y su solicitud para atender a los pedidos que se les hacían, por la entreabierta mampara, sólo podía compararse con su obstinada y terca negativa de poco antes.

Eran las ocho de la mañana cuando la calle quedó libre. Sólo quedaba frente a la Fábrica, en actitud de tímida espera, una anciana andrajosa, en la que reconocí a la propietaria de la burra de leche. Sin duda la viejecilla formaba también parte del meeting de “ingleses” que se acababa de disolver.

De pronto, y cuando miraba distraído a lo largo de la calle, las dos grandes hojas del portón, empujadas por manos invisibles, se cerraron silenciosamente. En ese instante el ruido de un coche resonó en el empedrado. El carruaje, el mismo que estuviera un rato antes, conducía también a la misma persona, al espléndido don Pablo, según pude ver a través de la ventanilla. Apenas el auriga refrenó los caballos, se abrió la portezuela y saltó sobre el asfalto el pasajero, desapareciendo como una sombra por la puerta, que acababa de entreabrirse y que se cerró tras él con un gran estrépito de trancas y cerrojos.

Mas, por breve que fue esa aparición y desaparición, tuve tiempo de reconocer en el comprador de biombos a uno de mis vecinos, cómicamente disfrazado con anteojos, peluca rubia y sombrero de pelo.

En tanto que yo buscaba la explicación de esta comedia, el cochero, desde el pescante, se desgañitaba gritando:

—¡Patrón, no sea sinvergüenza, págueme la carrera!

La cruz de Salomón

Aquella noche, la tercera de la trilla, en un rincón de la extensa ramada construida al lado de la “era”, un grupo de huasos charlaba alegremente alrededor de una mesa llena de vasos y botellas, y alumbrada débilmente por la escasa luz del candil. Aquel grupo pertenecía a los jinetes llamados corredores a la “estaca” y entre todos descollaba la arrogante figura del Cuyanito que, llegado sólo el día anterior, era el héroe de la fiesta. Jinete de primera línea, soberbiamente montado, habíase atraído desde el primer instante todas las miradas por la gallardía de su apostura y su gracejo en el decir. Excitado por el vino, relataba algunas peripecias de su accidentada vida. Él, y lo decía con orgullo, a pesar de su sobrenombre era un chileno a quien cierto asuntillo había obligado a trasponer la cordillera con alguna prisa.

Tres años había permanecido fuera de la patria cuyo nombre había dejado bien puesto en las palpas del otro lado. De ello podía dar fe la piel de su cuerpo acribillada a cicatrices. Al llegar a este punto de la conversación, de su tostado y moreno semblante, de sus pardos y expresivos ojos, brotaron llamaradas de osadía.

Envalentonado con los aplausos y las frecuentes libaciones, poco a poco fue haciéndose más comunicativo, relatando hechos e intimidades que seguramente en otras circunstancias hubiérase guardado de referir.

El corro en derredor de la mesa había engrosado considerablemente cuando, de pronto, alguien insinuó al narrador:

—¡Cuéntenos el asuntito aquel que lo hizo emigrar a la otra banda!

El interpelado pronunció débilmente algunas excusas, pero la misma voz con acento insinuante repitió:

—¡Vaya, déjese de escrúpulos de monja! ¡Aquí estamos entre hombres que saben cómo se contesta a un agravio! ¡Son cosas de la vida…! Por supuesto que habrá por medio alguna chiquilla.

Estas razones doblegaron la resistencia del forastero quien, vaciando de un sorbo un vaso de ponche, exclamó:

—Pues bien, ya que estoy entre caballeros voy a contarles el caso que, como he dicho, pasó tres años atrás y fue también en una trilla…

No mentaré nombre de lugar ni de persona. ¡Se cuenta el milagro, pero no se nombra el santo!

Todos asintieron con la cabeza.

Un gran silencio se hizo en el auditorio y después de un instante la voz musical y cadenciosa del Cuyanito se alzó diciendo:

—Desde el momento que lo vi fue antipático. En el camino me lo presentó un compadre y nos fuimos juntos a la trilla. Nos tocó ser compañeros en algunas corridas, hasta que un estrellón que me dio intencionalmente contra la puerta de la “era”, y al que contesté con un caballazo, nos hizo francamente enemigos. Le tomé una ojeriza a muerte y conocí que él me pagaba con la misma moneda.

