El calabozo número 5
—¡Bah! ¡Un carcelero!
—Que tiene un corazón de oro.
La irónica mirada que me dirigió Rafael picó vivamente mi amor propio.
—¿De modo —insistí— que niegas que don Serafín, por el puesto que desempeña, sea un hombre bueno, de sentimientos nobles y humanitarios? Pues yo te aseguro que es la persona más culta, agradable y afectuosa que he conocido.
La incredulidad y el escepticismo de mi interlocutor para apreciar las acciones de los demás me ponía nervioso, y generalmente nuestras polémicas sobre este tópico terminaban en disputa.
Esta vez la controversia me excitaba más que de costumbre, pues se trataba de una persona a quien yo conocía muy de cerca. Era mi vecino y nos unían relaciones estrechas y cordiales.
—Amable, sí, no lo niego. Demasiado amable y además tiene la mirada falsa.
Esto ya era demasiado y deteniéndome bruscamente sujeté por un brazo al doctor que caminaba silencioso a mi derecha y dije a Rafael, con el tono seguro y convencido del que se encuentra en terreno sólido.
—Esta vez, maldiciente incorregible, tendrás que confesar, mal que te pese, que te has equivocado.
Los tres nos hallábamos en ese instante a cien metros escasos de la entrada principal de la cárcel penitenciaria. La pesada y sombría fachada del edificio se destacaba entre los altos olmos de la avenida y bajo el cielo gris plomizo de aquella mañana de otoño, con tonos lúgubres que despertaban en el espíritu las ideas melancólicas q1ue evocan las tumbas y los cementerios.
Ahí, detrás de aquellos muros, reinaba también la muerte, pero una muerte más fría, más callada, más pavorosa que la pálida moradora del campo santo.
El doctor a quien habíamos encontrado en la calle y que nos había invitado a acompañarle en su visita matinal al presidio, parecía un tanto contrariado con la polémica que Rafael había provocado con su intransigencia habitual. No había despegado los labios y no daba muestras de interesarse poco ni mucho en tales asuntos.
Mientras ellos se acomodaban en uno de los bancos de la solitaria calle, yo permanecí de pie, y con la soltura del que cuenta lo que ha repetido muchas veces, empecé por centésima vez el relato del hecho con todos sus minuciosos detalles.
Era también aquella una mañana, pero luminosa, con un cielo de zafiro y una atmósfera cálida que hacía bullir con fuerza la sangre en las arterias de los jóvenes y devolvía el vigor y la energía a los viejos.
Don serafín, el vicedirector, hallábase en el primer patio haciendo su visita de inspección reglamentaria.
Con mirada afable y bondadosa que la severidad exigida por el puesto no había logrado atenuar, contemplaba la doble fila de detenidos cuando de pronto un preso, con ademán resuelto, adelantó algunos pasos hacia él.
Era un muchachón alto como un poste, musculoso como un atleta, fuerte y recio como un toro.
Con voz firme y áspera dijo:
—Yo tengo que hacer una reclamación.
El vicedirector con su más dulce sonrisa y su tono más melifluo preguntó:
—¿Qué es lo que hay, hijo?
—Señor, la comida que se nos da es asquerosa. Papas podridas y porotos viejos. Es una bazofia que no tragarían ni los perros.
—¿Je! ¡Je! ¡Je! Qué paladar tan delicado tienes, hombre. ¡Cómo se conoce que estás recién llegado! ¡Reclamar de la comida! ¡Vaya! ¿Te imaginas que aquí las perdices en escabeche y los pollos en salsa sólo aguardaban tu venia para colársete por el gaznate? ¡Vaya, vaya con el gastrónomo, con el golosillo éste!
Mientras hablaba dábase golpecitos en la barriga con los dijes de la cadena de su reloj y guiñaba los ojos maliciosamente.
Jovial y chancero, no dejaba escapar oportunidad de decir alguna agudeza y de burlarse graciosamente de los reclamos y exigencias de los presos. Pero, cosa rara, sus inocentes bromas producían un efecto extraño en los detenidos. Ni una sonrisa aparecía en sus labios contraídos ni disminuía un ápice la llama que iluminaba sus miradas rencorosas de criminales empedernidos. En cambio los guardianes reían a mandíbula batiente.
Don serafín, lisonjeado por las ruidosas muestras de aprobación de sus subalternos, soltó aún tres o cuatro inofensivas cuchufletas, cuando de pronto el preso que no había apartado un instante del rostro sonriente del vicedirector la mirada acerada y dura de sus grandes ojos azules, dio un salto de tigre hacia adelante, y de un vigoroso puñetazo asestado en la mitad del pecho envió la obesa personilla de don Serafín a cuatro pasos de distancia, donde tropezó y cayó de espaldas dentro de un pequeño estanque que había en el centro del patio.
Cuando los carceleros extrajeron a su jefe de la pila, chorreando de agua y enlodado de la cabeza a los pies, una carcajada homérica estalló entre los detenidos. Por fin el vicedirector veía desarrugarse el entrecejo de los presidiarios. El éxito de aquella vez había sido completo. Una risa loca sacudía a aquellos hombres poco ha taciturnos, silenciosos y sombríos.
Sólo el agresor, que después de una corta lucha había sido derribado en tierra y maniatado por los guardianes, conservaba su aspecto iracundo y bravío.
Don Serafín lo contempló un instante sin ira ni rencor y luego con voz un tanto alterada dijo con suavidad:
—Desátenlo, llévenlo al calabozo número 5.
Y volviendo la espalda se retiró.
* * *
Hice una pausa y con tono irónico pregunté a Rafael:
—¿Qué castigo habrías tú impuesto al criminal si hubieras estado en el lugar de don Serafín?
Rafael me contestó riendo:
—Lo hubiera hecho descuartizar vivo.
—Pues bien, don Serafín, a pesar de que la falta cometida es de las que el reglamento califica de gravísima, por toda pena lo mantuvo un mes en el calabozo.
—¿Nada más que eso?
—Sí, hay algo más. Todos los días enviaba al preso, de los exquisitos que él fuma, un cigarro puro, “para que se acordara de él y no le guardase rencor”: son sus palabras textuales.
Te confieso que cuando supe aquel detalle sentí húmedos los ojos y no pude menos que darle un efusivo abrazo a ese verdadero discípulo de Cristo. Y aquel hombre incomparable me decía, dándome según su costumbre cariñosos golpecitos en la espalda:
—Qué quiere, amigo. Ante todo hay que ser cristiano y debemos perdonar algunas cosillas para que a nuestra vez algo nos sea perdonado por Aquel que pesará un día nuestras acciones en la balanza de su justicia inapelable. Yo no hubiera castigado a ese infeliz, pero la disciplina y los reglamentos me imponen deberes penoso.
Con la mirada del que ve al adversario pulverizado a sus pies medí de alto abajo a Rafael:
—Ya ves, pesimista sempiterno, que el medio nada puede contra aquel en cuyo corazón existe innato el sentimiento del bien.
Pero hay espíritus rebeldes hasta el absurdo, y uno de éstos era el de mi amigo. Me echó una mirada de lástima y sin duda se preparaba a esperarme una de sus cáusticas respuestas, cuando el doctor se puso de pie y dijo:
—Vamos, que se hace tarde.
En la puerta de entrada don Serafín nos recibió con su más graciosa sonrisa. De pequeña estatura, grueso, de vientre abultado, su persona respiraba salud, robustez. Vestía un elegante traje de chaquet claro y su camisa era de una blancura irreprochable. Su rostro rubicundo estaba afeitado cuidadosamente y sus ojillos velados por sus espejuelos de oro relucían gozosos mostrando en ellos lo grata que le era nuestra visita.
Estuvo como siempre efusivamente amable. Golpeó la espalda a Rafael que mostraba un semblante arisco poco dispuesto a la reciprocidad de atenciones y cumplimientos.
Cuando supo el objeto que ahí nos llevaba se ofreció galantemente a acompañarnos.
—¿Ver a los presos? Un espectáculo que nada tiene de alegre. ¡Es algo que oprime el alma la vista de tanto miserable!
Le interrumpí diciéndole:
—¿Y usted, mi buen amigo, con ese corazón tan sensible, la estada aquí debe parecerle sin duda odiosa?
Meneó la cabeza con un gesto desolado.
—Así es, amigo, pero la vida tiene tan duras exigencias.
Habíamos traspasado la gruesa verja de hierro cuando don Serafín pretextando un quehacer urgente se volvió a su oficina y nos dejó solos en el primer piso del establecimiento. Era éste un extenso cuadrilátero rodeado de altos corredores embaldosados. En el centro había una pequeña pila con peces de colores.
Un centenar de presos hallábase a esa hora en aquel sitio. Jóvenes en la primavera de la vida, hombres de edad madura, ancianos encanecidos vagaban en pequeños grupos a lo largo de los viejos muros. De vez en cuando un ruido seco y metálico vibraba en la atmósfera pesada y húmeda: era el choque de los grilletes disimulados bajo las ropas andrajosas.
Algunos, sentados en los bancos adheridos a las paredes, seguían con mirada vaga y melancólica el desfile de los nubarrones que se amontonaban sobre nuestras cabezas, y cuando un pájaro aislado cruzaba el espacio, libre y rápido, los cuellos de los reclusos se alargaban y sus miradas adquirían un brillo fugitivo y momentáneo. Y el ave que es una cima y el presidario que es un abismo se confundían un instante en nuestra retina, para apartarse, en seguida, con la celeridad del lastre que cae y el globo que sube.
En un momento, el doctor se vio rodeado de aquellos hombres. Unos le exponían sus males, otros le pedían consejos y todos le hablaban con cierta familiaridad afectuosa. Con Rafael, nos detuvimos junto al estanque y contemplamos silenciosos aquel cuadro. Poco a poco un malestar indefinible iba apoderándose de nuestras almas y el oscuro problema presentábasenos insistente, aterrador y formidable. De pronto, mi amigo, con esa vehemencia característica en él, mostrándome con un ademán el grupo de presidiarios que engrosaba por instante en torno al doctor, exclamó con voz sorda y contenida:
—¡Mira! Estos hombres, sin duda, cometieron crímenes horribles: han asaltado, robado, asesinado, y la sociedad en justa defensa se ha visto obligada a encarcelarlos. Todos, o casi todos pertenecen a la última escala social. No han conocido padres, maestros, ni apoderados. Entregados a sí mismos desde su más tierna infancia, sólo han visto en torno suyo, egoísmo, mentira, iniquidad. Sus progenitores, embrutecidos por la miseria, han legado a los hijos, junto con sus vicios y enfermedades, por todo patrimonio la ignorancia y atrofia cerebral.
En cambio a esos de la otra clase, que hacen las leyes, que las ejecutan, que piden en voz en cuello castigo, muerte para el criminal, ¡qué suerte tan diversa les ha deparado el destino! Padres y madres que les inculcan el bien y les hacen detestar el mal.
Maestros que despiertan su inteligencia y abren a sus espíritus los luminosos horizontes de la verdad y el saber. Y nunca una privación: ni frío, ni hambre, ni desnudez. Por una senda florida se les conduce de la mano y no se les suelta sino cuando son ya dueños de sí mismos en lo físico, moral e intelectual.
Sin embargo, tú sabes que si se aplicaran los códigos con recta imparcialidad, esa clase privilegiada entregaría a las cárceles un número igual si no superior al que sale de esa enorme masa que vegeta en los campos, llena los talleres y pulula en los suburbios, desarrapada y hambrienta.
Mas, si los códigos son claros y precisos cuando se trata de los desheredados, se oscurecen y complican cuando hay que aplicarlos a algún magnate: es la clásica tela de araña y el proyectil.
A cada paso vemos que el robo hecho en grande escala deja de ser un delito y se convierte en un hecho meritorio: los peculados, una jugada de bolsa, una quiebra, la explotación del taller y de la fábrica.
¿Y es menos asesino, acaso, el patrón que mata lentamente a sus obreros con una ración de hambre en algún trabajo penoso, antihigiénico, que el bandido que lo hace de una puñalada?
Si hay alguna diferencia, ésta es sin duda a favor del último, porque en su rebelión contra las leyes juega todo lo que es más caro al hombre: su vida, su libertad; mientras aquellos obran a mansalva, cobárdemente, escudados por su fortuna y su posición social.
¡Y, por fin, son menos asesinos los gobiernos que lanzan los pueblos los unos contra los otros para que se destruyan en carnicería salvaje?
Ha pasado a ser un axioma que las cárceles no regeneran ni disminuyen la criminalidad. Se clama porque se aumenten los presidios, se doblan las policías y nada se hace para aminorar la ignorancia, la miseria, la explotación, con las cuales las cárceles serán siempre insuficientes.
Hizo una pequeña pausa y luego continuó:
—¿Y no has pensado alguna vez cómo es tan escasa, dado su inmenso número, la proporción de criminales entre las clases desvalidas? ¿Ah! Es porque en el alma de los humildes hay un fondo de infinita bondad, una inagotable hombría de bien que neutraliza en ellos los efectos del abandono y de su atroz miseria física, intelectual y moral.
Las palabras de Rafael resonaban aún en mis oídos cuando después de recorrer un largo pasadizo nos encontramos delante de la enfermería del establecimiento.
El doctor deteniendo a un enfermero que salía de ahí, en ese instante, le preguntó:
—¿Y el 301, cómo sigue?
—Mal, señor. Anoche le pusimos la cruz de los agonizantes.
En la extensa sala había unas treinta camas arrimadas a los muros encalados. Ni una sola estaba vacía. Rostros espectrales asomaban por entre las sábanas y nos contemplaban con ojos interrogadores.
La luz de fuera, escasa y turbia, difundía en el interior una claridad triste y mortecina.
Lo primero que me llamó la atención en aquel recinto, fue una cruz negra, enorme, suspendida a la cabecera de uno de los lechos en el cual yacía, acostado de espaldas, un hombre joven, de 24 a 25 años a lo sumo.
El doctor, inclinado sobre aquella cama, fijaba en el enfermo sus ojos graves, profundos y escrutadores.
Rafael se acercó y preguntó a nuestro amigo:
—¿Qué mal es el que sufre este infeliz?
El doctor se enderezó y quitándose los lentes se puso a limpiarlos con la punta del pañuelo. Después de una pausa dijo:
—Es una tisis galopante.
Yo a mi vez interrogué:
—¿Y está muy grave?
—Antes de dos horas habrá muerto.
Y delante de aquella vida, de aquella juventud que se apagaba, nos quedamos silenciosos un momento, sin poder desviar la vista de aquel rostro cadavérico, de pómulos salientes, encuadrado en una espesa y rizada barba rubia que llegaba hasta el pecho hundido y huesoso en el que resonaba el estertor sordo, estridente del agonizante.
La piel amarilla, inundada de viscoso sudor, hallábase pegada a los huesos, y por los párpados entreabiertos veíase la pupila inmóvil, apagada y vidriosa. Los labios contraídos dejaban ver dos hileras de dientes blancos por entre los cuales se escapaba la respiración estertorosa y silbante. Y una espuma rosada, sanguinolenta, fluía de aquella boca que la agonía deformaba con contracciones dolorosas. Y junto con una intensa conmiseración y una infinta piedad por el moribundo, se despertó en nuestras almas un deseo imperioso de saber algo del pasado y de la vida de aquel presidiario.
En voz baja y velada por la emoción que aquel espectáculo nos producía, acosamos a preguntas al doctor quien, en breves palabras, nos refirió lo poco que sabía.
Cuatro meses atrás aquel preso, que era un hombre de varonil belleza, extraordinariamente fuerte y vigoroso, en castigo de una falta cometida, había sido puesto durante un mes a pan y agua en un calabozo. Sin duda la carencia de alimento suficiente y el aire infecto y corrompido de la celda, habían debilitado de tal modo su organismo que la enfermedad había hecho presa en él con inusitada violencia.
—Ha sufrido horrorosamente —agregó el médico—, pues su misma hercúlea constitución ha hecho su lucha contra el mal en extremo angustiada y dolorosa.
Un enfermero se acercó a pedir órdenes.
—Nada que hacer —díjole el doctor—, morirá dentro de poco.
Rafael con el deseo de adquirir datos sobre el preso interrogó a aquel hombre.
—¿Le conocía Ud.? ¿Sabe algo de él?
—Sí, señor. Este individuo fue condenado a cinco años de presidio por haber dado muerte a un rival en una lid amorosa. Era un hombre temible por su fuerza y resolución. Un día en pleno patio, delante de los presos y de la guardia, dio una bofetada al vicedirector, quien lo mandó encerrar por un mes sin más alimento que pan y agua en el calabozo de los tísicos.
Una exclamación ahogada se me escapó.
—¡Cómo! ¿En el calabozo de los tísicos?
—Sí, señor, en el número 5, que es donde se coloca a los presos que adquieren este mal; pues en la enfermería no hay siempre camas suficientes.
Y para terminar agregó:
—No tiene, pues, más que su merecido, pero es una lástima, porque era guapo mozo.
Los tres, mudos, espantados, cruzamos nuestras miradas, y un sentimiento confuso de piedad, de odio, indignación, furor, sacudió nuestras fibras más recónditas.
Y mientras el ronco estertor del moribundo llenaba la siniestra sala, la luz fría y cenicienta que se filtraba por los empolvados tragaluces hacía resaltar en el blanco muro los brazos descarnados de la cruz negra, enorme, como el símbolo eterno del crimen y la barbarie triunfante cerniéndose por encima de los Calvarios y escarneciendo a los Cristos pasados, presentes y venideros.
Santiago, 20 de marzo de 1903.
La carga
Los sables salen de las vainas con un claro y vibrante chirrido y los soldados de quepis y dormán azules sueltan la rienda de sus caballos y se precipitan contra el formidable enemigo.
¡Oh, los héroes! ¡Oh! los valientes!
¡Con qué coraje esgrimen la cortante hoja sobre las cabezas inermes, sobre los pálidos rostros de las mujeres, las blancas testas de los ancianos y las rizadas cabelleras de los niños!
Nada les detiene. Pasan como un huracán arrollándolo todo bajo los ferrados cascos de sus corceles. El filo de sus sables abate de un golpe los brazos que alzan la callosa mano como un escudo y parte en dos los cráneos que se cobijan bajo la gorra y la chupalla.
¡Y los jefes! ¡Los bizarros oficiales! Vedlos delante de sus valientes, la espada en alto, la mirada centelleante, ebrios de gloria, de heroísmo y de bravura.
¡Qué noble emulación los exalta! Nadie quiere tener una mancha roja de menos en el dormán galoneado.
Y se miran y se observan, tratando de sobrepujarse en aquel torneo heroico.
Las cargas se suceden cada vez más furiosas. Los aceros zigzaguean como una tempestad de rayos sobre las cabezas que se agachan y las espaldas que se esfuman fugitivas. Una mujer va y viene despavorida en busca del pequeñuelo extraviado. Un soldado sable en mano la persigue, la acosa y, de un golpe, la derriba en tierra. Más allá un niño con la cabeza desnuda, lloroso, como una medrosa bestezuela, corre asustado tratando de escabullirse de aquella masa que lo aprieta y lo estruja. Por fin, lo consigue y pasa a la carrera frente a un pelotón de infantes a cuyo frente está un joven oficial con la espada desenvainada, impaciente y nervioso por probar sus bríos en la contienda. Las proezas de sus camaradas inflaman su valor y arde en deseos de distinguirse ante los jefes. Ve al pequeño que huye y corre tras él. Alza el brazo armado y lo descarga sobre la nuca infantil con firme y certero pulso. La víctima, con los brazos extendidos hacia adelante, cae de cara contra la tierra y queda inmóvil en el suelo enarenado.
Y sobre las hojas secas de las encinas, bajo el cielo pálido, brumoso de la tarde, la turba ruge y se enfurece y los sablazos fulguran y caen como recia y tupida granizada.
¡Qué espectáculo tan noble, tan viril, tan elocuente! De un lado la fuerza, la inteligencia armada; del otro el número, la masa inconsciente y torpe.