Todo el día lo pasábamos corriendo de firme detrás de las yeguas, y al oscurecer, después de la comida, se armó en la ramada una de cantos y palmoteos que alarmó hasta las lechuzas de la montaña.

Yo que estaba un poco alegrillo y en disposición para divertirme, había tomado asiento al lado de una tocadora de guitarra: una morena con ojos de esos que parecen decir, cuando nos emborrachan con sus miradas: ¡Cuidado que te chamuscas, moscardoncito!

Entusiasmado con la muchacha estaba tallándole de lo lindo, cuando, de repente, al volver con un vaso de ponche para obsequiar a la prenda, encontré el asiento ocupado por aquel guapetón de los demonios. Fue tan grande el disgusto que me trabó la lengua de pura rabia, pero pude dominarme y, con buenas palabras, le dije que el sitio ese me pertenecía y que respetara mi derecho. Me contestó con toda insolencia que de ahí no lo movía nadie y que me fuese con la música a otra parte.

Yo, que tenía aún el ponche en la mano, se lo tiré con vaso y todo y se armó la gresca en un santiamén. A decir verdad, confieso que llevé en la batalla la peor parte. Mi enemigo, aunque ya era viejo, era mucho más hombre y de mejores puños. Nos apartaron y lo desafié entonces para fuera de la ramada. Sin decir una palabra me siguió. Las mujeres empezaron a gritar pidiendo que nos atajaran, pero los hombres nos hicieron un cerco, y tirando a un lado el poncho y el sombrero desenvainamos los cuchillos.

Mi compadre, un hombre muy ladino, se metió por medio y dijo que antes de pelear debían ajustarse las condiciones del desafío y que yo, como ofendido, tenía derecho para elegir las que mejor me pareciesen. Ciego de coraje dije que las únicas condiciones eran que se amarrase el pie izquierdo del uno con el pie derecho del otro y, en seguida, se apartase todo el mundo lo más lejos posible. Así se hizo, y con una faja de seda nos sujetaron por los tobillos. Cuando estuvimos bien trabados, mi compadre que nos había pedido los cuchillos para impedir, según dijo, una traición, los puso de nuevo en nuestras manos. Al entregarme el mío me miró a los ojos de un modo raro, conociendo en el acto de apretar la empuñadura que no era la de mi puñal. Y lo mismo debió advertir mi contrario, porque bajó la vista para fijarla en la hoja que relumbraba a la luz de la luna… Levanté el brazo y le clavé el cuchillo en el corazón. Cayó redondo, corté de un tajo la amarra y saltando a mi caballo galopé toda la noche hacia la cordillera, divisando las primeras nieves.

Mi compadre, que me acompañó una parte del camino, me refirió que, sospechando que el arma de mi enemigo tuviese algún maleficio, se le ocurrió aquella astucia del cambio, que me libró de una muerte segura, pues el puñalito ese tenía marcada la cruz de Salomón, contra la cual, como se sabe, no hay quite ni barajo que valga.

Y para corroborar el narrador lo que decía, llevó la diestra a la cintura y extrajo de su vaina un magnífico puñal con mango de cobre cincelado y anillos de plata, el cual pasó de mano en mano en torno de la mesa, examinando cada uno de los oyentes la famosa cruz de Salomón grabada en la hoja (dos H mayúsculas muy juntas).

Uno de los últimos que la tuvo en su poder fue el Abajimo, muchacho de veinte años a lo sumo, delgado y esbelto, de rostro infantil. Llegado de las provincias del norte, tenía en aquellos contornos gran nombradía como fabricante de frenos y espuelas, objetos que cincelaba y plateaba con primor. Retirado de la mesa, nadie había fijado en él la atención, ignorándose si estaba ahí desde un principio o si acababa de llegar.

De pronto, enderezando el mozo su esbelta figura y con el rostro alegre de niño que tropieza con un juguete que creía extraviado, dijo con acento sorprendido y gozoso:

—¡Vaya con la casualidad! Este puñal es trabajo mío. La hoja, de acero de lima vieja, está templada al aceite y puede cortar un pelo en el aire.

Y mientras hablaba iba acercándose al forastero, quien lo veía venir un sí es no es inquieto, pero aquella sonrisa bonachona y aquella ingenua alegría desterraron de su espíritu una naciente sospecha.