¡Y qué prodigio tan maravilloso obra en el hombre la disciplina! Esos soldados ayer no más formaban parte de esa multitud anónima y sus manos que hoy empuñan la cuchilla del verdugo, guardan aún las señales indelebles del martillo y de la azada. Bastó sólo el uniforme para que se abriera un abismo entre ese hijo y sus padres, entre el hermano y sus hermanos. El paria, el explotado de ayer sablea hoy y degüella sin misericordia a los que hace poco eran sus iguales y que, en el tugurio o en el rancho, compartían sus trabajos y sufrían su miseria.
Sí, ese jinete que revuelve con tan fiero gesto su cabalgadura entre la multitud tiene también allá, en el suburbio, en un cuartucho miserable, seres queridos, una mujer y unos hijos que mañana cuando sean hombres estarán también ahí entre la turba que vocifera y aúlla. Mientras que otros o tal vez alguno de los mismos acuchillará a sus hermanos, ahogando en su propia sangre sus gritos de rebelión, de justicia y de protesta.
Pero él no delibera, no piensa. La férrea disciplina rompió el lazo de solidaridad con los suyos y ahogó en su corazón todo sentimiento que no sea el de la obediencia pasiva. Ha dejado, pues, de ser un hombre para ser una cosa, una máquina. Y a la voz de mando espolea, arremete, atropella y mata. ¿Por qué? No lo sabe y tal vez no lo sabrá nunca.
El hallazgo
Cuando Miguel Ramos, carpintero del taller de reparaciones, abrió la puerta del cuarto y salió al corredor del vasto galpón, su ancha y rubicunda faz se iluminó con una sonrisa de júbilo. La tarde se presentaba espléndida para la pesca. Una ligera neblina cubría todo el amplio espacio que abarcaban sus ojos. Por el sur, a la orilla del mar, en una elevación del terreno, las construcciones de la mina destacaban a la distancia sus negras siluetas, y por el norte, siguiendo la línea de la costa, se distinguía vagamente a través de la bruma la faja gris del litoral.
Más bien bajo que alto, de recia musculatura, el carpintero era un hombre de cuarenta años, de bronceado rostro y cabellos y barba de un negro brillante. Obrero sobrio y diligente, distinguíanlo con su afecto los jefes y camaradas. Pero lo que daba a su personalidad un marcado relieve era su inalterable buen humor. Siempre dispuesto a bromear, ninguna contrariedad lograba impresionarle y el chiste más ingenuo lo hacia desternillarse de risa.
En los días de descanso sus entrenamientos favoritos fueron siempre la caza y la pesca, por las cuales era apasionadísimo. Hijo de pescadores, no se había separado jamás de las vecindades del mar, que ejercía sobre él una atracción invencible. Los domingos, en esas mañanas neblinosas del otoño y del invierno, cogía su escopeta de dos cañones y seguido de su perro Buscalá íbase a tirar a los zorzales y a las tencas en los matorrales y bosquecillos que, en todo el largo de la costa, oponían su verde y débil barrera a la marcha invasora e incesante de las dunas.
A mediodía estaba de regreso y después de engullir la merienda que Juana, su mujer, teníale preparada, si el tiempo era favorable encaminábase a la playa y embarcándose en un pequeño bote que con rara habilidad y acierto construyera él mismo, dedicábase con empeño a la busca de peces y de mariscos, muy abundantes en esa parte de la costa. En estas excursiones acompañábalo invariablemente su hijastra Rosalía, una mozuela de doce años que por lo blanco de la piel, rubios cabellos y ojos claros de un azul desteñido, la morena y tiznada chiquillería de la mina apellidaba la “gringa”. La pequeña, de constitución robusta, muy viva y ágil, era para el carpintero un auxiliar precioso. Cuando iba de caza, la vista de lince de la chica descubría la pieza por enramada que estuviese, y si después del disparo quedábase la víctima suspendida por la bifurcación de una rama, al punto trepábase al árbol para cobrarla con la agilidad de un gato montés.
En el mar sus habilidades no eran menores. Tiraba del remo y cebaba los anzuelos con destreza sobresaliente, sabiendo distinguir a la perfección las distintas variedades de peces y de mariscos y el modo de apoderarse de ellos en sus escondrijos. Y finalmente, por su intrepidez para arrostrar el peligro, su compañía no fue jamás un estorbo en las situaciones difíciles.
Entre los pilletes de la mina gozaba Rosalía de gran prestigio por el glorioso papel que desempeñaba acompañando al carpintero en sus expediciones, y, también, por la prontitud y eficacia con que esgrimía puños y pies en sus rencillas con la vocinglera turba, que la respetaba, además, por su infalible puntería para lanzar la pedrada vengadora cuando alguien, a prudente distancia, le lanzaba los consabidos insultos:
—¡Moño de estopa, ojos de chaquira, gringa de agua dulce!
Los días domingo en la tarde sólo se veían en la mina mujeres y niños, pues los hombres, como de costumbre, habíanse marchado al poblado vecino, cuyas numerosas tabernas los atraían con fuerza irresistible. Juana se mostraba orgullosa de la sobriedad de su marido y su felicidad hubiera sido completa si la pasión de él por el mar fuese menos absorbente. No miraba con buenos ojos estas excursiones, pues conociendo el carácter temerario y aventurero de Miguel, no prestaba gran fe a las protestas que al marcharse le hacía de proceder con prudencia. Aquella tarde, como ella extremase rezongos, él atajó sus críticas diciéndole sarcástico y chancero:
—¡Vaya, mujer, mientras los congrios y los robalos sigan con su porfía de no salir a la playa a picar la carnada en seco, por la fuerza tenemos que entrar al agua para buscarlos y restregarles el cebo por las narices, pues sólo así se tragan el anzuelo esos condenados…!
Y terminó celebrando el chiste con una risa tan estrepitosa, que Juana y la pequeña no tuvieron más remedio que imitarle, contagiadas por aquel reír explosivo y desconcertante.
Mientras Rosalía cebaba los anzuelos de un español, el carpintero habíase nuevamente asomado a la puerta del cuarto, comprobando con gran satisfacción que la neblina, barrida por la suave brisa que soplaba desde tierra, iba poco a poco dejando libre la costa de su molesta y peligrosa presencia.
De pronto, y cuando comenzaba a ayudar a la chica en su tarea, apareció en el hueco de la puerta la figura esmirriada y diminuta de un pilluelo que con voz aguda profirió:
—Ice on Panta…
Miguel y la pequeña clavaron en el mensajero sus ojos aguardando el final de la frase, mas como el chico continuase mudo mirando con la boca abierta el espinel, el primero lo sacó de su abstracción bruscamente:
—Bueno, hombre, ¿qué dice don Panta?
—Ice que hay una cosa en el mar más allá de las Piedras de los Lobos.
Miguel sonrió burlón:
—¡No será un montón de güiro?
—On Panta ice que a él le parece una chalupa daa vuelta.
El carpintero, que había oído con indiferencia las anteriores palabras del chico, pareció ahora vivamente interesado, concluyendo por dar entero crédito a la noticia, pues don Pantaleón, el autor del mensaje, viejo guarda de la mina, era un hombre formal, incapaz de molestar a un camarada con una broma de mal gusto.
Quiso conocer otros detalles e interrogó al pequeño, pero éste, que nada más sabía, después de repetir las mismas frases se marchó felicísimo, llevándose un anzuelo roto que Rosalía le obsequió en pago de su trabajo.
El aviso que acababa de recibir exaltó la imaginación del carpintero. Siempre había deseado tener una chalupa para navegar a la vela, maniobra que no podía practicarse en el bote por sus escasas dimensiones.
Con gran prisa puso fin a los últimos aprestos, e impaciente por comprobar lo que había de verdad en aquel asunto, cogió los remos y abandonó el cuarto seguido de Rosalía, que llevaba en un saco de lona los avíos de pesca y la cuerda del espinel. La senda que conducía a la playa orillaba un arroyuelo cuyas aguas fangosas se abrían paso trabajosamente en la arena movediza que los vientos amontonaban a lo largo de su cauce. En esa parte de la costa, sembrada de escollos peligrosísimos, sólo existía en la desembocadura del estero una diminuta caleta en donde, acostado en la dorada arena, se veía un bote pintado de negro con una franja blanca a lo largo de la borda, destacándose en la proa, grabadas en desiguales caracteres, estas dos palabras: El Pejerrey. Aunque toscamente construido, las condiciones marineras del barquichuelo eran excelentes y sus robustos flancos habían demostrado más de una vez su sólida resistencia a los embates de las olas.
Después de algunos minutos de rápida marcha, Miguel y su acompañante se encontraron en la angosta playa, junto a la embarcación. El primer acto del carpintero fue hacer un prolijo examen revisando con atención las embreadas costuras desde la borda hasta la quilla, y habiendo comprobado que no existía ninguna grieta, procedió a lanzar el esquife al agua ayudado por Rosalía.
Apenas el botecillo fue puesto a flote, Miguel empuño los remos y, sorteando diestramente los arrecifes, se encontró en breve fuera de la línea de las rompientes. El mar estaba tranquilo, la ligera brisa que soplaba de tierra había desgarrado la niebla esparciéndola en jirones por los ámbitos del golfo. Desde el punto en donde se encontraba el bote no se veía la caleta, pues una línea ininterrumpida de escollos ceñía la costa haciéndola inabordable en la extensión de muchas leguas. A la izquierda de la ensenadita, en la cima de una meseta formada por un enorme montón de rocas, alzábase la cabria del pique más importante de la mina. En el borde del acantilado el carpintero distinguió la figura del guarda que agitaba los brazos, indicando algo en la lejanía del mar, invisible para los tripulantes de El Pejerrey.
Miguel contestó a las señales poniendo proa a la Piedra de los Lobos, lo que pareció satisfacer al vigía, pues cesó en sus ademanes, quedándose inmóvil en lo alto de su observatorio.
La Piedra de los Lobos era un arrecife que se erguía solitario a más de un kilómetro de la costa. Cuando el bote enfrentó el enorme peñasco, la pequeña, que se había puesto de pie para abarcar más espacio escudriñando con sus claros y vivaces ojos la ondeante superficie de las aguas, alargó de pronto la diestra y se puso a chillar alborozada:
—¡Padrino, mire, allí está!
El carpintero se volvió para mirar en la dirección que la chica señalaba y percibió a la distancia un objeto de forma alargada, de color negro reluciente, que aparecía y desaparecía entre las olas. ¿Era aquello una embarcación o simplemente un madero, resto de algún naufragio? Para salir de dudas, Miguel se inclinó sobre los remos y forzó la marcha del botecillo. A medida que la distancia disminuía, el objeto se diseñaba con más claridad y, muy luego, se dio cuenta el carpintero de que tenía a la vista no los despojos de un naufragio sino algo muy diverso. Pasaron todavía algunos minutos, y de súbito sus dudas se disiparon: lo que flotaba allí pesadamente a unos cuantos metros de la proa de era el cadáver de una ballena.
En el primer instante la emoción paralizó la lengua del carpintero. Sus negros ojos fulguraron con inusitado brillo y su ruda y sudorosa faz se congestionó de júbilo. No pudiendo contener la explosión de su entusiasmo lanzó una carcajada e hizo una pirueta que casi vuelca el bote, percance que le produjo un nuevo acceso de risa.
El cetáceo, semitumbado sobre uno de sus flancos, destacando en las aguas transparentes su enorme masa, causó a Rosalía un asombro temeroso. Sus ojos muy abiertos se clavaban azorados en la cabeza y en la cola del monstruo cuyas desmesuradas dimensiones la llenaban de admiración. Después de algunos instantes de mudo examen se volvió a su padrastro y lo acribilló a preguntas sobre el extraño y gigantesco pez; mas, el aludido, inclinado sobre la borda, no le contestó sino con monosílabos. Lo que atraía sus miradas era un arpón cuyo hierro, clavado en el flanco del cetáceo, dejaba sobresalir encima del agua el extremo del asta de madera de luma que ostentaba en su redonda y pulida superficie cuatro letras mayúsculas: C. B. S. M., grabadas a fuego.
—Compañía Ballenera Santa María, murmuró entre dientes Miguel y, alzando la cabeza, en el confín distante, una nubecilla alargada que parecía flotar a ras del océano recortaba sus contornos imprecisos en el límite del horizonte. Era la isla de Santa María, que, dejando un angosto pasaje entre ella y la costa, cierra el golfo de Arauco al norte de la punta de Lavapié.
El carpintero, que años atrás había residido en la isla, recordaba que existían entonces en ella dos asociaciones de pesca rivales dedicadas ambas a la persecución y captura de los cetáceos que surcaban esas aguas. La más importante era la que llevaba el nombre cuyas iniciales tenía a la vista grabadas en el arpón.
Este conocimiento de la industria ballenera ponía a Miguel en situación de aquilatar la importancia del hallazgo que acababa de hacer, y aunque el ejemplar que tenía delante no era de los mayores que hubiese visto, estaba seguro de que allí había aceite bastante para llenar algunas decenas de barriles, lo que constituía, dado el alto precio del producto, una verdadera fortuna.
Durante algunos minutos el carpintero, de pie en la proa del bote, permaneció callado e inmóvil con el entrecejo fruncido. Reflexionaba. Dos cuestiones, que eran otros tantos problemas por resolver, atraían su atención. Una de ellas, el aprovechamiento y extracción de las diversas substancias que encerraba el cuerpo del animal, no lo inquietaba, porque la dirección del establecimiento carbonífero tomaría como cosa propia esa explotación, facilitándole todo lo necesario para llevarla a cabo; pues la mina hacía un enorme consumo de aceite de ballena, para el alumbrado de las galerías. Quedaba la otra cuestión: la de remolcar esa masa flotante, cuyo peso excedía de algunas toneladas, hasta la caleta, empresa primordial que presentaba dificultades insuperables si se tomaban en consideración los escasos medios que tenía para realizarla.
Aunque la jovialidad fue siempre el rasgo saliente del carácter de Miguel Ramos, bajo esa apariencia ligera albergábase un ánimo reflexivo, esforzado y tenaz. Su primer cuidado fue, por lo tanto, conocer todas las fases de la situación para en seguida elaborar un plan conveniente.
A poco más de un kilómetro de la ribera el cadáver de la ballena flotaba arrastrado por el descenso de la marea. Cuando cesase el reflujo, la marea ascendente lo haría desandar el camino recorrido, empujándolo hacia la costa. Pero este cambio de ruta no podía efectuarse sino después de la medianoche. Además el viento, que en la tarde venía de tierra, daba al amanecer un salto brusco soplando desde el golfo hacia el litoral. Por consiguiente, si no intervenían factores adversos era caso seguro que el cuerpo del cetáceo se encontraría en la mañana del lunes muy próximo a la caleta, donde se le podría encallar con relativa facilidad, poniendo término a su peregrinación por el océano. Mas en este conjunto de circunstancias propicias había una desfavorable que por sí sola las neutralizaba a todas. Este factor negativo eran los bajíos de la Niebla, formados por innumerables escollos a flor de agua, donde el mar rompía día y noche con infatigable furor.
A la primera ojeada el carpintero comprendió la inminencia del peligro, pues si la deriva continuaba verificándose libremente, sin estorbos, al cabo de algunas horas su valioso hallazgo entraría en la zona de atracción de algunas de las poderosas corrientes que circulaban en la vecindad del bajío, y entonces podía decir adiós a sus esperanzas, porque la traidora sirte no devolvía jamás lo que entraba en sus dominios.
Sólo había un remedio de contrarrestar esa amenaza y era detener o retrasar la marcha del cetáceo hasta que el cambio de viento y el flujo de la marea próxima ejerciesen su acción conjunta, apartándolo de las procelosas rompientes. Este plan fue el que adoptó Miguel Ramos, pero al ir a ponerlo en práctica recordó que la presencia de Rosalía planteaba una nueva cuestión que debía resolver sin demora. El asunto admitía sólo dos soluciones: o dejaba que la pequeña lo acompañase exponiéndola a los peligros de pasar una noche entera en el mar o la conducía a tierra para regresar con algún camarada cuya cooperación duplicaría la eficacia de sus esfuerzos en la empresa que iba a acometer.
Después de meditar un instante optó por la primera solución, pues la distancia que lo separaba de la costa era considerable, y como el sol muy pronto se encontraría debajo del horizonte, la falta de luz haría, al regreso, muy problemático que volviese a encontrar el cuerpo sumergido de la ballena que sólo mostraba una parte insignificante de su negra y lustrosa piel por encima del agua.
Además, el coraje bien probado de la pequeña, su robustez a toda prueba y la tranquilidad del mar dábanle casi la seguridad de que la noche transcurriría sin accidentes desagradables. Cuando comunicó a Rosalía su determinación, la rapaza palmoteó de júbilo. Agradábale extraordinariamente aquella aventura y abrumó a su padrastro con preguntas sobre el monstruoso pez, preguntas que el interrogado procuraba satisfacer del mejor modo, riendo y bromeando según su costumbre.
Miguel, con ayuda del bichero, atrajo hacia sí la cuerda atada al arpón y comenzó a tirar de ella, enrollándola en el fondo del bote, mas como la extremidad sumergida tardase en aparecer recordó que estas cuerdas, que los pescadores de ballenas llaman “línea”, tienen una longitud superior a trescientos metros. Del grosor del dedo meñique, fabricadas de finísima manila, su costo alcanza un precio bastante elevado.
El carpintero midió diez brazadas y, evitando seccionar el trozo, hizo un doblez y ató la línea en el banco de popa, dejando que el resto de ella continuase hundido en el agua.
Los preliminares para iniciar el remolque estaban concluidos, y Miguel, poniendo la proa en dirección a tierra, empezó a bogar con calma, economizando deliberadamente sus fuerzas. A las primeras remadas la cuerda atada al arpón se puso tirante y El Pejerrey cesó de avanzar y se quedó al parecer inmóvil entre las tranquilas ondas. Pero esta quietud era sólo aparente, pues en realidad retrocedía arrastrado por la mole gigantesca que trataba de remolcar.
Este resultado negativo no desanimó al carpintero, pues conocía demasiado su impotencia para paralizar la deriva de la ballena. Mas, si no le era dable detener su marcha, podía al menos refrenar la rapidez de la misma, con la cual hacía frente al peligro más inmediato: el avance libre hacia las rompientes. Y mientras bogaba con el rítmico empuje del remador avezado, Rosalía, instalada en la popa, miraba con insistencia la cuerda del remolque. Aquel cordelito tan delgado, tan suave, tan flexible, la tenía encantada y no apartaba de él sus ojos codiciosos. Para tender ropa, para sacar agua del pozo y para saltar no podía ser más apropiado, prometiéndose, una vez en tierra, cortar un buen pedazo para estos objetos.
En tanto el día tocaba a su término, el sol hundía su rojo disco en las cabrilleantes aguas del golfo y coloreaba con sus postreros rayos una que otra blanca nubecilla suspendida en el azul. A medida que las sombras aumentaban y en lo alto aparecían las estrellas, íbanse borrando los contornos y detalles de los objetos. Por el lado de tierra sólo se distinguía el vago reflejo del espumoso oleaje al chocar en las rocas de la ribera.
En el bote, sus tripulantes mantenían una animada charla interrumpida a cada instante por las risotadas de Miguel, que, entusiasmado por la empresa que tenían entre manos, todo lo veía de color de rosa. Su más ferviente anhelo, correr bordadas en el golfo en una airosa chalupa con la blanca vela y el foque henchido por la brisa, considerábalo ya como un hecho cuya realización no ofrecía la más leve señal de duda.
Para mantener el rumbo en dirección opuesta a los bajíos de la Niebla, el carpintero tenía para guiarse las ventanas iluminadas de la casa de máquinas, cuyos destellos, agujereando las tinieblas, le indicaban el sitio preciso donde se encontraba.
Las primeras horas se deslizaron sin ningún contratiempo. El mar continuaba en calma, y en el silencio de la estrellada noche, un sordo y prolongado fragor rodaba entre las sombras y apagaba el ruido lejano de la resaca en la invisible costa. Para el oído ejercitado de Miguel el aumento progresivo de la intensidad de aquel rumor era un indicio de que la distancia que lo separaba de los bajíos se había acortado en parte. El cambio de posición de las luces de tierra corroboraba a sus ojos este hecho inquietante. Sin embargo, como no había cesado un momento de remar confiaba en que este esfuerzo, por débil que fuese, habría disminuido de un modo apreciable el poder del reflujo, y si la situación se mantenía así por algunas horas más, podía desechar todo temor y dar por conjurado el peligro de los arrecifes.
Todas estas reflexiones afirmaron en el ánimo del carpintero su resolución de seguir manejando los remos hasta el instante en que la marea viniese en su auxilio, lo cual le permitiría descansar a sus anchas, pues el trabajo de retroceso lo haría, entonces, el flujo ascendente ayudado por la brisa que probablemente a esa hora soplaría ya en dirección a la playa.
Al cabo de algunas horas de iniciado el remolque, Ramos observó un cambio en la dirección del viento. Soplaba ahora del oeste en ráfagas que iban refrescando por instantes. Aunque esa brisa no anunciaba tiempo desfavorable, su aparición sobresaltó al carpintero, pues en todo caso agitaría al mar, estorbando su ya difícil y laboriosa tarea.
Muy pronto estos temores se vieron confirmados, pues el oleaje se tornó excesivamente duro, batiendo con rudeza los flancos del barquichuelo. La necesidad de presentar el costado a las olas hacía más difícil la situación, pero no cabía modo de torcer el rumbo, pues el más ligero cambio en la ruta significaría el fracaso de una empresa tan favorablemente comenzada.
Así lo comprendió el carpintero y se preparó para la lucha, que presentía iba a ser larga y obstinada. Pero la presencia de Rosalía, que coartaba su libertad de acción, le recordó que le estaban prohibidas las resoluciones extremas. Esto enfrió un tanto su ardimiento, mas no logró quebrantar su propósito de disputarle al mar hasta donde fuese posible su valiosa presa. Aquí no había luna, una tenue claridad permitía ver a cierta distancia lo que pasaba en la movible superficie de las aguas cuyo aspecto tumultuoso era bien poco tranquilizador.
Rosalía, que acababa de dormirse acurrucada en el banco de popa, despertó de pronto: una ola, chocando contra la borda, le había salpicado el rostro. La pequeña, con tono sorprendido, pero sin asomo de temor exclamó:
—¡Padrino, mire, qué bravo se ha puesto el mar!
Miguel contestó con una risita despreciativa:
—Si no es nada, chiquilla. ¿Tienes miedo?
—No, padrino.
—Entonces saca el balde que tienes ahí debajo del asiento y cuando embarquemos agua la achicas en el acto.
—Bueno, padrino.
Desde ese instante quedó entablada la gran contienda en la soledad tenebrosa del abismo y bajo el pálido fulgor de las rutilantes estrellas. Olas de corta extensión y de poca altura corrían al asalto del bote y al chocar en su flanco embarcaban cierta cantidad de agua por encima de la borda. Muy pronto este lastre líquido comenzó a inquietar seriamente al carpintero. ¿Podría la pequeña aligerar el zarandeado esquife con la rapidez necesaria para mantenerlo a flote? Este pensamiento lo obsesionaba planteando en su espíritu una duda cruel. Adherido sólidamente al banco de proa remaba con gran vigor, sintiendo acrecentar sus ímpetus combativos. El acicate del peligro y la rabia y el despecho ante las dificultades que amenazaban el logro de sus deseos, había enardecido el ánimo testarudo de Miguel Ramos, y su alma obstinada y audaz sólo albergaba un propósito: luchar contra la furia de los elementos mientras sus manos pudiesen aferrar los remos.
La necesidad de mantener la proa dirigida a tierra, presentando el flanco a la marejada, hacia que El Pejerrey embarcase una no pequeña cantidad de agua, la cual aunque era expulsada afuera inmediatamente por Rosalía, se renovaba sin cesar con sólo breves intervalos de tregua. La pequeña manejaba el cubo con rapidez y destreza manteniendo a raya el invasor enemigo sin que su coraje decayese un solo instante.
Y esta lucha encarnizada y silenciosa entre las tinieblas transcurrieron algunas horas, durante las cuales el diminuto esquife estuvo en repetidas ocasiones a pique de zozobrar. Y se hubiese hundido más de una vez, irremisiblemente, si Miguel, en el instante crítico, con una rápida virada, no pusiese a cubierto el flanco amagado del embate furioso de las olas.
Esta maniobra, repetida cada vez que el peligro arreciaba, permitía a Rosalía achicar el agua sin que se incrementase su cantidad con nuevas adiciones, y cuando había arrojado por encima de la borda el último cubo del salobre líquido, El Pejerrey volvía a presentar el flanco al oleaje, reanudando su labor de refrenar la deriva de la ballena.
Entre la pequeña y su padrastro sólo se cambiaban una que otra palabra, pues la tarea que tenían entre manos absorbía todas su facultades. Veinte veces, el carpintero estuvo a punto de abandonar la partida y otras tantas reaccionó para seguir en la brega gastando sus últimas fuerzas que la ira y la desesperación agigantaban. Las luces de la casa de máquinas seguían indicándole la posición del bote que, a pesar de sus esfuerzos, había sido arrastrado un enorme trecho hacia los bajíos cuya proximidad delataba el estruendo fragoroso de las olas al chocar contra los escollos.
Pero, en esta desigual contienda, una esperanza sostenía al carpintero. Terminado el reflujo la baja mar pondría fin a la corriente que lo alejaba de la costa. Si esto sucedía antes que los remolinos que circulaban entre las escolleras cogiesen a El Pejerrey y su presa entre sus giros vertiginosos, podía dar por ganada la batalla, pues la marea ascendente trabajaría entonces a su favor.
Como este cambio se operaría mucho antes de romper el alba, los ojos de Miguel escudriñaban en la estrellada noche algún signo que le anunciase la verificación de esta mudanza. Y cuando ya comenzaba a dudar de la certeza de sus cálculos, al volverse para mirar a sus espaldas llamó su atención una especie de vaga fosforescencia que, por la parte de proa, parecía brotar a flor de agua. El corazón le dio un vuelco dentro del pecho. Aquel débil resplandor provenía de la marejada al estrellarse con la Piedra de los Lobos, arrecife del que se había alejado considerablemente en el curso de la noche. Ahora, el bote sólo distaba de él unos cuantos cables, lo cual evidenciaba que el cambio de la corriente marina y el retroceso consiguiente se habían producido antes de la hora calculada por el carpintero.
Al comprobar la exactitud de estos hechos una intensa emoción, mezclada de placer y orgullo, embargó el espíritu de Miguel Ramos. La certidumbre del triunfo, infundiéndole nuevos alientos, le devolvió la plenitud de sus fuerzas y ya no pensó sino en asegurar los resultados obtenidos, ayudando a la marea en el arrastre del cetáceo hacia la playa salvadora.
Y El Pejerrey, obediente a la enérgica presión de los remos, combatido de flanco por el oleaje y embarcando a cada instante algunos litros de agua, mantuvo sin variarlo un ápice del rumbo que le marcaban las lucecillas de tierra. Pero, poco a poco, la lucha se hizo menos áspera, el viento y el mar fueron paulatinamente aquietándose hasta finalizar ambos sus actividades en una calma completa.
El resto de la noche transcurrió sin contratiempos, y cuando por fin la claridad de la aurora se esparció por el anchuroso golfo, el carpintero pudo ver que el bote y su presa, el enorme cetáceo, se encontraban muy próximos a la costa. Miró en seguida atrás para calcular el camino recorrido, y a la vista de las rompientes, que la luz del día mostraba en toda su magnificencia, le produjo un vago temor y remordimiento: Comprendía, calmada ya la excitación del combate, que fue demasiada temeridad la suya al exponer su vida y la de la pequeñuela, desafiando en sus mismas fauces aquel abismo rugiente. Ahora que las tinieblas se habían disipado podía claramente percibir cómo allí el mar, amenazante y trágico, levantaba a grande altura montañas de agua y de espumas que al derrumbarse luego con estrépito ensordecedor dejaban al descubierto las dentadas crestas y las agudas aristas de innumerables escollos. Pero, viendo que la amenaza había pasado y que sus pronósticos resultaban exactos, una ola de orgullo dilató su pecho. Ya nada ni nadie podía disputarle el maravilloso hallazgo que conquistara con su valor, su destreza y su perseverancia. Los obstáculos con los cuales tenía que luchar no le intranquilizaban, pues la principal labor la ejecutaba la marea que corría velozmente hacia la playa. Para finalizar la obra había ideado un plan sencillísimo: en cuanto la distancia lo permitiese llevaría a tierra el extremo de la “línea”, donde, seguramente, no faltarían manos que tirasen de la cuerda hasta conseguir varar la ballena en el sitio más adecuado, el cual no podía ser otro que la caleta: refugio, astillero y dique de carena de El Pejerrey.
Por fin, el sol, alzándose por sobre los cerros de la costa, vino a desentumecer con sus tibios rayos a los tripulantes del bote. Con sus ropas empapadas de agua, Rosalía tiritaba de frío en el asiento de la popa. De vez en cuando Miguel le cedía uno de los remos para que el ejercicio de la boga hiciese entrar en calor sus miembros ateridos. El carpintero, que no había cesado de remar durante doce horas consecutivas, se hallaba en extremo fatigado y exhausto, pero al ver la distancia que lo separaba de tierra disminuía rápidamente, sus músculos relajados adquirían nuevo vigor y su ánimo decaído recobraba su fiera y ruda entereza.
La mañana era diáfana y luminosa, y mientras por el sur una densa neblina cerraba el horizonte, todo el resto del vasto panorama aparecía despejado, libre de vapores que entorpeciesen la visión. De súbito, Miguel, que no cesaba de mirar hacia la costa, explorando el camino más corto de la caleta, al alzar la vista distinguió en la cima del montículo rocoso donde se erguía la escueta y negra cabria del pique, un grupo numeroso de obreros que contemplaban y parecían seguir con ojos ávidos la marcha de El Pejerrey. Al verlos sonrió satisfecho: allí tenía los brazos que necesitaba para asegurar la posesión de la más maravillosa pesca que un pescador de congrios hubiese soñado jamás. Su tarea se limitaba ahora a enderezar el rumbo hacia el desembarcadero situado a poca distancia del sitio donde se alzaba la mina.
Para que nada faltase es este conjunto de circunstancias felices, la brisa, hasta entonces débil e intermitente, empezó a soplar con fuerza hacia la ribera, disipando la bruma y acelerando de un modo apreciable el avance de la ballena. Y en el espacio libre que la masa de vapores acababa de abandonar, surgió entonces, como el ala de un pájaro marino, la blanca vela de una embarcación de pequeño porte. Debe ser un bote o una chalupa, pensó el carpintero después de observar con atención aquel objeto que interrumpía la soledad del océano. Sin acertar a explicarlo, la graciosa aparición despertó en él un vago sentimiento de desconfianza que se acentuó al percatarse del rumbo que seguía el desconocido esquife. Viene hacia acá, murmuró intrigado, clavando sus penetrantes ojos en la vela que, inflada por la fuerte brisa, se deslizaba veloz sobre las dormidas aguas.
Por espacio de media hora, Miguel, sobreponiéndose al cansancio que lo abrumaba y dirigiendo miradas inquietas a la embarcación misteriosa, continuó el remolque del cetáceo, favorecido por el viento y la marea, sus aliados ahora en la última etapa de la azarosa jornada. De pronto, Rosalía, que jugaba con el trozo de “línea” sumergido en el agua, tirando de ella como para calcular su longitud, interrumpió esta tarea para exclamar con alegre sorpresa:
—¡Padrino, allí hay otro bote!
Ramos, vivamente alarmado, volvió el rostro hacia el punto que la chica indicaba y distinguió una embarcación que navegaba pegada a la costa. El semblante del carpintero enrojeció y palideció sucesivamente: aquello que salía de entre la niebla y se mostraba a sus ojos asombrados era una chalupa ballenera.
Un tumulto de ideas y sensaciones cruzó con rapidez vertiginosa por el cerebro de Miguel Ramos, bastándole apenas unos cuantos segundos para medir la extensión del irremediable desastre. Las dos embarcaciones que la bruma al despejarse había puesto en evidencia conducían, sin duda alguna, a los captores del cetáceo, que, por un accidente cualquiera, fue a morir lejos de sus enemigos, en las proximidades de esa parte de la costa. Pero los tenaces perseguidores no abandonaron la magnífica presa, sino que, al contrario, siguieron pacientes la huella de la fugitiva a través de los invisibles caminos del mar.
Al trastorno y confusión de los primeros momentos sucedió, luego, en el ánimo del carpintero un período de calma aparente. Clavado en el banco, sujetando en sus crispadas manos los remos inmóviles parecía concentrar todas las potencias de su alma en el agudo mirar de sus febriles ojos, tratando de percibir en las embarcaciones aparecidas algún detalle que pusiese en duda su procedencia. ¿Era acaso forzoso que viniesen de la isla? ¿No podían, tal vez, haber salido de Tumbes o San Vicente, donde también existen pescadores de ballenas que se aventuran a veces dentro del golfo?
Y aferrándose a este sutil rayo de esperanza dio tregua a sus inquietudes y volvió a reanudar el remolque, vigilando ansioso la marcha de las chalupas, especialmente la más cercana arrimada a la costa, en la que vio, de pronto, agitar una banderita roja. Comprendió que era una señal, porque al punto la otra embarcación arrió la vela y apelando a los remos enderezó el rumbo para reunirse con sus compañera. Como la distancia había disminuido considerablemente, era probable que hubiesen avistado desde la chalupa más próxima el objeto remolcado por el bote, pues se notaba entre los tripulantes cierta agitación. Además a los cuatro remos que la impulsaban se agregaron otros cuatro, lo que permitió a la ballenera duplicar su velocidad y franquear en media hora escasa el espacio que la separaba de El Pejerrey. Mientras las chalupas hendían con sus filosas proas las quietas aguas del golfo, el carpintero no cesó un instante de observarlas con minuciosa atención, analizando con ojo experto el más insignificante detalle. Desde luego, pudo notar que ambas estaban pintadas de azul con una faja blanca sobre la línea de flotación.
Los minutos que precedieron al recorrido de los últimos cien metros fueron en extremo crueles y angustiosos para Miguel, pues hasta el último instante esperó que sus temores respecto a la procedencia de las chalupas resultasen infundados. Pero esta postrera esperanza se desvaneció ante las cuatro blancas letras que ostentaban ambas embarcaciones en la parte alta de la proa y que eran las mismas impresas en el asta del arpón.
La vista del cadáver del cetáceo fue saludada por los tripulantes de las balleneras con grandes gritos de júbilo. Los remeros lo tocaban con las palas de los remos como para convencerse que no era una feliz ilusión lo que tenían delante de los ojos.
Cuando se hubo calmado un tanto la algazara del triunfo, entabláronse entre las dos chalupas animadas conversaciones, críticas y controversias sobre los sucesos relacionados con la captura y fuga de la ballena. De la maraña de incidencias que brotaba de los labios de los comentadores, cuya minuciosidad no perdonaba detalle, se desprendía que el cetáceo había sido arponeado tres días atrás dentro de la ensenada principal de la isla. Al sentir en su carne el agudo dardo, la ballena se sumergió para reaparecer casi inmediatamente, azotando las aguas con su formidable cola. Por algunos minutos batió el mar levantando olas enormes, y de pronto, partió como un relámpago hacia la entrada de la bahía.
En tanto que la “línea” deslizábase con pasmosa rapidez por la canaleta abierta en la proa, los remeros bogaban a toda fuerza para disminuir el efecto del tirón de la cuerda cuando éste se hubiese totalmente desenrollado. A pesar de esta precaución, la chalupa se clavó de proa y embarcó una gran cantidad de agua, obligando a los que la tripulaban a correrse hacia popa para evitar el peligro de que la embarcación se fuese por ojo. Ya no quedaba sino esperar que la pérdida de sangre, debilitando al animal, pusiese fin a su insensata carrera. Durante algunos minutos la chalupa fue arrastrada hacia la boca del puerto con espantosa velocidad. Y entonces el suceso inesperado se presentó. Esa mañana en esas inmediaciones, un bergantín, después de completar un cargamento de pieles, había echado el ancla y aguardaba fuera de la bahía la brisa de la tarde para zarpar. La ballena, en su huida, encontró este obstáculo y sin desviarse ni a la derecha ni a la izquierda se sumergió y pasó debajo de la quilla del barco, continuando al otro lado la fuga con la misma rauda celeridad. En la chalupa se produjo al punto una gran confusión: todos juraban y maldecían vociferando como locos, pero el patrón, que aferrado a la bayona no había abandonado su puesto en la popa, lanzó con potente voz una orden:
—¡Pedro, a treinta brazas del barco corta la “línea”!
El arponero, de pie en la proa, con un afilado machete en la mano, aguardó. Pasó un minuto, el bergantín parecía precipitarse contra la chalupa como despeñado y gigantesco alud, y cuando el choque iba a producirse, la diestra armada del arponero se alzó y cayó produciendo un chasquido seco. En el mismo instante el patrón cargó todo el peso de su cuerpo sobre la bayona y la chalupa, describiendo una curva, fue a estrellarse contra el costado del buque con tal violencia, que varios tripulantes cayeron derribados entre los bancos.
A partir de este momento comenzó la persecución que, después de mil peripecias, terminaba allí con gran regocijo de los expedicionarios.
Mientras los tripulantes de las balleneras rememoraban los acontecimientos, discutiendo y rectificando hechos y señalando otros nuevos, Miguel miraba la escena con mirada indiferente y distraída. El desmoronamiento del encantado castillo que su fantasía levantara había enervado el espíritu animoso del carpintero. A la exaltación de los primeros instantes, a sus ímpetus de rebeldía para someterse a la fuerza brutal de los hechos sucedió un período de calma, de lasitud y aplanamiento que se prolongó por varios minutos. Mas, el buen sentido en él innato y la experiencia de la vida, originaron pronto una reacción favorable en aquella crisis dolorosa. Los que iban a despojarle de aquello que conquistara con riesgo de la vida tenían a su favor, además de sus razones, un argumento que no admitía réplica: era veinte contra uno. Y como sabía demasiado que quien dispone de la fuerza no atiende jamás los clamores del débil, juzgó tan inútil locura la resistencia como el intento de convencer a esas cabezas más duras que la luma de sus arpones, de que en aquel asunto la justicia imponía una transición.
Se resignó, pues, a lo inevitable, y consecuente con este modo de pensar adoptó una actitud pasiva, dejando que los acontecimientos siguieran su curso, reservándose el papel de mero espectador de lo que iba a suceder.
Para Rosalía el arribo de las chalupas fue un espectáculo que la divirtió sobremanera. Jamás había visto embarcaciones tan bonitas, y no se cansaba de admirar la graciosa curva de la cortante proa, el largo y estrecho casco de líneas finas y elegantes y la limpieza y pulcritud de todos los arreos. La borda, los remos y los toletes de bronce, todo parecía nuevo y recién estrenado. La dotación de cada una la componían ocho remadores, el arponero y el patrón. Exceptuando a este último, hombre de edad madura, los otros eran en su mayoría muchachos imberbes, niños casi, pero que dejaban traslucir en sus ademanes resueltos su diario contacto con los peligros del mar.
Los tripulantes de la ballenera engolfados en sus discusiones sobre la pesca y recaptura del cetáceo habían hecho hasta entonces caso omiso de El Pejerrey. Pero cuando se agotó el tema y las disputas languidecieron, salvaron este olvido concentrando toda su atención en el bote, cuyo nombre les sirvió para dirigir a sus ocupantes ingeniosas y regocijadas burlas.
—Oiga, amigo, ¿no le parece que para un pejerrey una ballena es demasiado lastre? Una sardinita le cuadraría mejor. Mire, aquí y en este sandwich hay una. Alléguese para acá, y si tiene hilo de volantín se lo amarramos para que lo remolque.