Entretanto, el joven, poniéndole el arma a la altura de los ojos decía:

—¡Vaya y qué cosa más rara! Esto que a usted le parece la cruz de Salomón son las iniciales del nombre de mi padre: Honorio Henríquez… ¡a quien mataste a traición, cobarde!

Y, veloz como el rayo, sepultó el puñal en el pecho de su dueño, que rodó bajo la silla sin exhalar un gemido.

La última frase pronunciada con acento iracundo y la acción imprevista que la acompañó, hicieron dar un salto en su silla a los circunstantes, pero, paralizados por la sorpresa que les produjo la terrible escena, no dieron un paso para detener al Abajino, quien, llevando a la diestra el puñal tinto en sangre, abandonó con altivo y fiero continente la ramada. Un momento después, y mientras los del grupo se miraban aún consternados, resonó en el silencio de la campiña dormida, el furioso galope de un caballo que se alejaba a revienta cinchas por el camino de la montaña.

El angelito

Allá donde empiezan los primeros contrafuertes de la cordillera de Nahuelbuta, a pocos kilómetros del mar, se extiende una vasta región erizada y cubierta de cerros altísimos, de profundas quebradas y bosques impenetrables.

En un aislamiento casi absoluto, lejos de las aldeas que se alzan en los estrechos valles vecinos al océano, vive un centenar de montañeses cuya única labor consiste en la corta de árboles, que, labrados, y divididos en trozos, transpórtanse en pequeñas carretas hasta los establecimientos carboníferos de la costa.

Por todas partes, ya sea en la falda de los cerros o en el fondo de las quebradas, se escucha durante el día el incesante rumor de las hachas que hieren los troncos seculares del roble, el lingue y el laurel.

Dos veces en el mes sube, desde el llano, uno de los capataces de la hacienda para medir y avaluar la labor de los madereros, nombre que se les da a estos obreros de las montañas. Después de un prolijo examen, entrega a cada uno una boleta con la anotación de la cantidad que le corresponde por la madera elaborada. Estas boletas sirven de moneda para adquirir en el despacho de la hacienda los artículos necesarios para la vida del trabajador y su familia. En estos días, en las miserables chozas diseminadas en la maraña de la selva, en huecos abiertos a filo de hacha, mujeres y niños de rostros macilentos y cuerpos semidesnudos espían con ojos tímidos a través de los claros del boscaje, la silueta del capataz, amo y señor, para ellos todopoderoso, de cuanto existe en la montaña.

Además del despacho del fundo, pueden los dueños de las boletas canjearlas por mercaderías en el negocio de El Chispa, ubicado en el cruce de dos caminos en el corazón mismo de la sierra. El propietario, un hombre fornido y membrudo, de atezado rostro y ojos de mirada astuta, había sido un famoso cuatrero que por mucho tiempo fue el terror de los pobladores de Nahuelbuta, donde el temible personaje estableciera su guarida.

Un día, una noticia sensacional se esparció por los campos devastados por las depredaciones del bandido. Súpose que éste había abandonado sus criminales actividades para ganarse honradamente la vida. Lo que quedó ignorado fueron los móviles que lo indujeron a tomar esta resolución, pues el interesado guardaba al respecto la más absoluta reserva. Sólo unos pocos conocieron la causa, que no era otra que un acuerdo, o mejor dicho, un tratado de paz y amistad celebrado entre el cuatrero y el dueño del fundo más importante de la región. Por este convenio el primero garantizaba al segundo, mediante su autoridad e influjo con los del oficio, la integridad y seguridad de los ganados de la hacienda. Ningún atentado se cometería contra ellos, obteniendo en cambio de este servicio un pedazo de terreno para edificar su vivienda, y el olvido y la impunidad por los delitos que tenía pendientes con la justicia.

Como para poder cumplir con eficacia el acuerdo era indispensable no perder el contacto con los ex camaradas en activo ejercicio, la casa de El Chispa pasó a ser el punto de reunión y de refugio de los ladrones de animales que infestaban aquellas tierras. Este hecho no lo ignoraba la justicia, pero el protector del bandido era tan omnipotente y sus influencias tan poderosas, que no había nadie bastante osado para ponerle a este último la mano encima. Si algún funcionario policial, exasperado por las denuncias y clamoreo de las víctimas, se decidía a vigilar la madriguera, muy pronto recibía de su superior jerárquico una orden terminante y conminatoria para dejar en paz al cuatrero.

Los caminantes que cruzaban la sierra, jinetes, carreteros y conductores de ganado acostumbraban detenerse en la casa de El Chispa, ya sea para comer y beber o para descansar de la fatiga de la marcha. Pero los parroquianos más asiduos eran los madereros, que en su mayoría dejaban ahí el producto íntegro de su trabajo. Para atraer la clientela organizaba rifas de comestibles y licores con el acompañamiento obligado del canto y el baile. Mas, la fiesta que mayor éxito alcanzaba era la celebración del velorio de un angelito. Cuando moría en la montaña un niño de corta edad, sus padres lo llevaban a casa de El chispa, quien mediante el pago de algunas monedas quedaba dueño del cadáver hasta el instante del entierro, que tenía lugar tres o cuatro días después del fallecimiento.

Durante este intervalo se cantaba, se bailaba y se bebía en torno de la criatura, no interrumpiéndose la orgía sino cuando el estado de descomposición de los restos hacía indispensable proceder a la sepultación inmediata.

Al atardecer de un día de diciembre, cálido y luminoso, la casa de El Chispa rebosaba de gente: celebrábase con gran pompa el velorio de un angelito. En la pieza contigua al negocio, sobre una mesa cubierta con profusión de flores de papel, y alumbrado por cuatro velas de sebo sujetas al gollete de otras tantas botellas vacías, estaba extendido el cadáver de un niño de dos años. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, encima de la blanca mortaja, adornada con cuentas de vidrio, cintas y dibujos hechos con finas hojas de papel metálico llamado esmalte. Aunque la tela por el prolongado uso ostentaba un tinte amarillento, la funeraria prenda era el orgullo de El Chispa y la admiración de todos por la verdad y riqueza de sus ornamentos.

Desde temprano las cuerdas del arpa y la guitarra no habían cesado de resonar bajo la presión de los dedos nudosos de las cantoras viejas, de rostros secos y apergaminados, que con sus voces chillonas entonaban la canción del angelito que se va glorioso al cielo. El humo de los cigarros y el polvo que levantaban los bailarines, zapateando briosos en el suelo de tierra apisonada, oscurecían la atmósfera de la habitación que se hacía estrecha para contener a los numerosos asistentes al velorio. Enormes vasos de licor circulaban de mano en mano, y a medida que los efectos de la embriaguez iban acentuándose, la animación y el bullicio crecían en proporción ascendente.

Cuando estallaba alguna disputa y el ruido y la algazara subían de punto, acudía presuroso El Chispa, bastando las más de las veces su sola presencia para apaciguar los ánimos exaltados. De carácter autoritario y violento, siempre reprimió con mano de hierro todo conato de desorden dentro de su vivienda. Además, el prestigio que le daban sus hazañas era tan considerable, que nadie se atrevía a protestar de su rudeza ni de los medios expeditivos que ponía en práctica para zanjar las discordias entre sus parroquianos.

Entre los concurrentes a la fiesta llamaba la atención, por la bulliciosa alegría que exteriorizaba, un joven maderero de estatura mediana, ojos verdes y cabellos castaños que contrastaban con el oscuro tinte del rostro requemado por el sol. Llamábanle El Chucao por la perfección con que imitaba a esta vocinglera avecilla de la montaña. Vestía blusa y pantalones de burda tela y cubríase el busto con la inseparable manta rayada de verde, de azul y de encarnado.

Ese mozo que tan alegre se mostraba era el padre del angelito y en su calidad de tal gozaba de ciertos derechos sancionados por la costumbre. Uno de los más importantes era beber gratuitamente, y de tal manera había usado de esta franquicia que, al caer la noche, el alcohol ingerido en exceso produjo un cambio notable en la naturaleza tímida y apática del maderero.

Su carácter huraño y silencioso se tornó con la embriaguez pendenciero y alborotador, y de tal modo estorbó con su actitud agresiva la armonía del jolgorio que el dueño de casa, cansado de la acción perturbadora del ebrio, lo cogió por el cuello y lo arrastró hasta la carretera donde lo derribó, aturdido, de un puñetazo.