Y el bromista con cómica gravedad mostraba en alto un trozo de pan que acababa de extraer de una cesta que tenía sobre las rodillas.
Miguel, que había decidido mantener una actitud reservada, no pudo sustraerse a la tendencia natural en él de no permanecer serio cuando le dirigían alguna broma. Empezó por sonreírse y concluyó haciendo vibrar el aire con sus carcajadas, devolviendo con creces las burlas y dejando a todos encantados con su buen humor. Como lo interrogasen sobre el hallazgo de la ballena, relató con sencillez y sin jactancias su actuación en el asunto, y terminó diciendo que se consideraba el verdadero dueño del cetáceo puesto que con riesgo de su vida logró apartarlo del abismo adonde iba a desaparecer para siempre.
Esta declaración produjo gran hilaridad entre los oyentes:
—¡Vaya, decían, qué gracioso es este sacacongrios de tierra adentro!
¿Conque él es el verdadero, el único dueño? Si es así ya estamos avisados y no nos queda otra cosa que dejarle lo suyo, izar la vela y largarnos con viento fresco.
La voz grave y sonora de uno de los patrones hizo cesar las protestas y las risas.
—Amigo —dijo dirigiéndose a Miguel—, nosotros creemos y seguiremos creyendo siempre que las ballenas muertas pertenecen al que las arponea vivas, y si se escapan, cosa que sucede a veces, ello no da derecho al que las encuentra para creerse su dueño.
El carpintero se encogió de hombros y replicó con gesto de asentimiento:
—Todo eso es una gran verdad, pero no quita que sin mi tonta porfía no habrían hallado nunca lo que buscaban. Lo que va a parar a los bancos de la Niebla no lo vuelve a ver nadie, bien lo saben ustedes. Y no se molesten, nada pido. Jugué y perdí, eso es todo.
Un gran silencio siguió a estas palabras interrumpido luego por un cuchicheo rápido. Los tripulantes de la ballenera celebraban consejo. Hablaban en voz baja, confidencialmente. De cuando en cuando alzábase una nota de protesta, pero pronto restablecíase la calma y la conversación continuaba a modo de conciliábulo, que por la expresión grave de los semblantes debía ser importantísimo. Al fin, después de un largo debate, la conferencia terminó y el que parecía jefe de las balleneras comunicó a Miguel lo que habían convenido.
—Los compañeros —dijo— han acordado gratificarle por su trabajo. No somos gente desconsiderada. Por el momento no andamos trayendo plata, pero cuando estemos en la isla, con el primer bote que venga por aquí, a la pesca del congrio, le mandaremos diez pesos. —Hizo una pausa y agregó—: Y ya que la tiene a mano háganos el favor de desatar la “línea”, porque ahora el remolque nos toca a nosotros.
Al carpintero no lo cogió de sorpresa la mezquina oferta y se limitó a contestar irónicamente
—Diez pesos es mucho dinero. No sabría qué hacer con tanta plata y para ahorrarme quebraderos de cabeza es mejor que no me den nada, como ya les he dicho.
Y volviéndose para ejecutar lo que le solicitaban, encontró que Rosalía se le había adelantado, desatando la cuerda y tirándola por encima de la borda.
La larga odisea de El Pejerrey había concluido y el carpintero, empuñando los remos, emprendió el regreso, fijando una mirada melancólica en el cetáceo cuya masa negruzca brillaba al sol como un trozo de azabache pulimentado. El fracaso resultaba tanto más penoso cuanto se había producido a un paso de la meta; mas la adversa fortuna lo quiso así y era preciso conformarse. Y mientras estos pensamientos cruzaban por la mente del carpintero, lo sacaron de su abstracción gritos furiosos que partían de las balleneras:
—¡La “línea” —decían—, han cortado la “línea”!
Miguel miró con sorpresa a Rosalía, y el rostro azorado de la chica fue para él una revelación. Y como los gritos de la “línea”, “dónde está la línea”, redoblaron su violencia, gritó a su vez dominando el tumulto:
—La “línea” la corté ayer, porque me estorbaba para el remolque.
Un torrente de injurias y maldiciones contestó a esta declaración:
—¡Qué animal, qué bestia… una “línea” nuevecita!
Por algunos instantes una granizada de insultos cayó sobre el carpintero, quien los recibía en silencio con sonrisa amarga y despreciativa. Más que su mezquindad dolíale el egoísmo feroz de esa gente que lo colmaba con injurias después de arrebatarle el fruto de su trabajo. Una vez más veía confirmarse el humano principio de que cuando asoma el interés la equidad y la justicia desaparecen.
En breve las chalupas terminaron sus aprestos y pronto los dieciséis remos las impulsaron adelante, llevando a remolque el cadáver de la ballena, que el viento y la marea no habían cesado de empujar hacia la costa.
Hacer el mal por el mal era algo que repugnaba al carácter honrado del carpintero. Por eso el acto ejecutado por la pequeña lo sorprendía, extrañando la insólita perversidad de la culpable. Al requerimiento que le hizo para que explicase su acción, contestó Rosalía en tono quejoso y enfurruñado:
—¡Tanta bulla, padrino, porque corté el pedacito que sobraba! Ese que estaba sumido en el agua. Creí que no lo echarían de menos y…
Miguel no pudo contenerse y empezó a reír a carcajadas. Cuando se calmó volvió a preguntar:
—¿Y de qué largo crees que es ese pedacito, dilo?
—No sé, padrino, pero si es muy corto y no alcanza para tender la ropa puede servir también para sacar agua del pozo. El cordel que hay está muy viejo y se corta todos los días.
—¿Pero entonces por qué tiraste ese otro al mar?
—Si no lo tiré, padrino, si está aquí a popa, amarrado a la argolla del espinel.
El carpintero abrió tamaños ojos. Ya no reía. Dejó el banco e inclinándose en la popa introdujo la mano en el agua y extrajo de ella la cuerda atada a una argolla de hierro debajo de la línea de flotación. Aquel demonio de chica había dicho la verdad. Ahí estaba el pedacito de cordel por ella tan codiciado y que según los cálculos de Miguel, basándose en lo que había oído decir hacía poco a los tripulantes de las balleneras, debía tener más de trescientos metros de longitud. Este nuevo e inesperado hallazgo reconfortó su ánimo abatido. Su fracaso no le parecía ya tan humillante, pues llegaría a tierra con algo que serviría para atenuar, siquiera en parte, la pérdida que las chalupas le habían tan intempestivamente irrogado.
El bote, favorecido por la marea, arribó bien pronto a la caleta. En ella estaban Juana y un grupo de obreros que esperaban ansiosos a los expedicionarios. La mujer abrazó llorando a Rosalía e increpó, en seguida, con los más duros epítetos la conducta del carpintero, quien la oía risueño, sin importarle, al parecer, un ardite el enojo de su cónyuge.
Las primeras palabras que pronunció Miguel cuando el bote enterró la quilla en la arena fueron:
—Nos quitaron la vaca, pero traemos la soga.
La extracción de la “línea” fue un espectáculo sorprendente para los que la presenciaban. Brazas y más brazas salían del agua, amontonándose en la arena en espirales inacabables. La noticia del caso circuló rápidamente por la mina y todo el mundo acudió a contemplar el precioso cordelito. Entre los circunstantes se hallaba uno de los jefes del establecimiento, quien, después de oír de boca de Miguel todos los pormenores de su fracasada expedición, le dijo señalando la “línea”:
—Haga transportar eso al almacén y pase usted en seguida a la oficina. Le daré una orden por cien pesos para la Caja. Esto vale tres veces más —añadió—, pero como aquí le vamos a dar un empleo más modesto, no podemos pagar un precio mayor.
Este resultado satisfizo a Miguel y desarrugó el ceño de la rencorosa Juana. Sólo Rosalía quedó descontenta pensando en los nudos que aún le quedaban por hacer en el viejo cordel del pozo.
El anillo
A don José Toribio Marín.
Playa Blanca o Las Cruces es uno de los sitios más hermosos de la
costa. Situado a escasa distancia de Cartagena, el terreno se interna
en el mar, y cierra, por el norte, la gran bahía en cuyo extremo sur
está el puerto de San Antonio.
La naturaleza ha prodigado profusamente sus dones a este delicioso paraje. Las tierras cubiertas de flores y vegetación, ostentan por todas partes pequeñas villas o chalets semiocultos entre el ramaje; y conglomerados de rocas gigantescas bordean la costa, dejando a intervalos pequeñas abras y caletas donde las olas van a morir mansamente en la dorada arena de la playa. Nombres pintorescos designan estas diminutas ensenadas: La Caleta, Los Pescadores, Los Caracoles, Los Ericillos, Las Piedras Negras. Casi todas tienen alguna tradición o leyenda entre las cuales descuella la historia del anillo por lo extraña y trágica.
Aunque el suceso ocurrió hace algunos años, aún perdura su recuerdo en la memoria de los que lograron conocer sus emocionantes detalles.
Por esa época, entre los numerosos veraneantes del balneario, se destacaba singularmente por su distinción una pareja de recién casados. Francés de origen el marido, era un rubio mozo apuesto y elegante, y ella, la mujer, una niña casi, atraía a su paso todas las miradas por su gran belleza. Jóvenes y ricos, la dicha les sonreía y en todos sus actos dejaban trasparentar el intenso amor que se profesaban.
Un día los esposos tomaban su baño matinal en compañía de un alegre y bullicioso grupo. El mar, como de costumbre, mostraba una serenidad absoluta y sólo pequeñas ondulaciones interrumpían su tersa y azulada superficie. En tanto la joven permanecía cerca de la orilla, su esposo, que era un intrépido nadador, se internaba mar adentro acompañado de algunos bañistas tan temerarios como él. Muy pronto, el joven francés distanció a sus compañeros acercándose en linea recta al extremo de la plataforma que limitaba la ensenada de los Caracoles por el lado sur. Cuando ya estaba muy cerca de la rocosa punta se le vio de improviso desaparecer. En un principio se creyó que había zambullido voluntariamente, pero, como la inmersión se prolongara demasiado, los que estaban más cerca saltando por encima de las piedras corrieron a prestarle auxilio; mas, al llegar al extremo del arrecife sólo distinguieron la tranquila y desierta superficie del mar ondulando suavemente a impulso de la brisa de la mañana.
En la playa, poco antes tan alegre, las voces y risas que poblaban el aire se trocaron en llantos y clamorosos gritos de socorro. Mientras sus compañeras sujetaban a la joven esposa que quería arrojarse al agua, loca de dolor y desesperación, un bote de pescadores se aproximó al sitio del accidente y con largos bicheros comenzaron sus tripulantes a explorar las masas de algas que flotaban entre dos aguas.
La noticia de la desgracia se esparció rápidamente por el balneario. Todo el mundo acudió a la playa y siguió, con la vista ansiosa, las pesquisas que se hacían para encontrar el cadáver. La busca se prolongó el día entero y llegó la noche sin que se hallase el más leve vestigio del desaparecido.
Al día siguiente, la joven a quien el dolor casi hizo perder la razón, recobrada un tanto del terrible golpe, ofreció una gran suma de dinero a quienquiera que encontrase los restos del amado esposo. Aguijoneados por el interés, los pescadores dejaron de perseguir a los peces para dedicarse a esa otra pesca, que una vez alcanzada les reportaría una ganancia fabulosa. La costa en un espacio de muchas leguas fue registrada con la mayor escrupulosidad sin que se descubriesen los fúnebres despojos.
Pasaron los días, las semanas y los meses y el cuantioso premio no fue cobrado. Además de esta recompensa, se decía que el que encontrase el cadáver tendría también derecho a un anillo con una piedra de gran valor que el muerto llevaba en el dedo anular de la mano derecha el día del accidente.
Transcurrieron dos largos años y la trágica historia parecía ya olvidada, cuando la presencia de la viuda en el balneario reavivó los recuerdos ya lejanos de la catástrofe. Para muchos su llegada fue una sorpresa, pues se creía como cosa cierta que la joven, inconsolable por la muerte de su esposo, había renunciado al mundo para ingresar en un convento.
Pero el tiempo con su infalible bálsamo había, al parecer, cicatrizado aquella herida, porque todo el mundo pudo ver a la hermosa dama pasear por las playas, alegre y risueña, en medio de una numerosa corte de adoradores. Además, pronto se esparció el rumor de que iba a contraer segundas nupcias con el más asiduo y empeñoso de sus cortejantes.
Una mañana mientras los bañistas se entregaban a sus habituales juegos de natación cerca de la Caleta de los Caracoles, se oyó resonar súbitamente un penetrante grito de angustia lanzado por aquél a quien se designaba ya como el futuro marido de la gentilísima viuda. Por un instante se le vio agitar los brazos fuera del agua y, en seguida, hundirse y desaparecer como una piedra bajo las ondas. Sin duda había sido víctima de uno de esos calambres repentinos que tan traidoramente acometen a veces a los nadadores.
Después de grandes trabajos pudo extraérsele del agua y, depositado en la playa, se le prodigaron todos los cuidados que la ciencia indica en casos semejantes, pero a pesar de todos los esfuerzos desplegados para reanimarlo, no se consiguió volverlo a la vida.
Cuando los salvadores, perdida ya toda esperanza, comentaban el triste suceso, irrumpió entre ellos una mujer en la que todos reconocieron a la desolada viuda, quien abriéndose paso en el grupo se dejó caer de rodillas ante el cadáver cubriendo de besos y lágrimas el lívido rostro al mismo tiempo que estrechaba entre las suyas, convulsas, las manos yertas del inanimado mozo.
De improviso se irguió bruscamente, púsose de pie y retrocedió aterrada diciendo con indecible espanto:
—¡Dios mío, el anillo, el anillo de él!
Luego, dando la espalda al mar como si temiese ver surgir de las terrible aparición, huyó despavorida lanzando gritos agudísimos.
Los espectadores de esta escena se miraron asombrados sin acertar a explicarse la extraordinaria actitud de la joven. Con gran curiosidad examinaron el anillo que el ahogado ostentaba en el dedo anular de la mano derecha. La joya era de platino y tenía engastada una piedra riquísima: un hermoso diamante negro.
Este hecho extraño y sensacional apasionó todos los ánimos, pues se comprobó que ese anillo era el mismo que llevaba el joven francés desaparecido dos años antes en ese paraje y cuyo cadáver no se encontró jamás.
Y el caso se hacía más inexplicable cuando los parientes y amigos del desgraciado mozo que acababa de hallar la muerte de manera tan inesperada, aseguraban no haber visto nunca en su poder aquella singularísima joya.
Los adeptos de lo sobrenatural encontraron aquí un vasto campo para sus especulaciones, bordándose alrededor del extraño acontecimiento los más fantásticos comentarios. La pequeña caleta donde ocurrió la tragedia, adquirió una fama siniestra, considerándose como un acto de insana temeridad el solo intento de bañarse en sus traidoras aguas.
Se propagaron los más absurdos rumores. Hablábase de macabras apariciones, de prodigios, de monstruos espantables que poblaban la minúscula ensenada. Entre esas visiones terroríficas se destacaba por su relieve y precisión la de un ahogado envuelto en una túnica de algas que acechaba día y noche ora oculto entre las rocas o bajo las aguas al imprudente que se acercase a sus dominios.
A medida que el tiempo pasaba, el misterio se hacía más y más impenetrable. Los que procuraban encontrar una causa racional que explicase el suceso, se estrellaban en la falta absoluta de datos en que fundarse.
La muerte del joven pretendiente, ocurrida en el mismo sitio donde, años atrás, desapareciera el marido, era sencillamente una coincidencia, todo lo extraña que se quiera, pero que estaba dentro de lo posible, pudiéndose, a lo más, designar, dada la rareza del caso, con el nombre vulgar de fatalidad. Mas cuando se consideraba que en poder del primero de esos hombres se había encontrado una joya de propiedad del segundo, que la tenía consigo en el instante mismo en que su cuerpo era tragado por las olas, el problema aparecía entonces tan oscuro, tan indescifrable, que las mejores inteligencias se desorientaban desesperando encontrarle una solución.
Después que hubieron pasado dos meses y cuando la temporada veraniega tocaba a su término, se susurró el rumor de que se había despejado la incógnita del extraordinario acontecimiento.
La versión que daba por aclarado el misterio y que, justo es decirlo, sólo encontró una minoría insignificante que la aceptase, era la siguiente:
Un día, en la playa, en tanto que una chicuela recogedora de conchas ofrecía su mercancía a un grupo de veraneantes, alguien de los presentes recordó haber visto a la misma pequeña en animada conversación con el desgraciado mozo en la mañana fatal en que perdiera la vida. Interrogada al respecto, la chica declaró haberse acercado al joven cuando éste se dirigía al baño para ofrecerle en venta un anillo que se había encontrado en la orilla del mar el día anterior. Las señas que dio de la joya no dejaban lugar a dudas de que era la misma hallada, más tarde, en poder del muerto.
Ampliando sus explicaciones, la declarante condujo a sus oyentes al sitio donde hiciera el hallazgo. Este lugar era la diminuta caleta de los Caracoles, llamada así por la gran cantidad de conchas de estos moluscos que el mar arroja a la playa. El mayor número y los más hermosos ejemplares se recogen junto a una enorme roca perforada en su base. Por esta abertura desemboca el agua, arastrando a su paso las conchas desprendidas de algún oculto depósito bajo la piedra. Y ahí encontró la pequeña el anillo, al tratar de coger un puñado de cilíndricos caracoles que una ola acababa de lanzar a la orilla.
Aceptando como verídica esta versión, lo que quedaba por resolver de aquel problema era ya muy sencillo. Dos años antes, el dueño de la joya, nadando cerca de esas rocas, presa tal vez de un ataque repentino al corazón o al cerebro, se había hundido en las aguas sin que se le volviese a ver más. Sin duda alguna las olas lo habían introducido dentro de aquel túnel, donde había quedado aprisionado en algún estrecho paraje. Más tarde, cuando los peces y las jaivas hubieron despojado al cadáver de su carnal vestidura, el anillo debió caer al fondo del pasadizo, entre la masa de conchas, siendo arrastrado con ellas hacia la ribera donde lo encontró un día la pescadorcilla.
A pesar de lo verosímil que resultaba esta explicación, ella tuvo poquísimo éxito, llegando los incrédulos hasta negar la existencia de la pequeñuela y asegurando que ella había sido inventada por los que a toda costa querían privar de su verdadero carácter al sobrenatural y milagroso suceso. Esta crítica fue aceptada sin réplica por la mayoría de las personas y los sencillos pescadores, que siguieron creyendo que el francés desaparecido en condiciones tan misteriosas era el que había suprimido aquel rival antes de que ocupase su sitio junto a la mujer que le jurara amor eterno. Y para afirmar este hecho, habíale colocado en el dedo su propio anillo a fin de que nadie dudase de que aquella muerte era su obra o sea su venganza de ultratumba.
1918.
La “Zambullón”
A Osvaldo Marín.
—... “Seguro efectuado ayer. Póliza correo”.
En cuanto hubo don Manuel leído este despacho telegráfico se asomó a la puerta de la oficina y llamó:
—¡Antonio!
—Voy, señor —respondió una voz varonil y unos pasos precipitados resonaron en el corredor.
El patrón clavó un instante sus grises pupilas en la barra, donde se entrechocaban tumultuosas las olas, y ordenó al mozo de atezado semblante que esperaba en el umbral sombrero en mano:
—Ve a buscar a Amador y su gente —y volviendo en seguida a su escritorio se absorbió en la importante tarea de rectificar las sumas del libro de caja a fin de hallar el error de un centavo que le impedía cerrar el balance de fin de mes. Entre tanto, Antonio había descendido la colina y caminaba por la orilla de la laguna en dirección del rancho de Teresa, donde, de seguro, encontraría al que buscaba. Sus cálculos no le engañaban, pues al volver un recodo del sendero lo divisó sentado junto a su novia, bajo la pequeña ramada, afanado en revisar los anzuelos de un espinel. Cuando el mensajero estuvo cerca, Amador interrumpió la tarea para decirle:
—¿Me necesitan allá arriba, no es verdad?