La luna brillaba en el cielo tachonado de estrellas cuando El Chucao recobró el conocimiento. Se incorporó con el rostro vuelto hacia la casa, que destaca su techumbre de totora y sus paredes de barro bañadas por el suave y lechoso resplandor que fluía de lo alto. Los sones del arpa y la guitarra y las roncas y cansadas voces de las cantoras resonaban en el silencio de la noche, despertando lejanos ecos en lo hondo de las quebradas.

El sitio de la fiesta había cambiado de ubicación, trasladándose la concurrencia a la ramada construida detrás del edificio. Alrededor de la rústica mesa, iluminada por algunos faroles de papel, los asistentes al velorio comían y bebían con gran algazara, atendidos por El Chispa y algunas mujeres que servían con diligencia a los comensales.

El bullicio y el olor de las viandas despejaron el cerebro entorpecido del maderero. El recuerdo de la injuria que acababa de sufrir concluyó de aclarar sus ideas, y levantándose trabajosamente caminó dando traspiés en dirección de la casa. En el fondo de su conciencia un sentimiento confuso, mezcla de miedo y de terror, comenzaba a dominarle, impulsándolo hacia adelante. Sin hacer ruido, apoyándose en la pared, llegó hasta la puerta del cuarto donde se velaba el angelito; empujóla despacio y asomó su cabeza al interior. Un gran silencio reinaba en la habitación, interrumpido apenas por el chisporroteo de las velas que iluminaban la mesa donde yacía la criatura, abandonada en ese instante por sus celosos guardadores.

El maderero aguzó el oído y escuadriñó todos los rincones del cuarto. Por la puerta entreabierta que daba al patio se oía el ruido de las voces de los que estaban en la ramada. En las verdes pupilas del labriego fulguró una llama repentina. Acababa de germinar en su cerebro, excitado por el alcohol, una idea audaz y descabellada que puso en práctica al instante. Avanzó de puntillas hacia la mesa y cogiendo el cadáver del pequeñuelo lo colocó bajo la manta, deslizándose en seguida fuera de la pieza, rápido y silencioso como una sombra.

A cincuenta metros de la casa abríase la ancha sima de una profunda quebrada. Cuando el fugitivo llegó al borde se dejó escurrir por la pendiente hasta tocar el fondo cubierto por la espesa maraña de las quilas, a través de las cuales se deslizaba la rumorosa corriente de un arroyo. Siguiendo la ruta descendente del agua, el montañés, con la expedición queda el hábito, anduvo un largo trecho bajo la espesura. De pronto percibió un lejano clamoreo. Se detuvo indeciso y temeroso, pues comprendió que aquellos gritos significaban que el robo había sido descubierto y que muy pronto atraería sobre su persona la encarnizada persecución del cuatrero y sus amigos, que no le perdonarían jamás haberles aguado la fiesta de tan extraña manera. Pero muy pronto se tranquilizó: la quebrada en plena noche era un asilo inviolable y sería, a esas horas, una locura buscarle allí.

Al desembocar en un claro tenuemente iluminado por los rayos de la luna, que se filtraban a través del follaje, se detuvo para descansar. Sacó de debajo de la manta el rígido cuerpecillo de la criatura, lo puso en el suelo y se tendió a su lado sobre la mullida hierba. Un minuto más tarde dormía profundamente con el sueño pesado de la fatiga y de la embriaguez.

El sol estaba bastante alto en el horizonte cuando el maderero se despertó. Su primer impulso fue bajar hasta el cauce y sumergir en el agua fresca y cristalina el afiebrado rostro. Cuando hubo apagado la sed ardiente que le abrasaba las fauces, sus ojos se fijaron con sorpresa y temor en la criatura. Lentamente fue recordando y, a medida que los detalles de las escenas iban precisándose en su memoria, mayores eran su desconcierto y su inquietud. La sustracción del cadáver fue un acto ejecutado sin premeditación, un impulso súbito de venganza llevado a cabo sin pensar en las consecuencias. Ahora comprendía claramente que se había metido en un malísimo negocio del cual era conveniente zafarse a la brevedad posible.

Pero, la necesidad ineludible de arrostrar la ira de El Chispa, tan gravemente ofendido, llenaba su alma de temor y vacilación.

Un largo cuarto de hora torturó su cerebro buscando la manera de salir del paso y sólo encontraba una solución aceptable: presentarse ante El Chispa y poner en sus manos la criatura. Recibiría, sin duda, algunos golpes, pues el cuatrero no era hombre de dejar sin castigo tamaño desacato, pero también estaba seguro de que el bandido vería con buenos ojos esta devolución que iba a permitirle reanudar la fiesta que tan espléndidas ganancias le producía. Cuando, después de pesar el pro y el contra, hubo adoptado esta resolución, su vista se posó con fría indiferencia en el blanco objeto que yacía sobre la yerba. Transcurrió un instante de muda contemplación y, de pronto, sus miradas se animaron con un fulgor repentino.

El menudo y pálido rostro donde la muerte había impreso su honda huella, estaba circundado por una aureola de sedosos y ensortijados rizos de color de oro. En sus ojos cerrados por el eterno sueño y en sus manitas cruzadas sobre el pecho, había una tan dulce y serena quietud que el maderero sintió que algo confuso se removía en lo más recóndito de su ser. Como un torrente que desborda su cauce, una oleada de recuerdos asaltó su mente. Su vida oscura de siervo desfiló entera por su imaginación. Trabajo y miserias, injusticias y expoliaciones componían el monótono panorama. Sólo un rayo de luz presentado por un niño rubio y rosado interrumpía la nota gris de esas reminiscencias. Entre las escenas y detalles agradables que acudían a su memoria, recordó la alegría que había experimentado cuando el pequeño empezó a balbucir palabras. Entonces sus callosas manos alzábanlo del suelo como un objeto precioso y frágil, lo sentaba sobre sus rodillas y dejaba que sus deditos regordetes le tirasen del bigote y de la barba. Como sus labios torpes eran incapaces de modular los vocablos mimosos con que se arrullaba a los pequeñuelos, contentábase con sonreírle y silbarle imitando el canto de algún pájaro de la montaña. El trabajo era duro, numerosas las privaciones, pero cuando en la tarde, con el hacha al hombro, fatigado y sudoroso regresaba al rancho, la presencia del pequeño que salía a su encuentro, alzando hacia él sus bracitos, hacíale olvidar el cansancio y las negras ideas que se apoderaban de su ánimo apenas el término de la labor ponía en reposo sus músculos infatigables. Una sensación honda y dulcísima borraba entonces hasta el último vestigio de fatiga y pesimismo, cual si un bálsamo maravilloso calmara de pronto las torturas morales y físicas de su espíritu y de su carne.

Un día el niño amaneció enfermo: su cuerpecito ardía como un ascua de fuego, y lloraba pidiendo agua con insistencia que partía el alma. Tres días después, a pesar de los medicamentos que le recetara una famosa médica, el pequeñuelo falleció.

Cuando lo vio inmóvil en el lecho con los puntos crispados y los ojos en blanco, vueltos hacia arriba, sintióse dominado por una rabia sorda contra el adverso destino que no se cansaba de hostigarlo. El llanto de su mujer acabó de exasperarlo, y para no oír sus ayes angustiosos abandonó el rancho y se internó en la montaña. El silencio del bosque y la serenidad del cielo donde brillaba resplandeciente el sol de la montaña, aflojaron la tensión de sus nervios y calmaron el desorden que reinaba en su mente. Mas, apenas hubo pasado la crisis, su alma sórdida de labriego recobró sus características ancestrales.

La costumbre había establecido que cuando moría un niño se festejase la defunción con música, canto y baile. Si los padres podían sufragar los gastos, celebrábase la fiesta en la propia casa, pero lo más frecuente era que cediesen el cadáver a un interesado mediante el pago de una cantidad determinada. En la montaña el que pagaba los mejores precios por los angelitos era El Chispa, encargándose también de la sepultación en el cementerio de la aldea más cercana.

Ese mismo día el cuerpo aún tibio de la criatura estaba en poder del cuatrero y mientras la madre regresaba a la choza, llevando atada en las puntas de un pañuelo las monedas fruto de la venta, él, el padre, daba principio bebiéndose un gran vaso de aguardiente, a la celebración del velorio. Luego desfilaron por su cerebro los detalles de la orgía, esa vergonzosa bacanal en que tomara parte tan activa. Y ahora, cómplice otra vez, trataba de reanudar esa misma orgía devolviendo al niño.