—Y también a Lucho y a Rafael.
El rostro del pescador se ensombreció y exclamó con ira:
—¡Perra suerte! ¡Ese maldito cascarón va a ser nuestra sepultura!
Teresa se levantó airada y, dejando a un lado la costura, profirió con vehemencia:
—¡Pero eso es una maldad! La Zambullón está tan vieja que es tentar a Dios moverla siquiera de su fondeadero. ¿No es así, Antonio?
El interpelado inclinó la cabeza y guardó silencio, haciéndose el desentendido. Como buen rústico sabía callarse y no adelantar opiniones que más tarde le comprometiesen. Fingiendo gran prisa se despidió diciendo a su camarada:
—No te olvides de que a las cuatro comienza a bajar la marea.
Amador y Teresa lo vieron alejarse, silenciosos. De pie, erguidos de cara al sol que lanzaba sobre el lago, las colinas y los prados sus cálidos resplandores, los enamorados hacían una hermosa pareja. El, de aventajada estatura, de tez blanca, rostro franco y abierto, encuadrado en una rizada barba rubia, era un gallardo mozo a quien nada arredraba cuando sobre las cuatro tablas de su barco desafiaba impávido la cólera del océano. Ella también era alta y bien formada, garbosa en el andar, de rostro ligeramente bronceado, con hermosos ojos pardos llenos de fuego y resolución. Amábanse ambos apasionadamente, y no habiendo nada que se opusiera a su mutuo cariño debían casarse para la Pascua.
Faltaban aún tres meses para la fecha fijada, tiempo más que suficiente para que él reuniese el dinero necesario y para que ella preparase su modesto ajuar de boda.
El día anterior el mozo recibió de don Manuel la orden de prepararse para conducir la Zambullón a Valparaiso, donde se la destinaría para depósito de mariscos. Y como le observase respetuosamente el mal estado de la lancha y lo peligroso de una travesía tan larga, el patrón le respondió con severidad que la Zambullón estaba en condiciones de dar la vuelta al mundo sin correr riesgos de ninguna especie. Cuando dio la noticia a Teresa y dejó entrever la repugnancia que le inspiraba el viaje, la joven, cediendo a la vehemencia de su carácter, le pidió con lágrimas en los ojos que se negase a partir. El amo, por muy amo que fuese, no tenía derecho a disponer de la vida de sus servidores. Mas, cuando el mozo le hizo ver que su resistencia le acarrearía la pérdida del empleo que le daba para vivir y mediante el cual iban a realizar sus vivísimos anhelos de ser el uno del otro, a la indignación sucedió una calma resignada y triste, la mente de la moza se pobló de siniestros augurios y rompió a llorar desconsoladamente.
Amador la tranquilizó lo mejor que pudo asegurándole que si se mantenía el buen tiempo y el viento favorable, llegarían al lugar de su destino sanos y salvos. Además, él como ella no quería abandonar aquellos sitios que le recordaban su risueña infancia y donde cada detalle evocaba en su espíritu la dulce historia de su amor y felicidad. Convenía, pues, tener resignación y no quemarse la sangre pensando en eludir lo que no tenía remedio.
La noticia de que la Zambullón iba a hacerse a la mar había reunido junto a la desembocadura del lago a los habitantes del caserío. Todos querían dar al vetusto cascarón el adiós de despedida y demostrar a la tripulación el interés que despertaba en ellos la arriesgada empresa que iban a acometer.
Teresa, en medio del grupo, con los ojos fijos en su novio oía los comentarios que a propósito del viaje hacían los espectadores, disimulando la penosa impresión que algunas frases pesimistas le producían:
—Dicen que todas las cuadernas están podridas —profirió un viejo, dirigiéndose a su vecino.
—Y todo el casco también. Desde la borda hasta la quilla no hay más que parches —respondió el aludido, que era el calafate de la ensenada.
Un robusto mocetón, aprendiz del maestro, corroboró lo dicho sobre el mal estado de la lancha con una frase gráfica:
—¡Si es un puro remiendo! Con la estopa que tiene en la tablazón hay para calafatear una escuadra.
Teresa, cuya secreta angustia habían aumentado considerablemente estas expresiones poco tranquilizadoras, experimentó una dolorosa sacudida al oír a un anciano pescador murmurar con sombrío acento:
—¡Si no se va a pique en la barra será un milagro!
En tanto la Zambullón, desamarrada de la boya, empezaba a deslizarse con suavidad a lo largo del canal. Mientras los bogadores inclinados sobre los bancos movían a compás los pesados remos, el patrón, de pie en la popa, aferrado a la bayona, mantenía la proa de la lancha en la línea de las aguas profundas.
Cuando la embarcación pasó frente a Teresa, Amador clavó la vista en la joven, y como la viese con el pañuelo en los ojos, le gritó con esa alegre despreocupación que era el fondo de su carácter:
—No te aflijas, mujer, todavía no está la carnada en la boca de los jureles.
—¡Orza, orza! —exclamaron enérgicamente algunas voces, y el patrón, interrumpiendo su chancero discurso, se encorvó sobre la bayona, y la lancha, doblando la curva del canal, se deslizó con rapidez hacia la barra.
Teresa descubrió el contristado semblante bañado en lágrimas para fijarlo en la airosa y esbelta silueta del pescador, que apoyado en el flexible madero se aprestaba a la lucha con el furioso oleaje con la sonrisa en los labios.
Un penoso silencio reinó en la ribera. Sólo se oía el golpeteo de los remos en el agua y el llanto contenido de Teresa y de las madres y esposas de los remeros.
La Zambullón seguía su marcha majestuosamente. Su chata proa hendía las aguas en línea recta, distando sólo un centenar de metros de la temible barrera que obstruía la desembocadura del canal.
El tiempo mostrábase bonancible; el sol brillaba en un cielo sin nubes y el mar detrás del banco aparecía tranquilo, rizando apenas su tersa superficie una fresca brisa del sur.
A pesar de esta calma de la naturaleza, una penosa expectación embargaba los ánimos. Cada cual clavaba con inquieta fijeza su mirada ora en la embarcación, ora en las olas gigantescas que se amontonaban en la barra.
¿Cruzaría la Zambullón aquel mal paso sin contratiempos? ¿Resistirían sus vetustos flancos, corroídos por el agua y la carcoma, la colosal embestida? He aquí lo que se preguntaban mentalmente los pescadores. Bien pronto salieron de las dudas. Mientras los remeros con los músculos en tensión se inclinaban sobre los bancos, atentos a las órdenes del patrón, éste, recto sobre sus poderosas piernas y con la ardiente mirada fija delante de la proa, esperaba que llegase el instante de forzar los remos. Este no se hizo esperar mucho. Una ola alta como un muro, de un color verde brillante, avanzó velozmente sobre la lancha. Cuando estaba a veinte brazas de la proa, Amador dio la señal, los remos cayeron con fuerza en el agua; la Zambullón, leyantándose de proa casi verticalmente, mostró con trágica impudicia a los espantados testigos de la escena, hasta lo más oculto de sus interioridades.
Teresa, mortalmente pálida, vio cómo la lancha recobrando casi bruscamente la posición horizontal se alzaba de popa y desaparecía en la sima que dejaba tras de sí la montaña líquida. Este era el momento más peligroso, pues si la embarcación no se enderezaba, cuando llegase la segunda ola zozobraría infaliblemente. De súbito, aplanada la primera mole, apareció a los ojos de los pescadores la Zambullón con los tripulantes en sus puestos listos para afrontar la segunda prueba de la que salieron, gracias a su serenidad y destreza, tan airosos como en la anterior. La tercera ola fue vencida también con facilidad, y la lancha, burlándose de los cálculos pesimistas, flotó libre de todo riesgo detrás del obstáculo que acababan de salvar. Sin perder tiempo, la tripulación plantó el mástil e izó la vela que la brisa del sur infló al instante, impulsando con lentitud el viejo casco hacia el mar.
Por algún tiempo Amador y sus camaradas devolvieron, agitando sus gorras marineras, las manifestaciones de despedida que los de tierra les hacían con sus pañuelos. Luego el grupo de pescadores empezó a dispersarse en dirección de sus habitaciones. Pronto se quedó sola Teresa. Sentada en un montículo de arena permaneció un largo espacio de tiempo con los ojos empañados de lágrimas fijos en la embarcación cuyos contornos borrábanse por instantes. Y allí —en la soledad de la playa, frente al mar siempre espléndido en cada una de sus infinitas fases— la joven se entregó de lleno a sus meditaciones, tratando de inquirir por el pasado y el presente lo que le destinaba el porvenir. El amor que llenaba su alma era el eje alrededor del cual giraban todas sus ideas. Por la primera vez, ante la amenaza que se cernía sobre su novio, comprendió la pasión sin limites que albergaba su corazón. Se reprochó con amargura su falta de energía para disuadir de aquel viaje a su prometido. ¡Qué fútiles le parecían ahora las razones que habían acallado sus temores! Por un instante su exaltada mente, agigantando los riesgos, le mostró como muy próximo lo que tal vez era remoto y problemático. Sobrecogida de angustia, necesitó de toda su voluntad para no abalanzarse al cachucho, única embarcación que había en el fondeadero, y seguir tras la lancha cuya indecisa silueta se perdía en el horizonte. Mas, ante el aspecto bonancible del cielo y del mar, fue serenándose poco a poco. Si en veinticuatro horas no se operaba una mudanza desfavorable, la Zambullón arribaría al puerto con felicidad.
Por fin, bien entrada ya la tarde, habiéndose hecho invisible la lancha, la hermosa novia se levantó, sacudió los pliegues de la falda para desprender la arena y se encaminó con lentos pasos, volviendo de trecho en trecho la cabeza para mirar el mar cabrilleante, bañado por los reflejos del sol poniente.
* * *
Era muy temprano, acababa de mostrarse el sol en el oriente,
cuando Teresa saltó del lecho y descorrió la cortina de la ventana. Sus
ojos escudriñaron ávidamente el cielo sin descubrir por ninguna parte
las señales precursoras de una borrasca. Pero sólo se tranquilizó a
medias, pues notó con desconsuelo que había cambiado el viento. Empezó a
vestirse con premura, ansiosa de ver el mar cuyo rumor más acentuado
que de costumbre la había tenido desvelada gran parte de la noche. Su
anciana madre, que tenía su lecho en la misma habitación, trató de
disuadirla de su propósito, pues podría atrapar a esa hora en la playa
un resfriado. Además, ¿qué objeto tenía atormentarse de ese modo si ya
lo hecho no tenía remedio? La Zambullón estaba lejos y si el
viento le era contrario navegaría a remo, con lo cual el viaje se
alargaría un día o dos. Era un contratiempo, no podía negarse, pero
debían tener paciencia porque así lo habían dispuesto Dios y la Virgen.
La joven oía en silencio los consejos maternales, resuelta siempre a llevar a cabo su determinación, cuando la voz conocida, aguda y vibrante de un pescadorcillo resonó en lo alto de la duna en cuya base estaba la habitación:
—¡Teresa —decía el chico—, la Zambullón se viene a tierra! ¡Corre! ¡Ven a ver!
—¡Dios mío! —gimió la anciana y se incorporó en el lecho, mientras la hija descalza, con las ropas mal prendidas, abría la puerta y se precipitaba fuera como una loca. En cuanto alcanzó la cima de la duna y pudo divisar el mar, lo primero que se presentó a su vista fue la lancha que resistía a fuerza de remos el impulso del viento y de la corriente que la empujaba hacia las peligrosas rompientes del lado norte de la barra, de la cual la separaban aún algunos centenares de brazas. Fatigadísima por la violenta ascensión, Teresa se detuvo un instante para tomar aliento pudiendo abarcar desde aquel observatorio todo el escenario del drama que iba a desarrollarse más tarde ante sus ojos. Aunque el viento que soplaba hacia tierra era moderado, el mar mostraba una faz distinta de la víspera. Un oleaje duro y áspero fatigaba a la embarcación, que sólo una vista penetrante podía percibir cómo derivaba hacia la costa. Pero lo que aterró a la joven fue el espectáculo de la barra. Olas monstruosas derrumbábanse sobre el invisible banco, haciendo peligrosísimo, impracticable casi, el paso para un bote o una chalupa.
Los pescadores, avisados por algunos pilletes a quienes la perspectiva de un naufragio los hacía brincar de gozo, salían atropelladamente de sus chozas y se dirigían a la ribera. Teresa se agregó en la playa al grupo y escuchó las explicaciones que los entendidos daban sobre el regreso de la lancha, que no obedecía a otra causa que la caída del viento en las primeras horas de la noche anterior.
A esto se agregó más tarde la marejada y el viento de proa, que ayudados por la corriente la hicieron desandar el camino recorrido hasta cerca del punto de partida. La braveza del mar atribuíanla a la repercusión de una tempestad lejana. En total, todos estuvieron conformes en que la situación de la Zambullón era bastante crítica si aquel estado de cosas se prolongaba por algunas horas.
Teresa, que había escuchado anhelante, interrumpió la conversación para preguntar con voz temblorosa, pero enérgica, qué se esperaba para no ir en el acto a socorrer a Amador y sus compañeros.
Esta pregunta tan natural dejó a todos perplejos por un momento, pero muy luego empezaron todos a dar su parecer, entablándose una discusión acaloradísima. El acuerdo que resultó de la polémica fue también unánime. Sólo había un medio, uno solo, de prestar auxilio a los camaradas: franquear la barra en una embarcación y tomarlos a su bordo, pues, dado el estado de la barra, la Zambullón se haría pedazos si era cogida por aquellas montañas de agua. Y esto había que realizarlo pronto antes que las manos de los remeros, extenuados por más de catorce horas de brega, dejasen escapar los remos, con lo que la lancha no demoraría un cuarto de hora en hacerse trizas en las rompientes. Para que la empresa no resultase un fracaso había que tripular la Gaviota, la lancha nueva, que por su solidez y dimensiones podía afrontar, trasponer la barra, cerrada como pocas veces se la había visto desde años atrás.
—Todo está muy bien —dijo de pronto la voz tranquila de un viejo pescador—, ¿pero qué dirá don Manuel? Sin su permiso no podemos tomar la Gaviota, a la que quiere como a las niñas de sus ojos.
La observación del viejo apagó instantáneamente el ardor de los mozos que se apresuraban ya a llevar a cabo la idea propuesta. De sobra conocían ellos a don Manuel y más que de sobra sabían que no había entre ellos ninguno bastante osado para ir a llevarle una embajada cuya respuesta traería el embajador en las costillas. ¿Dónde tenían la cabeza para haberse olvidado de este detalle?
Teresa, viendo que callaban y se miraban unos a otros con desaliento, tomó de nuevo la palabra para decir:
—Pues, entonces vamos todos a pedir la Gaviota.
Mas, como el juego de ojeadas continuase, permaneciendo todos inmóviles y mudos, la joven enrojeció súbitamente y con los ojos echando llamas, erguido el cuerpo arrogante y soberbio los apostrofó, diciendo:
—¡Cobardes, yo iré sola! —y empezó a caminar, a correr más bien, en dirección de la casa del amo, situada allá lejos sobre una pequeña eminencia.
Apenas había recorrido un corto trecho oyó que el anciano pescador le gritaba:
—Si dice que sí, pídele una ordencita por escrito.
Esta recomendación, que resultaba singularisima por el hecho de que nadie de los ahí presentes sabía leer, no produjo la menor extrañeza, dado el prestigio que gozaba su autor, que era para todos un hombre más listo que una anguila y que veía debajo del agua.
Como en el grupo se hiciesen comentarios pesimistas acerca del paso que iba a dar la joven, el ladino viejo arguyó:
—¡Quién sabe, la chiquilla tiene la lengua bien suelta y es bonita como un sol! Puede que la oiga. Lo que es a nosotros nos muele a palos.
En tanto que Teresa avanza lo más ligero que le es posible por el pesadísimo médano, subiendo y bajando las pendientes movedizas de las dunas, don Manuel trabaja tranquilamente delante de su pupitre atestado de libros y papeles. Muy madrugador, ha sido de los primeros en avistar la Zambullón que, en vez de avanzar, retrocede como un cangrejo. El aspecto del amo no revela el por qué del respeto demasiado temeroso que le profesan sus servidores. Ni alto ni bajo, bien constituido, la expresión de su rostro es más bien bonachona que adusta. Sus modales son suaves, su palabra insinuante y dulce. Posee una gran dosis de paciencia, no se altera fácilmente, pero cuando monta en cólera no hay quien resista su violencia. Entre todas las cualidades de don Manuel hay una que resalta sobre todas y es el culto que tiene por el comercio, la única carrera que según él debe seguir un hombre de corazón y que en algo se estima en este mundo: ¡Oh el comercio! Es necesario oír el tono con que pronuncia esta exclamación, constantemente en sus labios, para tener la clave de muchas de sus acciones.
Propietario de las tierras que rodean la laguna, era el árbitro y señor de los sencillos pescadores que, además de servir en las lanchas, debían hacer todas las faenas que les encargase el patrón. Recibían puntualmente los salarios convenidos, pues don Manuel era esclavo de su palabra, eso sí que al tratar los ajustes ni el más lince podía impedir que don Manuel se quedase con la parte del león.
Esa mañana el amo parece un poco nervioso. De cuando en cuando se levanta y pluma en mano se acerca a los cristales para mirar el mar. Merced a lo elevado de aquel observatorio, la Zambullón se destaca entre las agitadas olas con toda claridad. Amador está como siempre en la popa y singla para ayudar a los bogadores. Por la pesada lentitud con que caen y suben los remos, se adivina el atroz cansancio que debe agobiar a esos hombres después de tantas horas de rudísima faena. Patrón y remeros tienen el rostro vuelto hacia la playa en espera de una ayuda que tarda en venir. No hacen señales en demanda de auxilio, seguros de que en tierra comprenden demasiado su crítica situación.
Don Manuel, en sus idas y venidas del pupitre a la ventana, analiza y desmenuza la operación mercantil que originó el viaje de la Zambullón.
El negocio, de suyo sencillísimo, es el siguiente: siendo la lancha un cascarón inservible, hizo traspaso de él a su sucursal en el puerto para que se le utilizase ahí como depósito de mariscos. Mas, como él era ante todo un hombre prevenido, ordenó la partida cuando por telegrama de su segundo supo que en caso de siniestro sus intereses quedaban bien resguardados. Avisada oportunamente la compañía de seguros de la salida, ya él nada tenía que ver con la embarcación. Si alguien debía inquietarse por su suerte era, sin duda, la compañía aseguradora, que en caso de naufragio debía desembolsar tres mil quinientos pesos, suma que atenuaría un tanto el dolor de don Manuel por la pérdida de su querida reliquia.
Que el valor material de la Zambullón no excedía de cincuenta pesos era una verdad demostrada, pero ¿qué significaba esto ante su valor moral incalculable? ¡Qué mundo de recuerdos no representaban para don Manuel esas cuatro tablas en los veinticinco años que las tenía delante de los ojos! Hay cosas cuya pérdida no compensa el oro, y éste era el caso de la Zambullón. La suerte de los tripulantes no le inquietaba lo más mínimo. Nadaban como peces y primero que ellos se ahogaría una corvina.
De pronto, unos tímidos golpes sonaron en la puerta. El amo se levantó y fue a abrir, y se encontró con Teresa. La joven, a quien la carrera a través del páramo impedía casi hablar, entró a una seña de don Manuel en el escritorio. Cuando la creyó más serena le preguntó paternalmente:
—Hija, ¿qué es lo que te pasa?
La respuesta fue una explosión de sollozos y de lágrimas que dejó estupefacto a don Manuel.
—Vamos, niña —volvió a interrogar—, ¿se ha muerto tu madre acaso?
—No, señor —contestó entre hipos convulsivos Teresa.
—Y, entonces, ¿qué desgracia puede afligirte tanto?
—Es que dicen —profirió entre sollozos la muchacha— que la Zambullón se viene a tierra si no van a socorrerla antes que baje la marea.
—¡Ah, ya caigo, es por Amador que lloras de ese modo, chiquilla! ¡Vaya, vaya, pero la novia de un pescador debía tener más coraje, mujer! Amador y su gente se mantienen firmes y en cuanto llegue el reflujo se reirán de la corriente y el viento... ¡ya verás!
Hizo una pausa y prosiguió:
—Y aun suponiendo que me equivoque, que en realidad la lancha se venga a tierra, todo se reducirá a un baño, porque Amador nada como un pájaro-niño y los demás no le van en zaga. Confía en mi experiencia, tontuela, no te aflijas, la cosa no es para tanto. Además, quien debiera afligirse y con razón soy yo, porque si resultasen ciertos tus temores perdería una de mis mejores lanchas. Y ya ves: estoy sereno, no me atolondro ni pierdo la cabeza.
—Pero, señor... —alcanzó a decir la joven que había oído con los ojos bajos este largo discurso.
—No hay pero que valga, hija mía. Lo dicho dicho está, y ahora que se te ha pasado el "soponcio” dime a qué has venido. Supongo que no vendrás a pedirme que me tire al agua para ir a salvar a tu prometido de un peligro que para él no es tal peligro, porque en el momento que se le antoje suelta la bayona y en cuatro braceadas está en la playa más fresco que una lechuga.
La moza alzó el rostro enjuto ya de lágrimas y fijó en don Manuel una mirada tan suplicante y dolorida, tan preñada de angustia y de zozobras que se preguntó inquieto e intrigado: ¿Qué diablos será lo que quiere?
Muy luego lo supo. Teresa con frases cortas y temblorosas le expresó los deseos de los pescadores de ir a socorrer a sus compañeros, haciéndoles ver que dada la braveza del mar y la fuerte resaca el mejor nadador del mundo se ahogaría en ese sitio infaliblemente.
Al oir nombrar la Gaviota, don Manuel dio un respingo en la silla y alzándose vivamente profirió iracundo:
—Pero veo que todos han perdido la cabeza... Armar la Gaviota. ¡No faltaba más!
Comenzó a pasearse agitado y nervioso mascullando palabras a media voz:
—¡Badulaques, me la van a pagar!
De repente, al volverse, se encontró con Teresa que, arrodillada en el suelo, retorciendo los torneados brazos con desesperación, le imploraba:
—¡Don Manuel, por amor a Dios, tenga compasión de nosotros! Mire que los pobres ya no tienen fuerzas. Desde ayer, a las cuatro de la tarde, que están remando! ¡Por caridad, señor! Usted es cristiano y no puede dejar que se ahoguen sus trabajadores, sus hijos, porque es usted nuestro padre, don Manuel, el único a quien podemos clamar en la desgracia. ¡Conduélase de ellos, son tan jóvenes, lo pueden servir todavía tantos años!
Don Manuel, sorprendido por la actitud y la vehemencia que la joven ponía en sus súplicas, pudo al fin decir con un tono bastante displicente:
—Bueno, bueno, todo está muy bien, pero ¡levántate! Si no te alzas te tomo de un brazo y te pongo en la puerta.
Ante esta amenaza proferida en tono tan duro y autoritario, Teresa se puso de pie con la vista fija en tierra y el rostro inundado de lágrimas. Don Manuel, recobrando su actitud paternal, suavizado ya del todo, continuó con su voz meliflua sus razonamientos anteriores:
—Es preciso tener calma, hija mía. Yo sería el primero en deplorar un accidente desgraciado, pero, como ya lo tengo dicho, esa contingencia es remotísima. En tanto que si yo cedo a tus lágrimas y a los impulsos de mi buen corazón y doy orden para que se aliste la Gaviota, me haría reo de un delito gravísimo, cual es el de provocar, a pretexto de prevenir un naufragio, bastante dudoso por cierto, una catástrofe mucho mayor. Por que no hay que hacerse ilusiones, la Gaviota no podrá nunca trasponer la barra, cerrada como está, sin quedar en el mejor de los casos con la quilla arriba. En cuanto a esos locos se ahogarían todos irremisiblemente. Y no vayas a creer que el miedo a las pérdidas materiales, por valiosas que sean, influye en mi modo de pensar. No, no es por eso que me niego a autorizar una locura semejante. Si hubiese alguna probabilidad de éxito, por pocas que fuesen, consentiría de la mejor gana; ¿qué más querría yo que salvar la Zambullón? Una lancha, hija, que vale un Perú.
Teresa oía con el corazón angustiado, desolada el alma. ¡Todo estaba perdido! Su experiencia de las cosas de mar era bastante para hacerle ver lo especioso de aquellas razones que su rusticidad le impedía refutar. Conocía de sobra que el amo exageraba los riesgos de la barra, ¿con qué propósito? No podía explicárselo. Sus ideas se embrollaban, desorientada también por la conducta de don Manuel. No era ese el recibimiento que ella había esperado. En vez de modales bruscos, negativas rotundas que hubiesen excitado su combatividad, encontró una acogida que la desarmó. Su fogosa energía que ante el obstáculo se hubiera exaltado hasta la violencia, se deshizo de nuevo en un torrente de lágrimas.
Don Manuel, que buscaba el modo de poner fin a aquella molesta entrevista, tuvo de pronto una idea salvadora. Cogió la pluma, y, trazando rápidamente en una hoja de papel algunas líneas, alargó lo escrito a Teresa diciéndole:
—Este papel es para Pedro, mi capataz de lanchas. En él le ordeno que sin perder tiempo vaya a dar aviso de lo que pasa al capitán de puerto. El es autoridad y puede tomar medidas que yo no puedo poner en práctica. Lo que él disponga eso haremos, sea lo que sea.
La joven estuvo a punto de decir que Pedro, el capataz, había partido en la mañana para las Lomas y que no estaría de regreso hasta el mediodía, pero un pensamiento súbito detuvo las palabras en sus labios y, tomando el papel, abandonó la estancia con una precipitación que hizo exclamar a don Manuel en tanto que lanzaba un suspiro de alivio:
—¡Uf, por fin, creí que no se marchaba nunca!
Llamó, en seguida, a Antonio, y le ordenó que cerrara la verja y no dejase entrar a nadie sin su permiso.
Entre tanto, Teresa había descendido la rampa y atravesaba a la carrera los arenales. Los pescadores, que seguían en la orilla del canal, la vieron de pronto aparecer en lo alto de la duna. Con el pañolón terciado en el pecho, recogidas con una mano las sayas, agitaba, con la diestra en alto, un papel.
—¡La orden, trae la orden! —exclamaron todos entre sorprendidos y gozosos.
Acosada a preguntas pudo al fin la joven balbucir:
—¡La Gaviota, que alisten la Gaviota! —y alargó el papel al anciano pescador que se le había acercado y la miraba fijamente a los ojos. Cogió el viejo con su callosa mano el escrito y examinó atentamente aquellas líneas ininteligibles. En seguida extrajo de su blusa un papel arrugadísimo y desdoblándolo comparó los membretes grabados en las esquinas de ambas hojas: una lancha navegando a velas desplegadas debajo de la cual estaba en gruesos caracteres la firma de la casa.
El examen lo dejó plenamente satisfecho y dijo a los que lo rodeaban:
—Está en regla, niños. Corran y aparejen, ¡todavía es tiempo!
Una docena de mozos se precipitaron al fondeadero y abordaron el cachucho para dirigirse a la lancha. Cuando iban a desatracar de la orilla, Teresa saltó dentro del bote diciendo en tono resuelto:
—Yo voy con ustedes.
Algunos quisieron protestar, pero la mayoría se limitó a encogerse de hombros con indiferencia. Una vez a bordo de la Gaviota empezaron con febril actividad a disponer la maniobra. Mientras unos cogían los remos, otros desamarraban la espía, aprestando al mismo tiempo el larguísimo cable que en los casos arriesgados servía para mantener el contacto con tierra.
En un instante todo quedó listo para zarpar. Los remeros estaban en sus puestos, y el patrón de pie en la popa esperaba se largase la amarra para dar la voz de avante, cuando, de súbito, transponiendo un montecillo de arena apareció, ante los ojos atónitos de los pescadores, la figura gesticulante de don Manuel. Una cólera terrible poseía al amo. Más que con la voz con el ademán intimó a los sorprendidos tripulantes el abandono de la lancha. Un pánico inmenso se apoderó de ellos al comprender por las palabras irritadas que llegaban a sus oídos que habían sido juguetes de la audacia desesperada de Teresa. Sin aguardar la llegada de don Manuel, que corría hacia la orilla con el bastón en alto, saltaron atropelladamente dentro del bote y se alejaron a toda fuerza de remo de la embarcación.
Sólo se quedaron en la Gaviota Teresa y el ayudante del calafate. Este, inclinado en la popa, trataba de anudar nuevamente la espía, cuando, de súbito, sintió que dos manos se apoyaban en su espalda, y de un violento empujón lo arrojaban de cabeza al agua.
Por unos instantes el estupor hizo enmudecer a los espectadores de esta escena, pero recobrándose de pronto empezaron a gritar desesperadamente:
—¡El bote, el bote, la Gaviota se va al garete!
* * *
Durante la noche precedente, las olas embravecidas habían minado
el parapeto de arena, ensanchando considerablemente el canal. La
diferencia de nivel precipitaba las aguas de la laguna con ímpetu
irresistible hacia el océano, y la Gaviota, libre de sus amarras, fue arrastrada por la corriente con progresiva celeridad.
Pasado el primer momento de asombro, todo el mundo se precipitó hacia la curva. Los del bote y el que cayera al agua corrían ya por la orilla del canal para abordar la lancha que, sin gobierno, iba a vararse en el recodo. Mas esas esperanzas salieron fallidas, porque Teresa, que había logrado colocar en su sitio la bayona, manejándola como un hábil patrón desvió la Gaviota del sitio peligroso. Con las pupilas dilatadas, mudos de espanto, el amo y los pescadores vieron cruzar por delante de ellos a la barca, arrastrada por el turbión vertiginoso de las aguas como una flecha. Con el cabello desgreñado, llameante la mirada, semidesnuda, al aire el firme seno y los redondos brazos, destacando en la popa su arrogante figura, la moza, fiera y bravía, fue el blanco de todos los ojos.
A medida que los pescadores recobraban la serenidad sobrecogíales el peso de su vergüenza. Sentíanse culpables de aquel suicidio y comprendían claramente que el acto desesperado de la joven era fruto de su egoísmo y de su cobardía. Por vez primera miraron de frente y sin temor a don Manuel, que con los ojos casi fuera de sus órbitas, mudo e inmóvil como una estatua, contemplaba el tremendo desastre. Y entonces, en sus almas primitivas, la imagen de Teresa asumió proporciones desmesuradas. Ante aquel corazón de mujer inflamado por el amor, sintieron retoñar las rebeldías de su atrofiada voluntad. Si fuera posible alcanzar la lancha, hubieran desobedecido abiertamente al amo para ir en auxilio de la Zambullón. Pero ya era tarde para el arrepentimiento y no les restaba otra cosa que ser espectadores de lo que iba a suceder.
En breves instantes la Gaviota se encontró en medio de la mugidora barra. Pasó un minuto que pareció un siglo durante el cual una cortina de espuma ocultó a la vista de todos la embarcación. Y cuando creían no verla más, reapareció de pronto detrás del hirviente vórtice con la borda sobresaliendo apenas por encima del agua. Teresa, a quien las olas no habían podido arrancar de uno de los bancos a que se había aferrado, pugnaba por ganar nuevamente la cubierta de popa, lo que consiguió después de algunos esfuerzos.
De pronto las miradas de los pescadores dejaron de contemplar la Gaviota para fijarse en la Zambullón, que a toda fuerza de remo se dirigía en línea recta hacia la barra. Por uno de esos frecuentes fenómenos cuyas causas se escapan a menudo a la penetración de los marinos, el océano había experimentado un cambio brusco. El viento era apenas sensible y la marejada decaía visiblemente.
Una gran ansiedad se apoderó de todos. ¿Llegarían a tiempo Salvador y sus compañeros? La Gaviota, que al transponer la barra había embarcado una gran cantidad de agua, presentaba el costado a las olas que al chocar con la bajísima borda lanzaban dentro una parte de su contenido. El hundimiento de la lancha, dadas estas circunstancias, no tardaría en producirse.
Un detalle que las dramáticas escenas precedentes les hicieron olvidar acudió a la memoria de los pescadores. Teresa había tenido la precaución de arrojar a la salida del canal la piedra a la cual estaba atado un extremo del delgado cable cuya longitud excedía de un centenar de metros.
En tanto que con anzuelos, garfios y otros útiles de pesca rastreábase la cuerda, el amo emprendía el regreso por la orilla del lago. Animábale la esperanza de distinguir desde allí la chalupa de la capitanía que debía ya venir de vuelta de su diaria excursión al interior. Si estaba a la vista le haría señales y quién sabe si con su ayuda podía aún salvarse la Gaviota.
Mientras don Manuel corría por la orilla de la laguna cuya superficie se extendía y ensanchaba delante de él, la Zambullón había llegado al costado de la Gaviota a la cual Teresa abandonó en el acto con ayuda de su prometido. En la playa resonó un grito de júbilo cuando la animosa joven saltando por sobre los bancos llegóse a la proa y ató en ella la extremidad del cable que había tenido la precaución de llevar consigo.
El salvataje de la Zambullón fue una cosa rapidísima. Rastreado el cable y desatada la piedra que le servia de ancla, asieron la cuerda medio centenar de manos vigorosas. Luego, aprovechando el momento en que una ola alzaba la lancha sobre su movible dorso, corrieron todos tierra adentro, remolcando el viejo casco que en unos cuantos segundos se encontró en el canal fuera del alcance de la marejada.
Media hora después la Zambullón quedaba atada a la boya en su antiguo fondeadero, en el cual, a pesar de los esfuerzos gastados por los pescadores para desalojar el agua que la invadía por mil partes, se sumergió en el lago, quedando sólo visible del ruinoso casco la parte superior del castillo de proa.
Amador y sus compañeros fueron transportados en brazos de sus camaradas a las habitaciones en un estado tal de extenuación que su vista arrancó ayes y llantos a las mujeres. Habían estado veinte horas al remo y sobrepasado el límite que las fuerzas humanas pueden soportar.
* * *
Don Manuel experimentó aquella noche, al traspasar del Diario
Mayor las operaciones del día, una de esas crueles decepciones que
amargan toda una vida. Fija la mirada en la cuenta Ganancias y Pérdidas,
titubeó un instante con las sienes empapadas en frio sudor. Con el
pulso tembloroso escribió la glosa y estampó los tres mil quinientos
pesos, costo de la Gaviota, en las fatídicas columnas del
Haber, Luego, postrado por el enorme esfuerzo, se echó atrás, apoyándose
en el respaldo de la silla, Y al pensar que el fracaso de aquella
combinación tan hermosa, meditada con tanto cuidado, debíase única y
exclusivamente a la intromisión de una débil muchacha, sufrió un derrame
de bilis que el sabor amargo de aquel cáliz le quedó en la boca y en el
alma por muchos días.
1909.
Pesquisa trágica
Una tarde, al finalizar el verano último, mientras conversábamos con un amigo, cómodamente arrellanados en un escaño de la solitaria plaza del pueblo, un hombre vestido con la característica indumentaria del huaso: sombrero alón, zapatos de taco alto, pantalones bombachos y amplio poncho de vicuña, vino a sentarse no lejos del sitio donde nos encontrábamos. Muy joven, de elevada estatura, su rostro, hermoso por la corrección de sus líneas, estaba, exceptuando el fino y rubio bigote, cuidadosamente afeitado. Sin embargo, a pesar de su belleza varonil aquel semblante no despertaba, al contemplarlo, simpatía alguna. Había en su expresión y en el mirar solapado de sus verdes ojos, algo falso y repulsivo que no predisponía en su favor.
Mi acompañante, al verme absorto en la contemplación del desconocido, me preguntó en voz baja:
—Te llama la atención el sujeto, ¿no es verdad?
—Si —repuse—, arrogante es el mozo, pero no quisiera encontrarme con él sin testigos en un camino solitario.
—Tal vez no andes descaminado en tu apreciación, porque las historias que se cuentan de él no tienen nada de edificantes.
—¿Tú lo conoces, entonces?
—Si, y voy a relatarte un acto que se le atribuye y que lo pinta de cuerpo entero.
Y ahí, bajo los frondosos árboles del paseo, mi amigo me refirió la siguiente historia que voy a tratar de reproducir con la mayor exactitud posible.
—...Hace más o menos un año, este buenmozo era comandante de policía en la comuna rural de M. El puesto lo debía a un influyente político, gran elector, y dueño de un valioso fundo en el distrito. Hijo de una muchacha campesina y de padre desconocido, había llegado al mundo en las tierras del magnate, quien, desde pequeño, lo había tomado bajo su protección. Después de terminar sus estudios de primeras letras en la escuela del pueblo, pasó a ocupar un puesto en la servidumbre del fundo, conquistándose con el correr de los años la confianza de su poderoso padrino. En la hacienda fue siempre el terror de los débiles y los pequeños, pues, vengativo y cruel con los hombres y los animales, miraba el sufrimiento ajeno con fría impasibilidad. En época de elecciones era un elemento valiosísimo, porque para raspar un acta, hacer un tutti, asaltar una mesa o secuestrar un vocal, tenía aptitudes sobresalientes. Con estos méritos, nadie extrañó, por tanto, en M., que a raíz de su triunfo en la última campaña electoral, el senador X. obtuviese para su protegido el puesto de comandante de policía de la comuna, que se encontraba vacante.
Se cuenta que al comunicarle al mozo la grata nueva, el personaje le dirigió más o menos este breve discurso:
—Mi amigo, más de un trajín me ha costado conseguir su nombramiento, pero ahora que está Ud. ungido con el cargo, procure mantenerse en él con maña y prudencia. Los adversarios son poderosos y estarán alertas sobre lo bueno y lo malo que Ud. haga o deje de hacer. Convendría muchísimo que tomase gran interés en investigar los delitos que se cometan para desmentir con una pesquisa feliz a los que propalan que en cuestiones policiales Ud. ignora el A B C del oficio.
El flamante funcionario oyó con gran atención estos consejos y prometió seguirlos al pie de la letra.
Como en todos los pueblos pequeños, en M. había dos bandos, que se odiaban y hostilizaban mutuamente. Afiliado al más numeroso, que era el que dominaba, el comandante, siguiendo las advertencias de su padrino, procuró que su conducta funcionaria fuera, en apariencias, lo más correcta posible. Era ambicioso y no quería vegetar en aquel lugarejo, y como contaba con una protección poderosa, podía muy bien, con poco que pusiera de su parte, ascender rápidamente en la carrera. Por eso ansiaba con impaciencia que un hecho delictuoso importante le diese la ocasión de probar a los que dudaban de su capacidad, que estaban equivocados en sus apreciaciones respecto a sus dotes de polizonte.
Por fin, un día, después de algunos meses de infructuosa espera, sus deseos se vieron cumplidos, pues el suceso tanto tiempo aguardado acababa de producirse. Se trataba del asesinato de un individuo semi-idiota y epiléptico, apodado el Trompa, popularísimo en el pueblo. El cadáver, con graves lesiones en la cabeza y en el cuerpo, fue encontrado en el fondo de un barranco, al borde del camino real. Apenas el comandante supo la noticia, montó a caballo y partió a escape al teatro del crimen, regresando poco después a su cuartel, seguido de cuatro labriegos, que conducían al hombro, en unas parihuelas improvisadas, el cuerpo de la víctima. El rostro del señor comandante resplandecía de satisfacción, pues estaba sobre la pista del asesino, en cuya persecución había puesto a sus más sagaces subordinados.
Como él había previsto, la captura se efectuó con toda felicidad, y a mediodía se encontraba el reo, un muchacho de unos veinte años apenas, en presencia del jefe de policía, quien le dio a conocer la causa de su aprehensión y las pruebas que había de su culpabilidad.