Al llegar aquí en sus recuerdos, una arruga profunda se marcó en la estrecha frente del maderero. Una voz, alzándose en lo hondo de la conciencia, decíale que aquel acto no podía ser grato a los ojos de Dios. Además, ese objeto de profanación era su hijo, la carne de su carne, el ser a quien debía los únicos puros goces de su atormentada vida. Fijó una larga e intensa mirada en la marmórea faz del pequeño. La luz del sol, tamizándose a través del ramaje, hacía resaltar el áureo matiz de la rizada cabellera. Con los ojos cerrados, quietecito en su lecho de hierba, parecía dormir tan apaciblemente que el campesino tuvo durante un segundo la impresión de que todo lo que había evocado su memoria no era sino una pesadilla provocada por el alcohol. Algo sensible se desgarró en sus entrañas, y sus ojos empañados siguieron contemplando aquel rostro que le recordaba instantes felices e inolvidables. Una extraña perturbación se apoderó del labriego. En la ruda corteza de su alma se había abierto una brecha y por ella penetraron a raudales la ternura y la piedad. Y entonces vislumbró lo monstruoso de aquellas prácticas que la gente de su clase se obstinaba en mantener, a pesar de que muchos repugnaban ya esos actos abominables. No, su hijo no serviría de pretexto para que aquellos hechos vergonzosos se repetiesen. Y de nuevo se puso a meditar para resolver este otro aspecto del problema. Pronto halló la solución: ocultaría en la quebrada el cadáver; bajaría al llano y solicitaría del capataz de las obras un anticipo en dinero para pagar la sepultura en el cementerio de la aldea, dando de pasada aviso al panteonero para que cavase la fosa. Al regreso sacaría el cuerpo de su escondite y lo trasladaría al campo santo, donde le aguardaba para rematar la fúnebre tarea su amigo el sepulturero. A El Chispa le devolvería su lujosa mortaja y el dinero que de sus manos había recibido.

Sin perder tiempo se puso a buscar el escondrijo que necesitaba, pero, temiendo que durante su ausencia las alimañas o aves de rapiña atacasen el cadáver, decidió abrir ahí mismo una fosa y sepultarlo en ella provisoriamente. Con la ancha hoja de su cuchillo cavó en la tierra blanda y esponjosa un hoyo poco profundo, y cuando estuvo terminado, revistió el fondo y las paredes con hojas de helecho, planta que crecía en gran profusión bajo la sombría espesura en la improvisada tumba. Como madre que contempla amorosamente al hijo dormido en su regazo, así el maderero fijó los ojos en el semblante del pequeñuelo y notando en él algunas partículas de tierra, se inclinó y sopló aquel polvo adherido prematuramente a las mejillas de la criatura. Luego puso fin a la penosa labor cubriendo los restos con un manojo de helechos y colocando encima gruesas piedras para evitar el ataque de algún animal silvestre. Antes de marchar, escuchó con atención los ruidos de la quebrada, y no encontrando en ellos nada sospechoso, lanzó una última mirada sobre el pequeño túmulo y se alejó, desapareciendo en breve en la espesa maraña de la selva.

Una hora escasa habría transcurrido después de la partida del maderero, cuando desembocó en el claro, con la nariz pegada a la tierra, un diminuto can de sucio y largo pelaje color canela. Detrás del animal apareció El Chispa, seguido de cerca por un mocetón que llevaba entre sus manos una escopeta de dos cañones. Al divisar el túmulo, en torno del cual el perrillo daba vueltas, olfateando con ardor el suelo removido, el cuatrero masculló una sórdida imprecación.

—Mira Vicente —exclamó dirigiéndose a su acompañante—, ya ves cómo Sultán dio con el rastro, pero si el maldito ladrón lo enterró aquí, temo que se haya estropeado la mortaja. ¡Una prenda que me cuesta tanta plata! ¡Sólo en papel de esmalte llevo ya gastado un peso cincuenta!

El de la escopeta no contestó. Había soltado el arma, y arrodillado en tierra apartaba las piedras que defendían la sepultura. Cuando quitadas las hojas de helechos que cubrían el cadáver, éste apareció pulcramente intacto, El Chispa lanzó un gruñido de satisfacción.

Momentos más tarde, alegres gritos partían de la casa del cuatrero al mismo tiempo que una voz de mujer, aguda y desafinada, cantaba con acento estentóreo:


Cuán dichoso el angelito
Que se va glorioso al cielo…


Publicado el 27 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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