Estas pruebas eran habérsele visto la noche anterior en compañía del occiso, en un despacho de bebidas situado muy cerca del sitio donde se encontró el cadáver. El dueño del negocio aseguraba que, después de beber algunas copas, se habían marchado juntos, oyendo momentos más tarde el rumor de una fuerte disputa, al que siguió en breve un profundo silencio.
El acusado reconoció la efectividad de estos hechos, pero negó rotundamente haber dado muerte al Trompa, de quien se había separado a raíz de una riña de palabras originada por la excitación del licor, agregando que sólo al ser detenido por la policía vino a conocer el trágico fin de su acompañante de la noche.
Estas explicaciones no encontraron acogida favorable en el ánimo del señor comandante, quien, convencidísimo de que tenía delante al asesino, continuó el interrogatorio con creciente energía decidido a arrancarle la verdad, costase lo que costase, al taimado delincuente. Después de agotar, sin éxito, los medios persuasivos, las promesas y las amenazas, puso en práctica procedimientos más eficaces para vencer la terca obstinación del precoz homicida.
En uno de los calabozos interiores del cuartel, al abrigo de los espesos muros, el reo fue sometido a las más refinadas y crueles torturas por un sargento y un cabo, especialistas ambos habilidosísimos en la aplicación de tormentos que no dejaban el más leve rastro delator en el cuerpo del paciente. Varias veces, vencido por el sufrimiento, el reo se declaró autor del delito; mas, apenas los verdugos interrumpían su tarea volvía a proclamar su inocencia:
—¡Señor comandante, no me atormente más, no he sido yo, lo juro por Nuestro Señor!
Pero estas alternativas de confesión y negación parecíanle odiosas burlas al señor comandante, cada vez más exasperado por la tenacidad y testarudez de aquel muchacho que amenazaba defraudarle en la gloria de esa pesquisa, en la cual cifraba tan gratas esperanzas.
Mas, al fin, mal de su grado, tuvo que suspender el tormento, pues el preso había caído en una postración nerviosa tal, que el síncope parecía inminente. El sargento y el cabo apartáronse del sujeto, y después de consultarse ambos en voz baja, el primero advirtió a su superior:
—Mi comandante, dejémoslo descansar porque si seguimos trabajándolo, se nos puede quedar entre las manos.
A pesar de su cólera, el jefe juzgó prudente seguir el consejo de sus satélites y abandonó el calabozo, no sin lanzar antes una última amenaza al reo:
—Si, cuando vuelva, sigues negando, haré que te cuelguen de la lengua. A ver si así largas la verdad, ¡canalla, bandido!
En seguida, como la hora de comer estaba próxima, se encaminó a la casa donde tenía su hospedaje. En la comida sus compañeros de mesa le pidieron noticias y detalles del crimen, que era el tema de todas las conversaciones en el pueblo. Contestó, con modesta naturalidad, que aquel asunto estaba ya finiquitado. Era cierto que la pesquisa le había costado algunos trajines y que la tarea de desenmascarar al asesino no fue obra de un momento, pero el resultado feliz de la investigación compensaba con creces esas molestias, que, por lo demás, eran gajes del oficio.
El auditorio recibió este relato con vivas muestras de aprobación, haciéndose luego por los comensales los comentarios más lisonjeros por la rápida y acertada actuación del comandante en aquel asunto. El editor del periódico semanal El Faro, que ocupaba también un asiento en la mesa, manifestó, entre generales aplausos, que se hacía un deber de tratar editorialmente aquel suceso en el próximo número de esa hoja periodística.
La comida, en la que hubo numerosos brindis, terminó entrada la noche, y el comandante, en tanto caminaba hacia el cuartel, fue rememorando los detalles de la manifestación que acababan de hacerle sus amigos y admiradores. La perspectiva de ver su nombre en letras de molde halagábale en extremo, llenando su espíritu de intima satisfacción. Gozábase imaginando la sorpresa de su protector, cuando recibiese el ejemplar del periódico, que él oportunamente haría llegar a sus manos. Y lleno de confianza en el porvenir, veíase ya escalando rápido los ascensos. De comandante de policía rural pasaría a prefecto de departamento, quedando habilitado, a partir de ahí, para aspirar a la prefectura de una capital de provincia.
A esta altura se encontraba en sus sueños de grandeza el señor comandante, cuando el recuerdo del preso cortó en seco el hilo de sus lucubraciones. El autor del delito negaba haberlo cometido, y este detalle, que había olvidado, se le aparecía ahora como algo gravísimo, capaz de echar por tierra el andamiaje sustentador del triunfo que tan públicamente y sin reservas acababa de adjudicarse.
Porque era seguro, absolutamente seguro, de que los adversarios, al conocer esta circunstancia, se pondrían de parte del reo y se valdrían de toda clase de medios para ampararlo, buscando un hábil tinterillo, o quizás un abogado, que se encargase de su defensa. En estas condiciones, su brillante actuación en el crimen corría el peligro de quedar de hecho anulada, con lo cual los hosannas de la victoria podían trocarse en la rechifla de la derrota.
El comandante, hondamente preocupado por estas pesimistas reflexiones, acortó el paso y se puso a cavilar en la manera de obtener la confesión inmediata del reo, única salida que tenía aquella embarazosa situación. Y obsesionado por esta idea, apenas llegó al cuartel se fue en derechura al calabozo del preso, a quien encontró en el mismo estado de ánimo en que lo dejara dos horas antes. A todas sus solicitaciones, amenazas y denuestos, respondía gimiendo con desesperación:
— Señor, soy inocente, lo juro, no he sido yo!
El rostro del señor comandante se fue ensombreciendo más y más. Había suspendido el interrogatorio y se paseaba a lo largo del calabozo, abstraído, al parecer, en honda meditación. De pronto se detuvo frente al sargento y su compañero, que esperaban silenciosos sus órdenes, y preguntó:
—El cadáver, ¿dónde está?
—En el cuarto de los arneses, mi comandante.
—Bueno, vayan a buscarlo, yo los espero aquí.
Un instante después, iluminado por un candil de parafina, el muerto estaba extendido de espalda en el piso de la celda y, apartado el saco que lo cubría, apareció en todo su horrible aspecto el rostro deforme del idiota con las hirsutas barbas y las greñas en desorden, cubiertas de una espesa capa de lodo y sangre.
El comandante contempló impasible los repugnantes despojos, y luego dio algunas órdenes que el sargento y el cabo pusieron en ejecución, apoderándose del reo y colocándolo boca abajo, a viva fuerza, encima del difunto.
A pesar de la desesperada resistencia que opuso el acusado y de sus clamorosos gritos, quedó en breve estrechamente unido al cadáver, sujeto por fuertes ligaduras que aprisionaban sus miembros desde los pies hasta los hombros. El pecho del vivo se apoyaba en el pecho del muerto, y sus rostros quedaban tan cerca el uno del otro, que resultaban inútiles los esfuerzos del preso para evitar aquella cara, cuyo frío y viscoso contacto le producía un espantoso y alucinado terror.
Después de apagar el candil y cerrar la puerta de la celda cuya llave se puso el jefe en el bolsillo, ordenó a sus subordinados que cuidasen de que nadie se aproximara al calabozo, agregando que él volvería más tarde para ver el resultado de aquella prueba, en la que cifraba grandes esperanzas.
Al día siguiente, a las nueve de la mañana, el jefe de la policía hizo su aparición en el cuartel. Parecía un tanto inquieto y contrariado, pues la noche anterior había encontrado en la calle a un grupo de amigos, quienes lo invitaron a una fiestecilla preparada en su obsequio con el objeto, según le expresaron, de festejar su feliz estreno en la carrera policial. Con la música, el baile y la cena y las numerosas libaciones, se olvidó por completo del negocio que tenía entre manos, y sólo en la mañana, al despertarse, bastante tarde, por cierto, recordó aquella molesta circunstancia.
Mientras se dirigía al interior, preguntó al sargento y al cabo que lo acompañaban si habían notado algo extraordinario en la celda del prisionero. Los aludidos, que ni siquiera se habían acercado a la prisión, contestaron que nada anormal habían percibido. Un tanto tranquilizado por esta respuesta, el comandante sacó la llave del bolsillo de la casaca, la introdujo en la cerradura y abrió la puerta del calabozo.
Apenas la brillante claridad del día iluminó el obscuro recinto, el jefe lanzó una exclamación sorda y retrocedió un paso, horrorizado. Lo mismo hicieron sus acólitos, que se habían detenido en el umbral. Lo que motivaba esta actitud era el espectáculo sorprendente que tenía delante. En el centro de la celda, tendido de espaldas sobre las baldosas, yacía inmóvil el reo, con los ojos fuera de las órbitas, el rostro violáceo y parte de la lengua asomada entre los blancos dientes. Encima, agazapado, con las manos apoyadas en el pecho del preso, estaba el idiota, quien, al ver a los presentes, se puso a gemir, y señalando las cuerdas que sujetaban sus piernas y las del prisionero, pidió a gritos lo desatasen, lo que el sargento y el cabo ejecutaron maquinalmente, aterrados y sobrecogidos por el estupor que aquel suceso inaudito les producía.
Mi amigo, al llegar a esta parte de su relato, lo interrumpió para encender un cigarro, y después de una corta pausa, lo reanudó diciendo:
—Lo que me falta que decir para terminar esta historia se adivina fácilmente. El idiota, después de disputar con su camarada y separándose de él en la carretera, fue acometido de súbito por un ataque de epilepsia, el cual, a causa, tal vez del alcohol que había ingerido, revistió una forma violentísima. Presa de terribles convulsiones, rodó desde el camino al fondo del barranco, donde al chocar con los guijarros se infirió las heridas que hicieron creer, a la mañana siguiente, a los que lo encontraron, que había sido ultimado a pedradas por su acompañante en esa noche trágica.
En realidad no estaba más que aletargado, condición en que quedaba siempre después de las frecuentes crisis de la enfermedad que lo aquejaba. Aquella vez, a consecuencia, sin duda, de las lesiones que recibiera en la caída, el letargo se prolongó por muchas horas, y cuando en la noche, en el calabozo, recobró el conocimiento y se encontró debajo de alguien que lo oprimía con el peso de su cuerpo, tomó a ese alguien como un enemigo. El dolor de las heridas contribuyó a robustecer esta impresión en su cerebro perturbado.
La lucha con el preso fue muy corta, pues los verdugos, por su refinamiento de crueldad, habían dejado al presunto muerto los brazos libres, atándole flojamente las muñecas a la espalda del prisionero, quien, imposibilitado para defenderse, sucumbió estrangulado por las manos del idiota, que le asieron por la garganta y se la oprimieron hasta producir la muerte por asfixia.
A pesar de los esfuerzos del comandante para evitarlo, la noticia del suceso se divulgó en el pueblo levantando un escándalo enorme. Y las consecuencias del hecho hubiesen, tal vez, tomado para el jefe policial un giro desagradable, si el senador X., interviniendo oportunamente, no hubiese conseguido de las autoridades le echase tierra al asunto, sin otra sanción para el culpable que la renuncia inmediata de su puesto.
Cuando el narrador terminó su historia, el héroe de ella abandonó el asiento y se alejó lanzándonos al paso una mirada rápida e inquisitorial. Por un momento vimos destacarse su alta silueta en la sombrosa avenida y oímos el rumor de sus pisadas en la suave quietud del atardecer.
1919.
El perfil
Una tarde, en casa de un amigo, conocí a la señorita Teresa, joven de dieciocho años, de figura simpática y atrayente. Parecía muy tímida, y la expresión de su moreno y agraciado rostro y de sus pardos y rasgados ojos, sombreados por largas pestañas, era grave y melancólica.
A primera vista en su persona no se notaba nada extraordinario, pero después de algún tiempo, el más mediano observador podía advertir en ella algo extraño que llamaba poderosamente la atención. Sin que nada, al parecer, lo motivase, quedábase, de pronto, inmóvil y silenciosa, ensombrecido el rostro y la vaga mirada perdida en el vacío. Otras veces, un grito, un rumor cualquiera, la caída de un objeto en el suelo, bastaba para que, incorporándose bruscamente, mirase en torno con azoramiento, cual si un peligro desconocido le amenazase.
La impresión que estas raras actitudes dejaban en el ánimo del espectador, era que se estaba en presencia de alguien que había recibido una gran conmoción física o moral, cuyos efectos, perdurando todavía en su sistema nervioso, producían esas reacciones ya muy débiles y atenuadas por la acción sedante del tiempo.
Cuando comuniqué a mi amigo estas reflexiones me contestó:
—No te extrañe lo que has visto. Esta pobre niña recibió hace algunos meses un golpe terrible que perturbó su razón, la que ha ido recobrando poco a poco. Ahora está fuera de peligro. La causa que le produjo ese trastorno fue un crimen que se cometió el año pasado, y en el cual perdieron la vida los dueños de un pequeño negocio situado en las vecindades de S. Los asesinados, marido y mujer, eran los padres de esta muchacha, y ella escapó apenas de correr a misma suerte gracias a que pudo huir y ocultarse a tiempo
Tú que eres tan apasionado a las historias de bandidos, tienes aquí un caso interesantísimo, pero es indispensable que oigas el relato de boca de la misma protagonista, lo que me encargo conseguir de ella, pues ya no la impresiona como antes el recuerdo de ese suceso.
—Momentos después, la joven, accediendo a los ruegos de mi amigo, nos relataba en la siguiente forma su desgracia:
—…El modesto negocio que mis padres atendían y que les daba para vivir con cierta holgura, estaba situado en el cruce de dos caminos de gran tráfico y a cinco o seis cuadras de la población de S.
Ya una vez la casa había sido asaltada, contentándose los forajidos con robar y saquear, dejando al retirarse amarrados a los moradores. Yo, estaba entonces interna en un colegio de la ciudad, sólo vine a tener noticias del suceso un mes después,
Este acontecimiento obligó a mi padre a tomar algunas precauciones; hizo reforzar las puertas y ventanas y adquirió armas para defenderse. También procuró evitar que hubiese mucho dinero en casa. Apenas se reunía alguna suma, tomaba el tren e iba a depositarla a algún banco en la ciudad de F. De esta manera, ocultando el monto y giro de sus negocios, quería desvanecer la fama de hombre adinerado que la gente le atribuía.
Por fin, después de permanecer cuatro años en el colegio salí de él para acompañar y ayudar a mis padres en sus quehaceres y negocios. Nuestra vida era por demás sosegada y tranquila y no salíamos de casa sino los domingos, yo y mi madre, a oír misa en la Iglesia del pueblo. Rara vez recibíamos visitas, y cuando éstas llegaban eran casi siempre jóvenes de la localidad que, paseando a caballo por los alrededores, se detenían en nuestra casa para beber algún refresco. Uno de estos mozos pasó a ser un asiduo visitante. Se llamaba Luis, tenía veintitrés años y era primo de un regidor de la municipalidad. Mis padres, gentes sencillas, lo recibían muy bien, conquistados por su carácter afable y sus modales comedidos e insinuantes.
Su actitud para conmigo era discreta y respetuosa y, halagada por sus afecciones, recibía sus homenajes con vanidosa complacencia. Sin embargo, y a pesar del placer que a su lado sentía, creo que sólo experimentaba por él una sincera amistad. Tal vez influía su físico en ese resultado, pues, aunque muy blanco y rubio, afeábale el rostro, que parecía dividir en dos, una gran nariz encorvada y prominente, En sus conversaciones era muy ameno, salpicándolas con anécdotas y graciosas ocurrencias que nos hacían reír de buena gana. Nos hablaba a veces, también, de sus amigos, tres mozos de más o menos su edad que eran sus compañeros inseparables. Mas, como estos jóvenes, pertenecientes a familias acomodadas del pueblo, tenían fama de calaveras incorregibles, mis padres no los veían con agrado y lamentaban que un joven tan cumplido como Luis cultivase esas peligrosas amistades.
Cuando venía a vernos, lo recibíamos en el comedor que era la pieza más confortable de la casa. Estaba comunicada con el almacén por una mampara de vidrios, y en la pared opuesta abríase una ventana que daba al huerto. Mientras yo me ocupaba en tejer o bordar, él se sentaba en el alféizar de la ventana y, apoyando la espalda y la cabeza en el marco, iniciaba sus charlas en la forma ligera y agradable de siempre.
Un domingo, ya cerrada la noche, bajé a la cocina situada como a diez metros de la casa y frente a la pieza del comedor. Esa tarde, él nos había acompañado en la comida y, terminada ésta, había ido como de costumbre a sentarse en la ventana que permanecía abierta, pues la temperatura en esa época, a principios del verano, era muy suave y agradable. La luz de la lámpara, que colgaba del techo de la habitación, hacía destacarse en la blanca pared de la cocina el hueco iluminado de la ventana, recortándose en él, con gran relieve, la oscura silueta de nuestro amigo. Al verla, una idea súbita se apoderó de mí. Me aproximé a la muralla y con un pedazo de carbón y tracé el contorno de aquel perfil. En seguida, mostrándolo a su dueño, le dije, conteniendo apenas la risa:
—Luis, mire, ¿qué le parece el retrato que le acabo de hacer?
Él, después de examinar un instante aquella obra maestra, me contestó sonriente:
—Bonito, muy bonito, sólo la nariz le quedó un poquito larga.
—Pero, si la tiene así, presumido —exclamé lanzando una carcajada.
Un día, a mediados de octubre, mi padre nos comunicó su decisión de trasladarse a la ciudad, con el objeto de retirar del banco dos mil pesos que destinaba para cubrir el valor de un sitio que había comprado en el pueblo. Pensaba efectuar el viaje a la mañana siguiente, pues el vendedor acababa de avisarle que la respectiva escritura de compraventa estaba lista en la notaría, faltando sólo estampar las firmas para finiquitar el negocio.
Como lo había resuelto, el día señalado, después de recomendarnos el mayor sigilo sobre el motivo del viaje, mi padre partió hacia la estación para tomar el tren de las ocho de la mañana que debía conducirlo a la ciudad.
Esa misma tarde entre la una y las dos, llegó a casa nuestro amigo Luis y, mientras conversábamos en el comedor, ocupando él su sitio habitual en la ventana, me dijo de pronto:
—Divisé esta mañana a don Pedro en la estación, cuando tomaba el tren.
Hizo una pequeña pausa y agregó sonriendo:
—¿Quiere que adivine a lo que va?
Y sin darme tiempo para responder continuó:
—A buscar la plata para pagar el sitio, ¿no es cierto? Pero no se admire que lo sepa, porque ayer estuve en la notaría y vi la escritura lista para la firma. Además mi amigo Teodoro, el escribiente, me dijo que don José Manuel le había mandado un recado a don Pedro comunicándole esta circunstancia.
—Es verdad lo que dice, le contesté, pero, por favor, no se lo cuente a nadie, porque no se imagina Ud. el miedo que pasamos cuando hay dinero en casa. En fin, como mi padre regresa hoy, esa cantidad estará aquí sólo esta noche, pues mañana irá al pueblo a firmar la escritura y quedaremos libres de este compromiso.
—Comprendo —me observó— la inquietud de Uds.; pero don Pedro tendrá armas, estará prevenido.
Lo interrumpí para decirle:
—Después del robo que le hicieron hace dos años, tenía siempre una escopeta cargada a la cabecera de la cama y no se quitaba el revólver del bolsillo, pero ahora la escopeta está arrumbada en el desván y el revólver metido en un cajón de la cómoda. Creo que ni siquiera está cargado.
Él no me contestó. Parecía distraído y miraba hacia afuera por la ventana. De pronto, se puso de pie y se despidió diciendo:
—Me voy, ando cumpliendo unos encargos de mi primo, y sólo he pasado a saludarlas.
Por un instante quise comunicar a mi madre nuestra conversación, pero conociendo lo miedosa y aprensiva que era, decidí guardar silencio, pues estaba segura que no dormiría esa noche pensando en que tal vez otros, además de Luis, conocían el secreto descubierto por nuestro amigo.
Al anochecer llegó mi padre, y como la larga caminata desde la estación y sus trajines en la ciudad lo habían fatigado, apenas terminó la comida abandonó el comedor, diciendo que esa noche convenía cerrar el almacén más temprano que de costumbre.
Acababa yo de alzar el mantel y mientras daba desde la ventana algunas órdenes a Francisca, nuestra vieja cocinera, que las escuchaba en la puerta de la cocina, oí un terrible y angustioso grito de mi madre. Al volver la cabeza divisé, helada por el espanto, a través de la mampara, un grupo de hombres enmascarados que, después de cerrar y atrancar la puerta del almacén, abalanzándose adentro, saltaban el mostrador.
Sin darme cuenta, casi, de lo que hacía, me precipité por la ventana al huerto. Aunque la altura era mediana, la caída fue tan recia que, no pudiendo continuar la huida, sólo pude arrastrarme hasta unos cajones vacíos que se hallaban ahí cerca, arrimados a la pared, y entre los cuales me oculté lo mejor que pude.
Desde mi refugio sentí cómo asesinaban a mis padres. Sus lamentos, sus súplicas, sus gritos de agonía sonaban distintamente en mis oídos, enloqueciéndome de pavor. De pronto, todo quedó en silencio y tras un breve instante escuché el rumor de muebles rotos, de cajones que se abrían y objetos que rodaban por el suelo.
También vi reflejarse en la pared de la cocina, en el hueco iluminado de la ventana, algunas sombras que cruzaban rápidas. Pasaron algunos largos momentos que me parecieron siglos y, súbitamente, junto con un ruido de vasos y de botellas, percibí un apagado murmullo de voces que venía del comedor. Al mismo tiempo mis ojos, que no se apartaban de la mancha luminosa, vieron dibujarse en ella la silueta de un hombre que, sentado en el alféizar de la ventana, apoyando la espalda en el marco, alzaba en la mano un vaso en actitud de beber.
Experimenté algo así como una sacudida eléctrica, y aguardé con infinita angustia que la sombra reflejada en la pared cambiara de posición. Aunque el rostro miraba al interior de la estancia, pude ver que no tenía puesta la careta. Transcurrieron todavía algunos instantes y, luego, la cabeza, haciendo un leve movimiento giratorio, destacó su perfil en la blanca muralla con admirable limpieza y nitidez.
Estuve a punto de lanzar un grito: aquella silueta se adaptaba tan completamente a la que mi mano dibujara un mes atrás, que si alguien en ese instante hubiese repetido la oración, el contorno del nuevo perfil habría caído exactamente sobre el anterior.
Esta visión duró algunos segundos y se repitió dos o tres veces con el mismo resultado. Cada vez que la posición era favorable, el perfil delator se destacaba en la muralla y parecía decirme:
—Mírame bien, soy yo, tu amigo Luis, el narigudo.
Sí, ninguna duda podía caberme, eran él y sus amigos a quienes yo había facilitado, con mis ingenuas revelaciones, la ejecución de su nefando crimen.
Momentos después reinó en la casa un profundo silencio. Los asesinos se habían marchado. Cuando consideré que estaban bastante lejos, abandoné mi escondite y salí al campo por la puerta situada en el fondo del huerto. Gran trabajo nos costó, a mí y a Francisca, a quien encontré metida en una zanja en las inmediaciones, para que algunos vecinos nos acompañasen a ver lo que había sucedido en casa. Cuando entramos en ella lo primero que se presentó a nuestra vista, detrás del mostrador, fueron los cadáveres de mis padres que yacían en el suelo, cosidos a puñaladas y nadando en un mar de sangre.
Desde ese instante mis recuerdos son confusos, existiendo a partir de ahí, en mi memoria, una gran laguna.
He sabido más tarde que al día siguiente del asesinato, se presentó en casa el amigo Luis, inquiriendo de los presentes noticias del crimen y si tenían ya indicios acerca de sus autores. Al oír su voz, yo, que me encontraba en una habitación interior, apartando con brusquedad a las personas que me rodeaban, me precipité a su encuentro. Dicen que avancé hacia él en línea recta, mirándolo con fijeza y sin pronunciar una sola palabra.
Cuando estuve a dos pasos estiré el brazo y apuntándole al rostro con el dedo índice, prorrumpí en una estrepitosa e interminable carcajada. Él, según cuentan los que presenciaron la escena, se puso tan pálido como los muertos que se velaban en la pieza vecina. Y, en silencio, sin disimular su miedo, retrocedió seguido por mí hasta donde estaba su caballo, en el que montó precipitadamente, alejándose al galope por la carretera.
Todo el mundo atribuyó su actitud a la dolorosa impresión que le produjo mi repentina locura, pues la gente de la vecindad, viéndolo llegar tan a menudo a casa, había esparcido por todas partes el rumor de que Luis era mi novio.
Cuando la joven terminó su relación no pude menos que decirle:
—¿Y no ha denunciado Ud. ante la justicia a los asesinos?
Me miró con aire resignado y repuso con lentitud:
—¿Y quién me creería? ¿Quién haría caso de una pobre loca?
Carlitos
En mis excursiones por los alrededores del pueblo, me encontré un día frente a un grupo de casitas semiocultas por los frondosos árboles que bordeaban al camino. En una de estas viviendas, sentada delante de la puerta, había una mujer que tenía en el regazo un niño pequeño. Al ver la criatura me detuve sorprendido preguntando con interés:
—¡Qué hermoso niño! ¿Es suyo?
—Si, señor.
—¿Cómo se llama?
—Carlitos.
—¿Qué edad tiene?
—Quince meses cumple esta semana.
Después de acariciar al pequeñuelo, maravillado por la gracia y donosura de su carita de ángel, continué mi camino pensando en la absoluta falta de parecido entre la madre y el hijo. El niño era rubio, blanco, sonrosado. Los sedosos y blondos cabellos, los ojos azules, la fina naricilla y la boquita de rosa le daban un aspecto encantador, Y estos rasgos, que acusaban en la criatura una acentuada selección de raza, contrastaban de tal modo con las toscas facciones de la mujer, con sus oscuros y pequeños ojos, su casi cobriza piel y su lacia y negra cabellera, que parecía imposible existiese entre ambos alguna afinidad, por remota que fuera.
¿Serían acaso tales desemejanzas un capricho de la naturaleza? Pero, así y todo, resultaba el caso de una extravagancia excesiva, revolucionaria, desconcertante, a menos que... Al llegar aquí interrumpió mis reflexiones el recuerdo de un pequeño detalle: al contestarme afirmativamente que el niño era de ella, noté que la mujer bajaba la vista al mismo tiempo que su oscuro rostro se coloreaba débilmente. ¿Aquel rubor lo producía la grata emoción de la madre al proclamarse tal o tenía un origen menos elevado? Bien podía ser, pensé, que esto último fuese lo correcto.
Desde entonces, y cada vez que pasaba por aquellos sitios, me detenía frente a la casita para acariciar de paso al pequeño.
De repente interrumpí estos paseos, y cuando algún tiempo después volví a recorrer el sombreado camino, encontré cerrada la puerta de la vivienda. A mis llamados salió de la casa próxima una mujer con los brazos desnudos impregnados de espuma de jabón a quien interrogué:
—¿Y Carlitos?
—Carlitos está enfermo, muy enfermo.
—¿Qué es lo que tiene?
—No se sabe, algunos dicen que es empacho.
—¿No podría verlo?
—No está aquí. La Jacinta lo llevó esta mañana donde una señora que ha prometido mejorarlo.
Protesté indignado:
—Qué torpeza. Debía ver a un médico y no a una curandera.
—Ha visto, señor, a todos los del pueblo, pero quiere que se lo pongan bueno en un día. Si en dos o tres no mejora, le cambia remedios. Es que la pobre, señor, está desesperada y si el niño se muere hasta podía volverse loca. No se ha visto un cariño igual porque ni a los hijos...
La interrumpí para decirle con extrañeza:
—¿Cómo, que no es su hijo? Pero si ella misma me aseguró que lo era cuando se lo pregunté.
—Así les dice a todos, pero la verdad es que lo sacó de la Casa de Huérfanos cuando sólo tenía dos meses.
Era tan evidente el deseo de mi interlocutora de charlar sobre aquel asunto, que decidí complacerla, y en tanto tomaba asiento en un banco situado junto a la puerta, le dije con fingido asombro:
—¿Entonces allá se regalan las criaturas? Me parece muy extraño que se hagan semejantes obsequios.
—No, señor; no los regalan, los entregan para criarlos, y como a la Jacinta se le había muerto su última guagua, una amiga le aconsejó que sacase un huerfanito para ganar los veinte pesos mensuales que se pagan a las nodrizas. Así lo hizo. Fue allá y trajo a Carlitos. No tenía más obligación que llevarlo una vez al mes para que el doctor lo examinase. Para una pobre como ella, los veinte pesos fueron un gran alivio; tenía para pagar la casa y aún le sobraba algo. Estaba por esto muy contenta y cuidaba mucho al niño que era muy bonito y se iba embelleciendo de día en día. Cuando cumplió los seis meses era una verdadera preciosidad, tanto que la Jacinta no podía salir con él a la calle sin que la gente no la atajase para celebrarlo y hacerle cariño. Ella se puso con esto muy oronda, y como había dado en decir que era hijo suyo, de tanto repetirlo creo que acabó por creerlo ella misma. Fue tanto el amor que le tomó, que ya no vivía sino para él. Carlitos era su vida, su mundo, su todo. Cuanto centavo caía en sus manos lo empleaba en comprarle vestidos, capas, gorritas, cintas, encajes. Y su mayor afán era vestirlo y arreglarlo para salir con él a lucirlo por todas partes. Cuando le decíamos que no se sacrificase tanto por una criatura que luego tenia que devolver, se le llenaban los ojos de lágrimas y se quedaba callada, sin contestarnos una palabra.
Un día vino muy alegre a decirme que le habían asegurado que si una nodriza dejaba de ir a cobrar sus mensualidades hasta enterar cien pesos, podía considerarse dueña del niño, pues la Casa ya no reclamaba. Si la criatura era mujer, el sacrificio era sólo de cincuenta pesos, una mitad menos que los hombres. Por más que le dije que no se creyese de cuentos y que lo único que sacaría siguiendo esos consejos era perder la plata junto con el niño, ella se afirmó en su idea. Y como lo tenía pensado, cuando llegó el fin del mes no lo llevó a la ciudad para presentarlo ante el médico de la Casa, como era su obligación, y lo mismo hizo los otros meses. Y aunque parezca mentira, el caso es que nadie ha venido a reclamárselo hasta ahora mismo.
Cuando se enteraron los cien pesos que le debían por la crianza, la Jacinta casi se volvió loca de gusto, porque consideró que ya nadie podía quitarle a Carlitos. Hay cosas que una no comprende. ¡Perder tanta plata y todavía echarse encima la carga de un hijo ajeno! Y después de trabajar, sacrificarse de la mañana a la noche en lavar y planchar para vestirlo y adornarlo como una muñeca y con un lujo que sólo gastan los ricos. Y ella tan contenta. No, señor, sólo una persona que no está en su juicio puede hacer esas cosas.
—Pero, señora —le argumenté— esta acción de su amiga y vecina revela su buen corazón, y como no tiene hijos bien puede adoptar un huérfano y sentir por él un gran cariño. No son raros los casos en que una madre adoptiva sea tan abnegada y amante como una madre de verdad.
La mujer sonrió irónicamente en tanto me decía:
—¿Entonces usted no sabe que la Jacinta tiene dos hijos: un hombre y una mujer?
Admirado respondí que no lo sabía.
—No es raro, señor, que usted no lo sepa, porque su madre nunca sale con ellos, y cuando un forastero pasa por aquí les tiene prohibido que se acerquen. Los voy a llamar para que usted los conozca.
Y acercándose a la casa empezó a gritar:
—¡Micaela, Juan, vengan!
Casi al punto, por una esquina de la casa, aparecieron dos niños, los cuales, al verme, se quedaron en actitud temerosa. La pequeñuela preguntó:
—Madrina, ¿para qué nos quiere?
La mujer los detuvo un instante haciéndoles algunas preguntas acerca de una tarea que les había encomendado y los despidió dándoles nuevas instrucciones. Luego se volvió para decirme:
—¿No los encuentra parecidos a ella?
—Sí —repuse—, se le parecen mucho. ¿Qué edad tienen?
—La Micaela tiene diez años y el niño seis.
—¡Diez años! —exclamé—, si no representa más de siete ¡y tan delgada, tan flacucha!
—Pero qué quiere usted, si estas criaturas pasan una vida tan martirizada. La Jacinta si no es para castigarlos no se preocupa de ellos. Ya se ve como los tiene, descalzos y casi desnudos.
—¡Vaya! ¿Que no los quiere, entonces?
—No sólo no los quiere sino que parece que los odia. Casi no hay día que no les desee la muerte. La que más sufre es la Micaela, porque tiene que cargar a Carlitos, que está tan consentido que sólo quiere pasarlo en brazos. Parte el corazón ver a esa pobrecilla, tan endeble como es, andar todo el santo día con ese niño tan pesado a cuestas. Y pobre de ella si el regalón se pone a llorar, porque la Jacinta entonces se vuelve una fiera. Una vez que tropezó y cayó con él, si no voy yo a defenderla, creo que la hubiera muerto. Como le digo, hay cosas que una no comprende. A mi se me ocurre que si le hubiera tocado un niño menos bonito, tal vez la Jacinta no se hubiera encariñado tanto con él.
Después de cambiar con la mujer algunas palabras más sobre el mismo tema, me levanté para continuar la interrumpida caminata, pensando en el ignorado drama que se desenvolvía en aquellas humildes habitaciones, tan tranquilas en apariencia.
Pasaron algunos meses, y ya empezaba a olvidar esta historia, cuando un día al caer la tarde me encontré otra vez frente al grupo de casitas. Al ruido de mis pasos se abrió una puerta y apareció en ella la misma mujer que tantos informes me había dado acerca del huérfano.
Al reconocerme me dijo, con aquella sonrisa que era en ella característica:
—¿Usted vendrá a saber noticias de Carlitos?
Y sin esperar mi respuesta continuó:
—Ya no está aquí La Jacinta se fue a vivir al pueblo, pero ya no tiene con ella a su preferido. Se admira usted ¿no es cierto? Pero cuando sepa dónde se encuentra ahora el niño se admirará mucho más. Si yo no se lo digo a usted, no lo adivinaría nunca.
Y clavando en los míos sus risueños ojos agregó con lentitud solemne:
—Carlitos está en la Casa de Huérfanos.
La sorpresa embrolló mis ideas un momento, pero recobrándome repuse:
—¡Bah! ahora comprendo, se lo reclamaron y tuvo que entregarlo. ¡Pobre mujer, cuánto habrá sufrido!
La sonrisa de mi interlocutora se acentuó:
—Nadie lo ha reclamado —dijo—. Ella misma, sin que se lo pidieran, fue a devolverlo.
Contemplé con asombro a la mujer y balbuceé intrigado:
—No es posible, no puede ser. Algo habrá sucedido. Tal vez usted no sabe...
La lavandera, que parecía gozar extraordinariamente con la sorpresa que sus noticias me producían, segura de tener un oyente que no desperdiciaría una sola de sus palabras, entró en la casa y salió, en seguida, trayendo una silla que me ofreció solicita:
—Señor, siéntese un ratico mientras le cuento cómo han pasado las cosas.
Apenas me vio cómodamente instalado, prosiguió:
—Usted recordará que cuando estuvo aquí la última vez, Carlitos estaba muy enfermo. Cuando ya habíamos perdido la esperanza de que salvase empezó a mejorar y, tan ligerito, que en unos pocos días quedó completamente bueno. Conociendo lo extremosa que la Jacinta era con él, puede ya imaginar lo contenta que se pondría. No le pondero si le digo que poco faltó para que se volviese loca de gusto. Y ya no fue cariño sino idolatría lo que sintió en adelante por la criatura. ¡Y qué cuidados y qué afanes para que nada le faltase! A la Micaela, con estas regalías de Carlitos, le tocaba la peor parte. Tenía que andar con él en los brazos, pasearlo y entretenerlo a veces días enteros. Si el consentido soltaba el llanto, en el acto acudía la Jacinta, hecha un basilisco:
—¿Por qué llora el niño, qué les has hecho, pícara?
Y llovían los pellizcos, las bofetadas y los palos sobre la pobre chiquilla. Créame, señor, que al oír sus lamentaciones sentía hervirme la sangre, pero tenía que contenerme ya que nada podía hacer sino compadecerla.
Así iba pasando el tiempo, cuando un día que la Jacinta estaba en la pieza planchando la ropa, a un descuido, el niño que ya principiaba a andar cayó de bruces en el brasero en que se calentaban las planchas. ¡Dios nos ampare, señor! Cuando mi comadre lo levantó, ¡la cara, las manos y los bracitos eran una llaga viva!
Ya puede usted figurarse la desesperación de la Jacinta. Parecía una loca y corría de aquí para allá con el niño en los brazos sin atinar a nada. Al fin, oyendo lo que le decíamos, lo envolvió en su pañuelo y salió disparada con él para la botica.
Por suerte las quemaduras eran sólo por encima, así que el niño sanó muy pronto, pero el pobrecito quedó tan defectuoso con su carita llena de costurones y para mayor desgracia perdió también un ojo: quedó tuertecito. ¡Qué lástima tan grande nos daba verlo tan cambiado!, no era ni la sombra del Carlitos de antes. ¡Así señor, tanto mejor que hubiese muerto cuando tuvo aquella enfermedad! Así nos habríamos ahorrado ver lo que hemos visto.
Porque lo más triste de todo fue que la Jacinta comenzó a perderle el cariño. Ella que no salía de la casa sin llevarlo también a él, empezó desde entonces a salir sola. Yo, que estoy aquí al lado, fui viendo cómo día a día iba cambiando con la pobre criatura. Los cuidados y las regalías se acabaron para siempre para Carlitos. Ya ni la Micaela lo tomaba en brazos y todo el tiempo andaba botado por el suelo hecho una compasión por la falta de limpieza. Ahora sí que podía llorar a su gusto porque nadie le hacía caso. Y menos mal si todo no hubiera pasado de aquí, pero la Jacinta comenzó muy luego a rezongar cuando el niño la molestaba. De los retos pasó a los pellizcos y a las palmadas. A cada momento desde aquí sentía yo los gritos del tuertecito y los de mi comadre que chillaba y maldecía llena de rabia.
No se comprende, señor, cómo Dios permite estas cosas. Dolía el alma ver el abandono en que pasaba Carlitos. Como ya andaba por todas partes, a veces llegaba hasta aquí. ¡Si usted lo hubiera visto se le habría partido el corazón! Apenas cubierto el cuerpecito con unos trapos y tan desaseado que no había por donde tomarlo. Al verme, lo primero que hacía era pedirme pan, y con qué ansias comía, pues estaba siempre hambriento.
Por eso fue un alivio cuando supe que la Jacinta andaba haciendo diligencias para devolverlo a la Casa de Huérfanos. Como ella no se atrevía a ir, encargó a una persona que preguntase si le recibían el niño. Le contestaron que sí, que lo recibían, pero como mi comadre no había cumplido con las condiciones de la Casa no tenía derecho a clamar las mensualidades atrasadas que se le debían por la crianza.
Al otro día que supo la contestación, fue a dejar a Carlitos: lo lavó, lo peinó y le puso una ropita limpia. Cuando ya se iba, todas salimos a despedido. ¡Si Ud. hubiera visto lo contento que estaba! ¡En su alegría de verse otra vez en brazos, besaba y abrazaba a la Jacinta! ¡Pobre ángel! Tal vez creía que mi comadre lo llevaba a pasear por el pueblo.
Cuando al fin se fueron y volvimos a nuestros quehaceres, créanos señor que todas teníamos los ojos empañados y el corazón como en un puño.
Dije adiós a la mujer y me alejé por el camino que se extendía delante de mí y que me pareció por vez primera largo, monótono y lleno de polvo.
1919.